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viernes, 14 de enero de 2011

«La verdad os hará libres» ,la mentira, creyentes





INTROITO:
«La verdad os hará libres» (Jn 8,32),
la mentira, creyentes
Es probable que el título de este libro, Mentiras fundamentales de la Iglesia católica, pueda
parecerle inadecuado o exagerado a algún lector, pero si nos remitimos a la definición de la propia Iglesia
católica cuando afirma que «la mentira es la ofensa más directa contra la verdad; mentir es hablar u obrar
contra la verdad para inducir a error al que tiene el derecho de conocerla. Lesionando la relación del hombre
con la verdad y con el prójimo, la mentira ofende el vínculo fundamental del hombre y de su palabra con el
Señor»,1 veremos cuan ajustado está este título a los sorprendentes datos que iremos descubriendo a lo
largo de este trabajo.
La Iglesia católica es una institución que conserva una notable influencia en nuestra sociedad —a
pesar de que la mayoría de sus templos suelen estar muy vacíos y de que casi nadie, ni aun sus fieles,
sigue las directrices oficiales en materia de moral— y sus actuaciones repercuten, tanto entre los creyentes
católicos, o de cualquier otra religión, como entre los ciudadanos manifiestamente ateos. Por esta razón, no
sólo es lícito reflexionar sobre todo cuanto atañe a la Iglesia católica sino que, más aún, resulta obligado el
tener que hacerlo. Tal como expresó el gran teólogo católico Schillebeeckx: «Se debe tener el coraje de
criticar porque la Iglesia tiene siempre necesidad de purificación y de reformas.»
Lo que es, dice o hace la Iglesia católica, por tanto, nos incumbe en alguna medida a todos, ya que
resulta imposible sustraerse a su influjo cultural tras casi dos milenios de predominio absoluto de su espíritu
y sus dogmas en el proceso de conformación de mentes, costumbres, valores morales y hasta
legislaciones.
Si nos paramos a pensar, nos daremos cuenta de que no sólo tenemos una estructura mental católica
para ser creyentes sino que también la tenemos para ser ateos; para negar a Dios y la religión sólo
podemos hacerlo desde aquella plataforma que nos lo hizo conocer; por eso un ateo de nuestro entorno
cultural es, básicamente, un ateo católico. Nuestro vocabulario cotidiano, así como nuestro refranero,
supura catolicismo por todas partes. La forma de juzgar lo correcto y lo incorrecto parte inevitablemente de
postulados católicos. Los mecanismos básicos de nuestra culpabilidad existencial son un dramático fruto de
la formación católica (heredera, en este aspecto, de la dinámica psicológica judeo-cristiana).
Nuestras vidas tanto en el caso del más pío de los ciudadanos como en el del más ateo de los
convecinos, están dominadas por el catolicismo: el nombre que llevamos es, en la mayoría de las personas,
el de un santo católico, el de una advocación de la Virgen o el del mismo Jesús; nuestra vida está repleta de
actos sociales que no son más que formas sacramentales católicas —bautismos, primeras comuniones,
bodas, funerales, etc.—, a las que asistimos con normalidad aunque no seamos creyentes; las fiestas
patronales de nuestros pueblos se celebran en honor de un santo católico o de la Virgen; nuestros puentes
y descansos vacacionales preferidos —Navidad, Reyes, Semana Santa, San José, San Juan, el Pilar, la
Inmaculada...— son conmemoraciones católicas; decenas de hospitales, instituciones o calles llevan
nombres católicos; gran parte del arte arquitectónico, pictórico y escultórico de nuestro patrimonio cultural
es católico; un elevadísimo porcentaje de centros educacionales, escolares y asistenciales —y sus
profesionales — son católicos; el peso católico en los medios de comunicación es cada vez más notable (y
encubierto); nuestro Gobierno financia con una parte de nuestros impuestos a la Iglesia católica...
Lo queramos o no, estamos obligados a vivir dentro del catolicismo, y ello no es ni bueno ni malo,
simplemente es. Está justificado, por tanto, que nos ocupemos en reflexionar sobre algo que tiene tanto
peso en nuestras vidas. Pero ¿qué sabemos en realidad de la Iglesia católica y de sus dogmas religiosos?
Parece que mucho o todo, puesto que abrigamos la sensación de tener una gran familiaridad con el
catolicismo. Tanto es así que conocemos perfectamente, lo creamos o no, que María fue considerada
1 Cfr. Santa Sede (1992). Catecismo de la Iglesia Católica. Madrid: Asociación de Editores del Catecismo, párrafo 2.483, p. 540.
Virgen desde siempre, que Jesús fue hijo único y que murió y resucitó a los tres días, que fue conocido
como consubstancial con Dios desde su mismo nacimiento, que él fundó el cristianismo y la Iglesia católica
e instituyó el sacerdocio, la misa y la eucaristía, que estableció que el Papa fuese el sucesor directo de
Pedro... estamos seguros de que todo eso es así porque siempre nos lo han contado de esta forma, pero,
sin embargo, cuando leemos directa y críticamente el Nuevo Testamento vemos, sin lugar a dudas, que
ninguna de estas afirmaciones es cierta.
La primera vez que leí la Biblia, en septiembre de 1974, quedé muy sorprendido por las terribles
contradicciones que la caracterizan, pero también por descubrir que el Jesús de los Evangelios no tenía
apenas nada que ver con el que proclama la Iglesia católica. Veintidós años más tarde, en 1996, tras vanas
lecturas críticas de las Escrituras y apoyado en el bagaje intelectual que da el haber estudiado decenas de
trabajos de expertos en historia antigua, religiones comparadas, mitología, antropología religiosa, exégesis
bíblica, teología, arte, etc., mi nivel de sorpresa no sólo no ha disminuido sino que se ha acrecentado en
progresión geométrica. Cuantos más conocimientos he ido adquiriendo para poder analizar las Escrituras
desde parámetros objetivos, más interesantes me han parecido (como documentos de un complejo y
fundamental proceso histórico) pero, también, más patética me ha resultado la tremenda manipulación de
las Escrituras y del mensaje de Jesús, realizada, con absoluta impunidad durante siglos, por la Iglesia
católica.
En este libro no se pretende descubrir nada nuevo, puesto que, desde finales del siglo XVIII hasta hoy,
decenas de investigadores, todos ellos infinitamente más cualificados que este autor, han publicado trabajos
científicos que han dinamitado sin compasión los documentos básicos del cristianismo. Los especialistas en
exégesis bíblica y en lenguas antiguas han demostrado fuera de toda duda las manipulaciones y añadidos
posteriores que trufan el Antiguo Testamento, el contexto histórico y la autoría reciente (s. VII a.C.) del
Pentateuco —falsamente atribuido a Moisés (s. XIII a.C.)—, la inconsistencia de las «profecías», la
verdadera autoría de los Evangelios y la presencia de múltiples interpolaciones doctrinales en ellos, la
cualidad de pseudoepigráficos de textos que se atribuyen falsamente a Pablo y otros en el Nuevo
Testamento, etc. Y los historiadores han puesto en evidencia que buena parte de la historiografía católica
es, simple y llanamente, mentira. De todas formas, dado que los trabajos citados no son del conocimiento
del gran público, este texto contribuirá a divulgar parte de lo que la ciencia académica ya sabe desde hace
años.
El breve análisis acerca de la Iglesia católica y algunos de sus dogmas, que se recoge en este trabajo,
no fue pensado, en principio, para convertirse en un libro. En su origen no fue más que un proceso de
reflexión, absolutamente privado, a través del cual este autor quiso profundizar en algunos aspectos
doctrinales fundamentales de la Iglesia católica mediante su confrontación con las propias Escrituras en
las que decían basarse.
Desde esta perspectiva, el texto no pretende ser ni una obra acabada ni definitiva de nada, aunque sí
es el fruto del trabajo de muchos meses de investigación, de cientos de horas ante el ordenador, rodeado
de montañas de libros, intentando asegurar cada palabra escrita en las bases más sólidas y creíbles que he
podido encontrar.
No es tampoco un libro que pretenda convencer a nadie de nada, creo que el lector tiene el derecho y
la obligación de cuestionar todo aquello que lee; por eso se facilita una abundante bibliografía y se indican,
en notas a pie de página, las referencias documentales que cualquiera puede analizar por sí mismo para
extraer sus propias conclusiones.
En cualquier caso, la fuente principal a la que hemos recurrido para fundamentar lo que afirmamos es
la Biblia; y para evitar que se nos acuse de basarnos en versículos arreglados, hemos usado una Biblia
católica, concretamente la versión de Nácar-Colunga, que es la más recomendada entre los católicos
españoles y, también, la que contiene más manipulaciones sobre los textos originales con la intención de
favorecer la doctrina católica; pero aún así, la lectura crítica de la Biblia de Nácar-Colunga sigue siendo
demoledora para la Iglesia católica y sus dogmas. De todas formas, aconsejamos sinceramente que todo
lector de este trabajo, sea católico o no, tenga una Biblia a mano para consultarla siempre que precise
guiarse por su propio criterio.2
2 Aunque hay mejores y peores traducciones de los textos bíblicos, cualquier Biblia es apta para ser consultada. La mejor traducción castellana
actual es la Nueva Biblia Española, y suelen ser también muy correctas las ediciones protestantes basadas en revisiones actualizadas de la traducción
de Valera.
Uno no puede dejar de sorprenderse cuando se hace consciente de que los católicos, así como una
buena parte de sus sacerdotes, no conocen la Biblia. A diferencia del resto de religiones cristianas, la
Iglesia católica no sólo no patrocina la lectura directa de las Escrituras sino que la dificulta. Si miramos
hacia atrás en la historia, veremos que la Iglesia sólo hace dos siglos que levantó su prohibición, impuesta
bajo pena de prisión perpetua, de traducir la Biblia a cualquier lengua vulgar. Hasta la traducción al alemán
hecha por Lutero en el siglo XVI, desafiando a la Iglesia, sólo los poquísimos que sabían griego y latín
podían acceder directamente a los textos bíblicos. La Iglesia católica española no ordenó una traducción
castellana de la Biblia hasta la última década del siglo XVIII. Pero hoy, como en los últimos dos mil años, la
práctica totalidad de la masa de creyentes católicos aún no ha leído directamente las Escrituras.
A pesar de que, actualmente, la Biblia está al alcance de cualquiera, la Iglesia católica sigue formando
a su grey mediante el Catecismo y lo que llama Historia Sagrada, que son textos tan maquillados que
apenas tienen nada que ver con la realidad que pretenden resumir. Se intenta evitar la lectura directa de la
Biblia —o, en el mejor de los casos, se tergiversan sus textos añadiéndoles decenas de anotaciones
peculiares, como en la Nácar-Colunga— por una razón muy simple: ¡lo que la Iglesia católica sostiene, en
lo fundamental, tiene poco o nada que ver con lo que aparece escrito en la Biblia!
El máximo enemigo de los dogmas católicos reside en las propias Escrituras, ya que éstas los refutan
a simple vista. Por eso en la Iglesia católica se impuso, desde antiguo, que la Tradición —eso es aquello
que siempre han creído quienes han dirigido la institución— tenga un rango igual (que en la práctica es
superior) al de las Escrituras, que se supone son la palabra de Dios. Con esta argucia, la Iglesia católica
niega todo aquello que la contradice desde las Escrituras afirmando que «no es de Tradición». Así, por
ejemplo, los Evangelios documentan claramente la existencia de hermanos carnales de Jesús, hijos
también de María, pero como la Iglesia no tiene la tradición de creer en ellos, transformó el sentido de los
textos neotestamentarios en que aparecen y sigue proclamando la virginidad perpetua de la madre y la
unicidad del hijo.
De igual modo, por poner otro ejemplo, la Iglesia católica sostiene con empecinamiento el significado
erróneo, y a menudo lesivo para los derechos del clero y/o los fieles, de versículos mal traducidos —errados
ya desde la Vulgata de San Jerónimo (siglo IV d.C.)—, aduciendo que su tradición siempre los ha
interpretado de la misma manera (equivocada, obviamente, aunque muy rentable para los intereses de la
Iglesia).
Para dar cuerpo a la reflexión y a la estructura demostrativa de este libro nos hemos asomado sobre
dos plataformas complementarias: la primera se basa en los datos históricos y el análisis de textos,
realizado por expertos, que indica que el contenido de los documentos bíblicos obedece siempre a
necesidades político-sociales y religiosas concretas de la época en que aparecieron; que fueron escritos, en
tiempos casi siempre identificados, por sujetos con intereses claramente relacionados con el contenido de
sus textos (tratándose a menudo de personas y épocas diferentes de las que son de fe); que fueron el
resultado de múltiples reelaboraciones, añadidos, mutilaciones y falsificaciones en el decurso de los siglos,
es decir que, desde nuestro punto de vista, no hay la más mínima posibilidad de que Dios —cualquier dios
que pueda existir— tuviese algo que ver con la redacción de las Escrituras.
La segunda plataforma, en la que damos un voluntario salto al vacío de la fe, parte de la aceptación de
la hipótesis creyente de que las Escrituras son «la palabra inspirada de Dios»; pero analizando desde
dentro de este contexto, las conclusiones son aún más graves puesto que si la Biblia es la palabra divina,
tal como afirman los creyentes, resulta obvió que la Iglesia católica, al falsearla y contradecirla, está
traicionando directamente tanto la voluntad del Dios Padre como la del Dios Hijo —a quienes dice seguir
fielmente—, al tiempo que mantiene un engaño monumental que pervierte y desvía la fe y las obras de sus
fieles.
Valga decir que éste no es ningún libro de fe o catecismo —tampoco es un anti-catecismo—, sino un
trabajo de recopilación y análisis de datos objetivos que sugiere una serie de conclusiones —que son
discutibles, como cualquier otro resultado de un proceso de raciocinio—, pero, a medida que se vaya
profundizando en este texto, será el propio lector, ya sea posicionado en una óptica creyente, agnóstica o
atea, quien podrá —y deberá— ir sacando sus propias consecuencias acerca de cada uno de los aspectos
tratados.
En esta obra no se aspira más que a reflexionar críticamente sobre algunos elementos fundamentales
de la institución social más influyente de la historia —y tenemos para ello la misma legitimidad y derecho, al
menos, que el esgrimido por la Iglesia católica para entrometerse y lanzar censuras sobre ámbitos
personales y sociales que no son de su incumbencia y que exceden con mucho su función específica de
«pastores de almas»—. No es, por tanto, un libro que pretenda atacar a la Iglesia católica o a la religión en
general,3 aunque será inevitable que algunos lo interpreten así; quizá porque su ignorancia y fanatismo
doctrinal les impide darse cuenta de que, en todo caso, son las propias religiones, con su comportamiento
público, quienes van perdiendo su credibilidad hasta llegar a cotas más o menos importantes de autodestrucción.
Ningún libro puede dañar a una religión, aunque sí sea habitual que las religiones dañen a los autores
de libros. A este respecto son bien conocidos los casos de la fanática persecución religiosa de autores
como Salman Rushdie o Taslima Nasrin por el fundamentalismo islámico chiíta, pero la Iglesia católica,
actuando de una forma más sutil, no se queda atrás ¡ni mucho menos! en la persecución de los escritores
que publican aquello que no le place o pone al descubierto sus miserias. Son muchísimos los casos de
escritores contemporáneos que han sufrido represalias por enfrentarse a la Iglesia, pero baste recordar
cómo el papa Wojtyla ha amordazado a los teólogos díscolos mediante la imposición del silencio, la
expulsión de sus cátedras, la encíclica Veritatis splendor; o los sonados casos de los escritores Roger
Peyrefitte y Nikos Kazantzakis, perseguidos con saña por el poderoso aparato vaticano por poner en
evidencia la hipocresía de la Iglesia católica.
La experiencia de este autor después de publicar La vida sexual del clero, un best-seller que ha
ocupado los primeros puestos de ventas en España y Portugal, confirma también que la libertad de
expresión no es una virtud con la que comulga la Iglesia católica. Cuando el libro aún no se había acabado
de distribuir, desde la jerarquía eclesiástica se llamó a periodistas de todos los medios de comunicación,
«exigiendo», «aconsejando» o «solicitando» —según la mayor o menor fuerza que tuviese el clero en cada
medio y/o en función de la militancia o no en el Opus Dei del periodista abordado— que se guardara silencio
sobre la aparición del libro, una consigna que cumplieron fielmente buena parte de los periódicos y
programas de radio de gran audiencia, así como, obviamente, todos los medios conservadores de talante
clerical.
Afortunadamente, el boca a boca de la calle pudo compensar en parte el silencio de muchos medios de
comunicación y miles de españoles acudieron a las librerías a reservar su ejemplar, esperando
pacientemente que las sucesivas reediciones del libro salieran de la imprenta. Un dato curioso es que las
librerías religiosas, que habían sido marginadas en la primera fase de distribución del libro, pronto
comenzaron a llamar a la editorial solicitando ejemplares; ¡no en balde los sacerdotes han sido grandes
lectores de La vida sexual del clero! De todos modos, bastantes librerías fueron coaccionadas a quitar el
libro de sus aparadores y, en la España profunda, algunas otras recibieron amenazas de agresión por
parte de vándalos clericales. Vaya desde aquí mi profundo agradecimiento a todos, lectores y libreros.
Dado que la investigación de ese libro está sólidamente documentada y viene apadrinada por un prólogo
multidisciplinar firmado por cuatro prestigiosas figuras,4 la ofensiva clerical tomó forma mafiosa, atacando
sin dar la cara jamás, intentando —y en algún caso logrando— perjudicar mis actividades profesionales
ajenas a la faceta de escritor, coaccionando a sacerdotes que habían colaborado en el libro, rescindiendo el
contrato de profesor de un brillante teólogo católico y sacerdote por el mero hecho de haberme asesorado
desde su especialidad,5 haciendo publicar supuestas «críticas,» del libro que no eran sino meros insultos
histéricos que pretendían descalificar globalmente el trabajo sin aportar ni una sola evidencia en contra,6
3 Desde muchos medios de comunicación he defendido siempre que en el curriculum escolar debería figurar como materia obligatoria —no
optativa— la religión, mejor dicho, la asignatura de historia de las religiones. Creo que nadie puede comprender suficientemente al ser humano y a la
sociedad que ha conformado si no conoce las raíces del hecho religioso, su evolución desde la prehistoria hasta hoy a través de mitos, ritos y creencias
muy diferentes pero íntimamente continuistas unas de otras, sus consecuencias sociopolíticas, etc. La historia de las religiones —de todas, no de la
católica exclusivamente—, las religiones comparadas —no el catecismo de una sola, que eso no es materia escolar sino pauta de adoctrinamiento que
debería reservarse al seno de la familia y de los centros de cada religión—, es un conocimiento tan valioso como fundamental tanto para el creyente
como para el ateo. Aunque, no seamos ingenuos, a la Iglesia católica en particular no le interesa nada formar en materia de religión; lo que ella
pretende y hace en los centros escolares es proselitismo, adoctrinar de forma excluyente en base a su catecismo.
4 Victoria Camps, catedrática de ética y, en ese momento, senadora; Enrique Miret Magdalena, conocido teólogo católico; María Martínez
Vendrell, psicóloga, y Joaquín Navarro Esteban, magistrado de la Audiencia Provincial de Madrid.
5 Lo dramático del caso no sólo es el abuso de poder sino quién lo ha ejercido. La represalia fue ordenada desde el arzobispado de Barcelona,
institución a la que La vida sexual del clero dedica dos capítulos documentando irrefutablemente que los cardenales Narcís Jubany y Ricard María
Caries, y los obispos Caries Soler, Jaume Traserra y Joan-Enric Vives, conocieron las agresiones sexuales cometidas contra menores y adolescentes
por un grupo de diáconos y sacerdotes de su diócesis pero los encubrieron, impidiendo su persecución judicial, y permitieron incluso la ordenación
sacerdotal de los diáconos implicados. A raíz de la publicación del libro, este caso motivó una interpelación parlamentaria y está siendo investigado
judicialmente.
6 Son modélicos, por ejemplo, los panfletos firmados por Javier Tusell (La, Vanguardia, 31-3-95, p. 41), Javier Azagra (La Opinión de Murcia, 1-3-
95, p. 4) y Pedro Miguel Lamet (Diario 16/Cultura.s, 6-5-95, p. 19). La sinuosa fidelidad ideológica del señor Tusell es suficientemente conocida
vociferando desde el pulpito de las iglesias que leer ese libro era pecado mortal, aduciendo que este autor
tenía prohibida su entrada en las iglesias,7 vetando al autor en Cualquier programa de televisión en que
participase un obispo...
Sin embargo, como muestra de un talante absolutamente contrario al de los prelados españoles, cabe
mencionar, por ejemplo, el caso de Januario Turgau Ferreira, obispo de Lisboa y portavoz de la Conferencia
Episcopal Portuguesa, que no sólo accedió gustoso al debate cuando se publicó A vida sexual do clero,
sino que defendió que el libro no suponía ninguna ofensa o ataque a la Iglesia, que al leerlo se tiene «la
sensación de abrir los ojos», que la crítica debía ser siempre aceptada para cambiar lo que está mal y que
hay que «repensar el celibato desde el fondo del libro de Pepe Rodríguez».8
Este mismo criterio había sido defendido anteriormente desde revistas del clero católico como Tiempo
de Hablar (62) o Fraternizar (90); la primera de ellas finalizó su larga y favorable reseña afirmando: «Se
ha dicho de este libro que el agnosticismo del autor falsea la realidad. ¿No ocurrirá lo mismo que en la
entrada triunfal de Jesús en Jerusalén cuando los fariseos le pedían a Jesús que mandara callar al pueblo?
Ya conocemos la respuesta de Jesús: "Os digo que si éstos callan gritarán las piedras." Este libro es un
grito de las piedras ya que los amigos de Jesús nos estamos callando» (pp. 38-39).
El largo rosario de hechos vergonzosos y coacciones a la libertad de expresión perpetrados por el
poder clerical español ha tenido una de sus últimas apariciones estelares en el cese fulminante, como
director de la tertulia Las cosas como son (RNE), del conocido periodista radiofónico Pedro Méyer,
acusado de «una falta grave de respeto a una religión, en este caso la católica»9 por un programa que trató
con rigor algunas cuestiones sobre el Papa, el Opus Dei y el celibato sacerdotal. A la jerarquía católica lo
que le molesta realmente es que las cosas se digan tal como son. Hoy aún abundan los obispos que añoran
las hogueras de la Santa Inquisición.
Muchos amigos, periodistas, políticos y miembros de otras profesiones «generalmente bien
informadas», me han advertido del riesgo que corro publicando este libro. «Ándate con muchísimo cuidado
—me aconsejó un querido amigo, conocido político conservador y católico practicante—, no olvides que la
Iglesia tiene una experiencia de dos mil años en el arte de hacer maldades impunemente.» Soy muy
consciente del elevado precio personal que voy a tener que pagar, durante el resto de mi vida, por publicar
este trabajo y también de que su aparición será ahogada rápidamente por el silencio cómplice de la mayoría
de los medios de comunicación, pero cuando uno ha pasado toda su vida luchando en favor de la libertad,
no se puede ni se debe cambiar de rumbo.
Salvo que el peso clerical que tiene el actual Gobierno conservador español decida variar el contenido
del artículo 20 de nuestra Constitución, seguiré pensando que cada ciudadano tiene el derecho «a expresar
y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito o cualquier otro
medio de reproducción». Este derecho no existe en el seno de la Iglesia católica —léase la Veritatis
splendor, por ejemplo— y su influyente autoritarismo pretende eliminarlo también del resto de la sociedad.
No tengo, ni mucho menos, vocación de mártir, pero jamás he actuado con cobardía. Este libro no es
más que la reflexión personal de este autor y, como tal, un ejercicio del legítimo derecho a la opinión y a la
crítica que, sin duda alguna, conlleva también, necesariamente, el derecho ajeno a la contracrítica —cosa
que yo siempre he agradecido y estimulado públicamente—, aunque no a la persecución mafiosa, de la
que, por cierto, siempre me he sabido defender atacando con igual intensidad a la de la agresión recibida.
Yo no sé poner la otra mejilla, lo siento.
A fin de cuentas, en este libro no he hecho otra cosa que seguir lo que se recomienda en los Hechos
de los Apóstoles: «Y llamándolos, les intimaron no hablar absolutamente ni enseñar en el nombre de
como para evitarnos cualquier comentario. La airada reacción, de los otros dos tuvo un motivo más evidente y noble, el de la defensa propia: el
obispo de Cartagena Javier Azagra aparece en un capítulo del libro como encubridor de los abusos sexuales cometidos a mujeres por Jesús Madrid,
sacerdote y director del Teléfono de la Esperanza de Murcia; el señor Lamet, un sacerdote nada amigo de las obligaciones del celibato, era en esos
días el director de la revista A Vivir, editada por el Teléfono de la. Esperanza.
7 La triste anécdota sucedió el 21-9-96 en la conocida e inigualable iglesia barcelonesa de Santa María del Mar. El autor tenía que presentar el
concierto de canciones de cuna tradicionales que la cantante Mariona Cornelias iba a dar en el templo, pero, al enterarse en el arzobispado,
presionaron con fuerza para evitar mi presencia en la iglesia; el argumento esgrimido fue que «después de haber publicado un libro contra la Iglesia a
ese escritor se le ha prohibido totalmente la entrada en las iglesias». Al arzobispo Carles se le habría olvidado comunicarme oficialmente tamaña
majadería, claro esta. El párroco de Santa María del Mar, sin embargo, hizo caso omiso y pude tener el honor de presentar el concierto tal como
estaba previsto.
8 En debate radiofónico celebrado el día 29-10-96, de 11 a 12 horas, en RPD-Antena 1 de Lisboa (programa de Carlos Pinto Coelho).
9 Cfr. López, R. (1996, septiembre, 28). Méyer: «Yo no soy quién para cerrarle la boca a los contertulios.» El País.
Jesús. Pero Pedro y Juan respondieron y dijéronles: "Juzgad por vosotros mismos si es justo ante Dios que
os obedezcamos a vosotros más que a Él; porque nosotros no podemos dejar de decir lo que hemos visto y
oído." Pero ellos les despidieron con amenazas» (Act 4,18-21). En este libro nos hemos limitado a
comprobar directamente qué fue aquello que se dejó escrito en la Biblia, en qué circunstancias se dijo y
cómo se ha pervertido con el paso de los siglos. Nos limitamos a decir «lo que hemos visto y oído», como
hicieron Pedro y Juan, aunque también como a ellos los «sacerdotes y saduceos» nos amenacen.
El propio Jesús, según Jn 8,32, dijo que «la verdad os hará libres» y las páginas siguientes son una
excursión en busca de las verdades que hay más allá de los dogmas. Quizá la verdad no exista en ninguna
parte, puesto que todo es relativo, pero en el propio proceso racional de buscarla alcanzamos cotas de
libertad que nos alejan de la servidumbre a la que la mentira y la hipocresía intentan someternos en su
intrínseco esfuerzo por moldearnos como creyentes acríticos.

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