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sábado, 24 de julio de 2010

LEYENDA BÍBLICA DE LOS EVANGELIOS APÓCRIFOS MUSULMANES



LEYENDA BÍBLICA DE LOS EVANGELIOS APÓCRIFOS MUSULMANES
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Tenemos pocas referencias del extraño Evangelio Apócrifo Musulmán que ofrecemos a continuación. Proviene del Dicctionnaire des Apocryphes del Padre Migne, donde aparece en el segundo volumen, a modo de nota en el apartado dedicado al «Evangelio de la Infancia».
Al lector le corresponde juzgarlo.

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LEYENDA BÍBLICA DE LOS MUSULMANES

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Caminando Jesús un día, cerca del Mar Muerto, encontró un cadáver que yacía en tierra; rogándole sus discípulos que volviera a la vida ese vestigio de cuerpo humano. Jesús dirigió sus súplicas a Dios, luego fue hacia el cráneo y le dijo: «Reanímate, por voluntad de Dios, y cuéntanos lo que has encontrado en la tumba más allá de la muerte».
El cráneo volvió a tomar la forma de hombre viviente y dijo: «Sabe, oh profeta de Dios, que tomé un baño después de divertirme un día con mi mujer, hace ahora cuatro mil años, siendo atacado por una fiebre que durante siete días resistió todos los remedios. Al cuarto día me encontraba tan fatigado que todos mis miembros temblaban y mi lengua estaba pegada al paladar. Entonces el ángel de la muerte se me apareció bajo una figura espantosa: su cabeza llegaba hasta el cielo, mientras que sus pies tocaban la profundidad más remota de la tierra. Sostenía una espada con la mano derecha y una copa con la izquierda. Cerca de él habían otros dos ángeles que parecían ser sus servidores. Quise lanzar un grito que habría podido llegar a todos los habitantes del cielo y de la tierra, pero ellos se precipitaron sobre mí, me sujetaron la lengua y examinaron todas mis venas para hacer salir mi alma del cuerpo. Yo les dije: "Ángeles temibles, daría todo lo que poseo por conservar la vida". Pero uno de ellos me golpeó tan fuerte en la cara que mi
mandíbula quedó destrozada casi por completo; y me dijo: "¡Enemigo de Dios! Dios no acepta ningún rescate". Luego el ángel de la muerte levantó su espada por encima de mi cuello y me tendió la copa que debí vaciar hasta la última gota. Esta fue mi muerte.
Fui lavado, envuelto en un sudario y amortajado sin tener conocimiento. Cuando mi tumba estuvo cubierta de tierra, el alma volvió a mi cuerpo, y se apoderó de mi un gran espanto al encontrarme en la soledad. A continuación, vinieron dos ángeles con un pergamino y me recitaron todo lo que de bueno y malo había hecho durante mi vida, ordenándome firmarlo, atestiguando así la exactitud de su contenido. Cuando lo hube hecho, ataron esta hoja a mi cuello y me dejaron. Después aparecieron otros dos ángeles de un color azul negruzco, cada uno de ellos tenía en la mano una columna de fuego; si una brizna de este fuego cayese sobre la tierra, sería suficiente para incendiarla. Y me gritaron con voz parecida al trueno: "¿Quién es tu maestro?" El escalofrío me hizo perder la razón, y, tartamudeando, respondí: "Vosotros sois mis maestros", replicándome ellos: "Mientes, enemigo de Dios", dándome tal golpe con una de sus columnas que fui a caer a la séptima tierra. Cuando de nuevo me encontré en mi tumba dijeron: "Tierra, castiga a este hombre porque ha sido rebelde a su maestro".
Entonces la tierra hizo tal fuerza sobre mí que casi todos mis huesos fueron reducidos a polvo, y ella me dijo: "Enemigo de Dios, te odiaba cuando te paseabas sobre mi superficie, pero ahora que reposas en mi seno, me vengaré gracias a la potestad de Dios". Después los ángeles abrieron una puerta del infierno y dijeron: "Tomad un pecador que no creía en Dios y quemadle". Me ataron con una cadena de setenta varas de largo y me echaron en medio del infierno. Tantas veces como las llamas devoraban mi piel, recibía otra a fin de sufrir de nuevo el tormento de las quemaduras.
También padecía hambre, pero no recibía otro alimento más que el fruto apestado del árbol sukum, que no tan sólo aumentaba mi hambre, sino que me causaba una sed ardiente y crueles dolores por todo el cuerpo. Si pedía agua, me la daban hirviendo y me clavaban con tal fuerza en la boca el extremo de la cadena que me ataba manos y pies, que me salía por la espalda».
Cuando Jesús oyó estas palabras, lloró de compasión y ordenó a la cabeza de muerto describir con más detalle el Infierno; dijo la cabeza: «Sabe, profeta de Dios, que el infierno está constituido por siete pisos uno encima del otro. El piso superior es para los hipócritas, el segundo es para los judíos, el tercero para los cristianos, el cuarto para los magos, el quinto para quienes llaman mentirosos a los profetas, el sexto para los adoradores de los ídolos y el séptimo para los pecadores perteneciente al pueblo de Mahoma, profeta que debe aparecer en un tiempo más alejado. La estancia en este último es la menos atormentada de todas, y esos pecadores serán un día puestos de nuevo en libertad por la plegaria de Mahoma. Pero en los restantes, los tormentos de los pecadores son tan grandes, que si tu los vieses, oh profeta de Dios, derramarías lágrimas de piedad, llorando como una madre que ha perdido a su único hijo. El exterior del infierno es de cobre y el interior de plomo. El lugar es un suplicio creado por la cólera del
Todopoderoso. De todas partes sale fuego que no emite luz alguna, sino que es negro y derrama un humo espeso y pestilente; este fuego está alimentado con hombres y figuras de ídolos».
Jesús lloró largo rato y luego preguntó al cráneo, a qué raza había pertenecido durante su vida. Le respondió: «Desciendo del profeta Elías» - «¿Qué desearías ahora?» - «Que Dios me llamara de nuevo a la vida, a fin de que pudiese servirle con todo mi corazón, para hacerme digno del Paraíso».
Jesús dirigió su plegaria a Dios y dijo: «Señor, tú conoces a este hombre y a mí mejor de lo que nos conocemos a nosotros mismos, tú eres Todopoderoso». Y Dios le contestó: «Esto que él desea, desde hace tiempo yo ya lo había decidido; como que ha hecho muchos méritos y, sobre todo, se ha mostrado muy caritativo para con los pobres, volverá al mundo gracias a tu intervención, y si me sirve fielmente, todos sus pecados le serán perdonados». Entonces Jesús llamó al cráneo y le dijo: «Vuelve a ser un hombre perfecto por la potestad de Dios». Apenas hubo pronunciado estas palabras, se levantó un hombre, de apariencia aún más brillante que en su vida pasada, que dijo: «Yo soy testigo de que no hay más que un Dios, que Moisés hablaba con Dios, que Isaías es el espíritu y la palabra de Dios y que Mahoma será el último enviado de Dios. Reconozco que la resurrección es tan cierta como la muerte y que el infierno y el cielo existen realmente».
Este hombre después de su resurrección vivió sesenta y seis años, pasó los días ayunando y las noches rezando, y hasta su muerte no se desvió ni por un instante del servicio del Señor.
Cuantos más milagros hacía Jesús ante los ojos del pueblo, más crecía la incredulidad de los judíos, pues todo aquello que no podían comprender, lo miraban como efectos de la magia, en lugar de ver en ello el signo de la misión de Dios. Incluso los mismos doce apóstoles, a los que él había elegido a fin de expandir su doctrina, no eran de fe inquebrantable, y un día le pidieron hiciera descender del cielo una mesa de alimentos. «Tendréis una mesa», respondió una voz que venía del cielo, «pero aquel que después se mantenga en su incredulidad, recibirá un duro castigo».
Entonces descendieron dos nubes llevando una mesa de oro sobre la que había una bandeja de plata cubierta. Muchos de los israelitas que estaban presentes dijeron entre ellos: «Ved como el mago ha inventado un nuevo prestigio». De inmediato se convirtieron en cerdos. Cuando Jesús lo vio, oró diciendo: «Señor, haz que esta mesa sirva para curarnos y no para condenarnos». Y dijo luego a los apóstoles: «Que el más eminente de entre vosotros se levante y descubra el plato». Pero Simón, el más anciano de ellos, dijo: «Señor, tú eres el más digno de ver primero los platos del cielo». Entonces Jesús se lavó las manos, levantó la tapa y dijo: «En el nombre de Dios»; y apareció un pescado sin aletas ni escamas, que desprendía un olor suave como los frutos del paraíso. Alrededor del pescado habían cinco panecillos y por encima de él, sal, pimienta y otras especias. Simón preguntó: «Espíritu de Dios, ¿estos manjares son de este mundo o del
otro?». Jesús contestó: «¿Acaso tanto un mundo como el otro, así como todo lo que encierran, no son obra de Dios? Gozad con el corazón agradecido de las cosas que el Señor os da y no preguntéis de donde vienen; y que no os parezca suficientemente maravillosa la aparición de este pescado, pues aún veréis una maravilla mayor». Se dirigió al pez y le dijo: «Vive por la voluntad del Señor», y el pescado empezó a moverse, con lo que los apóstoles, sobrecogidos de espanto, echaron a correr; pero Jesús les volvió a llamar diciendo: «¿Porqué huís ante aquello que deseáis?». Y dijo al pescado: «Que seas como antes eras». Y al punto el pescado quedó asado y en el estado que presentaba al descender del cielo. Los apóstoles rogaron a Jesús que comiera el primero, pero les dijo: «Yo no lo he deseado; que ahora coma de él aquel que lo haya deseado». Como se negaran los apóstoles a comer de él, ya que creían que su petición no estaba exenta de pecado, Jesús llamó a los a muchos ancianos, mudos, enfermos, ciegos y cojos, y les invitó a comer del pescado. Mil trescientos vinieron a comer de este pescado, pero así como un pedazo era cortado, al instante era repuesto, de suerte que el pescado permanecía entero como si nadie lo hubiese tocado. Además, los invitados no tan sólo quedaron saciados, sino que fueron curados de todas sus enfermedades. Los viejos fueron rejuvenecidos, los ciegos recuperaron la vista, los sordos el oído, los mudos la palabra y los cojos sus pies. Cuando los apóstoles vieron estos casos se arrepintieron de no haber comido del pescado.
Cuando por segunda vez, por orden de Jesús, una mesa semejante descendió del cielo, todo el pueblo, ricos y pobres, jóvenes y viejos, sanos y enfermos, acudieron a participar de los manjares de la mesa celeste; lo que duró cuarenta días: al despuntar el alba, la mesa, transportada por unas nubes, descendía en presencia de los hijos de Israel, y antes de ponerse el sol, volvía a elevarse y desaparecer entre las nubes. Sin embargo como mucha gente dudara que realmente hubiese descendido del cielo, Jesús no oró más para que volviera y amenazó a los incrédulos con el castigo del Señor. Pero fue destruida toda duda del corazón de los apóstoles sobre la misión de su Señor, y recorrieron toda Palestina, ya sea solos o acompañándole, predicando la fe en Dios y en Cristo, su profeta, y, en conformidad con la nueva revelación, permitiendo el uso de muchos alimentos que estaban prohibidos a los hijos de Israel.
Pero cuando Jesús quiso enviarles a otros países para enseñar el Evangelio, se excusaron debido a su ignorancia de las lenguas extranjeras. Jesús se quejó ante el Señor de su falta de docilidad, y he aquí al día siguiente habían olvidado su propio lenguaje, y cada uno de ellos solo podía hablar la lengua del pueblo al que Jesús quería enviarlo, por lo que ya no tenían ningún motivo para no cumplir sus órdenes.
Pero mientras que en el extranjero la verdadera fe encontraba muchos partidarios, iba el aumento el odio a Jesús de los hijos de Israel, y sobre todo de los patriarcas y jefes del pueblo, hasta que, finalmente, cuando tenía treinta y tres años, decidieron quitarle la vida. Pero Dios desbarató todas sus artimañas, y lo elevó hacia él en el cielo, mientras que otro, a quien Dios había dotado de un parecido perfecto con Jesús, fue muerto en su lugar.
Las circunstancias de los últimos momentos de este profeta son explicadas de diversas maneras por los sabios espíritus en las tradiciones. En su mayoría cuentan, al respecto, lo siguiente: Los judíos detuvieron a Jesús y sus discípulos la tarde de la fiesta de Pascua y los encerraron juntos en una casa, con la intención de juzgar públicamente a Jesús a la mañana siguiente. Pero Dios le habló de la siguiente manera: «Debes recibir la muerte por mi causa, pero también debes elevarte hacia mí y ser liberado del poder de los infieles». Jesús retuvo su aliento y permaneció durante tres horas como muerto. A la cuarta hora se le apareció el ángel Gabriel y se lo llevó al cielo por una ventana, sin que lo viera nadie. Pero un judío incrédulo, que se había colocado dentro de la casa para vigilar a Jesús, a fin de impedir que se escapara, se le parecía tanto que los mismos apóstoles le tomaron por su profeta; apenas llegado el nuevo día, fue apaleado por los judíos y llevado por las calles de Jerusalén. Todo el pueblo corría detrás de él gritando: «Tú que puedes resucitar a los muertos, ¿por qué no rompes tus ataduras?». Muchos le golpeaban con ramas espinosas, otros le escupían en la cara, hasta que llegó al lugar de las ejecuciones donde fue crucificado, sin que nadie pensase que no era el Cristo.
Pero como María estaba a punto de sucumbir al dolor que le causaba la muerte ignominiosa de su hijo, Jesús, bajando del cielo, de le apareció y le dijo: «No te aflijas a causa de mí, Dios me ha elevado hacia él, y en el día de la resurrección nos reuniremos. Consuela a mis apóstoles y diles que dispongo de un lugar afortunado en el cielo, y que, si son firmes en la fe, obtendrán a su vez un lugar cerca de mí. Cuando se acerque el último día, seré enviado de nuevo sobre la tierra, y mataré al falso profeta Dadjal y al puerco salvaje, que han extendido la impiedad sobre la tierra; comenzará entonces el estado de paz y concordia sobre la tierra, y se verá pastar juntos al cordero y a la hiena. Quemaré entonces el Evangelio falsificado por sacerdotes impíos, así como la cruz adorada como un ídolo; y someteré la tierra entera a la doctrina del profeta Mahoma, que debe ser enviado más tarde».
Después de que hubo hablado, fue de nuevo elevado al cielo en una nube. María vivió unos seis años más, teniendo fe en Dios, en su hijo Jesús y en Mahoma, el profeta del que Jesús, así como Moisés con anterioridad, han anunciado la venida.

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