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lunes, 4 de noviembre de 2013

Los Templarios

                                                                                           Los Templarios, Tomo I : novela original


Mora, Juan de DiosCapítulo IEl suplicio de la gota de agua     Era una noche fría y lóbrega de uno de los últimos años del siglo XIII.     Toda la creación yacía sumergida en silencio, tinieblas y sueño, como si los resortes de la vida y del Universo se hubiesen paralizado. Entre las negras brumas de esta noche de invierno, se divisaban, en la cumbre de un alto y fragoso monte, dos masas imponentes, dos monstruos de fantásticos contornos, dos gigantes de piedra, que frente a frente parecían contemplarse silenciosos y amenazadores. Eran dos vastos edificios, colocado el uno a muy corta distancia del otro. El primero era un castillo de los más fuertes e inexpugnables; el segundo era una iglesia dedicada a Nuestra Señora de la Concepción. Ambos edificios pertenecían a la poderosa, acatada y temida orden de los caballeros Templarios.     A la falda septentrional del monte, entre peñascos y maleza, se elevaba una torre solitaria, carcomida, ruinosa y cuyos muros de verdinegros colores atestiguaban su edad caduca. En lo más alto de aquella torre había una campana; en lo más profundo había un subterráneo. La campana servía para comunicarse al aire libre, con la iglesia y el castillo; el subterráneo servía para el mismo objeto, si bien de una, manera invisible y misteriosa.     Sólo turbaba el espacio el murmurar monótono y eterno de un caudaloso arroyo que corría poco distante del solitario torreón, y los lúgubres chirridos de la lechuza y el búho, que, como los genios de las tinieblas y de las ruinas, agitaban en torno de la torre sus crujientes alas, produciendo un ruido semejante al choque de huesosos esqueletos que surcasen el espacio.     Quien hubiese mirado atentamente a una ventanilla practicada, en el muro del salón principal de la torre, habría podido notar las oscilaciones de una luz, que brillaba a intervalos, según que se interponía o desaparecía entre la ventana y la luz una sombra que vagaba por el aposento. Un silencio verdaderamente sepulcral reinaba en el interior de la misteriosa torre. Todo era oscuridad y silencio, excepto en aquella estancia por donde se paseaba el único habitante que, al parecer, existía en aquella mansión. En su centro, pendiente de una cadena de hierro, veíase una lámpara que esparcía en torno la moribunda luz que ya hemos divisado.     El salón, cuya techumbre estaba escaqueada de púrpura y oro, entapizado el pavimento con una alfombra oriental, y adornado con ricos y bien labrados sitiales de nogal con remates dorados, presentaba un aspecto muy diferente en su interior del que pudiera esperarse, a juzgar por la apariencia ruinosa y desvencijada de aquel caduco edificio.     En la semioscuridad que inundaba el aposento, pues que la luz espirante sólo esparcía alguna débil claridad en un círculo muy limitado, confundiendo en sombras los extremos del espacioso salón, se destacaba vigorosamente una figura blanca y una fisonomía enérgica que hubiera podido servir de estudio a un gran pintor. Era una cabeza digna de Rembrandt, el genio trágico de la pintura.     Figúrese el lector un hombre de estatura mediana, pero fornido y vigoroso como un atleta; un rostro de color cetrino, facciones muy pronunciadas, y una barba, espesa y encrespada como un matorral, larga hasta la cintura y negra corno el azabache. Una enorme y profunda cicatriz le atravesaba desde la frente y la ceja hasta la mejilla izquierda, donde se perdía entre su aborrascada barba. Excusado parece decir que era tuerto del ojo izquierdo, y que, por lo tanto, su aspecto era fiero y disforme. Sus cabellos eran espesos, ásperos y entrecanos en la parte posterior de la cabeza, mientras que la superior estaba completamente calva, y sólo dos mechones de pelo venían a caer a los lados, de su frente nebulosa, ceñuda y surcada de arrugas transversales, signo de dureza, de crueldad y de pasiones mezquinas, no de la meditación ni del estudio. Su andar era rápido y firme, y sus precipitados e impacientes paseos por el salón pudieran compararse a los del tigre encerrado en una jaula. Era, en fin, una de esas figuras sombrías de tragedia, de revolución o de venganza, una de esas cabezas de sayón o de verdugo, uno de esos hombres cuyo aspecto impresiona fuertemente, y que, una vez vistos, aun cuando sea a la luz de un relámpago, jamás se olvidan.     Vestía el hábito blanco de la orden del Templo de Salomón, y en su pecho lucía la cruz roja, señal de que era caballero profeso. Llamábase Matías Rafael Castiglione, era calabrés de nación y había merecido la más ilimitada confianza del maestro provincial de Castilla y de algunos comendadores, que le habían encargado en varias ocasiones tenebrosos manejos y confiádole algunos de esos secretos terribles que con frecuencia suelen ser el alma de ciertas sociedades o corporaciones cuando, como la orden del Templo, encuentran toda su fuerza y prestigio en sus misteriosas ceremonias, en sus reuniones ocultas y en su presencia universal. Los caballeros Templarios estaban en todas partes, como Dios, invisibles y presentes, según les convenía.     Respecto al bueno de Castiglione, debemos añadir que era el genio malo de la orden, el espíritu de ingeniosa y lenta tortura, el demonio de las venganzas misteriosas.     Largo rato continuo en sus paseos, hasta que de pronto se detuvo. La campana del reloj de la torre repitió doce veces su tañido, que se dilató en el espacio como la voz sollozante de un moribundo. Sin duda tiene algo de solemne ese momento en que decimos. ¡Es la media noche! Si es cierto que en ese instante comienza el reinado de los espíritus, infernales, de seguro debía empezar entonces la vida y el contento para el horrible italiano.     Y a la verdad, aquella hora produjo en él un efecto maravilloso. Inmediatamente encendió una lamparilla, y, cargado de un cesto, salió rápidamente del espacioso salón por una puerta que se abrió en el mismo muro de la estancia; pero una puerta, no de madera, sino cuyos tableros estaban formados de piedras de sillería. En seguida bajó una escalera de caracol estrecha, desgastada y húmeda. Al fin de aquella escalera había una habitación inmensa, dividida en tres piezas, cada una de las cuales estaba iluminada por una gran lámpara. Debe advertirse que no había aceite, ni luz ardiendo, sino que las lámparas contenían un líquido fosfórico y luminoso que en medio de las tinieblas producía una viva claridad. Aquella prodigiosa mixtura era la misma que usaban los romanos en sus enterramientos o panteones subterráneos. En nuestros días se han descubierto algunos de estos vasos pasmosos, cuyo líquido apenas se había consumido algunas líneas después de miles de años.     A la puerta de la primera pieza veíase atado con una cadena un formidable león de erizadas guedejas, al cual arrojó Castiglione grandes trozos de carne, que el terrible animal devoró con ansia. Luego el disforme caballero comenzó a acariciar a la fiera, que azotaba su roja y luciente piel con su enarcada cola, en señal de cariño y agradecimiento. El león estaba perfectamente domesticado, se entiende para Castiglione solamente, pues que otro cualquiera habría sido al punto víctima de sus robustas y sanguinarias garras. El ojo único del espantoso italiano chispeaba feroz y jubiloso al contemplar1a actitud fiera, la encendida boca, el vahoso aliento y los ojos centelleantes del temible animal. Y por cierto que aquella horrible simpatía entre el hombre y la fiera, aquella especie de entre dos seres fuertes y feroces, aquella calva frente, aquella barba negra, aquel hábito blanco; el rojo león, la pálida luz, el subterráneo y la solitaria noche, todo esto formaba un grupo horrible, fantástico, espeluznador.     Por fin Matías Rafael Castiglione pasó adelante. ¡Quién podrá describir las maravillosas riquezas, los espléndidos tesoros que aquel apartado recinto contenía! En cada una de las espaciosas salas veíanse alrededor de los muros hileras de grandes vasos de bronce en forma de cáliz, todos llenos de oro, de plata y de piedras y joyas de valor. Igualmente se veían lujosos paramentos, mantas de seda de color de púrpura y sillas de montar ricamente bordadas de estriberas de plata y espuelas de oro; puñales, dagas, cimitarras, sables y espadas con suntuosas esmaltadas de diamantes, todo lo cual estaba colocado sobre la pared con admirable simetría, formando vistosos pabellones, caprichosas figuras y labores del más exquisito gusto.     Pero lo que más llamaba la atención en la última pieza era una multitud de figuras extrañas de animales, construidas de oro macizo y colocadas en nichos semejantes a los casilleros de un armario que revestían las paredes. En muchos de aquellos compartimientos había también guardadas con inmensa profusión ricas telas de brocado de ora, de sirgo y damasco de los más bellos dibujos y espléndidos colores. Tanto, arriba como abajo en los muros de la última sala, a manera de zócalo y cornisa, veíanse dos hileras de nichos, dentro de cada uno de los cuales había representado, ¡cosa rara! un gato de gran tamaño y ejecutado con prodigiosa perfección; mas las tales figuras no eran menos estimables por la materia que por el arte, pues que todas estaban hechas de luciente oro.     He aquí la razón por qué el vulgo acusaba a los Templarios de idólatras, porque decían adoraban la figura de un gato. También, muchos escritores, teniendo en cuenta las extrañas y espantosas figuras esculpidas en sus iglesias, les imputaron doctrinas gnósticas; y habiendo descubierto entre ellos varios grados de iniciación, se ha pretendido ver en esta orden el origen de las logias masónicas. El que tenga la paciencia, de seguirnos vera más adelante hasta qué punto eran o no fundadas semejantes acusaciones en el proceso más ruidoso de los siglos medios, tan fecundos, sin embargo, en procesos, pues hasta los mismos animales no estuvieron exentos de la jurisdicción de Themis.     El lector habrá reconocido fácilmente que nos encontramos en el lugar donde los opulentos Templarios tenían guardados sus inmensos tesoros; y si no era aquel su único escondite, podemos asegurar que, por lo menos, allí estaba el depósito más considerable de las riquezas de la orden en Castilla. Y en verdad que no era fácil atinar con aquellas habitaciones subterráneas, cuya entrada guardaba el rey de las fieras y en cuyo recinto habitaba el formidable tuerto. Este, cerrando la puerta, que era también un lienzo de pared que se movía por medio de ingeniosos resortes, desembocó en una extensa galería, a cuyo frente apareció una puerta de bronce. Sobre la portada veían se pintados con vivísimos colores trofeos y símbolos que hacían erizarse los cabellos. Constituían aquel horrible pabellón dos sables cruzados, un manto imperial, una cabaña, una corona, dos calaveras y una figura espantosa con cabellera de sierpes y cabeza de dragón. Aquella cabeza era el bafomet, que en la ideografía masónica de los Templarios significaba el mal principio o el genio del mal. A la temblorosa luz de la lamparilla del italiano, aquellas culebras parecían retorcerse, aquella boca de dragón parecía abrirse, y parecía que aquellos ojos feroces brillaban de júbilo y que las peladas calaveras, con sus cavidades vacías, lanzaban carcajadas llenas de un sarcasmo horrible.     Castiglione miró todo esto, y su disforme semblante se cubrió de una palidez mortal. Sin duda alguna aquella habitación encerraba terribles misterios o recuerdos espantosos para el italiano, supuesto que, sin volver atrás la cara, cerró su ojo único y se precipitó desatentado por aquellos sótanos interminables y lóbregos.     Después de haber bajado otra escalera estrechísima y que se sumergía en las entrañas de la tierra a una profundidad prodigiosa, se detuvo en un largo callejón. Allí permaneció inmóvil y de pie como una estatua durante mucho tiempo. La luz apenas ardía en aquella atmósfera estancada, y no se oía más que un ruido acompasado, lento y monótono, como una gota de agua que se estrellase sobre un cuerpo duro. Aquel ruido era la única palpitación de vida que interrumpía aquel silencio de muerte en aquella fría, lúgubre y solitaria mansión, tan distante del rumoroso y vívido estruendo que cubre la superficie de la tierra.     De repente se oyó un suspiro tristísimo que se dilató en mil ondulaciones por las tinieblas, cual si por allí vagase el ángel de los dolores. El italiano salió de su meditación y se dirigió rápidamente hacia el punto donde había sonado la dolorosa exclamación.     -¿Por qué te quejas? -preguntó Matías con una ironía cruel-. ¿No hemos sido bastante piadosos contigo dejándote la vida?     Nadie respondió; solamente sonó un nuevo suspiro más doliente, más lúgubre, más desgarrador aún que el primero.     Castiglione se había detenido delante de un edificio tan extraño como espantoso. Figúrese el lector un inmenso círculo que se hacía al fin del callejón. Aquella extensa explanada estaba rodeada de muros sólidos y macizos. Contiguo a la muralla se levantaba una perforación en toda la altura de la bóveda y pared, que eran de una elevación considerable. Aquella perforación era una celdita, que, superpuesta a la muralla, se levantaba allí, formando un cubo de prodigiosa altura, pero que seguramente no excedía de tres pies su longitud y latitud. Aquello era verdaderamente una alacena, un nicho, una tumba de piedra dentro de un panteón subterráneo, como la doble cubierta de plomo y de madera de un ataúd que contiene los restos de algún mortal célebre. Solamente que aquellos restos eran vivos.     Por la parte exterior y a la altura de un hombre sentado se veía una ventanilla con una tupida reja de fuertes barrotes de hierro. Aquella era la única comunicación del ser vivo que allí se encontraba; por aquella pequeña abertura, si se nos permite la expresión, respiraba gota a gota el aire suficiente para no morir, el aire bastante para prolongar el horroroso martirio de su existencia. En vano el Creador del mundo hacía que todas las mañanas el refulgente carro de la aurora anunciase a los mortales el movimiento y el júbilo y el estruendo de la vida. Ni los cantares de las zagalas, ni los trinos de las aves, ni el soplo de los vientos, ni el murmurar de los arroyos, ni el perfume de las flores, ni los rayos del sol penetraban jamás en aquella, espantosa mansión de tinieblas y de lágrimas. Ni ruido, ni luz, ni movimiento, ni nada que se asemejase al mundo de los vivos se experimentaba allí. Todo era silencio, soledad y horror. Aquel aire mefítico sólo guardaba dolorosos ayes, y alguna que otra vez solían oírse los pasos del horrible carcelero o los rugidos del amarrado león, que se dilataban retumbando por aquellas tenebrosas concavidades.     Castiglione sacó del cesto un pedazo de pan y un trozo de carne, y colocándolos en la reja, dijo:     -Toma, y come.     La luz que llevaba el disforme caballero hirió de lleno en la ventanilla. ¡Gran Dios! ¡Qué doloroso espectáculo!     Al través de la reja veíase una cabellera greñuda y más blanca que la nieve. Un rostro pálido y triste asomó a la abertura y una mano descarnada cogió con ansia el esperado alimento.     Nunca en humano semblante ha aparecido una palidez más intensa que la que cubría el rostro del prisionero. Sus ojos, cargados de largas cejas, tenían una expresión inexplicable de tristeza, de ternura y de odio, como si en el alma de aquel desdichado batallasen juntas la resignación más evangélica y la desesperación más diabólica.     Y en verdad que era preciso estar dotado de una bondad más que humana para no acusar al cielo de cruel en tan espantoso infortunio. El emparedado solía mezclar con frecuencia, los lamentos de su amargura y las oraciones de su fe religiosa con sus recuerdos mundanos y con las blasfemias terribles de su desesperación.     ¡Cuánta nobleza y dignidad podía leerse en el semblante de aquel hombre! Su vejez era anticipada por las privaciones y amarguras de la vida más bien que por el peso de los años.     En torno de aquel inmundo tugurio se esparcía un olor repugnante. Castiglione se alejó con paso lento y aire distraído.     La luz se fue extinguiendo por grados en aquel subterráneo. Todo volvió a quedar sumergido en el más profundo silencio, que tan solamente era interrumpido por los sollozos del emparedado y por un ruido confuso, lento, extraño, casi imperceptible, pero acompasado, constante, eterno.     Una gota de agua caía a intervalos medidos sobre la cabeza del infeliz condenado al más cruel de todos los suplicios. Nunca ha podido encontrarse un símbolo, una forma, una expresión tan elocuente como repugnante del valor del tiempo y de la constancia.     El prisionero tenía la parte superior del cráneo desnuda de cabellos y en extremo dolorida por el continuo choque de la gota de agua.     Acaso parezca a primera vista que era insignificante este suplicio; pero, si atentamente se considera, se comprenderá que nunca el demonio de la tortura debió sonreír con más júbilo que cuando se ocurriera a los mortales castigar a sus hermanos con una agonía, cuya hiel inagotable se saboreaba gota a gota. Al inventar este suplicio, se inventó la manera de eternizar las ansias de la muerte. Es verdad que los reos sucumbían después de mucho tiempo; pero sucumbían con el cráneo podrido y entre dolores espantosos.     El anciano que se encontraba en la solitaria torre de los Templarios era una de esas organizaciones privilegiadas, uno de esos hombres extraordinarios que al vigor intelectual reúnen la energía del carácter y la fuerza del cuerpo. No obstante, algunas veces le abandonaba su razón y se entregaba a los más extraños delirios, y comenzaba a rugir de dolor y de ira. Esto, al parecer, sucedía a impulsos de algún recuerdo más doloroso todavía que los que cotidianamente le atormentaban. Entre las nubes hay nubarrones, así como también entre las estrellas hay luceros. Tanto en el bien como en el mal, tanto en la dicha como en el tormento, el alma humana ve siempre un más allá, un abismo más profundo que todos los abismos, un cielo más alto que todos los cielos. El mundo sin límites de lo infinito es la verdadera patria del hombre.     El Templario consideraba loco al infeliz condenado, porque en sus furiosos arrebatos demandaba al cielo la fuerza suficiente para desmoronar los muros de su tumba.     Y con ademán delirante comenzaba a sacudir fuertemente los hierros de la reja, hasta que, jadeando y maldiciendo su impotencia, caía en el fangoso piso de aquella especie de ataúd infecto.     Jamás la esperanza le había abandonado, y siempre aguardaba que de un momento a otro llegase el de su libertad. Esta fe tan viva en el porvenir le había dado fuerza sobrehumana para resistir sus desdichas. Dios ha permitido que el que cree y espera sea más fuerte que el que no abriga fe ni esperanza.     Pero con una gran actividad intelectual, sepultada entre tinieblas, no podía hacer otra cosa sino entregarse a sus delirios. La vida sólo se completa con el espectáculo del Universo, causa ocasional, aura fecundante que hace florecer la verdad con toda su plenitud en los espacios luminosos del pensamiento.     -¡No! ¡No! -exclamaba-. No es un sueño, no es un delirio... Yo he visto en esta noche interminable, yo he visto aparecer una figura blanca con una luz en la mano; me ha hablado, me ha prometido la libertad... ¡Oh! ¡La libertad!...     Mientras que el triste prisionero deliraba con esta mágica palabra, el feroz Castiglione se dirigía a su aposento por el mismo camino que antes le hemos visto llegar adonde gemía el emparedado.     Ya hemos hecho notar que cuando Castiglione pasó por la puerta, sobre la cual se veía la monstruosa cabeza del bafomet, se alejó de aquel sitio con rápida planta y ademán temeroso.     Ahora, cuando de nuevo volvió a pasar por allí, exhaló un terrible grito, que resonó siniestramente en aquel 1úgubre sótano.     El Templario permaneció inmóvil, apoyado contra el muro, lívido el semblante y con todas las muestras del más helado terror, que se retrataba en su mirada atónita.     La misteriosa puerta acababa de abrirse, dando paso a una figura vestida con un hábito blanco. Su aspecto era extraño, pasmoso, sobrenatural. Llevaba los ojos fijos al frente, el andar firme y recto, y en toda su actitud se revelaba una especie de extático arrobamiento.     Pero lo que más llamaba la atención era que el misterioso fantasma llevaba en la mano derecha su misma mano izquierda, que, al parecer, le habían cortado por la muñeca mucho tiempo hacía. A lo menos así podía creerse, a juzgar por el tronco del brazo izquierdo, que llevaba descubierto y horriblemente mutilado.     Verdaderamente era terrible el espectáculo que presentaba aquella mano separada del tronco y cuyos dedos estaban rígidos y extremadamente apartados unos de otros. Aquella mano parecía señalar a Castiglione, como la víctima a su verdugo.     El calabrés, helado de terror, murmuró con voz desfallecida:     -¡Aún vive!... ¡No! ¡No!... Es que ha salido de las profundidades del infierno para maldecirme... ¿El infierno?... ¡Locura y mentira!     Y el italiano se pasó la mano por la frente como para arrancarse sus lúgubres pensamientos, y prorrumpió en una carcajada febril, procurando tranquilizarse; pero, a pesar suyo, el remordimiento le roía las entrañas y la temerosa fantasía le presentaba delante mil horrendas visiones.     El blanco fantasma se perdió en la lobreguez del subterráneo, mientras que el estupor tenía como encadenado a Castiglione.     Al cabo de mucho tiempo, el Templario se alejó de allí con paso lento y vacilante.     Luego, nada más se oyó, sino aquel ruido acompasado, como el de una péndola, ruido terrible, que servía para marcar el tiempo en aquel mundo de tinieblas, donde yacía el triste emparedado.     Cada gota de agua apagaba un latido de su corazón.

 
Capítulo IIDonde se ve que los fantasmas hablan con notable discreción     Hemos dicho que el castillo situado en la cumbre del monte tenía comunicaciones subterráneas con la misteriosa torre habitada por el disforme cuanto feroz italiano. En este castillo solía residir gran parte del año el maestre provincial de la orden de los Templarios en Castilla.     Cuando el maestre no habitaba en aquel castillo, no por eso dejaba éste de estar completamente guarnecido y pertrechado con arreglo a todos los recursos militares que en la época se conocían, pues debe tenerse entendido que jamás milicia alguna ha demostrado tanto valor y destreza en las armas, como la orden de los Caballeros Templarios.     Frecuentemente en las casas o encomiendas de los caballeros del Templo se acostumbraba a admitir algunos otros caballeros que, según la expresión de la regla, iban a servir de por tiempo, llevando sus armas y caballos y todo lo demás necesario para prestar convenientemente sus servicios. Estos agregados estaban en un todo sujetos a las órdenes de los maestres y comendadores, y vivían como los caballeros profesos hasta tanto que, concluido su empeño volvían otra vez a sus tierras y castillos como señores particulares.     Además de estos hidalgos, que en Aragón llamaban infanzones, había en las casas de los Templarios otra clase de soldados, que servían como de escuderos o pajes. Era condición precisa que los tales soldados vistiesen el hábito negro, a diferencia de los caballeros profesos, que le usaban blanco y con el distintivo de la cruz roja, campeando sobre el pecho. Por lo demás, la orden abastecía de todo lo necesario a estos servidores que entre los Templarios se denominaban armigueros y también armigazos.     La noche se encontraba ya muy avanzada. Ni una estrella brillaba en el firmamento, encapotado por negros nubarrones, que pesaban sobre la tierra como una losa de mármol negro sobre una tumba. Corría un viento frío que a cada instante traía en sus alas el rumor de algunos truenos lejanos. De vez en cuando la luz fosfórica y azulada de los relámpagos hendía los espacios. A este pálido fulgor, los centinelas que se hallaban en la plataforma del castillo vislumbraban el monte, la torre y la iglesia, como fantásticos edificios que su imaginación les pintase en sueños. Después todo volvía a quedar sumergido en las más profundas tinieblas.     Aquella noche, ya muy tarde, habían regresado todos los caballeros de la Encomienda después de haber hecho algunas correrías por tierra de moros, con los cuales acababan de tener un encuentro asaz encarnizado. Así, pues, todos los caballeros estaban recogidos en sus lechos y entregados al descanso, del cual harto necesitaban. Solamente velaban en el castillo el comendador, las varias centinelas que recorrían los muros y el vigía de la torre principal.     Envuelto en su manto, empuñada su pica, paseándose por la plataforma y murmurando una oración se hallaba un joven armiguero contemplando el formidable a la par que magnífico espectáculo, que la tempestad rugiente le ofrecía.     De repente el centinela quedose inmóvil.     En el extremo opuesto de la plataforma distinguió un hombre, que con precipitado paso se le acercaba. El centinela requirió su pica, y con marcial acento preguntó:     -¿Quién va?     -¿No me conoces?     ¡Fortún!     -Querido Jimeno, vengo a buscarte para que te convenzas de que digo verdad.     -A fe que eres testarudo como buen aragonés. ¿Todavía estás en tus trece?     -Y lo estoy con mucha razón.     -Pero ¿querrás hacerme creer en visiones?     -Yo no quiero que creas sino a tus propios ojos.     -Solamente a ese testimonio irrecusable pudiera yo dar crédito.     -Pues en ese caso, muy pronto has de creer en el fantasma blanco.     -¿Qué quieres decir?     -Digo que esta misma noche has de ver la aparición como yo la he visto.     -¿En dónde?     -Hará cosa de una hora, que yo me encontraba en el patio del castillo, cuando de pronto distinguí a lo lejos la figura blanca, que cruzaba rápida como una exhalación.     -Y tú ¿qué hiciste?     -¿Qué había de hacer? Santiguarme y rezar un Paternoster y un Ave María.     -¿Y estás seguro de que no es un antojo de tu imaginación?     -¡Cuerpo de Cristo! ¿Me tomas acaso por una dueña? Ya sabes que en más de una ocasión me han cosido el pellejo agujereado por las lanzas de los moros, y que en llegándoseme a atufar el ventisquero, soy muy capaz de enristrar con una legión de demonios, si es que se atreven a ponerse delante de mí en los momentos en que me toma la ira.     - ¡Cáspita! Cualquiera que te oyese pensaría que eres un Bernardo del Carpio, según te muestras alentado y brioso en las palabras.     -Y en los hechos, -gritó colérico Fortún.     Jimeno, que era un mozo muy vivaracho, de mucho ingenio y un sí es no es zumbón, se le rió en las barbas a su compañero, dándole matraca acerca de su credulidad y superstición, que le hacía tener por cosa averiguada e innegable la existencia de los fantasmas.     No poco mohíno escuchaba Fortún los donaires de su amigo el picaresco Jimeno, quien, a la cuenta, tenía muy malas tragaderas para esto de creer en aparecidos. Era, además, Jimeno de muy buena índole, muy sabido, y se preciaba de hacer las mejores y mas tiernas trovas que jamás cantaron escuderos y pajecillos. A mayor abundamiento, nuestro joven tenía la habilidad de cantar sus endechas con inimitable gracia y expresión, acompañándose con su bandolín, instrumento que sabía tañer como el más pintado trovador de Provenza.     Apenas rayaba el mancebo en los diecisiete años: pero era alto como un roble, encendido como una rosa, valiente como un Orlando, alegre y jovial como unas carnestolendas, decidor y travieso como estudiante en vacaciones y apuesto y bien ceñido como mantenedor en justas.     El joven armiguero era huérfano, o, por mejor decir, jamás había conocido a los que le dieron el ser. De niño, nunca había reclinado su blonda cabellera en el regazo maternal; nunca los amorosos labios de una madre habían enjugado las lágrimas que corrían de sus lindos ojos negros. Ya hombre, tampoco había gustado las caricias de un hermano, ni habían resonado en su oído los sabios consejos de un padre, que, como luciente faro, suelen servirnos de guía y norte en el mar proceloso de la vida.     -Así es que el mancebo, en medio de su jovialidad y gracias casi infantiles, solía alguna vez entristecerse al pensar en su destino adverso, que le había arrojado en este mundo desde las tinieblas de un origen desconocido. El cielo le había negado hasta lo que concede a las fieras y a las aves del bosque, las cuales, ya en sus guaridas, ya en sus nidos, rugen de gozo y trillan de alegría al reconocer a sus padres. La leona amamanta a sus cachorros, y el águila altanera con amoroso pico lleva el apetecido alimento a sus polluelos, que aletean de júbilo y gratitud. Pero al infeliz Jimeno lo había criado una cabra en una choza de pastores, quienes lo habían recogido por caridad al verlo expuesto a la clemencia divina dentro de una cesta, pendiente de un árbol, junto a un camino. ¡Pobre niño abandonado!     Tres años hacía que lo habían recibido en la encomienda en calidad de armiguero, y ya en más de una ocasión había mostrado en las morunas lides incomparable bravura, por lo cual era muy estimado de todos los caballeros, y más particularmente del comendador don Diego de Guzmán.     Por fortuna el gallardo trovador (así le llamaban sus compañeros) se hallaba ahora en esa edad deliciosa, en ese período encantador, en esa aurora brillante de la vida, en que el espíritu juvenil sólo descubre en el horizonte nacarados celajes o radiosas nubes de azul, de oro y de púrpura. Así, pues, los pensamientos de dolor pasaban por el alma de Jimeno ligeros y fugitivos, como los bajeles por la superficie de los mares. Muy pronto volvía a recobrar su jovialidad nativa, encontrando un alivio a sus pesares, ya en el espectáculo de la naturaleza, fuente inagotable de dulcísimas emociones, ya pulsando el bandolín y entonando los armoniosos cantares que él mismo componía. Jimeno era poeta y había recibido del cielo las más bellas flores que existen sobre la tierra, la imaginación y el sentimiento, flores ¡ay! cuyo aroma es con frecuencia funesto para el mismo que lo posee. Los trinos de las aves canoras suelen servir de gula a las mortíferas saetas del cazador.     Con los ligeros apuntes biográficos que preceden, ya comprenderá fácilmente el lector la inmensa superioridad de Jimeno sobre su compañero Fortún, hombre de buena índole, de valor temerario y cristiano viejo, pero de inteligencia ruda y nada cultivada, en tanto que el trovador hurtaba a las fatigas militares todo el tiempo que le era posible, sin menoscabo de sus deberes, para entregarse a la lectura de los poetas lemosinos y de las obras de Aristóteles, filósofo que, en la edad media, puede decirse que casi reinó despóticamente en las escuelas.     -Vamos, hombre, no te enfades, -dijo, por último, Jimeno-; pero ya ves que nada de extraño tendría el que, si hoy has ido a la aldea, esta noche veas fantasmas y aun candiles.     Y Jimeno prorrumpió en una estrepitosa carcajada.     -Anda al diablo que te entienda, -murmuró Fortún amostazado.     -Pues es muy fácil entenderme.     -¿Qué tiene que ver la aldea con las visiones?     -Tiene más estrecha relación de lo que te imaginas. Como es natural, hoy habrás visto a la Majuelo, que, según otras veces te he oído decir, tiene un mosto resucitador, y yo he observado que siempre que vas a la aldea, por la noche tienes visiones, lo cual me prueba que son los humos de tu embriaguez los que tú tomas por aparecidos de carne y hueso.     ¡Ira de Dios! Que ya estás cansado y asaz importuno con tus incrédulas agudezas, y que parece que te empeñas en desconocer mi gran capacidad para comer y beber. Aun cuando yo apurase todas las tinajas de la Majuelo, yo te juro y te conjuro que no por eso había de ver ni candiles ni fantasmas, y que ni aun siquiera mis pies habían de dar un mal paso. Pero no perdamos tiempo, pues esta noche me he propuesto convencerte de la verdad de mis noticias, y el corazón me dice que tú, que tienes más magín que yo, has de descubrir por este medio grandes cosas.     El acento de gravedad y convicción, que revelaban las palabras de Fortún, no pudo menos de impresionar vivamente el ánimo de Jimeno, quien presintió que en aquella aventura se le habían de hacer grandes revelaciones. De pronto se vio acosado por una curiosidad impaciente y calenturienta, y se le hacía tarde el profundizar aquel misterio, que hasta entonces había tenido por vano ensueño de la simplicidad de su compañero.     Luego dijo el trovador:     -Pero si ya esta noche ha aparecido la sombra, ¿cómo quieres que volvamos a verla?     -Me parece haberte dicho, y si no te lo digo ahora, que muchas noches el fantasma aparece dos veces.     -El caso es que yo no puedo separarme de aquí.     -Muy pronto va a dar la una, y entonces serás relevado.     -¡Oh! Ya estoy impaciente porque llegue la hora del relevo. ¡Hace una noche horrorosa!     -Y un frío insoportable.     -La tempestad va en aumento.     -¡Jesús, María y José!, -exclamó santiguándose Fortún, a quien acababa de deslumbrar un tremendo y súbito relámpago.     Durante algunos minutos los dos religiosos armigueros permanecieron mudos, contemplando el cielo, encapotado por negros nubarrones, que en mil caprichosas y fantásticas figuras arremolinaba el huracán por la vaga región de los espacios.     Al cabo Fortún dijo:     -¿Conque me prometes venir luego?     -¿Adónde?     -Al segundo patio, junto al huerto, por cuya puerta es muy probable que vuelva a aparecer la sombra después de la una.     -Pues bien; te prometo ir, pero antes quisiera que me respondieses a lo que voy a preguntarte.     -Pues pregunta.     -¿Tú le has hablado al fantasma alguna vez?     -¡Jesús! ¡Pues no faltaba más! No me he metido nunca en esos ruidos.     -Y la aparición, ¿no te ha dicho nada?     -Pues qué, ¿hablan los duendes?     -Déjate de simplezas. ¿Es posible que creas que los espíritus se aparecen así?     Lo creo hasta el punto de jurarlo. ¿Y tú?     -Yo, supuesto que tú tan de veras lo afirmas, creo en la aparición, pero niego que sea un ser sobrenatural.     -Pues entonces, ¿quién quieres que sea?     -Un hombre.     -Me parece que tiene el semblante de mujer.     -Pues bien, en ese caso ya ves que tengo razón.     -Sin embargo, lleva un hábito blanco con la cruz roja sobre el lado izquierdo, y esto me pone en dudas, es decir, que aumenta la probabilidad de que sea un hombre o un espíritu, que toma la figura de caballero Templario.     -Vamos, no seas impertinente; la cuestión es que ese fantasma no puede menos de ser una persona humana.     -Pues en ese caso es muda; porque yo una noche, haciendo la señal de la cruz, me aventuré a preguntarle que me dijese de parte de Dios quién era, y siguió su camino, haciendo oídos de mercader, sin mirarme tan siquiera.     En esto se oyeron pasos en la escalera de la torre.     -Ahora van a relevarte. ¡Adiós! Ya sabes en dónde te aguardo.     -Pues descuida, que luego iré yo a buscarte.     Fortún desapareció rápidamente, y pocos momentos después, el trovador fue relevado de su centinela y se encaminó al punto en donde Fortún le aguardaba.     La casa de aquella Encomienda era de una extensión considerable, supuesto que no tan sólo era un castillo, sino también un convento que contenía en su recinto numerosas celdas para caballeros y armigazos, hermosos picaderos, amplias caballerizas, bien surtidas armerías, fructíferas huertas y amenos jardines.     El sitio por donde, según Fortún, solía aparecer el fantasma, era uno de los lugares más apartados y solitarios de aquel edificio. Sin embargo, el trovador no vaciló un instante para ir en busca de su compañero.     Como ya la noche estaba muy avanzada, todo yacía sumergido en el más profundo silencio y soledad, cuyo pavor aumentaban el relámpago, el trueno y la lluvia, que caía a torrentes.     Al llegar Jimeno al segundo patio, descubrió en lontananza tres bultos negros, uno de los cuales le salió al encuentro. El trovador reconoció al fin a Fortún, a quien preguntó:     -¿Quiénes son esos hombres?     -Dos de nuestros compañeros, Alfonso y Beltrán     -¿Y para qué les has hecho venir?     -¿Quieres que te diga la verdad? Estoy ya tan cansado de ver todas las noches al fantasma y que luego me digan que deliro, que he determinado el salir de una vez de dudas, para lo cual os he llamado a todos a ver si ahora, que se juntan ocho ojos, miran y ven lo mismo que todas las noches están viendo mis ojos pecadores, porque si más tiempo continúo, de esta manera, estoy seguro de perder el seso.     Aquí llegaba el atortolado Fortún, cuando se le reunieron Alfonso y Beltrán.     -¿Has visto el convite que nos ha hecho nuestro ínclito Fortún? -dijo Alfonso, a quien llamaban el Estudiante, porque primero había pensado seguir la carrera de la Iglesia.     -Nos ha convidado para ver un duende,-añadió Beltrán.     -Es un espectáculo como otro cualquiera, -dijo Fortún.     -Y mucho mejor que cualquiera otro,-observó el trovador.     -Pero noto que nos estamos mojando como unos imbéciles.     -Pues vámonos al huerto.     -No lo creo muy acertado, pues quien se mete debajo de hoja, dos veces se moja.     -Pues nos iremos al dintel de la puerta.     -Eso me parece más conveniente por muchos motivos.     -¿Y cuáles son?     -Además de no mojarnos, tendremos así mayores probabilidades de ver al fantasma, supuesto que tiene que pasar muy cerca de este sitio.     ¿Te lo ha mandado a decir?     -Es su camino acostumbrado.     -Tú te vas a volver loco con el fantasma.     -No piensa en otra cosa.     -Y al fin no será más que un antojo de su imaginación.     -Pues, mirad, mirad... ¿Y ahora?... ¿Qué decís?     -¡Santos cielos!     -¡Qué horror!     -¡Quién lo pensara!     A estas exclamaciones siguió el más completo estupor de parte de aquellos jóvenes incrédulos.     Fortún, aunque tenía mucho miedo, casi lo daba por bien empleado, y hasta miraba al fantasma blanco con cierta expresión de gratitud, porque parecía haber escuchado sus votos, acudiendo a aquel sitio para confundir y aterrar a sus compañeros.     Sin duda alguna el amor propio de Fortún se hallaba excesivamente halagado por el triunfo que la aparición le proporcionaba, saliendo en las altas horas de aquella noche tempestuosa, precisamente en el momento mismo en que sus compañeros con más empeño y con más apariencia de razón le tachaban de visionario.     La impresión que la blanca figura produjo en los cuatro armigueros fue inexplicable.     Contra su costumbre, el fantasma, a cierta distancia, permaneció inmóvil y clavó sus ojos con extraordinaria tenacidad sobre el gallardo Jimeno. Este, por su parte, no dejaba de contemplar con extrañeza, y hasta con terror a aquel ser misterioso que, al parecer, le miraba con particular interés y preferencia.     Algún tanto recobrados los armigueros de su primera turbación, notaron que la blanca figura extendió su brazo derecho, y con un ademán solemne hizo seña a Jimeno de que le siguiese o se le acercase.     -¿Has visto? -dijo Beltrán.     -¡Pardiez! -exclamó Alfonso-. ¡La aparición te llama!     -¡A ti, Jimeno! -exclamó Fortún-. ¿No te lo decía yo? ¡Mis presentimientos se han realizado!     El trovador se hallaba en un estado difícil de explicar, pero muy fácil de concebir. Una curiosidad calenturienta, una simpatía misteriosa, una fuerza de atracción irresistible se había apoderado del gallardo Jimeno al contemplar aquella figura melancólica y extraña. Diríase que aquel ser extraordinario, quebrantando la losa de su tumba, se había escapado de la negra región de la muerte para presentarse a los mortales en el silencio de la oscura noche, arrastrando su blanca y lúgubre mortaja.     Por tres veces el misterioso personaje repitió su llamamiento con un ademán soberanamente imperioso.     En seguida la blanca figura comenzó a andar hacia un extremo del huerto, poblado de frondosos altos árboles.     El trovador trató de seguir al fantasma con valerosa resolución; empero sus compañeros intentaron oponerse a su designio. Jimeno los rechazó, diciendo:     -Yo he de seguir a ese ser misterioso sin que nada pueda contrariar mi propósito; aun cuando supiera que mil veces había de perder mil vidas que tuviera. Ora sea una emanación de los infiernos, ora sea un perfume del paraíso, ángel o demonio, yo quiero que ese ser me manifieste el negro arcano de su existencia y de su aparición en estos lugares; yo le hablaré, yo le arrancaré su mortaja y le escupiré en la frente o me prosternaré en su presencia, según mi entendimiento descubra que es un genio del mal o del bien; y supuesto que él me llama, allá voy.     -¡Oh temeridad!     -¡Serás aniquilado por el fuego celeste!     -¿Quién sabe? ¡Dejadlo que vaya!     Nada pudo contener al bizarro trovador, que firmemente había resuelto profundizar aquel enigma.     Y como para decidir al intrépido joven, en aquel momento se oyó entre la espesura una voz extraña que dijo:     -¡Jimeno! ¡Jimeno, ven y nada temas!     Durante algunos momentos, estas palabras, pronunciadas por una voz que no parecía de este mundo, fueron repetidas por el eco, que las dilató en el espacio como un lúgubre quejido.     Todos sintieron erizarse sus cabellos al oír aquel metal de voz tan lastimero y tan desusado en el mundo de los vivos. El pálido miedo, cuya imaginación es tan viva y fecunda, pintaba en aquel instante a los cuatro armigueros mil fantásticos terrores. El mismo Jimeno, tan esforzado y resuelto poco antes, se sintió desfallecer al escuchar el extraño y melancólico acento del fantasma.     Los jóvenes guardaban un silencio sepulcral, sin atreverse a respirar siquiera.     Segunda vez resonó la voz, diciendo:     -¡Hijo misterioso de un amor desgraciado! ¿Rehusarás seguirme para saber de quién has recibido la vida? Tú, a quien el cielo ha prodigado los dones sublimes de la inteligencia humana; tú, cisne divino; tierno cantor a quien inspiran las musas; valeroso paladín, a quien teme el agareno, ¿te atreverás a temblar en mi presencia? ¿No te causará rubor tu cobardía? ¿Así renunciarás a saber tu origen y el empleo que debes hacer de tu vida, milagrosamente salvada en tu niñez y protegida en tu juventud por la fuerza omnipotente e invisible del destino? ¡Óyeme! Durante muchos años, un genio amigo y protector ha velado sobre ti, esperando el momento de esclarecer tus dudas con la luminosa antorcha de una gran revelación, que tengo el deber de hacerte. Si tienes miedo, ocúltate en donde jamás los hombres te vean, o ensangrienta tu débil brazo en tu propio y ruin corazón; pero si eres brioso y alentado, como la fama te pregona, sígueme y sabrás las maravillas y prodigios de tu infausto nacimiento.     Dijo la blanca figura, y silenciosa, e inmóvil permaneció frente por frente de los cuatro armigueros, que creían que aquel razonamiento había sonado debajo de tierra.     ¡Tan extraño era el timbre de la voz que lo había pronunciado!     -¡Sí! ¡Sí! Yo te seguiré aun cuando sea a la región de las sombras, -dijo el trovador.     -¡Qué vas a hacer! -exclamaron sus compañeros deteniéndole.     -¡Apartaos! En este momento la vida brota a torrentes de mi corazón, una fuerza desconocida anima todo mi ser, cada músculo de mi cuerpo tiene el aliento de cien titanes, me parece que escucho la voz de mi destino que me habla por la boca de esa misteriosa aparición, y cuando el destino nos empuja con su mano de hierro por sus oscuras vías, es inútil toda resistencia. Tú, quien quiera que seas, guíame. ¡Ya te sigo!     -Ven y nada temas. ¡Voy a hacerte grandes revelaciones.     La blanca figura comenzó a caminar por lo más sombrío del huerto. Jimeno, abandonando el dintel de la puerta, en donde con sus compañeros había buscado un refugio contra la tempestad, se precipitó en seguimiento del fantasma, en tanto que los tres armigueros permanecían mudos de estupor e inmóviles como estatuas.     Transcurridos algunos momentos, los tres penetraron en aquel recinto aguijados por la curiosidad y por el deseo de proteger a su amigo.     Pero a nadie encontraron. Parecía que la tierra se había tragado a la siniestra figura y al temerario Jimeno.     Los tres jóvenes entonces entablaron el diálogo siguiente, que muy pronto fue interrumpido de la manera más extraordinaria y terrible.     -¿Habéis oído qué lenguaje tan sublime usa el fantasma blanco?     -Me da muy mala espina que un fantasma sea tan discreto.     -¿Y por qué?     -Porque con esas palabras tan melosas acaso le hayan tendido un lazo peligroso a nuestro compañero.     -Pero ¿en dónde se habrán metido?     -¡Pobre Jimeno! ¿Le habrán asesinado tal vez? ¿Quién sabe?     -Quizás el enemigo malo se le habrá llevado al infierno en cuerpo y alma, -murmuró el supersticioso Fortún.     -Vamos a recorrer todo el huerto para ver si le encontramos.     -Sí, sí; no debemos abandonarle en esta ocasión.     -¡Vamos! ¡Vamos!     Ya se disponían los jóvenes armigueros a empezar su investigación, cuando súbito brilló un relámpago formidable, un ronco trueno conmovió el cielo y la tierra, y un aire inflamado sopló en torno de los mancebos, que cayeron al suelo desvanecidos.     Al día siguiente se notaban en las tapias del jardín y en algunos árboles abrasados los estragos de una centella.

 
Capítulo IIILa mar serena comienza a agitarse     A una media legua distante de la Encomienda de los Templarios se elevaba un monasterio en un apacible valle. Junto al convento se veían algunas casas que formaban una reducida aldea. La mayor parte de sus habitantes era de los empleados y dependientes del rico y suntuoso convento de monjas de Nuestra Señora de la Luz. Este convento era fundación del distinguido linaje de los Gómez de Lara, señores de todo aquel territorio y de la villa en la que se levantaba un fuerte castillo, donde habitaba a la sazón el último vástago de la ilustre familia que acabamos de mencionar.     El castillo estaba situado junto al convento, como un esforzado guerrero que se brindase a proteger a las vírgenes del Señor.     Don Guillén Gómez de Lara, así se llamaba el actual señor del castillo, era un mancebo que aún no contaba cuatro lustros. Contra la costumbre de la época y a diferencia de todos sus parientes, nuestro joven estaba dotado de una condición en extremo apacible, y hasta entonces no había dado muestras de un espíritu belicoso y aventurero, si bien en cambio se había dedicado al estudio con un ardor y una constancia no común en su edad y mucho menos en su clase. Los nobles de Castilla en aquella época entendían más de cintarazos que de letras.     Difícilmente pudiera encontrarse una figura más varonilmente hermosa que la de don Guillén Gómez de Lara. Una abundante y negra cabellera coronaba su altiva cabeza; sus tersas mejillas brillaban con el fuego de la juventud, sus labios de rosa, entreabiertos por una sonrisa de candor, dejaban entrever una dentadura perfecta y blanquísima, y, en sus negros y vívidos ojos se reflejaba su alma rica de ternura y de inocencia. Apenas el bozo comenzaba a sombrear su rostro. Era de estatura más bien alta, de ancha espalda, de relevado pecho, de gallardo porte y dotado de fuerza; incomparable. En aquella organización se encerraba una inteligencia de primer orden, un corazón ardiente y, sobre todo, una voluntad de hierro, la voluntad que es lo que verdaderamente constituye la personalidad humana. Parecía que la naturaleza se había complacido en producir un hombre en toda la plenitud de la idea. Todas las dotes, todas las cualidades, mil diversas aptitudes se encontraban en el privilegiado mancebo.     De ordinario compartía su tiempo entre el estudio y la caza; pues, según máxima del señor Gil de Antúnez, nada es más conveniente a la salud que ejercitar el cuerpo y el alma, teniendo en un armonioso grado de desarrollo todas nuestras facultades. Era el señor Gil Antúnez capellán del castillo y del convento de Nuestra Señora de la Luz, al mismo tiempo que hacía los oficios de cura de almas en la reducida aldea. Y ciertamente que el buen Antúnez cumplía con su ministerio de la manera más digna, con toda la discreción de un anciano, con la sabiduría de una inteligencia eminente y cultivada y con la caridad más evangélica, joya la más preciosa que puede adornar el manto del sacerdote.     Habiendo muerto los padres de don Guillén cuando éste aún era muy niño, quedose al cuidado y dirección del señor Gil Antúnez, quien había seguido su carrera bajo la protección de la casa de Lara. Era el buen capellán hijo de un antiguo servidor de don Nuño, abuelo de don Guillén y padre de don Manuel, con el cual se había criado desde niño el señor Antúnez.     Bajo muy funestos auspicios vino al mundo don Guillén Gómez de Lara, pues su nacimiento costó la vida a su madre doña Elvira de Carvajal. Su esposo don Manuel, vivamente afligido por tan dolorosa pérdida, cayó en la más profunda, melancolía, abandonó la corte y retirose a aquel solitario castillo para llorar a la mujer amada, cuya vida la implacable muerte había segado en la flor de sus años.     En vano el buen Gil Antúnez trataba de consolar a su amigo y señor en la aflicción inmensa, que le devoraba. Cinco años después, don Manuel Gómez de Lara descendió al sepulcro, dejando a su tierno hijo encomendado al afecto y sabiduría del buen sacerdote. Este desde entonces se dedicó con toda su alma a cumplir religiosamente la sagrada y noble misión que se le había confiado y que además era tan digna de su ministerio.     Gil Antúnez dio a su educando un condiscípulo de la misma edad y que le acompañaba siempre, tanto en sus juegos infantiles como en sus lecciones, y que, más adelante, fue el paje de confianza que tenía, don Guillén, el cual profesaba el afecto de un amigo a su servidor. Era éste hijo de una hermana de Gil Antúnez y se llamaba Álvaro del Olmo.     Ya más entrados en años, casi todas las tardes solían salir a caza los dos mancebos, los cuales llevaban su halconero, supuesto que daban la preferencia a la volatería.     Era esa hora misteriosa del crepúsculo, en que el espíritu se remonta a otras regiones con un sentimiento inexplicable de melancólica ternura.     El sol poniente doraba con sus últimos rayos las altas copas de las encinas del bosque, al trasluz de cuyos frondosos ramos veíase el encendido disco del astro central como un luciente y dorado globo cubierto por encajes de verdura.     A la entrada de la aldea, en la encrucijada de dos caminos y junto a un manso arroyuelo, que dulce y sonoramente murmuraba, veíase sobre un tosco pedestal, formado por cinco gradas, una elevada cruz de piedra. Cerca de aquel piadoso monumento, y sobre un repecho, levantábanse los muros de una casa que a la sazón se hallaba no poco destruida y desmantelada, si bien daba muestras de que en lo antiguo había sido habitación suntuosa de gente principal. Era la portada de piedra berroqueña, y en el frontis veíase esculpido un escudo de armas. A uno y otro lado de la puerta se veían altos poyos de mármol e incrustadas en la pared gruesas manillas de hierro, que fácilmente podía adivinarse servían para amarrar los caballos. Desde la puerta, en las paredes fronteras de un espacioso atrio, se distinguían numerosos trofeos de caza, que consistían en cabezas de jabalíes, de ciervos y de lobos; señal evidente de que los moradores de aquella mansión habían sido muy dados a los ejercicios venatorios.     Pero lo que más llamaba la atención era un nicho ricamente labrado y sito a la derecha de la fachada y en torno del cual pendían varios votos y milagros, que atestiguaban la piadosa devoción de los sencillos habitantes de la aldea, hacia Nuestra Señora de la Luz, cuya efigie, espléndidamente vestida y alhajada, veíase dentro del nicho, que cubría un tejadillo.     En el bosque cercano a la aldea, y junto a unos setos, veíase un caballero que pie a tierra tenía del diestro a su caballo. Pendiente del arzón delantero traía una hermosa garza real, que, a juzgar por las señas, había cazado el caballero con su gerifalte, que ahora lo traía encapirotado sobre el puño izquierdo, cubierto con su guante de gamuza. El cazador esparcía en torno sus miradas, como si aguardase a alguna persona.     Entretanto, a larga distancia y por el camino adelante hacia la aldea, veíanse caminar dos jinetes a buen paso y que iban en conversación muy tirada.     El primero de ellos era un mozo de gallarda presencia, y montaba un soberbio potro andaluz, negro como la noche y que manejaba con notable maestría.     El segundo representaba alguna más edad, y era un joven de mediana estatura, mofletudo y encendido como un fraile jerónimo. Su semblante risueño y su salud robusta, revelaban al hombre que sigue el curso natural de la vida sin calentarse los cascos por meterse en honduras, ni dársele un ardite por todos los filósofos y filosofías habidas y por haber.     Nuestro personaje, sin leer a Hipócrates y mucho menos a Raspaill (esto último le hubiera sido imposible absolutamente), había encontrado un excelente e infalible secreto para dormir de un tirón doce de las veinticuatro horas del día. Este secreto consistía en que desde que el sol aparecía en el oriente hasta que se hundía en el ocaso era testigo de las fatigas de nuestro caballero, ya cazando con venablo ciervos y jabalíes, ya corriendo liebres a caballo y con galgos, o ya cogiendo garzas con halcones y gerifaltes.     Igualmente había encontrado otro secreto para estar siempre encendido como un madroño y alegre como unas sonajas, y consistía en echarse entre pecho y espalda buenos tragos de lo más añejo para remojar los trozos de ciervo y jabalí, que devoraba con singular apetito y que sabía aderezar con tomillo y jengibre de una manera tentadora, aun para un muerto.     Según todas las trazas, este personaje tenía el oficio de halconero en la casa de algún señor principal de aquellos contornos. Iba montado sobre una jaca de color castaño, con un lucero en la frente, fina, y limpia de cuartillas, de ancho pecho y de redonda grupa. A tiro de ballesta denotaba aquel animal vigor y ligereza suma.     -¿Conque por fin es cosa resuelta, Pedro? -preguntaba el caballero, que iba un poco delante.     -Sí, señor; siempre que vuesa merced fuese servido de no desamparar a este pobre pecador; pues aunque Mari-Ruiz es la más garrida doncella de la aldea, al menos para mi gusto, con todo yo no me enamoro tan ciegamente que vaya por ello a dar desazón a mi señor natural... Pero si vuesa merced bien lo considera, verá que no hay inconveniente en que Pedro Fernández se case y que cuide con el mismo, y aun con mayor esmero que antes, de vuestros halcones, neblíes y sabuesos. Mi padre sirvió al vuestro, que Dios perdone, y yo le sucedí en el mismo oficio, y así...     -¿Tú también quieres perpetuar tu oficio de halconero?     -Me lo ha quitado vuesa merced de la lengua. ¿Qué otra herencia podré dejarle a mis hijos, sino que sean buenos halconeros y diestros cazadores para que sirvan bien a vuestros hijos?     -Sin duda, tus intenciones son muy laudables; pero yo, por mi parte he resuelto no casarme nunca.     -¡Es posible, señor! ¿Y qué ha motivado el que vuesa merced abrace semejante resolución?     -No tengo otra causa, sino la ausencia absoluta de todo deseo. Mi alma permanece tranquila como la superficie del lago que no riza el menor soplo de las auras. Pero esta tranquilidad solamente se refiere a los afectos personales, es decir, hacia personas determinadas.     Y no es porque haya en mi corazón indiferencia ni frialdad; al contrario, todas las criaturas me interesan vivamente. La naturaleza, el universo se refleja en mi alma como sobre un límpido espejo, y yo percibo a torrentes y resumo en mí mismo con maravillosa energía el sentimiento grande y sublime de la vida universal. Las estrellas del cielo, las aves del aire, las plantas de la tierra, montes, valles, cascadas, todo me causa emociones divinas e inexplicables. Yo contemplo el mundo con ojos gozosos como Adán contemplaba al paraíso en el primer momento de su existencia. ¡El amor es todo! No es el espíritu que fríamente conoce, ni tampoco la materia que tan solamente siente; el amor es el espíritu que piensa y el espíritu que quiere, unidos por un lazo tan eficaz como misterioso en la plenitud de una identidad suprema e inexplicable.     El joven filósofo se detuvo y permaneció algunos minutos con los ojos elevados al cielo y como absorto en una vaga meditación.     Luego continuó:     -Sin duda alguna el amor es la verdadera existencia; pero el amor puede amarse en sí mismo y en sí misma también puede conocerse la verdad. Yo hasta, ahora no he amado más que ideas. Ninguna mujer ha hecho aún latir mi corazón. Yo amo la humanidad, la virtud, la gloria, la ciencia; pero no he amado ni encontrado todavía ningún hombre idealmente virtuoso, ni célebre, ni sabio. Comprendo con mi entendimiento la ternura y la belleza de la mujer, creación divina y fecunda. Yo concibo perfecciones ideales en todo lo que puedo conocer, y siento en mí una facultad de concepción que es como la cúpula del entendimiento humano; facultad moral, facultad inteligente, facultad de amor o de aspiración, que me hace ver todas las cosas no como son, sino como deben ser... ¿Y quién se atreverá a acusarme de que no conozco los sublimes arrobamientos del amor? El alma de sí misma enamorada como inteligente y amante ¿no es agitada y conmovida en la íntima actividad de su recóndito santuario más dulcemente y con mayor pureza que por las groseras sensaciones del mundo exterior?... Por lo demás, buen Pedro, es preciso que entiendas que el alma puede amar a las creaciones y conquistas de su propia actividad, aun antes de exteriorizarlas.     -No digo que no.     -¿Comprendes bien lo que yo quiero decirte?     -Me parece que sí, señor. A mí me sucede cada jueves y cada viernes el experimentar como un trasluzón de esa especie de amor y de alegría de pecho adentro; no me explico bien, es una alegría de cabeza. ¿No es así, señor?     -Perfectamente, Pedro. Y cuándo experimentas esa alegría?     -Siempre que voy de caza y se me ocurre una estratagema nueva, es decir, completamente inventada por mi caletre. Y aunque no la ponga en práctica, no por eso dejo de alegrarme y de decir para mi coleto: «Por más astucias que tenga un animal, siempre vence una persona». Y cuando pienso que yo soy una persona, me gozo en mí mismo, la tierra me parece chica, y miro al cielo.     -No es eso exactamente lo que he dicho; pero al fin veo que me has comprendido más de lo que yo esperaba... ¡El alma en su santuario misterioso e íntimo es donde aparece más grande! -exclamó don Guillén, como absorto en sus profundos pensamientos.     -¡Qué bien dice el señor Gil Antúnez, que es un santo varón, al decir que vuesa merced es un pozo de ciencia! Yo, señor, por mi parte, soy un porro, que no sirvo más que para tratar con fieras y cuidar perros y halcones; pero así en confuso y como por un ensueño, yo barrunto que con la edad le han de venir a vuesa merced otros pensamientos acerca de eso de querer a las mujeres. A mí me sucedía lo mismo cuando era más muchacho. Es verdad que algunas veces me daba así una tristeza y una turbación, que yo mismo no lo puedo explicar. Esto me sucedía más particularmente cuando, en el rigor del verano, iba persiguiendo una pieza, y ya fatigado y molido buscaba la sombra de algunos árboles, a la orilla de un arroyo. Entonces sentía un gozo tan grande, que me hincaba de rodillas y me ponía a rezar, y sin poder remediarlo se me saltaban las lágrimas. Yo tenía necesidad de querer a alguien; pero como no tenía padre ni madre y estaba tan solo en este mundo... En fin, Dios me perdone; pero muchas veces miraba con envidia a los pajarillos, que en la copa de un árbol piaban dulcemente cuando su madre venía a traerles la comida. Ellos aleteaban y abrían los picos, y me parecía como que se besaban contentos en su nido, nada más que porque había padres, hijos y hermanos. Y cuando en estos momentos de murria me saltaba alguna cierva con su cervatillo, no tenía valor para matarla, porque decía: este pobre animalito se va a quedar sin madre. Yo en aquellos momentos sentía que el corazón se me quería salir por la boca de angustia y de pena, y así, cuando llegaban estas horas, me parecía que allá a lo lejos, en el sitio más delicioso del bosque, veía a una mujer con sus hermosos cabellos negros tendidos sobre la espalda, vestida de blanco, y que, llorando de compasión hacia mí, extendía sus brazos para consolarme en mis horas de cansancio, después de las fatigas de un día de caza. El semblante de Pedro, de ordinario risueño, tomó una expresión notablemente sentimental, que cuadraba muy bien con la sencillez de su traje y modales.     Don Guillén Gómez de Lara contemplaba con extrañeza a su halconero. Siempre le había tenido por una naturaleza ruda y poco espiritualista; pero entonces comprendió que hay una fuente de ternura inagotable que, sin libros ni estudios, brota al espectáculo de la naturaleza llena de vida y de amor, y que las aves y las fieras enseñan a los hijos de las montañas a conocerse a sí mismos, o, por decirlo mejor, a sentir dentro de su propia alma, el alma que vivifica al universo.     -Un día, -continuó Pedro Fernández-, encontré en la fuente a Mari Ruiz. Yo venía ahogado de calor, y ella voluntariamente se me anticipó, diciéndome: « ¡Pobre Pedro! ¡Qué fatigado vienes! Toma y bebe agua de mi cántaro, que estará más fresca. Yo la miré con agradecimiento, y después de haber saciado mi sed, no me atrevía a separar mis ojos de ella. Aquel día había yo cazado un nido de mirlos, se lo regalé y se puso tan contenta. Al separarnos le dije: «Adiós, María. El cielo te pague tu buena voluntad para conmigo». Ella se puso muy colorada, y se despidió con una amable sonrisa, después de haber estado entretenida en acariciar a un pequeño sabueso, cachorrillo que había sacado por la primera vez al campo. El perro la siguió retozando, y por más que yo lo llamaba, no quería volver. Entonces ella me dijo: «¿Me lo quieres regalar?» Yo le respondí: Con mucho gusto, María; cuídalo bien y acuérdate de mí. Desde entonces casi todas las tardes encontraba a María en la fuente, y cuando yo algún día me tardaba, aun cuando estuviese media legua distante, el perro fiel iba a anunciarme que mi amada me estaba ya aguardando junto a los chopos de la fuente... Así han pasado tres años, y aun cuando yo la quería más que a las niñas de mis ojos, con todo y con eso, no había pensado nunca en casarme; pero ahora no puedo quitarme de la cabeza este pensamiento, pues no hay cosa como los años para que los hombres cambien. Por eso le decía a vuesa merced que algún día pensará de otra manera.     -Por ahora, a lo menos, estoy muy distante de pensar en tal cosa.     -Lo comprendo, señor. Al tiempo se le ha de dar lo que es suyo, y no hay cosa mejor para vivir contento como es seguir buenamente los consejos de aquello que tengamos sobre el corazón, siempre que a nadie pueda causarle mal.     -¡Muy bien dicho! Ahora bien, ¿quién es la doncella con quien pretendes casarte?     -Señor, es Mari Ruiz, la moza más garrida de la aldea.     -¿De quién es hija?     De Fernán Ruiz, el rentero más rico de los heredamientos de vuestra casa. Es un hombre honrado a carta cabal, cristiano viejo, labrador asaz inteligente, y que en sus mocedades nadie le sobrepujaba para esto de domar un potro cerril, para tirar a la barra o para jugar un partido de pelota.     -Y ya esta tarde no la verás, ¿eh?     -Ya hace unos días que no la veo, porque está en el convento de Nuestra Señora de la Luz.     -¿Acaso tratan de que sea monja?     -No, señor; sino que allí tiene una hermana profesa, y ha ido a cuidarla, porque parece que está muy malita. ¡Dios quiera aliviarla pronto!     La noche con su séquito de sombras iba avanzando a pasos de gigante.     Ya se encontraban amo y mozo muy cerca de la aldea, cuando ambos, por un movimiento simultáneo, detuvieron el paso de sus cabalgaduras y se pusieron a escuchar.     -¿Has oído? -preguntó el caballero.     -¡Cáspita! ¡Ruido de espadas!     -Y lamentos de una mujer.     -¡Qué diablos de aventura!     -¿Le habrán atacado a Álvaro del Olmo?     -Otras cosas puede haber más lejos.     -Efectivamente, ya debíamos haberlo encontrado.     -La garza que perseguía su gerifalte debió caer por estos contornos.     -Vamos a ver qué es ello.     -El ruido suena hacia la casa de los Vargas.     El lector recordará sin duda la casa que hemos mencionado, que estaba fuera de la aldea, y que a un lado de la puerta tenía una imagen de Nuestra Señora, colocada en un nicho.     La oscuridad iba aumentando por grados, y las campanas del convento comenzaban a tocar las oraciones.     Los dos jinetes precipitáronse espada en mano hacia el sitio donde sonaba la pendencia, y con no poca admiración descubrieron dos hombres a caballo que peleaban encarnizadamente; pero que, a fuer de bien nacidos, no hablaban una palabra. El uno de los contendientes presentaba un aspecto extraño, pues parecía un fantasma negro y blanco. Iba vestido con un cumplido sayo negro, y con su brazo izquierdo sujetaba difícilmente a una mujer vestida con un cándido brial y que pugnaba con extraordinaria tenacidad por desasirse del violento raptor. Este con la diestra mano paraba los repetidos golpes que le asestaba su contrario, el cual ponía todo su empeño en cerrarle el paso, de manera que al robador de doncellas no le quedaba otro recurso que huir hacia la aldea, cosa que por lo visto no le convenía.     Ambos combatientes estaban a caballo y se defendían con igual destreza y fortuna.     En esto llegaron don Guillén y su halconero tan sorprendidos como ajenos de la causa que podía motivar aquella pendencia.     -¡Paz, caballeros! -exclamó el de Lara.     -¡No, no es posible que haya paz entre nosotros! -respondió uno de los dos adversarios-. Don Guillén, ayúdame a libertar a esa doncella... ¡Estoy herido!     -¡Álvaro! -exclamó don Guillén-. ¿Tú por aquí? Bien me lo daba el corazón que te hallabas en algún peligro.     Estas breves palabras se cruzaron rápidamente; pero sin que dejasen de reñir los dos contrarios.     El hombre del sayo negro comprendió que con los recién llegados su derrota sería segura, por cuya razón trató de ponerse en salvo, arremetiendo con no vista presteza y con valeroso ímpetu hacia los tres enemigos. De este encuentro cayó mal parado el buen Álvaro del Olmo, que ya también se hallaba algún tanto debilitado por la sangre que había vertido. Pedro Fernández acudió en socorro de Álvaro, mientras que don Guillén Gómez de Lara, metiendo espuelas a su poderoso alazán, se precipitó a una frenética carrera en seguimiento del misterioso caballero.     Desde luego era muy fácil de notar el obstinado empeño del raptor en no ser conocido, y tal vez por esta misma razón despertáronse aún más vivos deseos en don Guillén de alcanzar y conocer al fugitivo.     La blanca luna comenzaba a levantarse en el azul del cielo, derramando su misteriosa luz en la campiña. A sus reflejos pálidos veíanse galopar dos corceles que parecían la personificación de los vientos.     De vez en cuando se escuchaba un grito lastimero, que venía a servir de nuevo estímulo a don Guillén para perseguir al incógnito.     De repente una figura blanca saltó en el suelo y se dirigió como a refugiarse hacia el caballo que montaba don Guillén. Este detúvose al punto para proteger a la doncella, que acababa de desasirse de los brazos de su raptor.     -¡Amparadme, caballero! -exclamó la hermosa virgen toda trémula y confusa por los esfuerzos que acababa de hacer para libertarse de su enemigo.     -Descuidad, bella señora, que antes que vos fuerais ofendida la muerte habría paralizado mi brazo protector.     Y así diciendo, el de Lara asió a la doncella y la colocó en su caballo.     Por muy breves instantes que en esto tardaron, cuando volvieron a mirar por el camino adelante, ya, no divisaron al misterioso caballero, cual si la tierra se lo hubiese tragado.     Acaeció que el raptor, no pudiendo contener a la hermosa joven, detúvose algún tanto como si vacilase entre volver a recobrar su preciosa fugitiva o alejarse sin ser conocido. Esta última consideración debió de ser decisiva en su ánimo, supuesto que, apretando los acicates a su trotón, desapareció rápido como un relámpago.     Don Guillén se creía víctima de un sueño, pero de un sueño encantador. Cuando menos lo pensaba encontrose el héroe principal de una aventura romancesca, habiendo hecho la casualidad que él fuese el libertador de una gentil y apuesta doncella que le miraba con la efusión del agradecimiento, con el abandono de la soledad, con la ternura del amor.     -¿Me permitiréis, señora, que os pregunte quién es ese caballero? Según lo poco que puedo deducir de lo que he visto, paréceme que os llevaba contra vuestra voluntad.     -Sin duda alguna, señor don Guillén.     -¡Ah! ¿conocéis mi nombre?     -¿Y quién no lo conoce en esta comarca?     -Soy muy dichoso, señora, de que así sea por vuestra parte; por la mía, siento deciros, hermosa doncella, que no tengo el honor de conoceros.     -No lo extrañó, a pesar de vivir en vuestra misma aldea.     -¡Es posible!     -Sí, señor, en la casa de los Vargas, donde está la imagen de Nuestra Señora de la Luz.     -¡En la casa de los Vargas! ¿Acaso pertenecéis a esa familia?     -Sí, señor don Guillén.     -Parece que esa casa ha estado mucho tiempo deshabitada.     -Así es la verdad.     -En ese caso, señora, ya no extraño el crimen de no conoceros. Supongo que no hará mucho tiempo que habitáis en la aldea.     -En efecto, aún no hace tres meses que mi madre trasladó su domicilio.     -¡Tres meses! ¡Tanto tiempo! ¡Cuán desgraciado he sido en no haberos conocido antes!     -Vivimos muy retiradas.     -Yo también casi siempre estoy de caza o estudiando en mi castillo. Estas son las dos ocupaciones de mi vida.     -Ocupaciones muy propias de un caballero... Sin embargo, algunas personas que tienen el mismo género de vida que vos, me han conocido mucho antes, -dijo la joven con cierta coquetería.     -¿Y quién? -preguntó don Guillén frunciendo las cejas.     -Es muy fácil de adivinar.     -¿Tal vez Álvaro del Olmo?     -Justamente.     Don Guillén Gómez de Lara estaba dotado de un carácter soberanamente altivo; así es que trató de dominarse para no dar a entender los verdaderos sentimientos que la doncella le había inspirado.     -Efectivamente, -dijo el mancebo-, recuerdo que mi amigo Álvaro me ha hablado de una dama que le había inspirado amor... Es posible que hablase de vos... ¿Es cierto que él es vuestro amante?     -No, señor, don Guillén; no he dicho yo tanto.     -Creí haber entendido...     -Me he limitado solamente a decir la verdad, y es que vuestro amigo me conoce.     -¿Y cómo esta noche estaba peleando con vuestro raptor?     -Todo ha sido obra de la casualidad... Y por cierto que se apareció en un momento muy oportuno para mí, y que por su generosa conducta le debo la gratitud más indeleble.     -Mi amigo, señora, es un cumplido caballero, -dijo don Guillén con cierta complacencia.     Sin embargo, en el acento del joven un observador profundo habría podido leer un no sé qué de amargura y despecho.     Después de algunos minutos de silencio, el de Lara volvió a preguntar:     -Pero ¿no me diréis, señora, quién es ese mal caballero que por fuerza pretendía arrebataros?     -¡Ay! -exclamó la doncella-, me cansa horror solamente el pensar en ese hombre odioso... Y cuidado que yo no soy nada tímida;-añadió la encantadora joven haciendo un precioso remilgo.     -Ya he visto que en esta ocasión os habéis conducido con una serenidad de ánimo que yo no esperaba. Cuando os vi saltar del caballo ligera como una cervatilla, temblé por vos, temí que os hubieseis hecho algún daño.     -Yo aguardé a que mi raptor estuviese descuidado; y como confiaba en vuestra protección, no vacilé un instante en llevar a cabo mi proyecto, y ya habéis visto que me salió a medida de mi deseo. Me arrojé al suelo de pronto, y felizmente caí de pies. Yo estaba además segura de que ese hombre no os aguardaría. Él debe conoceros, y sin duda alguna temía que vos le conocieseis.     -¡Cosa más extraña! ¿Y vos no le conocéis?     -Le conozco por el aire del cuerpo; pero nunca le he visto el rostro. ¿No observasteis que lo llevaba cubierto con un antifaz?     -Yo solamente he podido distinguir un bulto negro; pero en cuanto a vos, supongo que no será esta la primera vez que lo habéis visto.     -Así es la verdad; lo he visto varias veces junto a la cruz de piedra, que está cerca de la aldea, en la encrucijada de los caminos.     -¿Acaso os daba citas?     -No, por cierto.     -De cualquier modo, quiero decir que le veláis, porque tal era vuestro deseo.     -Porque no podía evitarlo. Yo tengo la devoción de salir todas las noches al toque de oraciones a encender los faroles de la sagrada imagen de Nuestra Señora de la Luz. Pues bien, muchas noches lo encontraba allí y me requería de amores.     -¡Infame!     -Yo no podía menos de mirar con horror a aquel misterioso personaje, cuyo rostro jamás he podido ver completamente.     -¿Y vos cómo no salíais acompañada?     -No quería decirle nada a mi madre por no afligirla... ¡y como las dos vivimos solas!... ¡Cuántas desgracias han caído sobre mi familia!     -He oído, en efecto, referir terribles historias de la casa de los Vargas.     -Ese hombre extraordinario, de cuyas manos me habéis libertado, había conseguido despertar mi curiosidad más vehemente, supuesto que anoche me dijo que tenía, que hablarme de mi padre... Habéis de saber, don Guillén, que yo he sido muy desgraciada, y que no he tenido la dicha de conocer a mi padre, calumniado y perseguido cruelmente por sus enemigos. Es imposible que nadie haya querido a su padre, sin conocerlo, tanto como yo...     -Pero ¿acaso vive?     -Según todas las trazas, parece que no ha muerto; aunque por tal lo he llorado yo mucho tiempo, así como también mi madre. Ese hombre, pues, me prometió decirme en dónde se encontraba mi padre, y habiéndole yo hecho ciertas preguntas acerca de varios pormenores de mi familia, me he convencido de que, en efecto, conoce mi historia aún más a fondo que yo misma... Y he aquí la verdadera causa de que yo no haya esquivado su encuentro, y porque además nunca creí que sus intenciones fuesen tan pérfidas y viles, como las ha manifestado esta noche. Repito que yo más bien estaba deseosa de que llegase la hora en que el incógnito solía estar al pie de la cruz, para que me refiriese todo cuanto me había prometido acerca del paradero de mi padre, tan querido como llorado. Pero esta noche no dejó de sorprenderme el verlo a caballo, cuando siempre había venido a pie y con un ademán modesto y tímido, aunque siempre extraño y misterioso. Yo me dirigía, según tengo de costumbre, a encender los faroles de Nuestra Señora, cuando de repente me sentí violentamente asida por la cintura. A pesar de que os he dicho que no soy nada tímida, fue tan grande, sin embargo, la impresión que recibí de sorpresa y de terror, que ni aun tuve fuerzas para exhalar un grito y mucho menos para impedir que aquel hombre infernal con su mano de hierro me colocase en su cabalgadura. Ya se disponía mi raptor a partir, cuando súbito apareció vuestro amigo, tomando mi defensa.     -Tal vez lo habría estado observando todo.     -Es muy probable; pues muchas veces lo he visto entre unos setos poco distantes de la cruz, en donde, al parecer, os estaba aguardando a vos y a vuestro halconero.     -Con frecuencia suele suceder como vos decís, especialmente cuando alguna pieza ya muy tarde vuela hacia la aldea, supuesto que el que la persigue no quiere volver a desandar lo andado.     -Lo demás ya lo sabéis, y sin vuestra oportuna llegada, no sé qué hubiera sido de mí.     -Soy muy dichoso, señora, por haber contribuido en algo a vuestra libertad.     -¡Oh! Y yo bendigo mil veces el susto que he pasado, porque... ¡Cuán hermosa noche hace! -exclamó de pronto la joven, casi sonrojada de haber dicho demasiado, dejándose dominar por la amorosa fascinación que en ella ejercían los negros y brillantes ojos del agraciado mancebo.     Ambos jóvenes olvidaron completamente al hombre misterioso, y durante algún tiempo permanecieron silenciosos y extasiados contemplándose mutuamente.     -¡Cuan hermosa era la doncella!     La rosa y la azucena se dividían por igual el imperio de aquel rostro divino; en sus negros ojos brillaba la pasión con todos sus incendios, y su talle flexible y delicado semejábase a la palma de Delos, temblorosa al suave impulso de los céfiros.     Nunca Fidias ni Praxiteles ni Timantes en sus divinos sueños de artistas vislumbraron un rostro tan perfecto ni una expresión más seductora. Las brisas de la noche jugaban con su rica y perfumada cabellera, formando graciosas ondas de bruñido ébano sobre la airosa espalda de nieve, y en su linda boca, que respiraba amores, brillaban el coral y las perlas.     Elvira, tal era su nombre, encubría bajo el finísimo cendal el cándido seno, agitado blandamente torneado por la mano de las Gracias. Los ojos codiciosos del mancebo se fijaban imprudentes sobre el blanco y celoso brial, débil muro que resistía a las ansiosas miradas; pero que no bastaba a detener el pensamiento, que traspasa la seda, como al través del cristal penetran los rayos del sol.     Mariposa de espléndidos matices y rapidísimo vuelo y la imaginación se lanza al espacio brillante de las ilusiones y contempla mil bellezas que pinta a su deseo y adora a su gusto; pero incauta se precipita en la llama que la devora.     La soledad con sus misterios, la noche con sus tinieblas, la hermosura con sus encantos, la juventud con sus ardores, todo despertaba, en don Guillén emociones tan enérgicas como desconocidas.     Añadíase a esto el vértigo delicioso de una rápida carrera, el dulce calor del brazo de Elvira asida al caballero y el irresistible magnetismo de sus recíprocas miradas, en las que cada cual bebía a torrentes el filtro calenturiento del amor.     Don Guillén Gómez de Lara detuvo de repente su caballo, contempló por algunos instantes a la encantadora Elvira, después alzó sus ojos al cielo, exhaló un profundo suspiro, y por último puso al paso su alazán. Sin duda alguna el mancebo trató de dilatar algún tanto el momento de una separación dolorosa. Cuando llegasen a la aldea, su ventura se desvanecería como un sueño.     -¡Cuánto os amo! -dijo don Guillén de pronto y como fuera, de sí.     La hermosa Elvira, cubierto el rostro de amable rubor, bajos los ojos, palpitante el pecho, permaneció silenciosa.     Don Guillén suspiró.     Después de algunos momentos dijo con voz muy conmovida:     -¿Me perdonaréis la libertad de haceros una pregunta?     Elvira inclinó la cabeza afirmativamente.     -Decís que conocéis a mi amigo... ¿Amáis a Álvaro?     -No.     -¿Pues no decís que él os ama?     -No he dicho tal, sino que me conoce; y aun cuando me amase, no se deduce por eso que yo le ame.     En esto llegaron a las inmediaciones de la aldea y les salieron al encuentro Pedro Fernández y Álvaro del Olmo. Este se hallaba herido, aunque levemente, en un brazo.     Todos se dirigieron hacia la pequeña población, y el enamorado Álvaro no apartaba ni un instante los ojos de la gentil doncella, que le había inspirado la pasión más volcánica.     Sin embargo, don Guillén tuvo tiempo y ocasión, sin que su amigo lo notase, de hacer a Elvira esta pregunta en voz muy baja:     -¿Pudiera yo tener la dicha de hablaros mañana?     -Tal vez.     -Desearía que fuese muy tarde, a media noche, por ejemplo. ¿Será fácil?     -No es imposible. ¿Y por dónde?...     -Estad a media noche en la puerta del jardín.     Don Guillén clavó una mirada fascinadora en Elvira, una mirada de agradecimiento, de amor, de felicidad por la esperanza de verse a la noche siguiente.     En esto se detuvieron todos delante de la casa de los Vargas, en cuyo patio encontraron a una anciana llorando amargamente. Elvira se precipitó en sus brazos, exclamando:     -¡Madre mía!     -¡Hija de mi alma! ¡Qué dolor me has hecho pasar! He llorado por tu ausencia, te lloraba perdida y he rezado a la Virgen para que te protegiera y me concediese la dicha de estrecharte entre mis brazos. ¡Hija mía, ven, ven acá!... ¡Sagrada Virgen! ¡Gracias por tu bondad infinita!     La joven y la anciana se estrecharon, formando un tierno grupo en que el maternal amor y el respeto filial se ostentaban reunidos por un abrazo cariñoso. Los circunstantes presenciaban esta escena con tanta mayor emoción, cuanto que ninguno de ellos tenía padres. ¡Los tres eran huérfanos!     Elvira refirió brevemente a su anciana madre el peligro que había corrido y la manera como había sido defendida y salvada, por aquellos caballeros. La tierna madre, llorando de alegría, les dio las gracias por su generosa conducta, y les ofreció la hospitalidad, tan pobre de conveniencias como rica de afecto, que le era dado brindarles. Desde aquel mismo momento miró con el más entrañable cariño a los protectores de Elvira, y hubiera sido capaz hasta de ser su esclava. ¿Qué no hará una madre por el que le restituye el tesoro de su ternura?     Los caballeros rehusaron, y en el semblante de la anciana se pintó el más profundo respeto al saber que el libertador de su hija era don Guillén Gómez de Lara, el opulento señor de muchas villas y castillos.     Igualmente cuando la joven dio las señas del hombre misterioso que había tratado de robarla aquella noche, la infeliz anciana se estremeció de terror como el que en los horrores de una pesadilla se siente caer en un abismo sin fondo.     -¡Oh! -murmuró-. ¡Siempre ese hombre infernal! ¡El enemigo implacable de los Vargas!...     De repente la anciana se detuvo y guardó silencio, como una persona que teme decir imprudentemente palabras o secretos que la comprometan.     -Todos comprendieron que alguna terrible historia de odio y de venganza debía encerrarse en aquella noble familia, a la sazón reducida a la oscuridad y a la miseria.     Nuestros caballeros, a fuer de discretos y corteses, respetaron aquel silencio, despidiéronse de la anciana y de su hija, y en seguida se encaminaron al castillo en donde ya les aguardaba el señor Gil Antúnez, impaciente y cuidadoso.     Aquella noche, mientras que su escudero le ayudaba a desnudarse, don Guillén pensaba en la belleza de Elvira, en su ternura, en sus desgracias, y sentía derretirse su alma en el fuego de un amor infinito.     Pero luego volvió a recordar que al despedirse, la joven había dirigido una sonrisa al buen Álvaro del Olmo, que por defenderla había sido herido. ¿Era gratitud? ¿Era amor? El recuerdo de aquella sonrisa, que en los labios de la hermosa brilló como un rayo de la luz del cielo, derramaba en el alma de don Guillén todas las torturas del infierno. Álvaro era su compañero, su amigo, casi un hermano, y a pesar de todo esto, aquella noche, durante la cena, ni le había dirigido la palabra, y ni aun siquiera se había informado de la gravedad de su herida. Don Guillén, hasta entonces siempre tranquilo, siempre dulce y cariñoso, no podía menos de reprocharse su dureza. Aquella noche, abismado en la deliciosa contemplación de la encantadora Elvira, había creído entrever un paraíso; pero ¡ay! al primer pensamiento de amor acompañaba también el primer pensamiento de odio. ¡Miserable naturaleza humana!     Don Guillén, siguiendo la costumbre de una inteligencia cultivada y en alto grado propensa a razonárselo todo, trataba de descifrarse los misterios que había levantado en su corazón la sola presencia de una muchacha. ¿Qué soplo mágico, qué misterioso encanto, qué fuerza sobrenatural poseía aquella débil criatura para arrojar tantas y tan negras nubes en el cielo poco antes sereno y límpido de su existencia? Pero don Guillén se atormentaba en vano. El joven sabía raciocinar; pero sólo conocía la vida humana bajo este punto de vista exclusivo. A su entendimiento se escapaba esa encarnación misteriosa, tan bellamente simbolizada en el cristianismo, ese lazo que une el espíritu y la materia, la idea y el sentimiento, el ser y la existencia, de donde surge la vida en toda su plenitud de pensamiento y de acción. Don Guillén no veía la medalla más que por el anverso. Ahora comenzaba a navegar por el mar tempestuoso de las pasiones.     Durante largo rato el joven permaneció silencioso, pensativo y ceñudo.      Al fin exclamó con un acento terrible:     -¡Eso es! ¡Maldito sea mi amigo! ¡E1 amor es lo más divino que existe sobre la tierra! No es el amor lo que emponzoña mi alma... ¡Son los celos! Si mi amigo no existiera, ¡cuán feliz sería yo esta noche! Álvaro es la mancha de ese brillante sol que hoy ha querido Dios revelarme... ¡Hoy es el gran día de mi vida! ¿Cuándo se extinguirá su recuerdo?... ¡Cuán hermosa es!... Por un beso de su boca, padecería yo siglos de torturas... ¡Oh Dios potente! ¿Qué es lo que pasa por mí? ¿Qué fuerza tan inmensa es la que conmueve todo mi ser? Hasta ahora yo había vivido dentro de mí mismo, mi alma no buscaba el poseer nada fuera de ella, y ahora se arroja frenética en las alas de su deseo... ¡El deseo! He aquí la palabra, he aquí el verdadero nombre de esa fuerza que yo desconocía, de esa aspiración que hierve en mi pecho y me arrebata a otras regiones. El deseo, como un relámpago en la oscura noche, ha esclarecido todos los abismos de mi existencia. Desde hoy la nave ha desplegado sus velas; mares desconocidos, nuevos horizontes se presentan a mi vista... ¡Señor de las tempestades, yo te imploro!     El aposento estaba pálidamente iluminado por una lamparilla de plata que ardía sobre una mesa situada junto al lecho donde estaba sentado el hermoso caballero. En la mesa veíanse muchos volúmenes que aquella noche, contra la costumbre del mancebo, no habían sido hojeados.     Verdaderamente era un espectáculo interesante aquel joven en las altas horas de la noche, inquieto y caviloso, afligido y feliz a un mismo tiempo, según pensaba en Elvira o en Álvaro; pero esta doble faz de su pensamiento era casi simultánea. No existe la luz sin las tinieblas.     Largo rato permaneció don Guillén reclinado sobre las almohadas, apoyado el bello rostro en su mano derecha, desmelenado, pálido y lloroso. Las lágrimas, como la lengua, sirven para expresar las cosas más diametralmente opuestas. La lujosa colgadura, que sirve lo mismo para festejar al vencedor de ayer y a su contrario, vencedor hoy: he aquí lo que son las lágrimas. ¡Así es el hombre! A las más grandes alegrías, como a la tristeza, las festeja y recibe también con llanto.     La lamparilla destellaba una luz moribunda hasta que, por último, llegó a extinguirse completamente. Entonces el aposento quedose sumergido en la oscuridad. El joven experimentaba un vértigo sofocante; su sangre inflamada circulaba por sus venas como plomo derretido; sentía que se ahogaba; las tinieblas le oprimían como un manto de piedra. Levantose y abrió una ventana que daba al campo y desde donde se descubría la solitaria casa de Elvira.     El astro de la noche comenzaba a ocultarse en Occidente, y a sus rayos moribundos contempló el triste mancebo las solitarias campiñas. Todo yacía en plácido reposo. Es verdad que se escuchaban algunos ruidos; pero ¿cuándo la voz de los vientos cesa de conducir en sus alas esos vagos rumores, símbolos del espíritu de vida que recorre el universo?     Las brisas de la noche remedaban mil perdidos acentos entre los cipreses de la huerta del monasterio de Nuestra Señora de la Luz: de vez en cuando se oía el chirrido de la lechuza que penetraba a chupar el aceite de la lámpara del claustro, y la corneja repetía a intervalos sus lúgubres lamentos. Y allá a lo lejos se escuchaban los ladridos de los perros, las cencerras de las yeguas, el murmurar de un caudaloso arroyo y veíanse brillar las luces y hogueras de algunas alquerías y ganaderos.     Aquel espectáculo solemne de la tranquila noche, la moribunda luna, las melancólicas estrellas, tanto plácido murmurio, tanta vida serena y apacible, como ostentaba la naturaleza bajo mil formas distintas, todo esto impresionó fuertemente el ánimo de don Guillén. Le parecía que aquella noche todos los objetos le impresionaban de un modo singular, con una fuerza desconocida, encontrando en ellos un lenguaje simbólico, una armonía misteriosa y sublime, un cántico celestial, un himno sin fin, un concierto majestuoso y opulento de melodías que hasta entonces nunca había escuchado.     El joven en aquel momento estaba verdaderamente hermoso. Su levantado pecho palpitaba de entusiasmo, y en sus negros ojos brillaba el sagrado fuego de la inteligencia y del sentimiento, la inspiración.     -¡Salve, argentada luna! -exclamó de pronto extendiendo sus brazos al cielo-. Yo te saludo, astro solitario, desde mi triste morada. ¡Oh! Nunca hasta ahora he comprendido en tan alto grado el encanto delicioso, la emoción divina, la voluntad inefable en que baña mi alma tu tímida luz, casta diosa de los bosques. ¡Si yo pudiera volar a ti y reclinar mi ardiente cabeza sobre tu cándido seno!     El joven permaneció extático largo tiempo contemplando la bóveda estelante.     ¿De dónde procedían estas nuevas aspiraciones que con tanta fuerza sentía y que con tanto afán procuraba descifrarse?     -¡Amor! -prorrumpió saliendo de su arrobamiento-. ¡Amor! ¡Amor! Me parece que sobre tus alas de oro y armiño me elevo rápidamente a las esferas etéreas, y que mi espíritu, surcando los espacios luminosos, encuentra nuevas vías de actividad entre mil torrentes de inefables delicias... Pero ¡ay! ¿Por qué son así los hijos de la tierra? ¿Por qué la estrella ardiente, inmortal y volátil de mi ser se encuentra encerrada en una caja quebradiza, inmunda y perecedera? ¿Por qué la revelación del amor eterno y divino nos ha de ser dada en una mujer frágil y acaso indigna? ¿No ha de haber bien sin mal? ¿Es preciso medir lo inmenso con una mezquina pértiga? ¿Por qué ver un océano sin orillas y no poder tragar más que una gota de agua? ¡Miseria! ¡Miseria! ¡Siempre luz y tinieblas!... ¡Oh, Dios mío! ¡Qué turbación tan profunda! ¡Cuánta hirviente lava encierra mi pecho! Hoy comienzan las luchas, las ansiedades, los deseos vehementes, la dicha profunda a la par que turbulenta y desgarradora, los celos, la ponzoña del odio, el fuego del amor. ¡Ah! ¡Todas las pasiones, todos los vientos desencadenados, todos los huracanes de la juventud! ¡Adiós para siempre, tranquilas noches de hermosos sueños, dulces días de reposo, recreos inocentes, sencillas emociones, adiós!... La paz huyó de mi corazón para nunca más volver... ¡Huyó para siempre, para siempre, para siempre!...     Después de algunos momentos de profunda meditación, el joven tomó una actitud erguida, osada, como provocando al destino, una actitud de luchador en los juegos de Olimpia.     -¿Y bien? -dijo-. ¿Qué importa? Pensar, sentir, amar, aborrecer... ¡Esto es vivir!... ¡Que se desaten los lazos de mi entorpecimiento letárgico... Ella ha sido para mí como la vara de Moisés, que hizo brotase un manantial de la peña... ¡Corran, pues las fuentes de la vida tanto tiempo cegadas! ¡Que bramen los huracanes! ¡Que reluzcan los relámpagos!... ¡Que rujan los truenos! ¡Nunca las ondas del mar saben elevarse a los astros sino en el furor de las tempestades!...     Don Guillén, después de fijar una última mirada en la casa de Elvira, cerró la ventana y se dirigió a su lecho.

 
Capítulo IVLa cita     ¿Quién puebla los bosques de napeas y silvanos, los aires de sílfidas y genios y los mares de ondinas y nereidas? ¿Quién da sonrisa a la aurora y melancolía al crepúsculo? ¿Quién da formas, vida y colores al mundo seductor de las ilusiones? ¿Quién a su vez extiende el velo brillante de la ilusión sobre la creación entera? ¿Quién posee ese soplo mágico que infunde realidad a las ideas y sentimientos a lo insensible? ¿Quién sabe fabricar ese espejo encantado, en el cual se mira la imagen pura de todas las cosas sin mezcla de imperfección? ¿Quién ha sabido encontrar ese cielo jamás oscurecido por la noche y coronado por un sol que nunca sale, nunca se pone y que brilla eternamente? ¡Amor! Tú eres la verdadera fuerza del hombre, y solamente con los resplandores de tu divina hoguera es como pueden contemplarse las maravillas de la creación. ¡Amor! ¡Amor! Tu soplo fecundo es el que esparce sobre el universo mil sublimes melodías, mil deliciosos aromas que regocijan al alma como a las flores el rocío. ¿Quién entenderá la eterna conversación de la tierra con el cielo, si tu dulce llama no ilumina su inteligencia? ¡Amor! Tú eres inteligente, tu eres sensible tu eres creador. Aun en la misma estación de los hielos, tú sabes sembrar las más bellas flores de la primavera sobre los pasos de la mujer querida.     ¡Con cuánta impaciencia aguardaba don Guillén el delicioso instante de ver a la encantadora Elvira!     Era la media noche. Todo en la aldea yacía en el más profundo silencio. Un hombre cuidadosamente rebozado se dirigía hacia la puerta del jardín de la casa de los Vargas. Apenas llegó al sitio que hemos indicado, tendió una mirada escrutadora en torno suyo, y después comenzó a llamar muy suavemente en el postigo del jardín. Nadie le respondió.     Algo impaciente adoptó el partido de dar algunos paseos, rondando las tapias del jardín de Elvira.     Súbito detúvose y fijó sus ojos atentamente en un punto, como si hubiese divisado algún objeto que le inspirase la más viva atención. Habla creído ver dos bultos cruzar por delante de sus ojos.     La noche estaba hermosa y serena, la luna brillaba en el cielo en toda la plenitud de su plácido esplendor. Solamente el viento que corría era un poco frío; pero la claridad de la luna hacía fácil cualquiera investigación que se intentase.     El gallardo mancebo se encaminó resueltamente hacia el punto en donde le había parecido ver los dos bultos; pero, con grande admiración suya, a nadie descubrió. Todas sus investigaciones fueron inútiles hasta que, por último, vino a convenir consigo mismo en que se había engañado.     Don Guillén volvió inmediatamente a la puerta del jardín, centro sobre que gravitaba y norte de su esperanza.     Volvió a llamar con el mismo recato que antes.     ¡Oh! ¡Cuán bello es ese momento en que el apuesto galán aguarda ver a la hermosura que adora! ¡Cuán dulcemente palpita su corazón! ¡Cuán suavemente las alas del amor agitan su cabellera! Mil nacaradas tropas de placeres, como cándidos celajes, vuelan en torno de su frente, mil nuevos sentimientos agitan con delicia su corazón.     Don Guillén había visto mil veces las pintorescas cercanías de la aldea en las hermosas noches de Mayo, cuando los ruiseñores cantan, cuando las luciérnagas brillan, cuando sonríen las praderas, cuando las pintadas flores exhalan sus perfumes. Pero nunca había experimentado lo que sentía ahora en los mismos sitios, en una noche de Diciembre. ¿Qué nueva fuerza había aparecido en su ser? ¿Por qué ahora veía nuevas bellezas en todos los objetos? Porque miraba al trasluz del mágico lente que el amor ponía delante de sus ojos.     El joven creyó escuchar unos pasos ligeros que cada vez más se aproximaban a la puerta.     Luego oyó una voz suave y misteriosa que dijo:     -¿Sois vos, don Guillén?     -Señora mía, yo soy, que aguardo con impaciencia el veros.     -Tened la bondad de ir por la reja.     -¿Y en dónde está?     -Siguiendo las tapias del jardín, a mano izquierda la encontraréis.     -Allá voy.     El mancebo se dirigió rápidamente al punto de signado, en donde ya encontró a la encantadora doncella envuelta en un capotillo de terciopelo negro, que hacía resaltar maravillosamente la blancura de aquel rostro seductor, que venía a iluminar un débil rayo de luna.     Durante algunos momentos, ambos jóvenes permanecieron silenciosos y absortos en una mutua contemplación.     -¡Cuán feliz soy en volver a veros! -exclamó don Guillén-. Nunca creí que fuese tanta mi dicha. Todo el día he estado pensando en este momento venturoso.     -Yo también me he acordado mucho de vos.     -¡Cuánto os lo agradezco!... Yo venía esta noche temblando, no sea que alguna desgracia os hubiese ocurrido, supuesto que vuestra familia es perseguida por enemigos poderosos. ¿No habéis visto hoy a nadie?     -No, don Guillén.     -Según dijo vuestra madre, el hombre misterioso que ayer pensaba robaros, es enemigo implacable de los Vargas, de lo cual se deduce que vuestra madre debe conocerlo.     -Sin duda que es así.     -¿Sabéis que me devora la más viva curiosidad por saber quién es ese hombre? He dicho mal, no es la curiosidad, es el deseo de poder prevenir sus asechanzas; pues si él continuara, en sus proyectos, creo que ha de costarle muy caro.     -¡Cuánto goza, mi alma, con la idea de que vos sois mi protector!...     -Capaz de dar por vos hasta la última gota de sangre.     -¡Oh, don Guillén! ¡Cuán feliz soy!     -Solamente desearía saber cuál era el intento de ese hombre malvado, al pretender arrebataros de casa.... ¿Es posible que ese hombre sea capaz de teneros odio?    -Mi madre dice que es el enemigo de mi familia; pero...     La joven se detuvo y permaneció algunos minutos con la faz encendida y los ojos bajos.     -¿Qué queríais decir, señora mía?     -Nada... Me parece que mi madre se equivoca.     -¿Respecto a qué?     -Respecto a creer que el hombre del sayo negro me tenga odio.     -Ya lo he dicho yo también... Me parece imposible que a nadie podáis inspirar odio; aun cuando ese fuese un tigre... Además, recuerdo me habéis dicho que algunas veces os ha requerido de amores, ¿no es verdad?     -Sí, don Guillén.     Elvira temblaba como la hoja en el árbol. ¿Era a impulsos de la divina emoción de un amor volcánico? ¿Era que tal vez guardaba algún terrible recuerdo del hombre misterioso? La verdad es que este personaje, cuyo rostro apenas había ella vislumbrado, le inspiraba sentimientos desconocidos.     Elvira, en presencia de su raptor, se sentía turbada y afligida, pero al mismo tiempo fascinada y temerosa, como la paloma en presencia del milano.     Hay en el alma de la mujer una facultad divina y poderosa que hace en ella lo mismo que la inteligencia hace en el hombre. Lo que éste conoce con vaguedad, la mujer lo presiente con extraordinaria energía, con la seguridad infalible de un profeta. Hablamos de los presentimientos, y nos atrevemos a asegurar que en aquel instante eran muy negros y terribles los que agitaban el corazón de Elvira. No podía pensar en su raptor sin estremecerse, como el que, caminando por una pradera florida, ve de repente saltar de entre sus pies una verdinegra sierpe, que se desliza, silbando y crujiendo sus flexibles anillos.     Pero muy pronto la presencia de su amante disipaba en ella todos los negros fantasmas de su imaginación, como se disipan las nieblas a los rayos solares.     -¿Y no salvéis quién sea ese hombre singular? -preguntó don Guillén, que con tenacidad insistía en averiguar quién fuese el raptor de su adorada.     -¡Oh! Ignoro quién pueda ser. Todo lo que mi madre me ha dicho es que ese hombre aborrece mortalmente a mi familia, que es muy rico y poderoso, que dispone de grandes medios para sus venganzas, y por último, que es un infame, a pesar de la orden que profesa.     -Pues qué, ¿no es seglar?     -No, señor; es religioso.     Don Guillén hizo un gesto muy marcado de admiración. Sin dada alguna aquella noticia causó en él gran sorpresa. El joven quedose asaz pensativo, y desde aquel instante concibió el proyecto de averiguar a todo trance quién fuese aquel personaje, que se ponía en su camino, envuelto en el misterio y con una actitud amenazadora.     Formada esta resolución irrevocable, pensó en entregarse con toda su alma al placer de hablar de su amor con la encantadora doncella. Ésta parecía algún tanto inquieta y afligida. Don Guillén lo notó fácilmente. ¿Qué se oculta a los ojos perspicaces de quien de veras ama?     -¿Qué tenéis, hermosa señora, que me parece leo en vuestros ojos síntomas de pesar, cuando en este momento es poco un corazón para tanta y tan inefable ventura?     -¡Ah don Guillén! Parece que el cielo envía envuelta siempre la dicha con penas. ¡No hay rosas sin espinas!     -¿Pues qué os sucede, señora?     -Que como si no bastasen las pruebas crueles por que ha pasado mi pobre madre, la Providencia ha querido aumentar ahora sus padecimientos y los míos. Con el susto que anoche le causó mi corta ausencia, han tomado sus temores un carácter más sombrío, y como que ya los años son muchos y las fuerzas pocas, conozco que cada día le hace una impresión más funesta cualquier acontecimiento contrario. Desde anoche la estoy viendo sufrir y llorar, y, no obstante, aun cuando yo quisiera estorbarlo, no puedo impedir ni evitar el encontrarme dichosa.     -¡Misterios del corazón! -murmuró don Guillén en voz baja y conmovida.     -Tal vez ahora mismo la fiebre esté abrasando su venerable frente; pero yo os había prometido salir a hablaros esta noche, y no podía faltar a esta palabra... ¡Ah don Guillén! Si no hubieseis venido, yo habría muerto de dolor, porque... Yo os amo, gallardo caballero, con todo el fuego de mi corazón...     Al llegar aquí, la voz argentina de la joven estaba trémula, su seno palpitaba, sus tersas mejillas se cubrieron de un ardiente carmín, y sus hermosos ojos, humedecidos por una lágrima de ternura, se fijaron con timidez sobre el rostro varonilmente bello del amartelado galán, que, arrebatado de su entusiasmo amoroso, prorrumpió:     -¡Criatura angelical! Yo no sé qué espíritu de bendición agita sus alas de oro en torno mío, cuando mis ojos se encuentran con los tuyos. Al contemplarte, hermosa mía, conozco que mis pies se desprenden del cieno de la tierra, y que, fijas mis miradas en tu imagen circuida de soles esplendorosos, creo ver en ti, dulce criatura, el compendio y cifra de todos los cielos. ¡Mujer divina! ¡Tú no sabes lo que vales ni lo que puedes! ¿Hay por ventura sobre la tierra algún poder semejante al tuyo? ¿Quién conmoverá mi corazón y encadenará mi voluntad como una mirada de tus ojos o una sonrisa de tus labios? Hasta tu mismo nombre, Elvira encantadora, hasta tu nombre parece designado por el destino para que yo le adore. Una Elvira me dio la existencia, que yo consagro gustoso a otra Elvira.     -¿Qué queréis decir?     -Mi madre se llamaba doña Elvira de Carvajal. ¡Triste de mí! El cielo quiso que yo no la conociera... ¡Cuán cruel es causar la muerte a quien nos da la vida!... Hasta esta circunstancia de llamarte así, parece que me impone el deber de aumentar hacia ti mi idolatría, si el aumentarla fuese posible._ INCLUDEPICTURE "http://cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/583376293465170203123147/2545p82b.jpg" \* MERGEFORMATINET _     -¡Qué inexplicable ventura! ¡Cielos! ¿Por qué habéis permitido que yo viva tanto tiempo sin experimentar lo que ahora experimenta mi corazón y que mi lengua no alcanza a expresar?... Cuando el viento gemía en el bosque, cuando las nubes se apiñaban en el cielo, cuando veía cruzar las aves despavoridas que iban a guarecerse en sus nidos de la próxima tempestad, cuando desde mi ventana oía el eco lejano de los sencillos cantares de los pastores, cuando contemplaba el día moribundo en brazos de las primeras sombras de la noche, ¡ah, don Guillén! no podéis figuraros qué emoción tan profunda me causaba todo esto. Mi corazón palpitaba violentamente, mis ojos se deshacían en lágrimas, y allí en el bosque sombrío y entre los misterios del crepúsculo, yo descubría la imagen de un gallardo caballero, una imagen que se os parecía y que con melancólica frente suspiraba tal vez por mi amor... Yo entonces lloraba, porque mi corazón estaba muerto para la dicha real, porque mi ilusión no era una verdad, porque el mundo vacío no me ofrecía ningún deseo, ningún placer, ninguna emoción comparable a la que ahora siente mi pecho... ¡Oh Dios mío! Ahora ya puedes llamar a tu criatura hacia tu seno, porque ahora yo he gustado la dicha de la tierra, he vivido, he amado.      -¡Elvira mía! ¿Es verdad que tú me adoras? ¿Podré estar seguro de que jamás me olvidarás?...     -¡Nunca! ¡Oh! ¡Nunca! Yo te amo, sí, yo te amo.     -¡Dios mío! ¡Y dirán que ya el paraíso no está en la tierra!     -Yo conozco que debería ser menos franca, según lo exigen los usos establecidos; pero ¿se encuentra siempre la verdad en las fórmulas del mundo? Ya que con tanta fuerza experimentamos el santo sentimiento de un amor puro, entreguémonos con confianza a las emociones de nuestro corazón, que nos dice la verdad, que de seguro conoce que tu amor y el mío es sincero.     Y así diciendo, la encantadora Elvira al través de la reja abandonaba su linda mano al gentil caballero, que la cubría de besos apasionados y de lágrimas de felicidad, de esas lágrimas que el amor arranca en ciertos instantes deliciosos, en que parece que Dios derrama sobre sus criaturas los inagotables tesoros de su ternura infinita.     En aquel momento, los dos venturosos amantes habían olvidado el mezquino planeta en que habitan los hombres, y en alas de su amor se remontaban a esas regiones desconocidas, a las cuales sube el espíritu de aquellos elegidos de entre los mortales que atraviesan el piélago undoso de la vida en los cariñosos brazos del amor fiel y nunca desmentido del amor puro, generoso, desinteresado.     Pero ¡ay! Siempre junto a un placer hay un dolor, siempre en el apacible valle se descubre una roca descarnada, siempre en el florido prado se oculta una serpiente venenosa.     Don Guillén contemplaba extasiado a la hermosa Elvira; pero de vez en cuando en lo más intimo de su pensamiento se levantaba una sospecha, como una negra nube en el azul purísimo de un hermoso cielo de primavera.     ¿Qué motivos tenía don Guillén para dudar del amor de Elvira? Ninguna razón tenía, es verdad; pero si él dudaba, si se afligía, si sospechaba, ciertamente que no era porque él lo desease.     A pesar suyo, de vez en cuando, en el momento más dichoso, divisaba la faz ceñuda y sombría de la desconfianza en medio de los mágicos horizontes que su amor apasionado le pintaba.     ¿Tal vez amaba Elvira por ambición al señor de Alconetar? Si éste hubiese sido un simple caballero, ¿pudiera haberse lisonjeado de inspirar a la joven la misma volcánica pasión que ahora sentía o que afectaba sentir?     Tales eran los pensamientos que, tímidos, confusos e indecisos, se asomaban alguna vez a la mente del señor de Alconetar; pero éste los rechazaba con horror.     Acaso la inquietud de Gómez de Lara pudiera atribuirse a la expresión extraña de astucia y de voluptuosidad que algunas veces revelaban los ojos incitantes de la agraciada Elvira.     Pero estas llamaradas de un corazón ardiente y sediento de goces pasaban, rápidas como relámpagos, y otra vez el pudor y la tímida ternura volvían a aparecer en los bellos ojos de la joven con todo su encanto virginal.     Mientras que don Guillén y Elvira se entregaban a sus amorosos delirios, tres hombres se ocultaban entre unas encinas que formaban un bosque poco distante de las tapias del jardín de la casa nombrada de los Vargas.     El uno de ellos parecía como el jefe, según podía deducirse de las muestras de respeto y consideración que le daban los otros dos, quienes, al parecer, eran esclavos moros. El jefe de estos personajes era de mediana estatura, de color cetrino, de luenga barba y de una actitud altanera, que denotaba el hábito de mandar y ser obedecido. Traía calzadas unas grandes espuelas que hacía resonar a cada paso que daba, espada de rica empuñadura, y pendiente del cuello un cuerno de caza, primorosamente embutido de plata, que resaltaba sobre su ropilla de terciopelo negro guarnecida de finas pieles.     El caballero decía:     -¿Habéis visto a don Guillén?     -Sí, señor; cuando salió del castillo lo fuimos siguiendo hasta que se detuvo en las tapias del jardín de doña Elvira.     -¡Ira de Dios!     -El tal don Guillén, -continuó uno de los esclavos-, debe tener una vista como un águila, porque, a pesar de ser de noche, tengo para mí que nos descubrió, supuesto que, abandonando el postigo del jardín, se dirigió hacia donde nosotros nos hallábamos y comenzó a examinar a su alrededor con un cuidado y atención, que harto bien denotaba que nos había columbrado...     -¿Y por fin os descubrió? -preguntó con vivacidad el caballero.     -Nosotros tuvimos la buena ocurrencia de escondernos en un barranco rodeado de árboles, y allí nos aplastamos como gazapos. A no haberlo hecho así, sin duda alguna nos hubiera descubierto.     -Y después ¿no dio muestras de desconfianza?     -Al contrario; según pudimos deducir, él se convenció de que sus temores habían sido infundados, y con todas las señas de un hombre perfectamente tranquilo, volvió a situarse en la puerta del jardín...     -¿Y ella ha salido a hablarle? -preguntó vivamente el desconocido.     -Doña Elvira salió a los muy breves instantes.     -¿Le abrió tal vez la puerta? -preguntó el jefe con voz trémula.     -No, señor. Por lo visto, le diría que fuese a una reja que hay en el jardín al final de la tapia, pues que luego que los dos cambiaron algunas palabras por el postigo, don Guillén se dirigió a la reja que ha dicho, en donde ahora se encuentran los dos hablando.     -Si queréis verlos, señor,-dijo el esclavo que hasta entonces había guardado silencio-, no tenéis sino dar algunos pasos hacia el camino, y desde allí se descubre la ventana... ¡Venid, señor, venid!     Había en la entonación de aquel esclavo alguna cosa de irónico, de cruel, de complacencia satánica.     -¡Venid, señor, -repetía-, venid.     -No, no quiero verlos, -repuso el caballero con acento sordo e iracundo.     -Y ahora, ¿qué hemos de hacer? -preguntó el otro esclavo.     -Traedlo a mi presencia.     -¿Vivo?     -O muerto.     -¿Y si se defiende?     -¡Cobardes! Vais dos contra uno, a quien debéis acometer a traición, y todavía preguntáis: ¿Y si se defiende?     -Bueno es preverlo todo.     -Ya os lo he dicho. Nada más tenéis que prever sino que pongáis a mi disposición a ese hombre odioso. Os advierto que será mucho mejor para mis planes que lo traigáis prisionero. Solamente en el caso, poco posible, de que, le sea fácil escaparse, debéis asesinarlo. ¿Lo entendéis? Preferiré tenerlo vivo.     -Descuidad, señor, que se hará todo a medida de vuestro deseo.     -Ya sabéis que si es así, jamás habréis conocido mi prodigalidad tan en alto grado como en esta ocasión. ¡Marchad!     -¿Y en dónde nos aguardáis?     -Detrás de los setos que están próximos a la cruz. Allí también nos espera Jacinto con los caballos.     -¡Que no tardéis!     -Descuidad, señor.     El caballero se dirigió hacia el punto que había designado, y los esclavos moros fueron a cumplir las terribles órdenes que habían recibido de aquel misterioso personaje.     Don Guillén se había olvidado completamente de los dos bultos que había creído distinguir cuando se hallaba junto a la puerta del jardín de Elvira. Nada es más cierto que aquello de que «con las glorias se olvidan las memorias». ¡Cuán frecuentemente los mortales se duermen descuidados a la orilla del precipicio ¡ay! sin acordarse de que luego al despertar han de ser víctimas de la realidad mas espantosa!     Pocos momentos después de haberse separado los esclavos de su señor, óyese el ruido de un encarnizado combate junto a las tapias del jardín de Elvira.
Capítulo VRevelaciones     La centella que descendió del cielo en el instante mismo en que los tres armigueros trataban de seguir a su amigo para protegerle, caso que de ello tuviese necesidad, produjo en los jóvenes una impresión de terror inexplicable.     Todos creyeron que el cielo mismo se oponía cualquiera investigación que acerca del blanco fantasma se intentase, y que su curiosidad era castigada por la mano del Criador, por el formidable poderío de la tempestad desencadenada.     Aquel ser misterioso condujo a Jimeno por varias y espesas calles de árboles, hasta que llegaron a uno de los ángulos más retirados del huerto de la Encomienda. Allí había una puerta planchada de hierro.     El blanco fantasma hizo una seña a Jimeno de que aguardase.     En seguida sacó una llave, abrió la puerta, y asiendo fuertemente del brazo al aturdido trovador, lo arrastró consigo dentro de aquella tenebrosa estancia.     Había allí multitud de arneses, de armas, de paramentos y, en fin, toda clase de pertrechos militares conocidos en la época.     Jimeno seguía al fantasma lleno de terror.     Después que atravesaron una larga serie de habitaciones, el fantasma se detuvo y abrió una puerta que estaba en el suelo. En seguida comenzaron a bajar por una estrecha escalera que conducía al subterráneo, que hemos dicho antes comunicaba con la solitaria torre donde habitaba el italiano.     Así como el destino empuja a los mortales por sus tenebrosas vías, del mismo modo el fantasma arrastraba en pos de sí a Jimeno. Este, resistiéndose con toda su fuerza, se detuvo, diciendo:     -¿Adónde queréis conducirme? ¿Qué exigís de mí? Yo no os seguiré más lejos... Os lo digo formalmente... ¡No pasaré de aquí!     -Justamente mi pensamiento, era detenernos en este sitio.     -Pues bien, decid.     -Voy a hablarte de tus padres.     -¡Ah! ¡Nunca los he conocido!     -Acaso pronto los conozcas.     -¡Viven! ¡Oh, Dios! Decid, decid.     -No me interrumpas, Jimeno, si bien te exijo que prestes gran atención a lo que voy a revelarte.     -Cuando me habláis de mis padres, tan llorados de mí como desconocidos, es un deber sagrado para mí el escucharos.     -Y cuando me hayas oído, también será un deber tuyo el vengarlos.     -¡Cómo! ¿Han muerto?     -Te contaré su historia.     -La misteriosa figura condujo de la mano a Jimeno a un pequeño altar que había en el subterráneo. Era una efigie de Nuestra Señora de la Concepción, delante de la cual ardía una lámpara como una pálida estrella en medio de la noche sombría.     Allí el fantasma dio comienzo a su narración de esta manera:     -Tu padre era un caballero perteneciente a una de las más distinguidas familias de España, tanto por su nobleza cuanto por sus extensos dominios y por los heroicos hechos de sus ascendientes. Después de haber combatido contra los moros de Andalucía, donde ganó reputación de valiente guerrero y diestro caudillo, contrajo matrimonio con una hermosísima dama, cuyo amor se había esforzado en merecer por sus hazañosos hechos. Ella, orgullosa y feliz por el mérito y la gloria de su amante, pronunció con religioso arrebato el sagrado juramento de su eterno amor...     El misterioso personaje exhaló un profundo suspiro y pareció como oprimido por dolorosos recuerdos.     Luego continuó:     -Tu padre fue muy querido y honrado por el rey don Alfonso el Sabio, el cual no solamente estimaba sus dotes de guerrero, sino también sus conocimientos en astronomía, y ayudó mucho al rey en la composición de las famosas tablas Alfonsinas...     -¿Y el nombre de mi padre? -preguntó Jimeno.     -Se llamaba don Gonzalo Pérez Sarmiento. Ahora bien; éste, a diferencia del rey, no tenía fe en la astrología judiciaria, y se chanceaba con don Alfonso acerca de ciertos pronósticos fatales que decían se notaban en el horóscopo de tu padre. ¡Ay! ¡Cuánto la experiencia acreditó después que el rey don Alfonso con harta razón merecía el título de sabio! «Gonzalo, -decía el monarca-, has nacido bajo la influencia de Mercurio y de Júpiter, planetas que te prometen la elocuencia y la fortuna; pero en cambio Marte es funesto para ti en los castillos y en las plazas. Al aire libre serás un guerrero afortunado; pero en el recinto de una muralla perderás siempre. También la luna te es maléfica, y la inconstancia de la suerte algún día te hará sentir sus tiros».     Jimeno escuchaba este razonamiento con la expresión del más profundo estupor.     -Nada era más cierto, -continuó la blanca figura-, nada más cierto que las palabras del rey sabio, del Salomón de nuestra España. Tu padre efectivamente se hallaba dotado de un candor de niño, de una sencillez de paloma, de una buena fe a toda prueba. Ningún hombre más inútil que don Gonzalo para el disimulo, para las intrigas palaciegas, para los negocios difíciles, tortuosos, subterráneos. Su generosa naturaleza rechazaba la vulgaridad y la hipocresía. Como el águila, miraba al sol frente a frente; como el geómetra, creía siempre que para llegar a un punto, el camino más pronto y seguro era la línea recta. En cambio, ningún paladín peleaba en el campo con más bravura, ningún sabio hablaba con más claridad, ningún corazón se entregaba con más entusiasmo a todo sentimiento noble y grande. Don Gonzalo tenía una sed insaciable de luz, de verdad, de franqueza. El rey don Alfonso era de mucha más edad que tu padre, por cuya razón éste tributaba a sus años el más profundo respeto, a más de la veneración que le inspiraban la soberanía, la ciencia y el carácter de don Alfonso, quien había manifestado a su joven amigo que, según las investigaciones astrológicas, sus desgracias deberían empezar desde la edad de treinta y cinco años en adelante. Don Gonzalo se reía, pero jamás predicción alguna se cumplió con más exactitud.     -¿Qué funesto augurio deja de cumplirse? -murmuró Jimeno.     -Tu padre tenía un íntimo amigo que era el reverso de la medalla la antítesis más completa de don Gonzalo, y acaso por esta misma razón eran amigos, pues la amistad necesita simpatías y contrastes. Tanto como el uno era alegre, elocuente y expansivo, era el otro triste, taciturno y reservado. Todo en don Gonzalo era confianza y generoso abandono, cortés franqueza y valor caballeresco. En su amigo, todo era suspicacia, frialdad y previsión. El amigo de tu padre cifraba toda la ciencia humana en que ningún acontecimiento le causara sorpresa. Esta era su verdadera manía. Todo quería preverlo, todo pretendía adivinarlo; quería que su inteligencia fuese el compás de los acontecimientos; deseaba medir, pesar, detener o alejar a su gusto la engañosa perspectiva del porvenir. Aun cuando aquel hombre ostentaba mucha sangre fría y gran serenidad de juicio, no por eso dejaban de albergarse en su corazón todas las pasiones y todos los vicios. Había en aquel hombre una vitalidad tan extraordinaria como funesta. Todas sus fuerzas, todas sus facultades, toda su vida la encaminaba al mal. El desdeñoso desprecio que guardaba para todos los hombres era fácil de leer en sus largas y pobladas cejas, constantemente fruncidas. La hidrópica sed de oro devoraba su corazón como el fuego devora, las secas mieses en el estío. El sol de su inteligencia se agitaba frecuentemente en una atmósfera de inmundos pensamientos de deleites, que le ofuscaban y envolvían en una nube de impureza. La hoguera de la ira y del rencor ardía continuamente en su pecho vengativo. La embriaguez y la glotonería eran los ídolos que adoraba en secreto. El gozo y la sonrisa de los demás causaban en él tristeza y llanto. Aquel hombre era un nido de víboras cubierto de azucenas y jazmines. La vil y astuta hipocresía le había dado sus más inocentes apariencias, y bajo su manto de cándido armiño encubría todos los gusanos, todas las podredumbres, todas las ponzoñas de la maldad humana. Cocodrilo con llanto de niño, sirena con voz de mujer, tigre con piel de cordero, Matías Rafael Castiglione reunía a sus instintos maléficos la bravura del león y la prudencia de la serpiente. Era el genio del mal en toda su diabólica extensión.     -¡Y ese hombre era el amigo de mi padre! -exclamó Jimeno sin poder contenerse.     -Sí, ese infame calabrés supo engañar a don Gonzalo, que le amaba con todo su corazón. Después de algunos años recibió una herida que le hizo perder el ojo izquierdo y que añadió la más repugnante deformidad a su rostro, de suyo fiero y ceñido. Desde entonces parece que se aumentaron sus malas inclinaciones. ¡Cuán cierto es que muchas veces un defecto personal influye poderosamente en el interior del hombre!     -Decid, decid, estoy impaciente por saber la conducta de Castiglione para con mi padre.     -Don Gonzalo Pérez Sarmiento se fió siempre del odioso Templario, al cual daba entrada en su casa con la franqueza propia de un amigo. La madre estaba dotada, como ya te he dicho, de singular hermosura, y el pérfido italiano concibió por ella la pasión más desenfrenada. Doña Beatriz de Vargas, que así se llamaba tu madre, se apercibió, por último, de las inicuas miras de Castiglione, quien tuvo el atrevimiento de declararle su impuro amor. Doña Beatriz rechazó con indignación al falso amigo de su esposo. ¡Matías, arrepentido de su imprudencia, fingió haber hecho aquella declaración tan solamente por probar de qué modo era recibido. Aunque esta explicación fuese tan poco diestra, sin embargo, tal fue la naturalidad e ingenio que desplegó Castiglione, que al fin la sencilla dama acabó por darle crédito. Temiendo que la esposa de su amigo hablase a éste de tan espinoso asunto, resolvió participarle él mismo aquel paso que había dado, lo cual hizo en tono jovial y chanceándose con don Gonzalo, haciéndole creer que había tratado de divertirse, observando el efecto que aquella declaración hacía en su esposa.     -Parece increíble que mi padre tomase con indiferencia semejantes chanzas.     -Si en su interior sentía otra cosa, no lo manifestó al menos. Lo cierto del caso fue que ambos esposos continuaron dispensando la misma confianza a Castiglione, el cual cada día parecía más digno de ella, según se manifestaba tierno, obsequioso y comedido para con don Gonzalo y su esposa. En resolución, andando el tiempo, tu padre no podía soportar la ausencia del Templario, a quien las ocupaciones y el servicio de su orden distraían muchas veces de asistir con frecuencia a casa de don Gonzalo. Éste se lamentaba del disgusto que la causaba tal separación, y, por lo tanto, resolvió tomar las medidas oportunas para vivir con su amigo en la mayor intimidad posible y gozar de su compañía continuamente.     -¡Padre mío! ¡Corazón generoso y confiado!... Yo te reconozco por mi padre... ¿Qué importa que faltara la astucia, si te sobraba la virtud?     -¡Infeliz don Gonzalo! -exclamó con acento dolorido el misterioso personaje-. Como la serpiente fascina al pajarillo que destina para su alimento, así el pérfido amigo fascinaba a tu padre, a quien trataba de deshonrar.     -¿Y consiguió su objeto?     -¡Ay! ¿Qué pensamiento criminal deja de convertirse en crimen? ¿Qué idea maléfica no se convierte en hecho? Parece que el soplo del infierno fecundiza en el cerebro humano todo mal pensamiento. Hay un no se qué de inexorable en las malas tentaciones, que rara vez dejan de ser obras. Todo contribuye en este mísero mundo a que el mal se practique, y en cambio todo parece contribuir a que el bien encuentre insuperables obstáculos. ¡Cuán fácil y dispuesta es la naturaleza humana para obrar mal! ¡Cuánto esfuerzo heroico necesita para practicar el bien! Por eso es tan estrecha la senda de la virtud; por eso es tan ancho el camino del crimen.     -¡Verdad tan dolorosa como necesaria! -murmuró Jimeno profundamente pensativo.     -Ya sabes que es costumbre entre los Templarios que admitan en sus conventos a algunos caballeros casados, los cuales vivan honestamente y poniendo a disposición del común de la orden los bienes que posean y en adelante adquieran ambos cónyuges, dejando el esposo por su fallecimiento la mitad de su hacienda a la viuda para que subsista hasta su muerte, en cuyo caso los Templarios entran posesión de esta otra parte de los bienes. (1)     -Eso generalmente lo verifican los esposos que tienen hijos.     -Sí; pero en aquella época tus padres aún no habían tenido sucesión. Así, pues, don Gonzalo entró en la Encomienda, y pasaba sus días siempre acompañado de su pérfido amigo. Pero muchas veces tenían que separarse para ir a desempeñar las comisiones que les encargaba el maestre o para salir a la guerra continua con los moros. El villano Castiglione aprovechaba todos los momentos que podía para visitar a la esposa de don Gonzalo, con la cual, no obstante, guardaba las más atentas consideraciones. Precisamente pocos días después que don Gonzalo entrara en la casa de los Templarios, conoció su esposa que se hallaba en cinta, circunstancia que no dejó de mortificar a tu padre, si bien acerca de este sentimiento guardó para con su amigo la más absoluta reserva, lamentando en secreto su determinación, que ahora calificaba de precipitada. Poco tiempo después doña Beatriz de Vargas dio a luz un hermoso niño... ¡Aquel niño eras tú!     -¿Pues entonces cómo?...     Jimeno se detuvo sonrojado.     -Te comprendo, -dijo el fantasma-, te comprendo. ¡Ay, hijo mío! ¡Cuán desgraciado has sido desde que naciste!     El misterioso personaje clavó en el trovador una mirada de infinita ternura.     Después de algunos momentos continuó:     -Castiglione, como ya te he indicado, es el hombre no solamente más malvado, sino también el más astuto que existe sobre la tierra. Ese calabrés en todo es extraordinario. Es incapaz de amor y de amistad, porque su alma sólo se nutre de odio y de venganza. Su corazón es frío como una losa para los afectos íntimos, dulces y tiernos. Creería una debilidad enamorarse como el resto de los hombres. En cambio abriga en su pecho todos los frenéticos furores de la impureza, y por otra parte, su orgullo es tan poderoso, tan inmenso, tan satánico, que perdería mil vidas que tuviese antes que renunciar a la realización de cualquier proyecto en que su amor propio se hubiese interesado. Él no amaba de doña Beatriz sino la hermosura exterior; todas sus cualidades íntimas, todas sus virtudes, eran para él objeto de mofa. Había resuelto deshonrar a su amigo, y las mismas Furias del infierno parece que le iluminaron con sus sanguinarias teas. Una sola afección, un solo deseo, un afán exclusivo y enérgico, es el móvil más poderoso de todas las acciones de Castiglione, es a saber: la ambición de ocupar altos puestos en la Orden y de que ésta sea por todos temida y acatada. Nunca se mueve su voluntad con más energía y gozo que cuando se trata del esplendor y poderío de los Templarios. Estos son sus deseos más vehementes, sus sueños dorados, sus únicos amores. Castiglione ha proporcionado a su Orden las más cuantiosas herencias, y la que ahora trataba de adquirir no era de las menos importantes. Don Gonzalo Pérez Sarmiento poseía dilatadísimos dominios, y el italiano se había propuesto adquirirlos para su Orden, sin renunciar por eso a su propósito de gozar de la belleza de doña Beatriz de Vargas. Para conseguir su doble intento meditó el medio más inicuo.     ¿Qué hizo?     -Fue a buscar a don Gonzalo con el semblante demudado y triste, diciéndole después de mil rodeos: «Amigo mío, muy malas nuevas tengo que darte: una sospecha que hace mucho tiempo había brotado en mi corazón se ha confirmado hoy. Prepárate, querido Gonzalo, prepárate a recibir el golpe más doloroso que la suerte cruel pudiera asestarte... Tu esposa es infiel, el fruto de su crimen lo lleva en sus entrañas».     -¡Ruin amigo! Aun cuando sean ciertas, esas cosas no se dicen.     -Son muy diversas las opiniones del mundo. Aturdido tu buen padre con semejante revelación, cayó como herido de un rayo en los brazos de Castiglione. Desgraciadamente este mismo pensamiento de infidelidad en su esposa se le había ocurrido también a don Gonzalo; pero éste había sepultado en el más negro abismo de su conciencia semejante pensamiento, habiendo conseguido ocultarlo aun a los propios ojos de sus mismas sospechas.     -¿Y quién había podido infundirselas, siendo mi madre tan virtuosa como decís?     -¡Ay, hijo mío! Así como algunas veces suelen soplar vientos mortíferos que llevan la peste y la desolación por todas partes donde pasan, sin que se sepa de qué punto desconocido del globo salen los ponzoñosos miasmas, así también pensamientos crueles y desgarradores suelen levantarse en el alma humana, sin que ninguna causa palpable haya pedido sugerirlos, a no ser el invisible soplo del infierno... Acaso tu padre miraba con extrañeza una cosa que, sin embargo, era muy natural. ¿Quién sabe? Esto no pasa de ser una suposición mía...     -¿El qué? Decid, decid.     El fantasma, después de algunos momentos en que pareció coordinar sus ideas y recuerdos, continuó:     -Acaso don Gonzalo se sorprendió de que después de seis años de matrimonio, su esposa estuviese próxima a darle un hijo precisamente en la época en que doña Beatriz se había quedado más libre en su casa, adonde rara vez iba a visitarla tu padre. Además, el corazón humano tiene tantas propensiones a la duda, a las sospechas, a la desconfianza... ¿Qué amante, por feliz que se considere, no ha dudado en algún momento del cariño de su amada? ¿Quién, por joven e inocente que sea, no ha derramado una lágrima, no ha abrigado una duda, no se ha visto devorado por las sospechas, esos buitres carniceros que desgarran sin compasión las fibras más íntimas y delicadas del corazón humano? ¡Amor puro! ¡Amor infinito! ¡Voluntad sin hastío! ¡Cariño sin temor de mudanza! ¡Ah! No eres más que un bello ensueño sobre la tierra, que cuando más extiende su mágico poder a revelarnos como al través de una dorada niebla la luz brillante de otro mundo mejor... ¡Ternura ideal! El hombre puede comprenderte, puede desearte; pero ¡ay! no te puede encontrar. Es un pensamiento, pero nunca una realidad... sobre la tierra.     El misterioso personaje exhaló un profundísimo suspiro, en tanto que el joven trovador le contemplaba, inundados los ojos en lágrimas y palpitante el pecho, como si su espíritu gigante se afligiese de que el incógnito hubiese pintado al mundo ideal como irrealizable, ese mundo de divinas aspiraciones que el trovador lleva siempre consigo en su mente y en su pecho, y que es la única verdad, la realidad por excelencia. Jimeno, sin embargo, conocía, a pesar suyo, que mediaba un tránsito inmenso, un abismo insondable, una limitación dolorosa desde el cielo de las ideas hasta las mezquinas realidades de la tierra.     Muchas veces el trovador en sus endechas había dejado escapar esa ansiedad sublime, esa tristeza majestuosa del genio que, fijos los ojos en las estrellas, busca allí su verdadera patria. El alma del poeta es una sed insaciable. Tan sólo el océano de lo infinito puede satisfacerla.     -Ahora bien, -continuó el desconocido-; Castiglione volvió a despertar las sospechas que ya dormían en el corazón de tu padre, al modo que se levantan de entre la hierba las venenosas serpientes que oyen aproximarse al campesino. Después de los primeros momentos de turbación y amargura, siguieron naturalmente los raptos de furor y el deseo de venganza. El feroz italiano experimentaba un gozo infernal al ver que había atraído a don Gonzalo al punto que él deseaba y le convenía para sus inicuos planes...     -Pero ¿efectivamente era infiel doña Beatriz? preguntó Jimeno muy conmovido.     -Aquella noche salieron de la Encomienda recatadamente dos hombres y se encaminaron al pueblo donde habitaba doña Beatriz de Vargas, y estuvieron rondando la casa y los balcones de la habitación en que dormía la dama. Pocos momentos después de que los dos amigos se hallaran en observación, vieron abrirse la puerta y aparecer un hombre, el cual ató una escala al barandal de piedra del balcón y se deslizó con gran cautela. Al poner el pie en la solitaria calle, un puñal dirigido por un brazo de bronce se clavó en el pecho del adúltero...     -¡Oh Dios! ¿Es posible? ¡Mi madre criminal!... ¡Desgraciada!     -En seguida don Gonzalo, furioso como un león herido, subió por la escala, se precipitó en el aposento de su esposa, descorrió las cortinas del lecho y la encontró durmiendo tranquilamente. Indignado de ver aquel reposo del crimen, el ofendido caballero se lanzó furioso a la dama para clavar su puñal en aquel hermoso y pérfido seno. Castiglione al mismo tiempo acababa también de subir por la escala, después de haber desfigurado con mil heridas transversales el rostro del adúltero asesinado por don Gonzalo. En seguida el Templario arrojó el cadáver al profundo cauce de un arroyo que por allí pasaba cercano. En el momento en que el esposo asestaba a doña Beatriz una furiosa puñalada, apareció Castiglione deteniendo a su amigo y ostentándose a los ojos de la dama como su libertador.
     -¡Infame hipócrita! -exclamó Jimeno.     -Pero temiendo, o aparentando temer los arrebatos de don Gonzalo, Castiglione mandó a tres esclavos suyos que apartasen a la dama de la vista del caballero, que, fatigado de tan crueles emociones, se arrojó llorando en los brazos de su fiel amigo Castiglione.     -¡Qué fascinación tan funesta!... Mi padre infeliz estrechaba entre sus brazos a la serpiente que le mordía. ¡Maldito calabrés! ¡Maldito! -repetía sin cesar el trovador apretando los puños.     -Los servidores del italiano, que ya tenían sus instrucciones secretas, condujeron a doña Beatriz a la solitaria torre en que ahora habita...     El misterioso personaje guardó silencio y parecía como absorto en sus pensamientos.     -¡Oh Dios!-exclamó al fin-. ¡Qué recuerdos! ¡Cómo vuelan los años!...     Jimeno se aventuró a preguntar:     -¿Y cuál fue la suerte de mi madre en la torre?     El fantasma se pasó la mano por la frente como para arrancarse sus recuerdos.     Y recobrando el sentimiento de la realidad y clavando en Jimeno una mirada cariñosa, respondió:     -Algunos días después del encierro de doña Beatriz naciste tú, desdichado trovador, y fuiste expuesto a la clemencia de los transeúntes en un árbol del camino, poco distante de la Encomienda. ¡Y gracias que no cebaron los hombres su furor en ti, criatura inocente!... Castiglione mandó a su esclavo de más confianza que te arrojase desde lo alto de una roca...     -¡Rayos del cielo!     -El cielo mismo parece que se empeñó en salvarte. El esclavo no quiso cumplir las órdenes de su señor, y te abandonó, como ya te he dicho, a la Providencia divina.     -¡Oh Dios del cielo y de la tierra! ¡Cuán grande es tu poder!     -Andando el tiempo, tu madre supo tu paradero, y desde entonces nunca ha faltado una persona amiga que ha velado por ti y que desde lejos, y sin que tú te apercibas de ello, ha seguido todos tus pasos.     -¡Conque Castiglione puede decirse que es mi asesino!     -Y el de tus padres.     -¡Ira de Dios! ¿Y quién había de pensarlo? ¡Siempre me ha tratado con un cariño particular!     -Yo también me he apercibido de esa circunstancia. ¡Oh vías misteriosas del destino! Lo que llaman la fuerza de las cosas y de los acontecimientos, la mano de Dios, te ha conducido al lado de tu mayor enemigo del verdugo de toda tu familia; del verdugo que no te conoce y para el cual se acerca la hora de la expiación, norte del mundo moral.     -Pero decidme, ¿qué fue de mi madre? ¿Vive? ¡Tened piedad de mi febril impaciencia!     -¡Ay, hijo mío! Castiglione llevó a cabo su doble pensamiento con una exactitud y una fortuna maravillosas... En aquel tiempo se trataba de la elección del nuevo maestre de los Templarios en Castilla, a consecuencia de haber muerto repentinamente don Gómez García, y al cual sin duda alguna envenenó Castiglione, quien, además de su destreza y de su instinto de intriga, poseía en alto grado la habilidad de falsificar o imitar todas las letras que veía. Así, pues, con el objeto de perder a su amigo fingió unas cartas escritas por don Gonzalo, de las cuales se deducía que éste había sido el autor de la muerte de don Gómez.     -¡Dios mío! ¡Ese hombre es un demonio! ¡Jamás el crimen se ha ostentado con tanta osadía y bajo tantas diversas formas en una criatura!     -Oye hasta el fin y juzgarás. Castiglione hizo que las susodichas cartas llegasen por un medio indirecto a manos de los amigos y deudos del difunto maestre, de lo cual resultó que, celebrado capítulo, la Orden condenó a muerte al inocente don Gonzalo.     -¡Qué horror!     -Entonces fue cuando más que nunca se puso de manifiesto la infernal astucia del italiano. Después de la sentencia, por él mismo provocada, se declaró protector de su amigo, consiguiendo, por su influencia entre los principales caballeros de la Orden, que dejasen a don Gonzalo a merced de Castiglione, en consideración a la amistad que le había antes ligado con el traidor y asesino.     -¡Jamás hubiera creído que una Orden tan poderosa como la del Templo hubiese usado de tanto rigor con un tan noble caballero! ¡Entregarlo a su más encarnizado enemigo!     -En efecto, más rigor fue entregarlo a Castiglione que al verdugo para que lo degollase; pero la Orden tenía muchas razones para proceder con severidad extremada.     -¡Razones!     -Razones de interés propio, hijo mío, que son las leyes supremas para casi todos los hombres. El italiano había hecho también conocer a sus correligionarios que Pérez Sarmiento, pesaroso de haberse adherido y hermanado con los Templarios, según su regla, trataba ahora de anular sus compromisos y de retirar la cuantiosa hacienda que por este medio debería adquirir la Orden. Ahora bien; el italiano prometió que el Templo, no sólo adquiriría la hacienda de don Gonzalo, sino también la parte correspondiente a doña Beatriz, todo lo cual se verificaría sin pérdida de tiempo, es decir, sin aguardar el fallecimiento de la esposa de don Gonzalo.     -¿Y cuál era el proyecto de Castiglione al declararse así el protector de mis padres?     -¡Escucha y admírate! A don Gonzalo le hizo creer que su esposa había muerto, mientras que la infeliz gemía encerrada a disposición de ese monstruo, afrenta del género humano. Una tarde se presentó a doña Beatriz con el semblante dolorido; y habiéndole manifestado la terrible sentencia de la Orden, a consecuencia del crimen de su esposo y los buenos oficios que les había prestado, la triste dama acabó por darle entero crédito y por no dudar ni por un instante que su mejor amigo era Castiglione. Cuando éste consiguió que todos los bienes de don Gonzalo Pérez Sarmiento y su esposa perteneciesen a la Orden de los Templarios, entonces fue cuando naturalmente pensó en llevar a cabo la segunda parte de su proyecto inicuo. Pintando a tu padre con los más negros colores, recordó a doña Beatriz la injusticia y atrocidad de su esposo la noche en que trató de asesinarla, lo cual, -dijo-, «habría verificado, si yo no me hubiese interpuesto».     -¿Y lo creyó mi madre?     -La infeliz señora no podía menos de reconocer la verdad de las palabras de Castiglione y se afligía amargamente de la cruel ofensa que le había hecho su esposo, dudando de su virtud. Por bondadosa que fuese la dama, vivamente resentida como lo estaba por esta conducta, dejó escapar algunas quejas muy justas contra don Gonzalo. Castiglione entonces aprovechó aquella disposición de ánimo para infundir a tu madre despegó y aversión hacia su esposo.     -¡Oh fatalidad! Las apariencias estaban en contra de mi infeliz padre, en cuanto al envenenamiento del maestre.     -La triste doña Beatriz no pudo menos de manifestar respeto y ternura hacia don Gonzalo, a quien tan ardientemente amaba, por más que a sus ojos se hubiese cambiado de la manera más dolorosa. Irritado el vil Castiglione del inextinguible afecto que doña Beatriz profesaba a su engañado amigo, le hizo una proposición que tu madre rechazó indignada; pero el italiano comprendió cuánto la ternura y el ruego pueden sobre el ánimo de la mujer, que cede frecuentemente a las lágrimas, y que suele salir victoriosa de las amenazas y de los puñales. Castiglione, pues, con su diabólica astucia afectó el más amoroso rendimiento, y recurrió para triunfar, no a la violencia, sino que invocó los crueles padecimientos, las ansiedades, las amarguras, los celos que había sufrido por el amor ardiente que le había inspirado doña Beatriz... ¿Qué no hará una dama cuando llega a creer que verdaderamente es idolatrada? La mujer, aun cuando no ame, nunca quiere ceder su hermosura sino al amor. ¡Ah! Muy hermoso es el amar, pero no es menos grato el pensar que uno es amado... En resolución, después de algunos meses, doña Beatriz, conmovida por la enérgica pasión de Castiglione, se mostró propicia a sus deseos...     El trovador exhaló un profundo suspiro al saber la debilidad de su madre, a quien nunca había conocido, pero a la cual no por eso amaba menos.
     La blanca figura contemplaba en silencio el hermoso semblante del poeta, en cuyas facciones movibles y expresivas se reflejaban todos sus nobles sentimientos con la misma transparencia que se ven las aljofaradas arenas en el fondo de un cristalino arroyuelo.     Sin duda alguna, al leer en aquel corazón tan tierno y tan noble, el incógnito experimentaba un sentimiento de gozo y de cariño hacia el trovador. Éste exclamó después de algunos minutos de silencio:     -¡Madre mía! ¡Cuán frágil es el corazón humano!... ¿Conque ella fue dos veces criminal?     -No, hijo mío, sólo fue débil para Castiglione.     -¿Pues no decís que mi padre dio muerte a su ofensor, que bajaba por una escala del aposento de su esposa? ¿Quién era aquel hombre? ¡Cuánto siento que mi padre tuviese razón para estar quejoso de la que me dio el ser!     -¡Ay, Jimeno! Aquella terrible noche todavía tu madre era inocente y pura como la luz del sol.     -¡Cómo! ¿Es posible?     -Como te lo estoy diciendo. El desgraciado que murió bajo el celoso puñal de tu padre, nunca le había ofendido. Era un esclavo de Castiglione, al cual éste había seducido diciéndole que convenía para ciertos proyectos suyos, que se ocultase en el aposento de doña Beatriz, y que aquella noche, cuando dieran las doce, se dejase caer por una escala que el mismo Castiglione le había entregado, después de ofrecerle por este servicio una enorme suma. Con la esperanza de tan rico premio, el rudo servidor se prestó gustoso a una intriga de la cual estaba muy lejos de sospechar que había de ser la víctima. Doña Beatriz ignoraba que aquel hombre estuviese en su aposento, y tranquila y sin recelos se había recogido en su lecho, entregándose con confianza al sosegado sueño de la virtud. Pero a la manera que el navegante, después de contemplar el cielo azul y serena la mar, se entrega al descanso sin temer los embates de la tempestad desencadenada que interrumpe su sueño, del mismo modo la triste doña Beatriz, al despertarse, encontró a su esposo con el sangriento puñal en la mano, que la amenazaba de muerte llamándola adúltera, y que sin duda la habría asesinado en sus raptos de furor, a no haberse interpuesto el pérfido Castiglione...     -¡Maldad inaudita! -exclamó fuera de sí el joven armiguero-. ¡Oh! ¿Quién había de creer que tan negra era capaz de ocultar las acciones de gran hipocresía era capaz de ocultar las acciones de los hombres?... ¡Oh Dios de las venganzas! Yo juro por mi alma que la sangre aborrecida de ese hombre, aborto del infierno, ha de apagar la sed insaciable de mi justo furor.     -¡Cuánto me place oírte, noble Jimeno!... Pero todo cuanto te he referido, con ser tan horrible, parecerá débil y pálido a tus ojos, cuando escuches lo que más adelante hizo el feroz italiano.     -¡Ira de Dios! ¿Hizo más? ¿Qué más pudo hacer?     -Como ya te he dicho, tu madre gemía en una prisión en la cual, sin embargo, Castiglione le proporcionaba todas las comodidades que puede disfrutar una persona reclusa. Así pasaron tres años, una eternidad para la desdichada doña Beatriz... Siento decírtelo; pero en esta ocasión solemne nada debo ocultarte... En todo este tiempo tu madre recibía con frecuencia las visitas del italiano, el cual le hizo creer que tú habías muerto, así como también tu padre. Sola y abandonada en este mundo, joven, hermosa, nacida para el amor y los placeres, casi llegó a enamorarse de Castiglione, única persona con la cual se comunicaba. Al cabo de este tiempo, doña Beatriz sintió que abrigaba en su serio el fruto de sus amores con el verdugo de su esposo, y que ella creía, su libertador y su más apasionado amante.     Jimeno exhaló un profundo suspiro y murmuró:     -¡Oh fragilidad de la naturaleza humana!     El misterioso personaje continuó como si no hubiese oído la dolorosa exclamación de Jimeno.     -Pero ¿por ventura cabe el amor en los pechos de tigre? Si alguna vez el ardor brutal de un ciego apetito se apodera de ellos, pasa después como un vértigo y otra vez vuelven a renacer los feroces instintos de sangre y de odio, llegando hasta el extremo de mirar con encono aun a los mismos objetos en que por algunos instantes han cifrado su calenturiento y bárbaro deleite. Así sucedió al feroz Castiglione, quien, habiendo satisfecho su orgullo satánico y sus deseos criminales, ya sólo anhelaba deshacerse de aquella dama que por largo tiempo le había hecho padecer y había humillado su amor propio. Además, su carácter iracundo y su ambición desmedida le habían granjeado entre los Templarios numerosos enemigos, que miraban con envidia su influencia y privanza para con el maestre, y que espiaban con ansia la ocasión de desacreditarle. Y como en su vida privada, siempre que a observación se sujetase, era cosa facilísima hallar motivos de reprobación y de castigo, el astuto Castiglione se apercibió de que sus enemigos por todas partes le estrechaban, y no dudó que su pérdida sería inevitable, si por acaso llegaba a descubrirse la profanación que había hecho de la regla y de la torre del Templo, ocultando en ella a una dama con la cual sostenía ilícita correspondencia. Por otra parte, si daba libertad a doña Beatriz, ésta, que sólo sabía de su lamentable historia lo que él había querido que supiese, podía averiguar la verdad de sus infames maquinaciones para introducir la desconfianza y la discordia en un matrimonio hasta entonces modelo envidiable de ternura conyugal, en cuyo caso Castiglione tenía muchísimo que temer, mas aún que si descubriesen a doña Beatriz en la torre. Así, pues, el italiano, cuya conciencia, ya avezada al crimen, estaba encallecida, resolvió deshacerse de doña Beatriz por medio del puñal.     -¡Dios mío! ¡Qué horror!     -Nada pudo detenerle. Ni la consideración de un ser hermoso, débil, inofensivo y abandonado; ni el recuerdo de su antigua pasión; ni las desgracias que había acumulado sobre aquella mujer más infortunada que criminal; y, por último, ni el pensamiento terrible de que iba a ser, no el asesino de la esposa de un amigo villanamente engañado, sino el verdugo de su propio hijo, que doña Beatriz llevaba en sus entrañas... Era una noche tempestuosa; el trueno bramaba, el relámpago lucía, la lluvia se desgajaba a torrentes. Diríase que el cielo y la tierra lanzaban un rugido de horror al contemplar la acción inicua del bárbaro e insensible Castiglione. Habitaba doña Beatriz en el lóbrego aposento del bafomet...     -¿Y qué significa eso?     -¿No has visto esas figuras con cabellera de sierpes, que están esculpidas en ciertos parajes de las Encomiendas?     -Sí, las he visto, y en verdad que siempre he deseado hallar la explicación de ese extraño símbolo.     -Además de que en todos los edificios de los Templarios se ven esculpidas estas figuras, las veneran también en secreto con extrañas ceremonias en una habitación subterránea.     -¿Y no me diréis por fin qué significa esa escultura?     -Creo que represente para los Templarios una deidad misteriosa y siniestra. Decía, pues, que doña Beatriz habitaba en un aposento subterráneo, cuyos muebles consistían en un lecho suntuoso, algunos sitiales y un arcón de oloroso cedro. En una alcoba, cuyas puertas son de bronce, había un nicho cubierto con un negro velo. En aquel nicho, colocado sobre un ara, se tributaba, adoración a la espantosa escultura que simboliza el genio del mal, del que seguramente es Castiglione una representación todavía más completa. Entre aquella efigie diabólica y el infernal italiano parecía existir cierta semejanza, una simpatía horrible. Doña Beatriz, ya acostumbrada a estas lúgubres imágenes, estaba reclinada en un sitial, con la cabeza apoyada en una mano, lánguida y hermosa, y fijos los tristes ojos en la puerta por donde solía aparecer su pérfido amante. El aposento estaba iluminado por una lámpara, y a pesar de hallarse tan retirado, se escuchaba allí el formidable fragor de la tormenta. Nunca como en aquella ocasión la infeliz señora había experimentado con más vehemencia el deseo de ver a Castiglione, pues el eco de la tempestad y el aislamiento en que se encontraba, la hacían estremecerse de terror.     -¡Madre mía! -murmuraba el trovador con los ojos inundados de lágrimas.     El misterioso personaje continuó:     -Ábrese de repente la puerta, aparece el italiano, y la dama lanza un grito de jubilosa sorpresa, y corre desalada hacia su amante, como vuela el pajarillo a la encina protectora contra la tempestad que amenaza. Pero ¡ay! en vez del consuelo que esperaba, sólo encuentra al brutal asesino que se precipita sobre ella como un tigre carnicero y le da de puñaladas. La triste doña Beatriz arroja un grito espantoso y fija en Castiglione sus ojos atónitos de terror, de angustia y de ira. En aquel instante un súbito pensamiento, como el relámpago que hiende los espacios, iluminó su mente. Pensó en que el autor de todas sus desdichas había sido aquel monstruo, que había acabado por hacerse amar de ella. En la horrible lucha que trabaron, doña Beatriz asió con mano convulsa el brazo homicida de Castiglione; pero éste, furioso de aquella resistencia, arroja el puñal, pone mano a su tajante espada y, ciego de cólera, asesta una cuchillada a la hermosa cabeza de la dama, que, a falta de otro escudo y por un movimiento indeliberado, quiso parar el golpe con su brazo, y ¡qué horror! le separó la mano de la muñeca.     -¡Infame!... Por piedad os suplico que acabéis pronto... ¡Ah pérfido Castiglione!     -El asesino salió de la lúgubre estancia, dejando a la desdichada doña Beatriz inundada en su sangre. El feroz italiano había conseguido su objeto de deshacerse de doña Beatriz y de adquirir para la Orden sus cuantiosos bienes.     -¿Y mi padre efectivamente murió?     -¡Ah! ¡Qué lamentable historia!... Ya te he dicho que tu padre era la franqueza misma; pero por lo tanto que era honrado, sabía como ninguno guardar un secreto, cuando empeñaba su palabra de hacerlo así. Castiglione había averiguado que don Gonzalo poseía ciertos manuscritos que un caballero, al partir para Jerusalén, le había confiado para que se los guardase hasta su regreso. En aquellos manuscritos se contenía la descripción de un sitio en el cual había guardados inmensos tesoros, y como la más vil codicia devoraba a Castiglione, éste se había propuesto a todo trance apoderarse de aquellos papeles que podían servirle de guía para saciar su sed de riquezas...     -¿Oís?-preguntó Jimeno aturdido interrumpiendo la narración del fantasma.     -¡Oh! ¡Ya ha amanecido!     -Suenan voces.     -Parece que se aproximan.     -¿Vendrán aquí?     -Sin duda alguna vienen a buscarnos, y si nos encontrasen tendríamos muchísimo que temer.     -¡Ah! Los he reconocido por la voz. ¡Son mis compañeros!     -Justamente es lo mismo que yo había creído. Los armigueros, cobardes y supersticiosos durante la noche y la tempestad, ahora con la luz del día vienen a buscarte porque acaso temen te haya sucedido alguna desgracia.     -¡Pobrecillos! ¡Me quieren tanto!     -Pues es preciso evitar el que nos vean.     -Creo que nada tenemos que temer, si son ellos.     -¡Ay de ellos si llegan a verme a la luz del día! Jimeno clavó una mirada de extrañeza y hasta de terror en el fantasma. Tal fue el acento de sombría amenaza y de reconcentrada crueldad con que el incógnito pronunció sus últimas palabras. Entretanto las voces se aumentaban, el ruido crecía, y se hubiera dicho que un ejército se acercaba, a juzgar por el rumor de los pasos y de las armas.     -¡Retiraos! -exclamó el trovador-; retiraos, si es que hay peligro en que nos sorprendan en este sitio.     -¿Y por dónde quieres que me retire? -preguntó el fantasma con una sonrisa glacial-. ¿Deseas acaso que les salga al encuentro?     -¡Dios mío! ¡Qué angustia!     -No te apures, Jimeno.     -Yo si tiemblo es por vos.     El incógnito hizo un ademán con el que indicó al trovador que guardase silencio y escuchase.     En efecto, llegaron a sus oídos las palabras siguientes:     -A Jimeno seguramente lo han asesinado.     -¡Malditos sean los fantasmas!     -Es preciso acabar de una vez con ellos.     -No hay que perder tiempo en exorcizar toda la casa.     Jimeno escuchaba todo esto atónito de terror, pues los Templarios se aproximaban y el fantasma le tenía asido del brazo, oprimiéndoselo con la misma fuerza que un torniquete.     Ya sonaban los pasos en el subterráneo circular donde se hallaban nuestros interlocutores. La lámpara que ardía delante de la Virgen chisporroteaba con esas últimas convulsiones de una luz que va a extinguirse y que parecen simbolizar la lucha de la vida contra la muerte.     Un tropel de Templarios y armigueros se precipitó en aquel recinto con las espadas desnudas y gritando:     -¡Por aquí deben estar!     -¡Venid! -exclamó el fantasma asiendo fuertemente del brazo a Jimeno.     -¿Adónde? ¡Oh! Soltadme, que me apretáis como con unas tenazas.     El misterioso personaje desapareció con Jimeno por una pequeña puerta que estaba junto a la imagen de Nuestra Señora.

 
Capítulo VIHados y lados hacen dichosos y desdichados     A consecuencia de la desaparición de Elvira, cuya ausencia, aunque momentánea, causó grande susto y pesar a su anciana madre, ésta recibió al siguiente día una sirvienta para que las acompañase y evitar que nunca más la gentil doncella saliese sola.     ¡De cuán pequeños principios suelen algunas veces nacer las más grandes catástrofes!     La nueva criada era una mujer que frisaba en los cincuenta años, de nariz muy pronunciada, de color cetrino, de ojos negros y penetrantes, de alta estatura y de constitución huesosa, que revelaba gran fuerza muscular; si bien era cenceña y descarnada. Una falsa sonrisa animaba casi constantemente sus labios pálidos y delgados, dejando entrever en su disforme boca unos dientes tan desmedidos como amarillentos.     A pesar de que un observador experimentado habría podido notar al punto que bajo aquella ruda organización se encerraba un alma perversa y una astucia infernal, con todo, a primera vista y a la generalidad de las gentes habría seducido un cierto aire de candor y de bondad, a que daba una apariencia más devota su traje modesto y su porte reservado y humilde. Consistía, pues, su atavío en un hábito de estameña de color pardo con mangas perdidas, a que daban el nombre de monjiles. Una toca de beatilla, especie de lienzo poco tupido y muy delgado, cubría su cabeza y daba a su figura el mismo empaque y aspecto de una monja recoleta, si bien era taimada y murmuradora como una dueña, astuta como una raposa, narradora de cuentos amorosos y picantes, y dotada, en fin, de todas las aviesas inclinaciones y sutiles habilidades de la más refinada Celestina. Era avarienta como un Iscariote y sabía a las mil maravillas encubrir todas sus macandades con cierto aire morlaco y santurrón.     Quien hubiese visto a Plácida, este era su nombre, con los ojos bajos y con las manos cruzadas sobre el pecho, pasando sin cesar las gordas cuentas de su rosario, sin duda que la habría tenido por la viva personificación de la virtud. Plácida hacía mucho tiempo que habitaba en la aldea cercana a la villa de Alconetar, en la provincia de Extremadura, donde tenían varias Encomiendas y heredades los Templarios.     La mayor parte del día lo pasaba la dueña en el convento de Nuestra Señora de la Luz, y era muy bien acogida y agasajada por las monjas, entre las cuales había algunas que le profesaban una adhesión sin límites.     Por lo demás, Plácida habitaba sola en una humilde casita, haciendo una vida muy devota y ejemplar, por lo que era citada entre las sencillas gentes de la aldea como un modelo de mansedumbre, de caridad y de modestia. Jamás la vil hipocresía se había sabido engalanar con más discretos disfraces que los que usaba aquella mujer infernal.     La anciana madre de Elvira, sencilla y bondadosa como lo era, creyó que ninguna persona podía convenirle tanto para acompañarlas y asistirlas como aquella honrada mujer que, con su vida edificante, se hacía respetar de todos los vecinos.     Plácida, como todas las gentes de su jaez, era por extremo callejera y curiosa; así es que desde que por la mañana muy temprano iba a oír la misa de alba del convento, no volvía a su casa hasta ya muy entrado el día. Todo este tiempo lo empleaba, ya en el locutorio con las monjas, contando milagros y anécdotas de todos los santos y santas de la corte celestial, o ya con las honradas y parlanchinas comadres de la aldea, comentando a su placer todas las noticias de guerra con los moros, de casamientos, de riñas y desafíos, entierros y bautismos que se verificaban en veinte leguas a la redonda.     Por la tarde, a la hora en que las monjas rezaban vísperas, se volvía otra vez al convento, en donde permanecía hasta las oraciones; por manera que la mayor parte de su vida la pasaba en la iglesia, con lo cual su reputación de santa iba cada vez más en aumento.     Ya hemos oído decir a Elvira que sólo hacía tres meses que su madre residía en la aldea, en la antigua casa de los Vargas, que por mucho tiempo había estado deshabitada, siendo un objeto de terror para todos los habitantes de la comarca, a causa de las extrañas consejas de duendes, aparecidos y terribles sucesos que se contaban de aquella maldita vivienda.     Ahora bien; cuando la anciana y su hija aparecieron de golpe y zumbido en la aldea habitando en la casa de los Vargas, fue indecible la sorpresa de todos los vecinos, quienes por lo menos juzgaron que aquellas dos mujeres, es decir, la madre y la hija, eran sin la menor duda espíritus del Averno, que habían tomado la figura femenina.     Desde luego se comprende que noticia de tal importancia no podía tardar en ser escrupulosamente trasmitida a las venerandas madres del convento. Sucedió, pues, que toda la comunidad se puso en el estado más violento de alarma al saber que había gentes tan desalmadas, que se atrevían a vivir en aquella casa maldita. Pero este asombro subió de punto cuando averiguaron que los nuevos habitantes de la casa de los Vargas eran dos mujeres, una de las cuales estaba dotada de la más peregrina hermosura. Entonces fue cuando, tanto las vecinas como las monjas y la beata, comenzaron a hacerse lenguas y a comentar aquel acontecimiento de mil maneras diversas y a cual más absurdas.     La buena de Plácida, no menos curiosa que todas las demás, pero más impaciente que ninguna por averiguar quiénes fuesen las recién venidas a la aldea, tomó la determinación de irse en derechura a la casa y ver y hablar por sí misma a las misteriosas habitantes. Para llevar a cabo su propósito se fue, ya anochecido, al sitio donde estaba la efigie de Nuestra Señora de la Luz y arrodillose allí con todas las muestras de la devoción más fervorosa.     Cuando la agraciada Elvira se encaminó, según su devota costumbre, a encender el farol a la Virgen, se encontró allí con aquella especie de monja profundamente recogida en su oración y como arrebatada en un extático arrobamiento.     En vano la doncella la saludó, le dirigió la palabra y la contempló durante algún tiempo, sorprendida y asustada de aquella inmovilidad cadavérica. Ya la joven comenzaba a sentir un verdadero espanto y a creer que aquello era una aparición del otro mundo, cuando la astuta y curiosa dueña comenzó a suspirar y a fingir como si le hubiese acometido un desmayo.     Al punto acudió la compasiva Elvira a sostener a la desconocida enferma, la cual se apresuró a estrecharle la mano en señal de agradecimiento. Pocos minutos después aparentó Plácida volver en su acuerdo, si bien dando a entender que se hallaba muy débil y fatigada. La joven le instó para que penetrase en su casa, donde podía tomar algún alimento para restablecer sus fuerzas perdidas. Plácida aceptó inmediatamente este ofrecimiento, pues que, como ella de antemano había imaginado, le proporcionaba la mejor ocasión de entrar en la misteriosa casa y conocer a fondo a sus habitantes.     Todo le salió a medida de su deseo, y habiendo Elvira referido a su madre la manera como había encontrado a la dueña, la compasiva anciana elogió el buen corazón de su amada hija, a la cual dio orden de que regalase a aquella mujer hasta que algún tanto se recobrara de su desvanecimiento.     Mientras que la graciosa Elvira fue a sacar de una alhacena algunas conservas y una copa de vino generoso, la astuta dueña entabló conversación con la sencilla Fidela, así se llamaba la madre de Elvira, y fue tal la astucia con que supo insinuarse en el corazón de la noble señora, que ésta no dejaba de admirar tanta virtud, unida a tanta discreción y amenidad como desplegaba su ingenio.     Desde aquel día no pasaba uno sin que Plácida fuese a visitar a sus nuevas conocidas, y éstas, por su parte, la recibían con agrado, tanto porque la dueña sabía granjearse con singular destreza las voluntades, cuanto porque doña Fidela y su hija, no tenían comunicación con nadie en la reducida aldea; y en el sexo hermoso ya se sabe que el hablar alguna que otra vez de lo que pasa en el mundo es una necesidad imperiosa e imprescindible, y nosotros nos guardaríamos muy bien de criticar antes por el contrario, alabaremos tanto como ésta preciosa cualidad se merece.     Es preciso confesarlo, a despecho de los hombres, tan orgullosos y engreídos de sus eminentes cualidades; pero el don de la palabra, dígase lo que se quiera, debe buscarse en la encantadora mitad del género humano. Y si no, ¿qué hombre, por sesudo y formal que sea, no da al traste con toda su gravedad cuando ante sus ojos contempla uno de esos preciosos círculos compuestos de graciosas niñas que, movibles e inquietas como mariposas, charlan, ríen y cuchichean? ¿Qué elocuente orador no cede la palabra velis nolis a unos labios tan espeditos como purpúreos? ¿Que filósofo, aunque sea flemático y abstruso como un alemán, no arrincona al punto la filosofía como la cosa más inútil en medio del delicioso guirigay de una reunión de niñas encantadoras? ¿Quién será el temerario que no se dé por convencido de sus razones melodiosamente articuladas? ¿Cuál será tan descortés que se atreva a rectificar alguna seductora mentira que se escape a una rosada y diminuta boca?     Si pues la elocuencia sirve para convencer y persuadir, y hemos demostrado que ninguno se atreve a contrariar las palabras de las hermosas, quede asentado, sin contradicción alguna, que la verdadera oratoria pertenece en toda su extensión a los frescos labios femeninos; en la inteligencia de que, si no concedemos el charlador privilegio a nuestras prójimas, ellas se lo tomarán mal que nos pese, y nos regalarán por añadidura unos de esos preciosos vestidos que sólo ellas saben cortar a la perfección sin valerse de tijeras.     La garrulísima Plácida enteró a las buenas religiosas de todo lo que había husmeado acerca de doña Fidela y su hermosa hija. Es más; a fin de que algunas monjas conocidas suyas pudiesen a su sabor contemplar a las nuevas vecinas de la aldea, la entremetida dueña no descansó hasta conseguir llevarlas al convento para hacer una visita a aquellas monjas que más particularmente eran amigas de Plácida.     Ahora bien; el lector recordará que la noche en que Elvira había citado a su hermoso amante para hablar por la reja del jardín, don Guillén fue acometido por dos hombres que habían estado observando todos sus pasos.     El valeroso mancebo se defendió con extraordinaria bizarría y bravura de sus agresores, y como éstos eran gente pagada y más propia para dar el golpe como asesinos que para lidiar como caballeros, resultó que el combate duró el tiempo suficiente para poner en alarma a todos los vecinos de la aldea, que acudieron presurosos al socorro de su señor; pero más particularmente se distinguieron Pedro Fernández y Álvaro del Olmo. Este último, más que otro alguno, se halló pronto para favorecer a su amigo y señor don Guillén de Lara.     El infeliz Álvaro, con toda la desgarradora amargura de los celos y con la infalible perspicacia del amor, había adivinado aquella noche que su amigo era su rival ahora, y había seguido a lo lejos todos sus pasos desde que don Guillén saliera del castillo. Álvaro se había ocultalo junto a las tapias del jardín de Elvira, y las lágrimas se agolparon a sus ojos cuando vio que su amigo se entregaba en el silencio de la noche a las sabrosas pláticas de amor, precisamente con la misma joven a quien él tan ciegamente idolatraba.     Fijos los turbios ojos en el blanco disco de la luna, el desconsolado Álvaro lamentaba su cruel destino al ver que la amistad le había arrebatado las santas e inefables delicias del amor.     Súbito oyó ruido de espadas y voces de enojo y de combate, y al punto comprendió que su amigo y rival a un mismo tiempo era acometido. Ni un instante vaciló en volar a su defensa. Don Guillén se avergonzó, en vista de semejante conducta, de los pensamientos de indiferencia y hasta de aversión que había abrigado hacia Álvaro la noche antecedente.     Como don Guillén fue acometido de la manera más brusca y repentina, y a traición por añadidura, había recibido una herida en la espalda, de la cual manaba abundantemente la sangre, cuya pérdida por momentos debilitaba sus fuerzas.     Y aunque el mancebo se había defendido con temeraria bizarría, sin el auxilio de Álvaro es seguro que no habría podido librarse de la muerte o de caer en manos de sus perseguidores. Afortunadamente uno de los que primero llegaron fue el halconero Pedro Fernández, quien hirió mortalmente a un de los asesinos, en tanto que su compañero huyó despavorido y renegando de su mala fortuna por no haber podido cumplir las órdenes de su altivo señor.     A haber dejado a Fernández seguir los impulsos de su ira, de seguro que habría rematado al enemigo de don Guillén; pero éste, que advirtió su homicida intento, le detuvo manifestándole que era para él de suma importancia averiguar quiénes fuesen aquellos hombres, y por orden de quién le habían acometido, supuesto que por su traje revelaban ser esclavos africanos; en vista de lo cual, era fácil deducir que ellos personalmente no tenían interés en asesinarle o prenderlo.     Esta observación detuvo al halconero, el cual se apoderó de su enemigo y lo condujo al castillo, donde lo puso a buen recaudo.     Con el ardor de la pelea y la oscuridad de la noche, don Guillén, como suele suceder en casos tales, no había notado que se hallaba gravemente herido.     Encaminábase, pues, acompañado de Álvaro, hacia su castillo, cuando de pronto se desmayó en los brazos de Olmo, a tiempo que el buen Gil Antúnez y el mayordomo de las monjas acudían, atraídos del rumor de la pendencia.     Precisamente don Guillén se desmayó a la puerta de la casa del mayordomo, el cual era sobrino político de Gil Antúnez y cuñado de Álvaro del Olmo, quien tenía dos hermanas, una de las cuales era esposa del mencionado mayordomo. Este al punto llamó a su mujer, y por estar más cerca que de ninguna otra parte, entraron en la casa a don Guillén, para el cual aderezaron el mejor aposento, e inmediatamente enviaron a llamar a Isaac, que tenía por sobrenombre Estigio Momo, médico hebreo que, según la usanza de aquellos tiempos, habitaba en el castillo a sueldo de don Guillén.     Al día siguiente claro está que en toda la aldea no se hablaba de otra cosa que de la trágica aventura del señor de Alconetar, y desde luego se comprende que las buenas religiosas no dejaban de tomarse interés por su joven patrono, al cual la comunidad debía singular gratitud por sus numerosos e importantes beneficios.     Y aun cuando el sentimiento dominante de la comunidad era el de la más sincera aflicción, con todo, no dejaba de existir en algunas monjas el más vivo sentimiento de curiosidad, particularmente en la madre tornera, que, por la índole de su ministerio, estaba más en comunicación con el siglo, y se hallaba mucho más expuesta que las demás religiosas a contraer el defecto de ser por extremo amiga de saber e inquirir todo lo que en la aldea acontecía.     El lector podrá juzgar de la exactitud de nuestro aserto en vista y presencia del siguiente diálogo que, a fuer de fieles y concienzudos narradores, vamos a transcribir sin que falte un tilde.     -¡Ay Jesús, hermana Plácida! ¿Qué me cuenta vuesa merced de la tragedia ocurrida esta noche pasada?     -¿Qué quiere vuesa merced que le cuente, sino lo que ya todo el mundo sabe?     -¿Y qué sabe todo el mundo?... ¡Nosotras aquí encerradas!...     -La cosa es bien sencilla.     -¡A ver! ¿Bien sencilla decís, cuando ha estado a punto de morir nuestro buen señor?     -No digo que eso no sea grave; pero lo que yo he querido manifestar es que nada hay de extraordinario en que un galán que está hablando con su dama sea acometido por sus enemigos.     -¿Y creéis que eso está bien hecho? ¡Una joven hablando con un hermoso caballero en las altas horas de la noche! ¡Ahí es un grano de anís! ¿No veis que eso es abominable? ¡Ay Jesús! ¡Cómo está el mundo!     -Debéis advertir que hablaban por una reja y que doña Elvira es tan bella como virtuosa.     -Todo eso está muy bien, y Dios me libre de pensar lo contrario; pero el caso es que tales cosas siempre son dignas de reprobación, porque el enemigo malo nunca descansa y siempre las está urdiendo, y añascando todo lo posible por sembrar tentaciones y malos pensamientos... Y dos jóvenes de distinto sexo... hablando a tales horas... Vamos, hermana Plácida, yo digo que el señor Gil Antúnez tiene muchísima razón cuando dice: «Que entre santa y santo pared de cal y canto».     -Todo eso está muy bien dicho; pero no es aplicable al caso presente.     -¡Vaya! Quien quita la ocasión quita el peligro.     -Entonces sería preciso suprimir los amantes.     -Mejor estaría el mundo.     -Pero duraría muy poco.     -¿Sabéis que os encuentro hoy muy indulgente?     -Es que yo estoy muy bien informada del suceso.     -Pues vamos, decid, y no seáis tan reservada.     -Digo que no hay culpa por parte de los amantes, porque ellos de la manera más inocente y admitida, estaban hablando por la reja del jardín, y no es justo hacerle un cargo a doña Elvira porque a dos malhechores se les pusiese en la cabeza acometer a don Guillén, acaso para robarle.     La madre tornera, al oír a Plácida hablar en tales términos, dejó escapar una redomada sonrisa.     -¡Malhechores! -exclamó-. ¿De dónde habéis venido para contarnos eso?     -Os he dicho la verdad, y fácilmente se comprende que no puede ser otra cosa.     -Parece que la niña ha tenido la culpa de la tal aventura.     -¡Doña Elvira! ¿Y cómo ni por qué? ¿No veis que eso es un absurdo?     -¡Un absurdo! Pues yo no veo nada más natural, si es que no me han engañado, porque como la gente habla tanto en estas ocasiones, y hay tan diversos pareceres... En fin, su alma en su palma; ya voy yo viendo que ciertas cosas nunca pueden averiguarse de raíz... Considere vuesa merced que a mí me han dicho que doña Elvira tenía otro amante, el cual, devorado por los celos, acometió a don Guillén     -Perdonad, reverenda madre; pero han sido dos los que han acometido al señor de Lara.     -Sí, ya lo sé, hermana Plácida; lo sé muy bien todo, tal como ha sucedido.     La dueña creyó oír en estas palabras una reconvención de falta de exactitud en su relato, lo cual hirió profundamente su amor propio, supuesto que Plácida tenía siempre la pretensión de no ceder a nadie en cuanto a la autenticidad de sus noticias; y bajo este concepto era tan susceptible, que habría sido capaz de disputarle su infalibilidad al Papa.     Así, pues, la dueña, al verse de tal modo contrariada por la madre tornera, se mordió los labios hasta hacerse sangre. Tan profundo fue su despecho.     -Pues si todo lo sabéis según y conforme sucedió, no acierto a comprender cómo os atrevéis a decir que un rival ha sido el ofensor de don Guillén... Si es que sabéis algunas circunstancias más que yo ignoro, hágame vuesa merced la gracia de referírmelas, -dijo Plácida con cierto retintín.     -Dicen, en efecto, que dos hombres trataron de asesinar al amante de doña Elvira.     -Ya veis que más bien merecen el nombre de asesinos o ladrones que el de rivales.     -Es que podían ser enviados por una tercera persona, que sea el verdadero rival de don Guillén.     -¡De veras! ¡Ah! Puede ser muy bien... ¡No había yo caído en eso!     -Y así diciendo, la dueña se puso espantosamente pálida y permaneció algunos momentos profundamente pensativa.     Luego dijo:     -Verdaderamente, reverenda madre, que voy creyendo que vuesa merced está al cabo y finiquito de este suceso, con muchos más datos y anotaciones que está vuestra humilde servidora.     La madre tornera cayó en el lazo que le tendió la astuta Plácida con su delicada adulación. Queremos decir que, seducida la monja por la vanagloria de saber las particularidades del suceso más a fondo que la misma Plácida, se dispuso a relatar todo cuanto sabía, y aun quizás algo de lo que ella inventara sin apercibirse de ello.     -Pues, sí, señora Plácida, nosotras lo sabemos todito. Dicen que doña Elvira tiene un amante misterioso, que a la cuenta es persona de mucho valimiento y poderío, y al cual han visto los vecinos muchas veces oculto entre los setos que están cerca de la fuente a la salida de la aldea... Y aun se añade que la tal niña atiende demasiado las amorosas quejas del encubierto galán, quien de continuo parece que está rondando las tapias del jardín de la casa de los Vargas... En fin, hermana Plácida, en tales asuntos y en circunstancias tales, las malas lenguas se aguzan y ensañan tal vez contra los más inocentes... ¡Oh! El enemigo malo nunca descansa para sacar fruto.     Plácida escuchaba este relato con una atención creciente y con una ansiedad, que no se habría ocultado a otros ojos más perspicaces que los de la madre tornera.     -¿Y sabéis quién sea el misterioso amante de doña Elvira?     La dueña, a pesar de toda su astucia, no pudo evitar el dar a esta pregunta un acento marcado de interés y de importancia.     -¡Vaya si lo sé! -exclamó la tornera haciendo un remilgo.     -Decid, decid.     -Cuidado que esto es cosa muy reservada.     -Podéis fiaros de mi discreción.     -Pues bien, cuento con ella. Se dice que es el rey.     -¡De veras! -exclamó Plácida respirando, como si su corazón se hubiese descargado de un enorme peso.     -Sin la menor duda. El amante de doña Elvira es nada menos que don Sancho IV de Castilla.     La dueña tuvo que hacer un esfuerzo heroico para no soltar una estrepitosa carcajada. Nadie mejor que ella sabía quién era el misterioso amante de Elvira.     -¿Y cómo el rey se encuentra en estos contornos? Había oído decir que se hallaba en Alcalá de Henares.     -Pues falsa completamente esa noticia. El rey se encuentra a la sazón habitando cerca de aquí.     -¿En dónde?     -En la Baylía de los Templarios.     -¿Y estáis segura de que no os han engañado, madre tornera?     -Segurísima. Además, que hay pruebas irrecusables de que todo es tal como os lo estoy diciendo.     -¡Pruebas! ¿Y cuáles son?     -Una de ellas es que se ha conseguido aprisionar a uno de los que acometieron a don Guillén, y según se dice es un esclavo del Temple.     -¡Válgame Dios! ¡y cómo se descubren las cosas más ocultas!     Plácida quiso dar a esta exclamación un acento de naturalidad que su semblante desmentía. Estaba pálida como la muerte.     -Ya veis, -continuó la tornera-, que esta circunstancia no deja la menor duda de que el rey y no otro es el amante de Elvira, supuesto que don Sancho habita actualmente en la Baylía.     -Efectivamente, madre tornera, veo que estáis muy enterada de todo... Yo no sabía más que lo que se dice por ahí. ¡Quién había de pensar que el rey de Castilla se había enamorado de una dama que vive tan oscuramente en esta aldea!     -Pues para mí es cosa averiguada que los tales amores son muy antiguos, porque así lo indica el misterio con que viven esas señoras. ¿No opináis lo mismo que yo?     -Desde luego. La cosa es clara... Pero es lo más particular que doña Fidela se ha mostrado muy bondadosa para conmigo, y ciertamente que extraño que me haya dicho otra cosa muy distinta, y que yo, francamente, lo había creído al pie de la letra. Hasta la misma doña Elvira, con la cual he estado hablando, me ha asegurado que los que acometieron a don Guillén eran unos ladrones.     -Y ellas ¿qué han de decir? No hay que fiarse de nadie. ¡El mundo está muy malo!     -Pues yo no creo que esas damas me engañen.     -Sabe Dios quiénes serán.     -Sean quienes fuesen. Yo tengo, para no dudar de ellas, razones muy poderosas.     -¿Y cuáles son?     -En primer lugar, que ellas parecen damas de muy alta alcurnia, y no veo que tengan ningún interés en engañar al señor de Lara; y en segundo lugar, que a mí no me irían a decir una cosa de que muy pronto yo podré cerciorarme, supuesto que desde hoy mismo estoy al servicio de doña Fidela.     -Es posible!     -Van cierto como os lo estoy diciendo.     -Pues entonces, podréis darnos muy buenas noticias. Además que nosotras también averiguaremos algo por medio del señor Gil Antúnez, porque así que don Guillén se restablezca es natural que interrogue a ese prisionero...     -Sin duda alguna, -interrumpió Plácida bastante azorada.     Luego de pronto cortó la conversación diciendo:     -¡Ay, madre tornera! ¡Cuánto me he detenido!     ¡Jesús! Ya es cerca de mediodía... Vuesa merced tiene una voz, de sirena, que me hace insensible el trascurso del tiempo. Me estaría con mucho gusto hablando mil años con vuesa merced; pero mi nueva obligación me llama... ¡Cómo ha de ser! Quédese vuesa merced con Dios, hasta otra vista.     -Hasta mañana. ¿Sí?     -Si Dios quiere.     Plácida desapareció muy preocupada. Seguramente le daba muy mala espina aquello del interrogatorio del prisionero que había hecho Pedro Fernández.     Como desde luego se comprende, esta circunstancia podía promover algunas revelaciones funestas para Plácida, a juzgar por sus muestras de alarma, y turbación.     El precedente diálogo ha podido poner al lector en los antecedentes de la situación respectiva de los dos amantes.     Plácida corrió al castillo para informarse del estado de don Guillén, encargo que le había hecho Elvira.     El señor de Alconetar había sido trasladado a su feudal habitación después que Isaac le hizo la primera cura.     Las hermanas de Álvaro profesaban a su señor un afecto entrañable y un respeto y adhesión sin límites. El mayordomo y su esposa no hubieran querido que su señor saliese de su casa; pero al fin consintieron en que fuese trasladado al castillo, cuando aseguró el médico que en esta traslación no había ningún grave peligro.     Álvaro del Olmo, según ya hemos indicado, tenía otra hermana soltera, y por cierto dotada de maravillosa belleza.     Así como la tímida violeta oculta sus melancólicos matices y su fragancia suavísima en lo más apartado del valle, y solamente las brisas murmuradoras y embriagadas de sus perfumes denuncian a la modesta flor que se esconde sabiamente junto a la margen del manso arroyuelo, del mismo modo la modesta virgen, cuyo dulcísimo nombre recordaba la casta pureza de la azucena vivía retirada en la humilde habitación de su hermana primogénita.     La encantadora Blanca, tal era su nombre, era muy poco conocida en el reducido ámbito de la aldea.     Tímida cual la esbelta cervatilla y ruborizada como la encendida rosa de Mayo, sintió que las lágrimas se agolpaban a sus ojos cuando vio pálido y ensangrentado al hermoso caballero, al opulento señor feudal, al amigo y compañero de infancia de su hermano Álvaro.     Blanca, toda azorada y trémula, preparó las hilas y las vendas para curar al herido.     Durante la cura, la pudorosa Blanca estaba alumbrando con una lamparilla de plata; y fue tal la impresión que aquel espectáculo causó en su alma tierna y sensible, que una mortal palidez se difundió por su bello semblante, las lágrimas corrían de sus hermosos ojos, la luz cayó de su mano, y la tímida doncella habría caído desmayada, a no haber acudido a sostenerla los circunstantes.     ¿Era que su timidez virginal no podía sufrir la ingrata impresión de aquella escena cruenta? ¿O tal su emoción habría sido menos enérgica y dolorosa, si se hubiese tratado de otro que don Guillén? ¿Acaso en el fondo de su corazón amaba la sensible Blanca al gentil caballero? Más adelante sabremos a qué atenernos respecto a este incidente.     Plácida, desde el castillo, se dirigió a su casa, situada a la salida de la aldea.     Apenas penetró en la humilde vivienda, salió a recibirla un personaje de muy mala catadura, y que indudablemente había dado una cita a la vieja, la cual, lejos de sorprenderse, manifestó por el contrario que sabía que era esperada.     -¡Cuanto siento, señor, haberos hecho aguardar demasiado!     -Hace poco que he venido; pero vamos al caso: ¿qué se dice por ahí de la aventura de anoche?     -¡Ay, señor! ¡se dicen tantas cosas!     -Pero... ¿ha sospechado alguien?...     -Oíd, señor, y juzgad.     Y Plácida refirió al incógnito la conversación que había tenido con la madre tornera.     -¿Luego sospechan que Elvira tiene otro amante?     -Sí, señor.     -¿Y sabes si el esclavo ha muerto?     -Le tienen prisionero. Según he oído decir, don Guillén impidió a su halconero que diese muerte al esclavo, a fin de interrogarle acerca de la persona que le había enviado para que cometiese un asesinato.     El desconocido palideció espantosamente.     -Es necesario que ese hombre muera antes de que le interroguen, dijo al fin el misterioso personaje.     -Me parece, señor, que eso no es muy fácil.     -¿No pudieras tú penetrar en la prisión?     -Tal vez.     -¡De veras!     -Haré lo posible.     -Si tal llegas a conseguir, te doy mil doblas de oro.     Los ojos de la vieja centellearon de codicia.     -Os juro que entraré en la prisión, -dijo.     -Pues entonces, toma.     Y esto diciendo, el desconocido entregó a Plácida un pomo de cristal.     -Ese pomo contiene uno de los venenos más activos, -añadió el misterioso caballero-. Si puedes penetrar donde se halla el esclavo y regalarle vino o en cualquier manjar...     -Ya veré yo el modo de suministrarle una buena dosis.     -Pues cuanto más pronto, mejor.     -No creo que todavía corra mucha prisa, porque don Guillén se encuentra en muy mal estado para hacer interrogatorios, y además el prisionero está muy mal herido.     -Pues bien, a tu cuidado dejo este negocio; pero a otra cosa. ¿Has entrado ya al servicio de Fidela?     -Ya sabéis que anoche dormí por primera vez en su casa.     -Sí; pero yo había entendido que solamente anoche te quedarías allí, a causa de la indisposición de doña Fidela.     -Así lo habíamos convenido; pero hoy nos hemos ajustado, y permaneceré allí de día y de noche. La hermosa doña Elvira me ha tomado mucho cariño, y se complace sobremanera con los cuentecillos que le refiero.     -¿Y qué clase de persona es la esposa de don Rodrigo de Vargas?     -Es una santa señora. Desde el punto en que la vi por la primera vez, cuando me fingí desmayada, me convencí hasta la evidencia de que es la mujer más buena que he conocido.     -¿Y crees que yo podré conseguir mis intentos?     -Antes lo dudaba; pero desde hoy he mudado de opinión por varias razones.     -¿Pueden saberse?     -La primera y principal es que yo me encuentro día y noche a su lado y ejerzo sobre ella grande ascendiente, y además, señor, me parece que la niña es más alegre y fogosa de lo que a primera vista puede juzgarse; de modo que no creo imposible que vos consigáis vuestros deseos.     -¡Ah, Plácida! yo pondré tesoros a tu disposición, con tal que doña Elvira preste oídos a mis amorosas quejas. ¿No le has dicho nada todavía?     -Aún no lo he creído oportuno.     -Pues te ruego que no dilates el presentarme a ella. He creído conveniente que me precedan algunos dones. Toma, y entrégale esto a doña Elvira de mi parte.     Y el desconocido entregó a la vieja unas arracadas de oro finísimo y guarnecidas de piedras preciosas.     -A fe que tenéis una manera espléndida de anunciaros, -dijo Plácida, que no pudo resistir a la tentación de mirar y remirar las magníficas joyas. ¡Qué arracadas tan buenas! Nunca las vi tales, ni en tamaño ni en hechura... ¡Esto es digno de una reina!     -Y doña Elvira es la reina de mi pensamiento.     -Sin duda debéis de ser un poderoso señor.     -Por lo menos, tengo mucho oro, muchas piedras de inestimable valor y riquísimas alhajas.     -Si continuáis haciendo regalos de esta manera, os aseguro que adelantaréis mucho camino.     -¿Cuándo nos volveremos a ver?     -El domingo, que viene.     -Convendrá que nos veamos por la noche.     -A la hora que os plazca.     El desconocido entregó una bolsa bien repleta a la vieja, que se apoderó de ella como un gato de una sardina.     -¡El cielo os premie vuestra generosidad, noble caballero! -exclamó Plácida con una gozosa sonrisa que puso de manifiesto sus dientes amarillentos y podridos.     La vieja tomó dos llaves que había sobre un arcón, entregando una de ellas al caballero, le dijo:     -Aunque la casa está en las afueras de la aldea y aquí no pasa nadie, conviene, sin embargo, que siempre hagamos lo mismo que hoy. Si yo viniese primero, os aguardaré, y del mismo modo vos tendréis la bondad de esperarme, si por acaso vinieseis antes que yo; pero es preciso que no os dejéis olvidada la llave, a fin de que no tengáis necesidad de aguardarme al aire libre, donde, además de estar incómodo, pudiera veros alguna vecina curiosa.     El caballero inclinó la cabeza en señal de asentimiento a todo lo que había dicho la gárrula vieja, y enseguida se despidió diciendo:     -Hasta el domingo, y cuidado que me traigas buenas noticias.     -Estoy segura de que así será.     -Que no olvides tampoco lo del prisionero.     -Descuidad, señor.     El desconocido salió de la casa y se encaminó hacia la Encomienda.     Pocos momentos después salió la maldita vieja y se dirigió a casa de doña Fidela, que estaba muy lejos de pensar que abrigaba en su seno a la serpiente que había de seducir a Elvira, porque ¡ay! es muy cierto que «hados y lados hacen dichosos y desdichados».

 
Capítulo VIILo vivo y lo pintado     Hay una fuerza interior en el hombre que le conduce al mundo ideal con irresistible encanto, con inevitable energía. En este mundo delicioso se realizan todas las ilusiones al soplo mágico de la imaginación y del deseo, que, como hermanos cariñosos, caminan siempre juntos.     Los corazones gastados llaman a esto inexperiencia o candidez.     Los hombres positivos califican los divinos vuelos del entusiasmo de tontería o locura.     Las mujeres y los poetas, entre quienes ciertamente no hay enemistad, convienen en dar a estos ensueños de oro el nombre vago, pero brillante, de ilusiones. En nada, sin embargo, existe más diferencia. Las ilusiones son como las fisonomías: cada uno tiene la suya.     Ahora bien; si es verdad que, generalmente hablando, todas las cualidades intelectuales están más desarrolladas en el hombre, afirmaremos desde luego que en el dilatado y florido campo de la ilusión las excursiones del hombre son más atrevidas, más enérgicas, más insaciables, más brillantes acaso que las de los tímidos corazones femeninos. Nunca la elegante góndola se engolfa en alta mar como el altivo navío que se complace en desafiar y vencer a las ondas embravecidas.     Como el águila ansiosa de luz se arroja hacia el disco fulgurante del sol, del mismo modo el rey de la creación se precipita en el imperio sin límites de lo infinito, de lo absoluto, de lo ideal, de lo que en la tierra no existe sino dentro de su pensamiento.     Amorosa tortolilla que bate sus trémulas alas en torno del nido amado exhalando tiernos y melancólicos arrullos, la mujer pasea por la esmaltada pradera a la margen del cristalino arroyuelo, mirando cruzar incesantemente la bella sombra del mancebo amado.     La esencia de la mujer es el sentimiento.     El rasgo característico del hombre es la inteligencia.     Ella limita su mundo al mundo visible, a los objetos que la impresionan, a lo concreto, a lo palpable que afecta sus sentidos y que excita la sensibilidad de su alma.     Ante la pode rosa deidad que llaman ciencia ofrece el hombre sus eternos sacrificios; la mujer constantemente se prosterna ante las aras del amor.     La una ama la hermosura y el placer; el otro apetece realizar lo que juzga bueno, verdadero y bello.     La mujer ama lo que ve; el hombre se enamora de lo que piensa.     Y he aquí la razón por qué la mujer es frágil y el hombre fuerte.     Flor que se mece a todos los vientos, misterioso cristal que refleja todos los colores, paloma de nítido plumaje, en cuyo enhiesto cuello vense a cada momento mil vistosos cambiantes, la mujer es víctima inevitable de la inconstancia de sus emociones producidas por los objetos, en tanto que el hombre permanece más fiel a las resoluciones interiores de su conciencia, resoluciones no arrojadas por el lago movible de las cosas, sino dirigidas al puerto de un designio por la estrella fija de los pensamientos.     Por eso la mujer es el símbolo y cifra del sentimiento bajo todas sus modificaciones.     Por eso el hombre aspira con mayor vehemencia a la realización de lo ideal, porque la fuerza de su pensamiento le hace romper el muro de lo relativo y lo palpable para buscar lo absoluto y lo invisible.     Ejemplo de esta verdad fueron Elvira y don Guillén, cuyos amores nos hemos propuesto dar a conocer, supuesto que esta primera pasión influyó de una manera enérgica y decisiva en el ánimo y carácter del mancebo.     El verdadero horóscopo del hombre no está en el día en que nace, sino en el momento en que por primera vez su espíritu y su corazón se abren a esas emociones intensas que arrastran y envuelven al ser humano en un flagrante torbellino. El signo, la estrella, el hado del hombre se decide y determina en ese instante solemne en que un poder extraño, en que una fuerza desconocida revela al corazón nuevas aspiraciones y deseos insaciables y tumultuosos, a la manera que se levantan embravecidas o se amansan humildes las olas del océano, los huracanes o los céfiros, las negras tempestades o las rosadas auroras, cuando con su vara mágica la triforme Hécate, poderosa reina de la noche, infunde a los elementos el furor o la calma, el silencio o el ruido.     Los primeros albores de la razón fijan para siempre, si así puede decirse, la temperatura, el calor y la luz de la atmósfera de la existencia. Donde nace nuestro primer amor, donde brota el primer pensamiento, la revelación primera de la fuerza que piensa y ama, allí es donde verdaderamente existe nuestra patria, aquel día es el verdadero aniversario de nuestro nacimiento, pues que desde entonces comienza nuestra existencia. Si aquel día es nebuloso, ¡ay del mísero mortal que tan aciagamente es lanzado al océano de la vida! Los vientos del norte marchitarán las flores de su alma y estrellarán su frágil barquilla contra las rocas.     Por el contrario, si el hombre bajo un cielo azul y sereno se arroja con jubilosa audacia y con ansiedad sublime por los espléndidos y floridos campos de la esperanza, el recuerdo de aquel día brillante jamás se extinguirá, de su memoria; la alas de nácar y oro de su fe y de sus ilusiones ahuyentarán en torno suyo con plácido vuelo la negra turba de los desengaños y los desalientos, que, como crueles bandoleros, le asaltarán en su camino para robarle los tesoros inestimables de su entusiasmo, los encantos indescribibles de su juventud, el contento, la delicia, el generoso afán de una vida de fuego, de ese fuero divino, antorcha santa de los cielos, faro refulgente y seguro que nos guía al través de los escollos hacia la virtud, la verdad y la belleza.     Don Guillén, naturaleza ardiente y apasionada, se entregaba ahora a su amor embellecido con la brillante aureola de todas sus esperanzas de oro, de sus aspiraciones de ternura, de la felicidad que durante mucho tiempo sólo había presentido y vislumbrado, como entre sueños.     El gallardo caballero gastaba todas las fuerzas de su corazón y de su espíritu en acumular a manos llenas sobre la hermosísima Elvira todos los nobles sentimientos, todas las perfecciones de la virgen de sus sueños, toda la ternura de la mujer enamorada.     De noche, de día, con la apacible sonrisa del alba, con los gratos misterios del crepúsculo de la tarde, a todas horas, la imagen bella de su amada Elvira se presentaba a los ojos del caballero, tierna, sensible, inteligente y rendida por completo a su albedrío.     Ya se la figuraba en el silencio de la noche paseando a la luz de la luna, por el ameno jardín, pensando en él con inefable felicidad; ya dulcemente entregada a las delicias del sueño, murmurando con cariñosa sonrisa el nombre de su amado; ora con las manos cruzadas sobre el cándido seno le parecía verla elevar al cielo tierna y fervorosa plegaria; ora le escuchaba exhalar blandos suspiros de amor, porque pronto llegase el venturoso día en que ante el altar pronunciasen ambos el solemne juramento de inextinguible ternura. Pero a todas las gratas ilusiones de su amante y hermoso desvarío, don Guillén no le prestaba otro móvil, por parte de Elvira, sino la adhesión mas sincera, el amor más platónico en toda su divina abstracción, con toda la fuerza virginal.     ¡Y estos plácidos y amorosos devaneos agradaban tanto al hermoso mancebo! ¡Cuántas delicias inefables vislumbraba su espíritu en esta atmósfera límpida y refulgente de hermosos delirios!¡De cuán divino éxtasis se impregna el espíritu del hombre, cuando en las alas de un amor puro se eleva al cielo de las ilusiones que, como una lluvia fulgurante de estrellas, envuelven y recrean al pensamiento!     Don Guillén se imaginaba que todos los tesoros y coronas de la tierra no bastarían a arrebatarle la ternura de la hermosa Elvira. Antes la creería capaz de morir mil veces que ser infiel a su amor. ¡Y es tan grata la idea de un amor correspondido!     El hermoso caballero derramaba dulces lágrimas al pensar que nada en el universo podía volcar la estatua de la fe que había colocado en Elvira como en un santuario; que ningún huracán, que ningún contrario viento era capaz de tronchar la flor lozana y aromosa de sus bellas esperanzas.     Entre tanto que tan deliciosamente soñaba don Guillén, la encantadora Elvira también le consagraba sus recuerdos en el apacible retiro de su modesta morada. Pero ¡cuán diversos eran los giros de estas dos organizaciones igualmente apasionadas! ¡Cuán diametralmente opuestas sus manifestaciones!     Para Elvira no había un hombre más hermoso, ni más valiente, ni mas apuesto y ricamente engalanado que el opulento señor feudal don Guillén de Lara. Ella se fijaba con placer en el recuerdo agradable de aquella noche en que fue libertada por su amante de los brazos de su raptor, y recordaba con delicia los venturosos momentos en que, asida al brazo del caballero, volaban sobre el rápido corcel como envueltos en una perfumada nube de oro y azul y vislumbrando en el espacio mil nacaradas imágenes de amor y felicidad.     La dulce presión del brazo del mancebo, su mirada vívida y ardiente, su maravillosa hermosura, su lenguaje apasionado, todo esto había despertado en el pecho de la joven emociones tan desconocidas como profundas e irresistibles. Exhalaba tiernos suspiros, palpitaba su corazón con precipitada energía, sus ojos brillaban con un fuego calenturiento, y sentía circular por sus venas plomo derretido.     ¡Qué cambio tan extraordinario y radical se había verificado en todo su ser! La pasión la devoraba con todos sus ardores. El amor, además de que en su alma había hecho brotar la fuente del sentimiento hasta entonces adormecido, había también despertado en la joven deseos desconocidos, que se levantaban más y más enérgicos con la presencia del gallardo Lara.     El amor de Elvira, poco más o menos, era como la generalidad de las mujeres, para las cuales el amor se diferencia muy poco de la hermosura y el placer. Queremos decir que la doncella no se fijaba en las relevantes e íntimas prendas que adornaban a don Guillén. Es verdad que no había tenido tiempo de conocerlas y apreciarlas debidamente; pero, aun así y todo, nos aventuramos a afirmar que habría sucedido lo mismo.     La joven no paraba mientes en que don Guillén fuese sabio, compasivo, generoso, leal, sencillo, pundonoroso, franco, diligente, magnánimo, amigo de la verdad, puro de costumbres, guiado siempre por nobles y rectas intenciones, esclavo del deber, amante de su patria, y sobre todo, religioso sin fanatismo, honrado sin hipocresía, esforzado sin alardes ni bravatas, y accesible y familiar sin bajeza para con sus vasallos.     Para saber todo esto, para juzgar bien al gallardo caballero, era preciso ver su conducta en los actos íntimos de la vida privada; o si las ocasiones faltaban para que el joven manifestase sus excelentes calidades, se necesitaba poseer la bastante inteligencia para leer en el interior de su alma. Así, pues, Elvira no conocía ni por consiguiente, podía estimar a don Guillén bajo el verdadero punto de vista que realmente son estimables los hombres, es decir, por su virtud y su talento.     Elvira no se fijaba más que en lo que hería sus sentidos. Que don Guillén era un poderoso señor feudal, ella lo sabía por ser cosa pública y notoria. Que era hermoso como ningún mortal de los que hasta entonces había visto, sus ojos se lo decían sin género alguno de duda. Que esta incomparable belleza varonil la había enloquecido, su corazón devorado por desconocida llama se lo decía a voces. Y por último, que las ardientes y amorosas miradas del mancebo ejercían sobre ella una fascinación irresistible, no podía dudarlo al sentirse arrastrada hacia su amante por un impulso magnético, incontrastable y hasta superior a su voluntad, que por otra parte estaba muy lejos de ser por ella contrariado.     No obstante la impresión profunda que don Guillén había causado en la encantadora Elvira, es preciso convenir en que la joven experimentaba algunos vehementes deseos con cierta generalidad, y que no se limitaban a la particular complacencia que pudiesen causarle los atractivos de Lara.     Lo que ahora experimentaba era un deseo tan inexplicable como vehemente, una ansiedad calenturienta, pero mezclada de cierto placer y goce, cuando sus ojos se fijaban en algún hermoso mancebo; era, en fin, la voz de la naturaleza,: el rugido de las pasiones que tumultuosas gritaban dentro de su pecho, hasta entonces puro y límpido como el azul del cielo en una alborada de Mayo.     La causa ocasional de este sesgo que habían tomado sus sentimientos, fue en primer lugar aquella inolvidable carrera que en la soledad de la noche había dado amorosamente abrazada con su hermoso amante. En segundo lugar, el mancebo había despertado en la joven mil sensaciones de fuego la noche en que le habló por la ventana del jardín, cuando de la manera más apasionada estampaba ardientes besos en la nevada mano de la gentil doncella. Después de aquella cita todos los sentimientos de Elvira se habían cambiado completamente, como si la nueva revelación de aquellas emociones hubiese arrojado su espíritu de la región tranquila y apacible de esa santa ignorancia, que los mortales llaman inocencia, al océano borrascoso de los deseos hidrópicos y de las pasiones inflamadas.     Y a todo esto debe agregarse otra circunstancia que manifiesta hasta qué punto la flor de la inocencia es delicada y fácil de marchitarse ¡ay! para nunca recobrar su aroma y lozanía.El maléfico influjo de la infame, Plácida había emponzoñado con su podrido aliento el alma de Elvira, cuyo carácter violento y fogoso era capaz de precipitarse en el mayor desenfreno de las pasiones. Sólo faltaba una mano que impeliese a la joven, y la maldita vieja se encargó de esta misión tentadora y satánica.     Habían trascurrido algunos días después de la funesta aventura del señor de Alconetar.     La noche, aunque fría, estaba estrellada y serena. La luna más hermosa del año, la luna de Enero, iluminaba la celeste bóveda con todo el magnífico esplendor de sus argentados rayos, que penetraban como una sonrisa del cielo por la ventana del aposento del enamorado don Guillén. Este a la sazón devoraba su inquietud en el lecho del dolor. Su faz estaba pálida, pero siempre hermosa, expresiva e interesante. El rostro del mancebo pudiera compararse ahora, no al refulgente sol que ostenta su carro chispeante al mediodía, sino a la melancólica expresión de la moribunda luz del crepúsculo de la tarde.     Allí, en aquel aposento opacamente iluminado, con la calenturienta actividad que en los corazones juveniles infunde el aislamiento, con las mil nacaradas imágenes que el aura fecundante de los amores había hecho brotar en su mente, con los deliciosos proyectos y doradas ilusiones de un amor casto y puro como la sonrisa de los ángeles, allí don Guillén no podía apartar ni un momento de sus ojos la encantadora figura de Elvira, que tal vez lloraba con amargo desconsuelo al pensar en su desgraciado amante herido y moribundo.     ¡Ay! ¡cuánto la imaginación engaña y fascina a los mortales, pintando al alma enamorada el mundo seductor que ella desea y que a su gusto se finge! Vaporosa nube de oro y azul, la impalpable cuanto bella ilusión ¡ay Dios! ¿por qué no es más que un delirio?     Entre tanto que con ternura tan íntima recordaba a su amada el gallardo caballero, abriose la puerta de la estancia, y apareció una doncella más hermosa que la luz del alba.     Iba vestida de blanco, y ostentaba su rubia cabellera de cándidas rosas. Era esbelto su talle y majestuosa su estatura. El tímido pudor brillaba en su frente de marfil y en sus mejillas de clavel. Una granada entreabierta era su boca, que parecía hecha tan sólo para proferir palabras de modestia y de dulzura. En sus hermosos ojos azules brillaba el dulce fuego de esa angelical ternura que cautiva el corazón tan agradable como irresistiblemente. En toda su persona resaltaban las amables y púdicas gracias, la tranquila inocencia, la encantadora timidez de la mujer y el santo candor virginal. Su divino semblante ostentaba una expresión indefinible de melancolía que hacía respirar una atmósfera purísima de elevados y purísimos sentimientos, que conducían al espíritu a la región apacible donde habitan el tierno gozo y las deliciosas lágrimas, como si en medio de la felicidad el Eterno hubiese querido recordar su pequeñez a los mortales por una tristeza sublime, punto misterioso en donde se confunde en una unidad lo que el hombre tiene de cielo y lo que tiene de tierra.Muy difícil es dar una idea siquiera aproximada de la hermosura de Blanca; pero al fin no sería imposible. Mas ¿quién será capaz de pintar lo que verdaderamente constituye la belleza, la expresión, el reflejo de las calidades íntimas que adornaban a la tímida virgen? Aquella beldad maravillosa no decía nada a los sentidos. Diríase que sólo estaba revestida de formas visibles, lo bastante para revelar a los mortales en toda su pureza el amor y la ternura, la abnegación y la caridad, la inocencia, la humildad, la modestia, la resignación, todas las perfecciones en fin de esa creación divina, y fecunda que se llama mujer.     Blanca no impresionaba a los que la veían como una hermosura que sólo perciben los ojos, sino como un pensamiento.     No la compararemos ni a los moribundos rayos de la plateada luna que se reflejan trémulos y alterados sobre las aguas del sereno río; ni al alegre y variado concierto de las pintadas aves, cuando el cielo abre la hermosa puerta de diamante y oro por donde todas las mañanas se anticipa al sol la risueña aurora vestida con su refulgente manto de escarlata, y se arroja al espacio en alas de las brisas matinales, sembrando de encendidas rosas su camino aéreo; ni a la vívida y fecunda primavera, que todos los años vuelve y pasa veloz conducida, por los plácidos céfiros, esparciendo con pródiga mano flores, aromas, danzas, sonrisas, placeres y amores; no la compararemos a nada de esto. Sólo nos limitaremos a decir que la presencia de Blanca inspiraba la misma impresión múltiple, tierna, y magnífica, que inspiran todos estos bellos instantes de la naturaleza.     La joven creyó al principio que don Guillén dormía, y se aproximó con lento paso, llevando una taza de plata cuyo contenido era una bebida refrigerante sabiamente preparada por el médico Isaac. El herido dirigió a la joven una sonrisa, y alargó su mano a la taza, apurando con ansia deliciosa la bienhechora pócima.     Blanca miraba al caballero, más hermoso e interesante que nunca por la palidez que le cubría, con una emoción que la doncella en vano se esforzaba por ocultar. ¡Ay! Su hermano Álvaro había dispuesto que Blanca, tan solícita y cariñosa para cuidar a los enfermos, fuese al castillo en esta ocasión para asistir con el más tierno desvelo a don Guillén de Lara.     Pero la herida del mancebo la trasladó éste de una manera más cruel al corazón de la tímida doncella.     Don Guillén no pudo menos de apercibirse de la impresión que causaba a la candorosa virgen, que en su cándida inocencia no poseía los recursos de una mujer experimentada para ocultar sus sentimientos. Eran éstos además tan santos, tan puros, tan sublimes, que la doncella habría creído un sacrilegio el hacer esfuerzos por ocultarlos.     El joven, sin embargo, mientras que Blanca estaba en su presencia, experimentaba un sentimiento inexplicable de adhesión y ternura hacia la graciosa doncella. Lara sentía la fascinación de la belleza, de la cual no es dado al hombre sustraerse, por más que la considere con admiración contemplativa en vez de apasionada, inclinación. Lo que en tal caso sucedía a don Guillén, era que todas las emociones que le inspiraba la divina Blanca, se convertían en favor de su amada Elvira, sobre la cual acumulaba todos los sentimientos de su corazón, todos los bellos pensamientos de su alma, todos los hermosos sueños de su fantasía, a la manera que el artista desea acumular sobre su obra todas las perfecciones.     Mientras que don Guillén permanecía tan enamorado y tan fiel a la beldad que le había inspirado el primer amor, Elvira tenía sus pensamientos fijos en el horizonte embriagador de ardientes y desconocidos deseos, que Plácida, como tentadora serpiente, había sabido pintarle e infundirle con lengua tan pérfida como seductora.     El día en que la astuta dueña estuvo en el castillo para informarse de la salud de don Guillén, había visto junto a su lecho a la hermosísima Blanca con ademán dolorido y semejante al ángel de la compasión y de los santos amores.     La infame vieja dilató sus labios con una sonrisa del infierno, y al punto corrió, enajenada de diabólico gozo, a participar esta nueva a la fogosa Elvira, en cuyo corazón supo verter toda la ponzoña de los celos y toda la hiel del orgullo ofendido. La cobarde y maliciosa calumnia le prestó sus más vivos colores y sus más engañosas apariencias para cubrir su iniquidad y mentira con el vestido de la justicia y la verdad.     Se ha dicho que «vindicta gaudet foemina», que la mujer se goza en su venganza, y nada es más seguro para matar su amor que herir su vanidad. Nosotros, que nos preciamos de galantes y comprendemos como el que más la misión tierna y sublime de ese hermoso ser nacido para el amor y las lágrimas, estamos muy lejos de creer que esto suceda siempre; pero por desgracia, en la presente ocasión no podemos menos de afirmar que Elvira experimentó una aversión extraordinaria hacia el hermoso y entendido Lara, víctima inocente de una calumnia infame.     Nadie hay en el mundo que sea capaz de odiar tanto a una hermosura como otra mujer hermosa. Elvira había visto algunas veces a Blanca, y no había podido menos de admirarse de tan singular belleza; y cuando supo, según le dijeron, que aquella era su rival, comprendió desde luego, muy a pesar de su amor propio, que su causa estaba perdida, porque era imposible que don Guillén no diese a Blanca la preferencia.     A esta manera de pensar se unían por otra parte pérfidas sugestiones de Plácida, que había sabido introducir, no solamente la discordia entre los dos amantes, sino que también había infundido en el corazón de Elvira deseos desconocidos y hasta criminales. Elvira era una organización de fuego, una imaginación voluptuosa, una mujer atrevida y vehemente, que acaso hubiera podido ser buena y dichosa, si en la senda de sus castos amores no hubiese arrojado el destino a aquella astuta serpiente bajo la figura de mujer y con el nombre de Plácida.     ¡Cuánto un pensamiento roedor, un sentimiento de odio, una sed insaciable de criminales placeres, cambia y modifica al ser humano! Ahora la encantadora e inocente Elvira de otros tiempos se hallaba completamente trasformada. En su corazón se albergaba, un orgullo indómito y ansioso de venganza. En sus labios se dibujaba una sonrisa inexplicable, y en sus ojos brillaba un ardor satánico.     Plácida la contemplaba con infernal complacencia, como el demonio de la tentación contempla a los mortales cuando ya extienden los pies sobre las resbaladizas pendientes del crimen.     -¡Cuánto me agradan las gustosas aventuras que me habéis referido! exclamaba Elvira.     -¡Ay, hermosa niña! ¡Quién pudiera contar con vuestros años y vuestra belleza! ¡Cuán feliz podíais ser! Si yo me hallara en vuestro lugar, la vida no sería para mí sino un tejido de interminables placeres.     -Sí, sí, tenéis mucha razón, Plácida; yo no puedo menos de dar crédito a vuestra experiencia.     -Creedme, hermosa Elvira, el verdadero amor es el placer: lo demás son delirios de nuestra fantasía.     -¡Ah! Yo no había comprendido nunca el amor tal como me lo habéis explicado... Jamás me canso de oír la deliciosa historia, que tantas veces me habéis referido, de aquellos amantes que en un hermoso día de primavera, en un bosquecillo de arrayanes, junto a una cristalina fuente rodeada de frondosos olmos y en medio de una apacible y no interrumpida soledad, se entregaban, gustosos a la sabrosa lectura de un libro de amor...     -Es uno de los cuentos más bonitos que he aprendido. La historia de la princesa Desideria y del guerrero Flagicio les gusta mucho a todos los jóvenes.     Elvira se levantó como asaltada de un súbito recuerdo, y comenzó a pasearse por la estancia con inequívocas señales de impaciencia.     Luego, dirigiéndose a Plácida, preguntó:     -¿Estás segura de que me ama ese desconocido?     -¿Y quién se atreverá a dudar de la pasión que por vos le devora?     -¡Me habéis referido de él tantas magnificencias!...     -Y todo es la pura verdad. No conozco un hombre ni más rico, ni más generoso, ni más valiente.     -¿Y quién es?     -Perdonad, señora mía; pero no puedo disponer de ese secreto.     -Debe de ser algún alto personaje.     -Tan alto, que os habéis de admirar cuando sepáis su nombre.     -¿Y a qué hora vendrá?     -Después de la media noche.     -Ya poco debe tardar.     -¿Estáis dispuesta a oír sus amorosas quejas?     -¡Oh! Sí... Veremos.     -¿Oís?... Me parece que ha sonado un preludio en un laúd.     -¿Es esa la señal?     -Sí, señora.     -¡Ay! ¡Qué ansiedad!     -Voy a abrir la puerta falsa del jardín... Vuestra madre está profundamente dormida... Nada tenemos que temer... Pronto vais a ser la más dichosa de las mujeres.     Elvira se hallaba palpitante de placer, de angustia, de deseo, de curiosidad, de amor.     A los pocos momentos volvió Plácida, acompañada de un caballero, que con el ademán más apasionado se arrojó a los pies de la hermosa y conturbada joven.     Precisamente a la misma hora en que esta escena tenía lugar en la casa de los Vargas, el enamorado don Guillén, calenturiento, postrado en su lecho, casi moribundo, pensaba con una ternura infinita en su amada, a la cual embellecía con todas las galas de su imaginación brillante, de su corazón sensible, de su amor ideal y puro como el de los ángeles.     ¡Cuán dolorosa diferencia existe entre la ilusión y la realidad, entre lo vivo y lo pintado!

 
Capítulo VIIIUn aforismo de Hipócrates     Poco distante de Alconetar, y en el fondo de un valle, levantaba al cielo sus añosos troncos una espesa selva, a donde nunca había conseguido extender su imperio el rey de los astros que distribuye los días a nuestro globo. La soledad y las sombras reinaban en aquel recinto, del cual se referían en la comarca mil temerosas consejas. No cantaban allí los ruiseñores, ni el plácido favonio llevaba sobre sus alas fugitivas el eco melodioso de los cantares de las enamoradas zagalas, ni el sencillo y supersticioso pastor conducía allí su ganado.     Tiene también la naturaleza expresiones trágicas y sublimes. Así como hay alboradas que sonríen a las praderas engalanadas de flores, hay también horrorosos abismos, torrentes bramadores y peñascosas cimas cubiertas de negras nubes que, melancólicas, despiden llanto de lluvias, o que enfurecidas prorrumpen en tempestades.     Más allá del bosque sombrío que hemos mencionado, se levantaba un altísimo y enriscado monte, en cuya cima veíanse las ruinas de una ermita.     El sol en el ocaso destellaba un brillo tan melancólico como las solitarias ruinas sobre las cuales derramaba sus últimos resplandores.     No se respiraba en aquel lugar esa melancolía deliciosa que baña el alma en celestial ternura en la soledad de los campos a la hora del crepúsculo, y que parece que al caer el rocío de la tarde despierta también en el espíritu una tristeza sublime y una dulce e irresistible propensión al llanto.     Las lágrimas son el rocío de un alma enamorada y afligida.     Experimentábase, en aquel sitio agreste y lleno de salvaje rudeza una emoción indecible que oprimía el corazón como con la losa de un sepulcro. Era la que allí se sentía tristeza profunda, pero era la tristeza del terror.     Por una estrecha y tortuosa senda subía a pie, y no sin fatiga, un hermoso joven, cuyo semblante daba muestras de dolor y de cansancio.     Ya comenzaba a oscurecer cuando el mancebo arribó a la cumbre y se encaminó a las solitarias ruinas. Allí, como el genio de la soledad, sentado sobre una piedra y con la mejilla apoyada en una mano, estaba un hombre que era sin duda caballero del Templo de Salomón, a juzgar por el hábito blanco que vestía y la cruz roja que campeaba en su pecho.     El recién llegado saludó respetuosamente al Templario, que le manifestó la mayor ternura, si bien un observador atento habría podido notar que el freile trataba al joven con cierta reserva. Diríase que se esforzaba por ocultar el vivo interés que el mancebo le inspiraba.     -Creí que ya no venías, -dijo el Templario.     -No he tardado mucho, me parece.     -Lo bastante para que dudase de tu palabra.     -Lo que yo prometo lo cumplo. Sólo la muerte habría podido impedirme venir aquí hoy.     Sonriose el Templario.     -Además, -añadió el joven-, ¿la cita no era al anochecer? Ya estoy aquí, y a fe que he sudado como nunca en mi vida subiendo por estos riscos.     -Vamos, dejémonos ya de disculpas. Eres un valiente caballero y un buen hijo.     El joven suspiró.     -Ahora, -continuó el Templario-, vamos a lo que importa.     -Decid, decid.     -Siéntate aquí, junto a mí... ¡Muy bien! Estaba impaciente por hablarte, para que me dijeses si por último el otro día averiguaron algo en la Encomienda. Dime todo cuanto sobre esto hayas sabido.     -Voy a obedeceros puntualmente. Después que me dejasteis a la margen del arroyo que pasa cerca de la torre donde habita Castiglione, me encaminé rápidamente a la Encomienda, y siguiendo vuestros consejos, y haciendo uso de la llave que me habíais dado, penetré por el postigo de la huerta.     -Y no te vieron, ¿eh?     -Felizmente a la sazón se hallaban todos ocupados en buscarme por los subterráneos, adonde creían que el fantasma me había conducido para asesinarme.     El Templario no pudo contener una sonrisa.     -Continúa, Jimeno, continúa.     -Yo me dirigí hacia el punto en que mayor ruido sonaba, y la sorpresa de los caballeros y armigueros fue extraordinaria cuando me vieron sano y salvo aparecer por donde ellos menos podían imaginar. Me preguntaron cuál había sido la causa de que mis compañeros se hubiesen alarmado y de mi desaparición por aquellos sitios...     -¿Y qué les respondiste? -preguntó vivamente el Templario.     -Les dije que todo había sido pura ilusión de Fortún y de los demás compañeros, que se habían empeñado en hacerme creer que un fantasma aparecía todas las noches por aquellos parajes. -«¿Y cómo Fortún dice que te vio desaparecer con el fantasma blanco? ¿En dónde has estado hasta ahora?» -me preguntó el comendador; porque habéis de saber que toda la casa se había puesto en movimiento, y caballeros y armigazos habían acudido, sin faltar uno, para la empresa de libertarme de vuestras manos; y como iba diciendo, hasta el mismo don Diego de Guzmán venía a la cabeza de los caballeros. Cuando el comendador me preguntó que adónde había estado hasta entonces, se me ocurrió una respuesta que creo muy feliz.     -¿Qué le dijiste?     -Que todos se habían equivocado respecto a creer que a mí me llevase ningún fantasma ni duende ni cosa por el estilo; y que en cuanto a no haber aparecido antes, había sido la causa el que la centella pasó tan cerca de mí, que caí desmayado al pie de un árbol, y que al volver en mi acuerdo, escuchando gran rumor hacia aquella parte, me había encaminado allí y encontrádome con todo aquel tumulto.     -Efectivamente, Jimeno, es preciso convenir en que hallaste una explicación muy plausible.     -Fortún y los demás armigueros se quedaron con tanta boca abierta, y me miraban con ojos incrédulos, y trataron de hacerme algunas objeciones, reconviniéndome porque intentaba negar lo que ellos mismos habían visto sin que pudiesen abrigar la menor duda.     -¿Y te descubrieron por fin? Podías haberles hecho seña...     -Me pareció más oportuno no hacerles partícipes de mi secreto, porque no es la discreción la dote que más campa en ellos, y por lo tanto resolví afectar la más completa indiferencia, sosteniendo con imperturbable sangre fría lo que ya había dicho al comendador. Afortunadamente don Diego de Guzmán parecía más dispuesto a dar crédito a mis palabras que a las de mis compañeros, por lo cual se convenció de que el miedo y la superstición habían sido la causa de toda aquella barahúnda que los armigueros habían movido en la Encomienda.     -¿Y el comendador no tenía noticia de la tradición que se conserva en la baylía desde tiempo inmemorial, de que un duende se aparece todas las noches?     -Efectivamente, eso se dice en la Encomienda, pero yo ignoro si el comendador lo sabe; lo cierto es que se dio por convencido de mis razones, nos mandó retirar a nuestros aposentos, y todo volvió a quedar en la misma tranquilidad y sosiego que de costumbre.     -Muy bien, Jimeno: en esta ocasión he visto que te has portado con mucho ingenio y astucia, y esto es cabalmente lo que necesitamos para llevar a feliz cima nuestra peligrosa empresa.     -Yo estaba temblando, -repuso Jimeno- de que volvieseis a la Encomienda por los ocultos caminos que vos sabéis, porque si tal sucedía, es muy posible que os hubiese amenazado algún peligro.     -¿Por qué?     -Porque os habrían disparado un flechazo en el momento que os hubiesen vuelto a ver.     El Templario se encogió de hombros con desdeñosa indiferencia, como si quisiese dar a entender que estaba a cubierto de toda agresión, es decir, que era invulnerable. No dejó esta circunstancia de llamar vivamente la atención del trovador; pero ya éste se había acostumbrado a mirar a aquel personaje como a un ser sobrenatural.     -Yo he tenido mis razones para no ir a la Encomienda durante algunas noches, porque has de saber, Jimeno, que he hecho un viaje desde la última vez que nos vimos, y esta fue la causa de haberte dado la cita para esta noche y en este sitio. Por lo demás, es muy conveniente a mis planes el que nadie se haya enterado de nuestra entrevista en el subterráneo de la baylía. Ahora bien, ya es tiempo de que tratemos del asunto para que te he llamado. La otra noche me prometiste solemnemente vengar a tus padres de la perfidia y crueldad que con ellos había ejercido el infame Castiglione.     -Pero ¡ay! también me exigisteis que no atentase contra la vida de ese ruin italiano, y os puedo asegurar, señor, que he necesitado todo el dominio que un hombre puede ejercer sobre sí, para no haberle atravesado el corazón al verdugo de mi familia. Creedme, señor, nunca como en la ocasión presente me ha sido tan sensible y difícil el cumplir una palabra que haya empeñado.     -¿Y no comprendes que yo deseo aún más vivamente que tú mismo el que nuestra venganza sea tan grande, tan terrible, tan cruel como Castiglione merece?     -Francamente, no lo comprendo.     -¿Tal vez porque te he prohibido derramarla sangre de ese hombre, aborto del infierno?     -Precisamente por eso mismo.     -Ya lo sospechaba yo; pero cuando te explique el móvil que para obrar así me impulsa, estoy seguro de que has de darme la razón.     -Deseara penetrar ese enigma.     -Para eso te he llamado.     -Señor, estoy dispuesto a obedeceros ciegamente. Yo no sé qué misteriosa fascinación ejercéis sobre mi espíritu, que conozco me es imposible el dejar de seguir vuestros consejos, por más que tenga que combatir conmigo mismo para no entregarme sin freno al odio inmenso que abriga mi corazón hacia ese hombre criminal y autor de todas mis desdichas. ¡Oh Dios de las venganzas! La sangre hierve en mis venas, y mi pensamiento enloquece y se extravía cuando recuerdo que Castiglione fue el seductor de mi madre y traidor para con su más fiel amigo, el caballero noble y leal que era mi padre... Si ese maldito italiano no hubiera existido, ¡cuán feliz sería yo a estas horas! Yo, que tan ardientemente ambiciono la aureola brillante de la gloria; que daría sin vacilar la mitad de mis años de vida por ser un héroe en los combates, por ser un genio en las letras, por impedir a la muerte que extendiese sobre mi nombre el tenebroso velo del olvido, por hacerme inmortal en fin; yo ¡rayos del cielo! me encuentro ahora sin padres, despreciado de todo el mundo, envilecido, pobre y oscuro... ¿No es verdad que esto es muy cruel, señor? ¿No es verdad que esto está clamando venganza contra el villano Castiglione? ¡Él, solamente él, ha sido el origen de tantas amarguras como han emponzoñado mi corazón desde que era niño!     -¿Conque tanto le aborreces?     -¡Oh! Desearía tener a mi arbitrio el darle mil vidas, para saciar con mil muertes la hidrópica sed de mi venganza.     Y así diciendo, el bello rostro del trovador, inflamado en ira, brillaba como la espada de fuego de un ángel de exterminio.     El Templario por su parte contemplaba silencioso al mancebo; pero su fisonomía, poco antes de una expresión dulce y cariñosa, se había vuelto tan espantosamente amenazadora y sombría, que no era posible mirarla sin terror.     Después de algunos momentos de un lúgubre silencio, el Templario exclamó:     -¡Bien, hijo mío! Reconozco con un placer inexplicable que todas las desventuras que el cielo ha llovido sobre ti no han bastado para amortiguar el noble brío de tu sangre generosa. La ardiente sed de gloria que abrasa tu pecho me demuestra la elevación de tu carácter, porque solamente las almas grandes abrigan esos altos sentimientos de disputar a la muerte su poderío. La inmortalidad es la sublime aspiración de todos los hombres que llevan en su frente un sello de la elección divina. Si un destino cruel ha hecho insaciable al corazón humano, sólo la inmensidad de una fama eterna es capaz de llenar este vacío que pregona la alteza de nuestro origen y que nos levanta a las regiones etéreas. Una fama gloriosa por acciones grandes y buenas es en esta vida, a la vez que la recompensa, la imagen anticipada de la gloria inmortal que en los cielos reserva el Criador a sus criaturas más predilectas.     -¿Tal vez porque pensáis de ese modo me prohibís que me vengue del infame Castiglione? ¡Ah, señor, confieso que no soy tan virtuoso como vos!     El Templario bajó los ojos sonrojado al oír hablar este modo al trovador que revelaba una bondad angelical y una sencillez encantadora. Aquella naturaleza virgen no sabía disimular ni sus nobles pensamientos ni sus sentimientos menos dignos. Ansiaba con vehemencia vengarse de su enemigo y por nada en el mundo habría renunciado a su deseo, que solamente se hubiera atrevido a ocultar en el caso de que esto le conviniese para dar el golpe más seguro, para que Castiglione no se escapase de su furor. Jimeno, aun cuando estaba dotado de los más ricos dones de la naturaleza, tenía, como todo hombre, sus pasiones, sus debilidades y sus rencores. Pero el trovador era capaz de todo, menos de ser vil e hipócrita.     -Bien sabe el cielo, -añadió el joven-, que me place mucho oír vuestras sabias y generosas palabras, porque me infunden soberano aliento para buscar y adquirir una fama inmortal: pero conozco que no podré perdonar a Castiglione, aunque vos me lo exijáis.     -Yo no te prohíbo la venganza, -dijo el Templario con voz sorda.     -¿Pues no decís?...     -Te he dicho, y te lo repito, que no quiero que derrames la sangre de Castiglione.     -¿Pues entonces?...     -Esto no se opone a que te vengues.     -¿Y cómo?     -Concediéndole la vida. Las fuiras vengadoras, desmadejada su cabellera de sierpes y con feroz sonrisa, me han aconsejado el horrendo martirio que merece un hombre tan inicuo. ¡La muerte! ¿Qué es la muerte? Sería hacerle un beneficio... Yo contemplo la vida de ese maldito italiano como un bálsamo precioso que quiero saborear gota a gota; sería una insensatez apurar el licor de un solo trago. ¡Demonio de las venganzas! Tú has escuchado mis votos, porque me has infundido el pensamiento de una calamidad peor que la muerte, que pueda desear al infame. ¡Que viva; pero que viva errante y padeciendo todo género de desdichas! Él es orgulloso, que sea humilde. Él es avaro, que sea robado. Él es valiente, que desfallezca de terror. ¡Aterrado! ¿Comprendes tú todo el valor de esta palabra? ¡Ah! Tu alma joven y cándida no puede adivinar que nada hay más espantoso para un malvado que los eternos terrores de su conciencia. Que pida su pan como un mendigo; que viva perseguido de los hombres como una alimaña carnicera; que su vigilia esté rodeada de angustias; que su sueño sea interrumpido por negras visiones... ¡Oh! Así sucederá, siempre que tú quieras ayudarme.     -En cuerpo y alma.     -Será preciso que despleguemos grande astucia, -dijo el Templario después de algunos momentos de reflexión.     -Yo haré todo cuanto me mandéis.     -Te advierto que la menor imprudencia, pudiera perdernos.     -Seré astuto como una serpiente.     -Castiglione, aunque es tuerto, ve más que un Argos.     -¿Me permitís que os haga una pregunta, señor?     -Pregunta lo que quieras.     -¿Hace mucho tiempo que habitáis en este sitio?     -Hace quince años.     -¡Es posible!     -No creo que esto tenga nada de maravilloso.     -Pues yo lo extraño muchísimo.     -¿Y en qué se funda tu extrañeza?     -¿No es Castiglione uno de los hombres más astutos que hay debajo del cielo?     -Sin duda alguna.     -En ese caso, ¿cómo, habitando tan cerca de Alconetar, no ha descubierto vuestra morada?     -Aquí vivo en seguridad, porque de este recinto se cuentan en el país mil tradiciones portentosas.     -Perdonad, señor; pero yo no acierto a comprender la relación que existe entre las patrañas que se cuentan de este sitio y vuestra seguridad.     -Pues yo creo que es muy fácil de comprender...     -Supongo, -interrumpió vivamente Jimeno-, que Castiglione no es un cobarde.     -Ya te he dicho que es muy valiente; pero es también muy supersticioso.     -Que no se atrevan los campesinos a pisar estos contornos, me lo explico muy bien, a causa de su rudeza lo mismo a un hombre del temple de Castiglione.     -¡Ah, hijo mío! Los criminales son siempre supersticiosos. El rudo e inocente pastor presenta en último caso su pecho a cualquier peligro con el alma serena; pero aquel cuya conciencia culpable está siempre aterrorizada por los gritos horribles de sus propios remordimientos, mira con espanto la muerte, y hasta en medio del día ve cruzar ante sus ojos espectros vengadores.     -Yo no he oído nunca hablar de esos portentos que decís...     -Te he dicho y te repito que es una historia maravillosa en extremo la que se refiere de esta ermita.     El trovador no pudo resistir a la tentación de saber aquella historia milagrosa.     -Mucho me holgaría de oírla, -dijo.     -No tengo ningún inconveniente en referírtela.     -Os suplico....     -Seré muy breve, porque debemos aprovechar el tiempo, aunque no quiero dejar de complacerte.     -Es tan grande mi afición a esta clase de historias...     -Ya sabemos que eres trovador, -dijo sonriéndose con benevolencia el Templario.     Jimeno estaba impaciente por oír el relato prometido.     Durante algunos momentos el misterioso personaje permaneció silencioso.     Al fin dijo de esta manera:     -Diz que antiguamente habitaba en esta ermita un santo solitario que con áspera penitencia pretendía ganar el cielo. Una noche de Diciembre oyó que llamaban a la puerta con extraordinaria tenacidad. El frío era intenso y la noche estaba muy tempestuosa. Muchos años hacía que ningún viviente había visitado al ermitaño, por cuya razón no sabía qué pensar de aquel insólito llamamiento.     -¿Si sería el diablo? -pensó el trovador.     -Salió a abrir el ermitaño, creyendo que algún caminante se habría extraviado por estas breñas, y que ganaría una buena obra que Dios le acordaría en el cielo, ofreciendo hospitalidad al peregrino. Grande fue la sorpresa del ermitaño cuando, en vez de un viajante, se halló con una hermosísima joven, cuyos deliciosos atractivos aumentaba más y más el doloroso llanto que vertía. La doncella, tímida y temblando de frío, arrodillose a los pies del ermitaño, y con sentido acento y con irresistibles lágrimas le rogó que la amparase y le diese abrigo aquella noche. Manifestó alguna repugnancia el cenobita en recibir a la doncella bajo su mismo techo; pero al fin cedió, vivamente impresionado por tan peregrina hermosura y por tan cruel aislamiento. El ermitaño procuró agasajarlo mejor que le fue posible a la graciosa viajera, a quien no dejaba de prodigar palabras de consuelo, prometiéndole que al día siguiente la acompañaría hasta la población más inmediata.     -¡Dios libre al ermitaño de malas tentaciones!     -La joven le dijo que caminando hacia Cáceres su padre y hermano, fueron de repente asaltados por unos bandidos que dieron muerte a su hermano y a su padre.     -¿Y cómo la perdonaron a ella?     -Diz que logró escaparse, gracias a la velocidad de su hacanea y a la diligencia de un criado que le sirvió de guía para libertarla de los ladrones. Llegados al pie de esta montaña al ponerse el sol, y habiendo divisado la ermita, determinaron refugiarse aquí para pasar la noche, que se presentaba en extremo fría y lluviosa.     -¿Y qué fue del criado?     -Favorecido por las sombras de la noche, y ardiendo en impureza, trató de abusar de la hermosura y debilidad de su afligida señora, la cual, indigna de tanta avilantez, defendió valerosamente el más bello adorno de la hermosura.     -¿Sabéis que, en efecto, es gustosa la conseja?     -Luchando contra su ruin enemigo, a la luz de los relámpagos la afligida joven vio un horrible precipicio a espaldas del villano y licencioso mancebo, puesta su confianza en el cielo que le mostraba el peligro, se defendió vigorosamente de su adversario, a quien dio un fuerte empellón para librarse de su violencia. Extendió el mozo los brazos, lanzó una maldición, y cayó de espaldas en el profundo abismo, que le sirvió de sepultura.     -A la verdad que ese es un rasgo magnífico de honor y valentía, por parte de la hermosa dama.     -Mientras que ella refería su historia al ermitaño, éste la devoraba con sus ojos, y pensaba para sí que no dejaba el criado de tener disculpa por su intentado crimen. Cada mirada de la joven penetraba el corazón del ermitaño como un dardo ponzoñoso. No le era posible sustraerse de aquella emoción calenturienta, y cuanto más el solitario la miraba, más y más activo era el veneno que bebía en aquellos hermosos y brillantes ojos, a la manera que el hidrópico experimenta una sed tanto más abrasadora, cuanto más bebe. El ermitaño cedió a la hermosa su humilde lecho, y ella no parecía insensible a las cariñosas atenciones de aquel hombre, que sentía devorado su pecho por una llama tan intensa, como grande había sido su alejamiento del mundo.     -¿Sabéis, señor, que me interesa, vuestra historia? ¡Es todo un poema! Es verdad que vos sabéis narrar de una manera admirable.     El narrador se inclinó agradeciendo este elogio, y continuó:     -Rendida de cansancio, retirose al lecho la hermosa peregrina; pero el ermitaño no podía conciliar el sueño con las voluptuosas imágenes que le pintaba su ardiente fantasía y con los tumultuosos sentimientos que la presencia de aquella mujer encantadora había despertado en su corazón.     -¡Adiós, vida eremítica! -exclamó Jimeno.     -Aguijado el cenobita por el frenesí que le perturbaba, no pudo contenerse en ir a contemplar a la hermosa dormida, cuyo seno medio desnudo palpitaba blandamente. Una niebla humeante cubre los del ermitaño; todos sus miembros se agitan trémulos; una embriaguez inexplicable se apodera de todo su ser, y cae desfallecido a la cabecera de la joven, exhalando ardientes y profundos suspiros. Despiértase la hermosa, y en vez de rechazarlo indignada, le sonríe con agradable y voluptuoso gesto. De pronto el ermitaño lanza un aullido terrible, una espesa nube de humo cubre este recinto, espárcese en torno un olor insoportable de azufre, la ermita se derrumba con horrísono estrépito, y el solitario comprende que en lugar de una mujer de sobrehumana hermosura, ha abrazado a una serpiente negra y brillante como el plumaje del cuervo, con alas de dragón y con ojos enrojecidos y ardientes como el fuego del infierno.     -¡Qué historia tan maravillosa! -exclamó el trovador.     -Envuelto en sus negras y crujientes alas llevose la horrible serpiente al ermitaño por los aires. Muchos años hace que en esta comarca se refiere esta historia, y nadie habrá que se atreva a poner en duda lo que acabas de oír. Es una verdad incontestable para las gentes de estos contornos que el demonio, bajo la figura de una hermosísima mujer, quiso tentar la virtud del santo cenobita, que en un instante perdió el fruto de largos años de áspera penitencia.     -Es una de esas historias maravillosas que el vulgo supersticioso suele inventar y creer; pero que no dejan por eso de tener un sentido profundo. Además, las leyendas tradicionales que corren de boca en boca entre los pueblos, ostentan tanta frescura, lozanía e imaginación, que hacen olvidar muchos de sus defectos. ¡He aquí un buen asunto para hacer algunas trovas!     El poeta se había entusiasmado con la milagrosa historia que el Templario le había referido.     -Otro mérito tienen además estas consejas, y es que a esta causa he debido el vivir en esta arruinada mansión sin que nadie haya venido a interrumpirme.     -¿Y no os ausentáis nunca de este sitio?     -Con mucha frecuencia. Creo haberte dicho que hace pocos días he hecho un viaje.     El trovador contemplaba al misterioso personaje con una extrañeza siempre creciente.     Y a la verdad que no le faltaba razón a Jimeno.     Notábase en el Templario un aire tan singular, que no podía menos de llamar vivamente la atención. Eran sus facciones hermosas, muy marcadas y simétricas, y sin ser alta su estatura, no dejaba de mostrar su cuerpo cierta gallardía y porte distinguido. La expresión de su fisonomía era profundamente melancólica y pensativa, y algunas veces en sus labios brillaba una sonrisa de ironía, de reserva, de desdén y de amargura. Pero lo que no podía menos de causar una impresión inexplicable, era el timbre de su voz, dulce, suave, argentino, y que contrastaba singularmente con sus palabras, casi siempre llenas de odio, de venganza y de varonil esfuerzo.     Al oír hablar a aquel hombre con un acento tan melodioso y con un furor tan reconcentrado, hubiera podido comparársele a un arpa eolia en que se tocase un himno guerrero.     -Ahora bien, amigo mío, -dijo el Templario después de algunos momentos de meditación-; es preciso que durante muchas noches nos veamos para llevar a cabo nuestro propósito.     -¡En este sitio!     -No siempre nos veremos aquí.     -Me será imposible venir muy a menudo a este monte. Ya sabéis que no soy dueño de mi voluntad. Ahora estoy temblando de que el comendador emprenda alguna expedición contra los moros, pues corren algunas voces de que de nuevo va a encenderse la guerra...     -Entonces quiere decir que dilataremos nuestro proyecto.     -Al contrario, por no diferirlo, sería capaz de escaparme de la Encomienda.     -En cualquiera ocasión que te suceda algún lance desagradable, ya sabes que aquí tienes un asilo seguro, a donde a nadie se le ocurrirá el perseguirte.     Pero en ninguna manera quiero ni nos conviene el que salgas de la Encomienda.     -Y yo ¿de qué puedo serviros allí? Desde que me habéis hecho tan funestas revelaciones, aborrezco de muerte a los Templarios.     -Haces mal, Jimeno.     -Si ellos me han admitido en la baylía, y si me han dispensado alguna consideración, también los he servido con mi sangre.     -Y en tu niñez, ¿quién te amparó sino el comendador que precedió a don Diego de Guzmán?     -Yo no he tenido más padres que unos infelices pastores que me acogieron en su cabaña. Durante muchos años me he considerado hijo de mi propio aliento, y a nadie tengo nada que agradecer sino al anciano pastor que me adoptó por hijo, haciendo que una cabra fuese mi nodriza.     -Te engañas, hijo mío. Es cierto que unos pastores te encontraron dentro de una cesta pendiente de un árbol, a una legua de distancia de la Encomienda; pero cabalmente al mismo tiempo acertó a pasar por allí el comendador que había entonces, don Martín Núñez, acompañado de otros caballeros, y habiendo interrogado a los campesinos, éstos le refirieron el extraño hallazgo que la casualidad acababa de ofrecerles. Entonces el comendador rogoles que no te abandonasen, y para hacer más eficaces sus ruegos les entregó una bolsa llena de oro, exigiéndoles las señas del lugar en que habitaban y recomendándoles tu crianza, que desde aquel punto corría por su cuenta. Hecho este ofrecimiento de pagar todos los cuidados que te prodigasen, don Martín Núñez mandó al pastor más anciano que de tiempo en tiempo viniese a la baylía para traerle noticias de la inocente criatura, a quien en su terrible abandono había tomado bajo su protección.     -Yo ignoraba eso completamente.     -Yo he querido manifestártelo para que comprendas que entre los Templarios, como en todas corporaciones numerosas, hay de todo, bueno y malo. La acción que contigo hizo don Martín Núñez no puede negarse que fue digna de mi noble caballero, y eso que también la vil calumnia se cebó en el comendador, afeando e interpretando siniestramente aquel acto tan desinteresado y caritativo. Hasta los mismos pastores llegaron a contagiarse de las hablillas que circulaban, suponiendo que eras hijo del virtuoso don Martín Núñez.     -¡Oh noble, caballero! ¡Cuán desgraciado he sido en no haber alcanzado a conocer a mi generoso bienhechor!     -¿Conoces ahora que debes estar agradecido a los Templarios?     -Solamente conozco que debo inmensa gratitud a uno de ellos.     -No pararon aquí para contigo todas las bondades de don Martín Núñez.     -Pues ¿qué hizo?     -A su muerte rogó a un hermano suyo que continuase velando sobre ti; pero por tu desgracia, el hermano del comendador murió a poco en una encarnizada batalla que dieron los Templarios contra los moros. Luego viviste oscuro y afligido, guardando ganado, hasta que fuiste admitido de armiguero en la Encomienda. Si el comendador o su hermano no hubiesen muerto, seguramente tu suerte habría sido muy otra. Tres años hace que algunas personas se han interesado por ti, y aun cuando hubieran podido sacarte de tu estado, al saber que habías sido recibido en la Encomienda han considerado oportuno que permanezcas de armiguero.     -¿Y quiénes son esas personas?     -A su tiempo lo sabrás, si te haces digno de saberlo.     -¿Y qué es preciso hacer?     -Ser tan prudente como debe serlo una persona que merezca se le confíen importantísimos secretos.     El trovador hizo un ademán que quería decir:     -Descuidad, que ya veréis cómo soy un hombre capaz de merecer vuestra confianza.     -Ahora bien, -continuó el Templario-; yo conozco muy a fondo a Castiglione, y me atrevo a decir que veo su alma como debajo de las corrientes se ven las guijas. Ya te he dicho en otra ocasión que tiene una verdadera manía, cual es la de preverlo, todo, y es preciso convenir en que no existe debajo de la capa del cielo un hombre que le iguale ni que se le asemeje siquiera en astucia.     -Entonces, es un enemigo formidable.     -No se puede negar que es así.     -¿Y cómo luchar con semejante hombre?     -Con sus mismas armas.     -¿Qué queréis decir?     -Quiero decir que si él es previsor, debemos combatirle con la previsión; si él es astuto, que le aventajemos en astucia; si él es intrigante, que lo envolvamos en nuestras intrigas. Y, créeme, Jimeno, yo que le conozco, te aseguro que nada le será más doloroso e insoportable que el ser vencido de esta manera.     -Eso es exactamente el similia similibus de Hipócrates. Las cosas semejantes se curan con las semejantes.     -Perfectamente. Eso para nuestro propósito equivale a «herir por los mismos filos». Castiglione es muy ambicioso, y el mayor tormento que podemos darle es destruirle todos sus planes de ambición. Además, yo por experiencia sé otra manera de atormentarle, y tengo la seguridad de que con los medios de que yo me valgo le anticipo las torturas que debe padecer un condenado.     Y esto diciendo, el Templario se reía con un júbilo feroz.     -¿Y qué haréis para mortificarle de una manera tan cruel como decís?     -Seguir al pie de la letra el sistema de ese autor que tú has citado...     -Es el principio de un aforismo que dice...     -Puedes excusar tus citas, pues yo no entiendo más idioma que el castellano. No en balde se dice que en poco tiempo te has hecho muy letrado; y a la verdad que me place mucho el ver que tanto adelantes en tus estudios, sobre toda ponderación admirables, si se atiende a las condiciones en que te encuentras. Ahora bien, Castiglione te tiene mucho afecto; acaso eres la única persona a quien no aborrece ese corazón de hiena, y es preciso sacar partido de esta circunstancia. Por esto te decía que era conveniente permanecieses en la Encomienda. Ya llegó la ocasión de que desplegues tu astucia y tu valor para luchar con ese hombre tan valeroso y tan astuto. ¿No pudieras hacer que te trasladasen a la torre donde habita el italiano?     -Lo encuentro muy difícil.     -Será una desgracia, si esto no se consigue.     -Prometo intentarlo con todas mis fuerzas.     El Templario permaneció algún tiempo sumergido en una meditación profunda.     Cuando después salió de su distracción, viendo que ya las estrellas tachonaban el firmamento, hizo un ademán de impaciencia y, no sin algún sobresalto dijo:     -¡Es muy tarde! ¡Y yo que esta noche debía ir!... pero... escucha, Jimeno, mañana en la noche es indispensable que nos veamos.     -¿En dónde?     -En las márgenes del arroyo que pasa cerca de la torre en que habita Castiglione.     -¿A qué hora?     -A media noche. Por lo demás, te encargo y te repito una y otra vez que respetes la vida de nuestro enemigo, porque ya comprenderás mañana el modo que tengo de atormentarle.     -Pues adiós, señor, y os suplico que no vayáis a la Encomienda, porque si allí penetraseis, en el estado de alarma en que se encuentran los incrédulos armigueros, tengo para mí que os pudiera suceder algún funesto lance.     -Descuida, que ya se hará todo según conviene. ¡Oh! ¡El día de la venganza se acerca! ¡La venganza será tanto más terrible cuanto más prolongada!     -Sí, sí, le combatiremos con sus mismas armas, -repuso Jimeno.     -Él a muchos ha hecho víctimas de su astucia y de su crueldad. ¡Seamos, pues, nosotros más crueles y más astutos!
Capítulo IXDe cómo el señor de Alconetar se encuentra de repente muy favorecido del rey     Después que el rey don Alfonso X de Castilla había merecido justamente el renombre de sabio, repartiendo su tiempo entre los estudios y los negocios, componiendo versos de una estructura facilísima y de mérito muy notable atendida la época, y dando su nombre a las tablas astronómicas que bajo su protectora colaboración redactaban los astrónomos árabes y judíos de Toledo, tuvo la debilidad de dejarse seducir por el título que le fue ofrecido de emperador de Alemania, y que se obstinó en conservar hasta el momento en que fue excomulgado por el arzobispo de Sevilla.     Tales sueños de ambición fueron en demasía funestos para la España, que no tan sólo tuvo que soportar excesivos y ruinosos gastos, sino que también, desatendiendo al enemigo de casa por poner la mira en una prosperidad lejana e incierta, se vio acometida enérgicamente por los moros, que poco antes se limitaban a defender y conservar a duras penas su territorio.     Ya en la Península ibérica habían caído para nunca más levantarse los antiguos Estados musulmanes. Los prósperos y gloriosos días de Abderrahamán y de Almanzor habían sido eclipsados por la memorable batalla de las Navas de Tolosa y por las gloriosas conquistas del santo y valiente rey Fernando. A tantas victorias de la cruz sobre la media luna había resistido, sin embargo, el hermoso reino de Granada, destinado a sobrevivir todavía dos siglos.     Mohamet-ben-Alhamar fue el afortunado fundador del reino cuya capital era para los musulmanes una nueva Damasco, que entre limoneros y palmenil veíase acariciada a porfía por el Darro y el Genil, escuchando sus plácidos murmurios como la hermosa dama escucha sonriendo los blandos suspiros de dos galanes que a la vez la requieren de amores.     Ben-Alhamar reunía a las cualidades de un ilustre guerrero una prudencia consumada, un genio organizador y una afición apasionada a la artes y a las letras. Hizo prosperar a Granada, conservando la paz, dando impulso a la agricultura y distribuyendo premios a los que le presentasen los más hermosos caballos, la seda de mejor calidad, las armas de más fino temple, los tejidos mejor fabricados.     Entre tanto los cristianos iban cada día conquistando más territorio, tanto en la parte oriental de la Península como en el Mediodía. Alfonso el Sabio intimó a Ben-Alhamar que le prestase ayuda para la conquista de Jerez y de Niebla, postrer asilo de los almohades. Quiso al pronto resistir el moro el prestar su cooperación contra sus mismos correligionarios; pero el estado de vasallaje en que le tenía el rey cristiano y los tratados precedentes, le impidieron de todo punto el excusarse. Muy a su pesar peleaba el príncipe árabe contra sus correligionarios, y en sus accesos de impotente ira exclamaba: «¡Cuán insoportable sería esta vida de miserias si no existiese la esperanza!»     Más adelante sobrevinieron nuevos motivos de disgusto, y para la España cristiana se encapotó terriblemente el horizonte, pues que la amenazaba una tercera invasión como la de los almorávides y la de los almohades, cuyo poder en el África habían heredado los meirinidas. Viéndose por todas partes acosado, Ben-Alhamar mandó embajadores a Marruecos para implorar el auxilio de los meirinidas contra las armas cristianas.     En esto sorprendió la muerte al rey de Granada, y le sucedió su hijo Mohamet II, que, igual a su padre en valor y prudencia, comenzó su reinado bajo los más felices auspicios.     A medida que los musulmanes perdían más terreno, se aumentaba considerablemente la población en el reino granadino, y Mohamet se empeñó en que los que se refugiaban a sus Estados desde la sabia Córdoba y la industriosa Valencia nada tuviesen que echar de menos en su hermosa ciudad, recibiendo con favor y agasajo a cuantos hombres instruidos albergaba la opulenta y culta Andalucía.     Nuevos disturbios y rebeliones suscitadas por los cristianos entre los mismos musulmanes obligaron a Mohamet a renovar las instancias que ya su padre había hecho a los meirinidas, y esta vez el rey de Marruecos acudió al llamamiento del granadino, quien le prometió darle a Algeciras y a Tarifa.     Con tan poderosas fuerzas sometieron a algunos walíes rebeldes, y ambos monarcas convinieron después en trasladar la guerra al territorio de los cristianos. Así, pues, el rey de Marruecos se encaminó hacia Sevilla y Mohamet hacia Córdoba.     Entonces los míseros cristianos vieron con espanto renovarse los calamitosos días de Muza y de Tarif.     Por todas partes los mahometanos paseaban victoriosos el estandarte de la media luna.     Talaban los campos, traspasaban sin obstáculos las fronteras, conquistaban ciudades y degollaban sin piedad a los vencidos.     Los valerosos hijos de Pelayo velan con dolor el peligro inminente de perder las fértiles regiones cuya conquista había costado siglos regados con torrentes de sangre.     Alfonso el Sabio se hallaba a la sazón en Italia ocupándose en manejos para ceñirse la corona imperial, en tanto que los musulmanes derrotaban a sus soldados y quitaban la vida a Sancho, infante de Aragón y arzobispo de Toledo.     Vuela el espanto por todas partes, pregona la fama los triunfos del infiel, los ancianos elevan sus ojos al cielo, los jóvenes robustos buscan en vano quien los lleve al combate, y lágrimas de ira y de vergüenza empañan las miradas del guerrero.     No obstante, los españoles hicieron el último esfuerzo, que, por grande y heroico, no podía ser inútil. Las resoluciones generosas, aun cuando tengan un éxito desgraciado, atestiguan por lo menos que, si hay mala ventura, no es por cobardía.     En las grandes circunstancias, los hombres, lo mismo que los pueblos, son siempre grandes.     Pero parece que la España más particularmente desdeña la medianía de las proezas.O calla y sufre, o se levanta y conmueve al mundo.Esto no es una opinión, es una verdad histórica.El hijo de Alfonso, Sancho IV, que con razón mereció ser apellidado el Bravo, supo dirigir tan bien la defensa, y con tan extraordinaria bizarría desafió los peligros y prodigó su sangre y sus hazañas, admirando a los más valientes, que el rey de Marruecos se vio al fin obligado a volverse al África, y la España se vio libre de esta tercera invasión, gracias al raro esfuerzo de sus hijos capitaneados por el valeroso don Sancho.     Creyendo Alfonso el Sabio que su hermano Federico había favorecido la fuga de la reina Yolanda, de Blanca de Francia y de sus hijos desheredados los príncipes de la Cerda, le hizo dar garrote. Indignado don Sancho de tales excesos, se rebeló contra su padre, y en la asamblea del clero, de la nobleza y del estado llano, le declaró depuesto, si bien se contentó con tomar para sí el título de regente.     Alfonso, indignado a su vez, solicitó la alianza del rey de Marruecos, que volvió a España a la cabeza de un lucido ejército.     Entonces don Sancho se vio en gran peligro, asediado en Córdoba, excomulgado por el Papa y desheredado por su padre. En tan críticas circunstancias don Sancho imploró el auxilio del rey de Granada, quien al punto se le manifestó propicio; pero no tuvo que hacer uso de los ofrecimientos de Mohamet a causa de la muerte de Alfonso, que puso término a estas diferencias.     Las últimas disposiciones de Alfonso X sumergieron a Castilla en un intrincado laberinto de bandos, desórdenes y guerras. Había dejado por herederos a los príncipes de la Cerda; y si bien éstos eran hijos de don Fernando, primogénito de don Alfonso, también es cierto que don Sancho, después de la muerte de su hermano, había libertado a la España del yugo de los meirinidas.     No obstante que don Sancho contaba numerosos parciales, costole mucho trabajo el consolidar su trono.     Las facciones de los Haros y Laras destrozaron el reino, y a mayor abundamiento el infante don Juan se sublevó contra su hermano don Sancho.     Pero al fin el rey consiguió varias victorias sobre los parciales de los príncipes de la Cerda y del infante don Juan, haciendo que muchos se refugiasen en Granada implorando el auxilio de Mohamet.     Hecha esta reseña histórica, sólo nos resta añadir que una vez hallándose en España el rey de Marruecos, que había venido a solicitud del difunto Alfonso, determinó hacer la guerra a los cristianos en compañía del rey de Granada.     Pero Mohamet en secreto lamentaba el verse arrastrado a hacer la guerra a don Sancho, al cual se le había manifestado como amigo dispuesto a auxiliarle durante la guerra que sostuvo con su padre don Alfonso.     El rey de Castilla a la sazón se ocupaba en levantar un ejército capaz de resistir a las fuerzas reunidas de los reyes de Granada y de Marruecos.     Desde Alcalá de Henares, don Sancho se había adelantado hasta la baylía de Alconetar, con el fin de hallarse más próximo al enemigo, si éste se aventuraba a traspasar las fronteras.     Hallábase el rey muy agasajado en la baylía por el comendador don Diego de Guzmán.     El comendador era un cumplido caballero, muy celoso de la gloria y prerrogativas de su orden, dotado de un valor a toda prueba y de excelente índole; si bien por esta misma razón tenía un defecto que le incapacitaba en muchas ocasiones para el mando, siendo víctima de las maquinaciones de los hombres astutos y perversos. Para mandar no es preciso confundirse con los malvados; pero es indispensable ser cautos como la serpiente, sin perjuicio de ser cándidos como la paloma.     El comendador de Alconetar, aunque de ánimo sencillo, carecía de esa prudente sagacidad que hace a los hombres circunspectos y aptos para el dominio, sin que degeneren en hipócritas y sin perder nada de su grandeza.     Habiendo sabido don Sancho el Bravo el peligroso estado en que se encontraba un tan noble y poderoso caballero como lo era don Guillén Gómez de Lara, tuvo el rey la bondad de visitar al herido en su mismo castillo de Alconetar, cuya honra agradeció mucho el joven amante de Elvira.     Dio el monarca este paso, tanto porque estimaba sobremanera a los buenos caballeros, cuanto porque acaso pensaba utilizar los servicios de don Guillén. Este, a mayor abundamiento, era muy estimado del comendador don Diego de Guzmán, quien casi todas las tardes iba a visitarlo, y le había hablado al rey muy ventajosamente de su joven amigo.     En un suntuoso aposento de la hospedería de la Encomienda se hallaban el rey de Castilla, el comendador Guzmán, algunos caballeros Templarios y una hermosa dama acompañada de sus doncellas.     La dama tenía por nombre doña María, y era madre de un hermoso niño que estaba junto a ella.     Parecía que la naturaleza se había complacido en prodigar dotes de belleza y gracia al niño, al cual el rey acariciaba con risueño gesto.     Uno de los caballeros Templarios hizo disimuladamente una seña al comendador.     Pocos momentos después don Diego de Guzmán, salió con un pretexto de la estancia, y fue a reunirse con el que le había hecho seña de que le aguardaba.     -Perdonad, don Diego, que os haya hecho abandonar por un instante la compañía de su alteza dijo el disforme caballero con redomada sonrisa.     -He creído que cuando me habéis llamado en tal ocasión, tenéis sin duda que hablarme de algún negocio de importancia.     -Como que tengo la fortuna de ser uno de vuestros más queridos amigos, he creído que me encuentro en el deber de daros un buen consejo en cambio de la confianza que siempre me habéis dispensado.     -Decid, Castiglione, decid.     -¿No recordáis lo que me babéis dicho respecto, a don Guillén Gómez de Lara?     -En este instante no recuerdo...     -Si no tuviera incontestables pruebas del afecto, que me profesáis, os digo que me había de causar envidia el profundo cariño que tenéis al joven señor de Alconetar; pero afortunadamente la amistad no es tan exclusiva como el amor, porque si así fuese, os aseguro que había de mirar con envidia a don Guillén.     -Vos y él sois mis únicos, mis verdaderos amigos.     -Pues bien, yo vengo a hablaros en favor del joven Lara.     -¿Cómo así?     -¿No recordáis que me dijisteis que habíais hablado al rey muy favorablemente del señor de Alconetar?     -Así es la verdad.     -¿No es cierto también que el rey ha pensado en el señor de Alconetar para enviarlo de embajador a Granada?     -Y yo he sido acaso el que más ha influido para disponer el ánimo de don Sancho a que envío de embajador a don Guillén, y aún recuerdo que estando nosotros dos paseando por la huerta se nos ocurrió la idea de que nadie era tan a propósito para llevar el mensaje del rey como el señor de Alconetar.     -Por lo mismo que se me ocurrió pronunciar su nombre con ese motivo, puedo considerarme hasta cierto punto como el autor de su nombramiento, si es que al fin su alteza ha consentido en que don Guillén vaya a Granada.     -Es cosa resuelta.     -Así se dice.     -Y así se hará, supuesto que mañana partirá don Guillén en compañía de mi cuñada, -dijo el comendador.     -Pero ¿sabe ya don Guillén la misión que se le confía?     -De un momento a otro se la comunicará el rey.     -¿Luego no habéis hablado con el señor de Alconetar respecto a este asunto?     -No por cierto.     -Pues me parece que habéis hecho mal en no prevenirlo, porque sería lamentable que después de vuestros buenos oficios, no quisiese don Guillén aceptar la embajada.     -Yo no creo que tenga inconveniente.     -¿Quién sabe?     -De todas maneras, nosotros hemos cumplido con los deberes que nos imponen la amistad y el honor. El rey, departiendo conmigo del estado de estos reinos, me había dicho: «Comendador, pensad en un caballero a propósito para llevar un mensaje a los reyes de Granada y de Marruecos; y supuesto que vuestra cuitada va a reunirse con su esposo, puede acompañarla el mismo embajador que vos elijáis».     -Sin duda don Sancho se ha manifestado con vos en extremo bondadoso.     -Pues bien, hablando con vos acerca de lo que el rey me había dicho, y recorriendo en nuestra memoria los nombres de los caballeros más idóneos para desempeñar esta comisión, me recordasteis a don Guillén, y al punto reconocí que ninguno era más a propósito para el caso. Como embajador, reúne las más relevantes prendas, por su nobleza calificada, por su elocuencia, por sus conocimientos poco comunes, por su carácter simpático y hasta por su varonil hermosura; y para acompañar a doña María, ninguno puede encontrarse que más confianza me inspire que don Guillén, supuesto que es uno de mis queridos amigos. Por otra parte, yo he querido aprovechar esta ocasión para presentar al rey a un joven caballero que puede dar a su patria muchos días de gloria.     -Estoy seguro de que así sucederá, siempre que el rey sepa utilizar sus buenas disposiciones; pero volviendo a nuestro propósito, debo deciros que estoy conforme con vos en todo cuanto decís respecto a que habéis cumplido con la amistad y el honor, prestando buenos oficios al señor de Alconetar. Ahora bien, ¿os será indiferente que don Guillén acepte o no la embajada?     -Y esto diciendo, Castiglione clavó en el comendador su ojo único y penetrante como un puñal.     Don Diego miró a Castiglione con extrañeza.     -¿No es don es don Guillén vuestro mejor amigo? -insistió el italiano.     -Quiero a ese joven como un padre a un hijo.     -Pues bien, en ese caso debéis procurar que no sea víctima del fuego devorador de las pasiones de la edad primera.     -¿Qué queréis decir?     -¿A qué causa habéis atribuido la herida que recibió don Guillén?     -No puedo atribuirla sino a lo que todo el mundo dice, incluso el mismo señor de Alconetar.     -¿Y qué dice todo el mundo?     -Que dos ladrones trataron de asesinarle.     -Pues todo el mundo, incluso el señor de Alconetar, dice una cosa por otra.     -¡Castiglione!     -Como lo estáis oyendo.     -¿Sabéis vos?...     -Sé que don Guillén está perdidamente enamorado, y que recibió la herida que le ha tenido postrado tanto tiempo en un desafío con su rival.     -¡Es posible!     -Nada hay más cierto; pero ya os hablaré más despacio de la dama y de los amoríos de don Guillén; por ahora me parece que debemos hacer que a todo trance acepte la embajada que el rey piensa encomendarle, porque de esta manera tal vez se consiga que el infeliz mancebo olvide a una mujer indigna, que le engaña villanamente.     Y el italiano exhaló un profundo suspiro, como dando a entender que lamentaba amargamente la desgracia del señor de Alconetar.     El comendador hizo la pregunta sacramental:     -¿Y quién es ella?     -Una joven que habita en la aldea, y que, según he oído decir, es muy casquivana.     -¿Es alguna labradora?     -No, señor; pero de cualquier modo, es una mujer que no es digna de que don Guillén piense en ella, cuanto más de ser su esposa, que tales son los deseos de la niña.     -A fe que siento que nuestro amigo esté apasionado de una mujer vulgar.     -¡Qué queréis! El amor es ciego y niño.     -¿Y creéis que será capaz don Guillén de renunciar a la honra que le dispensa el rey por no alejarse de su amada?     -Tanto lo creo, que ésta precisamente ha sido la causa que me ha movido a llamaros.     -¿Y qué hemos de hacer si se resiste?     -Yo imagino que acaso no se resistirá a partir si vos le habláis antes de lo mucho que el rey le estima, encareciéndole que es muy honorífica la distinción que le dispensa nombrándole su embajador. Mi objeto al llamaros la atención sobre este particular no ha sido otro sino impedir que nuestro joven amigo cometa la indiscreción de escuchar con poco interés las palabras de don Sancho.     -A fe que eso me disgustaría sobremanera.     -Lo mejor es que antes de que entre en la cámara del rey le salgáis al encuentro y lo prevengáis acerca de la misión que don Sancho piensa confiarle.     -Decís muy bien, Castiglione; eso es lo mejor que puede hacerse para evitar que don Guillén rehúse los favores del rey.     -Favores obtenidos por vuestra amistosa mediación.     -Esa es precisamente la causa de que yo sienta que don Guillén se manifieste poco agradecido al rey, porque éste ha formado un gran concepto de nuestro joven amigo, gracias a los elogios que yo le he prodigado, y que lealmente creo que merece.     -Ya debe tardar muy poco.     -Vamos a salirle al encuentro.     Los dos Templarios encamináronse hacia la puerta de la Encomienda; pero en el atrio vieron dos magníficos trotones que pertenecían al señor de Alconetar y a su amigo inseparable Álvaro del Olmo.     También, se encontraba allí el halconero Pedro Fernández, departiendo largamente con algunos armigueros.     -Mientras nosotros nos hemos estado paseando por la huerta, ha llegado don Guillén, -dijo el comendador.     -¡Ira de Dios! -murmuró Castiglione.     -Tal vez el rey no le habrá recibido todavía.     -Vamos a verlo. ¡Vamos!     Ambos caballeros dirigiéronse rápidamente al aposento en donde se hallaba el rey.     Dos aspirantes se hallaban de centinela en la puerta de la antecámara.     El comendador les preguntó:     -¿Ha entrado el señor de Alconetar?     -En este mismo momento.     El comendador y Castiglione cambiaron una mirada.     Pero debemos advertir que la mirada de don Diego fue simplemente de disgusto, en tanto que en el ojo único del feroz Castiglione había brillado un resplandor siniestro como los reflejos del hacha del verdugo.     Los dos Templarios se detuvieron, no atreviéndose a interrumpir la audiencia que el rey concedía en aquel momento al joven señor de Alconetar.     Esta audiencia, sin embargo, no tenía un carácter de rigorosa reserva, supuesto que en la cámara real se hallaba la bella esposa de don Alonso Pérez de Guzmán cuando entró don Guillén Gómez de Lara.     Don Sancho recibió al mancebo con suma benevolencia, informándose cariñosamente del estado de su salud y felicitándole por su completo restablecimiento.     El joven, agradecido a tanta honra como le dispensaba el rey, dijo:     -Señor, casi me alegro de haberme visto postrado en el lecho del dolor, porque a esta circunstancia he debido la dicha de que ya se haya dignado visitarme en mi castillo.     -Yo estimo en mucho a los buenos caballeros, y vos, don Guillén, sois uno de los que mejor merecen este título en Castilla.     -Señor, yo agradezco con toda mi alma la bondadosa acogida que V. A. me ha dispensado sin yo merecerla. Hasta ahora nada he hecho, nada he podido hacer tampoco a causa de mi extremada juventud; pero desde hoy en adelante, señor, no pasará un solo día sin que yo no lo consagre al servicio de V. A.     -Y yo aceptaré muy gustoso los servicios de un tan cumplido caballero.     -Mi deseo más vehemente es que lleguen ocasiones en que poder mostrar a vuestra alteza la lealtad que arde en mi pecho para servir a mi rey.     -Pues ha llegado la ocasión que tanto deseáis.     -¡Es posible! ¿Qué puedo yo hacer en servicio de vuestra alteza?     -Quiero que vayáis a Granada para que llevéis de mi parte a Mohamet-Ben-Alhamar una importante embajada.     -Gracias, señor, gracias, porque tan pronto y tan bien ha adivinado vuestra alteza mis deseos más ardientes.     Y esto diciendo, el gallardo caballero se arrojó a los pies del rey, gozoso y agradecido.     -Alzad, don Guillén, alzad, -dijo don Sancho con apacible gesto.     -¿Y cuándo debo partir, señor?     -Con tal de que sea pronto, a vuestra elección dejo el día.     -Mañana mismo, si place a vuestra alteza.     Don Guillén paseó en torno suyo una mirada que el rey comprendió perfectamente.     Hallábanse en la estancia dos ancianos caballeros, la hermosa doña María con su hijo, y una dueña que estaba inmóvil y de pie a cierta distancia respetuosa.     Ahora bien, el señor de Alconetar había juzgado que el rey no le manifestaría el objeto de la embajada en presencia de aquellos testigos.     Don Sancho, según hemos indicado, leyó lo que pasaba en la mente del caballero.     -El objeto de la embajada, -dijo el rey-, no es ni puede ser un secreto, porque toda la España sabe que el rey de Marruecos vino a hacerme la guerra; pero habiendo muerto mi buen padre, el rey moro entró con su ejército en Granada, donde Mohamet, aunque era mi aliado, ha concedido al rey de Marruecos la entrada y la permanencia con agasajos tales, que ya no puedo dudar que ambos de consuno piensan hacerme la guerra. Ya hace mucho tiempo que abrigo tales temores; el rey de Marruecos continúa demasiado en Granada; yo no puedo intentar ninguna empresa ni vivir tranquilo, porque constantemente estoy viendo la morisma próxima a precipitarse sobre mi reino; y en tal estado, he resuelto salir de una vez de la incertidumbre.     -Comprendo, señor. Vuestra alteza quiere saber si los reyes de Marruecos y de Granada deben ser considerados como amigos o como enemigos.     -Justamente.     -¿Y en qué términos deberé formular mi embajada?     -En los más enérgicos.     -¡Que me place! -exclamó el altivo señor de Alconetar.     Después de algunos momentos de reflexión, el discreto mancebo añadió:     -Sin embargo, yo estimaré a vuestra alteza se digne manifestarme una fórmula exacta de su pensamiento; pues en tal ocasión mi único deseo debe ser interpretar fielmente las intenciones de vuestra alteza.     Don Sancho escuchó estas palabras en extremo complacido, porque eran una prueba de la acertada elección que había hecho al nombrar embajador a don Guillén de Lara.     Al fin el rey, con altivo ademán y con voz vibrante, dijo:     -Señor de Alconetar, diréis de mi parte a los reyes de Granada y de Marruecos, que en una mano tengo el pan y en otra el palo. Que elijan, pues, entre la paz y la guerra. Esta es mi voluntad, y podéis repetir estas mismas palabras.     -Descuidad, señor, que así lo haré.     -Todavía tengo que haceros otro encargo.     -Mandad y seréis obedecido.     -Deberéis elegir una buena porción de jinetes bien armados para que os sirvan de escolta.     -En mi calidad de embajador, me parece que con mis escuderos podré llegar a Granada con seguridad...     -No se trata de vuestra seguridad, -interrumpió el rey-. A la vez que mi embajador, seréis el caballero encargado de velar por esta ilustre dama, que es la esposa de uno de mis guerreros más leales y valientes.     -Gracias, señor, gracias por vuestra benevolencia, -dijo a este tiempo doña María, conmovida y gozosa por las alabanzas que el rey había tributado a su esposo.     El señor de Alconetar saludó respetuosamente a la noble matrona.     -Doña María,-dijo el rey-, es cuñada de vuestro amigo el comendador.     -Yo me considero muy dichoso en acompañar y servir a la digna esposa del ilustre caballero don Alonso Pérez de Guzmán, -dijo Gómez de Lara.     -¿Tenéis un amigo de confianza? -preguntó el rey.     -Tengo un amigo que es más bien un hermano.     -¿Se llama Álvaro del Olmo?     -Sí, señor.     -Ya tengo noticia de la buena amistad que os profesáis entre ambos.     -¿Quiere vuestra alteza que llame a mi amigo? Cabalmente está en la antecámara.     -Ahora no; pero antes de marcharos quiero que vengáis los dos a verme.     -Está muy bien.     -Sólo tengo que advertiros que llevéis en vuestra compañía a vuestro amigo Álvaro del Olmo, a fin de que siga escoltando a doña María desde Granada a Tarifa. Esto será en el caso de que la respuesta de los reyes moros exija que inmediatamente vengáis a darme cuenta del resultado de vuestra embajada; pero si fuesen pacíficas las disposiciones de los infieles, podéis continuar acompañando a doña María hasta dejarla en Tarifa.     Con esto el rey don Sancho dio por terminada aquella audiencia.     El señor de Alconetar salió de la cámara real, prometiendo volver al día siguiente, que era el prefijado para la partida. En la antecámara se reunió con su amigo Álvaro del Olmo.     También se encontraban allí el comendador y Castiglione, los cuales cambiaron entre sí estas palabras:     -¿Si nos habrá dejado airosos en presencia del rey? -dijo el comendador.     -Ahora es ocasión de saberlo, -dijo Castiglione en voz alta y empujando a don Diego hacia el señor de Alconetar.     Y el feroz calabrés añadió para su sayo:     -¡Ay de ti si no has aceptado la embajada!     Aproximáronse los dos Templarios a don Guillén, y cuando éste les manifestó que estaba dispuesto a partir al día siguiente, ambos cambiaron una mirada de júbilo, bien que impulsados por móviles muy diversos.

 
Capítulo XDonde se habla del esclavo prisionero     Larga había sido la convalecencia de don Guillén Gómez de Lara a causa de la herida que recibió en la noche, para él inolvidable, en que por la reja del jardín había jurado eterno amor a la hermosa Elvira.     Durante su dolencia, en vano don Guillén había intentado adquirir acerca de su amada esas noticias llenas de pormenores que tanto satisfacen, que tanto se comentan y que con tanto afán procuran adquirir los amantes.     Al doliente caballero le fue preciso contentarse con las poco satisfactorias noticias que vagamente le llevaba Plácida, quien, como ya sabemos, tenía sumo interés en desbaratar aquellos amores que con tanta pasión y ternura, y al parecer tan indestructiblemente, habían tenido principio.     A los primeros días no dejaba de ir a visitar al enfermo la redomada dueña, la cual llevaba y traía noticias más a propósito para disgustar e indisponer a los amantes que para alentarlos.     Después de su convalecencia, don Guillén había tenido muy pocas ocasiones de ver a su amada Elvira, y siempre que había conseguido verla, había sido acompañada de su madre, cuando iban a la iglesia.     El señor de Alconetar hubiera podido muy bien entrar en casa de doña Fidela, no sólo porque ésta le conocía y le estaba agradecida desde la noche en que libertó a Elvira de los brazos de su raptor, sino también prevalido de la soberana dominación que allí ejercía como señor feudal de aquella comarca, pues también las tierras de la Encomienda habían pertenecido en lo antiguo al linaje de los Gómez de Lara, hasta que un ascendiente de don Guillén hizo donación de cuantiosos terrenos a la Orden del Temple.     Pero el joven se había abstenido de prevalerse en ningún concepto de su posición elevada, y aun podemos asegurar que ni siquiera tal cosa se le había ocurrido.     El gallardo caballero se hallaba entonces en esos bellos momentos de la vida en que una expansión generosa arrastra al corazón humano hacia otro ser hermoso y querido, sin que el amante vuelva la vista sobre su propio espíritu, y abandonándose a la deliciosa espontaneidad de su adoración sin límites, sin reserva, amor puro, amor primero, amor desinteresado que todos sienten una vez en la vida, al penetrar en la región, a la vez árida y encantada, serena y tempestuosa de las pasiones.     Pero don Guillén guardaba su amor en lo más íntimo de su corazón como en un santuario, con ese misterio propio de los sentimientos ardientes y profundos.     Este amor platónico y la tierna juventud del señor de Alconetar, hicieron que se contentase con ver a Elvira de lejos, en su ventana, en la iglesia, en la calle, si bien en todas partes cambiaba con ella miradas de fuego.     Una sola vez le había pedido una cita, y la joven se excusó manifestando que no quería que por su causa se expusiese a nuevos peligros, supuesto que enemigos encubiertos lo perseguían; y que, además, su madre cerraba la puerta de su aposento, de modo que, aun cuando ella quisiera, no podía salir a hablarle a deshora.     Las campanas del convento de Nuestra Señora de la Luz tocaban a las oraciones, cuando don Guillén Gómez de Lara llegaba a su castillo después de su entrevista con el rey.     Inmediatamente el joven se dirigió a su aposento, escribió un billete y llamó a Pedro Fernández.     -¿Qué mandáis, señor?     -Al punto lleva este billete a doña Elvira.     -¿Aguardo contestación?     -No te vengas sin ella.     El fiel servidor fue a cumplir las órdenes de su amo, y justamente encontró a la vieja Plácida que salía de la casa de los Vargas.     -¿Adónde va la señora Plácida?     -Buenas noches, Pedro.     -Me alegro mucho de encontraros.     -¿Por qué?     -Porque traigo un billete para doña Elvira.     -¿Y qué tengo yo que ver con eso?     -Vamos, no se haga vuesa merced la mosquita muerta.     -Es que luego doña Fidela, si llega a enterarse, me reñirá, y con muchísima razón.     -Vos sois demasiado diestra para que doña Fidela llegue a sorprenderos.     -En fin, dadme la carta.     -Hela aquí.     La vieja tomó entonces el billete y continuó su camino.     -¡Pardiez! ¿Adónde vais? -preguntó el halconero atajando el paso a Plácida.     -Voy a un negocio asaz importante.     -Es que a mí me urge sobremanera llevarme ahora mismo la contestación.     -Pues ahora no puedo volver a entrar en casa sin inspirar sospechas.     -Fingid algún pretexto.     -¡Eso es! Vos todo lo componéis con mentiras, y el mentir es uno de los pecados que Dios menos perdona.     -Pues bien, no echéis mentiras, -dijo con mucha sorna el halconero.     -Os digo, Pedro, que ahora no me es posible volver a casa. Además, que lo primero es lo primero, -dijo la vieja elevando sus ojos al cielo con expresión devota.     -Y lo segundo es lo segundo.     -Y vos sois un bellaco.     -Pero, señora Plácida, -dijo el halconero haciéndole una caroca, -tened en cuenta que mi señor se marcha mañana, y que es muy natural que antes quiera ver la hermosa doña Elvira.     -¡Que se marcha mañana! -exclamó la vieja sorprendida.     -Sí, señora.     -¿Y adónde?     -Eso es lo que no puedo deciros, señora Plácida, y a fe mía que lo siento.     La vieja, tal vez con la intención de sonsacar al halconero, dijo después de algunos minutos de reflexión:     -Pues aun cuando se vaya el señor de Alconetar ahora mismo, no me es posible complaceros. Antes que los señores de la tierra es el Señor del cielo,     -¿Quién ha dicho lo contrario? -interrumpió el buen Pedro Fernández.     -¿Pues no oís la campana del convento?     -¿Y qué tiene que ver la campana con la contestación que yo aguardo?     -¡A ver! Están tocando al rosario, y han dado ya el tercero y último toque.     -Vamos, señora Plácida, os ruego que no seáis tan escrupulosa. Además, que mañana podéis rezar dos partes de rosario y recuperar lo perdido.     La astuta vieja desde luego estaba dispuesta a satisfacer la exigencia del halconero; pero entraba en su cálculo el venderle caro aquel favor, a fin de captarse su voluntad y confianza.     Sin duda el lector no habrá olvidado que Plácida tenía interés en conservar relaciones amistosas con Pedro Fernández, que podía servirle de mucho para introducirla en el calabozo del esclavo prisionero.     Así, pues, la vieja comenzó a manifestarse blanda a la petición del halconero diciendo:     -¡Cómo ha de ser! Hoy por ti, mañana por mí.     -Eso es, acaso mañana podré yo prestaros algún servicio.     -No digo que no, Pedro; pero... En fin, voy a arriesgarlo todo por serviros.     -Por servir a mi buen señor.     -¡A tu buen señor! -exclamó la vieja lanzando una mirada de víbora.     -Veo que todavía le tenéis ojeriza por la aventura de vuestro hijo.     -Una madre nunca perdona.     -Eso es según y conforme. Además, no tenéis en cuenta que vuestro hijo era...     -¡No lo digáis por Dios! -exclamó Plácida con extraordinaria energía.     -Bueno, callaré; pero no digáis que mi señor es malo.     -Una madre siempre llora la muerte de su hijo...     -Pero no tenéis en cuenta que mi señor os regaló una buena suma, y que os ha dispensado muchos beneficios después de aquel penoso lance.     -Sí, sí, lo conozco todo, Pedro. ¡Soy una ingrata! ¡Yo debía besar la tierra que pisa don Guillén! ¡Dios me perdone las injustas quejas que algunas veces se me escapan contra un señor tan bueno y tan dadivoso!     -Eso tampoco tiene nada de extraño, porque el dolor saca de quicio a las almas; pero no perdamos tiempo, y hacedme el favor de entregar pronto esa carta a doña Elvira.     -Voy al instante, -dijo la vieja poniendo fin a sus lloriqueos y encaminándose hacia la casa de los Vargas.     Cuando ya estuvo en el umbral, volviose y preguntó:     -Amigo Pedro, ¿no me diréis qué milagro es ese?     -¿Cuál?     -El de la repentina marcha de don Guillén.     -¿Y qué queréis que yo os diga?     -La causa de tan extraordinario suceso.     -No creo que sea cosa tan inusitada que un noble caballero emprenda un viaje.     -Como Guillén nunca ha salido de la aldea...     -Alguna vez había de llegar la ocasión.     -Lo que yo digo es que aquí hay algún, misterio.     -Lo ignoro. Todo lo que yo sé está reducido a que, habiendo ido don Guillén esta tarde a la Encomienda de los Templarios, ha vuelto al anochecer diciendo que se hagan los preparativos de su viaje para mañana.     -¡Ha ido a la Encomienda!     -Sí, señora.     -Entonces, ¿habrá estado hablando con el rey?     -Mano a mano.     -Dicen que el rey quiere mucho a don Guillén, ¿no es verdad?     -A las pruebas me remito. ¿Os parece que el rey va tan aína a visitar a cualquiera, como ha visitado a mi señor cuando estaba herido?     -Efectivamente, se conoce que el rey tiene en mucho a don Guillén... Es verdad que es un señor tan bueno... que todo se lo merece... Voy al punto a entregarle a doña Elvira la carta... ¡Cuánto se alegrará mi señora!     Y la gárrula vieja, con más celeridad que la que sus años prometían, comenzó a caminar por el atrio de la antigua y suntuosa casa.     -Pícara bruja, -murmuró el halconero mientras se paseaba esperando la respuesta de doña Elvira.     Entretanto el señor de Alconetar, después de haber dado sus órdenes terminantes para que al punto se hiciesen los preparativos de su partida, llamó a su amigo Álvaro y le preguntó:     -¿Tienes ahí la llave del calabozo?     -Nunca la dejo, sino cuando se la doy a Pedro para que vaya a cuidar del herido.     -¿Y qué piensas tú de este lance?     -Pienso... que las mujeres son muy pérfidas.     Y Álvaro del Olmo exhaló un profundo suspiro.     -Pero Elvira no me engaña, -dijo el señor de Alconetar.     ¡Ojalá que así sea!     -¿Crees acaso?...     -Creo que hay motivos para tener recelos     -¿Y cuáles son esos motivos?     -No tengo más razones que las que tú mismo sabes. Yo creo firmemente que doña Elvira no tiene participación alguna en el triste lance que te ha sucedido; pero tampoco puedo creer que ella ignore quiénes eran los que te acometieron.     -Soy de la misma opinión, -dijo don Guillén.     -¿Y no te lo dirá ella?     -Tampoco podrá, porque... ¿No te he dicho lo que ella me refirió acerca del misterioso personaje que trató de arrebatarla aquella noche?...     -Sí, me dijiste que era un enemigo encubierto de la familia de los Vargas, y que doña Elvira casi no le conocía sino por el aire del cuerpo, en atención a que nunca le había visto el rostro:     -Veo que te acuerdas perfectamente. ¿Y qué piensas tú de lo que me dijo doña Elvira?     Álvaro guardó silencio durante algunos minutos, porque estaba profundamente conmovido al pensar en la hermosa hija de doña Fidela.     El lector no habrá olvidado que el triste Álvaro adoraba en silencio a Elvira, y que sufría doblemente al considerar que aquella mujer tan querida, no sólo amaba a otro hombre, sino que acaso también lo engañaba.     -Si he de decirte la verdad, amigo mío, debo aconsejarte que desconfíes de doña Elvira, porque repito que es imposible que ella no conozca a tu rival...     -¡A mi rival! -interrumpió el fogoso Lara.     -Ni por un instante debes poner en duda que tienes un rival muy temible, y que éste, o por mejor decir, sus emisarios fueron los que intentaron darte la muerte.     -Pero doña Elvira ignora el nombre y condición del que la persigue.     -Pues eso es lo que yo dudo.     -¿Luego crees que ella me engaña?     -Sí, -dijo resueltamente Álvaro-, después de algunos momentos de reflexión.     -Bien, bien, dejemos eso, -dijo el señor de Alconetar con los ojos centelleantes de furor y pálido como la muerte.     Álvaro se encogió de hombros y dijo para sí:     -¡Cuán amarga es la verdad!     El señor de Alconetar, llevado de su pasión, sentía en el alma que le hablasen desfavorablemente de la hermosa Elvira, a quien adoraba con locura.     -¿Lo has visto hoy? -preguntó luego don Guillén mudando de conversación.     -Sí.     -¿No está más aliviado?     -Nada de eso.     -¡Oh! -exclamó el señor de Alconetar con acento reconcentrado por la ira-. ¡Tener que ausentarme ahora!     -No te aflijas, porque al fin todo se descubre con el tiempo.     -Yo estoy seguro de que ella me ama y de que es incapaz de engañarme; pero la fiebre de la impaciencia me devora por satisfacer la vehemente curiosidad que ha despertado en mi alma el consabido lance.     -Tu ausencia, o por mejor decir, la nuestra, no será muy larga. Tal vez cuando regresemos lo sepamos todo.     -Ahora es cuando quiero saberlo.     Y así diciendo, el señor de Alconetar tomó una lamparilla, y salió del aposento, seguido de Álvaro.     Ceñudos y silenciosos caminaron ambos jóvenes durante largo rato; atravesaron un extenso patio; subieron una escalera, y llegaron por último a una galería en donde estaba la estancia del halconero, a cuya entrada veíase una multitud de alcándaras.     Era el aposento de Pedro Fernández alegre y ventilado, y en aquella galería había otras viviendas de la misma extensión y condiciones.     Los caballeros detuviéronse en la habitación contigua a la del halconero.     Don Guillén hizo una seña a su amigo, que inmediatamente abrió la puerta.     El aposento estaba opacamente iluminado por una lámpara de hierro que pendía de la bóveda.     Pero cuando nuestros caballeros penetraron en la estancia, inundose con el vivo resplandor de la luz que llevaba don Guillén, y descubrieron a un hombre reclinado en un cómodo lecho.     El resto del mueblaje consistía en algunos sitiales de encina y una mesa sobre la cual se veían algunos frascos.     El rostro del que yacía en el lecho era disforme, repugnante y de color cetrino. Aquel hombre pertenecía a la raza moruna y a la condición de esclavo, a juzgar por la marca que llevaba en la frente; pero por las prendas de su traje no habían podido venir en conocimiento de quién fuese su dueño.     Sobre este punto habían hecho muchas conjeturas los dos mancebos; pero ninguna de ellas resolvía satisfactoriamente sus dudas.     En efecto, aunque a don Guillén se le había ocurrido que aquel hombre tal vez pertenecía a la casa del Templo, en donde solía haber muchos esclavos moros, no tenía al fin ninguna razón decisiva para afirmarlo, supuesto que el tal prisionero no llevaba el traje que acostumbraban los esclavos del Templo.     Por otra parte, era absurdo suponer que nadie que dependiese de los caballeros Templarios se mezclase en aventuras galantes, ni que por lo tanto hubiese interés en que asesinasen al señor de Alconetar, amigo y aliado constante de los Templarios.     Además, era muy frecuente en aquella época que muchos señores particulares tuviesen esclavos moros, y por lo tanto don Guillén creyó, no sin fundamento, que aquel esclavo pertenecía a algún otro caballero, que tal vez estuviese enamorado de la hermosa Elvira.     Los dos mancebos aproximáronse al lecho en que yacía el herido y lo contemplaron atentamente.     A la sazón parecía hallarse un poco aletargado; pero al ruido de los pasos, de los caballeros y a la impresión que le causó la proximidad de la luz, abrió súbitamente los ojos y los clavó con espanto en los recién llegados.     Quiso hacer un movimiento para incorporarse; pero inmediatamente la más dolorosa agonía se pintó en su rostro, y se llevó ambas manos al sitio de la herida, por la cual se le escapaba la respiración, cubriendo muy a menudo de sangre espumosa los blancos vendajes.     Al fin el herido se tranquilizó algún tanto y permaneció con los ojos fijos en el señor de Alconetar.     El esfuerzo que había hecho anteriormente para llevarse las manos al pecho, parecía haberle causado una impresión en extremo dolorosa.     Toda la vitalidad del herido estaba reasumida en su mirada. Sus labios pálidos y delgados dejaban escapar una respiración entrecortada y ronca, y todo su aspecto anunciaba que había sido víctima de una impresión profunda de terror, cuyas señales y estragos aún se veían escritos en su pálido semblante.     -¿Me oyes hablar? -preguntó el señor de Alconetar.     El herido abrió los labios, y sólo pudo oírse que aumentaba el estertor de su pecho.     -¿Sabes escribir? -preguntó Gómez de Lara después de algunos momentos.     Álvaro observó tímidamente:     -Un esclavo...     -¡Ah! -exclamó el amante de Elvira con acento dolorido-. ¡Tienes razón!... ¡Sería una casualidad prodigiosa!     Los ojos espantados del herido vagaron a un lado y otro, y al mismo tiempo un movimiento de cabeza, casi imperceptible, indicó a don Guillén que en efecto el prisionero no sabía escribir. Es verdad que aun cuando hubiese sabido, de nada podía servirle, supuesto que estaba materialmente imposibilitado de trazar una letra.     El señor de Alconetar se desesperaba al considerar que serían inútiles todos sus esfuerzos por saber el nombre de su rival, que a mayor abundamiento era moralmente su asesino.     -Es imposible por ahora averiguar nada, -dijo Álvaro.     -Pero yo tengo que partir precisamente mañana... ¡Ira de Dios!     Y don Guillén crispó los puños y dio una patada sobre el pavimento, que conmovió la estancia.     Hallábase Álvaro a los pies del lecho, mirando alternativamente a su amigo y al esclavo; el señor de Alconetar estaba a la cabecera del herido, y éste continuaba con los ojos siempre fijos en el amante de Elvira.     Así permanecieron largo rato.     Las ondulaciones de las luces, que de vez en cuando agitaba el viento, esparcían sobre aquella, escena un no sé qué de fantástico y lúgubre. De repente se agrandaban y se movían en la pared las sombras de los dos caballeros, a la par que las lívidas facciones del esclavo se alteraban también y se aumentaban o se disminuían, ya retratando la dulce sonrisa del ángel, ya la satánica expresión de un condenado, ora un júbilo inmenso, ora una desesperación sin límites; y todo esto sucedía, o parecía suceder, según el vario impulso del viento que agitaba las luces, alterando sin cesar sus trémulos reflejos.     Al fin don Guillén intentó de nuevo preguntar al esclavo, a pesar de todos los obstáculos que encontraba.     -¿Fuisteis mandados para asesinarme?     -Sí -respondió el herido con un leve movimiento de cabeza, y que parecía causarle agudísimos dolores a juzgar por la expresión de su semblante.     -Ahora verás cómo adelantamos algún terreno, -dijo gozoso el señor de Alconetar volviéndose a su amigo.     -Veamos, -dijo Álvaro-; supuesto que afirma y niega, puede sacarse partido de esta circunstancia, interrogándole del modo que últimamente lo has hecho.     El señor de Alconetar, dirigiéndose al herido, preguntó:     -¿Vive de aquí muy distante tu señor?     -No, -repuso el esclavo con un ligero ademán.     -¿Sabes si ama a doña Elvira?     El esclavo se encogió de hombros, como diciendo:     -Lo ignoro.     -¿Es de mucha edad?     El esclavo no hizo movimiento alguno; sus ojos se iban inyectando, y cada vez respiraba con mayor dificultad.     Según ya hemos indicado, el halconero había herido al esclavo en el momento en que éste menos esperaba que don Guillén fuese auxiliado, y por lo tanto el herido experimentó una emoción de sorpresa inexplicable.     La sorpresa produjo el terror, y el terror produjo el mutismo del esclavo, que tanta y tan amarga desesperación había causado en el ánimo del señor de Alconetar.     -¿No puedes darme más señas? -preguntó.     El esclavo continuó en la más completa inmovilidad.     -¿No me respondes? -insistió furioso Gómez de Lara-. Dame una señal, dime una palabra por la que yo pueda vertir en conocimiento de quién es tu señor... ¡Ah! No me ocultes, esclavo, no me ocultes donde habita mi rival. Yo te daré tesoros, si me ayudas a descubrir este secreto. ¿No me escuchas? ¡Maldito moro!     Y el señor de Alconetar, fuera de sí de impaciencia y de ira, trabó del brazo al infeliz esclavo, que se estremeció convulsivamente, y exhalaba roncos aullidos que daban harto a entender el dolor inmenso que le causaba don Guillén con sus bruscas sacudidas.     -Respóndeme, esclavo, responde por piedad, y te daré todo cuanto poseo, -insistía el señor de Alconetar con una agitación febril y creciente hasta el delirio.     En este momento se abrió la puerta y aparecieron dos hombres, uno de los cuales se aproximó a don Guillén, diciendo:     -¿Qué hacéis, señor?     Gómez de Lara volvió el rostro, y encontrose con Estigio Momo y con Pedro Fernández.     -¡Dejad a ese hombre! -gritó el médico-. ¿No veis que está espirando?     -¡Se morirá! -exclamó el señor de Alconetar palideciendo.     -Es muy posible.     Por Dios te ruego, Isaac, que salves la vida de este esclavo.     -Nada podré hacer de provecho, si vos no me dais antes palabra de no molestar al enfermo empeño mi palabra de honor. Además, que mañana mismo partiré de aquí, por cuya razón no me será posible quebrantar mi propósito; pero antes de abandonar este castillo, hubiera dado cuanto poseo porque este esclavo me dijese quién es su señor, mi rival, el que le mandó que me asesinase.     -Tened paciencia, señor, si no queréis para siempre renunciar a la esperanza de hacer esas averiguaciones.     -Sólo te exijo a mi vez que salves la vida de este hombre.     -Veremos, -dijo el médico frunciendo las cejas y examinando atentamente al herido.     Después de algunos minutos de minuciosa observación, el médico, dirigiéndose a don Guillén, dijo:     -Señor, permitidme os diga que habéis cometido una imprudencia imperdonable al interrogar al enfermo del modo brusco que lo habéis hecho... Antes respiraba trabajosamente, pero ahora...     -¿Qué sucede?     -Acabo de notar un síntoma funesto. La respiración difícil se ha convertido en la espantosa aululación que ahora escucháis... ¡Por vida de Jacob!     En efecto, era horrible el estado en que se hallaba el herido. Había cerrado completamente los ojos; sus facciones se habían desencajado, y roncos aullidos salían de su pecho con angustia horrorosa.     -Pero lo que más me extraña, -dijo don Guillén-, es que haya perdido el habla por una herida en el pecho.     -Pues nada tiene eso de extraño, -repuso Estigio Momo-. La herida ha sido muy penetrante, y ha interesado los gruesos troncos arteriales; y a consecuencia del terror, no sólo en el momento de ser herido, sino después, al ver muy a menudo que de la herida se escapa a torrentes una sangre rutilante y espumosa, es muy posible y aun frecuente que sobrevenga un mutismo accidental, como ha sucedido en este caso.     -¿Y ese mutismo no cesará? Inventa un medio cualquiera de que este hombre se encuentre en posibilidad de responder a mis preguntas; consigue esto, y después, Isaac, pídeme tesoros, exígeme lo que más te plazca, y yo te lo concederé.     Los ojos del judío brillaron de codicia.     -Vámonos de aquí, señor, y dejadme hacer, pues todavía quizás se consiga salvar al herido.     -¡Quizás! ¿Luego lo pones en duda?     -Ya os he dicho que la aululación es un síntoma funesto, porque en tales casos anuncia siempre un fin desastroso.     Y el médico se dirigió hacia la puerta diciendo:     -Salgamos de aquí.     Los circunstantes siguieron a Isaac, que fue a preparar una poción para el herido.     En la puerta se aventuró el halconero a decir a don Guillén:     -Señor, ya he cumplido vuestro encargo.     -¿Te han dado contestación?     -Aquí está.     Y el halconero entregó un billete a su señor, el cual inmediatamente leyó:     -«A media noche os aguardo por la reja del jardín».     No decía más la breve epístola de doña Elvira.     El señor de Alconetar se encaminó luego, en compañía de Álvaro, al aposento del señor Gil Antúnez, para darle cuenta de la honrosa misión que el rey le había confiado.

 
Capítulo XIDespedida     Era la media noche.     Un hombre cuidadosamente rebozado se deslizó a lo largo de la acera de la casa de los Vargas.     Aquel misterioso personaje no venía del castillo, sino de hacia la cruz de piedra que estaba más allá de la fuente, a la salida de la aldea.     El embozado se detuvo en la dicha casa, y comenzó a llamar a la puerta muy recatadamente.     -¿Quién es? -dijo una voz     -Abre, Fidela.     Inmediatamente se abrió la puerta, penetró el incógnito, doña Fidela volvió a cerrar, y luego ambos se encaminaron a un aposento del piso bajo, en el cual había una luz de antemano preparada.     Doña Fidela invitó al recién llegado a que tomase asiento.     -No me es posible detenerme, -dijo el incógnito-. Pues en ese caso, señor, -dijo doña Fidela, acentuando de una manera particular la palabra señor-; en ese caso os referiré muy brevemente lo que ha sucedido.     Antes de continuar, advertiremos a nuestros lectores que el misterioso personaje y doña Fidela recibían mutuamente noticias de tres en tres meses por medio de un fiel criado que se llamaba Millán, y que era el portador del dinero destinado a la subsistencia de doña Fidela y su hija.     Hecha esta breve explicación, se comprenderá fácilmente el diálogo que entablaron doña Fidela y el desconocido.     -¿Por qué le has dicho a Millán que deseabas hablarme? ¿Ha sucedido algo de nuevo?     -Mucho y malo.     -¿Qué es ello?     -¡Ay, señor! Es una gran desgracia... Perdonad, señor, que os haya mandado llamar; pero aun cuando siento mucho que os molestéis, era imposible que a nadie sino a vos le confiase lo que ha sucedido.     -¿Ni aun a tu mismo esposo?     -Ya comprenderéis que mi buen Millán me inspira la mayor confianza; pero como pudiera suceder que vos no quisierais que nadie tuviese noticia del lance...     -Pero ¿qué ha sucedido? Habla pronto.     -Señor, todo está reducido a que... Castiglione está enamorado de doña Elvira.     -¡Castiglione! -exclamó el caballero levantándose como si una víbora le hubiese mordido.     Después de algunos momentos, durante los cuales el caballero dio algunos paseos por la estancia con ademán iracundo, se detuvo delante de doña Fidela y preguntó con cierto aire de duda:     -¿Y estás convencida de la verdad de lo que dices?     -Oíd, señor, y juzgad.     Y doña Fidela comenzó a referir al desconocido todo cuanto ya saben nuestros lectores respecto a la aventura del rapto y de la oportuna y generosa intervención del señor de Alconetar.     -Enhorabuena, -dijo el incógnito-; pero de lo que me has dicho no se deduce que ese caballero sea Castiglione.     -Pues yo estoy segura de ello.     -¿Y en qué te fundas para creerlo así?     -En primer lugar, ya sabéis que Castiglione perseguía a Elvira cuando vivíamos en Jaraicejo. ¡Maldita la hora en que Millán y yo tratamos con él la compra de la casa!     -Que era de mi pertenencia, -interrumpió el incógnito suspirando.     -¿Sabéis que la orden del Templo comete unas injusticias que claman al cielo? ¡Algún día pagarán los Templarios los desafueros y despojos!...     -No culpes a los Templarios, a lo menos respecto a lo que han hecho conmigo y con don Gonzalo, sino a ese infame calabrés, que es un aborto del infierno.     -Y que me parece que os perseguirá hasta en vuestros hijos.     -Por desgracia Elvira tiene unos instintos tan perversos... No somos dueños de elegir hijos ni padres... ¡Paciencia!     Y el incógnito exhaló un profundo suspiro y sus ojos se arrasaron en lágrimas.     Después de algunos momentos de reflexión añadió:     -¿Luego de nada han servido nuestras precauciones de que traslades aquí tu domicilio?     -Francamente, señor, si he de deciros la verdad, yo me temía lo que al fin ha llegado a suceder, porque era poco menos que imposible que ese demonio de hombre no descubriese nuestro paradero habitando tan cerca de la baylía.     -Pues precisamente porque habitabais tan cerca, tenía yo la seguridad de que era más difícil que acertase a descubriros. Yo sabía de antemano que nunca él acostumbraba venir a la aldea, y por lo tanto haría sus pesquisas en Jaraicejo; pero en ningún modo era natural se le ocurriese que habitabais en Alconetar.     -No niego, señor, que así parecía natural; pero desgraciadamente no ha sucedido así.     -Porque vosotras no habréis obedecido estrictamente mis órdenes.     -No digáis tal, señor, -repuso doña Fidela con acento dolorido.     ¿Por qué dejabas a Elvira que fuese a encender la luz a la imagen de Nuestra Señora?     -¡Ah, señor! Me rogaba con tanta ternura que la dejase cumplir esta devoción, que se me hacía muy raro no complacerla.     -He ahí cómo tu debilidad nos ha perdido, -dijo con viveza el caballero-. ¿De qué han servido todos mis desvelos por ocultaros a los ojos de todo el mundo? Yo os había colocado en las más favorables condiciones para conseguir cumplidamente mis intentos; pero vuestra poca circunspección ha venido a desbaratar todos mis planes.     La madre de Elvira, o al menos la que por tal era reputada, inclinó la cabeza sufriendo con resignación la severa reprimenda del incógnito, el cual insistió con una exaltación creciente:     -Cuando le pedí a mi hermano que me cediese esta casa, tuve en cuenta las funestas tradiciones que de ella se conservan en estos contornos, y si hubierais sabido aprovecharos de esta circunstancia, rodeadas de misterio, no consintiendo que nadie hubiese visto el rostro de Elvira, yo os aseguro que nunca hubiera llegado a suceder lo que me has referido... ¡Ah! ¡Cuán infausta es mi suerte! ¡El cielo se complace en castigarme!... Tú sabes, Fidela, tú sabes qué horrible arcano se encierra en el amor de ese hombre hacia Elvira... Mi alma se abruma de dolor bajo el peso de este pensamiento sombrío... ¡Qué horror! ¿Y Dios permitirá este crimen tan espantoso? No... no... ¡Dios del cielo y de la tierra, tened misericordia de ellos!...     Y el desconocido, que se hallaba en una agitación verdaderamente febril, comenzó a pasearse por la estancia con ademán desatentado.     Luego de pronto se detuvo diciendo:     -Pero ¿estás segura, Fidela de mi alma, de que era Castiglione el que intentó arrebatar a Elvira?     -Segurísima, -repuso lacónicamente doña Fidela.    -¿Y te ha dicho Elvira que llevaba cubierto el rostro con un antifaz?     -Sí, señor, y esa es una de las pruebas que tengo para no dudar que el raptor de Elvira era Castiglione.     -¡Dios mío!... ¡Y sabiéndolo todo!     -¿Acaso él sabe?...     -Cuando estabais en Jaraicejo le escribí una carta manifestándole el horrible misterio que se encerraba entre esas dos criaturas...     -¡Y aún la persigue! ¡Qué hombre tan malvado! ¿No retrocedería ni aun delante de un incesto?..     -¡Qué horror! ¡Qué horror!     Durante algunos momentos, el caballero y doña Fidela permanecieron silenciosos y como abatidos por el dolor más profundo.     -Es preciso a todo trance evitar que Castiglione vea a Elvira, -dijo al fin el incógnito.     -Para tratar de eso deseaba yo tener esta entrevista.     -Pues bien, yo te avisaré por medio de Millán cuándo y adónde conviene que os trasladéis.     -Debo deciros también que si al principio Elvira parecía muy enamorada del señor de Alconetar, no sucede ahora lo mismo.     -¡Qué necia y qué caprichosa!     -Sin embargo, por lo que he podido juzgar, el señor de Alconetar la sigue amando con la misma vehemencia. ¿Qué os parecen estos amores?     -Perfectamente.     -¿Según eso, no debo contrariarlos?     -En ningún modo.     -¿Tenéis buenas noticias del señor de Alconetar?     -En extremo favorables. En esta comarca he conocido tres jóvenes dignos de la mayor estimación y alabanza. Los tres se reúnen con mucha frecuencia para departir discretamente de letras y de armas, y el señor de Alconetar no tiene inconveniente alguno en reunirse con los otros dos, a pesar de ser muy desiguales en condición y fortuna.     -Supongo que uno de ellos sea el generoso Álvaro del Olmo.     -No te has equivocado.     -¿Y cuál es el otro de los tres amigos?     -Un armiguero de la baylía.     -¡Ah! ¿Jimeno? Es un lindo mozo y que sabe hacer muy buenas trovas y villancicos.     -Los tres son muy amigos y muy letrados. El señor de Alconetar estima y favorece mucho a Álvaro y a Jimeno, aunque ambos sean de un rango inferior, y esto me prueba que don Guillén Gómez de Lara es asaz discreto y de condición generosa.     -Sin duda alguna, y por nuestra parte le debemos estar muy agradecidos, pues ya os he contado lo que hizo en favor de Elvira la noche en que Castiglione trató de arrebatarla.     -En verdad te digo, querida Fidela, que me holgaría mucho de ver que el señor de Alconetar era esposo de Elvira.-Pues si ella quiere, creo que no habría cosa más fácil.     Todavía el caballero y doña Fidela continuaron algunos minutos departiendo de diferentes asuntos, hasta que por último se despidieron, quedando el desconocido en avisar a la madre de Elvira cuándo habían de mudarse de la casa de los Vargas.     Entretanto el señor de Alconetar había salido de su castillo para dirigirse a la reja del jardín de Elvira.     Ya hacía largo rato que el enamorado mancebo se paseaba a lo largo de las tapias sin oír ruido ni señal alguna que le indicase la presencia de su amada.     En efecto, Elvira permanecía en su habitación entreteniéndose con la astuta Plácida, que de ordinario solía divertir a su joven señora narrándole gustosas consejas de aventuras galantes; dado que aquella noche conversaban entre sí de esta manera:     -¿Y qué pensáis hacer? -preguntaba Plácida.     -A fe que estoy dudosa.     -¿Y sobre qué dudáis?     -No sé cómo recibir a don Guillén.     -¿Qué os dice vuestro corazón?     -Dos cosas contrarias.     -¿Cómo así?     -Mi corazón le aborrece, si recuerdo lo que vos me habéis contado respecto a que él y Blanca están en inteligencia; pero mi corazón le adora al recordar su valor y al pensar en su hermosura. ¿Qué me aconsejáis?     -¡Válgame la Virgen de la Luz! -exclamó la vieja-. Qué niñas estas tan raras! Cuando yo era muchacha se amaba o se aborrecía separadamente; pero punca se encontraba un corazón que, como el vuestro, abrigase a la vez amor y odio. Sin embargo, cualesquiera que sean vuestros sentimientos hacia, don Guillén, yo os aconsejaré siempre que a todo trance procuréis ser la señora de Alconetar. Si en efecto amáis a don Guillén, seréis dichosa, y si le aborrecéis, tampoco seréis desgraciada, supuesto que tendréis castillos y lugares y vasallos y galas.     Los ojos de Elvira brillaron como carbunclos.     -¿Qué os parece mi consejo? -añadió la vieja.     -¡Excelente!     -Y en el caso de que hubieseis recibido alguna ofensa del señor de Alconetar, también pudierais vengarla muy cumplidamente viviendo los dos bajo un mismo techo.     -Sí, sí, tenéis razón, -dijo Elvira con voz ronca.     Después de algunos momentos, la joven añadió:     -Ya se habrá recogido mi madre.     -No hace mucho rato que aún tenía luz.     -No parece sino que piensa dormirse esta noche más tarde que de costumbre.     -Voy a ver, -dijo Plácida, saliendo recatadamente del aposento.     Doña Fidela sabía que todas las noches Elvira y Plácida, se entretenían algún tiempo en agradable e inocente conversación; a lo menos así lo creía la buena señora, que miraba en la astuta vieja el modelo de todas las virtudes, y en esta creencia la madre de Elvira, temerosa de que notasen que no estaba en su aposento, había dejado la luz en el sitio acostumbrado para que se irradiase por debajo de la puerta, en la cual había echado la llave, a fin de dar a entender que se hallaba rezando sus oraciones, mientras que asistía a la entrevista que hemos referido y que tuvo lugar en una habitación del piso bajo.     Doña Fidela, una vez terminada su conferencia con el desconocido, regresó a su estancia procurando hacer el menor ruido posible y en seguida se recogió en su lecho.     -Vuestra madre y mi señora ha apagado ya la luz, -dijo Plácida, entrando de puntillas.     -Pues entonces ahora mismo voy al jardín.     -Y yo os acompañaré, si os place.     -Desde luego.     Ya don Guillén desesperaba de que saliese doña Elvira cuando oyó abrirse la puerta de la reja.     Gozoso como el náufrago que besa la tierra deseada, aproximose el enamorado caballero adonde ya le aguardaba la hermosa y pérfida joven:     -¡Elvira de mi alma! -exclamó con toda la efusión de su amor apasionado-.¡Gracias a Dios que te veo en este sitio, en las horas tranquilas de la noche, aquí, sin testigos, donde podré repetirte mil y mil veces que mi alma te adora!     -¡Ah, don Guillén! -exclamó la joven-. ¡Cuán dolorosa impresión me ha causado la funesta noticia de vuestra próxima ausencia!     Y la pérfida Elvira comenzó a sollozar con tanta amargura, que nadie hubiese creído sino que en aquel momento estaba inconsolable.     -¡Cuán lo he padecido por no poder hablarte con frecuencia!... Y esta noche creí que ya no tendría el placer inmenso de verte...     -Mi madre se ha recogido esta noche muy tarde, y por esta razón no he podido bajar más pronto.     -¡Ya estás aquí! ¡Cuán feliz soy!     -¡Qué tormento tan cruel es la separación!     -Pensemos ahora en la dicha suprema de que estamos los dos juntos.     -¡Ojalá que fuese para siempre! -dijo Elvira con la habilidad propia del bello sexo.     -A mi regreso...     -Sucederá como hasta ahora.     -Yo te juro por mi nombre que si tú me amas, no sucederá lo mismo que hasta ahora, pues entonces habitarás constantemente en el castillo de Alconetar.     Una llamarada de júbilo inmenso brilló en los ojos de Elvira.     Las palabras que don Guillén acababa de pronunciar equivalían a una solemne promesa de casamiento.     La joven se manifestó tan enamorada como afligida por la ausencia de su amante.     Después de las más tiernas protestas de amor, el señor de Alconetar se aventuró a preguntar a la pérfida Elvira:     -¿No puedes, amada mía, suministrarme ningún dato para que yo venga en conocimiento de quién es la persona que desea mi muerte?     -¡Dios mío! ¡Qué recuerdos tan crueles! ¿Por qué habéis querido en este instante traerme a la memoria aquel suceso? dijo la hermosa joven con tono de dulce reconvención y con voz entrecortada por el llanto.     El enamorado mancebo dijo tímidamente:     -Es tan natural mi deseo...     -Sí, sí, tenéis razón. ¡Y bien! ¿Qué puedo yo deciros? Vos sabéis muy bien que ignoro completamente el nombre de mi raptor, y que hasta desconozco sus facciones... Yo he creído lo que naturalmente vos habréis también pensado.     -¿Y qué habéis creído? -preguntó con viveza el caballero.     -Abrigo la convicción de que la misma persona que trató de arrebatarme es la que envió a los asesinos.     -¡Ah! -exclamó el caballero vivamente contrariado; pues al principio abrigó esperanzas de que Elvira le hiciese alguna revelación-. ¡Ah! ¡Será preciso resignarse a vivir con el tormento insufrible de la curiosidad no satisfecha!     -¿Quién sabe? -dijo Elvira con su acento más melodioso-. ¡Tal vez cuando menos se espere, descifraréis este enigma! Por ahora, básteos saber que vos no podéis tener rivales, y creo que debéis estar satisfecho... con mi amor, con mi amor profundo y eterno.     -¡Es verdad! -exclamó el señor de Alconetar arrebatado de su pasión-. ¡Es verdad! ¿Qué me importan todos los enemigos del mundo con tal que tú me prometas, Elvira de mi alma, corresponder tiernamente al amor que te profeso? ¡Hablando de nuestro amor daremos al olvido todos los pensamientos penosos que perturban nuestra mente!     Durante largo rato los dos amantes permanecieron embebidos en mil dulces coloquios.     ¡Cuánta sonrisa! ¡Cuánta mirada de fuego velada por una lágrima de ternura! ¡Cuánto suspiro profundo! ¡Cuánto juramento de fidelidad eterna!     Sonrisas y miradas, suspiros y juramentos que brotaban de lo más íntimo de un corazón generoso y apasionado, y que nunca podía soñar que otro corazón corrompido y pérfido se había de complacer en engalanar sus mezquinos y ruines sentimientos con los colores y apariencias de las santas emociones de un amor puro.     -¡Ah, don Guillén! -exclamaba Elvira-. ¡Cuán triste voy a quedarme en tanto que estés ausente! Antes, a lo menos, aunque no nos hablásemos, te veía con frecuencia, y el verte era para mí una felicidad inefable; pero ahora... ¡Qué horroroso vacío rodeará mi existencia!     -Yo siento mucho también el ausentarme, amada de mi corazón; pero acaso el mismo amor que te profeso ha sido la causa de que yo acepte con gusto la misión que el rey me ha confiado.     -¡Cómo! ¡Me amas y te ausentas por causa de este mismo amor!     -Sí, Elvira idolatrado, porque te adoro me ausento. Nunca, hasta ahora me había humillado el pensar que mi nombre no era repetido con admiración por todas las gentes. La ciencia había satisfecho todas mis aspiraciones. La gloria no se había presentado a mis ojos con el brillante atractivo que ahora se presenta. Ahora moriría gustoso en el campo de batalla, si al morir podía esperar que mi amada repitiese mi nombre con respeto y llorando, como se pronuncian los nombres de los valientes que mueren por la patria. Tú, Elvira encantadora, mujer querida de mi corazón, tú has sido la que ha inspirado a mi alma el generoso ardor de la gloria. Yo quisiera merecerte, yo quisiera hacerme digno de ti, conquistando laureles y poderío, laureles que yo ceñiría a tu frente, y poderío que pondría a tus plantas.     -Yo te amo por ti mismo.     -Y yo en ti amo la gloria y todas las virtudes.     -Mi alma no necesita verte rodeado de gloria para adorarte hasta morir.     -Pero mi amor necesita el prestigio brillante de la fama para atreverse a decir: «Adoro a Elvira».     -Y mi corazón desfallece de angustia al pensar: «Mi amado está ausente».     Al fin los gratos albores de la mañana comenzaron a sonreír en el cielo.     -¡Ah! -exclamó el señor de Alconetar-. ¡Ya se acerca el día!     -¡Día funesto!     -A mi vuelta seremos felices.     -Yo entretanto moriré de dolor.     ¡Adiós, Elvira de mi alma, adiós y piensa en mí!     -¿Adónde vas, Guillén adorado? Espera un momento, espera por piedad. Todavía no amanece, no te vayas tan pronto...     -El rey me espera muy de mañana, y todavía tengo que hacer muchos preparativos... Deja, señora mía, que estampe un beso en tu mano y ... me voy.     -¡Amado mío!     -¡Oh felicidad!     -¿Y no me enviarás noticias tuyas?     -Siempre que pueda.     -¡Acuérdate de mí!     -¡No me olvides!     -Primero caerán las estrellas del cielo, -dijo la desleal Elvira.     -¡Amor mío! ¡Adiós!     -¡Adiós! ¡Adiós!     Muchas veces se despidieron, ella cerraba la puerta de la reja y él se alejaba; pero otras tantas veces, ella volvía a asomarse y él retrocedía para decirle trémulo de amor:     -¡Adiós, Elvira de mi alma!     Al fin el señor de Alconetar, haciendo un violento esfuerzo sobre sí mismo, consiguió alejarse de la magnética ventana.     -¿Quién podía creer que las amorosas palabras de Elvira no estaban dictadas por el amor más puro, ideal y desinteresado?     ¡Cuántas decepciones aguardaban al noble y enamorado mancebo, que penetraba ahora por el pórtico grandioso de la vida, lleno de ilusiones, sediento de gloria y remontándose en las alas de un amor santo hasta el cielo purísimo de una ventura infinita e inefable!     En la distracción en que aquella noche se hallaba el mancebo, no advirtió que mientras estaba hablando con doña Elvira, un hombre pasó a lo lejos, procurando reconocerle.     Aquel hombre era el mismo que hemos visto departir con doña Fidela, y al cual, hasta ahora, sólo conocemos con el nombre de «fantasma, blanco», según le llamaba el trovador Jimeno, que había tenido con él más de una entrevista.     Al día siguiente, el señor de Alconetar partió para Granada, después de haberse despedido del rey, que también aquel mismo día salió de la Encomienda para Alcalá de Henares.

 
Capítulo XIIQue trata de lo que verá el que lo leyere     La primavera extendía por todas partes su manto de flores.     ¡Magnífico espectáculo presentaba la hermosa ciudad bañada por los primeros rayos del luminar del día!     Un espléndido dosel de fuego cubría la encanecida frente de Sierra Nevada, cuyos elevados picos cubiertos de hielo parecían amenazadores Titanes vestidos con bruñidas armaduras, que despedían mil fulgurantes destellos. Diríase que aquella sierra estaba formada de gigantescos diamantes.     Un océano de luz plácida y purpúrea, como las rosas del valle, se desgajaba por los declives de la montaña, derramando mil mágicos reflejos y tornasoles sobre esa creación de hadas, sobre esa fantasía realizada en piedra por los genios de Las Mil y una Noches, sobre esa encantadora mansión, semejante al palacio encantado de Aladdín, que se llama Alhambra. En los preciosos surtidores, que formaban mil bellos dibujos en el aire; en los bosquecillos de laureles y naranjos, en los elegantes kioskos, en la rica y deliciosa llanura de la vega, ¡qué efecto tan delicioso e indescriptible producían los primeros albores de la mañana!     Y a todo esto, que lisonjeaba la vista de una manera que no es dado expresar al pincel de la poesía, a pesar de su magia creadora, a todo esto se unía el perfume embriagador de las flores, el cántico suavísimo de las aves y el apacible murmurar de los dos ríos, que parecían entonar un dúo de gratitud al omnipotente creador de sus perennes manantiales.     A vista de estos bellísimos cuadros de la naturaleza es cuando el alma humana siente toda la plenitud de su existencia. En tales momentos, allí, en aquellos sitios, copias del paraíso terrenal, en la estación de las flores, es cuando y donde los amantes se abrasan en ese fuego divino que se llama amor. Allí los valientes guerreros y las hermosas doncellas de Granada iban en las frescas mañanas de Abril y Mayo a dar esos paseos encantadores poblados de espléndidas imágenes, que conmueven el corazón profundamente y que halagan la fantasía, pero que no pueden explicarse, que no tienen nombre en la tierra, y cuyo recuerdo, grato y doloroso a la vez, dura tanto como la primera impresión de amor, tanto como la vida.     Aquella mañana salían por la puerta de Elvira dos muy galanes caballeros que oprimían dos magníficos caballos, que parecían hijos del rayo y del viento, según eran de alentados y veloces. Ambos jinetes se encaminaron hacia el sitio llamado el Soto de Roma. Los desconocidos iban departiendo con mucha animación, si bien en voz tan baja, que harto daban a entender que se trataba de cosas muy importantes y secretas.      Cuando llegaron a lo más espeso y solitario del soto, echaron pie a tierra, y tomaron la actitud de personas que aguardan el momento de una cita.     Ambos personajes eran jóvenes como de treinta años de edad, y en sus modales y vestido manifestaban la más elevada alcurnia, si bien la fisonomía de uno de ellos era harto repugnante. Su color cetrino, sus cejas juntas y en extremo pobladas, sus ojos grandes, feroces y sanguinolentos, y su falsa sonrisa, que dejaba entrever unos dientes blancos y disformes como los de un chacal, daban a aquel hombre una expresión siniestra pero inteligente y astuta.     -Señor don Nuño, es preciso desplegar todos los recursos, porque de otro modo fracasarán nuestros planes, -decía el cejijunto.     -Vuestro hermano con razón merece el título de Bravo. A la cabeza de sus gentes ha peleado como un león, y ha logrado quebrantar nuestras fuerzas de manera que, a no habernos retirado a Granada, acaso el hacha del verdugo habría separado ya nuestras cabezas.     -¡Maldito Sancho! La fortuna se ha empeñado en favorecerle.     -Y él se ha empeñado en aprovechar cumplidamente todos los favores de la fortuna.     -El comendador de Alconetar está ahora en grande intimidad con el rey.     -¡Don Diego Pérez de Guzmán!     -Justamente. Nuestro más cruel enemigo es ahora el que merece grande confianza y estimación a don Sancho.     -A decir verdad, don Diego no es nuestro enemigo.     -Si no es nuestro enemigo personal, él ha sido por lo menos el que ha desbaratado todos nuestros planes. ¡Malditos de Dios sean los Templarios!     -De todo hay en la viña del Señor. También Castiglione es Templario, y puede ser nuestro auxiliar más poderoso.     -No lo niego, -repuso el infante asaz meditabundo.     Después de algunos momentos añadió:     -Ya veremos el medio de sacar partido de su amistad.     ¿Y en dónde está el rey? -preguntó don Nuño de Lara.     -En la baylía de Alconetar.     -De modo que esos infames Templarios se encuentran en disposición de hacer que no volvamos a Castilla en mucho tiempo.     -Es muy doloroso decirlo; pero así es la verdad.     -¿Y sabéis todas esas noticias por un conducto fidedigno?     -De tal manera es cierto lo que acabo de deciros, que vos mismo podéis convenceros por vuestros propios ojos.     Y así diciendo, el infante don Juan entregó a don Nuño una carta que este último leyó con muestras de ira y despecho.    -Sin duda alguna el buen Lope García nos sirve con fidelidad, -dijo al fin don Nuño, devolviendo la carta al infante.     Después de algunos minutos de silencio, don Nuño continuó:     -Ahora comprendo el motivo que habéis tenido para dar este paseo, que al principio creí me lo habíais propuesto sólo con el intento de solazarnos por estos amenos parajes.     -Yo nunca madrugo sin que graves motivos me lo aconsejen.     -La carta en verdad está escrita con suma discreción.     -Aun cuando hubiera caído en manos de nuestros enemigos, no habrían podido sacar nada en limpio.     -Yo me he hecho tan desconfiado, que todo el mundo me parece que trata de engañarme, -dijo don Nuño clavando una mirada aguda como un puñal, en el infante-. ¿Estáis seguro de que Lope os servirá lealmente?     -Tan seguro, que el hacerlo así entra en su propio interés, y cuando los hombres obran por su conveniencia propia, hay bastantes razones para contar con su lealtad y discreción. El hombre es el ser más malo que Dios ha criado. ¡Amistad! Es un delirio. ¡Amor! Es una mentira. ¡Deber! Ridiculeces y trampantojos... No os canséis en buscar nada de esto en el mundo, porque no son más que sueños de insensatos. Los hombres usan de más buena fe y despliegan mucha más inteligencia para practicar el mal que el bien. Además, tengo, como ya os he dicho, otra razón para fiarnos de Lope García, porque éste ha recibido de mi hermano una ofensa cruel.     -Como Lope ha sido criado de vuestro padre y siempre ha merecido la confianza de don Sancho...     -No importa eso para que García le aborrezca de muerte.     -El rey le ha armado caballero, y acaso le sirva bien por gratitud.     -Al contrario, lo que ha hecho ha sido despertar su ambición dando alas a su enemigo para que algún día pueda satisfacer su sed de venganza, porque no hay cosa más cierta que aquello de «cría cuervos, y te sacarán los ojos».     -¿Y sabe don Sancho que Lope es su enemigo?     -Afortunadamente lo ignora.     -Entonces está calentando la serpiente en su seno.     -Por lo mismo su mordedura será más ponzoñosa y mortal, porque daños previstos fácilmente se remedian; pero asechanzas ocultas e inesperadas, al más astuto le desconciertan y aturden, añadiendo al peligro el más inevitable y cruel de todos los terrores, el terror de la sorpresa.     -Por Santiago de Compostela que discurrís como un verdadero endiablado. A fe mía que muy pocos han de aventajaros para esto de embrollar y dirigir una intriga cortesana.     -El infante dio las gracias a don Nuño por tales cumplimientos con una sonrisa infernal.     -¿Y cuál es la afrenta que ha recibido Lope de vuestro hermano, puede saberse?     -La que más cruelmente suele herir el corazón de un hombre.     -¿Se ha casado Lope García?     -No; pero estaba enamorado de una noble doncella a quien ha seducido el rey.     -¡Malas hembras! ¡Qué ojos tan delicados tienen!     -¿Qué queréis decir?     -Que son muy pocas las que no se dejan deslumbrar por el brillo de una corona.     -¿Y eso os sorprende? ¿Hay cosa más natural? -dijo el infante con indiferencia.     -Pues francamente os digo que me gusta poquísimo eso que os parece tan natural.     -Pues no creí, don Nuño, que fueseis tan cándido.     -Ahora bien, según dice la carta, debemos venir a este sitio por espacio de tres días.     -Lope es muy circunspecto y sabe tomar sus medidas con notable discreción. Por eso no me ha escrito las muchas cosas de importancia que dice tiene que manifestarme.     -A fe mía que tiene razón. Lo escrito siempre parece; pero las palabras vuelan.     -Esa es una gran sentencia para conspiradores, amigo don Nuño.     -¿Y a quién habrá elegido Lope por mensajero?     -Yo no lo sé a punto fijo; pero naturalmente habrá echado mano de mi esclavo moro.     -¡Oh! ¡Ben-Ayub es un grande hombre! ¿Sabe García el paradero de vuestro africano?     -Si Lope no sabe dónde está Ayub, éste sabe muy bien dónde encontrará a Lope, porque aquella terrible noche en que estuvimos a punto de caer en manos de don Diego de Guzmán y de sus Templarios, que Dios confunda, previendo que por cualquier incidente podía acontecer, como en efecto aconteció, el que nos separásemos bruscamente, le dije: «Mira, Ben-Ayub, si yo me veo obligado a emprender la fuga, tú puedes quedarte sin peligro y prestarme servicios de mucha importancia, siguiendo sin cesar a Lope García, a quien siempre encontrarás en la corte de don Sancho. Y al decirle esto le entregué mi anillo para que Lope no recelase y comprendiese por esta señal que Ayub es mi esclavo de toda confianza.     -¡Qué noche tan terrible fue aquella del castillo de Alcántara!     -Como no aguardábamos ser acometidos...     -Si los Templarios hubieran sabido las salidas secretas del castillo, fenecemos allí de seguro.     -Afortunadamente las tinieblas nos favorecieron y, sobre todo, la prodigiosa distancia a que desembocan los subterráneos.     -No nos libramos de mala.     -Ved lo que son las cosas. Entonces creímos que fue una desgracia el que no se hallasen allí nuestros servidores, y ahora es preciso convenir que esta circunstancia nos ha sido muy útil, supuesto que de este modo Ayub habrá podido entenderse con Lope.     -Entonces es posible que mi escudero Ordoño haya corrido la misma suerte de Ayub. Los dos habían ido aquella noche a Valencia de Alcántara.     -Es verdad. Ayub fue a entregar algunas cartas mías para los príncipes de la Cerda.     -Y Ordoño llevaba el encargo de que hiciese venir al castillo al caballero de la Muerte.     -¡Ira de Dios! Todos nuestros proyectos salieron vanos con la inesperada acometida de don Diego de Guzmán.     -El caballero de la Muerte hubiera podido servir a nuestra causa de una manera maravillosa.     -Es un campeón terrible.     -Hasta su mismo escudo de armas inspira terror.     -¿Por qué?     -Porque lleva pintada la descarnada figura de la muerte, armada con su guadaña y fijos sus pies de esqueleto sobre un montón de calaveras. Todo esto en campo negro produce un efecto aterrador; y de aquí sin duda el misterioso paladín ha tomado su lúgubre y espantoso nombre del Caballero de la Muerte.     -Muchos dicen que esa terrible divisa es un emblema de los estragos que hace su espada en los combates. Yo lo he visto una vez, y en verdad que causa espanto sólo el verlo con su estatura de gigante, con su negra armadura y con su horroroso escudo. Yo lo conozco bastante íntimamente, -dijo el infante, que hasta entonces había parecido afectar que no conocía al terrible y misterioso paladín.     -¿Sabéis cómo se llama? -preguntó con viveza don Nuño.     -Yo creo que no hay en España nadie que sepa su nombre.     -Deseara saber su historia, que sin duda debe ser muy extraordinaria.     -Os diré todo cuanto he podido averiguar... Pero... Oíd... Me parece que suenan pisadas de caballos...     -No os habéis equivocado... ¡Mirad! Dos jinetes moros se dirigen precisamente hacia este sitio.     -¿Serán los emisarios de Lope García?     -Yo no alcanzo a conocerlos desde aquí.     Nuestros caballeros montaron a caballo y se apercibieron por lo que pudiese ocurrir; pues aun cuando se habían refugiado a Granada y usaban el traje e idioma de los moros, no era, sin embargo, imposible que don Sancho, averiguando su paradero, se pusiese de acuerdo con Mohamet para que éste le entregase a sus más terribles enemigos.     Ya estaban muy cerca los dos jinetes, y todavía ni don Juan ni su compañero habían podido conocerlos, por lo que ambos cristianos se pusieron en gran cuidado, al ver que los desconocidos hacia ellos se dirigían con paso tan seguro, como si de antemano supiesen que allí les estaban aguardando.     -A fe que han sido vuesas mercedes puntuales, -dijo uno de los recién llegados, en el cual al punto reconoció don Nuño a su escudero Ordoño.     -¡Ayub! -exclamó el infante-. ¡Bien me daba el corazón que tú serías el portador de las buenas nuevas que me anuncia Lope.     -¡Mi querido señor!... ¿Conque habéis recibido la carta?     -Dos días hace que se me presentó un mercader judío con la epístola de Lope García. Yo quise preguntarle para que me dijese el conducto por donde aquel escrito había llegado a sus manos; pero cuando menos acordé, el hebreo ya había desaparecido de mi presencia.     -¡Leal Benjamín! -exclamó el esclavo-. Habéis de saber, señor, que yo abrigaba grandes temores de que esa carta no llegase a vuestras manos, pues no puede uno fiarse de nadie. Pero la casualidad vino a servirme encontrándome, cuando menos lo pensaba, con un mi amigo, que es mercader en Granada, hacia cuyo punto me dijo que se dirigía de vuelta de cierto viaje que había hecho para ver a su hermana mayor que, próxima a morir, deseaba verlo... Fue el caso que yo aproveché esta ocasión para enviaros la carta de Lope, y aun así y todo, el buen García no se atrevió a deciros todo lo que en vuestra contra se trama en la corte del rey don Sancho.     -¿Saben por ventura que estamos en Granada?     -El rey, si no lo sabe, lo sospecha al menos.     -¿Y qué te dijo el Caballero de la Muerte? -preguntó don Nuño a su escudero.     -Señor, siento decíroslo, porque no fue muy grata su respuesta.     -Habla pronto, -dijo don Nuño palideciendo.     -Supuesto que lo mandáis, voy a obedeceros, señor. Me dijo que nunca desenvainaría su espada en favor de súbditos rebeldes; añadiendo que vos erais un buen caballero, a pesar de que os tachó de carácter arrebatado, orgulloso y tenaz; pero respecto al infante me dijo...     Ordoño se detuvo como si fuese para él muy penoso el revelar lo que acerca de don Juan le había dicho el Caballero de la Muerte.     Don Nuño dirigió al infante una mirada, como si le consultase el partido que debía tomar, esto es, si debía insistir o no en que Ordoño hiciese aquella revelación, no muy agradable, según todas las señas. Ordoño, habla, -dijo el infante.     -Señor... En fin, me dijo que vos erais un mal caballero y un traidor, y que tan sólo sentía el que vuestra infame astucia lograse seducir a algunos buenos caballeros, a quienes arrastráis en vuestras maquinaciones. Os dio el nombre de cruel y de segundo Caín, porque intentabais dar muerte a vuestro hermano...     -¿Y mi hermano no me habría quitado la vida, si yo hubiese caído en su poder?     -Eso mismo le respondí yo; pero el Caballero de la Muerte dice que don Sancho no trataba de dar muerte a su hermano, sino de castigar a un súbdito rebelde...     -En fin, -interrumpió don Nuño, viendo que aquellas inútiles palabras sólo servían para agriar los ánimos-; en fin, la cuestión sólo se reduce a que no podemos contar con la ayuda del misterioso campeón...     -¡Ah! -exclamó Ayub con acento dolorido-. No es lo peor que el Caballero de la Muerte no quiera prestarnos auxilio, sino que tal vez se ponga de parte del rey don Sancho... Pero ¡hágase la voluntad del grande Alá! En haciendo nosotros todo cuanto esté a nuestro alcance por libertarnos de nuestros enemigos, no nos quedará después ningún duelo, aunque nos sucedan las más terribles desgracias.     -Bien, bien, dejemos eso y vamos al caso. ¿Qué noticias traéis? ¿Qué piensa hacer el rey de Castilla que pueda redundar en nuestro daño?     -Lope García me ha dicho que el rey don Sancho, desembarazado por ahora de los rebeldes que le acometían dentro de su mismo reino, trata de emprender la guerra contra los moros y obligar al rey de Marruecos a que se restituya al África...     Una sonora carcajada del infante y de don Nuño interrumpió el razonamiento del moro.     Ambos caballeros reputaban temeraria y hasta impracticable la empresa de arrojar de España al poderoso rey de Marruecos.     -A fe, querido Ayub, que nunca podía esperar me trajeses mejores nuevas, -dijo el infante.     -¡Es posible, señor!     -Justamente, si tal intenta mi hermano, esa guerra será el medio de que otra vez tornemos a Castilla, aliándonos con el rey de Marruecos, quien está muy dispuesto a favorecer nuestras pretensiones.     -Permitidme, señor don Juan, que en eso no confíe yo tanto como vos. Convengo en que para nuestra causa nada habría más favorable, sino el que se comenzase la guerra entre don Sancho y el rey de Marruecos; pero precisamente lo que yo más dudo es que el moro admita nuestra alianza, y a fe que si la rechaza, podemos desde ahora darnos por vencidos, abandonando por ahora la esperanza de tornar a Castilla.     -En cuanto a eso, don Nuño, no debéis dudar ni un instante. El rey de Marruecos es mi amigo personal, y puedo estar seguro de que aceptará gustoso nuestra alianza.     -Si así es, desde luego las nuevas de Ayub nos son muy favorables.     -¿Y qué se dice de mí en Castilla? -preguntó el infante a Ordoño.     -Señor, si he de hablaros con franqueza, no os dan muy buena fama.     Don Nuño hizo una señal a su escudero para que hablase con reserva a fin de no ofender al infante. Este lo advirtió, y volviéndose a don Nuño, le dijo:     -No creáis que yo pueda ofenderme de lo que de mí se diga, por repugnante o falso que sea. Por la demás, tengo un grande interés en averiguar los mil absurdos que se cuentan en público de cosas que muy pocos saben en secreto. Así, yo puedo arreglar más sabiamente el plan de mi conducta, y, creedme, don Nuño, no siempre se presentan ocasiones oportunas para averiguar con exactitud lo que de nosotros se piensa, porque nadie se atreve a hablarnos de cosas que de cerca nos atañen, creyendo que han de causarnos enojo.     Don Nuño se encogió de hombros, haciendo un movimiento, con el cual dio a entender a su escudero que hablase lo que quisiere.     El infante, dirigiéndose a Ordoño de nuevo, preguntó:     -Vamos, ¿qué se dice de mí en Castilla? ¿Tiene muchos parciales don Sancho? ¿Nuestra causa tiene muchos adeptos? ¿Mi nombre goza de aura popular?     -Señor, respecto a esta última rebelión, todos los ánimos parecen más inclinados a la causa del rey, y aun cuando los Haros y los Laras cuentan con muchos amigos y parciales, todavía la generalidad de los ricoshomes y hombres buenos parece estar en favor de vuestro hermano don Sancho, a quien además protegen las órdenes de caballería, particularmente la de los Templarios. Por lo que toca a vuestro nombre, el hecho vuestro, y que más dura y se recuerda en Castilla, es aquel que llevasteis a cabo en tiempo de vuestro padre don Alfonso, cuando, para arrancar a su obediencia a la ciudad de Zamora, cogisteis a un hijo de la alcaidesa del alcázar, y presentándole a su padre, que desde la fortaleza miraba a su hijo maniatado, le intimasteis se rindiese, lo cual al punto conseguisteis con semejante arbitrio.     Un rayo que se hubiese desplomado sobre la cabeza del infante le habría aterrado menos que aquella noticia inesperada. Palideció espantosamente, crispáronse sus puños de furor, e hizo un ademán como para acometer al triste escudero, culpable sólo de haber dicho la verdad.     -¡Infames! ¿Se acuerdan ahora de eso? ¡Vive Dios, que día ha de venir en que, tornando a Castilla, he de cebarme en la sangre de mi hermano y de su corte ruin, que siempre dice: «¡Viva quien vence!» ¿No decían antes que yo era un héroe?     -Señor, -repuso Ordoño-, me habéis exigido que os diga francamente la verdad, y yo no he podido dejar de obedeceros. Perdonad si mis razones os han afligido; pero la culpa no es mía, que lo es de vuestro sino, o de la pública maledicencia.     -Bien está, dejemos eso, y vamos a otra cosa.     -Decid, señor, que mi gusto será el complaceros.     -¿Qué disposiciones ha tomado el rey para declarar la guerra a los reyes de Granada y de Marruecos?     -En cuanto a eso, señor, podrá responderos más cumplidamente que yo vuestro servidor Ayub, a quien se le alcanza más de esto de intrigas cortesanas. Por otra parte, yo no he tratado de lleno en estas cosas, que han sido principalmente dirigidas por Ayub y Lope García.     El infante interrogó con un gesto a su esclavo, el cual respondió:     -El rey don Sancho trata ahora de hacerse, o aliado fiel de los reyes moros, o su enemigo irreconciliable. Para llevar a cabo su propósito, según me ha dicho Lope García, intenta enviar un mensaje, o acaso ya lo ha enviado, ofreciendo a los moros, o su amistad más sincera, o una guerra de exterminio.     -¡Ira de Dios, cuánto camina el rey! -exclamó el infante con despecho.     -¿Lo veis, señor don Juan? ¿Comprendéis ahora que no es tan difícil el que los reyes moros, en esta alternativa, opten por la paz y alianza con que les brinda vuestro hermano?     -En ese caso...     -En ese caso, -interrumpió don Nuño-, es muy posible que el mismo Mohamet, o vuestro mismo amigo el rey de Marruecos, nos entregue maniatados al rey de Castilla.     -Lúgubre estáis, don Nuño, en vuestras opiniones.     -Que si no tienen mucho de halagüeño, les sobra de probable.     El infante permaneció algunos momentos profundamente pensativo, como si las reflexiones de don Nuño hubiesen hecho grande impresión en su ánimo.     Pero muy pronto levantó la cabeza como si hubiese encontrado un medio eficaz para salir airoso de tantos atolladeros.     -¿En dónde está el rey don Sancho? -preguntó.     -Todavía permanece en la bailía de Alconetar, -repuso Ayub.     -¿Y no habéis podido averiguar quién sea el mensajero que mi hermano ha enviado o piensa enviar a los reyes moros?     -Parece que ha sido cosa muy oculta la elección de ese embajador, si es que se ha verificado.     -Según eso, ¿se duda de que aún haya venido a Granada el embajador?     -Cuando nosotros abandonamos las inmediaciones de Alconetar, nadie sabia aún quién fuese el designado para este mensaje. Sin embargo, allí se hablaba de un caballero que estaba muy en privanza con el rey, y no es difícil que este mancebo haya sido el elegido para esta importante embajada.     -¿Sabéis su nombre? -preguntó Lara.     -No, señor.     -Cerca de Alconetar, -murmuraba don Nuño-, es imposible que no sea él...     Y volviéndose a Ayub, preguntó:     -¿Y conoces personalmente a ese caballero?     -Tampoco le conozco, -respondió el esclavo.     -Yo lo he visto una vez salir de la bailía, -dijo Ordoño-, y oí decir a los armigueros que estaban en la puerta que aquel joven caballero era muy estimado del rey.     -¿Qué señas tiene? -preguntó don Nuño.     -Es de estatura más bien alta, apuesto y galán por extremo; el semblante hermosísimo, pero un poco pálido; cabellos negros y brillantes, nariz aguileña, y tan joven, que apenas habrá cumplido veinte años.     Don Nuño guardó silencio; pero hizo un ademán que equivalía a decir:     -Estoy seguro de no haberme equivocado.     Ayub, acercándose al infante don Juan, le dijo:     -Habéis de saber, señor, que don Diego de Guzmán pensaba aprovechar la ocasión de enviar a su cuñada doña María con la escolta del embajador.     -¡De veras! -exclamó gozoso el infante-. ¿Conque podemos ver en Granada a la bella esposa de don Alonso Pérez de Guzmán? ¡Ah, buen Ayub! ¡Cien doblas zaenes te mando en albricias de tan agradable nueva!     -Ya sabía yo, mi querido señor, que esta noticia os interesaba mucho, porque recuerdo el año pasado cuánto os hizo penar esa hermosa dama...     -Sí, sí, tal vez ahora se me muestre menos esquiva; tal vez ahora, en la hermosa ciudad de Granada, en la estación de las flores, y acaso conmovida por mi constancia. ¡Tal vez consiga realizar mis deseos!     Y en los ojos del infante brilló una llamarada, no de amor, sino de impureza.     Luego preguntó:     -¿Y adónde se dirige la hermosa doña María?     -A Tarifa, donde está su esposo de alcaide.     -Pero entonces no podrá acompañarla hasta allí la escolta del mensajero.      -Quiere decir que la acompañará hasta Granada. Por lo demás, yo ignoro completamente las órdenes que tendrá el embajador.     Nuestros cuatro personajes, después de haber resuelto hacer todo lo posible porque estallase la guerra, como favorable a sus intentos, se encaminaron hacia Granada.

 
Capítulo XIIIEn una mano el pan y en la otra el palo     Apenas el infante don Juan y sus compañeros habían salido del soto de Roma, cuando vieron encaminarse hacia la puerta de Elvira una lucidísima cuadrilla de jinetes cristianos.     Los moros, que por acaso vieron cruzar a los apuestos jinetes, y aun los que observaban en las atalayas, imaginaron sin duda que aquella tropa se encaminaba a la ciudad para proponer algún desafío o alguna otra empresa de armas de las que en aquella época solían intentar los campeones de la Cruz y los defensores del Corán, entre los cuales reinaba, a la par que un odio invencible, cierta respetuosa cortesía, como si ambas naciones se estimasen por su heroica bravura.     El infante don Juan y sus compañeros participaron de la curiosidad general que despertaba la aparición de aquellos cristianos paladines.     Y aun cuando todos cuatro iban en traje moro, no por eso dejaban (a lo menos don Nuño y su escudero) de ser cristianos viejos, y deseaban saber la causa que por aquellos sitios traía a sus compatriotas, y hasta maldecían su mala estrella, que a esta sazón les obligaba a cubrir su linaje y su creencia con el aborrecido hábito de los infieles.     En cuanto al infante, debemos manifestar que sólo curiosidad experimentaba, más bien que confusión ni vergüenza, por verse vestido con el traje musulmán. El hermano del rey don Sancho era descreído y de condición aviesa y maligna.     Llevaba la atención de todos el que parecía caudillo de aquel pequeño escuadrón, a cuyo frente caminaba sobre un trotón overo y vestida una resplandeciente armadura que parecía hecha de bruñida plata, sobre la cual reverberaban los rayos del sol de la mañana, mientras que a merced de los céfiros se mecían las bellas plumas de colores que adornan su dorado yelmo.     Pero de todos los que atentamente miraban la lucida cabalgata, nadie pudo atinar tan pronto con la causa y designio que a la oriental Granada la conducía como el infante don Juan y sus compañeros, quienes al punto adivinaron que aquellos cristianos eran los embajadores del rey don Sancho el Bravo de Castilla.     Y si todavía esta suposición no hubiese parecido harto fundada, la habrían confirmado de todo punto dos personas que a los lados del capitán caminaban departiendo cariñosamente y contemplando con gozosa admiración los encantadores paisajes y la rica pompa de su vegetación lozana, que por todas partes ofrecía a sus ojos atónitos el mágico recinto de la deliciosa y celebrada vega.     Eran las personas que acompañaban al caudillo una dama y un hermoso niño que casi llegaba al dintel de la adolescencia. La dama se hallaba en todo el floreciente esplendor de la edad, pues de seguro no llegaba a los treinta y dos años, y su belleza era extraordinaria, reuniendo a los delicados encantos y atractivos de la edad primera, las formas majestuosas y la grave hermosura de la matrona. Iba la dama cabalgando con gracia sin igual sobre una hacanea más blanca que la nieve y enjaezada con maravillosa riqueza. Inútil es encarecer cuánto y cuán agradablemente cautivaba los ojos aquella peregrina beldad con su traje y apostura de amazona.     La bella señora no apartaba un punto sus ojos del precioso y vivaracho niño, que le sonreía con toda la ternura filial, si bien algunas veces la dama palidecía por temor de que le ocurriese alguna desgracia a su hijo, novel jinete, pero que traveseaba sobre una jaca negra y avispada, echándola de consumado caballista.     A retaguardia de la lucida escolta iban varias dueñas, pajes y mozos de mulas que, según todas las trazas, pertenecían a la servidumbre de la hermosa dama.     Llegada esta cabalgata a la puerta de Elvira, el que parecía capitán se hizo anunciar como embajador del rey don Sancho de Castilla.     La hermosa dama, el gracioso niño, casi todos los caballeros y el resto del acompañamiento se dirigieron a una de las principales posadas o kanes de la ciudad, mientras que el joven embajador, acompañado de otro caballero, fue conducido por la espaciosa y célebre plaza de Vivarambla, y subiendo a una pequeña colina, penetraron en el suntuoso y reciente (2) alcázar de los reyes moros.     Aun cuando todavía no hacía muchos años se había erigido en el suelo de Granada este edificio portentoso, maravilla del mundo, con todo, la fama de su magnificencia se había extendido ya entre los cristianos, ora porque muchos de éstos habían tenido ocasión de penetrar en la opulenta ciudad de las mil torres, ora porque en aquella época era muy frecuente el caer cautivos en la guerra o en las conquistas, por cuya razón los cristianos que lograban evadirse de su penosa cautividad tornaban luego a sus tierras, contando la magia oriental de aquella creación del arte, fabulosamente magnífica y deslumbradora.     Sabedor el hijo de Ben-Alhamar de que el arrogante monarca castellano enviaba a su corte un embajador, quiso recibirle de manera que dejase atónitos a sus compatriotas cuando les refiriese las maravillas que había visto. Así, pues, mandó que condujesen al gallardo cristiano por los sitios más pintorescos, agradables y magníficos de aquella suntuosa morada.     A la puerta del alcázar hicieron detener al caballero que acompañaba al embajador, permitiendo que sólo éste, atendido su carácter, penetrase en el recinto, a la sazón habitado por dos poderosos monarcas, el de Granada y el de Marruecos.     Los conductores del caudillo cristiano le hicieron atravesar extensas calles de rosales florecidos, de cándidas y aromosas azucenas, de heroicos laureles, de perfumados limoneros y de mirtos siempre verdes.     Frescas estancias en cuyas soberbias techumbres de maderas preciosas se notaban vistosos escaques de mil colores; fuentes de mármoles exquisitos y de aguas perfumadas; ajimeces en cuyos caprichosos recortes se revelaba la rica fantasía oriental; suntuosos divanes de color de púrpura bordados de oro; pebeteros que exhalaban los más preciados aromas del Oriente; muros adornados con preciosos arabescos de estuco, cuyas caprichosas labores se veían desempeñadas con toda la perfección y delicadeza de un nielado; todo esto llamó vivamente la atención del cristiano, que atravesando el patio de la Alberca, y siguiendo la margen del estanque, llegó muy pronto a la torre de Comares, donde le hicieron entrar en la sala denominada de los Embajadores     Contra lo que podían esperar el cristiano y los que le conducían, no hallaron en la sala todavía al rey Mohamet, porque se había suscitado una duda acerca de cuál de los dos monarcas había de recibir al embajador.     En esto llegó un moro para informarse con más pormenores de a quién iba dirigido el mensaje.     -A ambos monarcas debo manifestar la voluntad de mi rey y señor don Sancho el Bravo de Castilla.     El embajador pronunció estas palabras con ese tono de valor sereno que tan característico es en los españoles.     Mientras que fueron a dar aviso a los reyes, el caballero cristiano púsose a examinar muy detenidamente la suntuosa habitación destinada a recibir a los embajadores. El cristiano contemplaba con un verdadero éxtasis las ricas y caprichosas labores que ornaban la techumbre, cuando de pronto sintió que una pesada mano se posaba sobre sus hombros. Rápido como el pensamiento volvió la cabeza el cristiano, y hallose frente a frente con un caballero Zegrí.     -¿Cómo has osado poner la mano sobre mí para llamarme? ¿Por ventura no tienes lengua? -dijo con altivez el gallardo caballero.     El moro, al ver aquel ademán, quedose algo turbado, como si le aterrasen las centellas que lanzaban los ojos negros y vívidos del guerrero cristiano.     La altivez de éste hirió tan en demasía el orgullo del moro, que con mal reprimida saña contestó:     -¡Vive Alá, nazareno, que me has de pagar tu desacato! Mi intención era solamente departir contigo un rato acerca de tu religión y de las cosas de tu país; pero una vez que tan altivo te muestras en tus palabras, ya veremos si en tus hechos hay tanta bravura como aparentar pretendes.     -Podías haberme llamado de un modo más atento y menos brusco. ¿Qué querías preguntarme?     -Siempre os había tenido a vosotros los cristianos por hombres de poco seso y en demasía ignorantes y supersticiosos; pero ahora me convenzo de que a vuestra poca cultura añadís una vana arrogancia que inútilmente queréis llamar valor.     -Aún no ha mucho los cristianos os escarmentaron, haciendo que el fundador del reino de Granada, el padre de tu rey actual, fuese acompañando al santo conquistador de Sevilla, habiéndose obligado a pelear contra sus mismos compatriotas. Y si es que habéis echado en olvido las duras lecciones de Alarcos y de las Navas, muy pronto tendréis ocasión de no dudar del heroico esfuerzo de los cristianos.     -A fe que con la lengua defiendes bien tu causa; pero eso es lo único que sabéis vosotros los cristianos. Dices que los míos han peleado contra los mismos moros; también muchas veces han peleado cristianos contra cristianos; conque en eso nada tenéis que echarnos en cara. Ahora son otros tiempos, y ya veremos si prevalecen las armas que defienden al sagrado Korán, o las que sostienen la más absurda de las religiones, que quiere hacer creer que María fue madre de Cristo y que a pesar de todo esto conservó su virginal pureza. ¡Vive Alá que es donoso el tal misterio!     Y así diciendo, el Zegrí prorrumpió en una estrepitosa carcajada, haciendo befa y escarnio de lo más sublime y bello que encierra el cristianismo, la celestial alianza de la ternura de una madre y del candor purísimo de una Virgen.     El cristiano caballero, que así oyó escarnecer el sagrado nombre de la Virgen María, de la cual era muy devoto, sintió subírsele al rostro toda su sangre, y ardiendo en ira, exclamó sin mirar el grave riesgo a que se exponía:     -¡Perro infiel! ¡Blasfemo y villano! ¿Cómo te atreves a poner tu lengua inmunda sobre la Virgen sin mancilla?     Y el valeroso cristiano, con su manopla de acero, dio un terrible bofetón sobre la boca del moro, que comenzó a manar sangre.     Furioso el Zegrí, dio algunos pasos atrás, y poniendo mano a su corvo alfanje, se dispuso a vengar su afrenta con la muerte de su ofensor.     Muchos de los más nobles caballeros de Granada se paseaban a la sazón por la sala de Embajadores, atraídos por la curiosidad de saber el mensaje y conocer al mensajero.     Allí ostentaban sus ricas y brillantes galas los nobles Abencerrajes, modelos de valor y de cortesía, y que tiempo adelante habían de ser víctimas de la más infame calumnia y de la más atroz venganza; los Alabeces, oriundos de los Almohades; los Almoradíes, deudos muy cercanos de Ben-Alhamar, fundador del reino de Granada; los Gomeles, los Mazas y Zegríes, descendientes de los reyes de Córdoba, entre cuyos varios linajes existían sordas rivalidades que algún día habían de ser el origen de la ruina y pérdida de la ciudad de Boabdil.     Pero por más que entre ellos hubiese algunas rencillas y aun enconados odios, propios de las tribus árabes, con todo, convenían en mirar a los cristianos como a enemigos comunes. La sangre hervía en sus venas al ver a un cristiano en el recinto de la Alhambra, y todos los que se hallaban presentes, sin distinción de linajes, acudieron en socorro del afrentado Zegrí.     ¡Terrible situación la del embajador cristiano! El ofendido moro le acometía con su corvo alfanje, mientras que un numeroso grupo le cercaba con todas las muestras de ayudar a su compatriota.     El cristiano comprendió que allí se encontraba en el caso de hacer valeroso alarde de su esfuerzo, tanto por su honra propia como por la del rey que le enviaba y la de la nación a que pertenecía. Desenvainando su tajante espada de Toledo, el embajador apercibiose a la defensa con temeraria osadía. Una muerte inevitable le amenazaba; pero en aquella ocasión no se trataba ya de defender la vida, sino de morir con honra.     Sin duda alguna el bravo campeón hubiera sucumbido al número de sus adversarios, si en aquel momento no hubiesen aparecido en la sala dos personas cuya presencia fue tan favorable para el cristiano como aterradora para los moros, quienes todos a una, y llenos de confusión, gritaron:     -¡El rey! ¡El rey!     Ambos monarcas, en efecto, penetraron en la suntuosa estancia, y maravillados del cuadro que ante sus ojos se ofrecía, Mohamet preguntó:     -¿Qué es esto? ¿Así los caballeros de mi corte reciben a los que llegan con el sagrado seguro de embajadores? ¡Vive, Alá que yo castigaré vuestra descortesía!     Todos los circunstantes guardaron el más profundo silencio para no aumentar el enojo del monarca.     El Zegrí, sin embargo del aturdimiento que naturalmente le produjo la repentina aparición de Mohamet, permaneció frente a frente a su enemigo, amenazándole con su desnudo alfanje.     Mohamet, comprendiendo que no era conveniente manifestar en aquel momento toda la severidad de que él hubiera querido hacer uso, dio amable gesto a su rostro, y dirigiose a ambos contendientes, diciendo con voz reconciliadora:     -¡Paz, caballeros!     El Zegrí al punto entregó su alfanje al rey; empero el cristiano no parecía tan dispuesto a seguir el ejemplo de su adversario.     -Nazareno, -dijo Mohamet-, te ruego que me entregues tu espada. No es una orden cuyo cumplimiento te exijo; es un favor que te pide el rey de Granada. Yo recibiré tu acero como el regalo de un valiente.     Prendado el embajador de este lenguaje tan digno como cortesano, entregó sin resistencia su espada a Mohamet. Esta circunstancia favoreció extraordinariamente los proyectos del embajador, pues uno de los principales encargos que llevaba era entregar secretamente al rey de Granada una carta de don Sancho.     El embajador, pues, al entregar su espada, dio también a Mohamet la carta, y cambió con él algunas palabras en idioma árabe.     Todo esto se verificó con la rapidez del rayo; pero no obstante, al escuchar Mohamet las palabras del embajador, la más espantosa palidez cubrió su semblante. Esta turbación se desvaneció bien pronto, cuando el rey, paseando una mirada escrutadora en torno suyo, se apercibió de que nadie había podido observar la rápida escena que acabamos de bosquejar.     En seguida Mohamet, perfectamente tranquilo, tomó asiento en compañía del rey de Marruecos, y ambos se dispusieron a escuchar la embajada del rey de Castilla.     El cristiano caballero dirigiose a ambos monarcas, y con acento de altivez, que cuadraba muy bien a sus facciones varoniles, dijo:     -El poderoso don Sancho IV de Castilla, cognominado el Bravo por sus hazañas, me envía para que os haga saber su soberana voluntad. Sus palabras son muy breves, pero en cambio muy significativas...     -Decid, -interrumpió el rey de Marruecos de mal talante, porque no podía soportar la arrogancia del mensajero.     -Rey de Granada, rey de Marruecos: sabed que mi rey y señor tiene para vosotros en una mano el pan en la otra el palo. (3)     Todos los que se hallaban presentes no pudieron menos de admirarse al oír aquella notable embajada, cuyo tono amenazador anunciaba que muy pronto la guerra había de comenzar más encarnizada que nunca.     Mohamet clavó sus ojos en el embajador con aire de inteligencia, en tanto que el rey de Marruecos, bramando de ira, respondió:     -Pues dile a tu rey que nosotros tenemos para é1 en una mano el acero y en la otra el yago. Anda y llévale esa respuesta.     El embajador inclinó ligeramente la cabeza y salió.
Capítulo XIVDe la respuesta que secretamente dio el rey de Granada al embajador del rey de Castilla     El infante don Juan y don Nuño de Lara se encaminaron sin perder tiempo al kan donde había ido a hospedarse la hermosa doña María. Esta noble señora, como ya en otro lugar hemos indicado, había sido solicitada por el infante, cuya innoble pasión había rechazado ella con toda la dignidad de su carácter. Pero la discreta dama, tanto por no alarmar a su esposo cuanto por consideración a la alta cuna de su amante, había guardado el más profundo secreto, limitándose a evitar las ocasiones en que don Juan pudiese hablarle de sus amorosos devaneos.     La prudente señora, por otra parte, no tenía motivos del infante sino de gratitud y respeto, pues que hasta entonces don Juan siempre la había tratado con la más delicada cortesía, por más que sus pretensiones fuesen demasiado atrevidas en el mismo hecho de ser doña María, no sólo una dama recomendable por su hermosura y decoro, sino, a mayor abundamiento, la esposa de uno de los más cumplidos caballeros de Castilla.     Creyó doña María que con el tiempo el infante desistiría de aquel propósito, que nunca podía calificar sino como un antojo del príncipe, y así continuó invariable en el sistema de dulces repulsas con que una dama discreta sabe enfrenar aun a los más osados.     Una venerable dueña se presentó en el aposento de doña María, anunciando que dos caballeros moros demandaban el favor de hablarle.     No sin alguna sorpresa recibió la damna esta noticia; pero al fin, entre confusa y curiosa, concedió el permiso que se le demandaba.     Pocos momentos después aparecieron en la estancia los dos caballeros anunciados.     -¡Hermosa doña María! -exclamó el infante besando galantemente la mano de la dama, -¿quién me había de decir que en el penoso destierro en que me hallo había de tener la dicha de veros?     -Ciertamente, señor don Juan, que yo tampoco podía figurarme que me aguardaba semejante visita.     -Yo sentiré mucho que tal vez hayamos venido a 

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