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martes, 31 de mayo de 2011

Los Papas del Vaticano II















Los Papas del Vaticano II


Desde la promulgación y la aplicación de los actos del concilio Vaticano II la doctrina del papa Pablo VI y de sus sucesores plantea un problema de conciencia a los católicos. En la Iglesia, un poco por todas partes, millares de fieles, centenares de sacerdotes, y tres obispos, los Excmos. Monseñores Kursch, Lefebvre y De Castro Mayer; han rechazado públicamente someterse a su autoridad especialmente en lo referente a los nuevos ritos.



Ante estos actos graves y públicos de rebelión que duran desde hace más de veinte años, las autoridades parecen haber capitulado. En lugar de promover un proceso en buena y debida forma para confundir a los rebeldes, reducirlos o expulsarlos, y sobre todo para que estalle a plena luz la perfecta ortodoxia de la enseñanza del Vaticano II puesta en duda por estas resistencias, los Pontífices postconciliares, bajo pretexto de longanimidad y misericordia, han adoptado la aptitud de un jefe que se negase a reconocer sus errores. «Dejémosles hacer», «No hablemos más de ello», «Ignorémoslos», o más bien la de un usurpador que sabe perfectamente que traducir en justicia a los que le resisten, sería proporcionarles la ocasión de demostrar la ilegitimidad de su poder. En el estado actual de cosas, no deja de tener interés interrogarnos sobre la ortodoxia de los papas conciliares.

El problema de la herejía eventual del papa reinante es incontestablemente el más grave que pueda plantearse a la conciencia católica. Pero la Iglesia, que es divina, posee necesariamente la solución para ello y una solución al alcance de todos los fieles; cualquiera que tenga la fe católica no puede ponerlo en duda.

Al escribir en primer lugar, para lectores que no son católicos, vamos a recordar ciertos principios que hay que tener presentes para seguir el razonamiento que pudiese establecer la herejía de estos papas.



I- ALGUNOS PRINCIPIOS A RECORDAR


La fe



Es una virtud teologal por la cual, advertidos por Dios y ayudados de su gracia, consideramos como verdadero y cierto todo lo que Él ha revelado. El fiel no se adhiere a los dogmas porque ve la verdad intrínseca de ellos, sino únicamente por el testimonio de Dios, que no puede ni engañarse ni engañarnos. «La fe, afirma el Apóstol, es (…) la prueba de las realidades que no se ven » (Heb. XI., 1).


Necesidad de la fe


Cuando, antes de su Ascensión, el Maestro dio a sus Apóstoles la consigna «de ir por el mundo entero a predicar el Evangelio a toda criatura», subrayó la necesidad absoluta de esta virtud: «El que crea y sea bautizado se salvará; el que no crea será condenado» (Mc. XVI, 15-16).

Este imperativo del Señor manifiesta que la fe teologal es la condición sin la cual no es posible salvarse. El Espíritu Santo lo ha confirmado en la epístola a los Hebreos: «Sin la fe, no es posible agradar a Dios» ( XI, 6).

El Concilio de Trento dice de esta virtud que es «el comienzo de la salvación del hombre, el fundamento y la raíz de toda justificación» (Denzinger, 801).


Objeto de la fe


¿Qué es lo que hay que creer? Todo lo que Nuestro Señor ha venido a revelar a los hombres de parte del Padre: «Enseñadles a guardar todo lo que os he mandado» (Mt. XXVIII, 20).


Garantía de la fe


Cualquiera que admita de un lado, la divinidad de Jesús y de otro, la absoluta necesidad para salvarse de creer todo lo que el Hijo de Dios ha venido a revelarnos, no puede dudar que Jesús, antes da dejar a los suyos, haya instituido un medio eficaz, capaz de garantizar a todos, hasta el fin de los tiempos, la integridad y la autenticidad de todo lo que El ha revelado. Este medio, es el magisterio vivo e infalible de la Iglesia, es decir, el Papa reinante y los obispos que están en comunión con él.

La infalibilidad de este magisterio viviente, compuesto de hombres falibles —«Omnis homo mendax, afirma el Espíritu Santo, todo hombre es mentiroso» (Salmá 115 II y Rom. III, 4)— Es un dogma de nuestra fe. El cristiano cree en él, es decir que lo tiene por verdadero y por cierto porque Dios lo ha revelado.

El cristiano recuerda también, que las obras de Dios son perfectas y que «Hace todo lo que quiere así en el cielo como en la tierra» (Salmo 134, 6); luego nunca está corto de medios para realizar sus planes. Así, Jesús ha revelado que para poseer en ellos la vida divina, a fin de resucitar en el último día para una resurrección de vida, sus discípulos deberían «comer su carne y beber su sangre». He aquí un medio que repugna a la razón natural, por lo menos tanto como la infalibilidad de un magisterio compuesto de hombres falibles: «¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne?» se preguntan desconcertados sus oyentes. Reconozcamos cuán misterioso era este mandato para toda inteligencia aunque fuese sublime y, fuera de la fe, imposible de aceptar hasta para los corazones mejor dispuestos. La aquiescencia de los Apóstoles formulada por Pedro, no pudo ser dada sino porque éste se colocó en el acto y únicamente en el plano de la fe: «Señor, ¿a quién iremos? Sólo Tú tienes palabras de vida eterna. Pero nosotros, hemos creído y hemos conocido que Tú eres Cristo, el Hijo de Dios» (Jn VI, 52-69).

Su fe, lo sabemos, no fue defraudada. En la tarde del Jueves Santo comprendieron cómo podían verdaderamente comer la carne y beber la sangre de su Señor. Y desde entonces, incluso entre los que se dicen discípulos de Jesús, ¿quién admite su presencia real en el Sacramento de la Eucaristía? Los que creen verdaderamente, sinceramente, que es Cristo, el Hijo de Dios. Sólo estos no dudan de El cuando les dice: «Este es mi cuerpo, esto es mi sangre».

Sucede lo mismo con el carisma de la infalibilidad. ¿Cómo el Papa, que es un hombre pecador, falible, puede ser infalible en su función oficial de Papa? He aquí un aserto tan difícil de admitir, para todos los hombres en general y para los sociólogos en particular, como el que afirma que hay que comer la carne de Cristo y beber su sangre. Pero para los católicos, para los que creen que Jesús es verdaderamente Cristo, el Hijo de Dios, el que posee realmente las palabras de vida eterna, este carisma no admite ninguna duda, puesto que está garantizado por la Palabra todopoderosa que dijo a Simón Pedro: «He rogado por ti, a fin de que tu fe no desfallezca» (Lc. XXII, 32). La infalibilidad del Papa, que descansa sobre la única promesa de Dios-Hombre, sólo puede admitirse a la luz de la fe teologal.


Precisión sobre el objeto de la fe


Su objeto, lo hemos dicho, es todo lo que Cristo ha revelado y que su Iglesia infalible propone como divinamente revelado.

Pero conviene hacer una distinción.

Ciertas verdades han sido reveladas por Dios DIRECTAMENTE, por ejemplo la imposibilidad de error de la Sagrada Escritura, la doble naturaleza de Cristo —es verdaderamente Dios y verdaderamente Hombre—, la Asunción corporal de María, la infalibilidad del Papa en su magisterio ex cathedra.

Otras lo han sido sólo INDIRECTAMENTE, pero hay que creerlas porque su negación lleva consigo necesariamente la negación de un dogma de fe: «Elcana es el padre del profeta Samuel». Negar esta verdad, es negar indirectamente la imposibilidad de error de la Biblia, que afirma que Ana concibió a Samuel de Elcana (I Samuel, I, 19-20): «En Jesús hay dos inteligencias y dos voluntades». Negar esta verdad, es negar indirectamente el dogma que afirma que Jesús es hombre perfecto y Dios perfecto. «Pío XII ha sido verdaderamente Papa de la Iglesia católica.» Negarlo lleva consigo necesariamente la negación del dogma de la Asunción de la Virgen definido y proclamado por este Papa. «La publicación de un ordo missae para la Iglesia universal es un acto del magisterio infalible del Papa.» Negarlo es admitir, contra el dogma de la infalibilidad, que el Papa puede imponer errores a la Iglesia universal.



La herejía



Es el pecado del que niega con obstinación una verdad revelada. Propiamente hablando, la obstinación no constituye el pecado de herejía, sino que lo manifiesta y permite distinguir al herético, que niega voluntariamente una verdad de fe, del que está en el error de buena fe.

Puesto que hay dos clases de verdades reveladas, ¿qué pecado comete el que niega una verdad indirectamente revelada?

Si se da cuenta que su negación acarrea necesariamente la negación de un dogma, es culpable de un pecado de herejía. Si no, su negación de buena fe no es una herejía.

Cuando la negación de una verdad trae consigo indirectamente la negación de un dogma, no es raro sobre todo cuando los que la niegan son numerosos, que haya en la Iglesia un periodo de fluctuación durante el cual los espíritus están divididos, unos, afirmando y otros, negando que esta negación acarree necesariamente el rechazo de un dogma. En este caso es necesario que la Iglesia intervenga para zanjar la diferencia con su autoridad soberana. Así es como condenó, por ejemplo, a los monotelitas que, al negar la existencia de dos voluntades en Cristo, negaban indirectamente la doble naturaleza del Dios-Hombre.

Pero antes de la intervención del Magisterio, ¿se puede tachar de herejía a los que niegan una verdad indirectamente revelada? Escuchemos lo que de ello dice Cayetano: «Mientras no haya definición de la Iglesia, ¿cuándo diremos que es manifiesto que tal tesis acarree una consecuencia contraria a la fe? No basta con que muchos lo piensen entre los doctos, si hay otros que son de opinión contraria. En semejante caso se dispensará de herejía, e incluso de todo pecado, a los que tengan una falsa opinión, si en su categoría, según sus luces, estiman seguir el partido más razonable, guardando la reverencia debida a la Iglesia» (Summa Teológica, ed. de la Juventud. Q. 32, a.4 conclusión, nota 92).


Consecuencia del pecado de herejía


Todo pecado mortal hace perder el estado de gracia pero, incluso privado de la gracia divina, el pecador es siempre miembro de Cristo. Un miembro muerto en el cual la vida ya no circula, pero todavía unido al sarmiento. Pío XII lo ha recordado: «Los pecadores están en la Iglesia de la que siguen siendo miembros» Mystici Corporis.

No solamente los pecados de herejía y de cisma dan la muerte espiritual, sino que separan a los que los cometen del Cuerpo Místico de Cristo que es la Iglesia. El hereje ya no le pertenece, ya no es miembro suyo.

Separado de la Iglesia, el hereje, si está dentro de las órdenes sagradas (diácono, sacerdote, obispo), conserva los poderes inherentes al orden recibido, pero ya no tiene el derecho de ejercerlos. Sería un sacrilegio. Además, pierde toda jurisdicción. «Los Santos Padres enseñan unánimemente, no solamente que los herejes están fuera de la Iglesia; sino que también están privados ipso facto de toda jurisdicción y dignidad eclesiásticas. San Cipriano dice «Nosotros afirmamos plenamente que ningún hereje o cismático no tiene, ni poder, ni derecho» (Da Silveira, La messe de Paul VI Qu’en penser? p 262).

Si el herético es Papa, por el solo hecho de su pecado, pierde su cargo. «La razón, de ello es, dice San Roberto Belarmino, que no puede ser la cabeza de la Iglesia el que ya no es miembro de Ella» (Citado por Da Silveira, p. 261).

¿Se podría admitir la buena fe de un Papa que enseña oficialmente al error en materia doctrinal?

El Papa que ha caído en herejía como doctor privado (como doctor oficial está preservado de ello) podría manifestar su error doctrinal de dos maneras:

  • como doctor privado, en este caso, como para todo fiel que se equivoque, no solamente se puede, sino que se debe suponer su buena fe, sobre todo si se enmienda desde que está advertido de su error, como lo hicieron Pedro (Gal. 2, 11) y Pascual II.

  • en forma oficial. En este caso ni siquiera puede suponérsele buena fe. En efecto, es un dogma de nuestra fe que en el ejercicio de su cargo el Papa no puede enseñar el error. Luego si un Papa lo enseñase de forma oficial, por el hecho de hacerlo, manifestaría que habría perdido anteriormente el papado al caer en la herejía como doctor privado. Y es por lo que ha podido enseñar el error no ex cathedra, sino en la forma ex cathedra1.

A la luz de la fe, no aceptar la consecuencia necesaria de esta constatación sería negar indirectamente el dogma de la infalibilidad, o lo que sería más grave todavía, acusar a Cristo de infidelidad. En efecto, el error ha sido enseñado a la Iglesia universal de forma oficial. Si se supone la buena fe del Papa, no se le podría tener por responsable. Como no hay jamás efecto sin causa, en esta hipótesis, el responsable de este error sería Cristo que habría faltado a su promesa de asistencia: «Simón, (…) he pedido para que tu fe no desfallezca y tú confirma a tus hermanos» (Luc. XXII, 32). ¿Por muy ligero que fuese un creyente se atrevería a sostener una hipótesis que lleva consigo tal consecuencia?


¿Existe una enseñanza oficial del Papa para la Iglesia universal que no esté revestida por el carisma de la infalibilidad?

No, no existe y no puede tenerlo, por la simple razón de que el Papa ha recibido su autoridad de Cristo sobre toda la Iglesia (Jn. XXI, 17) para confirmar la fe de sus hermanos» (Lc. XXII, 32) y para decir auténticamente a la Iglesia, con ellos, todo lo que el Maestro ha revelado (Mt XXVIII, 20) y que los fieles deben creer y practicar para salvarse (Mc XVI, 16). Esta enseñanza oficial, digámoslo otra vez con Pío XI, «el Pontífice Romano y los Obispos que están en comunión con El, la ejercen todos los días» Mortalium animos, y cada día Cristo los asiste Él mismo y por el Espíritu Santo (Mt. XXVIII, 20; Jn. XIV, 16-26). Si por un imposible la enseñanza oficial del Papa fuese errónea, «resultaría, como no teme decirlo claramente León XIII, que Dios mismo sería el autor del error de los hombres: «Señor, si estamos en el error, sois Vos mismo quien nos habéis engañado» Satis cognitum.


Una distinción tan esclarecedora como importante



Es la que conviene hacer entre los falsos y los malos pastores. El mal pastor escandaliza al rebaño por una conducta que desmiente su enseñanza. Pero, poseyendo la fe católica, sigue siendo pastor.

El falso pastor, es el que no es dueño del redil, aquél a quien no pertenece el rebaño, el que no tiene de pastor más que las apariencias.



Reglas de conducta



Tres textos de los santos Evangelios nos las proporcionan.

El primer texto lo leemos en San Mateo, capítulo VII, versículos 15 al 20.

Jesús sabía muy bien que surgiría una multitud de falsos profetas que perderían a muchas gentes. Para que sus discípulos pudiesen distinguir fácilmente los verdaderos de los falsos profetas, les dio un medio de discernimiento tan sencillo como absoluto «por sus frutos los conoceréis.»

El verdadero profeta, «sentado en la cátedra de Moisés», participa del poder profético de Cristo y habla en nombre de Dios. Su palabra, que es la de Cristo (Lc. X, 16), da normalmente frutos de santidad, pues «todo árbol bueno produce buenos frutos y no puede producirlos malos».

El falso profeta al contrario, no estando, o no estando ya «sentado en la cátedra de Moisés», no participa del poder profético del Maestro. Su palabra no es pues la de Jesús y no puede producir sus frutos. «¿Acaso se cogen uvas de los espinos o higos de las zarzas? Todo mal árbol produce malos frutos, no puede producirlos buenos». «Por sus frutos distinguiréis los falsos de los verdaderos profetas», los falsos de los verdaderos pastores.

El segundo texto lo leemos en el capítulo XXIII del mismo evangelio, versículos 1 al 3. Regula la conducta que los fieles deben tener con los malos pastores.

Aunque malos, continúan con su cargo y, por este hecho, siguen participando en los poderes de Cristo. Por ellos, Cristo continúa enseñando y mandando y Jesús ha sido terminante: hay que escucharles y obedecerles. «Están sentados en la cátedra de Moisés, escuchadles, pero no los imitéis, pues hablan pero no hacen lo que dicen.»

El tercer texto es de San Juan, capítulo X, versículos 1 al 5 y 10. Jesús indica a sus fieles el comportamiento que deben adoptar con toda naturalidad con los «extranjeros », los «falsos profetas», los que no son «de la misma familia de la fe». (Gal. VI, 10). El Maestro, que ha comparado a menudo su Iglesia a un rebaño2, los invita a imitar a las ovejas que huyen de todo extranjero. ¿En qué reconocen que no es su Pastor? En la Voz. Mientras que la del pastor les es familiar y les da confianza, una voz desconocida los asusta. Instintivamente se apartan del extranjero y huyen.

Tal debe ser el comportamiento del rebaño del Señor. Es por la voz, es decir por la doctrina que oyen predicar, por la que los fieles de Cristo reconocen que un pastor no es del redil. Así como, confiados en la voz del verdadero pastor, le siguen normalmente, seguros de seguir a Jesús, de la misma forma, inquietos, turbados por la nueva doctrina del extranjero, le huyen instintivamente «pues no conocen la voz de los extraños».

La voz, repitámoslo, es la doctrina, es la enseñanza; él es nuevo y se revela como extraño. Sin saber explicarlo —Dios no se lo pide— los fieles se dan cuenta de que este supuesto pastor no participa del poder profético de Cristo, puesto que «su voz» turba su fe. Luego no está sentado en la cátedra de Moisés, «su cátedra es una cátedra de pestilencia» (Salmo I, 1). Como dice el Maestro, se ha infiltrado en el aprisco «para robar, degollar y destruir». He aquí por qué los fieles le huyen.

¿Por qué razón, a pesar de todas las apariencias contrarias, no está o ya no está sentado en la cátedra de Moisés? No están obligados a saberlo. Una sola cosa les importa y los tranquiliza: desde el momento que su fe perturbada es la que les impide escucharle, es que el pretendido pastor no está en la cátedra de Pedro que es una cátedra de verdad, no es pastor de la Iglesia; ni bueno, ni malo, es un extraño, no hay que escucharle, hay que huirle.


II- LOS FRUTOS DEL VATICANO II



Para juzgarlos no hay necesidad de ser especialista en algo. Ni siquiera es necesario poseer la fe católica. Basta con mirar lo que se hace y escuchar lo que se enseña en la Iglesia desde el acceso de Pablo VI al solio pontificio.

a - Aceleración de la descomposición del mundo moderno

Es el fenómeno más evidente engendrado por este concilio.

Sin duda alguna, en el momento en que Juan XXIII convocó el concilio, se anunciaba una crisis sin precedentes y, por más que digan los partidarios del Vaticano II que no debe ser considerado como responsable de la descomposición actual de la sociedad, esta excusa no puede ser aceptada. Es evidente que el mundo estaba profundamente minado, pero los defensores a toda costa del Vaticano II no dicen que siempre haya sido así; los concilios anteriores se han reunido siempre a causa de las crisis que sacudían a la Iglesia y amenazaban con llevarse todo, para tomar las medidas necesarias que pusiesen un término a esta situación. Y no solamente han reabsorbido siempre las crisis que habían motivado su convocatoria, sino aún más, han manifestado siempre la vitalidad sobrenatural incomparable de la Iglesia. Para no hablar más que del concilio de Trento o del primer concilio Vaticano, ¡Cuántas órdenes religiosas se han fundado! En las órdenes religiosas que ya existían, ¡Cuántas saludables reformas! ¡Cuántos frutos de santidad han madurado en los dos cleros, secular y regular, y hasta entre los laicos de todos los ambientes! Y por los frutos de santidad traídos por todos los concilios, el pueblo cristiano reconocía que estas importantes reuniones eclesiales se habían celebrado verdaderamente bajo la dirección del Espíritu Santo, Espíritu de Jesús, Espíritu de Santidad.


b - Autodestrucción de la Iglesia


En el curso de la audiencia del 15 de julio de 1970, Pablo VI podía declarar: «un segundo aspecto que hoy mantiene la atención de todos, es la situación presente de la Iglesia comparada con la de antes del concilio… En muchos aspectos, hasta ahora, el concilio no nos ha dado la tranquilidad deseada, más bien ha suscitado alteraciones y problemas.»

Esta declaración que fue hecha a poco menos de cinco años después del Vaticano II, por el testigo más autorizado de este concilio, era la confesión de un clamoroso fracaso.

Desde este discurso: «La situación de la Iglesia comparada con la de antes del concilio» ¿habría mejorado? Después de 22 años de aggiornamento, ¿ha dado por fin el Vaticano II a la Iglesia la tranquilidad deseada, o bien ha agravado las alteraciones y los problemas que ha suscitado? Interroguemos a otro testigo al que la nueva iglesia no puede recusar, al cardenal Joseph Ratzinger. En su Entretien sur la foi —Informe sobre la fe— (1985) confiaba a Vittorio Messori: «Los Papas y los Padres conciliares esperaban una nueva unidad católica y, al contrario, se ha ido hacia una disensión que —repitiendo las palabras de Pablo VI— parece haber pasado de la autocrítica a la autodestrucción. Se esperaba un nuevo entusiasmo y con demasiada frecuencia se ha llegado, al contrario, al tedio y al desánimo. Se esperaba un salto hacia adelante y nos hemos encontrado al contrario, frente a un proceso evolutivo de decadencia, que se ha desarrollado en gran medida refiriéndose notoriamente a un pretendido «espíritu del Concilio» y que, de esta manera lo ha desacreditado cada vez más.»

Diez años antes, ya había dicho: «Hay que afirmar bien alto que una reforma real de la Iglesia presupone un abandono sin equivoco de las vías erróneas cuyas consecuencias catastróficas son en adelante incontestables.» (p.30)

Hablando de la crisis de los eclesiásticos, el cardenal declaraba: «bajo el choque del postconcilio, las grandes órdenes religiosas (es decir, precisamente las columnas tradicionales de la reforma siempre necesaria de la Iglesia) han vacilado, han sufrido grandes hemorragias, han visto reducirse las nuevas entradas a límites jamás alcanzados antes, y parecen todavía hoy, sacudidas por una crisis de identidad. (…) Frecuentemente son las órdenes tradicionalmente más «cultivadas», las mejor equipadas intelectualmente, las que han soportado la crisis más grave» (p. 61).

La importancia de las hemorragias subrayada por el cardenal había sido ya denunciada por la publicación de una estadística oficial aparecida en el número de abril-mayo de 1978 de la revista Missi. La habíamos citado en nuestra Conférence romaine —Conferencia romana— la reproducimos ahora, pues es especialmente reveladora de los desastrosos resultados del Vaticano II.

Los efectivos de 63 congregaciones de hombres, teniendo cada una más de 1000 miembros en 1962, habían sido contabilizados. Las cifras manifiestan una serie de hechos cuya absoluta convergencia es extraordinaria.

Sin ninguna excepción, las congregaciones censadas estaban en crecimiento hasta 1964. 1964 marca un alto en el avance y es el comienzo, para todas, de una caída espectacular de los efectivos.

De 1964 a 1967, los efectivos acusan una pérdida de:

2.463 miembros en los Benedictinos
3.276 “ Capuchinos
4.507 “ Salesianos
5.636 “ Franciscanos
6.497 “ Hermanos de las Escuelas Cristianas
7.930 “ Jesuitas


A esta caída catastrófica de los efectivos en las congregaciones religiosas se añaden:

- el abandono del sacerdocio y el matrimonio de los sacerdotes en unas proporciones que harían creer que hemos vuelto a la época de Lutero;

- la escasez de las vocaciones tanto entre el clero secular y regular, como entre los religiosos. Por todas partes se cierran y se siguen cerrando conventos, seminarios, escolasticados, y seminarios menores; he aquí manifiesto por otra estadística, solamente de los seminarios franceses, la caída vertiginosa de las vocaciones sacerdotales3 a partir del año 1965.

En esta estadística, comunicada por el secretariado del episcopado francés en París, se trata únicamente de los seminarios diocesanos.

Las ordenaciones sacerdotales que, para el conjunto de Francia, oscilaban alrededor de 600 hasta 1965 (646 exactamente en 1964), bajan desde el año siguiente (566 en 1966), para descender a 193 ordenaciones en 1972 y a 78 en 1978. En numerosas parroquias rurales, ha habido que organizar las Asambleas dominicales sin sacerdote.

- la secularización de los hospitales, de las clínicas, de los asilos y de los dispensarios, debido a haberse retirado las religiosas;

- la asistencia a la misa dominical, incluso adelantada al sábado por la tarde está en baja por todas partes.

- y en todas partes el escándalo de los nuevos catecismos que siembran la duda y destruyen le fe entre los jóvenes;

- en fin, las conversiones han cesado casi en todas partes, fuera de los países subdesarrollados.

En resumen, se puede decir que para todo observador imparcial la obra del Vaticano II fue y permanece una obra de destrucción.

Por lo demás Pablo VI ha tenido que forjar una frase para expresar lo que él mismo no podía dejar de constatar y ha hablado de la autodestrucción de la Iglesia.

c - Causa inmediata de estos malos frutos o la loca empresa de los Padres conciliares

Al contrario de todos los concilios que no habían intentado jamás reformar más que a los eclesiásticos, el concilio Vaticano II se ha atrevido a reformar la misma Iglesia.

Nuestros lectores seguramente se acuerdan del aggiornamento o puesta al día de la Iglesia que fue el leit motiv, de Juan XXIII y de todos los Padres conciliares.

La reforma emprendida entonces y llevada por Pablo VI a «toda marcha» ha sido tan profunda, tan radical, que los partidarios de este concilio han podido hablar de nuevo Pentecostés, haciendo ver que había habido en este concilio, «el mayor de la historia», «más importante que el de Nicea (Pablo VI)» en el curso del cual fue proclamada la divinidad de Cristo, una manifestación del Espíritu tan fuerte, tan «arrolladora», que sólo se puede comparar a la que se produjo en Jerusalén en el momento en que los Apóstoles «fueron llenos del Espíritu Santo» y donde nació la Iglesia. También en el curso de estas sesiones del Vaticano II había nacido una nueva institución, que para distinguirla de la institución anterior la han llamado «iglesia conciliar».

Acabamos de hablar de reforma radical. La palabra no es demasiado fuerte. La realidad que expresa, son todos los cambios que los nuevos pontífices han impuesto en todos los órdenes.


La razón de los cambios


Para que nuestros lectores se den cuenta de la exactitud de esta afirmación, queremos llamar su atención sobre la profunda razón de todos estos cambios, que ha pasado inadvertida.

A los ojos de los obispos y de los sacerdotes católicos lealmente vinculados a Roma, todos los trastornos qué vamos a recordar fueron vistos entonces como una concesión, acaso exagerada, casi peligrosa a los ojos de algunos, pero necesaria para apaciguar las reivindicaciones de los partidarios de la evolución ineluctable del mundo moderno. «La moda está en los cambios, decían los que temían deber comprometerse, ¡ya se les pasará!» La realidad era muy distinta.

En una empresa humana, la reestructuración decidida por una nueva dirección siempre va precedida de la liquidación general del stock inadaptado a la nueva orientación. Así ha sido para el Vaticano II. El aggiornamento una vez decidido por los nuevos dirigentes de la Iglesia, imponía la liquidación general del pasado.

Es importante comprender bien la razón de esto. No solamente todas esas antiguallas de la tradición ya no podían servir, sino que frenaban la renovación emprendida: los viejos odres del primer Pentecostés no podían contener el vino del nuevo. Todo lo que con su sabiduría milenaria había lentamente elaborado la Iglesia para expresar su fe, interpretar su oración, anunciar a Jesucristo, suscitar vocaciones, instruir a las naciones, todo debía ser liquidado, todo debía ser renovado.

¿Por qué razón? Porque ya nada se adaptaba a la concepción que los partidarios de la renovación tenían de la Iglesia, de su doctrina, de su misión y a la nueva orientación que habían decidido imponer a su obra.

Ya lo hemos dicho, el espíritu que ha inspirado el aggiornamento del Vaticano II, ha sido presentado como «un nuevo Pentecostés» de donde ha salido una nueva Iglesia «la iglesia conciliar». Esta nueva iglesia ya no es la Iglesia de Cristo y de los Apóstoles. Entre las dos iglesias, la de antes, y la de después del Vaticano II, hay, en muchos puntos esenciales, oposición de contradicción.

Para todos los fieles que se dan cuenta de ello, es evidente que el espíritu que ha hecho surgir esta nueva iglesia no puede ser el Espíritu de Jesús, pues este Espíritu que es Dios, no puede contradecirse.

Demostrando que los cambios que han sido impuestos en todas las cosas lo han sido porque todas estaban inadaptadas a las novedades, demostraremos a la vez que los partidarios de la nueva iglesia con toda justicia, se han aferrado a llamarla iglesia conciliar, para distinguirla de la antigua institución. Mostraremos también que Pablo VI y todos los promotores de esta iglesia conciliar, se han separado a la vez de la Iglesia tradicional, consumando así un verdadero cisma4.



La gran liquidación



1 - Los dirigentes de la nueva iglesia han liquidado todo el «material» litúrgico.


Los altares, los comulgatorios, los bancos de arrodillarse, los reclinatorios; todas las vestiduras sacerdotales, las de los obispos y las de los sacerdotes, las de los diáconos y las de todos los clérigos.

Todos los misales, Misales de altar y de los fieles, tanto los de los pequeños, como los de los adolescentes, como los de los adultos. El ritual de todos los sacramentos.

Si todo este material litúrgico ha sido cambiado, es que ya no podía expresar la oración de la Iglesia tal como la entendían los nuevos maestros. Cuando se sabe que por su oración oficial la Iglesia expresa su fe —lex orandi, lex credendi—, forzado es concluir que la fe de la nueva iglesia no es la de nuestro bautismo.

2 - Los hombres de la nueva iglesia han liquidado los manuales de enseñanza religiosa.


Los catecismos para niños, los de los pequeños y los de los mayores, las obras de instrucción religiosa de los cursos de perseverancia, los manuales de los seminarios, de los escolasticados y de los noviciados, todos han sido liquidados y todos lo han sido por la misma razón, porque ninguno de ellos podía servir ya, estando todos inadaptados a la enseñanza de la doctrina en la óptica del Vaticano II.

3- Los eclesiásticos y religiosos se encontraron también ellos, «ineptos para anunciar a Jesucristo». No pudiendo liquidarlos tan fácilmente como a las cosas, los dirigentes de la nueva iglesia, más hábiles en la conducta de su aggiornamento que lo han sido los fieles en la defensa de su fe, se han dedicado a cambiar su mentalidad, su espíritu, dándole una nueva visión de las cosas. He aquí cómo:

a - los religiosos y las religiosas. Su inadaptación provenía del espíritu propio de cada orden. Para modificarlo, bastaba con modificar en la nueva óptica las constituciones, las reglas y las costumbres que lo modelaban. Que no quedase por ello, entonces fue dada la orden, no por algún religioso de vanguardia, sino por la Congregación de Religiosos, que es el órgano del Papa, de llevar a cabo este cambio. Todas las congregaciones religiosas de hombres y de mujeres, tanto de órdenes activas, como de órdenes contemplativas, enseñantes y de caridad, todas han liquidado las constituciones, la reglas y las costumbres que habían recibido de sus santos fundadores y que la Iglesia de antes del concilio había aprobado.

b - el clero secular. Su inadaptación era debida a la formación recibida en los antiguos seminarios. Para poner remedio a ello se imponía un reciclaje. Fueron creados centros especiales y todo el personal diocesano, párrocos, coadjutores, capellanes, profesores, Superiores de toda categoría, todos fueron reciclados y aquéllos que se mostraron rebeldes o simplemente reacios, fueron declarados «ineptos» para anunciar a Jesucristo y obligados a anticipar su jubilación.

c - Los obispos incluso no fueron olvidados. Ellos a los que se consideraba, desde los orígenes de la Iglesia, como casados cada uno con su diócesis5, a la cabeza de la cual cada uno debía permanecer y entregarse tan largo tiempo como le fuese dado, todos han sido heridos súbitamente por una limitación de edad arbitraria, que ha permitido a los innovadores renovar incluso a los sucesores de los Apóstoles, los obispos residenciales, y reemplazarlos por sacerdotes del partido.

Además, para reducir a la impotencia a los que de entre ellos, estaban todavía vinculados a la visión tradicional de la antigua Iglesia y plenamente conscientes de sus responsabilidades de episcopi de «guardianes del depósito revelado», constituían un riesgo para frenar la renovación en su diócesis, los innovadores han inventado la colegialidad y por este medio, los sucesores de los apóstoles han sido castrados6.

d - Los cardenales. Para evitar que los más ancianos, trabajados por alguna «nostalgia del pasado» no fueran a hacer propaganda en un próximo cónclave a favor de algún candidato tradicional, la subversión decidió decapitarlos a los 80 años. Peor para ellos; lo que tenían que haber hecho era no haber vivido tanto tiempo.

Después de todos estos cambios, exigidos, repitámoslo, por el espíritu del nuevo Pentecostés de donde ha salido la nueva iglesia del Vaticano II, ¿cómo se puede dudar honradamente del cambio profundo, radical, obrado por este concilio en la institución misma de la Iglesia? Cambio que manifiesta una tal ruptura con todo el pasado de la Iglesia, que sólo él, constituye el cisma verdadero que sus partidarios han consumado.



III - ERRORES DOCTRINALES DEL VATICANO II


El 21 de septiembre de 1974, su Excelencia Monseñor Marcel Lefebvre declaraba: «Derivada del «liberalismo» y del «modernismo», esta reforma está enteramente envenenada; sale de la herejía y desemboca en la herejía, incluso si todos sus actos no son formalmente heréticos.» Vamos pues a citar algunos de estos actos, algunas de estas afirmaciones de los nuevos pontífices que salen de la herejía, huelen a herejía y acaban en herejía.


Nuestro método

La particularidad del concilio Vaticano II, es el equívoco, lo impreciso de demasiados de sus textos. Sin negar abiertamente ningún dogma, permiten una comprensión heterodoxa que equivale a una negación. He aquí por qué, tanto los «conciliares de derecha», para defender la doctrina católica a la cual siguen unidos, como los partidarios de la nueva iglesia, que interpretan la misma doctrina con un sentido nuevo, en oposición con la fe anterior, pueden apoyarse en los mismos textos conciliares. En estas condiciones, vamos a mostrar la oposición de contradicción que existe entre ciertas declaraciones del concilio y la fe anterior, constatando sus consecuencias en la vida práctica, o también, resaltando las consecuencias heterodoxas que sacan de ellas aquéllos que son los más cualificados para interpretar el concilio, Juan Pablo II y los obispos que están en comunión con él.


Error sobre la libertad religiosa

La oposición de contradicción entre la enseñanza del Vaticano II sobre este punto preciso y la doctrina tradicional más segura de la Iglesia es evidente, puesto que se lee en la confrontación de los dos textos oficiales Dignitatis Humanae y Quanta Cura7. Pero por la razón que acabamos de indicar, partidarios y adversarios de la libertad religiosa, esgrimiendo el mismo texto del Vaticano II, al cual cada uno da un sentido diferente, se enredan así en un verdadero diálogo de sordos. Hemos escogido mostrar la heterodoxia de Dignitatis Humanae en su resultado práctico, la reforma oficial efectuada por el gobierno de la España actual, con el fin de poner una de sus leyes fundamentales de acuerdo con la enseñanza de la iglesia del Vaticano II sobre la libertad de cultos.

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«La gran ruptura del Vaticano II: La libertad religiosa»8



El Fuero de los Españoles ley fundamental del Estado, adoptada el 17 de julio de 1945, no autorizaba más que el ejercicio privado de los cultos no católicos y prohibía toda acción de propaganda de las falsas religiones:



Art.6 §1 “La profesión y la práctica de la Religi6n Católica que es la del Estado español gozará de la protecci6n oficial.”

§2 “Nadie será molestado por sus creencias religiosas, ni por el ejercicio privado de su culto. No estarán permitidas otras ceremonias, ni otras manifestaciones exteriores más que las de la Religión Católica.”


Después del concilio Vaticano II, la Ley Orgánica del Estado (la de enero de 1967) va a reemplazar el parágrafo 2 del artículo 6, por la siguiente disposición:


“El Estado asumirá la protección de la libertad religiosa que estará garantizada por una tutela jurídica eficaz, salvaguardando a la vez la moral y el orden públicos.


Por la demás, el preámbulo de la Carta de los Españoles, modificado por la misma Ley Orgánica de la de enero de 1967, declara explícitamente:


“… en fin, teniendo en cuenta la modificación introducida en su artículo 6 por la Ley Orgánica del Estado, ratificada por el referéndum de la nación, con el fin de adaptar su texto a la Declaración conciliar sobre la libertad religiosa promulgada el 7 de diciembre de 1955, que pide el reconocimiento explícito de este derecho, y conforme, además, con el segundo de los Principios Fundamentales del Movimiento, según el cual la doctrina de la Iglesia debe inspirar nuestra legislación…”


Luego ha sido explícitamente, para ponerse de acuerdo con la Declaración del Vaticano II por lo que el § 2 del artículo 6 de 1945 ha sido reemplazado por el de 1967.

Ahora es totalmente sencillo de demostrar sobre qué principio fundamental del derecho natural incide la ruptura del Vaticano II.

Según la doctrina católica tradicional, el § 2 del art. 6 de 1945 era perfectamente conforme al derecho natural: Puesto que no existe para el hombre un derecho natural a la libertad religiosa, en virtud del cual, el hombre pudiese ejercer libremente en público una falsa religión. Pío IX recordaba solemnemente esta doctrina constante de la Iglesia cuando condenaba, en la Encíclica Quanta Cura (8 de diciembre de 1864) la doble afirmación:

«La libertad de conciencia y de cultos es un derecho propio de cada hombre que debe ser proclamado y garantizado en toda sociedad bien constituida…»


Por el contrario, con la Declaración del Vaticano II, el § 2 del art. 6 de 1945 se vuelve intrínsecamente malo, puesto que es directa y formalmente contrario a un derecho natural fundamental del hombre: precisamente el derecho a la libertad civil en materia religiosa que el concilio proclama, derecho válido para todos, cualquiera que sea la religión practicada (sea verdadera o falsa). Y para evitar todo riesgo de falsa interpretación, el concilio ha tenido cuidado de apuntar explícitamente el caso de un país donde una religión fuese oficialmente reconocida (lo que todavía tendrá lugar para España con la Ley de 1967, conservando el § 1 del art. 6):

« Si, en razón de las circunstancias particulares en las cuales se encuentran algunos pueblos, un reconocimiento civil especial se concede en el orden jurídico de la ciudad a una comunidad religiosa dada, es necesario que al mismo tiempo, para todos los ciudadanos y todas las comunidades religiosas, el derecho a la libertad en materia religiosa sea reconocido y respetado.» Dignitatis Humanae, art. 6, § 3).

Resulta de lo que precede que una disposición legal, tal como la establecida por el art.6 § 2 del Fuero de los Españoles de 1945 es:


- esencialmente CONFORME al derecho natural, según la doctrina católica tradicional;

- esencialmente CONTRARIA al derecho natural, según la doctrina del Vaticano II;

Hay pues realmente contradicción entre el Vaticano II y la doctrina tradicional sobre un principio de derecho natural (Fin del texto tomado de Monsieur l’abbé Lucien)9.


Error sobre la naturaleza de la Misa


Tan pronto como podamos, volveremos sobre esta importante cuestión. Hoy nos contentaremos con dos observaciones que subrayan, tanto una como otra, la ruptura con la tradición en este punto fundamental.

Observación primera. Se refiere a la posición de los cristianos sobre este punto de la fe. Para los católicos y para los ortodoxos, la Misa es la reactualización del sacrificio de la Cruz.

La fe católica, compartida por los ortodoxos, enseña, y los fieles lo creen, que después de la doble consagración, Jesús está allí, sobre el altar, como estaba en el calvario; en su estado de víctima inmolada y ofrecida. Lo creen, porque están ciertos de que las palabras de Jesús pronunciadas por un sacerdote ordenado para esto, tienen el poder de realizar lo que dicen, una transubstanciación verdadera del pan y del vino en su Cuerpo y en su Sangre. Y esto es porque están absolutamente seguros de que después de la consagración, a pesar de las especies o apariencias, Jesús está verdadera y realmente presente, por lo cual ellos adoran este pan y este vino que son el Cuerpo y la Sangre de Jesús unidos por siempre a su alma y a su divinidad.

Ellos, los protestantes, no creen que las palabras de Jesús tengan el poder de realizar la transubstanciación. Para ellos, la cena no es sino un memorial de lo que Jesús hizo en la tarde del Jueves Santo. Este memorial no hace sino reavivar la fe de los fieles y producir en la asamblea una presencia totalmente espiritual de Jesús, la que ha prometido a aquéllos que se reuniesen para rezar en su nombre: «Pues allí donde dos o tres estén reunidos en mi nombre, Yo estaré en medio de ellos» (Mt. XIII, 20).

Y porque no creen que las palabras de Jesús tienen el poder de realizar lo que dicen, tienen horror a la misa católica y piensan con Lutero que es más abominable a Dios que «todos los pecados que se cometen en todos los lugares de prostitución del mundo.»

Existe pues oposición de contradicción entre la fe católica que afirma, y la fe protestante que niega todos los dogmas eucarísticos.

Ahora bien, desde la promulgación de la nueva misa de Pablo VI, los protestantes de la Confesión de Augsburgo, a quienes horroriza la «misa papista» codificada por San Pío V han declarado: «La fidelidad al Evangelio y a nuestra tradición10 no nos permite oponernos a que los fieles de nuestra Iglesia participen en una celebración eucarística católica.»

Estos luteranos han precisado la razón por la cual podían aceptar la nueva misa: «porque (…) las nuevas oraciones eucarísticas en las cuales nos reencontramos (…) tienen la ventaja de difuminar la teología del sacrificio que teníamos la costumbre de atribuir al catolicismo.»

La nueva visión del sacrificio que da el rito de Pablo VI y que los protestantes han percibido inmediatamente, lo había precisado en su edición de 1975 el Nuevo Misal de los domingos, publicado con la aprobación de la Conferencia episcopal francesa. En la página 383 se podía leer: «Durante la misa se trata simplemente de recordar el único sacrificio ya consumado.»

Esta explicación y la declaración de los protestantes de la Confesión de Augsburgo que hemos citado, manifiestan bien claramente la diferencia fundamental que existe entre los dos ritos. El de Pablo VI, que permite negar la fe católica sobre el Santo Sacrificio de la Misa, y el rito católico codificado por San Pío V que obliga a confesarla.


Observación segunda. Está inspirada por el juicio dado por León XIII sobre la reforma del rito de las ordenaciones realizado por Cranmer11. Este juicio puede resumirse en el silogismo siguiente:

Los sacramentos de la nueva ley, signos sensibles y eficaces de una gracia invisible, deben significar la gracia que producen y producir la gracia que significan.

Ahora bien, el rito católico ha sido rechazado y un nuevo rito, conforme con una herejía públicamente profesada, ha sido adoptado para hacer desaparecer del rito todo lo que significaba el poder sacerdotal, es decir, el poder de consagrar y de ofrecer el sacrificio del Nuevo Testamento.

El rito nuevo salido de la reforma ya no significa pues la gracia de la ordenación sacerdotal. Es absurdo decir que un rito visible cuya significación del poder sacerdotal a conferir está excluida, pueda ser un sacramento que confiera este poder.

«Son vanas pues, sin efecto, concluye León XIII, las palabras «Recibe el Espíritu Santo para el ejercicio de la función sacerdotal».

Podemos decir de la reforma de Pablo VI, lo que León XIII decía de la de Cranmer. He aquí por qué:

Antes de ser un sacrificio, la eucaristía es un sacramento, es decir, un signo sensible de la presencia real del Cuerpo y de la Sangre de Cristo.

Para realizar esta presencia real, esta transubstanciación del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre del Señor, la Misa debe significarla pues, se nos perdonará que repitamos, si no la significa claramente, no la produce. Por esta razón, para que la forma de los sacramentos sea unívoca y signifique verdaderamente la gracia que deben producir, es por lo que para todos, la Iglesia ha rodeado siempre su parte esencial, la forma, como se la llama, de todo un rito que explicita su significado.

En su presentación del «Breve examen crítico de la nueva misa» a Pablo VI, los cardenales Ottaviani y Bacci le decían del rito de San Pío V: «Había levantado una barrera infranqueable contra toda herejía que pudiese causar detrimento a la integridad del Misterio». Lo que quiere decir que las palabras de la consagración insertadas en el rito fijado por San Pío V, eran absolutamente unívocas y no podían interpretarse de ninguna manera en un sentido distinto al sentido católico.

Pues bien, esta barrera infranqueable, este conjunto de oraciones, de ofertorios, de actitudes, de signos que subrayaban en la Misa católica el carácter, no solamente sacrificial, sino propiciatorio de la Misa, la reforma de Pablo VI se ha atrevido a hacerla saltar. No existiendo ya esta barrera, el sentido protestante «que causa detrimento a la integridad del Misterio» ha podido introducirse en este nuevo rito. Las palabras de la institución se han vuelto equívocas y los protestantes de la Confesión de Augsburgo pueden de ahora en adelante «reencontrarse» (esto es, que «pueden encontrar la cena luterana») en este rito que «difumina la teología del sacrificio que ellos tenían la costumbre de atribuir al catolicismo.»

Pues entonces, a menos de tomarlos por «imbéciles» o «bromistas», hay que reconocer que el nuevo rito de Pablo VI es por lo menos equívoco. No significa necesariamente la transubstanciación, y por este hecho, no la produce.

Inspirándonos en el juicio de León XIII, podemos decir de la reforma de Pablo VI: «El rito tradicional fue prohibido y un nuevo rito conforme a una herejía públicamente profesada fue compuesto con el fin de hacerlo aceptar por aquéllos que no creen en la transubstanciación.»

Puesto que los sacramentos de la ley nueva son signos visibles eficaces, producen lo que significan. Es pues absurdo decir que un rito visible, en el cual la significación de la transustanciación ha sido voluntariamente suprimida, pueda producir todavía lo que ya no significa. Como decía León XIII del rito de Cranmer, que ya no significaba la gracia de la ordenación sacerdotal: son vanas, sin efecto, las palabras «Recibe el Espíritu Santo para el ejercicio de la función sacerdotal». «De la misma forma y por la misma razón, se puede decir del rito de Pablo VI que ya no significa la transubstanciación:» Son vanas, sin efecto las palabras: «Esto es mi Cuerpo, esto es mi Sangre».


Error sobre la naturaleza de la Iglesia y sobre la salvación de las almas


Vamos a recordar la doctrina católica sobre estos dogmas de nuestra fe; después daremos la de los hombres del Vaticano II sobre los mismos temas. La simple confrontación de los textos pondrá de manifiesto los errores.


Doctrina católica


• Esta Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo, no es una Iglesia «pneumática», «vaporosa», la de las almas unidas por el amor. Prolongando el misterio de la Encarnación hasta el fin de los tiempos, es, como Cristo, a la vez humana y divina. Como El, no está dividida (1 Cor. 1, 13), es una. Imagen de la Jerusalén celestial, «tabernáculo de Dios entre los hombres» (Apoc. XXI, 3), es visible y jerárquica. Fundada sobre Pedro es apostólica y romana.

«Sí, ciertamente, no hay más que una verdadera Iglesia de Jesucristo: los testimonios evidentes y múltiples de los Libros Sagrados han dejado tan bien asentado este punto en todos los espíritus que ni un solo cristiano osaría contradecirlo… Jesucristo no ha concebido ni instituido una Iglesia formada de varias comunidades que se asemejarían por ciertos rasgos generales, pero que serían distintas unas de otras y no vinculadas entre sí por esos lazos que pueden hacer indivisible y única a la Iglesia de la que hacemos tan claramente profesión en el símbolo de la fe: «Creo en la Iglesia, una.» La Iglesia está constituida en su unidad por su misma naturaleza: es una, aunque las herejías intenten desgarrarla en varias sectas» (León XIII. E.P.S.12 n ° 547, 548, 549).

Así pues, es alejarse de la verdad divina imaginar una Iglesia que no se pudiese ver ni tocar, que no sería sino «espiritual» (pneumaticum), en la cual las numerosas comunidades cristianas, aunque divididas entre ellas por la fe, estarían sin embargo reunidas por un vínculo invisible.»


E1 Cuerpo Místico de Cristo se confunde con la Iglesia Católica. El Papa Pío XII lo afirma desde el comienzo de su encíclica: «Mystici corporis Christi quod est Ecclesia. La Iglesia es el Cuerpo Místico de Cristo.» Esta definición se corresponde con la respuesta que el Espíritu Santo inspiró a Juana de Arco (Mt X, -19-20): «La Iglesia y Cristo es todo uno.»

Pío XII lo ha recordado el 18 de agosto de 1950 en Humani generis «El Cuerpo Místico de Cristo y la Iglesia católica romana son una sola y misma cosa.» (E.P.S. n° 1282).


Fuera de la Iglesia no hay salvación «Lleno del Espíritu Santo», Pedro lo ha declarado ante el sanedrín: «Que sea conocido de todo el pueblo que no hay salvación en ningún otro (más que en Jesucristo), pues ningún otro nombre nos ha sido dado a los hombres bajo el cielo, por el cual debamos ser salvados» (Act. IV, 12). Y como, «Cristo y la Iglesia es todo uno», los fieles han expresado siempre su fe en esta doble verdad por medio del bien conocido axioma: «Fuera de la Iglesia no hay salvación». Lo que equivale a decir que nadie será salvado si no es por Jesucristo.

Esta verdad, al decir del Papa Gregorio XVI, es «un artículo de fe» y «uno de nuestros dogmas más importantes y más evidentes» (E.P.S. n° 157-160). Se remonta a los orígenes de la Iglesia y jamás ha dejado de ser creída y enseñada hasta el concilio Vaticano II.

«No os engañéis, decía ya el mártir Ignacio; el que se adhiere al autor de un cisma no obtendrá el reino de Dios» (E.P.S. n°158).

«Quienquiera que esté fuera del seno de la Iglesia católica, enseñan San Agustín y los obispos de Africa reunidos en el concilio de Cirta, por muy laudable que por lo demás aparezca su conducta, no gozará de la vida eterna, y la cólera de Dios permanece sobre él a causa del crimen de que se ha hecho culpable viviendo separado de Jesucristo » (E.P.S. n° 158).

«La Santa Iglesia universal enseña que Dios no puede ser adorado verdaderamente más que en su seno: afirma que todos los que están separados de Ella no se salvarán» (Gregorio el Grande. E.P.S. n° 158).

«No hay más que una sola Iglesia universal, fuera de la cual nadie absolutamente será salvado» (Inocencio III con el IV concilio de Letrán. E.P.S. n° 159).

«La fe nos obliga insistentemente a creer y a mantener una Iglesia Santa, Católica y Apostólica. Creemos en ella firmemente, la confesamos simplemente. Fuera de Ella no hay ni salvación, ni remisión de los pecados» (Bonifacio VIII. Unam Sanctam, 18 de noviembre de 1302).

«La Santa Iglesia Romana cree firmemente, profesa y predica, que ninguno de los que viven fuera de la Iglesia, no solamente los paganos, si no también los judíos, o los herejes, o lo cismáticos, pueden tener parte en la vida eterna, sino que irán al fuego eterno «preparado por el diablo y sus ángeles» (Mt XXV, 41), salvo si antes del fin de su vida se hubiesen integrado a la Iglesia (…). Nadie, por grandes que fuesen sus limosnas, aunque hubiese derramado su sangre por el nombre de Cristo, puede ser salvado sino permanece en el seno y en la unidad de la Iglesia Católica» (Concilio de Florencia Decreto para los Jacobitas. Dumeige n° 440).

Hay que tener como articulo de fe que nadie puede ser salvado fuera de la Iglesia Romana Apostólica, que Ella es la única arca de salvación: el que no ha entrado en Ella perecerá por el diluvio» (Pío IX. Dumeige n° 440).

«Entre las cosas que la Iglesia ha predicado siempre y no dejará de enseñar, está también esta declaración infalible en la que se dice que no hay salvación fuera de la Iglesia» (Carta del Santo Oficio al arzobispo de Boston. E.P.S. n° 1256).

Terminaremos este repaso de la doctrina católica sobre la necesidad absoluta de pertenecer a la Iglesia Católica para salvarse, por este pasaje de la carta que el Papa Pío IX dirigía, el 10 de agosto de 1863, al episcopado italiano: «Queridos hijos y venerables hermanos, Nos debemos de nuevo recordar y censurar el muy grave error en el que desgraciadamente se encuentran algunos católicos que adoptan la creencia de que las personas que viven en los errores y fuera de la verdadera fe y de la unidad católica pueden alcanzar la vida eterna. Esto es perfectamente contrario a la doctrina católica» (E.P.S. n.242).


Todos los que están fuera de la única Iglesia de Cristo se condenarán? «Los que ignoran de manera invencible nuestra muy santa religión y que, observando con cuidado la ley natural y sus preceptos grabados por Dios en el corazón de todos, y dispuestos a obedecer a Dios, llevan una vida honrada y recta, pueden, con ayuda de la luz y de la gracia divinas conseguir la vida eterna; pues Dios que ve perfectamente, escruta y conoce los espíritus, las almas, los pensamientos y las costumbres de todos, no permite, en su soberana bondad y clemencia, que el que no es culpable de falta voluntaria, sea castigado por los suplicios eternos») (Pío IX. E.P.S. n ° 242).

Se trata de los que están en el error de buena fe y que, al mismo tiempo, están «dispuestos a obedecer a Dios». Son estas buenas disposiciones, este deseo, los que les orientan inconscientemente hacia la única Iglesia de Cristo y los que pueden procurarles la salvación por Ella. Sin duda, no piden el bautismo, pero únicamente porque ignoran de buena fe que Dios lo exige (Jn. III, 5); de otra forma, dispuestos a obedecerle, lo pedirían.

Hacia el final de su encíclica sobre el Cuerpo Místico, Pío XII dice lo siguiente de esta clase de creyentes: «Por un cierto deseo y anhelo inconsciente, se encuentran ordenados al Cuerpo Místico del Redentor».

Entonces, aquéllos de entre ellos que consigan su salvación, lo harán por la única Iglesia de Cristo. Tal es la doctrina católica. Pío XII, como verdadero Pastor, no dejaba de advertir a estos «católicos de deseo» que se encuentran en «un estado en el que nadie puede estar seguro de su salvación eterna (…) pues aunque ordenados al Cuerpo Místico del Redentor, están privados de tantos y de tan grandes socorros y favores celestiales de los que sólo se puede gozar en la Iglesia Católica.» (E.P.S. n° 1104).




Doctrina del Vaticano II



La doctrina del Vaticano II explicitada por su intérprete más autorizado, Juan Pablo II, está en oposición con la doctrina católica más tradicional. Se resume en esta afirmación de Lumen Gentium: «La única Iglesia de Cristo, como sociedad constituida y organizada en este mundo subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y los obispos en comunión con El» (Ch. 1, n° 8).

Para darse cuenta de que esta concepción nueva de la Iglesia manifiesta una ruptura radical con la fe católica, hay que comprender esto:


Mientras para toda la tradición católica hay una identidad entre «la única Iglesia de Cristo que es su Cuerpo Místico» y «la sociedad constituida y organizada en este mundo, gobernada por el sucesor de Pedro y los obispos en comunión con El», que es la Iglesia católica, para los hombres del Vaticano II, esta identidad no existe. Ciertamente, ellos ven y proclaman todavía que «la única Iglesia de Cristo subsiste en la Iglesia constituida y organizada en este mundo.» Pero «esta Iglesia constituida y organizada en este mundo» no es «la única Iglesia de Cristo», puesto que «numerosos elementos de santificación y de verdad subsisten fuera de su esfera.» (Lumen Gentium)

Sin duda, los hombres del Vaticano II reconocen que la «única Iglesia de Cristo» engloba «la sociedad constituida y organizada en este mundo», pero desbordándola muy ampliamente. La «única Iglesia de Cristo», no se confunde con ella.

El «espíritu» del nuevo Pentecostés, que ha producido la nueva iglesia, ha permitido a los hombres del Vaticano II descubrir lo que hasta ahora había escapado a todos, comprendidos los Apóstoles: la «única Iglesia de Cristo», aunque subsistiendo en la «sociedad constituida y organizada en este mundo», la Iglesia Romana, extiende su presencia mucho más allá de las fronteras de ésta. De ahora en adelante todas las sociedades que nuestros Padres llamaban sectas, son Iglesias. Todavía separadas de «la sociedad constituida y organizada en este mundo», pero perteneciendo realmente a la «única Iglesia de Cristo». En efecto, precisaba Juan Pablo II a la Curia Romana el 28 de junio de 1980: «Las diferentes comunidades eclesiales (cismáticas, heréticas y no cristianas) constituyen esferas que pertenecen a la Iglesia como pueblo de Dios.» He aquí la razón por la cual había podido afirmar el 21 de mayo precedente: «podemos decir que estamos llenos de una particular esperanza de salvación para aquéllos que no pertenecen al organismo visible de la Iglesia.»

La nueva visión de los hombres de la nueva iglesia ya les había permitido descubrir que «numerosos elementos de santificación y de verdad» se encuentran fuera de la estructura de la Iglesia.

En resumen, para los hombres del Vaticano II, a pesar de algunas expresiones aparentemente contrarias, «Mystice corporis Christi non est Ecclesia catholica sed subsistit in Ecclesia Catholica. El Cuerpo Místico de Cristo subsiste en la Iglesia Católica, pero no es la Iglesia Católica».

Todos los errores que vamos a aportar sobre este tema, se desprenden de esta nueva visión de la Iglesia, que no es católica.

«El espíritu de Cristo no rechaza servirse de otras Iglesias y comunidades eclesiales separadas, como medios de salvación » (Pablo VI, Decreto Unitatis redintegratio, cap. I, n° 3).

«La firmeza de la creencia de los miembros de las religiones no cristianas es a veces un efecto del Espíritu de verdad que actúa más allá de las fronteras visibles del Cuerpo Místico» (Juan Pablo II, Enc. Redemptor Hominis).

«El Espíritu Santo, incluso está misteriosamente presente en las religiones y las culturas no cristianas (…) Del Espíritu Santo se podría decir: «Cada una tiene su parte de El, todos, le tienen todo entero», tan inagotable es su generosidad» (Juan Pablo II. Discurso al Congreso Internacional de Pneumatología, 26 de marzo de 1982).

«Los musulmanes son nuestros hermanos en la fe en el Dios único» (Juan Pablo II, Discurso a los musulmanes, 31 de mayo de 1980).





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Conclusión de la tercera parte



Acabamos de demostrar que, sobre la libertad religiosa, sobre el Sacrificio de la Misa, sobre la naturaleza de la Iglesia y la salvación de las almas, la doctrina del Vaticano II es nueva, tanto en la formulación como en el contenido.

También sobre muchos otros puntos, los Pontífices del Vaticano II tienen una enseñanza que una conciencia católica no puede admitir. No pudiendo presentar aquí todos estos errores, nos contentaremos con señalar, para aquéllos de nuestros lectores que quieran conocer más sobre la heterodoxia de la nueva iglesia, las obras siguientes, editadas por la Sociedad Santo Tomás de Aquino: «Lettre á quelques évéques sur la situation de la Sainte Eglise et Mémoire sur certaines erreurs actuelles» —Carta a algunos obispos sobre la situación de la Santa Iglesia y Memoria de los errores actuales—, así como dos folletos del R.P. Louis-Marie de Bligniéres, «Jean-Paul II et la doctrine catholique» «Juan Pablo II y la doctrina católica» (1981) y «L’enseignement de Jean-Paul II» «La enseñanza de Juan Pablo II» (1983)13. Encontrarán en ellos una nomenclatura impresionante, aunque no exhaustiva, de los errores enseñados por el jefe de la nueva iglesia.



IV - LOS PAPAS DEL VATICANO II, ¿SON VERDADERAMENTE PAPAS?



Antes de sacar las conclusiones que se desprenden de nuestras explicaciones, tenemos que hablar de la eventualidad de un Papa modernista y de la necesidad de colocarse en el plano de la fe para distinguir los falsos, de los verdaderos pastores.


Eventualidad de un Papa modernista


Nos gusta pensar que Dios no permitirá jamás que ocurra semejante desgracia, pues si un modernista ocupase la Santa Sede, sería horrible para la Iglesia. En efecto, poseyendo el poder supremo y haciendo el cambio por medio de expresiones ortodoxas vaciadas de su acepción católica —conocemos la duplicidad de los modernistas— pronto habría arrastrado al error, no a la Iglesia, la fe nos impide pensarlo, sino a la mayoría de los obispos y de los fieles.

Pero puesto que el Papa no está confirmado en la gracia y puede caer en cualquier pecado, ¿por qué razón no podría dejarse captar por este sistema? ¿por qué razón una persona contaminada por el modernismo no podría acceder al soberano pontificado? La gravedad de las consecuencias de esta eventualidad es tal, que no se puede, sobre todo en nuestra época, dejar de estudiar esta cuestión.

¿Por qué en nuestra época? Porque este sistema, desenmascarado por San Pío X, no ha cesado jamás de desarrollarse insidiosamente entre los intelectuales —teólogos, profesores de seminarios y de facultades—, es decir, entre el clero del que procede la mayoría de los obispos, cardenales y por lo tanto «papabili». San Pío X ya decía: «Los artífices del error se esconden en el seno mismo y en el corazón de la Iglesia.» Y denunciaba el «gran número de católicos laicos y, lo que es más de lamentar, de sacerdotes que, bajo capa de amor a la Iglesia, absolutamente cortos en filosofía y en teología serias y al contrario, impregnados hasta el tuétano de un venenoso error extraído de los adversarios de la fe católica14, se presentan, despreciando toda modestia, como renovadores de la Iglesia» (Enc. Pascendi Dominici gregis).

Sí, a no dudar, si sucediese esta desgracia, constituiría para los fieles una prueba más peligrosa que una persecución sangrienta. Esta no hace nunca más que mártires, mientras que la otra engendra apóstatas. Sin embargo, no dejemos de recordar, pues es un dogma de nuestra fe, que a menos que nosotros nos expongamos por nosotros mismos a un peligro, Dios no permite jamás que seamos tentados más allá de nuestras fuerzas. Siempre, con la prueba que permite y cualquiera que sea ésta, El da gracias sobreabundantes para que aquellos que lo deseen puedan superarla y sacar provecho de ella.

A la luz de la fe se distingue a los verdaderos pastores de los falsos

«Por sus frutos los conoceréis».

Todo el mundo puede ver los frutos que son cosas sensibles; no hace falta para esto tener la fe católica. Así, los protestantes han notado inmediatamente que en el nuevo rito de la misa, Pablo VI había abandonado la noción de sacrificio propiciatorio.

Por el contrario, para juzgar a los que dan estos frutos, la fe católica es indispensable. Los fieles juzgan instintivamente, es el instinto de fe el que los guía. Pero no pueden justificarlo sino a la luz de la fe, pues las realidades sobrenaturales son de este orden.

Cuando, respecto al «derecho para todo hombre a la libertad civil en materia religiosa», Pablo VI proclama una doctrina que está en oposición de contradicción con la doctrina infalible enseñada hasta entonces, es la fe teologal la que fuerza al católico a rechazarla como nueva y falsa. Con este mismo acto, se afirma implícitamente que Pablo VI, que se ha atrevido a enseñar este error, no podía ser el Papa. Esta verdad, «Pablo VI no puede ser el Papa», jamás ha sido revelada por Dios. El fiel la percibe a la luz de la fe y no puede dudar de ella, sin poner en duda el dogma de la infalibilidad personal del Papa.

De la misma manera y por la misma razón, cuando la fe teologal obliga a los fieles a rechazar las novedades que se les enseña sobre la Santa Misa, sobre la salvación de las almas o sobre otra verdad, afirman con este rechazo que los pastores que intentan imponérselas son falsos pastores. Esta verdad, «Juan Pablo II y los obispos que imponen estas novedades son falsos pastores», no ha sido revelada por Dios. Pero como es a la luz de la fe, a la que los fieles ven que las novedades deben ser rechazadas, es a esta misma luz con la que ven que los que las enseñan son falsos pastores.


¿Pablo VI y sus sucesores son Papas?

Afirmar que los Papas del Vaticano II son falsos pastores o «anticristos», es afirmar que ya no son papas. Habiendo sido regularmente elegidos, si han perdido el papado es que han cometido un pecado formal de herejía o de cisma, únicos pecados que hacen perder toda jurisdicción, comprendida la del papado. Pero, se dirá, admitiendo que la nueva doctrina contradiga la doctrina verdadera anterior, ¿con qué derecho se pasa de la observación de una contradicción material, es decir de un error objetivo, a un pecado subjetivo de herejía, antes de que los que tienen autoridad para hacerlo hayan juzgado, o por lo menos interrogado al pretendido hereje?

¿Acaso tengo por meta agradar a los hombres? Si quisiese agradar a los hombres no sería servidor de Cristo” (S Pablo a los Gál. I, l0).

Lo hemos dicho, a la luz de la fe los fieles rechazan instintivamente las doctrinas que están en oposición de contradicción con la doctrina infalible anterior, y es a la misma luz de la fe con la que sacan la conclusión de que Pablo VI, que las ha promulgado, y sus sucesores, que se obstinan en imponerlas, no pueden ser Papas.

¿Por qué razón? Porque, siendo infalible el Papa en su función de doctor universal, no puede enseñar oficialmente el error a la Iglesia. Ahora bien, Pablo VI ha enseñado, y sus sucesores continúan enseñando oficialmente errores. Luego, debemos afirmarlo, Pablo VI y sus sucesores no son Papas.

Cuando cualquiera se equivoca, incluso el Papa como doctor privado, siempre se debe suponer su buena fe y excusarle a priori del pecado formal de herejía. Cuando se trata del Papa enseñando oficialmente el error, como lo hemos explicado más arriba (ver pág. 6), esta suposición sería absurda y sacrílega, sería acusar a Cristo de infidelidad.

La conclusión que se desprende de los hechos que hemos recordado y del juicio que debemos emitir sobre ellos, es que Pablo VI y sus sucesores han perdido su jurisdicción y son falsos pastores.

Todo observador objetivo estará de acuerdo en que sus enseñanzas plantean un problema a la conciencia católica. Lo hemos demostrado, sobre cuestiones de fe tan fundamentales como la libertad religiosa, la naturaleza del Santo Sacrificio de la Misa, la de la única Iglesia de Cristo, la necesidad absoluta de pertenecer a Ella para salvarse, su enseñanza ya no es la de la Iglesia católica; incluso algunas veces está en oposición de contradicción con la de la tradición hasta el punto que ha habido que proceder, no solamente a una renovación completa del material litúrgico, de los catecismos y de todos los manuales de enseñanza, sino también a una refundición de las constituciones de todas las órdenes religiosas y a un reciclaje de todo el clero.

Según todas las apariencias, esta enseñanza es dada por el magisterio oficial de la Iglesia, el papa reinante, para ejecutar las decisiones de un concilio ecuménico. Los católicos deberían aceptarla sin vacilar, recordando las palabras de Jesús: «El que os escucha, a Mí me escucha; el que os desprecia, a Mí me desprecia.»

Pero, y ahí se sitúa para los católicos el drama de conciencia, aceptar lealmente lo que se les propone, aceptarlo por un asentimiento interior de fe, como se debe hacer con toda enseñanza del magisterio, los católicos no lo pueden hacer sin rechazar lo que les ha sido enseñado hasta entonces sobre esas mismas verdades. Se encuentran en la misma situación que los cristianos de Galacia a quienes se quería imponer un nuevo Evangelio.

Ahora bien, no hay y no puede haber un «nuevo Evangelio». Entonces, ¿qué hacer?

La respuesta que el Espíritu Santo da a los Gálatas por medio del apóstol Pablo es formal: hay que declarar anatemas a los responsables de una tal reforma que no es católica.

Sí, pero, dirán algunos ¿se ha pensado que en esta circunstancia se trata, aparentemente al menos, de un concilio ecuménico, es decir, del Papa y de todos los obispos reunidos con El?

El Espíritu Santo que ha previsto el Vaticano II, ha dado en la epístola a los Gálatas (I, 8-9) la solución de este problema. «Pero si nosotros mismos, si un ángel del cielo os anunciara un Evangelio diferente del que os hemos anunciado, que sea anatema.» Este texto debe entenderse en el sentido en el cual lo han entendido siempre los Padres de la Iglesia.

He aquí el comentario que hace de él San Vicente de Lérins en su «Commonitorium»: «Pero, ¿por qué Pablo dice incluso si nosotros y no yo? Porque quiere decir que incluso si Pedro, incluso si Pablo, incluso si Juan, incluso si el coro entero de los apóstoles os evangelizase de otra manera a como nosotros os hemos evangelizado serían anatemas (…) Para afirmar la fidelidad a la fe primitiva no se exceptúa ni a sí mismo, ni a los otros apóstoles. Insiste: incluso si un ángel del cielo… no es que los ángeles del cielo puedan pecar, pero quiere decir: si sucediese lo que no puede producirse, quien quiera que fuese el que intentase modificar la fe recibida, sería anatema.»

Previendo una objeción: «Pero, ¿acaso no habrá hablado Pablo a la ligera, más como hombre apasionado que como escritor inspirado?» San Vicente la refuta: ¡De ninguna manera! Pablo prosigue y repite con insistencia, para que el lector se penetre de ello: «Como ya lo he dicho, lo digo una vez más: Si alguno os anuncia un Evangelio diferente de aquel que habéis recibido, sea anatema».

El sabía que para evitar obrar y comprometerse por la fe, los pusilánimes buscarán siempre minimizar las exigencias de la doctrina. Por ello se adelanta a su pregunta: «Pero, ¿si Pablo ordena anatematizar a cualquiera que predique otro Evangelio distinto al suyo, acaso su orden no debe aplicarse ya en nuestros días?» «Entonces, dice ¿lo que escribe en su carta a los Gálatas no estaba prescrito sino para aquel tiempo y ya no vale nada ahora? ¡De ninguna manera!» Y añade: «Pero si es peligroso e impío suponer tales cosas, hay que admitir que, así como estos preceptos de orden moral se aplican a todas las épocas, de la misma manera las leyes que prohiben modificar el contenido de la fe son válidas para todos los tiempos. Pues jamás ha sido permitido, no lo es y no lo será jamás, predicar a los cristianos católicos otra cosa más que la doctrina recibida. Siempre ha sido, es y será necesario, anatematizar a los que anuncian otra cosa que no sea la doctrina recibida» (Colección Les Ecrits des Saints, pág. 57).

He aquí lo que está claro. Según San Pablo, los responsables del Vaticano II que, hace más de veinte años, se esfuerzan en cambiar nuestras creencias, las que hemos recibido de nuestros Padres en la fe, sobre la libertad religiosa, sobre la naturaleza del Santo Sacrificio de la Misa, sobre la única Iglesia de Cristo, sobre la necesidad absoluta de pertenecer a ella para salvarse, deben ser declarados «anatemas», separados de Cristo y de su Iglesia.

Quiera el lector observar que esta condenación ordenada por el Apóstol coincide perfectamente con las reglas que el Maestro ha dejado a los suyos para que consigan su salvación (véase más arriba pág. y siguientes) y confirma el razonamiento de la fe que hemos hecho.

Los frutos del Vaticano II nos obligan a sacar la conclusión de que el concilio que les ha producido no era un «buen árbol». Así mismo, los «pastores» que han promulgado y los que predican la doctrina de este concilio no son «malos» pastores «que predican y no hacen lo que dicen», son «falsos» pastores. Las ovejas que no reconocen la voz de su Maestro les huyen instintivamente. Esta reacción normal suscitada por el «instinto de fe» está corroborado por el razonamiento de la fe: los Papas del Vaticano II han perdido el papado.


¿Que hay que entender por esto?

Estamos en una situación sin precedentes en toda la historia de la Iglesia. Por primera vez en veinte siglos vemos «la abominación de la desolación, predicha por el profeta Daniel, reinar en el lugar santo», lo que, según san Jerónimo, puede aplicarse «a la corrupción del dogma en la Iglesia. Omne dogma perversum in loco sancto, hoc est in Ecclesia» (Comentario sobre Mt. XXIV. 15 en el Breviario Romano, Lectura VIII para el último domingo después de Pentecostés).

Ciertamente, desde el origen y a lo largo de los siglos, para pervertir los dogmas católicos el demonio no ha cesado jamás de suscitar herejes, hasta entre los obispos. Sin embargo, jamás había logrado servirse de un papa para su tarea sacrílega. De tal manera que la perversión del dogma no se ha hecho jamás en la Iglesia, sino fuera de Ella, puesto que siempre los herejes eran expulsados de su seno. En nuestros días, habiendo conseguido coger en sus redes al ocupante de la Santa Sede y sirviéndose de él para cambiar la fe, es en la Iglesia donde se realiza la corrupción de la doctrina. «La abominación de la desolación reina en el lugar santo».

Esta situación sin precedentes hace que no exista palabra para designar la novedad.

Diremos pues que los papas del Vaticano II son unos papas sin Papado. Expliquémonos.

Todos han sido elegidos por los que tenían poder para escogerlos. Para el mundo y para la mayoría de los católicos, son los ocupantes titulares de la Sede de Pedro. Normalmente se debería reconocer, y el mundo reconoce en ellos, a los auténticos Papas.

Ahora bien, es un hecho respecto a la fe, que no tienen derecho a imponer sus novedades. Si no tienen el derecho, es que no tienen autoridad, es que Dios no nos habla por su boca. Pues si Dios nos hablase por ellos, si esos papas tuviesen la autoridad pontificia, tendrían el derecho de enseñárnoslas e imponérnoslas.

Cuando se sabe que el Papa no se distingue de los otros obispos más que por la jurisdicción episcopal que El posee sobre toda la Iglesia, nos podemos preguntar qué les queda del papado si están desprovistos de lo que lo constituye.

Les queda el haber sido regularmente elegidos por los cardenales y el ocupar de hecho la sede de Roma. (Jurídicamente, la Santa Sede no está vacante).

Cuando su ocupante posee todo lo que hace falta para ser un verdadero sucesor de Pedro se dice que es formalmente Papa. A los papas del Vaticano II, que ocupan la Sede de Roma sin la investidura de Cristo que da al elegido la autoridad pontificia, ¿cómo hay que llamarlos? Ciertos teólogos dicen que son papas materialiter.

Poco importa la palabra, con tal de que precise lo mejor posible la realidad, la realidad es que los papas del Vaticano II no tienen la autoridad apostólica, no tienen ningún poder en la Iglesia, incontestablemente Cristo no está con ellos.

***


ANEXO

Bula Auctorem Fidei (28 de Agosto de 1794) del papa Pío VI; condenando el sínodo de Pistoya.


(Los antiguos doctores) «conocían la capacidad de los innovadores en el arte de engañar. Para no ofuscar los oídos católicos, buscan los entretejidos de sus tortuosas maniobras por medio de maneras de hablar engañosas, de manera que por la elección de los términos, el error se inscriba de forma más suave en las almas y que la verdad, una vez corrompida por ligeros cambios y adiciones, haga que la confesión de la fe, fuente de salvación, conduzca por una vuelta sutil a la muerte.

«Esta manera de proceder camuflada y mentirosa es viciosa en cualquier modo de expresión que se dé. A mayor razón es imposible tolerarla en un sínodo15 cuya gloria principal consiste precisamente en enseñar con limpidez la verdad, excluyendo todo peligro de error.

«Además, si hay un pecado en ello no podría disculparse, como vemos que lo hacen bajo el falacioso pretexto de que las afirmaciones de un pasaje que se presentan como chocantes, son desarrolladas en otros momentos de manera ortodoxa y hasta en otras ocasiones se vuelven a encontrar debidamente corregidas; como si precisamente esta posibilidad de afirmar y de negar, o de poner al gusto de cada uno —lo que fue siempre la fraudulenta astucia de los innovadores para consolidar el error— tuviese una eficacia no solamente para promover el error, sino también para excusarlo.

«O bien, como si, sobre todo para los simples fieles que eventualmente conocerían tal o cual parte de las conclusiones expuestas para todos en lengua vulgar, hubiese siempre obligación urgente de presentar los otros pasajes. O también, como si estos mismos fieles tuviesen, examinándolos, la capacidad suficiente de juzgar por sí mismos alejando toda confusión y evitando todo peligro de error. Un artificio muy vituperable para la insinuación del error doctrinal, es el que ya denunció nuestro predecesor San Celestino descubriéndolo en los escritos de Nestorio, obispo de Constantinopla, y que puso en evidencia para reprobarle con la mayor severidad. Este impostor fue sorprendido y confundido una vez examinados con cuidado sus textos, mientras se debatía en un torrente de palabras, mezclando cosas verdaderas con otras oscuras, confundiendo cuando la ocasión se presentaba unas y otras, de manera que podía además confesar cosas negadas y poseer una base para negar las proposiciones confesadas.

«Para sacar a la luz del día semejantes engaños, renovados con cierta frecuencia en todas las épocas, no hay otro camino más que éste: cuando se trata de hacer visibles las expresiones que, bajo un velo de ambigüedad, encierran un error de sentido sospechoso o peligroso, hay que denunciar la significación perversa bajo la cual se camufla el error opuesto a la verdad católica.


***


Para comprender a Juan Pablo II

El principal maestro del pensamiento de Wojtyla es el filósofo alemán Max Scheler (1874-1928).

Cuando se le preguntó cómo se había desarrollado su pensamiento filosófico respondió: «He tenido en mi vida dos grandes deslumbramientos filosóficos, el tomismo primero, y después Scheler… Santo Tomás me proporcionó la respuesta a numerosos problemas que me interesaban. Después, Scheler ha hecho germinar en mí una verdadera dimensión de la persona como individuo y un método de investigación.» (Malinski, Mon ami Karol Wojtila – Mi amigo Karol Wojtyla pág. 140).

Y desde luego, a él le consagró su tesis (sostenida ante uno de los más célebres discípulos del filósofo, Ingarden). Algunos católicos polacos piensan que Wojtyla es «el maestro que ha sobrepasado definitivamente la filosofía moderna»
(E. Przywara).


Y de sus estudios sobre Scheler ha sacado «algo nuevo: una nueva manera de pensar, una nueva manera de abordar la realidad humana, la realidad del hombre» (Malinski, op. cit. pág. 123).

Algunos filósofos polacos se han opuesto a la recuperación del subjetivismo de Scheler por Wojtyla, y han sostenido que esta filosofía del hombre conducía al ateísmo.

Scheler no ha escapado de este peligro. Después de un período de catolicismo entusiasta, apostató y se hundió en el nietzcheísmo, proponiendo la abolición de toda religión y afirmando que el mundo no existe independientemente del espíritu humano. Antes de renegar de su fe, había escrito: «El fuego, la pasión por sobre-pasarse —que la meta sea un Superhombre o un Dios —es la única verdadera humanidad». Hasta la imprecisión de la meta («un Superhombre o un Dios») era bien característico de este pensamiento centrado sobre el hombre, ese hombre en el que veía «la revelación de Dios». A partir de entonces, ¿por qué no preferir el sueño de un «hombre total», sobrehumano y divinizado, al ideal cristiano? Scheler ha escogido contra Dios. Partiendo de un subjetivismo básico, no se puede llegar sino a un antropocentrismo panteísta16. Si el hombre es todo, Dios está en el hombre y el hombre es Dios. ¿No está aquí la llave del repugnante discurso a la UNESCO del 2 de junio de 1980? «Hay que considerar, hasta sus últimas consecuencias, e íntegramente, al hombre, como un valor particular y autónomo, como el sujeto portador de la transcendencia de la persona. Hay que afirmar al hombre por sí mismo y no por otro motivo: UNICAMENTE POR EL MISMO.»


La filosofía de Wojtyla no merecería por sí sola que nos interesásemos en ella sino fuese el fundamento de la teología de un hombre que se dice legítimo sucesor de Pedro. Como lo hemos demostrado, es sólo un personalismo un subjetivismo y un idealismo entre otros muchos.



Apremiante llamada a los lectores


Acaban de leer este estudio que demuestra que los papas postconciliares no pueden ser los Vicarios de Jesucristo. En efecto, dice Dom Gréa: «Pertenece a la esencia de tal Vicario que no sea sino una sola persona jerárquica con aquel al que representa… (El Papa). Jesucristo hecho visible, hablando y actuando en la Iglesia por el instrumento que se ha dado; pues Él se manifiesta por medio de su Vicario, habla por él, actúa y gobierna por él» (L’Eglise et sa divine constitucion p. 144). (La Iglesia y su divina constitución, pag. 144).
Sostener que los papas postconciliares son verdaderamente los Vicarios de Cristo es afirmar que todos los errores que hemos señalado han sido enseñados por Cristo. ¿Quién osaría sostener tal blasfemia?
La Iglesia católica vive actualmente un drama sin precedentes. La situación es tanto más trágica cuanto que la mayoría de los que podrían poner remedio a ella se obstinan en no verla tal como es.
Para ayudar a los fieles, en particular a los hombres de Iglesia a enterarse de ello, pido a todos los que lo puedan hacer, que me ayuden a difundir este estudio.
La edición original ha sido dirigida a todos los Obispos de habla francesa. Desearíamos enviar la presente edición a todos los obispos de habla española de Europa y de Hispanoamérica, así como a los sacerdotes, a los religiosos y a las religiosas.
Para esto, es necesario su ayuda.
Pueden encargarme ejemplares para distribuirlos, darme el nombre y la dirección de personas a las que conozcan que tengan necesidad de ser informadas sobre este problema, enviarme un donativo. Por muy modesto que sea, será bien recibido.
Por encima de todo, les pido que recen y hagan algunos sacrificios a fin de que Dios bendiga esta empresa.

Père N. Barbara.

1 No decimos «enseñar el error ex cathedra», lo que sería una suposición absurda con relación a la fe; decimos «en la forma ex cathedra» con las apariencias, la solemnidad de la enseñanza ex cathedra.
2 Leer Lc. XII, 32. Mt. IX, 36; XVIII, 12; XXVI, 31. Jn X, 27; XXI, 17.
3 Con excepción de los países del tercer mundo en los cuales las vocaciones son todavía relativamente numerosas.
4 Preguntándose cómo un Papa, cabeza de la Iglesia, podría separarse de ella y crear un cisma, Suárez responde que podría hacerlo «trastocando todos los ritos tradicionales». (Citado por Journet, L’EgJise du Verbe Incarné, T. II p. 804, nota 3.)
5 Tal es la significación del anillo pastoral que llevan.
6 Votando la colegialidad, los Padres conciliares sin duda, han realizado la palabra de Yahvé que ha dicho por boca de Isaías: «Yo les daré como jefes a niños, eunucos dominarán sobre ellos» (III, 4). Basta con abrir los ojos para darnos cuenta que los tenemos y todos son mitrados.
Para todos aquéllos que se esfuerzan en dar un sentido católico a los textos equívocos del Vaticano II, reproducimos en la página 48 del presente número las directrices del magisterio para un caso idéntico.
7 En Etre vrai, Hans Küng señala esta contradicción. Escribe: Basta con comparar el documento doctrinal autoritario de los años sesenta del pasado siglo, aparecido inmediatamente antes del Vaticano I —el Syllabus, o catálogo de los principales errores de nuestro tiempo, publicado por Pío IX en 1864— con los documentos doctrinales del Vaticano II de los años sesenta de nuestro siglo, para darse cuenta enseguida que únicamente por los métodos del totalitarismo de los partidos («pues ¡el partido siempre tiene razón!») se ha podido llegar a transformar todas las contradicciones en un desarrollo lógico. Ya no hay desarrollo posible cuando lo que se afirma es expresamente lo contrario. Es imposible ver en el asentimiento dado al progreso moderno, a las adquisiciones modernas de la libertad y a la cultura moderna por la constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo de hoy (1965), un desarrollo de la doctrina de 1864 que condena solemnemente la opinión según la cual «el papa podría y debería reconciliarse y pactar con el progreso, con el liberalismo y con la nueva cultura (civilitas)» (Denz 1780). Incluso la oposición habitual en la explicación del desarrollo dogmático entre explícito (expreso) e implícito (de manera inclusiva) puede ser invocado aquí. El asentimiento a la libertad de religión dado por el Vaticano II, no está ni explícita ni implícitamente contenido en la condenación de la libertad religiosa de Pío IX. Tampoco podemos esquivarnos diciendo que los tiempos han cambiado tanto que lo único que se ha querido condenar entonces fueron los excesos negativos de la libertad religiosa (y las adquisiciones modernas similares). Basta con leer las condenaciones mismas…» (pags 152-154).
8 Se trata de un estudio redactado por Monsieur l’abbé Bernard Lucien (N.D. de la Sainte Espérance à Couloutre 58200 Donzy), para reafirmar la confianza de los fieles que hubiesen podido inquietarse por «el reciente cambio de ciertos ardientes defensores de la Tradición católica». Nosotros utilizamos su texto con su benevolente autorización. Gracias le sean dadas por ello.
9 Para que puedan nuestros lectores tener todo el texto de M. l’abbé Lucien, damos el final en esta nota.
«Nos queda por señalar que la naturaleza del fundamento invocado para intentar justificar el «derecho» a la libertad religiosa no entra en la cuestión, no más que el problema de los límites para el ejercicio de este «derecho», límites que provienen de su inserción en el todo que constituye el «orden social justo». «Como fácilmente se comprende por el ejemplo español, lejos de poder limitar intrínsecamente la libertad religiosa, el «orden social justo» se mide (en lo que concierne al dominio religioso) por la presencia de esta libertad para todos y para todas las religiones; tal es la doctrina del Vaticano II, como lo prueba por sí solo el pasaje arriba citado y es también lo que Juan Pablo II ha reafirmado recientemente de la manera más explícita: «Un orden social justo requiere que todos —individualmente y en comunidad— puedan profesar sus convicciones religiosas al mismo tiempo que respetan las de los demás» (Mensaje en la Jornada de la Paz, lº de enero de 1988 D.C. n° 1953, pág. 2).
10 Es decir, su voluntad de ser fieles a su «iglesia» luterana que sigue negando los dogmas eucarísticos.
11 Thomas Cranmer, sacerdote infiel —se había casado en secreto con la sobrina de un luterano—, fue propuesto por Enrique VIII para la sede de Canterbury. Roma que ignoraba su situación le nombró y Cranmer llegó a ser arzobispo primado de Canterbury. Los anglicanos le consideran junto con Enrique VIII, como el autor principal de la Reforma en Inglaterra.
12 E.P.S. Las enseñanzas pontificias, presentadas por los monjes de Solesmes.
13 En la residencia del autor. Prieuré Saint-Thomas d’Aquin, Chémeré-Le-Roi 53340 Ballée. El primer folleto contiene el texto de una conferencia que fue registrada en cassette; puede solicitarse a la misma dirección.
14 En 1981, en los números 6 y 7 de nuestra revista, hemos publicado «Pour comprendre Jean-Paul II» Para comprender a Juan Pablo II (en nuestras oficinas están todavía disponibles, algunos ejemplares de una tirada, hecha aparte de este estudio. Edición francesa). Después del texto de San Pío X que acabamos de citar, nos parece oportuno reproducir lo que entonces decíamos de los maestros del pensamiento de Karol Wojtyla. Para no alargar esta nota, reproducimos estos pasajes el final de este estudio. (P.47)
15 O en un concilio, o en un papa, incluso polaco.
16 «El cristianismo es antropocéntrico precisamente porque es plenamente teocéntrico y simultáneamente, es teocéntrico gracias a su particular antropocentrismo» (Juan Pablo II, 29 de noviembre de 1980).

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