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lunes, 9 de noviembre de 2009

LA MISA DEL ATEO


HONORE DE BALZAC
LA MISA DEL ATEO
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Dedicado a su amigo August Borget
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Un médico al que debe la ciencia una hermosa teoría fisiológica, y
que, joven aun, logró abrirse plaza entre las celebridades de la Escuela de
París, centro de luces; al que rinden homenaje todos los médicos de
Europa, el doctor Bianchon, ejerció la cirugía antes de dedicarse á la
medicina. Sus primeros estudios fueron dirigidos por un gran cirujano
francés, por el ilustre Desplein, que pasó para la ciencia con la rapidez de
un meteoro. Según confesión de sus enemigos, Desplein se llevó á la tumba
su método intransmisible. Como todos los hombres de genio, no tenía
descendientes y se lo llevó todo consigo. La gloria de los cirujanos se parece
á la de los actores, cuyo talento deja de apreciarse tan pronto como
desaparecen, y cuya fama sólo dura lo que su vida. Los actores y los
cirujanos, lo mismo que los grandes cantantes y los artistas que centuplican
con su ejecución el poder de la música, sólo son héroes del momento.
Desplein ofrece un ejemplo de la semejanza que existe entre el destino de
estos genios transitorios. Su nombre, tan célebre ayer y tan olvidado hoy,
permanecerá dentro de la especialidad á que se dedicó, sin franquear nunca
sus límites. Pero ¿no es necesario que concurran circunstancias inauditas
para que el nombre de un sabio pase del dominio de la ciencia, al dominio
de la historia general de la humanidad? ¿Poseía Desplein esa universalidad
de conocimientos que hacen de un hombre el verbo ó la figura de un siglo?
Desplein poseía un golpe de vista divino, penetraba la enfermedad y al
enfermo con una intuición adquirida ó natural que le permitía no engañarse
nunca en los diagnósticos y determinar el momento preciso, la hora el
minuto en que era necesario operar, sacando siempre partido de las
circunstancias atmosféricas y de las particularidades del temperamento.
Para marchar de este modo de acuerdo con la naturaleza ¿habría estudiado
acaso la incesante misión de los seres y de las sustancias elementales,
contenidas en la atmósfera ó que provee la tierra al hombre que las absorbe
y las prepara para sacar de ellas un jugo particular? ¿Procedía, acaso, con
ese poder de deducción y analogía a que es debido el genio de Cuvier? Sea
de ello lo que fuere es lo cierto que este hombre se había hecho el
confidente de la carne y la comprendía lo mismo en su pasado que en su
porvenir, basándose en el presente. Pero ¿ha resumido toda la ciencia en su
persona como lo hicieron Hipócrates, Galeno y Aristóteles? ¿Condujo toda
una escuela hacia nuevos mundos? No. Si es imposible negar á este
perpetuo observador de la química humana la antigua ciencia del magismo,
es decir, el conocimiento de los principios en fusión las causas de la vida, la
vida antes de la vida, lo que ha de ser antes de ser, es preciso confesar,
para ser justo que, desgraciadamente, todo en él fue personal; aislado toda
su vida por el egoísmo, e1 egoísmo mata hoy su gloria. Su tumba no está
provista de la estatua sonora que repite al porvenir los misterios que el
genio establece a expensas suyas. Pero sin duda el talento de Desplein era
solitario de sus creencias y, por consiguiente, mortal. Para él, la atmósfera
terrestre era un saco generador, veía la tierra como un huevo en su
cascarón y no pudiendo saber quién era primero en e1 orden de la
existencia, si el huevo ó la gallina, no admitió ni lo uno ni lo otro. No creía
ni en el animal anterior ni en el espíritu posterior al hombre. Desplein no
estaba en la duda, afirmaba. Su ateísmo puro y franco se pareció al de
muchos sabios, que son la mejor gente de1 mundo, pero que niegan la
existencia de Dios del mismo modo que algunas gentes religiosas niegan la
posibilidad de que pueda haber ateos. Esta opinión no tiene nada de
particular en un hombre acostumbrado desde sus primeros años á disecar el
ser por excelencia, antes, durante y después de la vida, y á escudriñar
todos sus órganos sin encontrar en ellos esa alma única, tan necesaria para
todas las teorías religiosas. Reconociendo en el hombre un centro cerebral,
un centro nervioso y un centro aéreo-sanguíneo, de los cuales, los dos
primeros se suplen tan bien uno al otro, que tuvo en los últimos días de su
vida la firme convicción de que el sentido del oído no era absolutamente
necesario para oír, ni el sentido de la vista absolutamente necesario para
ver y que el plexo solar lo reemplazaba sin duda alguna, Desplein se
confirmó en su ateísmo con este hecho, á pesar de no tener ninguna
relación con Dios. Según se dice, este hombre murió en la impenitencia final
en que mueren, desgraciadamente, muchos hermosos genios á los que
ojalá Dios quiera perdonar. Empleando la misma frase de sus enemigos,
diremos que la vida de este hombre ofrecía muchas pequeñeces, ó mejor
dicho, muchos contrasentidos aparentes. Sin conocer nunca los móviles que
hacen obrar á ciertos espíritus superiores, los envidiosos ó los necios echan
mano inmediatamente de ciertas contradicciones superficiales para hacer un
acto de acusación, por el cual les hacen figurar momentáneamente. Si más
tarde el éxito corona las combinaciones atacadas poniendo de manifiesto la
correlación de los preparativos y de los resultados, siempre subsisten, poco
ó mucho, las calumnias que le precedieron. Igualmente, en nuestros días,
Napoleón fue condenado por nuestros contemporáneos cuando desplegaba
las alas de su águila sobre Inglaterra, y hubiera sido preciso el 1822 para
explicar el 1804 y las bateas de Bolonia.
Siendo la gloria y la ciencia de Desplein inatacables, sus enemigos
criticaban la rareza de su humor y de su carácter, siendo así que lo que
tenía el gran cirujano era sencillamente lo que los ingleses llaman
excentricity. Vestido á veces elegantemente, como Crebillon, el trágico,
demostraba de pronto una singular indiferencia en su manera de vestir y
tan pronto se le veía en coche como á pie. Tan pronto brusco como amable,
áspero y avaro en apariencia, pero capaz de ofrecer su fortuna á sus
maestros desterrados que le hicieron el honor de aceptarla por algún
tiempo, ningún hombre ha inspirado ni ha sido objeto de juicios más
contradictorios. Aunque capaz para lograr una condecoración, que los
médicos no debieran solicitar con intrigas y de dejar caer en la corte un
libro de oraciones de su bolsillo, no dudéis de que en su interior se burlaba
de todo y de que sentía un profundo desprecio por los hombres, después de
haberlos observado de arriba á abajo y después de haberlos comprendido
tal cual son en medio de los actos más solemnes y más mezquinos de la
vida. En los grandes hombres, las cualidades suelen guardar proporción. Si,
entre esos colosos, existe alguno que tiene más talento que gracia, su
gracia es aún mayor que la de aquel de quien se dice únicamente: «Es un
hombre muy gracioso». Todo genio supone, necesariamente, un don de
segunda vista, una vista moral. Esta vista puede aplicarse á alguna
especialidad; pero el que ve la flor puede ver el sol. El que oyó á un
diplomático salvado por él: «¿Como está el Emperador?» y le respondió: «El
cortesano vuelve, el hombre sabrá abrirse paso», éste no es solamente
cirujano ó médico, sino que es también prodigiosamente ocurrente. Así
pues, el observador paciente y asiduo de la humanidad legitimará las
exorbitantes pretensiones de Desplein y le creerá, como se creía él mismo,
apto para ser tan buen ministro como buen médico.
Entre los enigmas que ofrece á los ojos de sus contemporáneos la
vida de Desplein, hemos escogido uno de los más interesantes, porque su
solución se encontrará al final del relato, vengándole de ciertas acusaciones.
De todos los discípulos que Desplein tuvo en el hospital, Horacio Bianchon
fué uno de aquellos con quien más simpatizó. Antes de ser interno en el
hospital, Horacio Bianchon era un estudiante de medicina, que se albergaba
en una miserable casa de huéspedes del barrio latino, conocida con el
nombre de la casa Vauquer. Este pobre joven sufría allí los ataques de esa
ardiente miseria, especie de crisol de donde los grandes talentos deben salir
puros é incorruptibles, como diamantes que pueden ser sometidos á todos
los choques sin romperse. Expuestos al fuego violento de sus pasiones
desencadenadas, estos hombres adquieren la probidad más inalterable y
contraen el hábito de las luchas que esperan al genio con el trabajo
constante con que han procurado cercar sus apetitos engañados. Horacio
era un joven recto, incapaz de tergiversar una palabra en las cuestiones de
honor, que se iba siempre sin rodeos al asunto y que lo mismo estaba
dispuesto por sus amigos á empeñar la capa, que á sacrificarles sus días y
sus noches; Horacio era, en una palabra, uno de esos amigos que no se
preocupan por lo que reciben á cambio de lo que entregan, seguros de
percibir á su vez más de lo que dan. La mayor parte de sus amigos sentían
por él ese respeto que inspira la virtud sin énfasis, y algunos de ellos
temían su censura. Pero Horacio desplegaba estas cualidades sin
ostentación. Ni puritano ni sermoneador, juraba con gracia cuando daba un
consejo y acudía con gusto á una juerga cuando la ocasión se presentaba.
Buen compañero, franco y leal, no como un marino, pues el marino de hoy
es un astuto diplomático, sino como honrado joven que nada tiene que
ocultar de su vida, Bianchor marchaba siempre risueño y con la frente muy
alta. En fin, para expresarlo todo con una palabra y teniendo en cuenta que
los acreedores son considerados hoy como" la representación más real de
las furias antiguas, diremos que Horacio era el Pilades de más de un
Orestes. Soportaba su miseria cor esa alegría que es sin duda una de las
mayores pruebas de valor, y como todos los que no poseen nada, contraía
pocas deudas. Sobrio como un camello, ágil y avispado como un ciervo, era
invariable y permanecía firme en sus ideas y en su conducta. La vida feliz
de Bianchon empezó el día en que el ilustre cirujano Desplein echó de ver
las cualidades y los defectos que hacen doblemente precioso para sus
amigos al doctor Horacio Bianchon. Cuando un jefe de clínica toma en su
regazo á un joven, este joven pone, como suele decirse, el pie en el estribo,
Desplein no dejaba de llevar á Bianchon como practicante á las casas
opulentas, donde casi siempre caía alguna gratificación en la escarcela del
interno, y donde se iban revelando insensiblemente al provenzal los
misterios de la vida parisiense; le dejaba asistir á las consultas en su
despacho, y á veces lo enviaba á acompañar á algún rico enfermo que iba á
tomar aguas, preparándole de este modo una clientela. De todo esto resultó
que, al cabo de cierto tiempo, el tirano tuvo un seide. Estos dos hombres, el
uno en la cima de los honores y de la ciencia y gozando de una inmensa
fortuna y de una inmensa gloria; y el otro modesto omega, llegaron á ser
amigos íntimos. El gran Desplein no tenía secretos para su interno, y éste
sabía si tal mujer se había sentado en una silla al lado de su maestro ó en
el famoso canapé que se encontraba en el despacho y en el que Desplein
acostumbraba á dormir; Bianchon conocía los misterios de aquel
temperamento de león y de toro, que acabó por ensanchar y amplificar más
de lo ordinario el gusto del gran hombre, y causó su muerte por el
desarrollo del corazón. Estudió las extravagancias de aquella vida tan
laboriosa, los proyectos de aquella avaricia tan sórdida, y las esperanzas del
hombre político escondido bajo la capa del sabio, y pudo prever las
decepciones que esperaban al único sentimiento que encerraba aquel
corazón, más bien bronceado, que de bronce.
Un día, Bianchon dijo á Desplein que un pobre aguador del barrio de
San Jacobo sufría una horrible enfermedad causada por las fatigas y la
miseria. Aquel pobre auverniano no había comido más que patatas durante
el crudo invierno del año 1821. Desplein dejó á todos sus enfermos, y
exponiéndose á reventar su caballo, voló acompañado de Bianchon á la
morada de aquel pobre hombre, y lo hizo transportar á la casa de salud
establecida por el célebre Dubois en el arrabal de San Dionisio. Cuidó con el
mayor cariño á este hombre, y cuando estuvo restablecido le dio la suma
necesaria para comprar un caballo y una cuba. Aquel auverniano se
distinguió por un rasgo original; habiendo caído enfermo uno de sus
amigos, lo llevó inmediatamente á casa de Desplein, diciendo á su
bienhechor:
—No hubiese podido soportar que hubiera ido á casa de ningún otro.
Áspero y todo, como era, Desplein estrechó la mano al aguador y le
dijo:
—Tráemelos á todos.
E hizo entrar al hijo de Cantal en el hospital, donde lo cuidó con el
mayor esmero. Bianchon había observado ya varias veces que su jefe sentía
mucha predilección por los auvernianos y sobre todo por los aguadores;
pero como Desplein ostentaba una especie de orgullo en tratar bien á los
enfermos de sus salas, el discípulo no vio en aquello nada de raro.
Un día atravesando la Plaza de San Sulpicio, Bianchon vio que su
maestro entraba en la iglesia á eso de las nueve de la mañana, Desplein,
que en aquella época no daba un paso sin su cabriolé, iba á pie y se colaba
por la calle del Petit-Lion, como si entrase en una casa sospechosa. El
interno que conocía las opiniones de su maestro, picado de curiosidad,
entró en San Sulpicio, y no fue poco su asombro al ver al gran Desplein, á
aquel ateo sin piedad por los ángeles que no ofrecen trabajo á los bisturíes
y que no pueden tener fístulas ni gastritis, en una palabra, á aquel intrépido
incrédulo, humildemente arrodillado, y ¿dónde diréis?... ante la capilla de la
Virgen, ante la cual oyó una misa, dio para los gastos del culto, dio para los
pobres y permaneció serio como si se hubiese tratado de una operación.
—Seguramente que no ha ido á esclarecer cuestiones relativas al
parto de la Virgen—decía Bianchon, cuyo asombro no tuvo límites.—Si le
hubiera visto en la procesión del Corpus llevando uno de los cordones del
palio, el hecho me hubiera causado risa; pero á estas horas, solo y sin
testigos, me da en verdad mucho que pensar.
Bianchon no quiso que pudiera creerse que espiaba al cirujano del
hospital principal, y, por lo tanto, se alejó. Por casualidad, le invitó Desplein
aquel mismo día á comer con él á una fonda, y de una cosa en otra,
Bianchon llegó, mediante hábiles preparaciones, á hablar de la misa,
calificándola de mojiganga y de farsa.
—Una farsa que ha costado más sangre á la cristiandad que todas las
batallas de Napoleón y que todas las sanguijuelas de Brousais. La misa es
una invención papal que no se remonta más allá del siglo VI y que está
basada en el Hoc est corpus. ¡Cuantos torrentes de sangre ha sido preciso
verter para establecer la fiesta del Corpus-Cristy; con cuya institución quiso
la corte de Roma hacer constar su victoria en la cuestión de la presencia
real, cisma que turbó á la Iglesia por espacio de tres siglos! Las guerras del
conde de Tolosa y de los albigenses son la cola de esta cuestión. Los
valdenses y los albigenses se negaban á reconocer esta innovación.
Por fin, Desplein se puso con satisfacción á desplegar toda su
verbosidad de ateo, y su conversación fue un verdadero flujo de burlas
volterianas, ó mejor dicho, una detestable falsificación del citador.
—¡Diablo!—se dijo Bianchon para sus adentros,—¿dónde está el
devoto de esta mañana?
Pero guardó silencio porque llegó á dudar que fuese verdaderamente
su maestro el individuo que había visto en San Sulpicio. Desplein no se
hubiese tomado el trabajo de decir una mentira á Bianchon: ambos se
conocían ya demasiado bien, se habían comunicado su modo de pensar
sobre cuestiones tan graves como ésta, y habían discutido sistemas de
natura rerum, sondándolas ó disecándolas con los bisturíes y el escalpelo de
la incredulidad.
Transcurrieron tres meses. Bianchon no dio importancia á aquel
hecho, sin embargo de que había quedado grabado en su memoria, cuando,
un día de aquel mismo año, uno de los médicos del hospital tomó á
Desplein por el brazo, delante de Bianchon como para interrogarle.
—¿Qué iba V. á hacer ayer á San Sulpicio, mi querido maestro?
—A ver á un sacerdote que tiene una caries en la rodilla y al que la
señora duquesa de Augulema me ha hecho el honor de recomendarme,—
dijo Desplein.
El médico quedó satisfecho con esta respuesta, pero no Bianchon, el
cual se dijo para sus adentros:
—¡Ah! ¿va á ver rodillas enfermas á la iglesia? Ya, ya caigo, iba á oír
misa.
Bianchon se prometió acechar á Desplein, recordó el día y la hora en
que lo había sorprendido entrando en San Sulpicio, y proyectó ir allí al año
siguiente, el mismo día y la misma hora, á fin de ver si le sorprendía de
nuevo. En este caso, la periodicidad de su devoción le autorizaría para llevar
á cabo una investigación científica, pues no era probable que existiera en un
hombre semejante una contradicción entre el pensamiento y la acción. Al
año siguiente, el día y la hora dichas, Bianchon, que no era ya alumno de
Desplein, vio que el cabriolé del cirujano se detenía en la esquina que
forman la calle de Tournon y la del Petit-Lion, y que su maestro tomaba
jesuíticamente á lo largo de los muros de San Sulpicio, donde oyó de nuevo
misa en el altar de la Virgen. ¡No había duda que era Desplein, el cirujano,
su jefe, el ateo in petto, el devoto por casualidad! La intriga se complicaba.
La persistencia de aquel ilustre sabio era para llamar la atención á
cualquiera. Cuando Desplein salió de la iglesia, Bianchon se acercó al
sacristán, que estaba arreglando el altar, y le preguntó si el señor que
acababa de marcharse era asiduo concurrente á la iglesia.
—Hace ya veinte años que estoy aquí—dijo el sacristán, —y en todo
ese tiempo he visto siempre que el señor Desplein viene, cuatro veces al
año, á oír esta misa, de la cual es fundador.
—¡Una fundación hecha por él!—se dijo Bianchon alejándose.—Esto sí
que es cosa tan complicada como el misterio de la Inmaculada Concepción,
misterio que por sí solo basta para hacer á un médico incrédulo.
Pasó algún tiempo sin que el doctor Bianchon, que seguía siendo
amigo de Desplein, hubiese tenido ocasión para hablarle de aquella
particularidad de su vida. Si bien se encontraban en consulta ó en sociedad,
era difícil que hallasen ese momento de confianza y de soledad, durante el
cual se permanece con las piernas tendidas, la cabeza apoyada en el
respaldo de un sillón y en el que dos amigos se cuentan sus secretos. Por
fin, á los siete años de ocurrido este hecho, después de la Revolución de
1830, cuando el pueblo se precipitaba sobre el arzobispado, cuando las
inspiraciones republicanas lo empujaban á destruir las cruces doradas que
despuntaban como rayos en medio de la inmensidad de este océano de
casas; cuando la incredulidad y la sedición llenaban las calles, Bianchon
sorprendió á Desplein entrando una vez más en San Sulpicio. El doctor le
siguió y se colocó á su lado, sin que su amigo le hiciese la menor seña, ni
diese muestras de la menor sorpresa. Ambos oyeron la misa fundada por el
ateo.
—Amigo mío—dijo Bianchon á Desplein una vez que estuvieron fuera
de la iglesia,—¿quiere usted decirme la razón de su modo de proceder? Esta
es la tercera vez que le sorprendo á usted oyendo misa. ¿Quiere usted
explicarme la razón de ese misterio y de ese desacuerdo flagrante entre sus
opiniones y su conducta? Usted no cree en Dios y va á misa, y, por lo tanto,
está usted obligado á responderme, mi querido maestro.
—Amigo mío, me parezco en esto á muchos devotos, á muchos
hombres profundamente devotos en apariencia pero que son tan ateos
como usted y yo podemos serlo.
Y á continuación de esto, soltó un verdadero torrente de epigramas
acerca, de algunos personajes políticos; de los cuales el más conocido
ofrece en este siglo una nueva edición del Tartufo de Moliere.
—Yo no le pregunto á usted todo eso—le dijo Bianchon. —Quiero
saber lo que viene usted á hacer aquí y el porqué ha fundado esta misa.
—A decir verdad, querido amigo—dijo Desplein,—estoy ya muy
próximo á la tumba, y, por consiguiente, no hay inconveniente en que le
hable á usted de los principios de mi vida.
En este momento, Bianchon y el gran hombre se encontraban en la
calle de los Cuatro Vientos, que es una de las calles más horribles de París.
Desplein subió al sexto piso de una de esas casas que parecen un obelisco y
cuya puerta de dos hojas da á un estrecho pasillo, al extremo del cual se ve
una tortuosa escalera, alumbrada por luces que con razón, reciben en
Francia el nombre de luces de sufrimiento. Era la tal vivienda una casa de
color verdoso, en cuyo piso bajo vivía un comerciante de muebles, y que
parecía albergar en cada uno de sus pisos una miseria diferente.
Levantando el brazo con gran energía, Desplein dijo á Bianchon:
—He vivido allá arriba dos años.
—Ya lo sé; de Arthez también ha vivido, y yo he subido ahí casi todos
los días, durante mi primera juventud. Entonces le llamábamos el foco de
los grandes hombres. Bueno, ¿qué más?
—La misa que acabo de oír está enlazada con acontecimientos que
ocurrieron cuando habitaba la buhardilla en que dice usted que vivió
también de Arthez, aquella en cuya ventana se ve una cuerda cargada de
ropa y un tiesto. Mis comienzos fueron tan rudos, mi querido Bianchon, que
puedo disputar á cualquiera la palma de los sufrimientos parisienses, lo he
soportado todo: hambre, sed, falta de dinero, de trajes, de calzado y de
ropa interior, todo lo que la miseria tiene de más rudo. He soplado muchas
veces mis dedos entumecidos, en ese foco de grandes hombres que quisiera
visitar de nuevo en compañía de usted. He trabajado durante un invierno
viendo humear mi cabeza y distinguiendo el aire de mi transpiración, como
distinguimos el aliento de los caballos en un día de helada. Hoy me parece
imposible que yo ni nadie pudiese soportar semejante vida. Estaba solo, sin
recursos, sin un céntimo para comprar los libros y los gastos de mi
educación médica, y sin tener un amigo, pues mi carácter irascible, sombrío
é inquieto, me perjudicaba mucho. Nadie quería ver en mis irritaciones la
miseria y el trabajo del hombre que, desde el fondo del estado social en que
nace, lucha para llegar á la superficie. Pero á usted, ante quien no necesito
fingir, puedo decirle que yo tenía esa suma de buenos sentimientos y de
viva sensibilidad que ha de ser siempre el patrimonio de los hombres
bastante fuertes para llegar á una cima cualquiera, después de haber
frecuentado largo tiempo los pantanos de la miseria. Yo no podía sacar de
mi familia y de mi país nada más que la insuficiente pensión que me
proporcionaba. En fin, en aquella época, comía por la mañana, ensopado en
leche, un panecillo que el panadero de la calle de Petit-Lyon me vendía más
barato, porque era de la víspera ó de la antevíspera, y de esa manera mi
almuerzo no me costaba más que diez céntimos. Un día sí y otro no, iba á
comer á una posada donde la comida costaba ochenta céntimos; así es que
no gastaba en comer más que dos reales diarios. Usted sabe tan bien como
yo el cuidado que hay que tener cuando se está en esa situación, del
calzado y de la ropa. Yo no sé si más tarde llega uno á experimentar tanta
pena al ver la traición de un amigo, como el que hemos experimentado, lo
mismo usted que yo, al ver la burlona mueca de un zapato que se rasga, ó
al oír que se desgarra la costura de una levita. No bebía más que agua, y
los cafés me inspiraban el mayor respeto. Zoppi me parecía una tierra de
promisión, donde sólo tenían derecho á entrar los lúculos de país latino.
¿Podría nunca, me decía yo á veces, tomar ahí una taza de café con crema
y jugar una partida de dominó? Y procuraba emplear en mis trabajos la
rabia que me inspiraba mi miseria, y procuraba acaparar conocimientos
positivos, á fin de tener un inmenso valor personal para merecer la plaza á
que había de llegar el día en que saliera de la nada. Consumía más aceite
que pan. La luz que me alumbraba durante aquellas noches obstinadas me
costaba más cara que el alimento. Aquel duelo fue largo, obstinado y sin
consuelo. Yo no despertaba ninguna simpatía en torno mío. Para tener
amigos, es preciso juntarse con gente joven y poseer algún dinero para
poder presentarse en aquellos lugares adonde van los estudiantes. Yo no
tenía nada, y nadie en París llega á figurarse nunca que nada pueda ser
nada. Cuando se trataba, de descubrir mis miserias, experimentaba en la
garganta esa contracción nerviosa que hace creer á los enfermos que les
sube una bala del esófago á la laringe. Más tarde he encontrado gentes
ricas que, no habiendo carecido nunca de nada, no conocen el problema de
esta regla de tres: Un joven ES al crimen como una moneda de cinco
pesetas ES á x. Esos afortunados imbéciles me dicen á veces: «Pero ¿por
qué contraía usted deudas? ¿Por qué se creaba obligaciones onerosas?»
Cuando les oigo, me hacen el efecto de aquella princesa que, sabiendo que
el pueblo se moría de hambre, decía: «¿Por qué no compran tortas?» Sí,
quisiera ver a uno de esos ricos que se quejan de que les cobro demasiado
caro por operarles, quisiera verlo, repito solo en París, sin dinero, sin casa,
sin amigos y sin crédito, y obligado á trabajar con sus cinco dedos para
vivir. ¿Qué haría? ¿Adonde iría á aplacar su hambre? Bianchon, si alguna
vez me ha visto usted grosero y duro, es porque recordaba mis dolores y la
insensibilidad y el egoísmo de que me han dado prueba mil veces las
esferas elevadas, ó bien porque pensaba en los obstáculos que el odio, la
envidia, los celos y la calumnia levantaron entre mí y el éxito. En París, hay
gentes que cuando le ven á uno con el pie en el estribo, los unos le tiran del
faldón de la levita, los otros sueltan la hebilla de la cincha para que se
rompa uno la cabeza al caer; aquél deshierra el caballo, el otro le roba el
látigo; el menos traidor es el que se aproxima á él de frente para soltarle un
pistoletazo á boca de jarro. Hijo querido, usted tiene bastante talento para
conocer pronto las batallas que las medianías libran al hombre superior. Si
pierde usted veinticinco luises una noche, al día siguiente será usted
acusado de ser un jugador, y sus mejores amigos dirán que ha perdido
usted la víspera veinticinco mil francos. Si tiene usted dolor de cabeza,
pasará por loco; si tiene usted vivacidad, pasará por insociable. Si, para
resistir á ese batallón de pigmeos, se arma usted de fuerzas superiores, sus
mejores amigos exclamaran que quiere usted devorarlo todo y que tiene
usted la pretensión de dominar y de tiranizar á todo el mundo. En una
palabra, sus cualidades se convertirán en defectos, y sus defectos pasarán á
ser vicios, y sus virtudes crímenes. Si no ha salvado usted á alguno, dirán
que lo ha matado; si el enfermo mejora y continúa siendo su cliente, dirán
que ha procurado usted asegurar el presente á expensas del porvenir, y que
si no ha muerto, morirá. Si tropieza usted en algo, dirán que se ha caído.
Invente usted cualquier cosa y reclame sus derechos, y será usted calificado
de hombre tacaño y astuto que no quiere dar salida al elemento joven. De
modo que, querido mío, si no creo en Dios, creo menos en los hombres. ¿No
ve usted en mí un Desplein completamente diferente del Desplein que todo
el mundo critica? Pero no recordemos aquel montón de miserias. Como
decía: habitaba en esta casa, trabajaba noche y día para sufrir mi primer
examen y no tenía un céntimo. Había llegado á uno de esos extremos
últimos en que un hombre se dice: «¡Sentaré plaza de soldado!» Sólo me
quedaba una esperanza: esperaba de mi país un baúl lleno de ropa, regalo
de una de esas tías ancianas que, desconociendo en absoluto lo que es
París, sólo piensan en las camisas, imaginándose que con treinta francos al
mes, su sobrino debe estar como un príncipe. El baúl llegó mientras yo
estaba en el colegio; ¡el porte había costado cuarenta francos! que habían
sido pagados por el portero, zapatero alemán que vivía en la buhardilla y en
cuyo poder se hallaba aquel. Me paseé por la calle de los Possés-SaintGermain-
des-Prés, y por la calle de la Escuela de Medicina, sin poder
inventar una estrategia que me pusiese en posesión del baúl, sin necesidad
de pagar los cuarenta francos, que yo me hubiera apresurado á entregar,
como es natural, después de haber vendido la ropa; pero mi estupidez me
hizo comprender que yo sólo servía para cirujano. Querido mío, las almas
delicadas, cuya fuerza se ejerce en una esfera elevada, carecen de ese
espíritu de intriga fértil en recursos y combinaciones; su genio es la
casualidad; no busca, encuentra. Por fin, llegada la noche, me decidí á
volver á casa en el momento en que entraba mi vecino, aguador llamado
Bourgeat, natural de Saint-Fleur. Este hombre y yo nos conocíamos como
se conocen dos inquilinos que tienen sus habitaciones contiguas, que se
oyen en el dormir, toser y vestirse, y que acaban por acostumbrarse el uno
al otro. Mi vecino me comunicó que el propietario, al que debía yo tres
meses, me había despedido, y que tendría que desalojar al día siguiente. A
él también le había hecho lo mismo, á causa de su profesión. Pasé la noche
más dolorosa de mi vida.
—¿Dónde buscar un hombre para que trasladase mis cuatro trastos y
mis libros? ¿Cómo pagar al mozo de cuerda y al portero? ¿A dónde ir?
Con lágrimas en los ojos me repetía yo estas preguntas insolubles,
como se repiten los locos sus refranes. Por fin, me dormí. La miseria tiene
para sí un reposo divino lleno de hermosos sueños. Al día siguiente por la
mañana, en el momento en que comía mi escudilla de pan ensopado en
leche, Bourgeat entra y me dice bruscamente:
—Señor estudiante, yo soy un pobre hombre hospiciano del hospital
de Saint Fleur, sin padre ni madre, y no soy bastante rico para poder
casarme. Usted no es tampoco fértil en parientes ni cuenta con lo que yo
cuento. Escuche usted, yo tengo abajo un carrito de mano que he alquilado
á diez céntimos la hora, y éste carrito puede llevar todos nuestros
cachivaches; si usted no tiene inconveniente, y puesto que nos arrojan de
aquí, podemos buscar un cuarto para vivir juntos; ¡qué demonio! después
de todo, este cuarto no tiene nada del paraíso terrestre.
—Ya lo sé, mi buen Bourgeat,—le dije,—pero me encuentro muy
apurado porque tengo abajo un baúl que contiene más de cien escudos de
ropa, con cuyo importe podría pagar al propietario y lo que le debo al
portero, y como no tengo un céntimo, no voy á poder sacarlo.
—¡Bah! aun me quedan á mi algunos cuartos,—me respondió
alegremente Bourgeat enseñándome una bolsa vieja de grasiento cuero.—
No tendrá usted necesidad de vender la ropa.
Bourgeat pagó los tres meses que yo debía y el suyo, y abonó al
portero la cuenta. Después, colocó nuestros muebles en el carrito y lo
arrastró por las calles deteniéndose delante de las casas en que había pisos
para alquilar. Yo le acompañaba y subía á los pisos para ver si el local nos
convenía. A las doce aun errábamos por el barrio latino sin haber
encontrado nada. El precio era un gran obstáculo; Bourgeat me propuso
que fuésemos á comer á casa de un vinatero, á cuya puerta dejamos el
carrito. A eso del obscurecer encontramos en el patio de Rohan, en el
pasaje del Comercio, una buhardilla con dos cuartos separados por la
escalera, que sólo costaba ciento veinte francos al año, y con esto henos ya
trasladados á mi humilde amigo y á mí. Comimos juntos. Bourgeat, que
ganaba unos diez reales diarios, poseía ya unos cincuenta duros, y estaba
muy próximo á poder realizar su ambición, que era comprar un tonel y un
caballo. Al saber mi situación, pues me fue sacando los secretos con un tino
y una delicadeza cuyo recuerdo conserva aún hoy mi corazón, renunció por
algún tiempo á la ambición de toda su vida: Bourgeat era aguador hacía
veintidós años, y sacrificó sus cien escudos por mi porvenir.
Esto diciendo, Desplein oprimió violentamente el brazo á Bianchon.
—Me dio el dinero necesario para mis exámenes. Aquel hombre,
amigo mío, comprendió que yo tenía un porvenir y que las necesidades de
mi inteligencia eran más importantes que las suyas. Se ocupó de mí, me
llamaba su hijo, me prestó el dinero necesario para comprar los libros é iba
de vez en cuando de puntillas á verme trabajar; en fin, sus cuidados
verdaderamente paternales llegaron hasta á obligarme á substituir el
alimento insuficiente y malo á que estaba condenado, por un alimento sano
y abundante. Bourgeat, hombre de unos cuarenta años, tenía cara de
aldeano de la edad media, una frente bombeada y una cabeza que un pintor
hubiera podido tomar como modelo para un licurgo. El pobre hombre sentía
en su corazón hambre de afectos, y no había sido amado nunca más que
por un perro, que había muerto hacía poco, y del cual me hablaba siempre,
preguntándome si creía yo que la Iglesia consentiría en decir misa por el
descanso de su alma. Según decía él, su perro era un verdadero cristiano,
que le había acompañado durante doce años á la iglesia, sin que nunca
hubiese ladrado, que escuchaba los órganos sin aullar y que permanecía
acurrucado á su lado en una actitud que le hacía creer que rogaba con él.
Aquel hombre fijó en mí todo su afecto, me aceptó como un ser solo y
desgraciado, y pasó á ser para mí la madre más atenta, un bienhechor
delicado y, en una palabra, el ideal de esa virtud que se complace en su
obra. Cuando lo encontraba en la calle, me dirigía una mirada de
inteligencia llena de inconcebible nobleza, procuraba andar con ligereza,
como si no le molestase la carga de agua que soportaba y se consideraba
feliz al verme robusto y bien vestido. En una palabra, tuvo para mí la
abnegación de un padre y el amor de madre. Bourgeat me hacía los
recados, me despertaba por la noche á las horas convenidas, limpiaba mi
quinqué y fregaba el descansillo de nuestra escalera: limpio como una
inglesa, era tan buen criado como buen padre. El cocinaba, serraba como
Philopémen la leña y comunicaba á todas sus acciones una gran sencillez,
conservando siempre su dignidad, pues parecía comprender que el objeto lo
ennoblecía todo. Cuando me separé de aquel buen hombre para entrar en el
hospital como interno, experimentó no sé qué dolor al pensar que ya no
podría vivir conmigo; pero se consoló con la perspectiva de reunir el dinero
necesario para los gastos de mi licenciatura y me hizo prometer que iría á
verle los días de salida. Bourgeat estaba orgulloso de mí y me amaba por
mi y por él. Si lee usted el discurso de mi licenciatura, verá que se lo
dediqué á él. El último año que estuve interno en el hospital yo había
ganado el dinero suficiente para devolver lo que le debía á aquel digno
auverniano comprándole un caballo y un tonel. Aquel pobre hombre se puso
furioso al saber que me privaba de mi dinero, y sin embargo estaba
encantado al ver sus intentos realizados; se reía y me reñía al mismo
tiempo; miraba el tonel y el caballo y se enjugaba una lágrima diciéndome:
«¡Mal hecho, mal hecho! ¡Ah! ¡qué tonel más hermoso! Ha hecho usted mal,
¡el caballo es más fuerte que un auverniano!» Nunca he visto nada tan
conmovedor como aquella escena. Bourgeat se empeñó en comprarme
aquel estuche, con adornos de plata que habrá usted visto en mi despacho
y que es la cosa más preciada que poseo. Aunque se embriagaba con mis
propios éxitos, nunca se le escapó la menor palabra ni el menor gesto que
quisiesen decir: «¡Gracias á mí se ha distinguido este hombre!» Y sin
embargo, sin él, nada más cierto que la miseria me hubiese matado. El
pobre hombre se había sacrificado por mí y no había comido más que pan
frotado con ajo, á fin de que yo tuviese el café necesario para poder velar.
Una vez cayó enfermo, y como usted puede imaginarse, yo pasé las noches
á su cabecera y logré salvarlo; pero dos años después tuvo una recaída, y,
á pesar de los cuidados más asiduos, á pesar de los esfuerzos más grandes
de la ciencia, murió. Jamás rey alguno estuvo mejor cuidado que él. Sí,
Bianchon, para arrancar aquella vida á la muerte, hice cosas inauditas.
Quería prolongar su vida para que fuese testigo de su obra, para realizar
todos sus deseos, para satisfacer el único afecto que me llenó el corazón,
para dar expansión á un cariño que, aun hoy ocupa por entero mi alma.
Bourgeat,—repuso Desplein, después de una pausa, visiblemente
emocionado,—Bourgeat que fue mi segundo padre, murió en mis brazos
dejándome todo lo que poseía mediante un testamento que había hecho en
casa de un escribano público y que llevaba la fecha del año en que
habíamos ido á vivir juntos al patio de Rohan. Aquel hombre tenía la fe del
carbonero y amaba á la Santa Virgen como hubiera amado á su mujer.
Católico ardiente, no había dicho nunca una palabra acerca de mi
incredulidad. Cuando estuvo en peligro, me rogó que procurase que no le
faltasen nunca los auxilios de la Iglesia. Yo hice decir todos los días una
misa por él. Muchas veces, durante la noche, me comunicaba sus temores
acerca de su porvenir, pues temía no haber vivido bastante santamente.
¡Pobre hombre! ¡Trabajaba de la mañana á la noche como un negro! ¿A
quién sino á él pertenece el cielo si es que hay un cielo? Recibió los
Sacramentos como un santo que era y su muerte fue digna de su vida. Yo
fui el único que le acompañé al cementerio. Cuando vi ya bajo tierra a mi
único bienhechor, empecé á discurrir el medio de mostrarle mi
agradecimiento; aquel hombre no tenía familia, ni amigos, ni mujer, ni
hijos, tenía una convicción religiosa; ¿podía yo de algún modo discutírsela?
El pobre me había hablado tímidamente de las misas que se decían por el
descanso de los muertos, pero no quería imponerme este deber pensando
que aquello equivaldría á querer cobrar los favores que me había hecho.
Tan pronto como pude establecer una fundación, di en San Sulpicio la suma
necesaria para que se dijesen cuatro misas al año. Como que la única cosa
que puedo ofrecer á Bourgeat es la satisfacción de sus piadosos deseos, el
día que se dice esa misa, ó sea, el principio de cada estación, voy á oirla en
su nombre y recito por él las consiguientes oraciones. Yo digo con la
buena fe del escéptico: «¡Dios mío, si existe una esfera donde colocas
después de su muerte á aquellos que han sido perfectos, piensa en el buen
Bourgeat; y si es necesario sufrir por él, dame á mí más sufrimientos, á fin
de hacerle entrar más pronto en ese lugar que se llama cielo.» He aquí,
querido mío, lo único que puede permitirse un hombre de mis creencias.
Dios debe ser un buen diablo y seguramente que no me guarda por ellas
ningún rencor. Se lo juro á usted, daría toda mi fortuna por que las
creencias de Bourgeat pudiesen penetrar en mi cerebro.
Bianchon, que cuidó á Desplein en su última enfermedad, no se
atreve á afirmar hoy que el ilustre cirujano haya muerto ateo. ¿No tendrán
especial complacencia los creyentes en pensar que el humilde auverniano
haya ido á abrirle la puerta del cielo como le abrió antes la puerta del
templo terrestre, en cuyo frontispicio se lee: A los grandes hombres, la
patria agradecida?
París, enero de 1856.

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