ISIS SIN VELO
Clave de los misterios de la ciencia y teología antigua y moderna
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HELENA PETROVNA BLAVATSKY
1877
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OBRA COMPLETA EN 4 TOMOS
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TOMO I
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EL VELO DE ISIS
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CAPÍTULO I
LOS LIBROS DE HERMES - LÍMITES DE LAS CIENCIAS FÍSICAS - NÚMEROS PITAGÓRICOS - COMENTADORES DE PLATÓN - EL SISTEMA HELIOCÉNTRICO EN LA INDIA - ANTIGUOS CÓMPUTOS ASTRONÓMICOS - EL ALMA DE LOS ANIMALES - EL PROTOPLASMA Y EL "MÁS ALLÁ" - DESCONOCIDOS, PERO PODEROSOS ADEPTOS - ANTIGÜEDAD DE LA MAGIA - NADA HAY NUEVO BAJO EL SOL - INVESTIGACIONES GEOMÉTRICAS - SIGNIFICADO DE LOS SÍMBOLOS - SABIDURÍA DE LOS ANTIGUOS - PRETENSIONES DE ROMA - EL CÉNTRICO SOL ESPIRITUAL - NEROSOS, YUGAS Y KALPAS - EL AÑO MÁXIMO - TIPOS Y PROTOTIPOS - LA NATURALEZA HUMANA - POSIBILIDADES DEL PORVENIR
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CAPÍTULO II
VALÍA DE LAS PRUEBAS - JUICIO DE LOS CIENTÍFICOS - CONCLUSIONES DE CROOKES - LOS MONOS DE LA CIENCIA - OPINIONES DE CROOKES - AUTENTICIDAD DEL ALKAHEST - ELOGIO DE PARACELSO - EL ESPIRITISMO CLERICAL - NOMBRES NUEVOS PARA IDEAS VIEJAS - FUERZA CONTRA FUERZA - OPINIONES DE SCHOPENHAUER - LAS MESAS ROTATORIAS - LA ENERGÍA ATÓMICA - LA FUERZA MEDIUMNÍMICA - MILAGROS DE BACON - EL ESPECTRO SIN ALMA - FORMAS MATERIALIZADAS - ESPÍRITUS ELEMENTARIOS
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CAPÍTULO III
EXPOSICIONES ERRÓNEAS - LA RELIGIÓN DE COMTE - NEGACIONES DEL POSITIVISMO - OPINIÓN DE HARE - FECUNDACIÓN ARTIFICIAL - LOS MONOS DE LA CIENCIA - EPIDEMIA DE NEGACIONES - LA CIENCIA ULTRAMONTANA - PANACEAS Y ESPECÍFICOS - EL DEMIURGOS - EL LIRIO DE GABRIEL - ACUSACIÓN CONTRA BRUNO - IDEAS PITAGÓRICAS DE BRUNO - ENSEÑANZAS ORIENTALES
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CAPÍTULO IV
FENÓMENOS PSÍQUICOS - LA ENCICLOPEDIA DEL DIABLO - LA CIENCIA CONTRA LA TEOLOGÍA - EL VENTRILOQUISMO DE BABINET - EL METEORO FELINO - THURY CONTRA GASPARÍN - CONTRADICCIONES DE GASPARÍN - LA FUERZA ECTÉNICA - ATEÍSMO CIENTÍFICO - CONFUSIONES DE LOS CIENTÍFICOS - LOS CIENTÍFICOS RUSOS - LA GRUTA-GABINETE DE LOURDES - HUXLEY DEFINE LA PRUEBA - PROTESTA DE UN PERIÓDICO CRISTIANO
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CAPÍTULO V
EL TELÉFONO DE BELL - ETIMOLOGÍA DEL MAGNETISMO - EL PODER DE JESÚS - EMBLEMA DE LA SERPIENTE - LEYENDAS COSMOGÓNICAS - TEORÍA DE LAS ONDULACIONES - SÍMBOLOS DE LA FUERZA CIEGA - LOS PRODIGIOS DEL FAKIR - EL CRECIMIENTO DE LA PLANTA - EXPERIMENTOS DE REGAZZONI - LA DOBLE VISTA - SÍMBOLOS DE LOS EVANGELISTAS - LA SERPIENTE EGIPCIA - LAS TÚNICAS DE PIEL - EL ÁRBOL MUNDANAL - SÍMBOLO DE LAS PIRÁMIDES - MITOS BISEXUALES - LA SERPIENTE SATÁNICA - LA CIUDAD SILENCIOSA - EL RAYO DE THOR
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CAPÍTULO VI
EL MAGNETISMO ANIMAL - FENÓMENOS HIPNÓTICOS - LA FUERZA SIDÉREA - OPINIONES DE VAN HELMONT - LA ACADEMIA FRANCESA - OPINIÓN DE LAPLACE - INFORME SINCERO - DECLARACIONES DE HARE - LA MEMORIA RETROACTIVA - ALMA Y ESPÍRITU - LA PSICOMETRÍA - LO PRESENTE Y LO FUTURO - MODALIDADES ENERGÉTICAS - CONCEPTO DEL ÉTER - PREJUICIOS CIENTÍFICOS - PRINCIPIOS ALQUÍMICOS - EL TESTIMONIO HUMANO - HIPÓTESIS DE COX - EL CUERPO ASTRAL - FUERZA CIEGA O INTELIGENCIA - EL MÉDIUM CONDUCTOR - EL LÁPIZ Y LA REGLA
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CAPÍTULO VII
OPINIÓN DE DESCARTES - MAGNETISMO UNIVERSAL - INFLUENCIA DEL AMBIENTE - LA TRÍADA MICROCÓSMICA - INFLUENCIA DE LA MÚSICA - INFLUENCIA DE LA MENTE - EL FENOMENISMO - LAS COMUNICACIONES - OBSTINACIÓN ESCÉPTICA - LÁMPARAS ALQUÍMICAS - DURACIÓN DE LAS LÁMPARAS - COMBUSTIBLES PERPETUOS - TELAS DE ASBESTO - PABILOS DE AMIANTO - DIVERGENCIA DE OPINIONES - SINCERIDAD DE JOWETT - FILOSOFÍA ANTIGUA - LA ÓPTICA DE LOS ANTIGUOS - CORRELACIÓN DE FUERZAS - MUTUAS SIMPATÍAS - UNA SESIÓN ACADÉMICA - IDENTIDAD DE TRADICIONES - LOS PLAGIOS MODERNOS - LA INMORTALIDAD DEL ALMA
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CAPÍTULO VIII
LA FORMACIÓN DE LA TIERRA - LA TIERRA INVISIBLE - LA EVOLUCIÓN SEGÚN HERMES - ASTROLOGÍA Y ASTRONOMÍA - ALEGORÍAS ASTRONÓMICAS - SÍMBOLOS DE LA LUNA - LAS PIEDRAS PRECIOSAS - OBSERVATORIO DE BELO - NO HAY CASUALIDAD - NATURALEZA DEL SOL - INFLUENCIAS LUNARES - MÚSICA DE LAS ESFERAS - EL HOMBRE DUAL - FENÓMENOS HISTÉRICOS - EL PODER DEL ALMA - MAGNETISMO PLANETARIO - RIDICULECES APARENTES - LOS ELEMENTALES - EL MORADOR DEL UMBRAL - LA MENTE UNIVERSAL - EL NIRVANA - LA IMPERSONALIDAD
CAPÍTULO I
LOS LIBROS DE HERMES - LÍMITES DE LAS CIENCIAS FÍSICAS - NÚMEROS PITAGÓRICOS - COMENTADORES DE PLATÓN - EL SISTEMA HELIOCÉNTRICO EN LA INDIA - ANTIGUOS CÓMPUTOS ASTRONÓMICOS - EL ALMA DE LOS ANIMALES - EL PROTOPLASMA Y EL "MÁS ALLÁ" - DESCONOCIDOS, PERO PODEROSOS ADEPTOS - ANTIGÜEDAD DE LA MAGIA - NADA HAY NUEVO BAJO EL SOL - INVESTIGACIONES GEOMÉTRICAS - SIGNIFICADO DE LOS SÍMBOLOS - SABIDURÍA DE LOS ANTIGUOS - PRETENSIONES DE ROMA - EL CÉNTRICO SOL ESPIRITUAL - NEROSOS, YUGAS Y KALPAS - EL AÑO MÁXIMO - TIPOS Y PROTOTIPOS - LA NATURALEZA HUMANA - POSIBILIDADES DEL PORVENIR
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CAPÍTULO II
VALÍA DE LAS PRUEBAS - JUICIO DE LOS CIENTÍFICOS - CONCLUSIONES DE CROOKES - LOS MONOS DE LA CIENCIA - OPINIONES DE CROOKES - AUTENTICIDAD DEL ALKAHEST - ELOGIO DE PARACELSO - EL ESPIRITISMO CLERICAL - NOMBRES NUEVOS PARA IDEAS VIEJAS - FUERZA CONTRA FUERZA - OPINIONES DE SCHOPENHAUER - LAS MESAS ROTATORIAS - LA ENERGÍA ATÓMICA - LA FUERZA MEDIUMNÍMICA - MILAGROS DE BACON - EL ESPECTRO SIN ALMA - FORMAS MATERIALIZADAS - ESPÍRITUS ELEMENTARIOS
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CAPÍTULO III
EXPOSICIONES ERRÓNEAS - LA RELIGIÓN DE COMTE - NEGACIONES DEL POSITIVISMO - OPINIÓN DE HARE - FECUNDACIÓN ARTIFICIAL - LOS MONOS DE LA CIENCIA - EPIDEMIA DE NEGACIONES - LA CIENCIA ULTRAMONTANA - PANACEAS Y ESPECÍFICOS - EL DEMIURGOS - EL LIRIO DE GABRIEL - ACUSACIÓN CONTRA BRUNO - IDEAS PITAGÓRICAS DE BRUNO - ENSEÑANZAS ORIENTALES
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CAPÍTULO IV
FENÓMENOS PSÍQUICOS - LA ENCICLOPEDIA DEL DIABLO - LA CIENCIA CONTRA LA TEOLOGÍA - EL VENTRILOQUISMO DE BABINET - EL METEORO FELINO - THURY CONTRA GASPARÍN - CONTRADICCIONES DE GASPARÍN - LA FUERZA ECTÉNICA - ATEÍSMO CIENTÍFICO - CONFUSIONES DE LOS CIENTÍFICOS - LOS CIENTÍFICOS RUSOS - LA GRUTA-GABINETE DE LOURDES - HUXLEY DEFINE LA PRUEBA - PROTESTA DE UN PERIÓDICO CRISTIANO
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CAPÍTULO V
EL TELÉFONO DE BELL - ETIMOLOGÍA DEL MAGNETISMO - EL PODER DE JESÚS - EMBLEMA DE LA SERPIENTE - LEYENDAS COSMOGÓNICAS - TEORÍA DE LAS ONDULACIONES - SÍMBOLOS DE LA FUERZA CIEGA - LOS PRODIGIOS DEL FAKIR - EL CRECIMIENTO DE LA PLANTA - EXPERIMENTOS DE REGAZZONI - LA DOBLE VISTA - SÍMBOLOS DE LOS EVANGELISTAS - LA SERPIENTE EGIPCIA - LAS TÚNICAS DE PIEL - EL ÁRBOL MUNDANAL - SÍMBOLO DE LAS PIRÁMIDES - MITOS BISEXUALES - LA SERPIENTE SATÁNICA - LA CIUDAD SILENCIOSA - EL RAYO DE THOR
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CAPÍTULO VI
EL MAGNETISMO ANIMAL - FENÓMENOS HIPNÓTICOS - LA FUERZA SIDÉREA - OPINIONES DE VAN HELMONT - LA ACADEMIA FRANCESA - OPINIÓN DE LAPLACE - INFORME SINCERO - DECLARACIONES DE HARE - LA MEMORIA RETROACTIVA - ALMA Y ESPÍRITU - LA PSICOMETRÍA - LO PRESENTE Y LO FUTURO - MODALIDADES ENERGÉTICAS - CONCEPTO DEL ÉTER - PREJUICIOS CIENTÍFICOS - PRINCIPIOS ALQUÍMICOS - EL TESTIMONIO HUMANO - HIPÓTESIS DE COX - EL CUERPO ASTRAL - FUERZA CIEGA O INTELIGENCIA - EL MÉDIUM CONDUCTOR - EL LÁPIZ Y LA REGLA
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CAPÍTULO VII
OPINIÓN DE DESCARTES - MAGNETISMO UNIVERSAL - INFLUENCIA DEL AMBIENTE - LA TRÍADA MICROCÓSMICA - INFLUENCIA DE LA MÚSICA - INFLUENCIA DE LA MENTE - EL FENOMENISMO - LAS COMUNICACIONES - OBSTINACIÓN ESCÉPTICA - LÁMPARAS ALQUÍMICAS - DURACIÓN DE LAS LÁMPARAS - COMBUSTIBLES PERPETUOS - TELAS DE ASBESTO - PABILOS DE AMIANTO - DIVERGENCIA DE OPINIONES - SINCERIDAD DE JOWETT - FILOSOFÍA ANTIGUA - LA ÓPTICA DE LOS ANTIGUOS - CORRELACIÓN DE FUERZAS - MUTUAS SIMPATÍAS - UNA SESIÓN ACADÉMICA - IDENTIDAD DE TRADICIONES - LOS PLAGIOS MODERNOS - LA INMORTALIDAD DEL ALMA
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CAPÍTULO VIII
LA FORMACIÓN DE LA TIERRA - LA TIERRA INVISIBLE - LA EVOLUCIÓN SEGÚN HERMES - ASTROLOGÍA Y ASTRONOMÍA - ALEGORÍAS ASTRONÓMICAS - SÍMBOLOS DE LA LUNA - LAS PIEDRAS PRECIOSAS - OBSERVATORIO DE BELO - NO HAY CASUALIDAD - NATURALEZA DEL SOL - INFLUENCIAS LUNARES - MÚSICA DE LAS ESFERAS - EL HOMBRE DUAL - FENÓMENOS HISTÉRICOS - EL PODER DEL ALMA - MAGNETISMO PLANETARIO - RIDICULECES APARENTES - LOS ELEMENTALES - EL MORADOR DEL UMBRAL - LA MENTE UNIVERSAL - EL NIRVANA - LA IMPERSONALIDAD
ANTE EL VELO
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EL VELO DE ISIS
CAPÍTULO I
EGO SUM QUI SUM.
Axioma de la Filosofía hermética.
“Empezamos las investigaciones en donde las modernas
conjeturas pliegan sus engañosas alas. Y con nosotros están los
elementos científicos que los sabios del día desdeñan por
quiméricos o con prevención los miran como arcanos
insondables”.-BULWER, ZANONI.
Hay en un lugar de este mundo un libro de tan remota antigüedad que los arqueólogos lo atribuirían a una época de incalculable cómputo y no acertarían a ponerse de acuerdo sobre la materia de que está compuesto. Es el único ejemplar manuscrito que de dicho libro se conserva. El más antiguo tratado hebreo de ciencia oculta, el Siphra-Dzeniuta es una compilación de aquel manuscrito, hecha en época en que ya se le consideraba como reliquia literaria. Uno de los dibujos que lo ilustran representa la Esencia divina al emanar de Adam (1) en traza de arco luminoso que tiende a cerrarse en circunferencia y, luego de llegado al culminante punto de la gloria inefable, retrocede hacia la tierra, envolviendo en su torbellino un tipo superior de humanidad. A medida que va acercándose a nuestro planeta, la Emanación es más sombría y al tocar en él es negra como la noche.
En toda época han tenido los filósofos herméticos el convencimiento, basado en sesenta mil años de experiencia (2), de que a través del tiempo, y por efecto del pecado, fue densificándose más groseramente el cuerpo físico del hombre cuya naturaleza era en un principio casi etérea y le permitía percibir claramente las cosas hoy invisibles del universo. Desde la caída del género humano, la materia es un espeso muro interpuesto entre el mundo terrestre y el mundo de los espíritus.
Las más antiguas tradiciones esotéricas enseñan asimismo que antes del Adam mítico existieron sucesivamente varias razas humanas. ¿Eran tipos más perfectos? ¿Pertenecían a alguna de estas razas los hombres alados que menciona Platón en Fedro? A la ciencia le incumbe resolver este problema, tomando por punto de partida las cavernas de Francia y los restos de la edad de piedra.
A medida que avanza el ciclo se van abriendo los ojos del hombre hasta conocer el “bien y el mal” tan acabadamente como los mismos Elohim. Después de alcanzar el punto culminante comienza a descender el ciclo. Cuando el arco llega al punto situado al nivel de la línea fija del plano terrestre, la naturaleza proporciona al hombre vestiduras de piel y el Señor Dios “le viste con ellas”.
En las más antiguas tradiciones de casi todos los pueblos se descubre la misma creencia en una raza de espiritualidad superior a la actual. El manuscrito quiché Popal Vuh, publicado por Brasseur de Bourbourg, dice que el primer hombre pertenecía a una raza dotada de raciocinio y de habla, con vista sin límites, que conocía todas las cosas a un tiempo. Según Filo Judeo, el aire está poblado de multitud de invisibles espíritus, inmortales y libres de pecado unos; y perniciosos y mortales otros. “De los hijos de ÉL descendemos, e hijos de ÉL volveremos a ser”. La misma creencia se trasluce en el pasaje del Evangelio de San Juan, escrito por un anónimo agnóstico, que dice: “Más a cuantos le recibieron les dio poder de ser hijos de Dios, a aquellos que creen en su nombre” (3); es decir, que cuantos practicaran la doctrina esotérica de Jesús, se convertirían en hijos de Dios. “¿No sabéis que sois dioses?”, dice Cristo a sus discípulos. Platón describe admirablemente, en Fedro, el estado primario del hombre al cual ha de volver de nuevo. “Antes de perder las alas vivía entre los dioses y él mismo era un dios en el mundo aéreo”. Desde la más remota antigüedad enseñó la filosofía religiosa que el universo está poblado de divinos y espirituales seres de diversas razas. De una de éstas surgió con el tiempo ADAM, el hombre primitivo.
Los kalmucos y otros pueblos de Siberia describen también en sus leyendas, razas anteriores a la nuestra y dicen que aquellos hombres poseían conocimientos casi ilimitados, de lo que se engrieron hasta la audacia de rebelarse contra el Gran Espíritu, quien, para humillar su presunción y castigar su arrogancia, los encerró en cuerpos que limitaron sus facultades. Únicamente pueden salir de este encierro por medio de un perseverante arrepentimiento, de la purificación y desenvolvimiento interior. Creen que sus shamanos pueden ejercer a veces las divinas facultades que un tiempo poseyeron todos los hombres.
LOS LIBROS DE HERMES
En la biblioteca Astort, de Nueva York, hay el facsímil de un tratado egipcio de medicina escrito en el año 1552 antes de J. C., cuando, según la cronología corriente, contaba Moisés veintiún años de edad. Los caracteres están trazados sobre una corteza interna del Cyperus papyrus, y el profesor Schenk, de Leipzig, no sólo atestigua su autenticidad, sino que lo diputa por el más perfecto de cuantos se conocen. Es una sola hoja de excelente papiro amarillento obscuro, de tres decímetros de ancho y más de veinte metros de largo, arrollado en ciento diez páginas cuidadosamente numeradas. Lo adquirió en 1872 el arqueólogo Ebers de manos de un árabe de Luxor. El periódico La Tribuna, de Nueva York, dijo, a propósito de este asunto, que del examen del papiro se infiere con toda probabilidad que es uno de los seis Libros herméticos de Medicina citados por Clemente de Alejandría. Dice el mismo periódico: “El año 363, en tiempo de Jámblico, los sacerdotes egipcios enseñaban cuarenta y dos libros atribuidos a Hermes (Thuti). Según Jámblico, de estos libros, treinta y seis trataban de todos los conocimientos humanos y los seis restantes se ocupaban especialmente en anatomía, patología, oftalmología, quirúrgica y terpéutica (4). El Papiro de Ebers es seguramente uno de estos tratados herméticos”.
Si el fortuito encuentro del arqueólogo alemán y del árabe de Luxor ha iluminado con tan viva luz la antigua ciencia de los egipcios, no cabe duda de que si se repitiera el caso con un egipcio tan servicial como el árabe, se esclarecerían muchos puntos tenebrosos de la historia antigua.
Los descubrimientos de la ciencia moderna no invalidan en modo alguno las remotísimas tradiciones que atribuyen increíble antigüedad a la raza humana. La geología, que hasta hace pocos años no había descubierto las huellas del hombre más allá de la época terciaria, tiene hoy pruebas incontrovertibles de que el hombre existía ya sobre la tierra mucho antes del último período glacial que se remonta a 250.000 años. Es un cómputo muy duro de roer para los teólogos. Sin embargo, así lo creyeron los antiguos filósofos.
Por otra parte, junto con restos humanos se han encontrado utensilios, en prueba de que en aquella remota época se ejercitaba ya el hombre en la caza y sabía edificar chozas. Pero la ciencia se ha detenido en su investigadora marcha, sin dar otro paso para descubrir el origen de la raza humana cuyas pruebas ulteriores han de aducirse todavía. Desgraciadamente, los antropólogos y psicólogos modernos son incapaces de reconstruir con los fósiles hasta ahora descubiertos el trino hombre físico, mental y espiritual. El hecho de que cuanto más hondas son las excavaciones arqueológicas, más toscos y groseros resultan los utensilios prehistóricos, parece una prueba científica de que el hombre es más salvaje y semejante a los brutos a medida que nos acercamos a su origen. ¡Extraña lógica! ¿Acaso los restos hallados, por ejemplo, en la cueva de Devon, demuestran que no existieran entonces otras razas superiormente civilizadas?
Cuando hayan desaparecido los actuales pobladores de la tierra y los arqueólogos de la raza futura hallen en sus excavaciones los utensilios pertenecientes a los indios o a las tribus de las islas de Andamán, ¿podrían afirmar con razón que en el siglo XIX comenzaba la humanidad a salir de la Edad de piedra?
LÍMITES DE LAS CIENCIAS FÍSICAS
Hasta hace muy poco estaba de moda hablar de “los insostenibles conceptos de un pasado inculto”, ¡como si fuera posible ocultar tras un epigrama las canteras intelectuales en que se labraron tantas reputaciones científicas! Así como Tyndall propende fácilmente a mofarse de los antiguos filósofos con cuyas ideas se han pavoneado muchos sabios modernos, así también se inclinan de día en día los geólogos a suponer que las razas arcaicas estaban sumidas en profunda barbarie. Sin embargo, no todos los orientalistas son de esta opinión, pues algunos sostienen lo contrario, como, por ejemplo, Max Müller que dice: “Hay todavía muchas cosas incomprensibles para nosotros, y el lenguaje jeroglífico de los antiguos tan sólo expresa la mitad de los pensamientos. Sin embargo, la imagen del hombre se nos aparece cada vez más pura y noble en todos los países, según nos acercamos a su origen y comprendemos sus errores e interpretamos sus ensueños. Por lejanas que estén las huellas del hombre, aun en los más apartados confines de la historia, descubrimos desde un principio el divino don de la vigorosa y razonable inteligencia, de suerte que es imposible sostener que la raza humana haya surgido lentamente de las profundidades de la brutalidad animal" (5).
Como se ha dicho que no es filosófico inquirir las causas primeras, los sabios se ocupan tan sólo en estudiar los efectos físicos, y el campo de investigación científica no va más allá de la naturaleza física, en cuyos límites se detienen los investigadores para recomenzar su tarea y dar vueltas y más vueltas a la materia, como ardillas enjauladas, dicho sea con todo el respeto debido a los eruditos. Somos demasiado pigmeos para poner en tela de juicio la valía potencial de la ciencia; pero los científicos no encarnan la ciencia, como tampoco los habitantes del planeta son el planeta mismo. Ninguno de nosotros tiene autoridad ni derecho para forzar a los modernos filósofos a que acepten sin reparo la descripción geográfica del hemisferio de la luna oculto a las miradas de los astrónomos; pero si un cataclismo lunar lanzase a alguno de sus habitantes a la esfera de atracción de nuestro globo, de modo quesano y salvo cayera ante la puerta del doctor Carpenter, no podría éste, sin mengua de sus deberes profesionales, considerar el hecho más que desde el punto de vista físico. Pero el investigador científico no debe rehuir el estudio de ningún nuevo fenómeno, así fuera éste tan insólito como la caída de un hombre de la luna o la aparición de un espectro en su alcoba. Tanto da investigar por el método aristotélico como por el platónico; pero lo cierto es que los antiguos antropólogos conocían perfectamente las dos naturalezas interna y externa del hombre. A pesar de las vacilantes hipótesis de los geólogos empezamos a tener casi diariamente pruebas de las aserciones de aquellos filósofos, quienes dividían la existencia del hombre sobre la tierra en dilatados ciclos, durante cada uno de los cuales alcanzaba gradualmente la humanidad el pináculo de la civilización para ir sumiéndose paulatinamente en la más abyecta barbarie. De los maravillosos monumentos de la antigüedad todavía existentes y de la descripción que hace Herodoto de otros ya desaparecidos, puede inferirse, aunque no por completo, el eminente grado de progreso a que llegó la humanidad en cada uno de sus pasados ciclos. Ya en la época del célebre historiador griego eran montones de ruinas muchos templos famosos y pirámides gigantescas a que el padre de la historia llama “venerables testigos de las glorias de nuestros remotors antepasados”. Elude Herodoto tratar de las cosas divinas y se contrae a describir, según referencias llegadas a sus oídos, los maravillosos subterráneos del Laberinto que sirvieron de sepulcro a los reyes iniciados cuyos restos yacen todavía en lugares ocultos.
Sin embargo, los relatos hitóricos de la época de los Ptolomeos nos proporcionan elementos bastantes para juzgar de las florecientes civilizaciones de la antigüedad, pues ya entonces habían decaído las ciencias y las artes con pérdida de muchos de sus secretos. En las excavaciones recientemente efectuadas en Mariette-Bey, al pie mismo de las Pirámides, se han encontrado estatuas de madera y otros objetos artísticos cuyo examen muestra que muchísimo antes de las primeras dinastías habían llegado ya los egipcios al refinamiento de la perfección artística, hasta el punto de maravillar a los más entusiastas partidarios del arte helénico.
NÚMEROS PITAGÓRICOS
En una de sus obras describe Taylor dichas estatuas diciendo que es verdaderamente inimitable la belleza plástica de aquellas testas con ojos de piedras preciosas y párpados de cobre.
A mucha mayor profundidad de la capa de arena en que yacían los objetos existentes hoy en el Museo Británico y en las colecciones de Lepsius y Abbott se encontraron posteriormente las pruebas tangibles de la ya referida doctrina hermética de los ciclos.
El entusiasta helenista doctor Schliemann halló en las excavaciones efectuadas no ha mucho en el Asia menor, notorias huellas del progreso gradual de la barbarie a la civilización y del también gradual regreso de la civilización a la barbarie. Así, pues, si el hombre antediluviano era mucho más docto que nosotros en ciencias profanas y mucho más hábil en ciertas artes que ya damos por perdidas, ¿por qué no admitir que pudiera igualmente aventajarnos en el conocimiento de la psicología? Esta hipótesis debe prevalecer mientras no se aduzcan pruebas evidentes en contrario.
Todo sabio digno de este nombre reconoce que muchas ramas de la ciencia están todavía en mantillas. ¿Será porque nuestro ciclo haya principiado hace poco tiempo? Sin embargo, según la filosofía caldea, los ciclos de evolución no abarcan a un tiempo a toda la humanidad, y así lo corrobora espontáneamente Draper al decir que los períodos en que a la geología le plugo dividir los progresos del hombre, no son tan exabruptos que comprendan simultáneamente a toda la humanidad, pues cabe poner por ejemplo los indios nómadas de América que en nuestros días están trascendiendo la para ellos Edad de piedra.
Los cabalistas versados en el sistema pitagórico de números y líneas saben perfectamente que las doctrinas metafísicas de Platón se fundan en rigurosos principios matemáticos. A este propósito, dice el Magicón: “Las matemáticas sublimes están relacionadas con toda ciencia superior; pero las matemáticas vulgares no son más que falaz fantasmagoría cuya encomiada exactitud dimana del convencionalismo de sus fundamentos”.
Algunos filósofos de nuestra época ponderan el aristotélico método inductivo en perjuicio del deductivo de Platón, porque se figuran que aquél consiste tan sólo en ir a rastras de lo particular a lo universal. Draper lamenta (6) que los místicos especulativos como Amonio Saccas y Plotino suplantaran a los rigurosos geómetras de las escuelas antiguas; pero no tiene en cuenta que la geometría es entre todas las ciencias el más acabado modelo de síntesis y en toda su trama procede de lo universal a lo particular o sea el método platónico. Ciertamente que no fallarán las ciencias exactas mientras, recluidas en las condiciones del mundo físico, se contraigan al método aristotélico; pero como el mundo físico es limitado aunque nos parezca ilimitado, no podrán las investigaciones meramente físicas trasponer la esfera del mundo material.
La teoría cosmológica de los números, que Pitágoras aprendió de los hierofantes egipcios, es la única capaz de conciliar la materia y el espíritu demostrando matemáticamente la existencia de ambos principios por la de cada uno de ellos.
Las combinaciones esotéricas de los números sagrados del universo resuelven el arduo problema y explican la teoría de la irradiación y el ciclo de las emanaciones. Los órdenes inferiores proceden de los espiritualmente superiores y evolucionan en progresivo ascenso hasta que, llegados al punto de conversión, se reabsorben en el infinito.
La fisiología, como todas las ciencias, está sujeta a la ley de evolución cíclica, y si en el actual ciclo va saliendo apenas del arco inferior, algún día tendremos la prueba de que en época muy anterior a Pitágoras estuvo en el punto culminante del ciclo. Por de pronto, Pitágoras aprendió fisiología y anatomía de boca de los discípulos y sucesores del sidonio Mochus, que floreció muchísimos años antes que el filósofo de Samos, cuya solicitud por conservar las enseñanzas de la antigua ciencia del alma le hacen digno de vivir eternamente en la memoria de los hombres.
COMENTADORES DE PLATÓN
Las ciencias enseñadas en los santuarios estaban veladas impenetrablemente por el más sigiloso arcano. Ésta es la causa del poco aprecio en que hoy se tiene a los filósofos antiguos, y más de un comentador acusó de incongruentes a Platón y Filo Judeo, por no advertir el propósito que se trasluce bajo el laberinto de contradicciones metafísicas cuya aparente absurdidad tan perplejos deja a los lectores del Timeo. Pero ¿qué comentador de los clásicos supo leer a Platón? Esto nos mueve a preguntar los juicios críticos que sobre el insigne filósofo encontramos en las obras de Stalbaüm, Schleiermacher, Ficino, Heindorf, Sydenham, Buttmann, Taylor y Burges, por no citar otros de menos autoridad. Las veladas alusiones de Platón a las enseñanzas esotéricas han puesto en extrema confusión a sus comentadores, cuya atrevida ignorancia llegó al punto de alterar muchos pasajes del texto, creídos de que estaban equivocadas las palabras. Así tenemos que respecto a la alusión órfica en que el autor exclama:
Del canto el orden de la sexta raza cierra,
cuya interpretación sólo cabe dar en el sentido de la aparición de la sexta raza en la consecutiva evolución de las esferas (7), opina erróneamente Burges que el pasaje “está sin duda tomado de una cosmogonía, según la cual fue el hombre el último ser creado” (8). El que edita una obra ¿no tiene la obligación de por lo menos entender lo que dice el autor?
Es opinión general, aun entre los críticos más serenos, que los sabios de la antigüedad no tuvieron de las ciencias experimentales el profundo conocimiento que tanto engríe a nuestro siglo.
Algunos comentadores han sospechado que ignoraban el fundamental apotegma filosófico: ex nihilo nihil fit, y dicen que si algo sabían de la indestructibilidad de la materia, no era por deducción de principios firmemente establecidos, sino por intuición y analogía. Sin embargo, nosotros opinamos lo contrario, pues aunque las enseñanzas de los filósofos antiguos en lo concerniente a las cosas materiales fuesen públicas y estén sujetas a la crítica, sus doctrinas sobre las cosas espirituales fueron profundamente esotéricas, y movidos por el juramento de mantener en absoluto sigilo cuanto se refiriese a las relaciones entre el espíritu y la materia, rivalizaban unos con otros en ingeniosas trazas para encubrir sus verdaderas opiniones.
La doctrina de la metempsícosis, tan acerbamente ridiculizada por los científicos y con no menos dureza combatida por los teólogos, es un concepto sublime para quienes desentrañan su esotérica adecuación a la indestructibilidad de la materia e inmortalidad del espíritu. ¿No sería justo mirar la cuestión desde el punto de vista en que los antiguos se colocaron, antes de burlarnos de ellos? Ni la superstición religiosa ni el escepticismo materialista pueden resolver el magno problema de la eternidad. lA armónica variedad en la matemática unidad de la dual evolución del espíritu y de la materia está comprendida tan sólo en los números universales de Pitágoras, enteramente idénticos al “lenguaje métrico” de los Vedas, según ha demostrado el celoso orientalista Martín Haug en su por desgracia demasiado tardía traducción del Aitareya Brâhmana del Rig Veda, hasta ahora desconocido de los occidentales. Tanto el sistema pitagórico como el brahmánico entrañan en el número el significado esotérico. En el primero depende de la mística relación entre los números y las cosas asequibles a la mente humana; en el segundo, del número de sílabas de cada versículo de los mantras.
Platón, ferviente discípulo de Pitágoras, siguió con tal fidelidad las enseñanzas de su maestro que sostuvo que el Demiurgos se valió del dodecaedro para construir el universo.
Algunas figuras geométricas tienen especial y profunda significación, como, por ejemplo, el cuadrado, emblema de la moral perfecta y la justicia absoluta, pues sus cuatro lados o límites son exactamente iguales. Todas las potestades y armonías de la naturaleza están inscritas en el cuadrado perfecto cuyo número 4 es la tercera parte del número 12 del dodecaedro, de suerte que el inefable nombre de Aquél se simboliza en la sagrada Tetractys, por quien juraban solemnemente los antiguos místicos.
EL SISTEMA HELIOCÉNTRICO EN LA INDIA
Si después de estudiarla como es debido comparáramos las enseñanzas pitagóricas de la metempsícosis con la moderna teoría de la evolución, hallaríamos en ella todos los eslabones perdidos en esta última; pero ¿qué sabio se avendría a desperdiciar el tiempo en lo que llaman quimeras de los antiguos? Porque, a pesar de las pruebas en contrario, dicen que, no ya las naciones de las épocas arcaicas, sino que ni siquiera los filósofos griegos tuvieron la más leve noción del sistema heliocéntrico. San Agustín, Lactancio y el venerable Beda desnaturalizaron con su ignorante dogmatismo las enseñanzas de los teólogos precristianos; pero la filología, apoyada en el exacto conocimiento del sánscrito, nos coloca en ventajosa situación para vindicarlos. Así, por ejemplo, en los Vedas encontramos la prueba de que 2.000 años antes de J. C., los sabios indos conocían la esfericidad de la tierra y el sistema heliocéntrico que tampoco ignoraba Pitágoras, por haberlo aprendido en la India, ni su discípulo Platón.
A este propósito copiaremos dos pasajes del Aitareya Brâhmana (9):
“El Mantra-Serpiente es uno de los que vio Sarparâjni (la reina de las serpientes). Porque la tierra (iyam) es la reina de las serpientes puesto que es madre y reina de todo cuanto se mueve (sarpat). En un principio, la tierra era una enorme cabeza calva (10).
“Entonces vio la tierra este Mantra que confiere a quien lo conoce la facultad de asumir la forma que desee. La tierra “entonó el Mantra”, esto es, sacrificó a los dioses y por ello tomó jaspeado aspecto y fue capaz de producir diversidad de formas y mudarlas unas en otras.
“Este Mantra comienza con las palabras: Ayam gaûh pris’nir akramît” (X-189).
La descripción de la tierra en forma de cabeza calva, al principio dura y después blanda, cuando el dios del aire (Vayu) sopló en ella, demuestra que los autores de los Vedas, no sólo conocían la esfericidad de la tierra, sino también que en un principio era una masa gelatinosa que con el tiempo se fue enfriando por la acción del aire. Veamos ahora la prueba de que los indos conocían perfectamente el sistema heliocéntrico unos 2.000 años por lo menos antes de J. C.
El Aitareya Brâhmana enseña cómo ha de recitar el sacerdote los shâstras y explica el fenómeno de la salida y puesta del sol. A este propósito dice: “Agnisthoma es el dios que abrasa. El sol no sale ni se pone. Las gentes creen que el sol se pone, pero se engañan, porque no hay tal, sino que llegado el fin del día, deja en noche lo que está debajo y en día lo del lado opuesto. Cuando las gentes se figuran que sale el sol, es que llegado el fin de la noche, deja en día lo que está debajo y en noche lo del lado opuesto. Verdaderamente, nunca se pone el sol para quien esto sabe” (11).
El pasaje transcrito es tan concluyente, que el mismo traductor del Rig Veda llama la atención sobre su texto diciendo que en él se niega la salida y la puesta del sol, como si el autor estuviese convencido de que el astro conserva constantemente su elevada posición (12).
En uno de los nividas más antiguos, el rishi Kutsa, que floreció en muy remotos tiempos, explica alegóricamente las leyes a que obedecen los cuerpos celestes. Dice que “por hacer lo que no debió” fue condenada Anâhit (13) a girar alrededor del sol. Los sattras, o sacrificios periódicos, prueban, sin dejar duda, que diecinueve siglos antes de la era cristiana estaban ya los indos muy adelantados en astronomía. Duraban estos sacrificios un año y correspondían a la aparente carrera del sol.
Según dice Haug “se dividían en dos períodos de seis meses de treinta días, con intervalo de un día llamado vishuvan (ecuador o día central) que partía el sattras en dos mitades” (14).
ANTIGUOS CÓMPUTOS ASTRONÓMICOS
Aunque Haug remonta la antigüedad de los Brâhmanas tan sólo a unos 1.200 ó 1.400 años antes de J. C., reconoce que los himnos más antiguos corresponden al comienzo de la literatura védica, entre los años 2.400 y 2.000 antes de J. C., pues no ve razón para considerar los Vedas menos antiguos que las Escrituras chinas. Sin embargo, como está probado de sobra que el Shu-King (Libro de la Historia) y los cantos sacrificiales del Shi-King (Libro de las Odas) datan de 2.200 años antes de J. C., los filólogos modernos se verán forzados a confesar la superioridad de los indos en conocimientos astronómicos.
De todos modos, estos hechos demuestran que ciertos cómputos astronómicos de los caldeos eran tan exactos en tiempo de Julio César como puedan serlo en nuestros días. Cuando el conquistador de las Galias reformó el calendario, las estaciones habían perdido toda correspondencia con el año civil, pues el verano se prolongaba a los meses de otoño y el otoño a los de invierno.
Las operaciones científicas de la corrección estuvieron a cargo del astrónomo caldeo Sosígenes, quien retrasó noventa días la fecha del 25 de Marzo para que coincidiese con el equinoccio de primavera y dividió el año en los doce meses distribuidos en días tal como aún subsisten.
El calendario de los aztecas mexicanos dividía el año en meses de igual número de días con tan escrupulosa exactitud calculados, que ningún error descubrieron las comprobaciones efectuadas posteriormente en la época de Moctezuma, al paso que al desembarcar los españoles el año 1519, advirtieron que el calendario Juliano, por el cual se regían, adelantaba once días con relación al tiempo exacto.
Gracias a las inestimables y fieles traducciones de los libros védicos y a los trabajos de investigación del doctor Haug, podemos corroborar las afirmaciones de los filósofos herméticos y reconocer la indecible antigüedad de la época en que floreció el primer Zoroastro. Los Brâhmanas, cuya fecha remonta Haug a 2.000 años, describen los combates entre los indos prevédicos simbolizados en los devas y los iranios en los asuras. ¿En qué época levantaría su voz el primer profeta iranio contra lo que llamaba la idolatría de los brahmanes a quienes calificó de devas o, según él, demonios?
A ello responde Haug que estas luchas debieron parecerles a los autores de los Brâhmanas tan legendarias como les parecen las proezas del rey Arturo a los historiadores ingleses del siglo XIX.
Los más conspicuos filósofos reconocen que tanto los brahmanes como los budistas y los pitagóricos enseñaron esotéricamente, en forma más o menos inteligible, la doctrina de la metempsícosis, profesada asimismo por Clemente de Alejandría, Orígenes, Sinesio, Calcidio y los agnósticos, a quienes la historia diputa por los hombres más exquisitamente cultos de su tiempo (15). Pitágoras y Sócrates sostuvieron las mismas ideas y ambos fueron condenados a muerte en pena de enseñarlas, porque el vulgo ha sido igualmente brutal en todo tiempo y el materialismo ofuscó siempre las verdades espirituales.
De acuerdo con los brahmanes, enseñaron a Pitágoras y Sócrates que el espíritu de Dios anima las partículas de la materia en que está infundido; que el hombre tiene dos almas de distinta naturaleza, pues una (alma astral o cuerpo fluidico) es corruptible y perecedera, mientras que la otra (augoeides o partícula del Espíritu divino) es incorruptible e imperecedera. El alma astral, aunque invisible para nuestros sentidos por ser de materia sublimada, perece y se renueva en los umbrales de cada nueva esfera, de suerte que va purificándose más y más en las sucesivas transmigraciones. Aristóteles, que por motivos políticos se muestra muy reservado al tratar cuestiones de índole esotérica, declara explícitamente su opinión en este punto, afirmando que el alma humana es emanación de Dios y a Dios ha de volver en último término. Zenón, fundador de la escuela estoica, distinguía en la naturaleza dos cualidades coeternas: una activa, masculina, pura y sutil, el Espíritu divino; otra pasiva, femenina, la materia que para actuar y vivir necesita del Espíritu, único principio eficiente cuyo soplo crea el fuego, el agua, la tierra y el aire. También los estoicos admitían como los indos la reabsorción final. San Justino creía en la emanación divina del alma humana, y su discípulo Taciano afirma que “el hombre es inmortal como el mismo Dios” (16).
EL ALMA DE LOS ANIMALES
Es muy importante advertir que el texto hebreo del Génesis, según saben los hebraístas, dice así: “A todos los animales de la tierra y a todas las aves del aire y a cuanto se arrastra por el suelo les di alma viviente” (17). Pero los traductores han adulterado el original substituyendo la frase subrayada por la de: “allí en donde hay vida”.
Demuestra Drummond que los traductores de las Escrituras hebreas han tergiversado el sentido del texto en todos los capítulos, falseando hasta la significación del nombre de Dios que traducen por Él cuando el original dice ... Al que, según Higgins, significa Mithra, el Sol conservador y salvador. Drummond prueba también que la verdadera traducción de Beth-El es Casa del Sol y no Casa de Dios, pues en la composición de estos nombres cananeos, la palabra El no significa Dios, sino Sol (18).
De esta manera ha desnaturalizado la teología a la teosofía antigua y la ciencia a la filosofía (19).
El desconocimiento de este capital principio filosófico invalida los métodos de la ciencia moderna por seguros que parezcan, pues no sirven para demostrar el origen y fin de las cosas. En lugar de deducir el efecto de la causa inducen la causa del efecto. Enseña la ciencia que los tipos superiores proceden evolutivamente de los inferiores, pero como en esta laberíntica escala va guiada por el hilo de la materia, en cuanto se rompe no puede adelantar un paso y retrocede con espanto, y se confiesa impotente ante el Incomprensible. No procedían así Platón y sus discípulos, para quienes los tipos inferiores eran imágenes concretas de los abstractos superiores. El alma inmortal tiene un principio aritmético y el cuerpo lo tiene geométrico. Este principio, como reflejo del Arqueos universal, es semoviente y desde el centro se difunde por todo el cuerpo del microcosmos.
La triste consideración de esta verdad mueve a Tyndall a confesar cuán impotente es la ciencia aun en el mismo mundo de la materia, diciendo: “El primario ordenamiento de los átomos a que toda acción subsiguiente está subordinada, escapa a la penetración del más potente microscopio. Después de prolongadas y complejas observaciones, sólo cabe afirmar que la inteligencia más privilegiada y la más sutil imaginación retroceden confundidas ante la magnitud del problema. no hay microscopio capaz de reponernos de nuestro asombro, y no sólo dudamos de la valía de este instrumento, sino de si en verdad la mente humana puede inquirir las más íntimas energías estructurales de la naturaleza”.
La fundamental figura geométrica de la cábala, que según la tradición, de acuerdo con las doctrinas esotéricas recibió Moisés en el monte Sinaí (20) encierra en su grandiosamente sencilla combinación la clave del problema universal. Esta figura contiene todas las demás y los capaces de comprenderla no necesitan valerse de la imaginación ni del microcopio, porque ninguna lente óptica supera en agudeza a la percepción espiritual. Para los versados en la magna ciencia, la descripción que un niño psicómetra pueda dar de la génesis de un grano de arena, de un pedazo de cristal o de otro objeto cualquiera, es mucho más fidedigna que cuantas observaciones telescópicas y microscópicas aleguen las ciencias experimentales.
Más verdad encierra la atrevida pangenesia de Darwin, a quien llama Tyndall “especulador sublime”, que las cautas y restringidas hipótesis de este otro sabio, quien, como todos los de su linaje, recluyen su imaginación entre las, según ellos, “firmes fronteras del raciocinio”. La hipótesis de un germen microscópico con suficente vitalidad para contener un mundo de gérmenes menores, parece como si se remontara a lo infinito y trascendiendo al mundo material se internara en el espiritual.
Si consideramos la darwiniana teoría del origen de las especies, advertiremos que su punto de partida está situado como si dijéramos frente a una puerta abierta, con libertad de atravesar o no el dintel a cuyo otro lado vislumbramos lo infinito, lo incomprensible, o, por mejor decir, lo inefable. Si el lenguaje humano es insuficiente para expresar lo que vislumbramos en el más allá, algún día habrá de comprenderlo el hombre que ante sí tiene la inacabable eternidad.
EL PROTOPLASMA Y EL “MÁS ALLÁ”
No sucede lo propio en la hipótesis de Huxley acerca de los fundamentos fisiológicos de la vida. Contra las negaciones de sus colegas alemanes admite un protoplasma universal que al formar las células origina la vida. Este protoplasma es, según Huxley, idéntico en todo organismo viviente, y las células que constituye entrañan el principio vital, pero excluye de ellas el divino influjo y deja sin resolver el problema. Con habilísima táctica convierte las leyes y hechos en centinelas cuyo santo y seña es la palabra necesidad, aunque al fin y a la postre desbarata toda la hipótesis calificándola de “vano fantasma de mi imaginación”. “Las doctrinas fundamentales del espiritualismo, continúa diciendo Huxley, trascienden toda investigación filosófica” (21). Sin embargo, nos atreveremos a contradecir esta afirmación observando que mejor se avienen las doctrinas espiritualistas con las investigaciones filosóficas que con el protoplasma de Huxley, pues al menos ofrecen pruebas evidentes de la existencia del espíritu, mientras que una vez muertas las células protoplásmicas, no se advierte en ellas indicio alguno de que sean los orígenes de la vida, como pretende el eminente pensador contemporáneo.
Los cabalistas antiguos no formulaban hipótesis alguna hasta que podían establecerla sobre la firmísima roca de comprobadas experiencias.
Pero la exagerada subordinación a los hechos físicos ocasiona la pujanza del materialismo y la decadencia del espiritualismo. Tal era la orientación dominante del pensamiento humano en tiempos de Aristóteles, y aunque el precepto délfico no se había borrado de la mente de los filósofos griegos, pues todavía algunos afirmaban que para conocer lo que es el hombre se necesita saber lo que fue, ya empezaba el materialismo a corroer las raíces de la fe. Los mismos Misterios estaban adulterados hasta el punto de ser especulaciones sacerdotales y fraudes religiosos. Pocos eran los verdaderos adeptos e iniciados, legítimos sucesores de los que dispersara la espada conquistadora del antiguo Egipto.
Ciertamente había llegado ya la época vaticinada por el gran Hermes en su diálogo con Esculapio; la época en que impíos extraqnjeros reconvinieran a los egipcios de adorar monstruosos ídolos, sin que de ella quedara más que los jeroglíficos de sus monumentos como increíbles enigmas para la posteridad. Los hierofantes andaban dispersos por la faz de la tierra, buscando refugio en las comunidades herméticas llamadas más tarde esenios, donde sepultaron a mayor hondura que antes la ciencia esotérica. La triunfante espada del discípulo de Aristóteles no dejó vestigio de la un tiempo pura religión, y el mismo Aristóteles, típico hijo de su siglo, aunque instruido en la secreta ciencia de los egipcios, sabía muy poco de los resultados dimanantes de milenarios estudios esotéricos.
Lo mismo que los que florecieron en los días de Psamético, los filósofos contemporáneos “alzan el velo de Isis” porque Isis es el símbolo de la naturaleza; pero sólo ven formas físicas y el alma interna escapa a su penetración. La Divina Madre no les responde. Anatómicos hay que niegan la existencia del alma, porque no la descubren bajo las masas de músculos y redes de nervios y substancia gris que levantan con la punta del escalpelo. Tan miopes son estos en sus sofismas como el estudiante que bajo la letra muerta de la cábala no acierta a descubrir el vivificador espíritu. Para ver el hombre real que habitó en el cadáver extendido sobre la mesa de disección, necesita el anatómico ojos no corporales; y de la propia suerte, para descubrir la gloriosa verdad, cifrada en las escrituras hieráticas de los papiros antiguos, es preciso poseer la facultad de intuición, la vista del alma, como la razón lo es de la mente.
La ciencia moderna admite una fuerza suprema, un principio invisible, pero niega la existencia de un Ser supremo, de un Dios personal (22). Lógicamente es muy discutible la diferencia entre ambos conceptos, porque, en este caso, fuerza y esencia son idénticas. La raxzón humana no puede concebir una fuerza suprema e inteligente sin identificarla con un Ser también supremo e inteligente. Jamás el vulgo tendrá idea de la omnipotencia y omnipresencia de Dios sin atribuirle, en gigantescas proporciones, cualidades humanas; sin embargo, para los cabalistas, siempre fue el invisible En-Soph una Potestad.
DESCONOCIDOS, PERO PODEROSOS ADEPTOS
Vemos, por lo tanto, que los filósofos positivistas de nuestros días tuvieron sus precursores hace miles de años. El adepto hermético proclama que el simple sentido común excluye toda contingencia de que el universo sea obra del acaso, pues equivaldría este absurdo a suponer que los postulados deEuclides los dedujo un mono entretenido en jugar con figuras geométricas.
Muy pocos cristianos comprenden la teología hebrea, si es que algo saben de ella. El Talmud es profundamente enigmático, aún para la mayor parte de los mismos judíos; pero los hebraístas que lo han descifrado, no se engríen de su erudición. Los libros cabalísticos son todavía menos comprensibles para los judíos, y a su estudio se dedican, con mayor asiduidad que estos, los hebraístas cristianos. Sin embargo, ¡cuán menos conocida todavía es la cábala universal de Oriente! Pocos son sus adeptos; pero estos privilegiados herederos de los sabios que “descubrieron las deslumbradoras verdades que centellean en la gran Shemaya del saber caldeos (23) han solucionado lo “absoluto” y descansan ahora de su fatigosa tarea. No pueden ir más allá de la línea trazada por el dedo del mismo Dios en este mundo, como límite del conocimiento humano. Sin darse cuenta, han topado algunos viajeros con estos adeptos en las orillas del sagrado Ganges, en las solitarias ruinas de Tebas, en los misteriosamente abandonados aposentos de Luxor, en las cámaras de azules y doradas bóvedas cuyos misteriosos signos atraen sin fruto posible la atención del vulgo. Por doquiera se les encuentra, lo mismo en las desoladas llanuras del Sahara y en las cavernas de Elefanta, que en los brillantes salones de la aristocracia europea; pero sólo se dan a conocer a los desinteresados estudiantes cuya perseverancia no les permite volver atrás. El insigne teólogo e historiador judío Maimónides, a quien sus compatriotas casi divinizaron, para después acusarle de herejía, afirma que lo en apariencia más absurdo y extravagante del Talmud, encubre precisamente lo más sublime de su significado esotérico. Este eruditísimo judío ha demostrado que la magia caldea profesada por Moisés y otros taumaturgos, se fundaba en amplios y profundos conocimientos de diversas y hoy olvidadas ramas de las ciencias naturales, pues conocían por completo los recursos de los reinos mineral, vegetal y animal, aparte de los secretos de la química y de la física, con añadidura de las verdades espirituales que les daban tanta idoneidad en psicología como tuvieron en fisiología. No es maravilla, pues, que los adeptos educados en los misteriosos santuarios de los templos, obraran portentos en cuya explicación fracasaría la infatuada ciencia contemporánea. Es denigrante para la dignidad humana motejar de imposturas la magia y las ciencias ocultas, pues si hubiera sido posible que durante miles de años fuesen unas gentes víctimas de los fraudes y supercherías amañados por otras gentes, necesario sería confesar que la mitad de los hombres son idiotas y la otra mitad bribones. ¿En qué país no se ha practicado la magia? ¿En qué época se olvidó por completo?
Los Vedas y las leyes de Manú, que son los documentos literarios más antiguos, describen muchos ritos mágicos de lícita práctica entre los brahmanes (24). Hoy mismo se enseña en el Japón y en China, sobre todo en el Tíbet, la magia cladea, y los sacerdotes de estos países corroboran con el ejemplo las enseñanzas relativas al desenvolvimiento de la clarividencia y actualización de las potencias espirituales, mediante la pureza y austeridad de cuerpo y mente, de que dimana la mágica superioridad sobre las entidades elementales, naturalmente inferiores al hombre. En los países occidentales es la magia tan antigua como en los orientales. Los druidas de la Gran Bretaña y de las Galias la ejercían en las reconditeces de sus profundas cavernas, donde enseñaban ciencias naturales y psicológicas, la armonía del universo, el movimiento de los astros, la formación de la tierra y la inmortalidad del alma (25). En las naturales academias edificadas por mano del invisible arquitecto, se congregaban los iniciados al filo de la media noche para meditar sobre lo que es y lo que ha de ser el hombre (26). No necesitaban de iluminación artificial en sus templos, porque la casta diosa de la noche hería con sus rayos las cabezas coronadas de roble y los sagrados bardos de blancas vestiduras sabían hablar con la solitaria reina de la bóveda estrellada (27).
ANTIGÜEDAD DE LA MAGIA
Pero aunque el ponzoñoso hálito del materialismo haya consumido las raíces de los sagrados bosques y secado la savia de su espiritual simbolismo, todavía medran con exuberante lozanía para el estudiante de ocultismo, que los sigue viendo cargados del fruto de la verdad tan frondosamente como cuando el archidruida sanaba mágicamente a los enfermos y tremolando el ramo de muérdago segaba con su dorada segur la rama del materno roble. La magia es tan vieja como el hombre y nadie acertaría en señalar su origen, de la propia suerte que no cabe computar el nacimiento del primer hombre. Siempre que los eruditos intentaron determinar históricamente los orígenes de la magia en algún país, desvanecieron sus cálculos investigaciones posteriores. Suponen algunos que el sacerdote y rey escandinavo Odín fue el fundador de la magia unos 70 años antes de J. C.; pero hay pruebas evidentes de que los misteriosos ritos de las sacerdotisas valas son muy anteriores a dicha época (28).
Otros eruditos modernos atribuyen a Zoroastro las primicias de la magia apoyados en que fue el fundador de la religión de los magos; pero Amiano Marcelino, Arnobio, Plinio y otros historiadores antiguos, prueban concluyentemente que tan sólo se le debe considerar como reformador de la magia, ya de muy antiguo profesada por los caldeos y egipcios (29).
Los más eminentes maestros de las cosas divinas convienen en que casi todos los libros antiguos están escritos en lenguaje sólo entendido de los iniciados, y ejemplo de ello nos da el bosquejo biográfico de Apolonio de Tyana, que, según saben los cabalistas, es un verdadero compendio de filosofía hermética con trasuntos de las tradiciones relativas al rey Salomón. Lo mismo que éstas, parece el bosquejo biográfico de Apolonio fantástica quimera, porque los acontecimientos históricos están cubiertos bajo el velo de la ficción. El viaje a la India, allí descrito, simboliza las pruebas del neófito, y sus detenidas conversaciones con los brahmanes, sus prudentes consejos y sus diálogos con el corintio Menipo, equivalen en conjunto, debidamente interpretados, a un catecismo esotérico. En su visita al país de los sabios, en la plática que sostuvo con el rey Hiarkas y en el oráculo de Anfiarao, se simbolizan muchos dogmas secretos de Hermes, cuya explicación revelaría no pocos misterios de la naturaleza. Eliphas Levi indica la sorprendente analogía entre el rey Hiarkas y el fabuloso Hiram, de quien recibió Salomón el cedro del Líbano y el oro de Ofir. Curioso fuera averiguar si los modernos masones, por mucha que sea su elocuencia y habilidad, saben quién es el Hiram cuya muerte juran vengar.
NADA HAY NUEVO BAJO EL SOL
Si prescindiendo de las enseñanzas puramente metafísicas de la cábala, atendiéramos tan sólo al ocultismo fisiológico, podríamos obtener resultados beneficiosos para algunas ramas de la moderna ciencia experimental, tales como la química y la medicina. A este propósito, dice Draper: “A menudo descubrimos ideas que orgullosamente diputábamos por privativas de nuestra época”. Esta observación a que dio pie el examen de los tratados científicos de los árabes, puede aplicarse con mucho mayor motivo a las obras esotéricas de los antiguos. La medicina moderna sabe de seguro más anatomía, fisiología y terpéutica, pero ha perdido el verdadero conocimiento por su encogido criterio, inflexible materialismo y dogmatismo sectario. Cada escuela médica desdeña saber lo que otras opinan y todas ellas desconocen el grandioso concepto que de la naturaleza y el hombre sugieren los fenómenos hipnóticos y los experimentos de los norteamericanos sobre el cerebro, cuyos resultados son la más acabada derrota del estúpido materialismo. Sería conveniente convocar a los médicos de las distintas escuelas para demostrarles que muchas veces se estrella su ciencia contra la rebeldía de enfermedades, vencidas después por saludadores hipnóticos o mediumnímicos. Quienes estudien la antigua literatura médica, desde Hipócrates a Paracelso y Van Helmont, hallarán multitud de casos fisiológicos y psicológicos, perfectamente comprobados, con medicinas y tratamientos terapéuticos cuyo empleo desdeñan los médicos contemporáneos (30). De la propia manera, los cirujanos del día confiesan su inferioridad respecto de la admirable destreza de los antiguos en el arte de vendar. Los más notables cirujanos parisienses han examinado el vendaje de las momias egipcias, sin verse capaces de imitar el modelo que ante sí tenían.
En el museo Abbott, de Nueva York, hay numerosas pruebas de la habilidad de los antiguos en varias artes, entre ellas, la de blondas y encajes y postizos femeninos. El periódico de Nueva York, La Tribuna, en su crítica del Papiro de Ebers, dice: “... verdaderamente no hay nada nuevo bajo el sol... los capítulos 65, 66, 79 y 89 demuestran que los regeneradores del cabello, los tintes y polvoreras eran ya necesarios hace 3.400 años”.
En su obra Conflictos entre la religión y la ciencia, reconoce el eminente filósofo Draper, que a los sabios antiguos corresponde legítimamente la paternidad de la mayoría de descubrimientos que los modernos se atribuyen, y al efecto cita unos cuantos hechos que admiraron a toda Grecia. Calístenes envió a Aristóteles una serie de observaciones astronómicas computadas por los babilonios, que se remontaban a mil novecientos tres años. Ptolomeo, rey de Egipto y notable astrónomo, tenía una tabla de eclipses, también computada en Babilonia, en la que se predecían los de más de siete siglos antes de la era cristiana. A este propósito, dice muy oportunamente Draper: “Pacientes y precisas observaciones se necesitaron para obtener estos resultados astronómicos, cuya valía han corroborado nuestros tiempos. Los babilonios computaron el año tropical con veintisiete segundos de error, y el sideral con dos minutos de exceso. Conocieron la precesión de los equinoccios y predijeron y calcularon los eclipses con auxilio de su ciclo llamado saros, que constaba de 6.585 día, con un error de diecinueve minutos y treinta segundos. Todos estos cálculos son prueba incontrovertible de la paciente habilidad de los astrónomos caldeos, pues con imperfectos instrumentos lograron tan precisos resultados. Habían catalogado las estrellas y dividido el zodíaco en doce signos, el día en doce horas y la noche en otras tantas. Durante mucho tiempo estudiaron las ocultaciones de las estrellas detrás de la luna, según frase de Aristóteles, conocieron la situación de los planetas respecto del sol, construyeron cuadrantes, clepsidras, astrolabios y horarios y rectificaron los erróneos conceptos que sobre la estructura del sistema solar predominaban por entonces. El mundo permanente de las verdades eternas que interpenetra el transitorio mundo de ilusiones y quimeras no ha de ser descubierto por las tradiciones de los hombres que vivieron en los albores de la civilización ni por los ensueños de los místicos que presumían de inspiración, sino que han de descubrirlo las investigaciones de la geometría y la práctica interrogación de la naturaleza”.
Estamos del todo conformes con esta conclusión que no podía inferirse más acertadamente. Parte de la verdad nos dice Draper en el pasaje transcrito, pero no toda, porque desconoce la índole y extensión de los conocimientos que en los Misterios se enseñaban. Ningún pueblo tan profundamente versado en geometría como los constructores de las Pirámides y otros titánicos monumentos antediluvianos y postdiluvianos, y ninguno tampoco que tan prácticamente haya interrogado a la naturaleza. Prueba de ello nos da el significado de sus innumerables símbolos, cada uno de los cuales es plasmada idea que combina lo divino e invisible con lo terreno y visible, de suerte que de lo visible se infiere lo invisible por estricta analogía, según el aforismo hermético: “como lo de abajo es lo de arriba”. Los símbolos egipcios denotan profundos conocimientos en ciencias naturales y muy prácticos estudios de las fuerzas cósmicas.
INVESTIGACIONES GEOMÉTRICAS
Respecto a la eficacia de las investigaciones geométricas, ya no han de contraerse los estudiantes de ocultismo a nuevas conjeturas, sino que pueden seguir la orientación señalada en nuestros días por el insigne geómetra norteamericano Jorge Felt, quien apoyado en los antecedentes sentados por los antiguos egipcios, ha inferido las siguientes consecuencias:
1ª Determinar el diagrama fundamental de la geometría plana y del espacio.
2ª Establecer proporciones aritméticas en forma geométrica.
3ª Inferir la norma geométrica que de tan maravillosa y exacta manera siguieron los egipcios en todas sus construcciones arquitectónicas y escultóricas.
4ª Comprobar que de esta misma norma geométrica se valieron los egipcios para los cómputos astronómicos sobre que fundaron casi todo su simbolismo religioso.
5ª Descubrir las huellas de la norma geométrica de los egipcios en el arte y arquitectura de Grecia y en las Escrituras hebreas, cuya derivación egipcia resulta de ello evidente.
6ª Demostrar que después de investigar durante miles de años las leyes de la naturaleza, llegaron los egipcios a conocer el sistema del universo.
7ª Determinar con toda precisión problemas de fisiología, hasta hoy tan sólo sospechados.
8ª Que la primitiva ciencia y la primitiva religión, que serán también las últimas, estuvieron comprendidas en la filosofía masónica.
A esto podemos añadir por testimonio ocular que los escultores y arquitectos egipcios no forjaban en el yunque de su fantasía las admirables estatuas de sus templos, sino que de modelo les servían las “invisibles entidades del aire” y otros reinos de la naturaleza, cuya visión atribuían ellos, como atribuye también Felt, a la eficacia de alquímicos y cabalísticos procedimientos. Schweigger demuestra el fundamento científico de todos los símbolos mitológicos (31).
El descubrimiento de las energías electromagnéticas ha permitido a hipnotólogos tan eminentes como Ennemoser, Schweigger y Bart, en Alemania, Du Potet, en Francia, y Regazzoni, en Italia, señalar casi exactamente la analogía entre los mitos divinos y las energías naturales. El dedo ideico, que tanta importancia tuvo en la magia médica, significa un dedo de hierro, atraído y repelido alternativamente por las fuerzas magnéticas. En Samotracia se empleó con admirables resultados en la curación de enfermedades orgánicas.
Bart aventaja a Schweigger en la interpretación de los mitos antiguos que estudia bajo el doble aspecto espiritual y físico. Trata extensamente de los teurgos, cabires y dáctilos, de Frigia, que fueron magos saludadores. A este propósito, dice: “Cuando tratamos de la estrecha relación entre los dáctilos y las fuerzas magnéticas, no nos referimos tan sólo a la piedra imán y a nuestro concepto de la naturaleza, sino que consideramos el magnetismo en conjunto. Así se comprende cómo los iniciados que se dieron el nombre de dáctilos asombraran a las gentes con sus artes mágicas y realizaran prodigiosas curaciones. A esto añadieron la preceptuación del cultivo de la tierra, la práctica de la moral, el fomento de las ciencias y de las artes, las enseñanzas de los Misterios y las consagraciones secretas. Si todo esto llevaron a cabo los sacerdotes cabires, ¿no recibirían auxilio y guía de los misteriosos espíritus de la naturaleza? (32) De la misma opinión es Schweigger, quien demuestra que los antiguos fenómenos teúrgicos derivaban de fuerzas magnéticas “guiadas por los espíritus”.
SIGNIFICADO DE LOS SÍMBOLOS
No obstante su aparente politeísmo, los antiguos, por lo menos los de las clases ilustradas, eran ya monoteístas muchísimos siglos antes de Moisés. Así lo comprueba el siguiente pasaje entresacado de la primera hoja del Papiro de Ebers: “De Heliópolis vine con los magnates de Hetaat, los Señores de Protección, los dueños de la eternidad y de la salvación. De Sais vine con la Diosa-Madre que me otorgó su protección. El Señor del Universo me enseñó a librar a los dioses de toda enfermedad mortal”. Conviene advertir que los antiguos daban título de dioses a los hombres eminentes, y por lo tanto, la divinización de los mortales y considerarlos como dioses no prueba que fuesen politeístas, de la propia suerte que tampoco sería justo calificar de politeístas a los cristianos porque veneran las imágenes de sus santos. Los norteamericanos de hoy día no merecen ciertamente que de aquí a tres mil años les tilde la posteridad de idólatras, por haber levantado estatuas a Washington. Tan secreta era la filosofía hermética, que a Volney le pareció que los antiguos adoraban como divinidades los símbolos materiales y groseros, siendo así que eran meras representaciones de principios esótericos. También Dupuis, no obstante haber estudiado detenidamente este problema, equivoca la significación de los símbolos religiosos y los atribuye exclusivamente a la astronomía. Eberhart y otros autores alemanes de los siglos XVIII y XIX tratan de la magia con menores escrúpulos y la derivan de los mitos platónicos del Timeo. Pero ¿cómo era posible que estos eruditos, sin la agudísima intuición de un Champollión, descubrieran el significado esotérico de cuanto el velo de Isis no dejaba traslucir sino a los adeptos? Nadie regatea la valía de Champollión como egiptólogo. A su juicio, todo comprueba que los antiguos egipcios fueron esencialmente monoteístas, y gracias a sus indagaciones está demostrada en los más nimios pormenores la exactitud de los escritos de Hermes Trismegisto, cuya antigüedad se pierde en la noche de los tiempos. Sobre ello dice también Ennemoser: “Herodoto, Tales, Parménides, Empédocles, Orfeo y Pitágoras aprendieron en Egipto y demás países orientales filosofía natural y teología”. Por nuestra parte recordaremos que en Egipto se instruyó Moisés y pasó Jesús los años de su primera juventud.
En aquel país se daban cita todos los estudiantes del mundo conocido antes de la fundación de Alejandría. A este propósito, pregunta Ennemoser: ¿Por qué se sabe tan poco de los Misterios al cabo de tanto tiempo y a través de tantos países? Por el universal y riguroso sigilo de los iniciados, aunque igualmente puede atribuirse a la pérdida de las obras esotéricas de la más remota antigüedad. Los libros de Numa, encontrados en la tumba de este monarca y descritos por Tito Livio, trataban de filosofía natural, pero se mantuvieron en secreto a fin de no divulgar los misterios de la religión dominante. El senado romano y los tribunos del pueblo mandaron quemarlos en público” (33).
La magia era una ciencia divina cuyo conocimiento conducía a la participación en los atributos de la misma Divinidad. Dice Filo Judeo que “descubre los secretos de la naturaleza y facilita la contemplación de los poderes celestes” (34). Con el tiempo degeneró por abuso en hechicería y se atrajo la animadversión general; pero nosotros hemos de considerarla tal como fue en los tiempos de su pureza, cuando las religiones se fundaban en el conocimiento de las fuerzas ocultas de la naturaleza. En Persia no introdujeron la magia los sacerdotes, como vulgarmente se cree, sino los magos, cuyo nombre indica la procedencia. Los mobedos o sacerdotes parsis, los antiguos géberes, se llaman hoy día magois en dialecto pehlvi (35). La magia es coetánea de las primeras razas humanas. Casiano menciona un tratado de magia muy conocido en los siglos IV y V que, según tradición, lo recibió Cam, hijo de Noé, de manos de Jared, cuarto nieto de Seth, hijo de Adán (36).
Moisés fue deudor de sus conocimientos a la iniciada Batria, esposa del Faraón y madre de la princesa egipcia Termutis, que lo salvó de las aguas del Nilo (37). De él dicen las escrituras cristianas: “Y fue Moisés instruido en toda la sabiduría de los egipcios y era poderoso en palabras y obras” (38). Justino Mártir, apoyado en la autoridad de Trogo Pompeyo, afirma que José, hijo de Jacob, aprendió muchas artes mágicas de los sacerdotes egipcios (39).
SABIDURÍA DE LOS ANTIGUOS
En determinadas ramas de la ciencia, sabían los antiguos más de lo que hasta ahora han descubierto los modernos. Aunque muchos repugnen confesarlo, así lo reconocen algunos sabios. El doctor A. Todd Thomson, que publicó la obra Ciencias ocultas, escrita por Salverte, dice a este propósito: “Los conocimientos científicos de los primitivos tiempos de la sociedad humana eran mucho mayores de lo que los modernos suponen, pero estaban cuidadosamente velados en los templos a los ojos del vulgo y tan sólo a disposición de los sacerdotes”. Al tratar de la cábala, dice Baader que “no sólo debemos a los judíos la ciencia sagrada, sino también la profana”.
Orígenes, discípulo de escuela platónica de Alejandría, afirma que además de la doctrina enseñada por Moisés al pueblo en general, reveló a los setenta ancianos algunas “verdades ocultas de la ley” con mandato de no transmitirlas más que a los merecedores de conocerlas.
San Jerónimo dice que los judíos de Tiberíades y Lida eran singulares maestros en hermenéutica mística. Por último, Ennemoser se muestra firmemente convencido de que las obras del areopagita Dionisio están inspiradas en la cábala hebrea, lo cual nada tiene de extraño si consideramos que los agnósticos o cristianos primitivos fueron continuadores, con distinto nombre, de la escuela de los esenios. Molitor reivindica la cábala hebrea y dice sobre este punto: “Ha pasado ya el tiempo en que la teología y las ciencias eran esclavas de la vulgaridad y la incongruencia; pero como el racionalismo revolucionario no ha dejado otro rastro que su propia ineficacia con estropeamiento de las verdades positivas, hora es de reconvertir la mente a la misteriosa revelación de donde, como de vivo manantial, brota nuestra salvación... los antiguos misterios de Israel, que contienen todos los secretos de hoy, debieran servir para establecer la teología sobre profundos principios teosóficos y dar base firme a las ciencias especulativas. De esta suerte se abrirían nuevos caminos en el laberinto de mitos, símbolos y organización política de las sociedades primitivas. Las tradiciones antiguas encierran el método de enseñanza seguido en las escuelas de profetas que Samuel no fundó, sino que tan sólo restauró, y cuyo objeto era instruir a los candidatos en conocimientos que les hicieran dignos de la iniciación en los Misterios mayores, una de cuyas enseñanzas era la magia distintamente seprada en dos opuestos linajes: la blanca o divina y la negra o diabólica. Cada una de estas ramas se subdivide a su vez en dos modalidades: activa y contemplativa. Por la magia divina se relaciona el hombre con el mundo para conocer las cosas ocultas y realizar buenas obras. Por la magia diabólica se esfuerza el hombre en adquirir dominio sobre los espíritus y perpetrar diabólicas fechorías y delitos de lesa naturaleza” (40).
El clero de las tres principales iglesias cristianas, lagriega, la romana y la protestante, se desconcierta ante los fenómenos espiritistas producidos por los médiums. Todavía no hace mucho tiempo, papistas y protestantes condenaban a la hoguera y a la horca, o cuando no, mandaban asesinar a los infelices médiums por cuyo organismo se comunicaban las entidades astrales y a veces las desconocidas fuerzas de la naturaleza. En esta persecución sobresalía la iglesia romana, cuyas manos están tintas en sangre de inocentes víctimas sacrificadas a un Moloch implacable, que tal parece el Dios de sus creencias. Ansía la iglesia romana reanudar tan cruenta labor, pero la ligan de pies y manos el espíritu del siglo y el universal sentimiento de libertad religiosa contra el que diariamente prorrumpe en invectivas. La iglesia griega es, por el contrario, de benigna condición y más conforme con las enseñanzas de Cristo por su sencilla aunque ciega fe; pero si bien hace muchos siglos que ocurrió el cisma de Oriente y no hay relación alguna entre las iglesias griega y latina, los pontífices romanos fingen ignorar este hecho y se arrogan audazmente la jurisdicción en todos los países de religión griega o protestante. A este propósito dice Draper: “La Iglesia insiste en que el Estado no debe inmiscuirse en la jurisdicción eclesiástica, y como el protestantismo es una rebeldía, no le cabe derecho alguno, ni siquiera en las diócesis de países protestantes donde el prelado católico es el pastor legítimo y la única autoridad espiritual" (41).
PRETENSIONES DE ROMA
A pesar de no haber hecho caso ninguno los protestantes de los decretos y encíclicas del papa ni de las invitaciones a los concilios ecuménicos ni de las excomuniones despectivamente recibidas, persiste la iglesia romana en su temeraria conducta, que llegó a grado máximo de insensatez cuando en 1864 excomulgó Pío IX con público anatema al emperador de Rusia por cismático indigno de pertenecer al gremio de la Iglesia católica (42). Sin embargo, desde la conversión de los eslavos al cristianismo, no han consentido ni los zares ni el pueblo ruso unirse a la iglesia de Roma. ¿Por qué no alega también el papa jurisdicción eclesiástica sobre los budistas tibetanos o sobre los espectros de los antiguos hyk-sos?
Los fenómenos mediumnímicos ocurren en todas partes sin distinción de religiones, nacionalidades e individuos, y la fuerza que los produce puede manifestarse, igualmente en el monarca y en el mendigo. Ni siquiera el vicario de Dios, el pontífice Pío IX, logró rehuir la visita del incómodo huésped, pues desde los cincuenta años de su edad se vio acometido de frecuentes arrebatos y transportes, que en el Vaticano atribuían a visiones divinas y los médicos diagnosticaban de ataques epilépticos, no faltando entre el pueblo quienes los achacasen a la obsesión espectral de Peruggia, Castelfidardo y Mentana.
Se le podía aplicar la famosa execración de Shakespeare:
Brillan las azuladas luces. Ya es media noche y frío temblor estremece mis carnes. Hacia mí llegan las almas de mis víctimas (43).
El príncipe de Hohenlohe tuvo mucha fama a principios del siglo XIX por sus dotes saludadoras, y era muy notable médium. Ciertamente, las aptitudes mediumnímicas y los fenómenos por su virtud producidos, no son privativos de ninguna época ni país, sino cualidades inherentes a la naturaleza psicológica del microcosmos.
Los que en Rusia llaman klikuchy (energúmenos) y yourodevoy (semiidiotas) se ven asaltados frecuentemente por perturbaciones nerviosas que el clero y el populacho atribuyen a posesión diabólica. Estos infelices se agolpan a las puertas de las catedrales sin atreverse a entrar por temor de que el demonio que les posee no los derribe al suelo. En Voroneg, Kiew, Kazan y en todas las poblaciones donde se veneran reliquias de santos milagrosos, abundan este linaje de médiums inconscientes de repugnante aspecto, que se agrupan en los vestíbulos y atrios de los templos. Durante la celebración del oficio divino, en el acto de alzar, o cuando el coro entona el Ejey Cheruvim, todos aquellos maniáticos empiezan a dar voces semejantes a aullidos, cacareos, ladridos, rebuznos y rugidos entre espantosas convulsiones. El clero y el vulgo explican piadosamente este fenómeno diciendo que el espíritu inmundo no puede resistir la santidad de la oración. Algunas almas caritativas acuden en socorro de aquellos infelices, con pócimas calmantes y oportunas limosnas. A menudo solicita el público la intervención de un sacerdote para exorcizar a los poseídos, y así lo hace aquél, unas veces por caridad y otras mediante el estipendio de unas cuantas monedas de plata. Sin embargo, entre los supuestos energúmenos hay tal o cual clarividente y vaticinador, aunque por lo general trafican con sus aptitudes, sin que nadie les moleste al ver el lastimero estado en que les pone el arrebato. mAs, por otra parte, ¿qué razón habría para que el clero concitase contra ellos los ánimos de las gentes diciendo que son brujos? Es de sentido común y al par de justicia, que en todo caso el culpable no es la víctima poseída, sino el demonio poseedor. Si el exorcismo no tiene otras consecuencias que proporcionar al paciente un fuerte resfriado, entonces se le abandona en manos de Dios y de la caridad pública. Sin embargo, por muy ciega y supersticiosa que sea la fe conducente a semejantes extravíos, no entraña ofensa para el hombre ni para el verdadero Dios. No sucede lo mismo en los cleros romano y protestante, de los que nos ocuparemos en el transcurso de esta obra, con excepción de algunos eminentes pensadores de ambas confesiones. Necesitamos saber en qué se fundan para tratar como infieles predestinados al infierno eterno a los indos, chinos, espiritistas y cabalistas.
EL CÉNTRICO SOL ESPIRITUAL
Lejos de nosotros el intento, no ya de blasfemia, sino ni siquiera de irreverencia contra el divino Poder, por el que existen todas las cosas visibles e invisibles y ante cuya majestad y perfección absoluta se abisma la mente. Nos basta el convencimiento de que Él existe y que Él es la sabiduría infinita. Nos basta tener como las demás criaturas una centella de su esencia. Reverenciamos al supremo infinito e ilimitado poder, al céntrico SOL ESPIRITUAL, cuya luz nos ilumina y cuya voluntad nos circunda. Es el Dios de los profetas antiguos y de los profetas modernos; el Dios cuya naturaleza sólo cabe vislumbrar en los mundos evocados a la existencia por su potente FIAT; el Dios cuya revelación está cifrada por su propia mano en los imperecederos símbolos de la armonía universal del Cosmos. Él es el único evangelio infalible.
Dice Plutarco en el Teseo, que los geógrafos antiguos llenaban las márgenes de sus mapas con el trazado de comarcas desconocidas cuyos epígrafes advertían que más allá sólo había arenales poblados de fieras y quebrados por ciénagas infranqueables. Poco menos hacen los modernos científicos y teólogos, pues mientras estos pueblan el mundo invisible de ángeles y demonios, aquéllos afirman sentenciosamente que nada hay más allá de la materia.
Sin embargo, muchos de nuestros empedernidos escépticos pertenecen a las logias masónicas. Todavía existen, aunque sólo de nombre, los rosacruces que tanto sobresalieron en las artes curativas durante la Edad Media. Podrán derramar lágrimas sobre la tumba de su respetable maestro Hiram Abiff, pero en vano buscarán el sitio donde estuvo la rama de acacia. Sólo queda la letra muerta; el espíritu se desvaneció. Parecen coristas ingleses o alemanes que en el cuarto acto de Hernani bajan a la cripta de Carlomagno para entonar el coro de la conspiración en lengua extraña. Así los modernos caballeros del sagrado Arco, aunque bajen todas las noches “por los nueve arcos a las entrañas de la tierra”, jamás descubrirán el sagrado delta de Enoch. Los caballeros del Valle del Norte y del Valle del Sur, tal vez se figuren que la iluminación despunta en su mente y que según adelanten en la masonería irá rasgándose el velo de la superstición, la tiranía y el despotismo; pero todo esto serán vanas palabras mientras renieguen de su madre la magia y desconozcan a su hermano gemelo el espiritismo. En verdad que podéis dejar vuestros sitiales, ¡oh Caballeros de Oriente!, y sentaros en el suelo con la cabeza entre las manos en apostura triste, porque valor os sobra para deplorar vuestra suerte. Desde que Felipe el Hermoso de Francia abolió la orden de los Templarios, nadie ha venido a resolver vuestras dudas, no obstante tantas pretensiones en contrario. Verdaderamente, venís errantes de Jerusalén en busca del perdido tesoro del lugar santo. ¿Lo hallastéis? ¡Ay!, no; porque el lugar santo está profanado y abatidas cayeron las columnas de sabiduría, fuerza y belleza. En adelante vagaréis en tinieblas y caminaréis humildemente por selvas y montes en busca de la palabra perdida. ¡Andad! No la encontraréis mientras reduzcáis vuestras jornadas a siete ni aún a siete veces siete, porque camináis en tinieblas que sólo puede disipar la fulgurante antorcha de la verdad, sostenida por los legítimos descendientes de Ormazd. Tan sólo ellos pueden enseñaros a pronunciar correctamente el nombre revelado a Enoch, Jacob y Moisés. ¡Pasad! Hasta que vuestro R. S. W. Sepa multiplicar 333 de modo que resulten 666, el número de la bestia apocalíptica, debéis ser prudentes y manteneros sub-rosa.
Para demostrar que no estaban desprovistas de fundamento científico las nociones de los antiguos respecto de los ciclos humanos, concluiremos este capítulo con una de las más remotas tradiciones referentes a la evolución de nuestro planeta.
NEROSOS, YUGAS Y KALPAS
Al término de cada “año máximo”, como llamaron Censorino y Aristóteles al período de siete saros (44), sufre nuestro planeta una total revolución física. Las zonas glaciales y tórrida cambian gradualmente de sitio; las primeras se mueven poco a poco hacia el Ecuador y la segunda con su exuberante vegetación y su copiosa vida animal, reemplaza los helados desiertos polares. Esta alteración de climas va necesariamente acompañada de cataclismos, terremotos y otras perturbaciones cósmicas (45). Como quiera que cada diez milenios y cerca de un nero, se altera el lecho del océano, sobreviene un diluvio análogo al del tiempo de Noé. Los griegos daban a este año el sobrenombre de helíaco, pero únicamente los iniciados conocían su duración y demás condiciones astronómicas. Al invierno del año helíaco le llamaban cataclismo o diluvio, y al verano le denominaban ecpirosis. Según tradición popular, la tierra sufría alternativamente catástrofes plutónicas (por el agua) y volcánicas (por el fuego) en estas dos estaciones del año helíaco. Así consta en los fragmentos Astronómicos de Censorino y Séneca; pero tanta incertidumbre hay entre los comentadores acerca de la duración del año helíaco, que ninguno se aproxima a la verdad excepto Herodoto y Lino, quienes respectivamente lo computan en 10.800 y 13.984 años (46). En opinión de los sacerdotes babilonios, corroborada por Eupolemo (47), la ciudad de Babilonia fue fundada por los que se salvaron del diluvio, quienes eran hombres de gigantesca talla y edificaron la torre llamada de Babel (48). Estos gigantes, que eran expertos astrónomos y además habían recibido enseñanzas secretas de sus padres “los hijos del Dios”, instruyeron a su vez a los sacerdotes y dejaron en los templos recuerdos del cataclismo que habían presenciado. De este modo computaron los sacerdotes la duración de los años máximos. Por otra parte, según dice Platón en el Timeo, los sacerdotes helenos reconvinieron a Solón por ignorar que aparte del gran diluvio de Ogyges habían ocurrido otros igualmente copiosos, lo cual demuestra que en todos los países tenían los sacerdotes iniciados conocimiento del año helíaco.
Los períodos llamados yugas, kalpas, nerosos y vrihaspatis son arduos problemas de cronología que ponen cejijuntos a eminentes matemáticos. El Sâtya-yuga y los ciclos budistas nos asustan con sus cifras. El mahakalpa o edad máxima se remonta mucho más allá de la época antediluviana y su duración es de 4.320.000.000 de años solares, que se distribuyen como vamos a ver:
En primer lugar tenemos los cuatro yugas siguientes:
1º Sâtya-yuga .................................................................. 1.728.000 años
2º Trêtya-yuga ................................................................. 1.296.000 “
3º Dvâpa-yuga ................................................................. 864.000 “
4º Kali-yuga ...................................................................... 432.000 “
________
4.320.000 “
EL AÑO MÁXIMO
Estos cuatro yugas constituyen un mahâ-yuga o yuga máximo y setenta y un mahâ-yugas comprenden, por lo tanto, 4.320.000 x 71 = 306.720.000 años. A este cómputo hay que añadir un sandhyâ o duración de los crepúsculos matutino y vespertino, en todo este tiempo, equivalente a un sâtya-yuga ó 1.728.000 años, con los que tendremos: 306.720.000 + 1.728.000 = 308.448.000 años o sea el período llamado manvántara (49). Catorce manvántaras componen 308.448.000 x 14 = 4.318.272.000 años y añadiendo un sandhya tendremos 4.318.272.000 + 1.728.000 = 4.320.000.000 años o sea el mahâkalpa o edad máxima, según vimos al principio de este cómputo. Como quiera que nos hallamos en el kali-yuga de la época vigésimo-octava del séptimo manvántara, aún nos falta algún trecho que recorrer antes de llegar siquiera a la mitad de la vida del planeta. Estos guarismos no son fantásticos, sino que, por el contrario, derivan de cálculos astronómicos según ha demostrado Davis (50). Muchos eruditos, entre ellos Higgins, no pudieron averiguar, no obstante sus indagaciones cuál era el ciclo secreto. Bunsen ha demostrado que los sacerdotes egipcios mantenían en el más profundo misterio las rotaciones cíclicas (51). Tal vez provenga la dificultad de que los antiguos lo mismo aplicaban el cálculo al progreso espiritual que al material de la humanidad, y así no será difícil descubrir la íntima relación establecida por los antiguos entre los ciclos cronológicos y los de la humanidad; si recordamos la suma importancia que daban a la constante y omnipotente influencia de los planetas en el destino de los hombres. Higgins acertó al suponer que el ciclo indo de 432.000 años es la verdadera clave del ciclo secreto, pero bien se echa de ver que no fue capaz de descifrarlo, pues este ciclo es el más impenetrable de todos, porque atañe al misterio de la creación. Está representado con guarismos simbólicos en el Libro de los números de los caldeos, cuyo texto original no se halla en biblioteca alguna, si acaso se conserva, ya que era uno de los tantos libros de Hermes (52).
Algunos cabalistas, matemáticos y arqueólogos, desconocedores de los cómputos secretos, amplían de 21.000 a 24.000 años la duración del año máximo, pues estaban creídos de que el último período de 6.000 años sólo debía aplicarse a la renovación de nuestro globo. Explica Higgins este error de cómputo, diciendo que la precesión de los equinoccios se efectuaba en 2.000 años y no en 2.160 para cada signo, de lo que suponían en 24.000 años la duración del año máximo dividido en cuatro períodos de 6.000. de aquí debieron proceder, en opinión de Higgins, los prolongadísimos ciclos de los antiguos astrónomos, porque el año máximo, como el año común, estaba trazado por la circunferencia de un inmenso círculo. Esto supuesto, computa Higgins los 24.000 años de la manera siguiente: “Si el ángulo que el plano de la eclíptica forma con el plano del ecudor fue decreciendo gradualmente, como se supone que ocurrió hasta hace poco, ambos planos hubieron de haber coincidido al cabo de 6.000 años. Transcurridos otros 6.000 años, el sol hubiera estado situado respecto del hemisferio sur como ahora lo está respecto del septentrional; después de 6.000 años más, volverían a coincidir los dos planos, y al término de otros 6.000 años se situaría el eje de la tierra en la posición actual. Todo este proceso representa un transcurso de 24.000 años. Cuando el sol llegó al ecuador finalizaría el período de 6.000 años y el mundo quedaría destruido por el fuego, mientras que al llegar al punto meridional, lo habría sido por el agua. De esta suerte tendríamos un cataclismo total cada 6.000 años, o sean diez nerosos” (53).
Este sistema de computación, prescindiendo del secreto en que los sacerdotes tenían sus conocimientos, está expuesto a gravísimos errores y tal fue la causa de que los judíos y algunos cristianos neoplatónicos vaticinaran el fin del mundo a los 6.000 años. También se origina de ello que la ciencia moderna menosprecie las hipótesis de los antiguos, y que se formen algunas sectas, que, como la de los adventistas, viven en continua espera del fin del mundo.
Así como el movimiento de rotación de la tierra determina cierto número de ciclos comprendidos en el ciclo mayor del movimiento de traslación, análogamente cabe considerar los ciclos menores comprendidos en el saros máximo. La rotación cíclica del planeta es simultánea con las rotaciones intelectual y espiritual, igualmente cíclicas. Así vemos en la historia de la humanidad un movimiento de flujo y reflujo semejante a la marea del progreso. Los imperios políticos y sociales al pináculo de su grandeza y poderlo para descender de acuerdo con la misma ley de su ascensión, hasta que llegada la sociedad humana al punto ínfimo de su decadencia, se afirma de nuevo para escalar las próximas alturas que por ley progresiva de los ciclos son ya más elevadas que las que alcanzó en el ciclo anterior.
TIPOS Y PROTOTIPOS
Las edades de oro, plata, cobre y hierro no son ficción poética. La misma ley rige en la literatura de los diversos países. A una época de viva inspiración y espontánea labor literaria, sigue otra de crítica y raciocinio. La primera proporciona materiales al espíritu analítico de la segunda.
Así, todos aquellos caracteres que gigantescamente despuntan en la historia de la humanidad, como Buda y Jesús en el orden espiritual y Alejandro y Napoleón en el material, son reflejadas imágenes de tipos humanos que existieron miles de años antes, reproducidos por el misterioso poder regulador de los destinos del mundo, y por ello no hay personaje histórico eminente sin su respectivo antecesor en las tradiciones mitológicas y religiosas, entreveradas de ficción y verdad, correspondientes a pasados tiempos. Las imágenes de los genios que florecieron en épocas antediluvianas se reflejan en los períodos históricos, como en las serenas aguas del lago la luz de la estrella que centellea en la insondable profundidad del firmamento.
Como lo de arriba es lo de abajo. Como en el cielo, así en la tierra. Lo que fue, será.
Siempre ha sido el mundo ingrato con sus hombres insignes. Florencia ha levantado una estatua a Galileo, y apenas si se acuerda de Pitágoras. Al primero le sirvieron de segura guía las obras de Copérnico, que hubo de luchar contra la general preocupación del sistema de Ptolomeo; pero ni Galileo ni los astrónomos modernos han descubierto la verdadera posición de los planetas, porque miles de años antes la conocían los sabios del Asia central, de donde trajo Pitágoras el definido conocimiento de esta verdad demostrada. Dice Porfirio que los números de Pitágoras son símbolos jeroglíficos de que se valía el ilustre filósofo para explicar las ideas relativas a la naturaleza de las cosas (54). De esto se infiere que para investigar su origen, hemos de recurrir a la antigüedad. Así lo corrobora acertadamente Hargrave Jennings en el siguiente pasaje:
“¿Sería razonable deducir que los apenas creíbles fenómenos físicos llevados a cabo por los egipcios fueron efecto del error en una época de tan floreciente sabiduría y de facultades prodigiosas en comparación de las nuestras? ¿Acaso cabe suponer que los numerosísimos pobladores de las márgenes del Nilo laboraron estúpidamente en tinieblas, que la magia de sus hombres eminentes era impostura y que sólo nosotros, los que, menospreciamos su poderío, somos los sabios? ¡No por cierto! Hay en aquellas antiguas religiones mucho más de lo que pudiera suponerse, a pesar de las audaces negaciones del escepticismo de estos descreídos tiempos... Así vemos que es posible conciliar las enseñanzas paganas con las clásicas, las de los gentiles con las de los hebreos y las cristianas con las mitológicas en la común creencia basada en la Magia, cuya posibilidad informa la moral de esta obra” (55).
Verdaderamente es posible la conciliación. Hace treinta años que los primeros fenómenos psíquicos de Rochester llamaron la dormida atención de las gentes hacia la realidad del mundo invisible, y cuando la menuda lluvia de golpes se convirtió en torrente cuya impetuosidad estremeció al mundo, los espiritistas hubieron de contender con dos adversarios: la teología y la ciencia. Pero los teósofos han de combatir con todas las preocupaciones del mundo, y más acerbamente todavía con la de los espiritistas.
Por una parte, los teólogos cristianos anatematizan a quien no cree en la existencia del Dios personal y del diablo también personal, mientras que para los materialistas no hay más Dios que la substancia gris del cerebro, y tienen por tres veces idiotas a cuantos creen en el diablo. Entretanto, los ocultistas y filósofos merecedores de este nombre perseveran en su labor sin hacer caso de unos ni de otros. Ninguno de ellos tiene de Dios el absurdo, pasional y veleidoso concepto que la superstición forjara, pero todos distinguen entre el bien y el mal. La razón humana, emanada de nuestra finita mente, no alcanza a comprender la infinita inteligencia de la ilimitada entidad divina, y como lógicamente no puede existir para nosotros lo que cae más allá de nuestro entendimiento, de aquí que la razón finita coincida con la ciencia en negar a Dios. Pero por otra parte, el Ego que piensa, siente y quyiere independientemente de la envoltura mortal en que alienta, no sólo cree, sino además sabe que existe Dios, la vida de nuestras vidas en Quien todos vivimos y Él vive en nosotros. Ni la fe dogmática es capaz de robustecer este convencimiento, ni las demostraciones físicas logran quebrantarlo una vez nacido en la recatada intimidad de la conciencia.
LA NATURALEZA HUMANA
La naturaleza humana tiene el mismo horror al vacío que los experimentadores del Renacimiento supusieron en la naturaleza física. La humanidad advierte instintivamente la presencia del Poder supremo, porque sin Dios poseería el universo un cuerpo sin alma. Como quiera que las multitudes desconocían el único camino donde hubieran podido hallar las huellas de Dios, llenaron el desolador vacío con el personal Dios plasmado de propósito por la teología con materiales exotéricamente entresacados de mitos y filosofías paganas. ¿Cómo, si no, se hubieran derivado tantas sectas, de las cuales llegaron algunas al último extremo del absurdo? El género humano anhela satisfacer sus necesidades espirituales con una religión que pueda relevar ventajosamente a la dogmática e indemostrable teología cristiana, y le dé pruebas de la inmortalidad del alma. A este propósito dice Sir Thomas Browne: “El más ponzoñoso dardo con que el escepticismo puede atravesar el corazón del hombre es decirle que no hay otra vida más allá de la presente ni otro estado, con posibilidades de ulterior progreso, que perfeccione su actual naturaleza”. La religión que probara científicamente la inmortalidad del alma pondría a las dominantes en la alternativa de reformar sus dogmas en este sentido, o de perder la adhesión de sus prosélitos. Muchos teólogos cristianos se han visto en la precisión de reconocer que no hay ninguna prueba auténtica de la vida futura; y sin embargo, ¿cómo se explica la continuidad de esta creencia a través de los siglos y en todos los países civilizados o salvajes, sin pruebas que la demostraran? ¿Acaso la universalidad de esta creencia, no es ya por sí misma una prueba de que tanto el eminente pensador como el inculto salvaje se han visto impulsados a reconocer el testimonio de sus sentidos? Si los fenómenos espectrales pudieron ser, en algunos casos aislados, ilusiones derivadas de causas físicas, ¿es justo achacar a mentes enfermizas los innumerables casos en que, no ya una sola, sino varias personas a la vez, vieron y hablaron a los aparecidos?
Los más eminentes pensadores de Grecia y Roma no dudaron de la realidad de las apariciones que clasificaban en manes, ánima y umbra. Los manes descendían al mundo inferior; el ánima o espíritu puro, subía a los cielos; y el umbra vagaba alrededor del sepulcro, atraído por su afinidad con el cuerpo físico.
“Terra legit carnem tumulum circumvolet umbra,
Orcus habet manes, spiritus astra petit”.
Así dice Ovidio al tratar de la trina naturaleza del alma humana. Sin embargo, todas estas definiciones han de someterse al escrupuloso análisis de la filosofía, porque, por desgracia, muchos eruditos olvidan que la modificación de los idiomas y la terminología simbólica empleada por los antiguos místicos han inducido a error a gran número de traductores e intérpretes que leyeron literalmente las frases de los alquimistas medioevales, del mismo modo que los modernos eruditos no advierten el simbolismo de Platón. Algún día lo comprenderán debidamente y echarán de ver que la filosofía antigua, como también la moderna, se valió del método de extrema necesidad, y que desde los orígenes de la especie humana estuvo la verdad bajo la salvaguarda de los adeptos del santuario. Entonces se convencerán de que tan sólo eran aparentes las diferencias de credos y ceremonias, pues los depositarios de la primitiva revelación divina; que habían resuelto cuantos problemas caen bajo el dominio de la mente humana, formaban una comunidad universal, científica y religiosa, que en continua cadena circula el globo. A la filosofía y a la psicología les toca buscar los eslabones extremos, y luego de hallados, siquiera uno solo, seguir escrupulosamente el encadenamiento que nos eleve a desentrañar el misterio de las antiguas religiones.
POSIBILIDADES DEL PORVENIR
La negligencia en el examen de estas pruebas condujo a hombres de tan preclaro talento, como Hare y Wallace, al redil del moderno espiritismo, mientras que a otros les llevó, por falta de espiritual intuición, a las diversas modalidadesdel grosero materialismo. Pero ya no es necesario insistir en este punto, porque ni valor ni esperanza han de faltarnos, aunque la mayoría de los eruditos contemporáneos opinen que sólo ha habido en el mundo una época de florecimiento intelectual, a cuyos albores pertenecen los filósofos antiguos y en cuyo cenit brillan los modernos, y aunque los científicos del día pretendan invalidar el testimonio de los pensadores de otro tiempo, como si la humanidad hubiera empezado a existir el primer año de la era cristiana y todo cuanto sabemos fuese de época reciente. eL momento es más propicios que nunca para la restauración de la filosofía antigua, pues arqueólogos, fisiólogos, astrónomos, químicos y naturalistas se acercan al punto en que hayan de recurrir a ella. Las ciencias físicas tocan ya los límites de la investigación, y la teología dogmática ve agotadas las fuentes de que en otro tiempo bebiera. Si no mienten las señas, se acerca el día en que el mundo tenga pruebas de que únicamente las religiones antiguas estuvieron en armonía con la naturaleza, y de que la ciencia de los antiguos abarcaba todo conocimiento asequible a la mente humana. Se revelarán secretos durante largo tiempo velados; volverán a ver la luz del día olvidados libros de épocas remotas y perdidas artes de tiempos pretéritos; los pergaminos y papiros arrancados de las tumbas egipcias andarán en manos de intérpretes que los descifren, junto con las inscripciones de columnas y planchas cuyo significado aterrorice a los teólogos y confunda a los sabios. ¿Quién conoce las posibilidades del porvenir?
Pronto ha de empezar, o mejor dicho, ha empezado ya la era restauradora. El ciclo está por terminar su carrera, y vamos a entrar en el siguiente. Las páginas de la historia futura contendrán pruebas evidentes de que si en algo hemos de creer a los antiguos es en que los espíritus descendieron de lo alto para conversar con los hombres y enseñarles los secretos del mundo oculto.
CAPÍTULO II
¡Orgullo! Cuando la razón desfallezca, acude en nuestro
auxilio y llena hasta los bordes el enorme vacío de la mente.
POPE
Pero ¿a qué alterar las obras de la naturaleza? La filosofía
Más profunda será la que nos revele los secretos de la
Naturaleza y nos permita penetrar en ella sin trastornarla.
BULWER
¿Le basta al hombre con saber que existe? ¿Le basta tener forma humana para engalanarse con el título de hombre? Estamos en la firme convicción de que para llegar a ser una entidad genuinamente espiritual en el verdadero signficado de esta palabra, debe el hombre regenerarse eliminando de su mente todda impureza egoísta y con ellas la superstición y las preocupaciones, que conviene distinguir de las simpatías y antipatías. Al principio nos vemos arrastrados dentro del negro círculo de la poderosa oleada magnética que emana así de los objetos materiales como de las ideas, y de esta suerte nos invaden los respetos humanos y el temor a la opinión de las gentes.
Raramente acepta el hombre una idea por la libre acción del propio juicio, sino que, al contrario, se inclina a la opinión dominante en la colectividad. Así tenemos, por ejemplo, que un devoto no pagará exorbitantemente un asiento cómodo en una función religiosa, ni un materialista irá dos veces a escuchar las conferencias de Huxley sobre la evolución porque tal sea su voluntad definida, sino porque tanto a uno como a otro acto asisten personas distinguidas en sociedad, con las que el buen ver exige alternar. Lo mismo sucede en todo lo demás. Si la psicología hubiese tenido su Darwin, de seguro considerara la descendencia moral del hombre invariablemente paralela a su descendencia orgánica, pues en sus serviles manías de remedo ofrece el hombre más semejanza con el mono que en los rasgos exteriores señalados por el insigne antropólogo. Las múltiples variedades de cuadrumanos, burlescas imitaciones del hombre, parecen haber evolucionado con objeto de proporcionar a las gentes de buena ropa los materiales necesarios para el trazado de su árbol genealógico.
La ciencia se enriquece de día en día con nuevos descubrimientos químicos, físicos, fisiológicos y antropológicos. Los eruditos y doctos han de estar libres de toda preocupación y prejuicio; pero no obstante la libertad que actualmente disfrutan el pensamiento y las opiniones, los científicos no han modificdo su temperamenteo intelectual. Utópico es presumir que el hombre cambie por la evolución y desenvolvimiento de nuevas ideas. Podemos abonar un campo para que cada año dé más copiosos y sazonados frutos; pero si cavamos en lo hondo, encontraremos la misma clase de tierra que al abrir el primer surco.
No hace todavía muchos años era anatematizado por hereje quien dudaba de los dogmas teológicos. La ciencia ha vencido Vae victis!... Pero el vencedor se atribuye a su vez la misma infalibilidad que develara en el vencido, si bien tampoco puede probar su derecho a ella. Tempora mutantur et nos mutamur in illis, dijo Lotario con apropiada aplicación a este caso. Sin embargo, nos creemos con algún derecho para interrogar a los pontífices de la ciencia.
Durante muchos años hemos seguido de cerca la marcha del espiritismo moderno, familiarizándonos con sus dos literaturas, europea y norteamericana, presenciando sus interminables controversias y comparando sus contradictorias hipótesis. Muchos espiritistas disidentes, que quisieron profundizar las causas de los fenómenos, llegaron a la conclusión de que, ya fuese por ineptitud de los investigadores, ya por lo misterioso de las fuerzas actuantes, cuanto más frecuentes y diversas eran las manifestaciones psíquicas, más impenetrablemente oculta quedaba su causa.
VALÍA DE LAS PRUEBAS
Los fenómenos psíquicos, que erróneamente sin duda se llaman espiritistas, están hoy perfectamente comprobados y fuera inútil negarlos. Aun prescindiendo de los casos de fraude e impostura, todavía queda mucho para las investigaciones de la ciencia. No es necesario el valor de Galileo para lanzar al rostro de los académicos el famoso e pur si muove, porque los fenómenos psíquicos han tomado ya la ofensiva.
Opinan los modernos científicos que, si bien son para ellos un misterio los fenómenos mediumnímicos, nada prueba que no deriven de anormales condiciones nerviosas de los médiums, y hasta tanto que no se dilucide esta cuestión, es inadmisible atribuirlos a espíritus humanos. Verdaderamente, quienes afirman la intervención de los espíritus han de probar su afirmación; pero si los científicos quisieran estudiar el asunto de buena fe, con sincero deseo de esclarecer tan hondo misterio, en vez de desdeñarlo, no habrían de temer censura alguna. Ciertamente, la mayoría de las comunicaciones mediumnímicas parecen dadas a propósito para despertar recelos en los investigadores menos sagaces, porque, aun en los casos en que no hay impostura, suelen ser vulgares y chabacanas. En los últimos veinte años vimos escritas, de mano de distintos médiums, comunicaciones dictadas, al decir del comunicante, por Shakespeare, Byron, Franklin, Pedro el Grande, Napoleón, Josefina y Voltaire; pero nos causaron el efecto de que Napoleón y su esposa habían olvidado la ortografía, de que Shakespeare y Byron eran unos fatuos y Voltaire un imbécil. Disculpable es, por lo tanto, juzgar del aparente embaucamiento, que si tan palpable es el fraude en la superficie, no será fácil hallar la verdad en el fondo. La ridícula suplantación de personajes célebres,cuyos nombres aparecen al pie de vulgarísimas comunicaciones, ha empachado de tal modo a los científicos, que no pueden digerir la verdad subyacente en los fenómenos psíquicos, como si juzgaran del fondo del océano por la superficie de las aguas cubiertas de espuma y escorias. Pero si por una parte no cabe vituperar a quienes al primer indicio de falsedad entran en recelo, tenemos el derecho de censurarlos por no llevar adelante sus investigaciones. Tan neciamente proceden estos tales, como si un buzo repugnara tomar una concha al verla sucia y viscosa, sin tener en cuenta que con sólo abrirla encontraría la perla. Ni siquiera las negaciones de las eminencias científicas valen en este caso, pues la repugnancia que sienten hacia un asunto tan impopular, parece como si hubiera contagiado a la generalidad de las gentes. Los fenómenos ahuyentan a los científicos y los científicos rehuyen los fenómenos, dice Aksakof en un notable artículo sobre mediumnidad, de acuerdo con la comisión científica de San petersburgo, encargada de investigar los fenómenos psíquicos, cuyo informe estaba tan poco meditado y lleno de prejuicios, que aun los mismos escépticos protestaron despectivamente contra su notoria parcialidad.
El profesor Fisk delata en su obra El Mundo invisible, la falta de lógica de sus colegas científicos al criticar la filosofía genuinamente espiritualista, diciendo que según las exactas definiciones de los conceptos de materia y espíritu, la existencia del espíritu es indemostrable por los sentidos, y que por lo tanto, no es posible fundamentar la filosofía espiritualista en pruebas científicas. A este propósito transcribiremos el siguiente pasaje de la citada obra:
“El testimonio de la existencia del espíritu es inasequible en las condiciones de la vida terrena, puesto que escapa a toda experimentación, y por numerosas que sean sus pruebas, no cabe esperanza de hallarlas. Por lo tanto, nuestro fracaso en este empeñao no es seguramente de valía contra la existencia del espíritu. En este concepto, la creencia en la vida futura carece de base científica, porque en manera alguna lo necesita ni es posible someterla a la crítica de los científicos. Los adelantos de la ciencia física, por rápidos que sean, no podrán en lo futuro impugnar esta creencia, que lejos de ser contraria a la razón, en nada afecta a la mentalidad científica ni para nada influye en las conclusiones de las ciencias experimentales.
JUICIO DE LOS CIENTÍFICOS
“Si los científicos reconocieran que el espíritu no es materia ni está regido por las leyes de la materia, y refrenaran las especulaciones a que les mueve su conocimiento de las cosas materiales, eliminarían la principal causa de disgusto que solivianta los sentimientos religiosos de las gentes”.
Pero no harán tal, seguramente, porque por una parte les ha exasperado la noble, franca y leal rendición al espiritualismo de un hombre tan eminente como Wallace, y por otra repugnan adoptar una conducta de prudente expectativa como la de Crookes.
Contra las opiniones expuestas en la presente obra, se levanta la única objeción de que están basadas en el sostenido estudio de la magia antigua y de su moderna forma el espiritismo. Aun ahora que se han vulgarizado los fenómenos de análoga naturaleza, confunden muchos la magia con la prestidigitación y el ilusionismo. En cuanto a los fenómenos espiritistas, ya que no sea posible negarlos por su abrumadora evidencia, se los tiene por alucinación de cuantos los presencian. Al cabo de muchos años de fomentar el trato de magos, ocultistas, hipnotizadores y demás profesores del arte en sus dos modalidades blanca y negra, nos creemos con sobrada idoneidad en tan controvertido y complejo asunto. Nos hemos relacionado con los fakires de la India y hemos presenciado sus comunicaciones con los pitris. Hemos observado los procedimientos y actuaciones de los derviches de la danza aullante; hemos tenido amistoso trato con los marabutos o santones musulmanes y con los encantadores de serpientes de Damasco y Benares, cuyos secretos pudimos sorprender. Por consiguiente, nos apena que científicos desconocedores de todos estos fenómenos y sin oportunidad para estudiarlos, los achaquen a meras habilidades de prestidigitación. Debieran suspender todo juicio hasta analizar por completo las fuerzas de la naturaleza, pues resulta de manifiesta incongruencia, por no decir mala fe, desdeñar asuntos que al fin y al cabo son de índole psicológica o fisiológica y rechazar sin más ni más la posibilidad de tan sorprendentes fenómenos.
No cerjaremos en nuestro empeña, aunque hubiese de repetirse en nuestros días el insulto lanzado por Faraday, al decir con más espontaneidad que cultura cívica: “muchos perros aventajan en lógica a algunos espiritistas” (1). Los insultos no son argumentos y mucho menos pruebas. Porque hombres como Huxley y Tyndall califiquen el espiritismo de “creencia degradante” y la magia de “prestidigitación”, no por ello dejará la verdad de serlo. El escepticismo, ya dimane de un ignorante o de un erudito, es incapaz de invalidar la inmortalidad del alma. “La razón está sujeta a error”, dice Aristóteles, y así puede ocurrir que la opinión del más ilustre filósofo sea más equivocada que el vulgar sentido común de su analfabeto cocinero. En los Cuentos del Califa impío, el sabio, árabe Barrachias-Hassan-Oglu, dice prudentemente: “Guárdate, ¡oh hijo mío!, de la alabanza propia, porque embriaga con deleite. Aprovéchate de tu saber, pero respeta asimismo la sabiduría de tus padres. Y acuérdate, ¡oh amado mío!, de que la luz divina de la verdad de Allah alumbra a veces más fácilmente una mente rasa que otra que, por estar repleta de conocimientos, no da cabida al argentino rayo... Tal es el caso de nuestro sapientísimo cadi”.
Cuando Crookes emprendió en Londres la investigación de los fenómenos mediumnímicos, recrudecieron las acritudes y desdenes de los científicos europeos y americanos hacia tan misterioso problema. el insigne físico fue el primero en presentar al público uno de aquellos supuestos centinelas que guardaban las puertas cuyo dintel estaba prohibido atravesar. Después de Crookes, hubo otros científicos que tuvieron el heroico valor, dada la impopularidad del asunto, de ocuparse en serio de los fenómenos psíquicos.
Mas por desgracia la flaqueza de la carne no correspondió a la voluntad del espíritu, y retrocedieron ante la pesada carga del ridículo, que cayó por entero sobre los hombros de Crookes. En cuanto al provecho obtenido por este sabio de sus investigaciones y al agradecimiento de sus propios colegas, basta leer las Investigaciones de los fenómenos espiritistas.
CONCLUSIONES DE CROOKES
Al cabo de algún tiempo, los individuos designados para comprobar los experimentos de Crookes, hubieron de atestiguar, de acuerdo con éste, las siguientes conclusiones:
1ª Que los fenómenos presenciados personalmente por ellos mismos, eran auténticos y de imposible simulación, por lo que no había más remedio que admitir la actuación de una fuerza desconocida.
2ª Que no les era posible afirmar si los fenómenos tenían por causa la acción de espíritus desencarnados, o entidades análogas; pero que eran innegables y contrariaban muchas hipótesis establecidas, así como también las leyes naturales (2).
3ª Que no obstante la combinación de esfuerzos para invalidar los fenómenos, hubieron de cerciorarse de su indisputable realidad, vislumbrando en ellos una fuerza natural, de ley todavía ignorada (3).
Esto es precisamente lo que no satisfizo a los escépticos, porque antes de publicar el informe se había vaticinado la derrota de los espiritistas, y tal confesión por parte de los comisionados, hería en lo más vivo el amor propio de cuantos rehuyeron timoratamente las investigaciones. Era ya demasiado que burlasen las pesquisas de tan expertos físicos, unos vulgares y nefandos fenómenos tenidos hasta entonces, en opinión general de los doctos, por consejas de ayas o entretenimiento de criadas histéricas, y relegados al olvido por el Instituto de Francia. Una oleada de indignación cubrió el informe de los comisionados, según el mismo Crookes relata en su folleto La fuerza psíquica, encabezado muy hábilmente con la siguiente cita de Galvani: “Dos opuestas sectas me combaten: la de los que saben algo y la de los que no saben nada; pero estoy seguro de haber descubierto una de las mayores fuerzas naturales”.
Después dice Crookes:
“Tenían por seguro que el resultado de mis experimentos coincidiría con sus prejuicios y no deseaban la verdad, sino la corroboración de sus preconcebidas afirmaciones; pero al ver que los hechos resultantes de mis experiencias diferían de su opinión, se retractaron de sus anteriores excitaciones para la investigación de los fenómenos, diciendo: “Home es un hábil hechicero que nos ha engañado a todos”. “De la misma manera podía Crookes investigar las artimañas de un prestidigitador indo”. “Crookes debiera presentar testigos más fidedignos para que le creyéramos”. “La cosa es demasiado absurda para tomarla en serio”. “Si es imposible, no puede ser”. (Nunca declaré yo que fuera imposible, sino que era cierto). “A los investigadores se les ha sugestionado y por ello imaginaron ver lo que jamás hubo”. Así otros subterfugios por el estilo” (4).
Todos cuantos de este modo se expresaron, redarguyeron además con hipótesis tan pueriles como la “cerebración inconsciente”, la contracción muscular involuntaria y la archiridícula del “chasquido de la rótula”, ansiosos de quitar toda importancia a la aparición de la nueva fuerza, hasta que al cabo de ignominiosos tropiezos se resolvieron al silencio, envueltos en el manto de la dignidad, no sin sacrificar a sus colegas en el altar de la opinión pública; pero al salir del palenque de la investigación, donde quedan campeones no tan temerosos, es muy posible que no vuelvan a entrar en él estos infortunados experimentadores (5).
Es mucho más cómodo negar la realidad de los fenómenos psíquicos desde abrigadas posiciones, que señalarles lugar apropiado entre los fenómenos naturalesclasificados por las ciencias de observación. ¿Pero cómo podrán lograrlo si dichos fenómenos corresponden a la psicología que con sus ocultas y misteriosas fuerzas es país desconocido para la ciencia moderna? Así es que impotentes para explicar cuanto directamente procede de la naturaleza del alma humana, cuya existencia niegan los más de ellos, e incapaces por otra parte de confesar su ignorancia, arremeten vengativamente los científicos contra quienes sin presumir de sabios creen en el testimonio de sus sentidos.
“Un puntapié tuyo, ¡oh Júpiter!, es suave”, dice el poeta Tretiakowsky en una antigua tragedia rusa. Lo mismo podemos decir respecto de los vastos conocimientos de los dioses mayores de la ciencia, en cuestiones menos abstrusas; mas aunque no imitemos su conducta, tampoco hemos de desconceptuarlos ante la opinión pública. Pero por desgracia, no son los dioses quienes más alto claman.
LOS MONOS DE LA CIENCIA
El elocuente Tertuliano llama a Satán y sus retoños “monos de Dios”, porque remedan las obras del creador. Suerte tienen los filosofastros del día que no haya un nuevo Tertuliano para inmortalizarlos despectivamente como los “monos de la ciencia”.
Pero volvamos a los verdaderos científicos. Dice Aksakof: “Los fenómenos de carácter meramente objetivo demandan la investigación de científicos que los expliquen; pero los pontífices de la ciencia quedan desconcertados ante una cuestión tan sencilla a primera vista, pues parece como si al tratar de ella se vieran en la precisión de faltar, no sólo a la suprema ley moral: la verdad, sino a la suprema ley científica: la experimentación... Advierten que algo muy importante hay en el fondo de todo ello, pues los casos de Hare, crookes, Morgan, Varley, Wallace y Butleroff sembraron entre ellos el pánico y temen que, de retroceder un paso, se vean precisados a abandonar todo el terreno. Los principios consagrados por el tiempo, las especulativas contemplaciones de toda una vida, de toda una generación, dependen de un sencillo vuelco de la suerte” (6). Ante experimentos tales como los de Crookes, Wallace, Hare y de la Sociedad Dialéctica, ¿qué cabe esperar de las lumbreras de erudición? La actitud respecto de fenómenos innegables es ya, por sí misma, otro fenómeno sencillamente incomprensible, a menos que admitamos una enfermedad psíquica tan contagiosa como la hidrofobia que, sin exigir nada por el descubrimiento, llamaríamos psicofobia científica. Deben de haber aprendido ya a estas horas en la amarga escuela de la experiencia, que las ciencias experimentales tienen su límite, pues mientras haya en la naturaleza un solo misterio inexplicado, es muy peligroso pronunciar la palabra imposible.
En su Investigación de los fenómenos del espiritismo, somete Crookes a sus lectores las ocho hipótesis siguientes, respecto de los fenómenos observados:
1ª Los fenómenos son resultado de tretas, fraudes, combinaciones mecánicas y juegos de manos. Los médiums son impostores, y los concurrentes imbéciles.
2ª Los concurrentes son víctimas de alucinación e imaginan presenciar fenómenos sin realidad objetiva.
3ª Los fenómenos son resultado de la acción cerebral, ya consciente, ya inconsciente.
4ª El espíritu del médium se compenetra con el de todos o parte de los concurrentes.
5ª El espíritu maligno asume la personalidad que le place, con propósito de perjudicar a la religión y perder las almas de los hombres (7).
6ª Los fenómenos resultan de la acción de entidades no pertenecientes a la especie humana, pero que viven en la tierra y son capaces de manifestar su presencia en algunas ocasiones. En todo tiempo, y según la época, recibieron estas entidades los diversos nombres de gnomos, hadas, salamandras, sílfides, ondinas, ogros, duendes, trasgos, genios, diablos, enanos, etc. (8).
7ª Los fenómenos se deben a la acción de las almas de los difuntos (9).
8ª La energía psíquica opera, por medio de las entidades aludidas, en las cuatro hipótesis inmediatamente precedentes.
La primera hipótesis sólo es válida en casos, por desgracia demasiado frecuentes, pero no tiene importancia alguna con relación a los fenómenos de por sí. Las segunda y tercera son los últimos reductos en que se guarecen los escépticos y materialistas, a quienes puede aplicarse el aforismo jurídico: Adhuc sub judice lis est. Por lo tanto, sólo hemos de analizar las otras cuatro hipótesis en las que podremos incluir la octava.
En prueba de lo muy expuesta a error que está toda opinión científica, compararemos los diversos artículos que sobre los fenómenos espiritistas escribió Crookes desde 1870 a 1875. De uno de ellos entresacamos el siguiente pasaje:
OPINIONES DE CROOKES
“El perfeccionamiento y difusión de los métodos científicos facilitarán la exactitud de las observaciones, con estímulos de mayores anhelos de verdad, en los investigadores futuros, cuyos descubrimientos lanzarán los vanos residuos del espiritismo al desconocido antro de la magia y de la nigromancia”.
Sin embargo, en 1875 describía el mismo crookes, con profusión de pormenores, los fenómenos producidos por el materializado espíritu llamado Catalina King (10). No cabe suponer que durante dos o tres años seguidos estuviera Crookes sujeto a algtuna sugestión extraña o alucinado por completo, pues la materializada forma de Catalina King se le aparecía en su propio despacho en circunstancias incompatibles con todo fraude, y la vieron y oyeron centenares de testigos. Sin embargo, dice Crookes que jamás creyó que Catalina King fuera un espíritu desencarnado. Aun admitiendo la afirmación de Crookes bajo su sola palabra, tendríamos que la materializada forma había de ser forzosamente una de las entidades enumeradas en la sexta hipótesis, según opina el mismo Crookes (11). Y por cierto, que tan sólo a un hada pudiera aplicarse la poética descripción del insigne físico cuando de ella dice:
“Aparece rodeada de un ambiente de vida, y sus dulces y serenos ojos, tan bellos como los pensamientos celestiales, acrecientan con su mirada la diafanidad del aire. Ante su avasalladora presencia, sentimos que no fuera idolatría hincarnos de rodillas” (12). Así es que después de haber escrito en 1870 tan acerbas frases contra el espiritismo y la magia, después de declarar que todo le parecía cosa de superstición, o por lo menos de inexplicable fraude o alucinación de los sentidos, dice Crookes cinco años más tarde:
“Mayor repugnancia siente mi razón, por contrario al sentido común, a creer que la Catalina King de estos tres pasados años, sea ilusorio efecto de fraudes e imposturas, que creer que sea lo que ella misma afirma ser” (13).
Esta observación demuestra concluyentemente:
1º Que si bien Crookes tenía el pleno convencimiento de que la forma materializada Catalina King era una entidad, no creía que fuese el médium, ni difunto alguno, sino, por el contrario, una desconocida fuerza de la naturaleza, propensa a las expansiones del amor y de la alegría retozona.
2º Que a pesar de su absoluta certeza de la existencia de aquella nueva fuerza, no variaba el eminente investigador su escéptica actitud respecto de la cuestión. En una palabra: creía firmemente en el fenómeno, pero negaba que lo produjera la acción del espíritu de un difunto.
Nos parece que por lo concerniente a los prejuicios del vulgo, esclarece Crookes un misterio para sumir a las gentes en otro todavía mayor, es decir, que le resulta el obscurum per obscurius, pues al rechazar los despreciables residuos del espiritismo, se sumerge temerariamente el audaz científico en el desconocido limbo de la magia y la nigromancia.
Las leyes hasta ahora conocidas de las ciencias físicas, apenas intervienen en los fenómenos espiritistas, por muy objetivos que sean, y aunque de ellos se infieran visiblemente los efectos de una fuerza desconocida, no han podido todavía los científicos comprobarlos a su sabor ni descubrir las condiciones necesarias y suficientes para su producción, porque ello requiere un estudio tan profundo de la trina naturaleza física, psíquica y espiritual del hombre, cual en otro tiempo lo hicieron los magos, teurgos y taumaturgos.
Hasta ahora, aun los mismos que, a ejemplo de Crookes, han investigado atenta e imparcialmente los fenómenos psíquicos, prescindieron de la causa como si de antemano la diputaran por investigable y les conturbase lo mismo que la causa primera de los fenómenos cósmicos, cuyos infinitos efectos tan cachazudamente observan y clasifican. Sus procedimientos de investigación igualan en insensatez a aquel que para encontrar las fuentes de un río, caminase hacia la desembocadura. Tan mezquino concepto tienen de la posible acción de las leyes naturales, que, o niegan aun las más sencillas modalidades de fenómenos psíquicos, o han de atribuirlos a milagros que la ciencia rechaza por absurdos, resultando de todo ello desprestigiados los científicos. Si estos hubieran estudiado los llamados “milagros”, en vez de negarlos, de seguro que ya conocerían muchas leyes naturales que los antiguos conocieron. Como dice Bacon: “El convencimiento no dimana de los argumentos, sino de la experimientación”.
AUTENTICIDAD DEL ALKAHEST
Los antiguos, y sobre todo los magos y astrólogos caldeos, se distinguieron siempre por su ardiente anhelo de inquirir la verdad en las diversas ramas de la ciencia, pues se esforzaban en penetrar los secretos de la naturaleza, por los mismos métodos de observación y experimentación a que recurren los modernos investigadores; y si estos se resisten a creer que aquéllos ahondaran mucho más en los misterios del universo, no por ello es justo negar que poseyeran vastos conocimientos, ni tampoco acusarles de superstici`´on, pues lejos de haber prueba de estas imputaciones, cada nuevo descubrimiento arqueológico es un testimonio a su favor. Nadie les ha superado aún en conocimientos químicos, y a este propósito dice Wendell en su famosa conferencia acerca de Las Artes perdidas, que “la química llegó en tiempos antiguos a una altura no alcanzada ni siquiera bordeada por nosotros”. Conocieron el vidrio maleable que, suspendido de un extremo, se iba distendiendo por su propio peso, hasta adelgazarse en forma de cinta flexible que podía arrollarse a la muñeca, y cuyo secreto de fabricación fuera para nosotros tan difícil como volar hasta la luna. Está históricamente comprobado, que un extranjero llevó a Roma, en tiempo de Tiberio, una copa de cristal que al caer sobre el pavimento de mármol no se rompía, sino que tan sólo se abollaba y era fácil restituirle su primitiva forma a martillazos. Si los modernos dudan de ello es porque no saben hacerlo. En Samarcanda y en algunos monasterios del Tíbet, pueden verse hoy día copas y otros objetos de cristal maleable, con añadidura de haber allí quienes afirman que pueden fabricarlos, gracias a su conocimiento del tan ridiculizado alkahest o disolvente universal que, según Paracelso y Van Helmont, es un agente natural “capaz de reducir todos los cuerpos sublunares, así homogéneos como heterogéneos, a su ens primum o substancia primaria, convirtiéndolos en un licor uniforme y potable, que aun mezclado con agua u otro zumo cualquiera no pierde su virtud, y si otra vez se mezcla consigo mismo se convierte en agua pura y elemental”. ¿Qué inconveniente hay en admitir la posibilidad de todo esto? ¿Por qué ha de ser utópico este disolvente? ¿Acaso porque los químicos modernos no lo han descubierto? Sin mucho esfuerzo podemos concebir que todos los cuerpos dimanan de una substancia primaria que de acuerdo con la astornomía, geología y física, debió de ser fluida en su originario estado. ¿Por qué no puede el oro, cuya génesis desconocen los químicos modernos, haber sido primitivamente una substancia básica del oro, un fluido pesado que, como dice Van Helmont, “por su propia naturaleza y por la firme cohesión de sus partículas tomó el estado sólido”? No es, por lo tanto, despropósito creer que haya una substancia universal que reduzca todos los cuerpos a su genérica substancia. Van Helmont la califica de “la sal más poderosa y principal que en su grado máximo de simplicidad, pureza y sutilidad, no se altera al reaccionar sobre otras materias, y tiene suficiente energía para disolver el cuarzo, las piedras preciosas, el vidrio, la sílice, el azufre y los metales, formando una sal roja de peso equivalente al de las materias disueltas con tanta facilidad como el agua caliente disuelve la nieve”.
Éste es el fluido que aún hoy se emplea para sumergir el vidrio común y darle maleabilidad.
Tenemos una prueba palpable de semejantes posibilidades. Un corresponsal extranjero de la Sociedad Teosófica, famoso médico que hace más de treinta años se dedica al estudio de las ciencias ocultas, ha obtenido el primario elemento del oro al que llama legítimo aceite de oro, que analizado por muchos químicos, se han visto precisados a confesar que no acertaban con el procedimiento de obtención. No debe extrañarnos que este médico se resista a publicar su nombre, pues el ridículo y las preocupaciones vulgares son a veces más peligrosas que la Inquisición antigua. La tierra adámica es de linaje emparentado con el alkahest y uno de los más importantes secretos alquímicos, que ningún cabalista divulgará, pues como dice muy bien en lenguaje simbólico: “daría explicación de las águilas de los alquimistas y las águilas tienen las alas cortadas”. Es un secreto que Tomás Vaughan (Eugenio Filaleteo), tardó veinte años en aprender.
ELOGIO DE PARACELSO
A medida que la aurora de las ciencias físicas fue acrecentándose en luz diurna, las ciencias espirituales se sumergieron en cada vez más densas sombras, hasta el punto de negarlas muchos muy rotundamente. A los eminentes psicólogos de otras épocas se les tiene hoy por ignoprantes y supersticiosos, cuando no por saltimbanquis y prestidigitadores, pues el sol de la ciencia brilla en nuestros días con tal esplendor, que parece axiomático que los antiguos nada sabían y estaban envueltos en las brumas de la superstición. Pero olvidan sus detractores que el sol de nuestro tiempo será obscura noche en comparación del luminar futuro, uy que así como los científicos de nuestro siglo tildan de ignorantes a sus antepasados, tal vez sus descendientes digan de ellos que nada sabían.
La marcha del mundo es cíclica. Las razas futuras serán reproducción de otras hace siglos desaparecidas, mientras que la nuestra acaso reproduce la existente diez mil años atrás. Tiempo ha de llegar en que reciban su merecido cuantos hoy detractan úblicamente a los herméticos, pero que en privado consultan sus polvorientos volúmenes para plagiar sus ideas. A este propósito exclama honradamente Pfaff: “¿Quién ha tenido tan claro concepto de la naturaleza como Paracelso? Fue el audaz fundador de la química médica y de innovadoras escuelas, victoriosas en la controversia, y uno de los pensadores que dieron más acertada orientación al estudio de la naturaleza de las cosas. Lo que en sus obras dice acerca de la piedra filosofal, de los pigmeos y gnomos, de los homúnculos, del elixir de larga vida y demás temas hoy aducidos por sus detractores para regatearle méritos, no pude debilitar nuestro agradecimiento y admiración por sus obras y por su noble vida” (14).
Muchos médicos, químicos y magnetizadores nutrieron su mente en las obras de Paracelso. De él tomó Hufeland su teoría de las enfermedades infecciosas, a pesar de que Sprengel le llama “el charlatán de la Edad Media”, si bien en cambio reivindica Hemman la memoria del insigne filósofo diputándole noblemente por el químico más ilustre de su época” (15). Lo mismo dicen Molitor (16) y el eminente psicólogo alemán Ennemoser (17), de cuyos estudios sobre Paracelso se infiere que este hermético fue “el más admirable talento de su tiempo”. Pero las lumbreras modernas presumen de aventajarle en sabiduría, y han hundido en el “limbo de la magia” las ideas de los rosacruces acerca de los espíritus elementales, duendes y hadas como si fueran cuentos infantiles (18).
Concedemos de buen grado a los escépticos que en la mitad y más de los fenómenos psíquicos interviene el fraude más o menos hábilmente dispuesto, según prueban recientes manifestaciones de médiums materializados; pero quedan todavía muchísimos otros fenómenos perfectamente auténticos, en espera de comprobación por parte de los científicos que se verán precisados a efectuarla con toda sinceridad, cuando los espiritistas sean lo suficientemente razonables para no proporcionar armas a sus adversarios.
EL ESPIRITISMO CLERICAL
¿Qué concepto formarán los espiritistas sensibles del espíritu guía que después de haberse servido año tras año de un pobre médium, lo abandona de repente cuando más necesita de su auxilio? Tan sólo seres sin alma ni conciencia pueden hacerse reos de tamaña injusticia. ¿Es acaso por la fuerza de las circunstancias? Mero sofisma. ¿Qué espíritus son esos que no convocan si es necesario un ejército de espíritus amigos para salvar al inocente médium del abismo abierto bajo sus plantas? Lo que sucedió en pasados tiempos puede también suceder en los nuestros. Apariciones hubo antes del espiritismo moderno y fenómenos análogos a los de hoy se produjeron en toda época. Si las presentes manifestaciones psíquicas son ciertas e indudables, también debieron serlo los milagros y proezas taumatúrgicas de la antigüedad, porque los de ayer no tienen mejor testimonio que los de hoy. Pero aun cuando admitamos la impostura de los dos tercios de manifestaciones psíquicas que torrencialmente van derramándose de uno a otro extremo del globo, ¿qué decir de las indudablemente auténticas? Entre los fenómenos comprobados, hay sublimes, magnas y divinas comunicaciones dadas por médiums, ya profesionales, ya espontáneos. A veces son niños y personas sencillas de cuya boca recibimos enseñanzas, máximas filosóficas, poesías, oraciones inspiradísimas, composiciones musicales y obras pictóricas dignas de los comunicantes. Con frecuencia se han cumplido sus vaticinios, y a veces se elevaron a disquisiciones morales de positiva eficacia. ¿Quiénes son estos espíritus, estas inteligentes potestades, externas sin duda alguna al médium, y con entidad per se. Verdaderamente, son inteligencias tan distintas de los trasgos y duendes, como el día de la noche.
Reconocemos la gravedad del caso. Cada vez va generalizándose más la sujeción de los médiums a esos “espíritus” falaces con apariencia, diabólica, cuyos efectos se multiplican perniciosamente. Algunos de los mejores médiums se han retirado de las sesiones públicas y el movimiento espiritista toma cariz de iglesia. Nos atrevemos a pronosticar que si los espiritistas no aprenden en la filosofía a distinguir de espíritus y precaverse de los de mala índole, antes de veinticinco años se habrán refugiado en la iglesia romana huyendo de los “guías y directores a que por tanto tiempo estuvieron aficionados”. Ya empiezan a manifestarse las señales de esta catástrofe. En el reciente Congreso de Filadelfia hubo quienes propusieron fundar una secta de espiritistas cristianos. Esto se deriva de que, separados de la Iglesia e ignorantes de la filosofía de los fenómenos y de la naturaleza de las entidades espirituales, están sumidos en un mar de incertidumbres como buque sin timón ni brújula. No pueden substraerse al dilema: o con Porfirio o con Pío IX.
Aunque científicos tan legítimos como Wallace, Crookes, Wagner, Butlerof, Varley, Buchanan, Hare, Reichenbach, Thury, Perty, Morgan, Hoffmann, Goldschmidt, Gregory, Flammarion, Cox y algunos otros creen firmemente en los fenómenos psíquicos, hay entre ellos quienes rechazan la hipótesis de que tengan por causa los espíritus de los difuntos. Por lo tanto, es lógico suponer que si la Catalina King, de Londres, de tan notoria autenticidad, no es el espíritu de un difunto, había de ser forzosamente el condensado fantasma astral de alguna entidad, o bien uno de los duendes de los rosacruces o, en último término, una fuerza natural todavía desconocida. Pero poco importa que sea espíritu angélico o maligno desde el momento en que, según rigurosas comprobaciones, no era una forma sólida y densa, sino una aparición, un aliento, un espíritu. Es una inteligencia que actúa externamente al organismo del médium y, por lo tanto, forzoso es reconocerle existencia, aunque invisible. Pero ¿qué es este alguien impalpable que piensa y habla, si no es persona humana?; ¿cómo manifestaría emoción, remordimiento, temor, alegría y demás afectos anímicos si de por sí no sintiese?; ¿por qué algunas de estas misteriosas manifestaciones se gozan en burlar al investigador sincero y menosprecian los más nobles sentimientos humanos? Tan sólo el verdadero psicólogo es capaz de desentrañar este misterio si cuida de consultar las polvorientas obras de los desdeñados herméticos y teurgos.
Dice el famoso platonista (19) Enrique More al replicar a un escéptico de su época llamado Webster, que negaba los fenómenos psíquicos:
“Respecto a la opinión sustentada por la mayor parte de los predicadores reformados, de que el demonio tomó la figura de Samuel al aparecerse a Saúl, no merece tenerla en cuenta. Sin embargo, yo creo que en muchas de estas apariciones nigrománticas intervienen espíritus burlones, pero de ningún modo se aparecen las almas de los difuntos. Respecto de la aparición del alma de Samuel, y lo mismo en otros casos de nigromancia, creo que pueden ser debidos a espíritus como los que Porfirio describe, los cuales asumen las más variadas formas y aspectos, de modo que unos aparecen en figura de demonios y otros en la de ángel o en la de algún difunto. Un espíritu de este linaje pudo muy bien personificar a Samuel, por más que Webster lo niegue con burdos y endebles argumentos”.
NOMBRES NUEVOS PARA IDEAS VIEJAS
Cuando tan insigne filósofo como Enrique More da semejante testimonio, bien vale decir que fundamos sólidamente nuestra opinión. Investigadores muy eruditos, pero también muy escépticos en lo referente a los espíritus en general y a los de los difuntos en particular, se han devanado los sesos durante los últimos veinte años para dar nombres nuevos a una idea antiquísima. Según Crookes, Sergeant y Cox, la causa de los fenómenos es la “fuerza psíquica”; Thury la llama psícoda o fuerza ectérnica; Balfour Stuart, fuerza electro-biológica; Faraday, tan insigne físico como torpe psicólogo, “acción muscular inconsciente” y “cerebración inconsciente”, con otras denominaciones por el estilo; Hamilton, un pensamiento latente; Carpenter, “idea motora capital”. Tantos científicos, tantos nombres.
Hace años, el filósofo alemán Schopenhauer afirmó la coexistencia de la materia y de la fuerza, diciendo que el universo es la voluntad manifestada en fuerzas cuyas modalidades corresponden a los diferentes grados de objetividad. Esta doctrina aceptó Vallace al convertirse al espiritualismo, y fue precisamente la expuesta por Platón al decir que “todas las cosas visibles proceden de la invisible y eterna voluntad que las modela, y que los cielos están plasmados en el eterno modelo del “mundo ideal” contenido en el dodecaedro o arquetipo geométrico de la Divinidad” (20). Según Platón, la substancia primaria emanó de la mente demiúrgica (nous) donde desde la eternidad reside la idea del mundo que ha de ser y que es en cuanto la idea emana de la divina mente (21). Las leyes de la naturaleza no son ni más ni menos que las relaciones entre la idea demiúrgica y sus diversas formas de manifestación (22) cuyo número cambia de continuo dentro del tiempo y del espacio.
Sin embargo, distan mucho de ser estas enseñanzas originales de Platón, pues en los Oráculos caldeos se lee: “Las obras de la naturaleza coexisten con la intelectual (...) y espiritual luz del Padre. Porque el alma (...) adorna el inmenso cielo y lo embellece según voluntad del Padre” (23).
Por su parte dice Filón, a quien erróneamente se le supone discípulo de Platón: “El mundo incorpóreo estaba ya entonces fundamentado en la mente divina” (24).
La Teogonía de Mochus admite dos principios: el éter y el aire, de los que procede el Dios manifestado (...) el dios Ulom o universo material y visible (25).
En los Himnos Órficos, el Eros-Phanes nace del huevo espiritual fecundado por el viento etéreo, símbolo del “espíritu de Dios” que desde toda eternidad cobija la ideación divina (26).
En el Kathopanishada, el Espíritu divino (Purusha) es preexistente a la substancia primordial con la que se une para engendrar el Mahâ-Atmâ o Brahmâ, es decir, el Espíritu de vida (27), el Anima Mundi, equivalente a la Luz Astral de los teurgos y cabalistas.
Pitágoras aprendió sus doctrinas en los santuarios de Oriente, encubriéndolas bajo simbolismos numéricos; pero su discípulo Platón las expuso en forma más inteligible, de modo que las comprendieran los no iniciados, aunque manteniendo todavía las fórmulas esotéricas. Así dice que el Pensamiento divino es el padre, la Materia la madre y el Cosmos el hijo (28).
Según afirma Dunlap (29), en la religión egipcia había un Horus mayor, hermano de Osiris, y un Horus menor, hijo de Osiris y de Isis. El primero simbolizaba la idea del universo, contenida en la mente demiúrgica, la idea “surgida en la obscuridad antes de la creación del mundo”; y el segundo era la misma idea ya emanada del Logos, revestida de materia y actualizada en existencia (30).
FUERZA CONTRA FUERZA
Dicen los Oráculos caldeos: “El Dios del mundo es eterno, ilimitado, joven y viejo y de forma sinuosa” (31).
La frase “forma sinuosa” es símbolo de la vibración de la luz Astral que los sacerdotes de la antigüedad conocían perfectamente, aunque no tuvieran del éter el mismo concepto que los modernos, pues por éter significaban la Idea eterna, compenetrada en el universo, es decir, la Voluntad que actualizada en energía organiza la materia.
Dice Van Helmont: “La voluntad es la potencia capital y superior de todas. La voluntad del creador puso en movimiento todas las cosas. La voluntad es atributo de todas las entidades espirituales y se desenvuelve con tanta mayor actividad cuanto más libre está de la materia”.
Y Paracelso, por sobrenombre “el divino”, añade: “La fe ha de ser la corroboradora de la imaginación, pues por la fe se establece la voluntad... en todas las obras mágicas, es requisito indispensable la firmeza de voluntad... Las artes no tienen reglas fijas y ciertas, porque los hombres no saben imaginar ni creer en el resultado eficaz de lo que imaginan”. La negativa energía de la incredulidad y el escepticismo, aplicada en la misma dirección, pero en sentido contrario y con igual intensidad, es la única potencia capaz de resistir a la positiva energía del espiritualismo y de equilibrarla dinámicamente. No les ha de maravillar, por lo tanto, a los espiritistas que la presencia de escépticos empedernidos o de quienes asistan a las sesiones con preconcebida animosidad, sea impedimento para la manifestación fenoménica, pues si no hay en la tierra ningún poder consciente sin otro opuesto a su acción, ¿qué tiene de extraño quje el poder inconsciente de un médium quede paralizado de pronto por otro poder opuesto y también inconscientemente ejercido? Tyndall y Faraday se engrieron de que no ocurriera fenómeno alguno mientras estuvieron presentes en las sesiones. Sin embargo, esto debiera haber demostrado a tan eminentes físicos la existencia de una fuerza merecedora de su atención, pues si las manifestaciones hubiesen sido fraudulentas en grado bastante para engañar a los concurrentes, no se librara del engaño ni el mismo Tyndall, a pesar de su valía científica, no acorde por cierto con su falta de maliciosa observación. Nadie ha superado en obras milagrosas a Jesús, y sin embargo, la corriente de su voluntad tropezó a veces con el escepticismo de las gentes, según corrobora aquel pasaje que dice: “Y no obró allí prodigios a causa de la incredulidad de las gentes”.
En la filosofía de Schopenhauer se vislumbran estos mismos conceptos, y no harían mal los modernos investigadores si la estudiaran, pues en ella encontrarían singulares hipótesis basadas en ideas antiguas, aparte de especulaciones acerca de los nuevos fenómenos psíquicos que les ahorraran el trabajo de pergeñar otras. Las fuerzas psíquica, ecténica y electro-biológica, el pensamiento latente, la cerebración inconsciente y todas las hipótesis forjadas por los modernos investigadores, pueden resumirse en dos palabras: la luz astral de los cabalistas.
OPINIONES DE SCHOPENHAUER
Los valientes conceptos de Schopenhauer difieren completamente de los de la mayoría de experimentadores. Dice el ilustre filósofo: “En realidad no cabe distinguir entre materia y espíritu. La gravitación de una piedra es tan inexplicable como el pensamiento en el cerebro humano. Si no sabemos por qué cae al suelo un objeto material, tampoco sabremos si este objeto es o no capaz de pensar... Aun en las mismas ciencias físicas, tan pronto como pasamos de lo experimental a lo especulativo, de lo físico a los metafísico, nos atajan el paso las enigmáticas fuerzas de cohesión, afinidad, gravitación, etc., cuyo misterio es para nuestros sentidos tan profundo como la voluntad y el pensamiento humanos. Entonces nos vemos frente a frente de las inescrutables fuerzas de la naturaleza. ¿Dónde está, pues, esa materia que presumís de conocer tan bien y con la que os creéis familiarizados hasta el punto de deducir de ella todas vuestras teorías y de atribuirle cuanto os parece? Nuestra razón y nuestros sentidos sólo son capaces de conocer lo superficial, pero jamás penetrarán en la íntima substancia de las cosas. Tal era la opinión de Kant. Si admitís algo espiritual en el hombre, forzosamente habéis de admitirlo también en la piedra. Si vuestra muerta y pasiva materia tiene la propiedad de gravitar, atraer, repeler y fulgurar, no es razón negarle la de pensar como piensa el cerebro. En suma: cada partícular del llamado espíritu puede substituirse equivalentemente por otra de materia, y cada partícula de materia, por otra de espíritu... Así resulta que la cartesiana división de las cosas en materia y espíritu es filosóficamente inexacta, y conviene diferenciarlas en voluntad y manifestación, con la ventaja de espiritualizar todas las cosas, pues lo real y objetivo, los cuerpos y la materia de la división cartesiana, los consideramos como manifestación dimanante de la voluntad” (32).
Estas opiniones corroboran lo que ya dijimos acerca de las diversas denominaciones dadas a una misma cosa, como si los adversarios disputaran sobre palabras. Llámese fuerza, energía, electricidad, magnetismo, voluntad o potencia espiritual a la causa del fenómeno, siempre será la parcial manifestación del alma, encarnada o desencarnada, de una partícula de la inteligente, omnipotente e individual Voluntad que llena la naturaleza toda y a que, por insuficiencia de lenguaje humano para expresar los conceptos psicológicos, llamamos Dios.
Las ideas que sobre este punto exponen algunos filósofos modernos son erróneas en muchos aspectos, desde el punto de vista cabalístico. Hartmann califica sus propias opiniones de prejuicio instintivo y afirma que la experimentación no ha de tener por objeto la materia propiamente dicha, sino las fuerzas que en ella actúan, de lo cual infiere que la llamada materia es tan sólo agregación de fuerzas atómicas, pues de lo contrario sería la materia una palabra sin sentido científico. Mas a pesar de su sincera confesión, de que nada saben con seguridad acerca de ella (33), los experimentadores físicos, fisiólogos y químicos divinizan la materia. Todo fenómeno con cuya explicación no aciertan, sirve de incienso en el altar de la diosa predilecta de la ciencia.
Nadie trata tan magistralmente este asunto como Schopenhauer en su Parerga. Estudia detenidamente el magnetismo animal, la terapéutica simpática, la profecía, la magia, los agüeros, las apariciones espectrales y otros fenómenos psíquicos, respecto de lo cual dice: “Todas estas manifestaciones son ramas del mismo árbol y prueban irrefutablemente la existencia de una categoría de seres pertenecientes a un orden de la naturaleza muy distinto del que se basa en las leyes del espacio, del tiempo y de la adaptación. Este otro orden es mucho más profundo porque es el originario y directo, y de nada valen las comunes leyes de la naturaleza que tan sólo atañen a la forma. Por lo tanto, bajo el régimen de este orden superior, ni el tiempo ni el espacio pueden separar a las entidades individuales, y la separación determinada por las formas corpóreas no son barreras infranqueables para el intercambio de pensamientos y la inmediata acción de la voluntad. De este modo pueden ocurrir cambios por procedimientos completamente diferentes de la causalidad física, es decir, mediante la voluntad manifestada en acción, externamente al individuo. Así resulta que el carácter peculiar de las antedichas manifestaciones es la visión y acción a distancia, tanto respecto del tiempo como del espacio. Esta acción a distancia es precisamente la característica fundamental de la llamada magia, porque es la acción inmediata de nuestra voluntad, una acción independiente de las condiciones causales de la acción física, es decir, del contacto material.
“Además, estas manifestaciones contradicen lógica y esencialmente el materialismo, y aún el naturalismo, porque de ellas se infiere que el orden de cosas consideradas por estas dos últimas escuelas como absolutas y exclusivamente legítimas, resultan, por el contrario, superficiales y fenoménicas, en cuyo fondo hay algo aparte y del todo independiente de sus propias leyes. Por lo tanto, estas manifestaciones psíquicas son las más importantes de cuantas se han ofrecido al estudio de observación, por lo menos desde el punto de vista puramente filosófico, y todo científico está obligado a conocerlas” (34).
La comparación entre los filosóficos conceptos de Schopenhauer y las superficiales generalidades de algunos académicos franceses, nos servirá tan sólo para acreditar la valía intelectual de ambas escuelas. Ya hemos visto que la alemana trata profundamente las cuestiones filosóficas y ahora podemos cotejarla con lo mejor de cuanto el astrónomo Babinet y el químico Boussingault nos dicen de los fenómenos psíquicos. En el curso de 1854 a 1855, presentaron estos dos distinguidos intelectuales a la Academia de Ciencias de París, una memoria en la que corroboraban y al mismo tiempo aclaraban la demasiado compleja hipótesis con que el doctor Chevreuil explicaba el fenómeno de las mesas rotatorias, investigado por la comisión científica de que formaba parte. Dice así:
LAS MESAS ROTATORIAS
“Respecto a los supuestos movimientos y oscilaciones de ciertas mesas, no puede atribuírseles otra causa que las invisibles e involuntarias vibraciones del sistema muscular del experimentador, de modo que la continuada contracción de los músculos acaba por establecer una serie de vibraciones que determinan un temblor visible cuyo efecto es la rotación de la mesa, con energía bastante para acelerar el movimiento y para transmutarlo en resistencia cuando se le quiere detener. De aquí que no ofrezca dificultad alguna la clara explicación física del fenómeno” (35).
Ciertamente que esta hipótesis resulta tan clara como una nebulosa de las observadas por el astrónomo Babinet en noche de niebla. Pero, no obstante su claridad, le falta la importantísima condición del sentido común. No sabemos si Babinet acepta o no como último recurso la afirmación de Hartmann respecto a que “los visibles efectos de la materia son efectos de la fuerza”, y que para tener claro concepto de la materia debemos tenerlo previamente de la fuerza. La escuela a que pertenece Harmann, cuyos principios aceptan en parte los sabios alemanes, enseña que el problema de la materia sólo puede resolverlo aquella fuerza a cuyo conocimiento llama Schopenhauer “ciencia mágica” o “acción de la voluntad”. Por lo tanto, es preciso saber ante todo si las “vibraciones involuntarias del sistema muscular del experimentador” que al fin y al cabo son “efectos de la materia” están determinadas por una voluntad externa al experimentador o propia de él. Si lo primero, sería un epiléptico inconsciente, según Babinet; si lo segundo, atribuye las respuestas inteligentes de la mesa parlante a un “ventriloquismo inconsciente”. Sabemos que, según la escuela alemana, toda acción de la voluntad se manifiesta en fuerza, y las manifestaciones de las fuerzas atómicas son acciones individuales de la voluntad, que dan por resultado la espontánea precipitación de los átomos en imágenes concretas, ya forjadas subjetivamente por la voluntad. De acuerdo con su maestro Leucipo, enseñaba Demócrito que los átomos en el vacío fueron el principio de todas las cosas existentes en el universo, entendiendo por vacío, en sentido cabalístico, la Divinidad latente cuya primera manifestación es la voluntad que comunica el primer impulso a los átomos que, al cohesionarse, constituyen la materia. Sin embargo, el nombre de vacío es menos apropiado que su sinónimo caos, porque, según los peripatéticos, “la naturaleza tiene horror al vacío”.
Las alegorías, aparte de otros elementos de juicio, demuestran que, mucho antes de Demócrito, estaban yha familiarizados los antiguos con la idea de la indestructibilidad de la materia. Movers define el concepto fenicio de la ideal luz solar, diciendo que era la espiritual influencia emanada del supremo Dios, Iao, la luz tan sólo concebible por la mente, el principio así físico como espiritual de todas las cosas del cual emana el alma. Es la esencia masculina o sabiduría, mientras que el caos es la esencia femenina. Así tenemos, que la materia y el espíritu eran ya para los fenicios los dos principios coeternos e infinitos. Esta teoría es tan antigua como el mundo, y no fue Demócrito su autor, pues la intuición del hombre precedió al ulterior desenvolvimiento de su razón. Las escuelas materialistas son incapaces de explicar los fenómenos ocultos, porque niegan a Dios, en quien reside la Voluntad. Su desconocimiento de los fenómenos psíquicos, y lo absurdo de las hipótesis con que pretenden explicarlos, dimanan de que a priori desdeñan cuanto puede empujarles a trasponer los límites de las ciencias experimentales y entrar en los dominios de la psicología o de la que no fuera incongruente llamar fisiología metafísica. Los filósofos antiguos afirmaban que todas las cosas visibles e invisibles surgían a la existencia por manifestación de la Voluntad, a que Platón llamó Idea divina, y que así como esta Idea da existencia objetiva a la materia con sólo enfocar su voluntad en un centro de fuerzas localizadas, así también el hombre, el microcosmos respecto del macrocosmos, da forma objetiva a la materia en proporción del vigor de su voluntad. Los átomos imaginarios (36) son como operarios movidos automáticamente a influjo de la Voluntad universal que en ellos se enfoca y, manifestada en fuerza, los pone en actividad. El proyecto del futuro edificio está en la mente del Arquitecto y es reflejo de su voluntad que, abstracta desde el momento de concebirlo, se concreta en cuanto los átomos imaginarios obedecen a los puntos, líneas y formas trazadas en la mente del divino geómetra.
LA ENERGÍA ATÓMICA
Como Dios crea, así crea el hombre. Dadle voluntad lo suficientemente vigorosa y subjetivará las formas mentales, que muchos llaman alucinaciones, aunque para quien las forja sean tan reales como los objetos tangibles. Si aumenta el vigor de la voluntad e inteligentemente la dirige, condensará las formas en objetos visibles. Este es el secreto de los secretos, y quien lo aprende, merece el título de mago.
Los materialistas nada pueden argüir contra esto, desde el punto en que para ellos es materia el pensamiento. Si tal supusiéramos, tendríamos que el ingenioso mecanismo proyectado por el inventor, las encantadoras escenas surgidas de la mente del poeta, los soberbios lienzos pintados por la viva imaginación del artista, la incomparable estatua cincelada en el pensamiento del escultor, los palacios y castillos planeados por el arquitecto, debieran existir objetivamente, a pesar de ser subjetivos e invisibles, porque el pensamiento, según los materialistas, es materia plasmada en forma. ¿Cómo negar entonces que haya hombres de voluntad lo bastante potente para transportar al mundo visible estas creaciones mentales y revestirlas de materia tangible?
Si los científicos franceses no han cosechado laureles en el nuevo campo de investigación, tampoco los cosecharon los científicos ingleses hasta que Crookes se ofreció en holocausto por los pecados del mundo científico. Al cabo de veinte años de desdenes, consiente Faraday en hablar un par de veces de este asunto, no obstante servir su nombre de conjuro contra los hechizos del espiritismo entre cuantos discuten los fenómenos psíquicos, y de ser ya notorio que en su vida vio una mesa giratoria el ilustre físico, que se avergonzaba de haber publicado sus investigaciones sobre tan degradante creencia. No tenemos más que desdoblar unos cuantos olvidados números del Journal des Debats, correspondientes a la época en que actuaba en Inglaterra un notable médium escocés, para restituir a pasados acontecimientos su primitiva lozanía. En uno de dichos números se erige Foucault en campeón del famoso físico inglés, diciendo: “No vaya a creerse que el insigne físico se ha olvidado de sí mismo hasta el extremo de sentarse prosaicamente junto a una mesa rotatorias. Entonces, ¿de qué se avergonzaba el caudillo de la filosofía experimental? Aprovecharemos esta coyuntura para hablar del indicador de Faraday, el famoso aparato que inventó para atrapar a los médiums, es decir, para sorprender los fraudes mediumnímicos, según describe el marqués de Mirville, en La cuestión de los espíritus, esta complicada máquina cuyo recuerdo turba el sueño de los médiums impostores.
LA FUERZA MEDIUMNÍMICA
Para comprobar la impulsión del médium, colocaba Faraday varios discos de cartón adheridos tangencialmente uno con otro por medio de cola, que se desprendían por efecto de una presión continuada. Ahora bien: luego de girar la mesa, si es que a tanto se había atrevido en presencia de Faraday, lo cual no deja de ser significativo, se examinaban los discos, y al ver que habían resbalado en la misma dirección que el giro de la mesa, resultaba de ello la prueba incontrovertible de que el médium había empujado el mueble.
Otro aparato de comprobación de los fenómenos psíquicos consistía en un pequeño dinamómetro que delataba el más leve impulso del médium, o, según decía el mismo Faraday, “indicaba el paso del estado pasivo al activo”. Este dinamómetro, indicador del impulso, demostraba tan sólo la acción de una fuerza que emanaba de los observadores o los dominaba. Pero ¿quién ha negado jamás la existencia de una fuerza en estos fenómenos? Todos admitimos que esta fuerza pasa a través del médium, como generalmente sucede, o actúa con entera independencia del mismo, según ocurre bastantes veces. A este propósito, dice de Mirville: “El verdadero misterio está en la desproporción entre la fuerza desplegada por los médiums (que empujaban porque a ello se veían forzados) y los efectos de rotación cuya índole es realmente prodigiosa. En presencia de tan pasmosos efectos, ¿cómo suponer que las liliputienses experiencias de esta índole tengan valor alguno en la tierra de gigantes hace poco descubierta?” (37).
Con mayor mala fe procedió el profesor Agassiz, cuya reputación científica corría parejas en América con la de Faraday en Inglaterra. El notable antropólogo Buchanan, que ha tratado mejor que nadie en América del espiritismo, habla de Agassiz con justa indignación, pues no tenía motivo para escarnecer los fenómenos que en sí mismo había experimentado. Pero como Faraday y Agassiz están ya desencarnados, vale más ocuparnos de los vivos que de los muertos.
Resulta, por lo tanto, que los modernos escépticos niegan una fuerza del todo familiar a los antiguos tiempos. En épocas antediluvianas tal vez jugarían con esta fuerza los chiquillos, como los que describe Bulwer Lytton en La raza futura, juegan con el tremendo vril o agua de Phtha. Los antiguos llamaron a la antedicha fuerza Anima mundi y los herméticos medioevales le dieron los nombres de luz sidérea, leche de la Virgen, magnes y otros varios. Pero los modernos eruditos repudian tales denominaciones, porque tienen sabor de magia, que, según ellos, es grosera superstición.
Apolonio y Jámblico afirman que el poderío del hombre que anhela superar a los demás, “no consiste en el conocimiento de las cosas externas, sino en la perfección del alma interna” (38).
Así llegaron ellos al conocimiento de sus almas divinas cuyos poderes emplearon con toda la sabiduría alcanzada por el estudio esotérico del hermético saber heredado de sus antecesores. Pero los filósofos del día no pueden o no se atreven a llevar sus tímidas miradas más allá de lo comprensible. Para ellos no hay vida futura ni divinos ensueños, que desdeñan por contrarios a la ciencia. Para ellos los antiguos son “ignorantes antepasados”, y miran con despectiva compasión a todo autor que crea inherentes al ser humano las misteriosas ansias de ciencia espiritual.
Dice un proverbio persa: “Cuanto más oscuro está el cielo, más brillan las estrellas”. Así, en el negro firmamento de la Edad Media aparecieron los misteriosos Hermanos de la Rosa Cruz, que no organizaron asociaciones ni instituyeron colegios, porque, acosados por todas partes como fieras, los tostaba sin escrúpulo la iglesia católica en cuanto caían en sus manos. A este propósito dice Bayle: “Como la religión prohibe el derramamiento de sangre en su máxima Ecclesia non novit sanguinem, quemaban a las víctimas, cual si al quemarlas no vertiesen su sangre”.
Varios de estos místicos, guiados por las enseñanzas aprendidas en manuscritos secretamente conservados de generación en generación, llevaron a cabo descubrimientos que no desdeñarían hoy las ciencias experimentales. El monje Rogerio Bacon, vituperado de charlatán y tenido por aprendiz de artes mágicas, pertenece de derecho, sino de hecho, a la Fraternidad de los estudiantes de ocultismo. Floreció en el siglo XIII con Alberto el Magno y Tomás de Aquino, y sus descubrimientos de la pólvora, de las lentes ópticas y varios mecanismos, fueron atribuidos a hechicería por pacto demoníaco, y de ellos se aprovechan hoy mismo quienes más le escarnecen.
MILAGROS DE BACON
En un drama de la época de Isabel de Inglaterra, escrito por Roberto Green y basado en la historia legendaria de Rogerio Bacon, se dice, que habiendo sido presentado al rey, le pidió éste que demostrase algo de su saber ante la reina, y que él entonces movió la mano y oy´ñose al punto una música tan armoniosa como jamás la oyera ninguno de cuantos la escuchaban. Fue la música en crescendo y de pronto aparecieron cuatro figuras que danzaron un buen espacio, hasta desvanecerse en el aire. Movió de nuevo el monje la mano y súbitamente se difundió por la estancia tan exquisito perfume que parecía hábilmente preparado con los más finos y delicados aromas del mundo. Aseguró después Bacon a uno de los caballeros allí presentes, que iba a presentarle la mujer de quien andaba enamorado, y descorriendo las cortinas de la cámara regia, apareció a los ojos de los circunstantes una cocinera cucharón en mano que desapareció con igual presteza. Encolerizado el orgulloso caballero por aquella humillación, amenazó al monje con su venganza, pero él repuso tranquilamente: “No me amenace vuestra gracia, porque mayor pudiera ser su vergüenza, y ande alerta en decir otra vez que los letrados mienten”.
Un historiador moderno (39) comenta esta relato, diciendo: “Puede considerarse esto como ejemplo de la clase de manifestaciones resultantes, sin duda, de un conocimiento profundo de las ciencias naturales”. Nadie ha dudado nunca que resultaran de semejantes conocimientos, y no otra cosa dijeron los herméticos, magos, astrólogos y alquimistas. A la verdad, no es culpa suya que las masas ignorantes, excitadas sin escrúpulo por el clero fanático, hayan atribuido a diabólicas influencias los fenómenos psíquicos; y por otra parte, las terribles torturas inquisitoriales retrajeron de la manifestación de sus facultades a los filósofos ocultistas, quienes dijeron en sus obras esotéricas, que “la magia es la aplicación de causas naturales y activas a las cosas pasivas, para determinar efectos prodigiosos, pero completamente naturales”.
El fenómeno de la música y de los aromas que Rogerio Bacon opero en la corte de Inglaterra, se ha repetido con frecuencia en nuestra época. Prescindiendo de nuestras personales experiencias, diremos que, según informes de los corresponsables ingleses de la Sociedad Teosófica, hubo casos en que oyeron músicas y percibieron fragancias, sin que nada señalase su procedencia, por cual motivo atribuyeron el fenómeno a la influencia de los espíritus. Uno de dichos corresponsales informó diciendo, que en cierta ocasión la casa donde se celebraban reuniones espiritistas de carácter íntimo quedó impregnada durante muchas semanas de intenso aroma de sándalo. Otro corresponsal describe el fenómeno que llama toque musical. Las mismas potencias capaces de producir hoy estos fenómenos debieron existir y tener idénticas facultades en la época de Bacon. Respecto a las apariciones espectrales, baste decir que también hoy ocurren en las sesiones espiritistas y, por lo tanto, no cabe dudar de los prodigios atribuidos a Bacon en este punto.
En su tratado de Magia Natural, enumera Bautista Porta un catálogo de fórmulas secretas para obtener extraordinarios efectos de las fuerzas ocultas de la naturaleza, pues aunque los magos creían tan firmemente como los espiritistas de hoy en los espíritus invisibles, no fiaban las operaciones mágicas a su entera dirección y auxilio, pues de sobre sabían cuán difícil es ahuyentar a los elementales una vez que se les hayan abierto las puertas de par en par. Aun la misma magia de los antiguos caldeos consistía tan sólo en el profundo onocimiento de las propiedades químicas de las substancias minerales, y únicamente se comunicaban, mediante ceremonias religiosas, con las puras entidades espirituales, cuando el teurgo requería el divino auxilio en asuntos de moral o material interés. Pero tan sólo subjetivamente y por efecto de su pureza de vida y continuadas oraciones podían evocar los espíritus invisibles que despiertan los extáticos sentidos de clarividencia y clariaudiencia. Producían los fenómenos psíquicos mediante la aplicación de las fuerzas naturales y en modo alguno por las artes de prestidigitación de que se valen hoy día los hechiceros.
Quienes conocen las secretas fuerzas naturales y emplean con paciente parsimonia las facultades dimanantes de tal conocimiento, laboran por algo superior a la deleznable gloria de una fama efímera, pues sin apetecerla logran la inmortalidad reservada a cuantos olvidándose de sí mismos se entregan por entero al bien del género humano. Iluminados por la luz de la verdad eterna, aquellos rico-pobres alquimistas iban más allá de la común penetración, y sólo diputaban por inescrutable la Causa primera. Su norma constante estaba trazada de consuno por la intrepidez, el deseo de saber, la firme voluntad y el absoluto sigilo. Sus espontáneos impulsos eran la beneficencia, el altruismo y la moderación. La sabiduría era para ellos de mayor estima que el logro mercantil, el lujo, riqueza, pompa y poderío mundano, al paso que no les asustaban ni hambres ni pobrezas ni fatigas ni desprecios humanos, con tal de llevar a cabo su tarea. Pudieron haber reposado en blandos lechos de aterciopeladas colchas, y prefirieron morir en los hospitales y en las márgenes de los caminos, antes que envilecer sus almas cediendo a la nefanda concupiscencia de quienes intentaban hacerles quebrantar sus sagrados votos. Ejemplo de ello nos dan las vidas de Paracelso, Cornelio Agripa y Filaleteo.
EL ESPECTRO SIN ALMA
Si los espiritistas quieren mantener la recta noción del mundo espiritual, no deben consentir que los científicos investiguen fenómenos con estricto propósito de experimentación, pues seguramente daría por resultado un parcial redescubrimiento de la magia de Moisés y Paracelso. Bajo la engañosa belleza de sus apariciones espectrales, podrían encubrirse las sílfides y ondinas de los rosacruces, jugueteando en las corrientes de fuerza psíquica y de fuerza ódica.
Crookes reconoce que la aparición espectral de Catalina King es una entidad, pero recela que no tenga alma y esté animada aquella figura de hermoso cutis por el médium y los concurrentes. También los eruditos autores de El universo invisible dan de mano a su hipótesis electrobiológica y vislumbran la posibilidad de que el éter universal sea el álbum fotográfico de En-Soph, el infinito Ser.
Muy lejos estamos de asegurar que todos los espíritus comunicantes de las sesiones espiritistas pertenezcan a los órdenes de elementales y elementarios, pues muchos de ellos, sobre todo los que hablan por boca y escriben por mano del médium, aparte de otras operaciones, son espíritus de difuntos cuya bondad o malicia depende del carácter moral del médium, del ambiente colectivo de los circunstantes y, mucho más todavía, de la intensidad e índole del propósito. Nada serio puede esperarse cuando la sesión no tiene otro objeto que satisfacer la curiosidad y pasar el tiempo; pero tampoco crea nadie que un espíritu sea capaz de materializarse en carne y hueso, pues lo más que pueden hacer es proyectar su imagen etérea en las ondas atmosféricas, de modo que tanto el cuerpo como el traje causarán al tacto una sensación semejante a la brisa y no la de un objeto densamente material. Es inútil atribuir naturaleza humana a los “espíritus materializados en quienes se advertían los latidos del corazón, y que hablaban con voz sonora, unas veces valiéndose de trompetilla y otras sin haber de recurrir a este instrumento. Difícilmente se olvidan una vez oídas las voces, si cabe darles este nombre, de las apariciones espectrales. La voz de los espíritus puros semeja el trémulo murmullo de una lejana arpa eólica. La voz de un espíritu en pena, y por lo tanto impuro, si no maligno, puede compararse a la voz humana que saliese del fondo de un tonel vacío.
Esta filosofía no es nuestra, sino la de muchísimas generaciones de magos y teurgos que la fundaron en la experiencia. El testimonio de la antigüedad es irrecusable en este punto: ... ... ... (40). Las voces de los espíritus son inarticuladas. La voz de los espíritus consiste en una serie de sonidos de efecto semejante al de una columna de aire comprimido que, ascendiendo de abajo arriba, se derramara en torno del oyente. En el caso de Isabel Eslinger, todos cuantos presenciaron la aparición (41), atestiguaron que habían visto como una columna de nubes. Durante once semanas seguidas observaron diariamente esta aparición, el doctor Kerner y sus hijos, varios sacerdotes luteranos, el abogado Fraas, el grabador Düttenhöfer, los dos médicos Siefer y Sicherer, el juez Heyd, el barón de Hugel y muchas otras personas. Mientras se manifestaba el espectro, permanecía Isabel en su celda orando sin cesar en voz alta, y como al propio tiempo hablaba la aparición, no podía ser un caso de ventriloquismo, aparte que, según los testigos, nada tenía aquella voz de humana ni nadie era capaz de imitar su timbre.
FORMAS MATERIALIZADAS
Más adelante daremos copiosas pruebas entresacadas de autores antiguos acerca de esta evidente verdad. Por ahora repetiremos que ningún espíritu de los llamados humanos por los espiritistas ha demostrado suficientemente su condición. Los espíritus desencarnados pueden comunicar su influencia subjetivamente a los médiums y producir manifestaciones objetivas a través de estos, pero no por sí mismos. Pueden disponer del cuerpo del médium y expresar sus conceptos y deseos por los diversos procedimientos del fenomenalismo psíquico, pero no materializar lo inmaterial, es decir, su divina esencia. Así es que toda materialización genuina está determinada o por la voluntad del espíritu aparecido, o por los espíritus duendísticos que son generalmente demasiado groseros para merecer el nombre de diablos. Rara vez son capaces los espíritus de dominar a estos seres sin alma, siempre dispuestos a tomar nombres pomposos; pero cuando los dominan, quedan sujetos como polichinelas a cuanto les dicta el alma inmortal. Sin embargo, este dominio requiere condiciones generalmente desconocidas aún de los espiritistas más asiduos concurrentes a las sesiones, pues no a todo el que quiere le es dable evocar espíritus humanos. Uno de los más poderosos estímulos de los difuntos, es el intenso amor a sus deudos en la tierra, que irresistiblemente los empuja hacia la corriente de luz astral, cuyas vibraciones enlazan el alma del ser amado con el alma universal. Otro requisito importantísimo es la armonía y pureza mental de los circunstantes.
Si este razonamiento es erróneo, si las formas materializadas que aparecen en oscuros aposentos, salidas de estancias aún más oscuras, fuesen espíritus de difuntos, ¿a qué establecer diferencias entre ellas y los fantasmas que de súbito aparecen sin gabinete de preparación ni médium comunicante? ¿Quién no ha oído hablar de las almas en pena que vagan por los lugares donde se perpetró algún crimen o vuelven movidas de irresistibles ansias de necesidad no satisfecha y cuyas manos tienen el tacto de la carne viva de modo que apenas cabe distinguirlas de los vivos?
Conocemos casos auténticos de súbitas apariciones espectrales, sin analogía alguna con las incipientes materializaciones de nuestros días. El periódico Medium and Day Break, del 8 de Septiembre de 1876, publicó una carta de una señora que durante sus viajes por el continente presenció un fenómeno en una casa encantada. Dice uno de sus párrafos: “En el oscuro rincón de la biblioteca resonó un extraño ruido y al volver la vista eché de ver una nube de vapor luminoso... el espíritu apegado a la tierra vagaba por el lugar maldito de sus fechorías”.
Este espíritu era indudablemente un elemental auténtico que por espontánea determinación se hizo visible, como lo son todos los espectros, pero impalpable, o, a lo sumo, dando al tacto una sensación como si se metiera de pronto la mano en el agua o se palpara una nube de vapor acuoso. Según la descripción, era luminoso y vaporoso, por lo que bien podemos colegir que sería la sombra personal del espíritu apegado a la tierra por el remordimiento de crímenes propios, o a consecuencia de los ajenos. La muerte encierra profundos misterios y las modernas materializaciones sólo sirven para ridiculizarlos a los ojos de los indiferentes. A esto pueden replicar los espiritistas diciendo que, por declaración explícitamente pública, hemos presenciado personalmente dichas formas materializadas. No tenemos reparo en reiterar el testimonio y decir que en tales formas reconocimos la representación visible de conocidos, amigos y aun parientes, y escuchamos de ellos palabras en idiomas orientales desconocidos del médium y de todos los circunstantes, excepto de nosotros mismos. Nadie dejó de considerar este hecho como prueba concluyente de las facultades del médium, un zafio labriego llamado Vermont; pero aquellas formas no eran de las personalidades que aparentaban ser, sino sencillamente simulaciones suyas, plasmadas vívidamente por espíritus elementales y elementarios. No habíamos tocado hasta ahora este punto, porque la masa general de espiritistas no estaba preparada ni para escuchar siquiera, cuanto menos para creer en los espíritus elementales y elementarios. Desde entonces se ha discutido públicamente este punto y ya no resulta tan aventurado entregar a la voracidad de la crítica la canosa filosofía de los antiguos, porque la cultura general ha evolucionado lo bastante para tomarla en consideración y estudiarla sin apasionamiento. Dos años de agitación mental han mejorado notablemente la mentalidad colectiva.
Asegura Pausanias que cuatro siglos después de la batalla de Maratón, se oían en el campo los relinchos de los caballos y el vocerío de los combatientes. Suponiendo que vagasen por aquel lugar los espíritus de los soldados muertos en la batalla, resultaría que aparecieron en figura espectral o fantástica, y no en forma materializada. Pero ¿qué causa tenían los relinchos? ¿Eran los espíritus de los caballos? Si admitimos, contra toda verdad, que los caballos tienen alma, habremos de confesar que el alma inmortal de los soldados muertos relinchaba para reproducir con mayor y más dramática viveza la bélica escena. Repetidas veces se han visto aparecer fantasmas de animales domésticos, y el testimonio en este caso es tan fidedigno como el referente a las apariciones de espectros humanos. ¿Quién simula entonces la figura espectral de estos animales? ¿Los espíritus humanos? La cuestión está encerrada en un dilema: o los animales tienen alma y espíritu como el hombre, o forzosamente hemos de aceptar con Porfirio la existencia en el mundo invisible de una especie de demonios maliciosos y embusteros, una clase de seres intermedios entre el hombre y los dioses, que se complacen en asumir cuantas formas les viene bien remedar, desde la del hombre a la de los animales (42).
ESPÍRITUS ELEMENTARIOS
Pero antes de resolver la cuestión de si los espectros zoóticos, con tanta frecuencia aparecidos, están animados por el espíritu del animal, conviene examinar cuidadosamente su manera de conducirse. ¿Proceden estos espectros en armonía con las costumbres, instintos y características de sus congéneres en vida? ¿Muestran los fieros su natural acometividad y los mansos su peculiar timidez, o bien se descubre en estos contrariamente a su índole la maligna disposición de molestar al hombre en vez de rehuir su presencia? Muchas víctimas de estas obsesiones, como por ejemplo en el caso de Salem y otros hechizos igualmente comprobados, afirmaron haber visto entrar en sus aposentos fantasmasde perros, gatos, cerdos y otros animales, que se les subían a la cama y les hablaban incitándoles al suicidio y otros crímenes. En el auténtico caso de Isabel Eslinger, descrito por Kerner, el espectro del cura de Wimmenthal ( 43) iba acompañado de un enorme perro negro, que, según declaración de numerosos testigos, saltaba a las camas de los presos. En cierta ocasión se apareció el cura con un cordero y en otra con dos. Además, la mayor parte de los acusados en el proceso de Salem confesaron que por encargo de la hechicera habían hecho sortilegios y maquinado maldades valiéndose de unos pájaros amarillos que se les posaban en los hombros y en las vigas del techo (44).
Por lo tanto, so pena de invalidar los múltiples testimonios de todo país y época y atribuir el monopolio de la clarividencia a los modernos médiums, hemos de reconocer que los espectros de animales denotan los peores rasgos de la más depravada naturaleza humana, a pesar de no ser en modo alguno humanos. ¿Qué serán, entonces, sino elementales? Descartes fue uno de los pocos que se atrevieron a decir que a la medicina oculta se le deberían descubrimientos destinados a dilatar los dominios de la filosofía; y Brierre de Boismont, no sólo compartía esta esperanza, sino que explícitamente manifestaba sus simpatías por el supernaturalismo a que llamaba el “magno credo universal”. Dice a este propósito: “Creo, de acuerdo con Guizot, que la existencia de la sociedad está íntimamente ligada a lo sobrenatural y es inútil que el racionalismo moderno lo rechace por no saber explicar las íntimas causas de los fenómenos a pesar del positivismo de que alardea. Lo sobrenatural está universalmente arraigado en el fondo de todos los corazones. Los hombres de mayor talento son sus más ardorosos discípulos (45).
Colón descubrió el continente americano, y Américo Vespucio le usurpó la nombradía del descubrimiento. Paracelso redescubrió las secretas propiedades del imán (el hueso de Horus, como le llamaban los antiguos, que doce siglos atrás se valían de él en los Misterios teúrgicos) y fundó la escuela teúrgico-magnética de la Edad Media. Sin embargo, Mesmer, que tres siglos después de Paracelso continuó su escuela, usurpó la fama al insigne filósofo ígneo, que acabó sus días en un hospital. Tal es el mundo. Los nuevos descubrimientos son hijos de la ciencia antigua. Los hombres se suceden sin alteración de la naturaleza humana.
CAPÍTULO III
El espejo del alma no puede reflejar a la vez la tierra
Y el cielo. La tierra desaparece de la superficie tan luego
Como el cielo se retrata en el fondo.- ZANONI.
¿Quién te dio el encargo de anunciar al pueblo que no
hay Dios? ¿Qué ventaja hallas en convencer a las gentes de
que una fuerza ciega preside sus destinos y al azar igualmente
flagela el crimen y la virtud?
ROBESPIERRE.-Discurso del 7 de Mayo de 1794.
Creemos que muy pocos de estos fenómenos, cuando son auténticos, pueden atribuirse a espíritus humanos, y aun los derivados de las ocultas fuerzas naturales a través de verdaderos médiums y de los fakires de la India y Egipto, requieren cuidadosa y detenida comprobación científica, sobre todo desde que respetables autoridades atestiguan la imposibilidad de fraude en muchos casos. Nadie niega que haya hechiceros de oficio cuya destreza alcance a producir fenómenos más estupendos que todos los “John King” habidos y por haber. Sirva de ejemplo Roberto Houdin, que tenía habilidad para ello y, no obstante, se burlaba luego en la misma cara de los académicos, porque le instaban a declarar con su firma en los periódicos que para hacer girar una mesa o que respondiera sin contacto de manos, era indispensble prepararla convenientemente para ello con la debida antelación (1). Prueba del erróneo juicio que atribuye a impostura todo fenómeno psíquico, nos la da el no haber aceptado un famoso prestidigitador londinense la apuesta de mil libras esterlinas con que Algernón Joy (2) le incitó a producir los fenómenos psíquicos en las mismas condiciones que los médiums, bajo la vigilancia de una comisión nombrada al efecto. Por hábil que sea un prestidigitador no podrá llevar a cabo en igualdad de circunstancias los fenómenos operados por los ma´s vulgares fakires indos. Entre los requisitos de prueba habrían de constar indispensablemente: por una parte, que la comisión investigadora designase el lugar del experimento, en el mismo instante de empezar el acto, sin que el fakir tuviera el más leve indicio de la designación; y por otra, que el experimento se efectuase en pleno día, sin otro ayudante que un chiquillo en cueros vivos, cuyo traje sería también, o poco más, el del fakir. En estas condiciones escogeríamos las tres suertes más repetidas por los fakires y presenciadas no hace mucho por varios personajes del séquito del príncipe de Gales, conviene a saber:
1º Convertir en serpiente cobra, de mordedura mortal, una rupia fuertemente retenida en la mano cerrada, por un circunstante escéptico.
2º Lograr que en menos de quince minutos brote, crezca, fructifique y madure una simiente escogida arbitrariamente por los espectadores y plantada en el tiesto que ellos mismos proporcionen.
3º Tenderse el fakir sobre tres espadas hincadas por el puño en el suelo, punta arriba, y al deshincarlas una tras otra, quedarse el fakir tendido en el aire a un metro del suelo. Cuando hagan lo mismo los prestidigitadores, empezando por Houdin y acabando por el último impostor que recabó éxitos con sus ataques al espiritismo, entonces, y sólo entonces, creeremos que el género humano procede la pezuña del orohippus eocénico de Huxley.
EXPOSICIONES ERRÓNEAS
Nuevamente afirmamos con entera seguridad que no hay en los otros tres puntos cardinales hechicero profesional capaz de emular a los desastrados e incultos fakires de Oriente, que no necesitan estancias egipcias ni preparación ni ensauyo para realizar sus experimentos, pues siempre están prontos a invocar en su auxilio a las ocultas fuerzas de la naturaleza, que son libro de siete sellos tanto para los prestidigitadores como para los científicos europeos. Acertadamente dice Elihu: “No siempre son sabios los hombres eminentes, ni la edad es prueba de discernimiento” (3). Repetiremos a este propósito lo que dice el teólogo inglés More: “A la verdad, si los hombres no hubiesen perdido la modestia, los relatos bíblicos les probarían plenamente la existencia de espíritus y ángeles... Me parece providencial que los recientes casos de apariciones despierten en nuestras entorpecidas y aletargadas mentes el convencimiento de que hay otros seres inteligentes, además de los revestidos de grosera arcilla... Porque si estas pruebas nos demuestran la existencia de espíritus malignos, forzosamente hemos de creer en los espíritus buenos, y por lo tanto en Dios”. El ejemplo ya citado entraña una lección moral, no sólo para los científicos, sino también para los teólogos. Tanto los predicadores como los catedráticos delatan continuamente su incompetencia en psicología, menospreciando las coyunturas de estudio que se les ofrecen y poniéndose en ridículo a los ojos del estudiante sincero. La opinión pública, en este punto, está amañada por impostores e ignorantes indignos de consideración.
Tardíamente ha evolucionado la psicología, más bien por el ridículo en que se pusieron sus profesores, que por dificultades propias de su estudio. El huero desdén de los sabios en mantillas y de los necios a la moda ha contribuido a mantener al hombre en la ignorancia de sus latentes facultades, con mayor fuerza que las tenebrosidades, riesgos e impedimentos propios del asunto. Éste es precisamente el caso de los fenómenos espiritistas cuya investigación ha estado hasta ahora en manos profanas, a causa del temor que los científicos tenían de las burlas, dicterios y preocupaciones de gentes indignas de atarles la correa del zapato, pues también anida la poquedad de ánimo en las universidades.
La vitalidad del espiritismo moderno resiste victoriosamente al desprecio de la ciencia y a la bulliciosa jactancia de sus presumidos expositores. Desde los padres graves de la ciencia, como Faraday y Brewster, hasta los informes del afortunado imitador de los fenómenos de Londres, no encontramos ni el más leve argumento sólido contra la autenticidad de los fenómenos espiritistas. El imitador aludido dice en su titulado informe: “Mi opinión es que Williams simulaba las personalidades de John King y Peter. Nadie podrá demostrar lo contrario”. A pesar de la arrogancia de la afirmación, no pasa de ser una hipótesis, por lo que los espiritistas pueden exigir a su vez del informante la prueba de cuanto dice.
Pero los más inveterados y acerbos enemigos del espiritismo pertenecen a una clase por fortuna poco numerosa, pero que alzan mucho la voz para publicar sus opiniones con estrépito digno de mejor causa. Son los eruditos a la violeta que, en la América del Norte, presumen de sabios por tener una máquina eléctrica en su despacho o haber publicado tal o cual memoria pueril sobre la locura y la mediummanía. Se creen estos hombres pensadores profundos y fisiólogos eminentes, y desdeñan la para ellos absurda metafísica, porque son positivistas de la escuela de Augusto Comte, cuyo más vivo anhelo es levantar a la ilusa humanidad del negro abismo en que la superstición la tiene sumida, y reconstruir el Cosmos sobre mejores fundamentos. Su irascible psicofobia llega al extremo de considerar imperdonable ofensa que les supongan dotados de espíritu inmortal, y si les hubiéramos de hacer caso, los hombres sólo pueden tener alma científica o alma anticientífica, según su grado de mentalidad (4).
LA RELIGIÓN DE COMTE
Unos treinta o cuarenta años atrás, Augusto Comte, alumno de la Escuela Politécnica de París y auxiliar de las cátedras de Cálculo diferencial e integral y Mecánica racional en el mismo establecimiento docente, se despertó una mañana con la ventolera de ser profeta. En los Estados Unidos se encuentra un profeta en cada esquina, y en Europa escasean como cisnes negros; pero Francia es país de novedades y Comte fue profeta con tanto éxito, que aun la grave Inglaterra lo diputó durante algún tiempo por el Newton del siglo XIX. Difundióse el contagio mental hasta invadir cual devorador incendio Alemania, Inglaterra y Estados Unidos. La flamante filosofía ganó algunos prosélitos en Francia, cuyo entusiasmo no fue duradero, porque se negaron a proporcionar los recursos que necesitaba el profeta, y el fervoroso entusiasmo despertado en un principio por aquella religión sin Dios se entibió con rapidez igual a su enfervoramiento. De los ardientes apóstoles del profeta sólo quedó uno notable: el famoso filólogo Littré, miembro del Instituto de Francia y candidato perpetuo a la Academia Imperial de Ciencias, cuya entrada le obstruía maliciosamente el obispo de Orleáns (5).
El matemático-filósofo, el sumo pontífice de la “religión” del porvenir, predicaba su doctrina al estilo de todos los profetas contemporáneos. Divinizaba a la mujer y la ponía sobre un altar, pero la “diosa” quedaba en la obligación de pagarse la peana. Los racionalistas que tanto se burlaron de las extravagancias de Fourier y de Saint Simón y con tanto desprecio ridiculizaron el espiritismo, se vieron presos como inacutos gorriones en la liga retórica del nuevo profeta. Como ni los más empedernidos ateos son extraños al anhelo congénito en el hombre de reconocer una Divinidad, al ansia de lo desconocido, los discípulos de Comte le siguieron atraídos por el aparente brillo de este fuego fatuo, hasta hundirse en un pantano sin fondo. Encubiertos bajo la máscara de una falsa erudición, los positivistas se propusieron acabar con el espiritismo, mientras por otra parte alardeaban de investigar sin prejuicio alguno los fenómenos psíquicos. Demasiado sin prejuicio alguno los fenómenos psíquicos. Demasiado tímidos para arremeter contra las iglesias cristianas, procuraron minar la fe del hombre en Dios y en la inmortalidad del alma, principios fundamentales de toda religión. Su táctica consiste en ridiculizar el espiritsmo fenoménico, que tantas pruebas suministra de la supervivencia del alma, y para atacarlo en su punto más flaco, se apoyan por un lado en la falta de método inductivo y en las exageraciones de las doctrinas espiritistas, y por otro en la prevención con que las gentes miran el fenomenalismo. De esta suerte se muestran quijotescos y benéficos debeladores de la tan, según el vulgo, monstruosa superstición.
Veamos hasta qué punto aventaja al espiritismo la ponderada religión del porvenir instituida por Comte, y nos percataremos de que con mayor motivo merecen sus prosélitos el manicomio, donde aconsejaban recluir a los médiums con quienes se habían mostrado tan solícitos. Ante todo conviene advertir que por lo menos las tres cuartas partes de los rasgos repulsivos del espiritismo moderno derivan de los materialistas que aventureramente se pasaron al campo contrario. Comte ha descrito repugnantemente la fecundación aritifical de la mujer del porvenir, hermana mayor del venusto ideal de los partidarios del amor libre. Las futuristas enseñanzas de los lunáticos discípulos de Comte han contagiado a algunos pseudo-espiritistas hasta el punto de inducirles a formar comunidades societarias, aunque ninguna duradera, pues su carácter distintivo era una especie de animismo materialista recubierto de una tenue capa de filosofía similor, esmaltada de enrevesados nombres griegos.
Propuso Platón (6) que para mejorar la especie humana se eliminaran los individuos enfermizos y deformes, y se fomentasen los matrimonios entre los más robustos ejemplares de la raza. No era de esperar que el “genio de nuestro siglo”, no obstante sus presunciones de profeta, forjase nuevos planes en su cerebro y, como buen matemático, combinó hábilmente unas cuantas utopías antiguas, dióles matiz plástico, y apoyado en el pensamiento de Platón, engendró la mayor monstruosidad nacida de cerebro humano.
Es preciso advertir que no atacamos a Comte como filósofo, sino tan sólo como innovador. En la notoria confusión de sus ideas sociales, filosóficas y religiosas, resplandecen con frecuencia algunas observaciones y juicios tan lógicos en el fondo, como brillantes en la forma, cuyo fulgor, parecido al del relámpago en noche tenebrosa, acrecienta las tinieblas luego de extinguido. De sus obras podría entresacarse un volumen de aforismos verdaderamente originales, que definen con sumo acierto la mayor parte de los males de la sociedad; pero ni en su pesado Curso de filosofía positiva ni en su paródico Catecismo de la religión positivista se encuentra la ma´s ligera insinuación del posible remedio. Los discípulos de Comte vienen a suponer que las doctrinas de su maestro son demasiado sublimes para que las comprenda el vulgo; pero comparando los dogmas del positivismo con la interpretación que les dan sus apóstoles, se echan de ver las contradicciones del fondo, pues mientras el pontífice dice que “la mujer ha de dejar de ser la hembra del hombre” (7) y los legisladores positivistas afirman que en el matrimonio y en la familia debe ser la mujer “consocia del hombre, dispensada de toda función materna” (8), a cuyo efecto proyectan una futura institución en que las funciones proyectan una futura institución en que las funciones de la maternidad queden substituidas por “la aplicación a la casta esposa de una fuerza latente” (9), no faltan sacerdotes laicos del positivismo que preconizan la poligamia y aseguran que sus doctrinas contienen la quinta esencia de la filosofía espiritualista.
NEGACIONES DEL POSITIVISMO
Según los teólogos católicos cuya eterna pesadilla es el demonio, la mujer futura, descrita por Comte, caerá en poder de los íncubos (10); pero a juicio de más zumbones autores, la Divinidad del positivismo será una yegua de dos patas. También Littré hace prudentes restricciones al aceptar el apostolado de tan maravillosa religión. Decía así en 1859:
“Asegura Comte que no sólo ha establecido los principios, trazado los perfiles y descubierto el método, sino también las consecuencias necesarias para levantar el edificio social y religioso del porvenir. En esta segunda parte nos reservamos la opinión, al propio tiempo que aceptamos sin reparo en herencia el conjunto de la primera” (11).
Pero más adelante añade:
“En su magistral obra: Sistema de filosofía positiva, establece Comte las bases de una filosofía que, con el tiempo, ha de suceder a la teología y a la metafísica. En esta obra expone, como no podía menos, su directa aplicación al gobierno de las sociedades. Como quiera que no advierto nada arbitrario en estas doctrinas, y en cambio encuentro verdadera ciencia, mi adhesión a los principios se extiende a sus esenciales consecuencias”.
Littré se ha mostrado digno discípulo del profeta, pues todo el sistema de Comte nos parece basado sobre equívocos. Donde dice positivismo se ha de leer nihilismo; donde castidad, leed impudicia, y así de lo demás. Como quiera que es una religión fundada sobre bases negativas, difícilmente pueden llevarla sus prosélitos a la práctica, sin decir que lo negro es blanco. Sigue Littré: “La filosofía positiva no acepta el ateísmo, porque el ateo no tiene la mente emancipada, sino que, a su modo, es un teólogo que explica como le place la esencia de las cosas, y presume conocer su origen... El ateísmo es sinónimo de panteísmo y este sistema también es todavía enteramente teológico y pertenece a la escuela antigua” (12).
Perderíamos el tiempo si prosiguiéramos citando más pasajes de estas paradójicas disertaciones. Comte llegó al colmo del absurdo al dar el nombre de religión a su nueva filosofía y, como suele acontecer en estos casos, sus discípulos sobrepujaron el absurdo. Filósofos postizos que brillan en las academias positivistas de Norte América, como una luciérnaga en comparación de una estrella, delatan con toda amplitud sus opiniones al cotejar “el sistema de pensamiento y vida” planeado por el apóstol francés con “las necedades del espiritismo” que, por supuesto, sale malparado del cotejo. “Para destruir es necesario reedificar”, exclama Comte citando a Cassaudiere, sin conformarse con su pensamiento; y sus discípulos explanan el aborrecible sistema con que pretenden sustituir el cristianismo, el espiritismo y aun los métodos científicos. Uno de ellos dice: “El positivismo es una doctrina integral que repudia por completo toda creencia teológica y metafísica, toda modalidad sobrenatural y, por consiguiente, el espiritismo. El verdadero criterio positivista sustituye el estudio de las leyes invariables de los fenómenos por el de sus causas inmediatas. En este concepto también repudia el ateísmo, porque al fin y al cabo el ateo es un teólogo en el fondo, pues no difiere de los teólogos en el planteamiento, sino en la solución del problema, y por lo tanto, es inconsecuente. Los positivistas rechazamos todo problema inaccesible a la mente humana, pues de lo contrario malgastaríamos nuestras fuerzas en la imposible indagación de las causas primeras. Por lo tanto, el positivismo da satisfactoria explicación del mundo y de los deberes y destino del hombre" (13).
OPINIÓN DE HARE
Mitiguemos el brillo de este programa con el juicio crítico del insigne Hare, quien dice a este propósito: “La filosofía positivista de Comte es, en último término, puramente negativa, pues afirma la inutilidad de perder tiempo en indagar los inescrutables orígenes de las leyes de la naturaleza. Por considguiente, esta doctrina se funda en la ignorancia de las causas y medios de las leyes en que forzosamente ha de permanecer el hombre, a pesar de las pruebas referentes al mundo espiritual. Así es que, mientras el ateísmo queda recluido en los dominios de la materia, el espiritismo se mueve en un campo de tan dilatado espacio como la eternidad con relación a una vida humana y como las insondables regiones sidéreas respecto al área habitable de nuestro planeta” (14).
En suma, el positivismo arremete igualmente contra la teología, la metafísica, el espiritismo, el ateísmo, el materialismo y la ciencia, con amenaza de invalidarse a sí mismo. Opina De Mirville que, según la filosofía positivista, “la mente humana no logrará equilibrarse hasta que la psicología se considere como un laxante cerebral y la historia como un laxante social”. El Mahoma moderno empieza por despojar al hombre del alma y de la fe en Dios, para hundir después inadvertidamente en las entrañas de su propia doctrina la afiladísima espada de la metafísica, cuyos golpes presumiera evitar. De este modo no quedan en su sistema ni vestigios de filosofía.
De un discurso pronunciado en 1864 por Pablo Janet, miembro del Instituto de Francia, sobre el positivismo, entresacamos el siguiente párrafo:
“Hay algunos talentos educados y nutridos en las ciencias exactas y experimentales, que sienten instintiva inclinación a la filosofía, pero sin que puedan satisfacerla más que con elementos ajenos, y su ignorancia de las ciencias psicológicas les lleva precisamente a combatirlas, con lo cual presumen haber fundado una nueva filosofía positiva que, bien mirada, no es ni más ni menos que una incompleta y mutilada hipótesis metafísica. Se arrogan la infalible autoridad, propia tan sólo de las ciencias de experimentación y cálculo, siendo así que su defectuoso sistema es del mismo orden mental que los que combaten. De aquí lo deleznable de su posición y el descrédito de sus ideas, que muy luego serán esparcidas a cuatro vientos” (15).
Los positivistas norteamericanos se han esforzado incesantemente en derrumbar el espiritismo. Para que se vea hasta dónde llega su imparcialidad, recordaremos que preguntan si los dogmas de la Inmaculada Concepción, de la Trinidad y la Eucaristía, resisten al examen de la fisiología, de las matemáticas y de la química, para decir después que más absurdas todavía son las quimeras del espiritismo. Perfectamente. Pero ¿hay absurdo teológico ni quimera espiritista que aventaje en depravada imbecilidad al positivista concepto de la fecundación artificial? Por una parte declaran incognoscibles las causas primeras, y por otra suplantan en el porvenir la vívida e inmortal compañera del hombre con un tipo de mujer imposible, semejante al fetiche indio de Obeah, día tras día repleto de huevos de serpiente para que el sol los empolle.
En nombre del sentido común cabe preguntar por qué ha de motejar de supersticiosos a los místicos cristianos y de orates a los espiritistas una titulada religión que con tan repulsivos absurdos tiene partidarios entre los mismos académicos y pone en boca de su propio fundador, para admiración de sus discípulos, rapsodias tan extravagantes como la siguiente:
“Me admira cada día más la creciente coincidencia entre el advenimiento social del misterio femenino y la disminución de la fe en el sacramento de la Eucaristía. La Virgen ha suplantado a Dios en la mente de los católicos meridionales. El positivismo realizará la utopía medioeval que consideraba la raza humana nacida de una virgen madre”. Después de exponer el modus operandi, prosigue Comte diciendo: “La difusión del nuevo procedimiento produciría muy luego una raza sin los inconvenientes de la herencia y más a propósito que la procreación vulgar para el nacimiento de caudillos espirituales y aun temporales, cuya autoridad dimanara de un origen verdaderamente superior que no retrocedería ante ninguna investigación” (16).
FECUNDACIÓN ARTIFICIAL
Cabe preguntar, después de leído esto, si en las “quimeras” del espiritismo, o en los “misterios” del cristianismo, hay algo tan descabellado como esa descripción de la humanidad futura. Si los positivistas que predican públicamente la poligamia no desmienten con su conducta la tendencia de la escuela al materialismo, mucho tememos que, haya o no haya una estirpe sacerdotal así engendrada, no veamos los vástagos de las vírgenes madres.
Natural es que una filosofía entre cuyos ideales está la procreación de semejante casta de doctores íncubos, mueva la pluma de uno de sus más gárrulos tratadistas, para escribir lo siguiente: “Estamos en una muy triste época abundante en creencias muertas o moribundas, y llena de frívolos devotos que en vano ruegan a los caídos dioses. Pero también es una época gloriosamente iluminada por los áureos rayos del naciente sol de la ciencia. ¿Qué tenemos que ver con quienes, perdida la fe y extraviado el entendimiento, se refugian en el espejuelo del espiritismo, en los engaños del trascendentalismo o en las abulias del hipnotismo”? (17).
El fuego fatuo, como se complacen hoy en llamar los filósofos pigmeos al fenomenalismo psíquico, ha tenido que luchar para darse a conocer. No hace mucho tiempo, los ya familiares fenómenos psíquicos tuvieron enérgica negativa en boca de un corresponsal de The Times, de Londres, cuya opinión subsistió como valedera hasta que dirimió la cuestión la obra de Phipson, apoyada en el testimonio de Beccaria y Humboldt (18).
Los positivistas debieron exigir otro símil más feliz y al mismo tiempo estar mejor enterados de los descubrimientos científicos, pues en cuanto al hipnotismo lo practican con éxito, en algunos hospitales de Alemania, eminencias médicas cuya fama y sabiduría está muy lejos de igualar el presuntuoso conferenciante sobre la mediumnidad y la locura. Pocas palabras diremos antes de acabar este enojoso asunto. Hay positivistas que se vanaglorian de contar por correligionarios a los más ilustres científicos de Europa. Sin embargo, no entran en este número Huxley ni Mausley, de nombradía universal. Por lo que toca a Huxley, en una conferencia dada en 1868 en Edimburgo, sobre Los fundamentos fisiológicos de la vida, se muestra muy sorprendido de la ligereza con que el arzobispo de York le atribuyó filiación positivista, y dice: “Por lo que a mí toca, bien pudiera el respetable prelado desmenuzar polémicamente a Comte como un nuevo Agag, sin que yo le detenga la mano. Mi examen de la filosofía positivista me ha convencido de que poco o nada tiene de valía científica, pues en su mayor parte es tan opuesta a la verdadera ciencia, como pueda serlo el catolicismo ultramontano. En la práctica, la filosofía positivista es un catolicismo despojado del espíritu del cristianismo”. Más adelante se indigna Huxley con los filósofos escoceses, y les reconviene por haber consentido que el arzobispo de York atribuyese a Comte la fundación de la escuela filosófica de Hume, y a este propósito exclama: “Bastaba para remover en su tumba los huesos de David Hume, que, no lejos de ella, un auditorio parcial escuchara sin protesta cómo se atribuían sus doctrinas a un escritor francés de hace cincuenta años, en cuyas verbosas y áridas páginas se echa de menos el vigor de pensamiento y la claridad de expresión” (19).
¡Pobre Comte! Ahora resulta que, por lo menos en los Estados Unidos, sus más conspicuos discípulos quedan reducidos a un físico, un médico y un abogado, a quienes un crítico socarrón motejó de “triunvirato anómalo cuyas arduas tareas no les dejan tiempo para aprender a escribir” (20).
Los positivistas no perdonan medio de combatir al espiritismo en provecho de su religión. Sus prelados soplan sin cesar las trompetas como si a su estrépito hubieran de caer los muros de la nueva Jericó; pero ni con sus singularísimas paradojas ni con sus deleznables ataques al espiritismo lograrán su propósito. Para muestra de estos ataques, basta entresacar de una reciente conferencia (21) el párrafo que sigue: “La exclusiva satisfacción del instinto religioso es incentivo de lujuria. Sacerdotes, frailes, monjas, santos, médiums, místicos y devotos han sido siempre famosos por sus concupiscencias”.
LOS MONOS DE LA CIENCIA
Nos complacemos en observar que mientras el positivismo se erige alborozadamente en religión, el espiritismo no ha pretendido jamás ser otra cosa que una ciencia, una filosofía incipiente o, más bien, el estudio indagativo de las fuerzas naturales. Los verdaderos científicos reconocen la realidad de los fenómenos psíquicos, que sólo se atreven a negar los monos remedadores de la ciencia. Los positivistas se burlan del fenomenalismo psíquico y en cambio no saben abrir la boca sin que, como el retórico Butler, no se les escape un tropo. Quisiéramos contraer las censuras al círculo de necios y pedantes que usurpan el título de científicos; pero es innegable que cuando las eminencias tratan algún nuevo punto, pasan sus decisiones sin réplica, aun cuando la merezcan. La cautela propia de los hábitos de investigación experimental, los prejuicios establecidos y el peso de la autoridad científica contribuyen paralelamente a petrificar el pensamiento en dogmas intangibles, y con demasiada frecuencia la ciencia progresa a costa del martirio o del ostracismo del innovador. Los experimentadores de laboratorio deben, por decirlo así, tomar a la bayoneta el reducto de la preocupación y la rutina, pues no será fácil que una mano amiga deje entornada la poterna. No han de hacer caso de las ruidosas protestas y la impertinente crítica de los publicistas de quinta fila que se arremolinan en la antesala de la ciencia, pues deben reservar sus fuerzas para dar en rostro a la hostilidad de los conspicuos y vencerla. La ciencia progresa rápidamente, pero los científicos no se percatan del progreso, pues casi siempre arremeten contra los nuevos inventos. El triunfo es de quien valerosa y perseverantemente resiste la embestida parapetado en su intuición. Pocas son las leyes naturales cuya primera enunciación no suscitara burlas y fuera generalmente tenida por absurdamente contraria a la ciencia. Pero no obstante el orgullo de quienes nada descubren, no es posible desoír por mucho tiempo el clamoreo de los innovadores que, desgraciadamente para la pobre y egoísta humanidad, se convierten a su vez en rémoras de cuantos indagan nuevamente la acción de las leyes naturales. Así, poco a poco, va pasando la humanidad por sucesivos ciclos de conocimientos cuyos errores corrige de continuo la ciencia para rehabilitar hoy las hipótesis desechadas por erróneas ayer. Esto ha sucedido no sólo en cuestiones psicológicas, tales como el hipnotismo desde el doble punto de vista fisiológico y psíquico, sino también en descubrimientos relativos a las ciencias de observación.
¿Qué hemos de hacer? ¿Evocar un pasado desagradable? ¿Decir que los científicos medioevales negaban con el clero el sistema heliocéntrico por temor de oponerse a las enseñanzas de la Iglesia? ¿Recordaremos que algunos naturalistas del siglo XVIII negaron autenticidad zoológica a las conchas fósiles, diciendo que tan sólo eran simulaciones artificiosas, mientras otros sostenían acaloradamente lo contrario en discusiones salpicadas de insultos, hasta que Buffón sentenció el pleito con pureba plena a favor de los segundos? Seguramente que si tan discordes andan los científicos respecto al origen y naturaleza de las conchas fósiles, tan fácilmente observables, a duras penas cabe esperar que crean en las formas espectrales de las sesiones espiritistas, cuando el médium es genuinamente sincero.
Los escépticos podrían entretener provechosamente los ratos de ocio en la lectura de la obra de Flourens, secretario perpetuo de la Academia francesa, titulada: Historia de las investigaciones de Buffón, en la que describe cómo el insigne naturalista desbarató la hipótesis de la simulación artificial, cuyos partidarios persistieron en negar todo cuanto no comprendían y se mofaron sarcásticamente de los experimentos eléctricos de Franklin, de las tentativas de Fulton, de los proyectos ferroviarios de Perdonnet, de las nuevas orientaciones de Harvey y de las heroicas pruebas de Palissy.
EPIDEMIA DE NEGACIONES
En la ya citada obra: Conflictos entre la religión y la ciencia, se muestra Draper algo distanciado de la justicia, al achacar tan sólo al clero los impedimentos con que tropieza el progreso de las ciencias; pero sin menoscabo de la admiración debida al insigne escritor, observaremos que, aparte de la enemiga mostrada por el clero a los descubrimientos enumerados en la obra, no debió pasar por alto la oposición de todo inventor hubo de encontrar en los científicos. Dice bien Draper en pro de la ciencia, que “saber es poder”; pero los abusos del poder son igualmente perniciosos, ya provengan del extravío de la sabiduría, ya de las obcecaciones de la ignorancia. Además, el clero no tiene hoy la fuerza que tuvo en otras épocas, y sus protestas no harían mella en el mundo científico. Sin embargo, mientras los teólogos se mantienen tras cortina, los científicos han empuñado a dos manos el cetro del despotismo y lo blanden como espada del querubín puesto a la entrada del Edén, para alejar a los hombres del árbol de vida mortal, y retenerlos en el mundo de perecedera materia.
El periódico londinense El Espiritista, en su réplica a la crítica de Gully sobre la hipótesis de Tyndall, llamada de la neblina ígnea, dice que, gracias a la ciencia, no mueren hoy todos los espiritistas en las hogueras inquisitoriales. Admitamos esta gracia, aun teniendo en cuenta que ya pasaron de moda los autos de fe, y preguntemos si en el caso de que Faraday, Tryndall, Huxley, Agassiz y otros dispusieran del poder de la Inquisición, se encontrarían los espiritistas tan seguros como están hoy día; pues mueve a preguntarlo la actitud de dichos científicos respecto del espiritismo, ya que a falta de hogueras donde abrasar a quienes creen en el mundo de los espíritus, les llaman locos, maniáticos, alucinados, fetichistas y demás vituperios por el estilo.
A la verdad, no acertamos a descubrir las razones que habrá tenido el director de El Espiritista, de Londres, para mostrarse tan agradecido a la benevolencia de los científicos, pues el reciente proceso Lankester-Donkin-Slade, seguido en Londres, debiera haber abierto los ojos a los espiritistas demasiado confiados, para darles a entender que el materialismo pertinaz es mucho más refractario a la razón que el fanatismo religioso. Uno de los mejores escritos de Tyndall es el folleto titulado: Martineau y el Materialismo, aunque tal vez con el tiempo enmiende el autor algunos excesos de lenguaje. Pero dejando por de pronto esto aparte, fijémonos en lo que dice sobre la ciencia. En boca de Martineau pone la pregunta siguiente: “Cuando un hombre piensa, siente y quiere, ¿cómo actúa la conciencia?” Y responde: “No es posible concebir el transporte del funcionamiento cerebral a los correspondientes hechos de conciencia. Suponiendo que un pensamiento definido coincida simultáneamente con una acción molecular en el cerebro, no poseemos, ni rudimentariamente siquiera, el órgano intelectual que nos permita descubrir por el raciocinio el enlace entre el pensamiento y la acción cerebral que coinciden sin que sepamos por qué. Aun cuando nuestra mente y nuestros sentidos fuesen capaces de percibir las moléculas cerebrales, de atisbar todos sus movimientos, agrupaciones y descargas eléctricas, si acaso las hay; aunque conociéramos perfectamente su correspondencia con los pensamientos y emociones, no podríamos resolver el problema de cómo el proceso fisiológico se enlaza con los hechos de conciencia. La hondonada entre ambos fenómenos quedaría tan intelectualmente infranqueable como antes” (22).
LA CIENCIA ULTRAMONTANA
Esta hondonada, que a Tyndall le parece tan infranqueable como la neblina ígnea en que envuelve la causa agnoscible, no es obstáculo alguno para la intuición espiritual. El profesor Buchanan, en sus Bosquejos de conferencias sobre el sistema neurológico en Antropología, escritos en 1854, señala el modo de echar un puente sobre tan temerosa hondonada. Aquí tenemos una de aquellos trojes donde se almacena parcamente la semilla mental de futuras y copiosas cosechas. Pero el edificio del materialismo se basa enteramente sobre los toscos sótanos de la razón. Cuando los maestros de la ciencia hayan llegado al límite extemo de su capacidad, podrán a lo sumo revelarnos un mundo de moléculas animadas por secreto impulso. El más acertado diagnóstico de la enfermedad que aqueja a los científicos, lo encontraremos con sólo una ligera substitución de palabras, en la crítica a que Tyndall somete la mentalidad del clero ultramontano. En vez de “sacerdotes” pongamos “científicos”; en lugar de “pasado precientífico” leamos “presente materialista”, y reemplacemos “ciencia” por “espíritu”. El pasaje siguiente nos traza un vivo retrato, pintado por mano maestra, del científico moderno:
“... Sus sacerdotes viven tan apegados al precientífico pasado, que aun los más poderosos talentos son refractarios a las verdades recientes. Tienen ojos y no ven, oídos y no oyen; porque ojos y oídos se convierten a visiones y sonidos de otros tiempos. Desde el punto de vista científico, el cerebro de los ultramontanos es poco menos que infantil. Pero no obstante ser tan niños en conocimiento científico, tienen suficiente poderío espiritual entre los ignorantes para inducirles a prácticas que sonrojan a los de más claro juicio” (23).
El ocultista les dice a los científicos que se miren en este espejo.
Desde los albores de la historia, todos los pueblos exigieron en su legislación el testimonio de, por lo menos, dos testigos para aplicar la pena de muerte. “Por boca de dos o tres testigos sea condenado el reo de muerte” (24) dice el legislador del pueblo hebreo. “Las leyes que condenan a un hombre a muerte por la declaración de un solo testigo son contrarias a la libertad. La razón exige, por lo menos, dos testigos” (25). Todos los pueblos han aceptado, por lo tanto, el valor de la prueba, pero los científicos rechazarían un millón de testimonios contra uno. En vano doscientos mil testigos dan fe de los hechos. Los científicos tienen ojos y no ven, como si persistieran en ceguedad y sordera. Treinta años de pruebas irrecusables y el testimonio de algunos millones de creyentes en Europa y América tienen derecho a que se les considere y respete, sobre todo cuando el veredicto de un jurado compuesto de doce espiritistas, influido por las pruebas aducidas por los testigos, pudiera condenar a muerte a un científico que hubiere perpetrado un crimen por efecto de la conmoción de las moléculas cerebrales, no refrenadas por el convencimiento de una futura retribución moral.
La ciencia, en síntesis considerada como divina meta, es digna de que el mundo entero la respete y venere, porque sólo por la ciencia podemos comprender a Dios en sus obras.
Según Webster, “la ciencia es la comprensión de la verdad ante los hechos, la investigación de la verdad en sí misma, la adquisición del conocimiento puro”. Si la definición es exacta, tendremos que la mayoría de los científicos modernos han falseado a su diosa. ¡La verdad en sí misma! ¿Pues dónde hemos de buscar la clave de las verdades de la naturaleza sino en los inescrutados misterios de la psicología? Desgraciadamente muchos experimentadores sólo escogen los hechos más apropósito para cohonestar sus prejuicios.
La psicología no tiene peores enemigos que los médicos de la escuela alopática. No es preciso recordar que, entre las ciencias de experimentación, es la medicina la menos merecedora de este calificativo, pues prescinde del estudio de la psicología, que debiera ocupar gran parte de su atención para que el ejercicio de la medicina no degenere en tanteador empirismo de dudoso éxito. Todo cuanto discrepa de las doctrinas establecidas, se repudia por herético, y aunque un nuevo sistema terapéutico haya salvado miles de vidas, se aferran a las prescripciones tradicionales para condenar al innovador y la innovación, hasta que les place darle sello oficial. Entretanto, pueden morir miles de enfermos, con tal de que el honor profesional quede a salvo.
Teóricamente parece la medicina la ciencia más benéfica, pero ninguna otra ha dado tantas muestras de materialismo y obstinada preocupación. Pocas veces han patrocinado los médicos famosos un descubrimiento útil. La sangría, las ventosas y la lanceta tuvieron su época de popularidad, hasta caer en desuso. A los calenturientos se les deja beber hoy el agua que antes se les negara, los baños fríos han suplantado a los calientes, y durante algún tiempo fue la hidroterapia una verdadera manía. La corteza de quina que Warring, el defensor de la autoridad de la Biblia, identifica con el paradisíaco “árbol de la vida”, fue importada en España el año 1632 y estuvo en olvido durante mucho tiempo. La Iglesia demostró, por una vez al menos, más penetración que la ciencia, pues a instancias del cardenal de Lugo, patrocinó Inocencio X el nuevo medicamento.
PANACEAS Y ESPECÍFICOS
El autor de una obra antigua titulada: Demonología, cita muchas medicinas que volvieron a emplearse después de largos años de olvido, de suerte que la mayor parte de los descubrimientos terapéuticos vienen a ser sencillamente la rehabilitación de antiguos remedios. En el siglo XVIII, una curandera llamada Nouffleur encomiaba las virtudes que para la expulsión de la tenia posee la raíz del helecho macho, y vendió el secreto a Luis XV por una cuantiosa suma; pero los médicos averiguaron que ya lo había empleado Galeno en el tratamiento de la misma enfermedad. Los famosos polvos del duque de Portland, contra la gota, eran el diacentaureón de Celio Aureliano, y luego se vio que ya lo mencionaron los primitivos médicos en sus obras, tomándolo de los autores griegos. Lo mismo sucede con el agua medicinal de Husson, famoso remedio de la gota, que, no obstante su nuevo disfraz, es el Colchicum autumnale, o villorita, muy semejante a una planta llamada Hermodactylus, cuyas propiedades antigotosas ponderaron Oribario, famoso médico del siglo IV y Etio Amideno, que floreció en el siglo V. Después cayó en desuso tan sólo porque era medicamento demasiado antiguo para ser tenido en cuenta por los médicos del siglo XVIII.
El sabio fisiólogo Magendie no descubrió nada que ya no conocieran los médicos de la antigüedad. Su específico contra la tisis, en que entraba como ingrediente el ácido prúsico, está descrito en las obras de Lumeo (26), donde afirma que la infusión de laurel se empleaba con excelentes resultados en el tratamiento de tan terrible enfermedad. Plinio asegura que el extracto de almendras y huesos de cereza curaba las toses más pertinaces. Concluye diciendo el autor de Demonología, que puede afirmarse con toda seguridad, que las diversas preparaciones secretas a base de opio, tenidas por descubrimientos de la moderna farmacopea, están descritas en las obras de los autores antiguos, tan desdeñados en nuestros días.
Nadie niega ya que, desde tiempo inmemorial, estuvo concentrada en el lejano Oriente la sabiduría humana, hasta el punto de que ni en Egipto se cultivaban las ciencias naturales tan asiduamente como en el Asia central. El mismo Sprengel, no obstante su cautelosa prevención contra todo indicio, lo reconoce así en su Historia ee la Medicina, y cuando discute los puntos relacionados con la magia, deja a salvo la de la India por menos conocida que la de cualquier otro país de la antigüedad, pues entre los indios era más esotérica, si cabe, que entre los egipcios, y por tan sagrada se la tenía que el vulgo apenas sospechaba su existencia y sólo se ejercía públicamente en las graves crisis nacionales o en circunstancias de temerosa trascendencia. Era la magia una ciencia divina que más intensamente resplandecía en los ascetas gimnósofos, cuya austeridd de vida, pureza de costumbres y desprendimiento de las cosas mundanas aventajaba a la de los más ejemplares hierofantes egipcios y era tenidos en mayor veneración que los magos caldeos. Vivían solitarios (27) en yermo, mientras que los sacerdotes egipcios formaban comunidades y, no obstante las preocupaciones históricas contra magos y adivinos, poseían valiosos secretos médicos y sobresalían insuperablemente en el arte de curar, según se infiere de los numerosos tratados que todavía se conservan en los monasterios de la India. No nos detendremos a dilucidar si los gimnósofos fueron los primeros magos de la India o si recibieron este conocimiento en herencia de los rishis (28), porque los científicos experimentales lo tendrían por estéril especulación.
Un autor moderno dice al hablar de los gimnósofos: “Les honra sobremanera el celo con que educaban a los jóvenes en la virtud, despertando en sus corazones generosos sentimientos; y sus máximas y pláticas, transmitidas por los historiadores, demuestran lo muy versados que estaban en filosofía, astronomía, religión y moral. Mantuviéronse dignamente independientes de la soberanía temporal de los príncipes más poderosos, cuyo favor jamás solicitaban ni tampoco iban a lisonjearles con visitas de adulación, y cuando el príncipe necesitaba de sus oraciones o de consejos, no tenía más remedio que ir en persona a consultarles o enviar mensajeros en su busca. Conocían las propiedades útiles de minerales y plantas, pues estaban familiarizados con los secretos de la naturaleza, y tanto la fisiología como la psicología eran para ellos libros abiertos en que libaban la ciencia mágica llamada entonces machagiotia.
EL DEMIURGOS
Es muy extraño que los cristianos estén obligados a creer como artículo de fe los milagros bíblicos, y no sólo no crean, sino que se mofen de los prodigios relatados en el Atharva Veda y los atribuyan al demonio. Sin embargo, contra la malévola opinión de algunos sanscritistas, podemos demostrar, bajo varios aspectos, la identidad esencial entre ambas taumaturgias, con la particularidad de que no pueden haber plagiado los Vedas a la Biblia, puesto que las escrituras hebreas son muy posteriores a las indas.
Primeramente, la cosmogonía induísta desvanece el error, durante tanto tiempo sustentado por los occidentales, de que Brahmâ era la divinidad suprema de los indos, cuando tan sólo es un aspecto inferior, análogo al Jehovah hebreo, “el espíritu semoviente sobre las aguas”, el dios creador, el demiurgos, el arquitecto del mundo, cuya imagen simbólica tiene cuatro rostros correspondientes a los cuatro puntos cardinales.
A este propósito dice Poler:
“En el principio, el embrionario universo reposaba sumergido en las aguas, en el seno del Eterno. De las caóticas tinieblas surgió Brahmâ, el arquitecto del universo, y sobre una hoja de loto flotaba entre las aguas y las tinieblas” (29).
Idéntico es el relato de la cosmogonía egipcia, en que Athor, la Madre Noche, símbolo de las tinieblas, cubría en un principio la inmensidad del abismo de las aguas sobre las que flotaba el espíritu del Eterno. También las Escrituras hebreas hablan del espíritu de Dios, y de su emanación creadora simbolizada en otra divinidad (30).
Pero continuemos el relato de la cosmogonía inda: “Al ver el caótico estado de las cosas, se pregunta Brahmâ a sí mismo lleno de consternación: ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? Entonces oye una voz que le dice: “Eleva tus plegarias a Bhagavad” (31). Brahmâ se sentó en la hoja de loto en actitud contemplativa, con la mente enfocada en el Eterno, quien, complacido de aquella muestra de piedad, disipa las tinieblas y descorre el velo de su mente. Al punto surge el radiante Brahmâ del huevo del universo, y henchido del divino espíritu que le ha despertado la mente, empieza a actuar y se mueve sobre las aguas. Es Narayana”.
El loto, la flor sagrada de indos y egipcios, simboliza a Brahmâ entre los primeros y a Horus entre los segundos. Todos los templos del Tíbet y del Nepal ostentan la flor de loto, cuyo sugestivo significado es idéntico al del lirio que el arcángel Gabriel ofrece a María en las representaciones pictóricas de la Anunciación (32). Para los indos es el loto emblema de la potencia creadora de la naturaleza, por la compenetración del fuego (espíritu) con el agua (materia). Un versículo del Bhagavad Gîtâ, dice: “¡Oh Eterno! Entronizado en ti veo al creador Brahmâ sobre el loto”. Según Jones, la simiente del loto contiene ya antes de germinar el embrión de las futuras hojas; y como dice Gross (33), la naturaleza nos da en el loto un ejemplo de la anteformación de sus productos, pues la simiente de todas las plantas fanerógamas contiene la futura planta con su propia configuración.
Lo mismo significa el loto para los budistas. El Bodhisat (Espíritu del Buddha) se aparece con el loto en la mano junto al lecho de Mahâmayâ o Mahâdeva, la madre de Gautama Buddha, y le anuncia el nacimiento de su hijo. De la propia suerte, la flor de loto estaba invariablemente unida en Egipto a todas las representaciones de Osiris y Horus.
EL LIRIO DE GABRIEL
Todo esto demuestra el común parentesco del símbolo en las religiones induísta, egipcia y judía, pues en todas ellas la flor de loto o lirio de agua simboliza el tránsito de lo subjetivo a lo objetivo, del pensamiento abstracto de la Divinidad desconocida a las formas concretas y visibles de la creación. Disipadas las tinieblas, surgió la luz y Brahmâ vio en el mundo ideal, hasta entonces sumido en la mente divina, los arquetipos de las coasas que habían de tomar forma visible en la manifestación del universo. Porque, como arquitecto del universo, ha de dar existencia objetiva a los tipos ideales ocultos en el seno del Eterno, del mismo modo que en la simiente del loto se ocultan las futuras hojas de la planta. A esto se refiere el versículo del génesis que dice: “Produzca la tierra árbol de fruto que dé fruto, según su especie, y cuya semilla esté en él”. En todas las religiones antiguas el “Hijo del Padre” es el Dios creador, es decir, su manifiesto y visible pensamiento. Antes de la era cristiana, desde la Trimurti inda hasta la tríada de las Escrituras hebreas, según la interpretación cabalística, todas las naciones velaron simbólicamente la trina naturaleza de su Divinidad suprema. En la religión cristiana, el misterio de la trinidad no es ni más ni menos que el artificioso injerto de una rama nueva en tronco viejo, y el mismo significado simbólico que el loto tiene el lirio de la Anunciación en las iglesias latina y griega.
Por otra parte, como el loto se cría en el agua al calor del sol, los antiguos lo consideraron hijo del fuego y del agua; de aquí que simbolice también la dualidad de espíritu y materia. Brahmâ, Jehovah, Adam-Kadmon y Osiris o más bien Pymander, representan la segunda persona de la Trinidad. Por esta razón es Pymander, en la teogonía egipcia, el progenitor de todos los dioses solares. El Eterno es el espíritu ígneo que educe, plasma y desenvuelve todo cuanto al calor de Brahmâ nace en las aguas, de suerte que Brahmâ es el universo y el universo es Brahmâ. Tal es la filosofía de Spinoza aprendida de Pitágoras y también la de Giordano Bruno que, por sostenerla, murió en la hoguera. Para demostrar los extravíos de la teología cristiana, baste advertir que Giordano Bruno murió a manos del fanatismo intolerante por la explicación del mismo símbolo que expusieron los apóstoles y aceptaron los primitivos cristianos. El lirio del Bodhisat y de Gabriel, que simboliza el agua y el fuego o el concepto de la creación, se pone de manifiesto en el primitivo sacramento del bautismo.
ACUSACIÓN CONTRA BRUNO
Las doctrinas de Bruno y Spinoza son virtualmente idénticas, aunque éste las exponga de un modo más cauto y velado que el autor de Causa Principio et Uno o sea Infinito Universo e Mondi. Pero tanto Bruno, que declara haberse inspirado en Pitágoras, como Spinoza, que sin declararlo lo deja traslucir, tienen el mismo concepto de la Causa primera. Según ellos, Dios es entidad per se, el infinito Espíritu, el único Ser independiente de toda otra causa y efecto, que por su voluntad produjo todas las cosas y estableció las leyes del universo cuya ordenada existencia mantiene perpetuamente. De acuerdo con los swâbhâvikas indos, erróneamente tildados de ateos, quienes dicen que todas las cosas y todos los seres, hombres dioses y espíritus proceden del Swabhâva o su propia naturaleza (34), Spinoza y Bruno afirman que es preciso buscar a Dios en la naturaleza y no fuera de ella. Porque siendo la creación proporcional al poder del creador, el universo ha de ser tan infinito y eterno como el creador, y cada forma engendra de su propia esencia otra forma. Los críticos modernos afirman que Giordano Bruno prefirió dar la vida a ceder en sus convicciones, porque no le sostenía la esperanza en otro mundo mejor, de lo que parece inferirse que Giordano Bruno no creía en la inmortalidad del alma, y así lo asegura Draper al decir con referencia a la multitud de víctimas de la intolerancia clerical: “El tránsito de esta vida a la otra, aun en circunstancias aflictivas, era entonces el paso de temporánea pena a eterna felicidad... El mártir cree que una mano invisible le conduce a través del tenebroso valle... Bruno no cree en semejante auxilio. Las opiniones filosóficas de por qué sacrificó su vida no podían prestarle consuelo alguno” (35). Sin embargo, Draper demuestra conocer muy superficialmente la doctrina de Bruno, dejando de lado a Spinoza cuya cautelosa exposición de ideas las encubre a quien no sepa descifrar la metafísica pitagórica. Pero desde el momento en que Bruno declaraba explícitamente su conformidad con las doctrinas pitagóricas, por fuerza había de creer en la inmortalidad del alma y no verse privado de la consoladora esperanza de mejor vida. Su proceso, referido por Berti en la Vida de Bruno, en vista de documentos originales recientemente publicados, no deja duda respecto de las verdaderas doctrinas del ilustre filósofo. De conformidad con los neoplatónicos y los cabalistas, sostenía que Jesús era mago, en el sentido que Porfirio, Cicerón y Filo Judeo dan a la palabra magia, o sea de sabiduría divina, capaz de investigar los secretos de la naturaleza. Según Filo Judeo, los magos son hombres de santidad que, apartados de las cosas de este mundo, contemplan las virtudes divinas, comprenden claramente la naturaleza de los dioses y los espíritus e inician a otros hombres en los misterios cuyo conocimiento les permite relacionarse continuamente en vida con los seres invisibles.
Pero mejor se inferirán las ideas de Giordano Bruno de la acusación entablada contra él por Mocenigo, que dice así:
“Yo, Zuanio Mocenigo, hijo del muy ilustre señor Marco Antonio, pongo en vuestro conocimiento, reverendísimos padres, por impulso de mi conciencia y mandato de mi confesor, que oí decir muchas veces a Giordano, conversando con él en mi casa, que era blasfemia afirmar la transubstanciación del pan en carne; que no le satisfacía ninguna religión; que era contrario a la misa; que Cristo era un pobre hombre cuyas perversas obras para seducir a las gentes justificaban su crucifixión; que en Dios no puede haber distinción de personas, so pena de tenerle por imperfecto; que el mundo es eterno y que hay infinitos mundos que Dios crea continuamente, porque puede hacer cuanto quiere; que Cristo hizo milagros tan sólo aparentes, pues era mago como lo fueron los apóstoles, y que él, es decir, Bruno, tiene poder sobrado para hacer más de cuanto ellos hicieron; que Cristo repugnaba la muerte e hizo cuanto pudo para evitarla; que no hay castigo para los pecados, y que las almas creadas por obra de la naturaleza pasan de un animal a otro; y que así como los brutos animales han nacido de la corrupción, así también los hombres han de nacer otra vez después de morir (36).
Ha expresado Bruno su deseo de propagar una secta con el título de Nueva Filosofía. Dice que la Virgen no pudo haber parido sin dejar de serlo y que la fe católica está llena de blasfemias contra la majestad de Dios; que los frailes han de ser despojados de sus bienes y del derecho de controversia, porque corrompen el mundo y son unos borricos en todas sus opiniones; que los católicos no tenemos prueba alguna de que nuestra fe sea meritoria a los ojos de Dios; que el no querer para los demás lo que no queremos para nosotros es suficiente a la buena conducta, y que se ríe de los demás pecados y se admira de que Dios consienta tantas herejías en los católicos. Dice que quiere dedicarse al arte de la adivinación y lograr que todo el mundo le siga; que Santo Tomás y todos los doctores de la Iglesia, nada saben comparados con él, pues podría preguntar a los más insignes teólogos del mundo cosas a que ninguno fuera capaz de responder”.
A esta acusación respondió Giordano Bruno con la siguiente profesión de fe, idéntica a la de los antiguos maestros:
“Creo que el universo es infinito como obra del divino e infinito poder, porque hubiera sido indigno de la omnipotencia y de la bondad de Dios crear un solo mundo finito pudiendo crear, además de este mundo, infinitos otros. Por lo tanto, declaro que hay infinitos mundos parecidos al nuestro, el cual, de acuerdo con el sentir de Pitágoras, creo que es una estrella de naturaleza análoga a la luna, a los otros planetas y demás astros, cuyo número es infinito, y que todos estos cuerpos celestes son mundos innumerables que constityen el universo infinito en el espacio infinito, y esto es lo que llamo universo infinito con innumerables mundos; y así tenemos dos linajes de grandeza infinita en el universo y una multitud de mundos. Esto parece a primera vista contrario a la verdad, si se compulsa con la fe ortodoxa.
IDEAS PITAGÓRICAS DE BRUNO
“Además, en este universo hay una providencia universal por cuya virtud todos los seres viven, se mueven y perseveran en su perfeccionamiento. Esto lo entiendo en dos sentidos: primero, a la manera como el alma está en todo el cuerpo y en cada una de sus partes, a lo que llamo la naturaleza, sombra o huella de la Divinidad; y segundo, a la manera como está Dios en todo y sobre todo, por esencia, presencia y potencia, no como parte ni como alma, sino de modo inefable.
“Además, creo que todos los atributos de Dios son uno solo y el mismo. De acuerdo con los más eminentes teólogos y filósofos concibo tres atributos principales: poder, sabiduría y bondad, o, mejor dicho, voluntad, conocimiento y amor. La voluntad engendra todas las cosas; el conocimiento las ordena; y el amor las concierta y armoniza. Así comprendo la existencia de todas las cosas, pues nada hay que no participe de la existencia ni ésta es posible sin esencia, de la propia manera que nada es bello sin belleza, y por lo tanto nada puedeescapar a la divina presencia. Así es que por raciocinio y no por verdad substancial entiendo distinción en Dios.
“Creo que el universo con todos sus seres procede de una Causa primera, por lo que no debe desecharse el nombre de creación a que, según colijo, se refiere Aristóteles al decir que Dios es aquello de que el universo y la naturaleza dependen. Así es que, según el sentir de Santo Tomás sea o no eterno el universo, considerado en razón de sus seres, depende de una Causa primera y nada hay en él independiente.
“Con respecto a la verdadera fe, prescindiendo de la filosofía, ha de creerse en la individualidad de las divinas personas, y que la sabiduría, el Hijo de la Mente, llamada por los filósofos inteligencia y por los teólogos Verbo, tomó carne humana. Pero a la luz de la filosofía, dudo de estas enseñanzas ortodoxas, aunque no recuerdo haberlo dado a entender explícitamente, ni de palabra ni por escrito, sino de un modo indirecto, al hablar de otras cosas que con toda sinceridad creo que pueden demostrarse por natural juicio. Así, en lo referente al Espíritu Santo o tercera persona, no lo comprendo de otra manera que como lo entendieron Salomón y Pitágoras, es decir, como Alma del universo compenetrado con el universo, pues según Salomón: “El espíritu de Dios llena toda la tierra y contiene todas las cosas”. Y esto concuerda asimismo con la doctrina pitagórica expuesta por Virgilio en el texto de la Eneida, cuando dice:
Principio coelum ac terras camposque liquentes,
Lucentemque globum Lunae, Titaniaque astra
Spiritus intus alit, totamque infusa per artus
Mens agitat molem...
“De este Espíritu, vida del universo, procede, a mi entender, la vida y el alma de todo cuanto tiene alma y vida. Además, creo en la inmortalidad del alma lo mismo que en la del cuerpo, pues en lo que a su substancia se refiere también el cuerpo es inmortal, ya que no hay otra muerte que la disgregación, según parece inferirse de la sentencia del Ecclesiastes, que dice: “Nada hay nuevo bajo el sol. Lo que es será”.
Tenemos, por lo tanto, que Bruno no comprende el dogma de la Trinidad ni el de la Encarnación, según la fe ortodoxa, pero cree firmemente en los milagros de Cristo, de conformidad con las enseñanzas pitagóricas. Si bajo la implacable férula de la Inquisición se retractó como Galileo, implorando clemencia de sus verdugos, hemos de considerar que la naturaleza física flaquea en el tormento ante la perspectiva de la hoguera.
ENSEÑANZAS ORIENTALES
Sin la oportuna publicación del valioso trabajo de Berti, hubiésemos seguido venerando a Giordano Bruno como un mártir, cuyo busto, coronado de laureles por mano de Draper, había de ocupar preferente lugar en el panteón de la ciencia experimental; pero bien vemos que el héroe de una hora no fue ateo ni materialista ni positivista, sino sencillamente un filósofo de la escuela pitagórica, que profesaba las doctrinas del Asia Central y poseía las facultades mágicas tan menospreciadas por la escuela de Draper. Es verdaderamente jocoso que les haya sobrevenido a los científicos este contratiempo, después de haber descubierto arqueólogos poco reverentes, que la estatua de San Pedro era nada menos que la de Júpiter Capiolino, y que el Josafat de los católicos es el mismo Buda. Resulta, por lo tanto, que ni aun escudriñando los escondrijos de la historia, encontraremos ni un ápice de filosofía moderna, sea de Newton, Descartes o Huxley, que no esté entresacado de las antiguas enseñanzas orientales. El positivismo y el nihilismo tienen su prototipo en la filosofía exotérica de Kapila, según observa Max Müller. La inspiración de los sabios indos desentrañó los misterios del Prajnâ Paramitâ (perfecta sabiduría), y sus manos mecieron la cuna del progenitor de ese débil, pero bullicioso niño, a que llamamos ciencia moderna.
CAPÍTULO IV
Prefiero la noble conducta de Emerson cuando tras varios
desengaños exclama: “Anhelo la verdad”. Quien realmente
es capaz de hablar así, siente en su corazón el gozo del
verdadero heroísmo.
TYNDALL.
Para que un testimonio sea suficiente se requieren
las siguientes condiciones:
1ª Gran número de testigos muy perspicaces que
convengan en haber visto bien lo que han visto.
2ª Que los testigos estén sanos de cuerpo y
! mente.
3ª Que sean imparciales y desinteresados.
4ª Que haya entre ellos asentimiento unánime.
5ª Que solemnemente atestigüen el hecho.
VOLTAIRE. – Diccionario filosófico.
El fervoroso protestante Agenor de Gasparín ha sostenido larga y porfiada lucha con Des Mousseaux, De Mirville y otros fanáticos que atribuyen todos los fenómenos espiritistas a la influencia de Satanás. El resultado de esta contienda han sido dos volúmenes de más de mil quinientas páginas, en que se prueban los efectos y se niega la causa de los fenómenos, tras sobrehumanos esfuerzos para explicarlos.
Toda Europa leyó la severa réplica enviada por Gasparín al Journal des Débats (1) cuando este periódico motejó de locos rematados a cuantos después de leer el estudio sobre las “alucinaciones espiritistas” publicado por Faraday, persistiesen en dar crédito a los fenómenos que Gasparín había descrito minuciosamente como testtigo presencial. Dice Gasparín en su réplica: “Hay que andar con cuidado, porque los representantes de las ciencias de experimentación van en camino de convertirse en inquisidores modernos. Los hechos son más poderosos que las academias y no dejan de ser hechos, aunque se les menosprecie, niegue y ridiculice” (2).
FENÓMENOS PSÍQUICOS
Además, en la misma obra da Gasparín la siguiente descripción de los fenómenos por él observados en compañía del profesor Thury. Dice así:
“Vimos con frecuencia que los pies de la mesa quedaban fuertemente pegados al suelo, sin que bastaran a levantarla los esfuerzos aunados de todos los circunstantes. En otras ocaciones presenciamos un fenómeno de vigorosa y perfectamente definida levitación, así como hemos oído golpes unas veces tan violentos que amenazaban romper la mesa en pedazos y otras tan tenues que era preciso escuchar con cuidado para percibirlos... Respecto a las levitaciones sin contacto hubo medio de obtenerlas fácilmente, con buen éxito, y no en casos aislados, sino unas treinta veces (3).
“En cierta ocasión la mesa continuó volteando y levantando los pies a pesar de haberse sentado encima un hombre que pesaba ochenta y siete kilogramos. Otra vez la mesa quedó inmóvil, sin que nadie la pudiera menear, no obstante el poco peso de la persona, que apenas llegaba a dieciséis kilogramos (4). Un día volteó del revés con los pies al aire sin que nadie la tocara” (5).
A este propósito, dice De Mirville:
“Ciertamente que un hombre que repetidas veces ha presenciado el fenómeno, no puede aceptar el sutil análisis del físico inglés” (6).
Desde al año 1850, Des Mousseaux y De Mirville, católicos a macha martillo, han publicado muchas obras de títulos muy a propósito para llamar la atención pública, que revelan la no disimulada alarma de sus autores, pues si los fenómenos no hubiesen sido auténticos no se tomara de seguro la iglesia romana la pena de combatirlos.
La opinión pública, escépticos aparte, se dividió en la manera de apreciar los fenómenos. El solo hecho de que la teología temiese mucho más a las posibles revelaciones obtenidas por medio de este misterioso agente, que a cuantos conflictos pudieran suscitarle las negaciones de la ciencia, debiera haber abierto los ojos a los más escépticos. La iglesia romana no ha sido nunca crédula ni cobarde, como de sobras lo prueba el maquiavelismo peculiar de su política. Además, nunca le han preocupado los prestidigitadores, porque sabe hasta dónde pueden llegar sus artimañas, y así deja dormir tranquilos a Roberto Houdin, Comte, Hamilton y Bosco, mientras que persigue a los filósofos herméticos, a los místicos, a Paracelso, Cagliostro y Mesmer, y se deshace de los médiums para entorpecer manifestaciones que considera peligrosas.
Los incapaces de creer en Satanás y en los dognmas de la Iglesia deben recordar que el clero es lo suficientemente astuto para no comprometer su reputación ocupándose de manifestaciones fraudulentas. Pero uno de los más valiosos testimonios de la realidad de los fenómenos psíquicos es el del famoso pretidigitador Roberto Houdin, quien nombrado perito por la Academia de Ciencias para informar sobre las maravillosas facultades clarividentes que, entremezcladas de ocasionales equivocaciones, demostraban los movimientos de una mesa, dijo: “Los prestidigitadores no nos equivocamos nunca y hasta ahora no ha fallado mi segunda vista”.
El distinguido astrónomo Babinet no tuvo mejor fortuna al elegir al célebre ventrílocuo Comte como perito para informar sobre un caso de voces y golpes, pues se echó a reír delante del mismo Babinet por haber éste supuesto que el fenómeno tenía por causa el ventriloquismo inconsciente, hipótesis dignamente gemela de la cerebración inconsciente que, por lo evidentemente absurda, sonrojó a académicos más escépticos.
A este propósito dice Gasparín:
“Nadie niega la suma importancia y magnitud del problema de lo sobrenatural, según se planteó en la Edad Media y está planteado hoy día... Todo en él es profundamente serio: el mal, el remedio, la recrudescencia de la superstición y el fenómeno físico que ha de extirparla” (7).
LA ENCICLOPEDIA DEL DIABLO
Más adelante expone su definición sobre la materia, convencido por las manifestaciones presenciadas, según él mismo afirma. Dice así:
“Son ya tan numerosos los hechos sacados a la luz de la verdad, que de hoy más se ha de dilatar el campo de las ciencias naturales o se extenderá el de lo sobrenatural más allá de todo límite” (8).
De las muchas obras escritas por los autores católicos y protestantes en contra del espiritismo, ningunas causaron tan tremeno efecto como las de De Mirville y Des Mousseaux (9) que constituyen una verdadera enciclopedia biográfica del diablo y sus retoños, para íntima delectación de los buenos católicos desde los tiempos medioevales. Según estos dos autores, “el espíritu maligno, embustero y asesino desde un principio, es el instigador de los fenómenos espiritstas, que después de haber presidido durante miles de años la teurgia pagana, ha reaparecido en nuestro siglo a favor del incremento de las herejías, de la incredulidad y del ateísmo”. La Academia francesa lanzó al oír esto un grito de indignación y Gasparín lo tuvo por insulto personal, diciendo:
“Esto es una declaración de guerra, un llamamiento a las armas. La obra de De Mirville es un verdadero manifiesto. Me hubiera alegrado de ver en ella la expresión estricta de personales opiniones; pero es imposible, porque el éxito de la obra, las explícitas adhesiones recibidas por el autor, la reproducción de su tesis en los periódicos católicos, la solidaridad de los ultramontanos en esta materia, todo contribuye a dar a la obra el carácter de un acto y de una labor colectiva. Por consiguiente, me considero en el deber de recoger el guante e izar la bandera del protestantismo contra el estandarte ultramontano” (10).
Como era de esperar, los médicos, asumiendo el papel de los coros griegos, asentían a cuantas reconvenciones se lanzaban contra los dos escritores demonólogos. La revista Anales Médico-Psicológicos, dirigida por Brierre de Boismont y Cerise, publicó un artículo en el que se leía el siguiente párrafo: “Dejando aparte las luchas políticas, jamás se había atrevido un escritor en nuestro país a tan agresivas acometividades contra el sentido común. Entre ruidosas carcajadas por una parte y encogimiento de hombros por otra, el autor se presenta resueltamente ante los miembros de la Academia para entregarles lo que modestamente titula: Memoria sobre el Diablo (11).
No cabe duda de que esta Memoria era un punzante insulto a los académicos, ya acostumbrados desde 1850 a excesivas humillaciones. ¡Peregrina idea fue llamar la atención de los inmortales sobre las travesuras del diablo! Juraron vengarse unánimemente forjando una hipótesis que aventajase, en lo absurda, a la misma demonología de De Mirville. Dos médicos famosos, Royer y Jobart de Lamballe, presentaron al Instituto un alemán cuyas habilidades daban la clave de los fenómenos psíquicos.
A este propósito dice De Mirville:
“Nos sonroja decir que todo el fraude consistía en la dislocación de uno de los tendones de la pierna, según se demostró ante el Instituto de Francia en pleno, cuyos miembros agradecieron tan interesante comunicación, y pocos días después un catedrático de la Facultad de Medicina daba públicas seguridades (12) de que, puesto que los académicos habían expuesto su opinión, ya estaba descubierto el misterio (13).
Pero estas científicas explicaciones no entorpecían el curso de los fenómenos psíquicos ni embarazaban la pluma de los dos escritores católicos en la exposición de sus ortodoxas teorías demonológicas. Des Mousseaux dijo que la Iglesia nada tenía que ver con sus libros, y al propio tiempo presentaba a la Academia un trabajo (14) del que entresacamos el siguiente párrafo:
“El diablo es la principal columna de la fe. Su historia está íntimamente relacionada con la de la Iglesia y seguramente no hubiese caído el hombre sin las sugestivas palabras que pronunció por boca de su medianera la serpiente. De modo que a no ser por el diablo, el Salvador, el Redentor, el Crucificado, hubiese sido un ente ridículo y la cruz un agravio al sentido común”.
LA CIENCIA CONTRA LA TEOLOGÍA
Conviene advertir que este autor es eco fiel de la Iglesia, que igualmente anatematiza a quien niega la existencia de Dios que la del diablo.
Pero el marqués De Mirville lleva más allá las relaciones entre Dios y el diablo, considerándolas como una sociedad mercantil en que Dios accede resignadamente a cuanto el diablo le propone con miras de exclusivo provecho. Así parece inferirse del siguiente pasaje:
“Al sobrevenir la irrupción espiritista de 1853, con tanta indiferencia mirada, nos atrevemos a decir que era síntoma amenazador de una catástrofe. Bien es verdad que el mundo está en paz, pero no todos los desastres tienen los mismos antecedentes, y presentimos el cumplimiento de la ley expresada por Goërres al decir que “estas misteriosas apariciones han precedido invariablemente a los castigos de Dios” (15).
Estas escaramuzas entre los campeones del clero y la materialista Academia de Ciencias demuestran la poca eficacia de los esfuerzos de la docta corporación para desarraigar el fanatismo, aun de los mismos que presumen de cultos. La ciencia no ha vencido, ni siquiera ha refrenado a la teología, y tan sólo prevalecerá contra ella cuando reconozca en los fenómenos psíquicos algo más que alucinación y charlatanería. Pero ¿cómo lograrlo si no se los investiga? Si por ejemplo, hubiese padecido Oersted de psicofobia y receloso de que las gentes supersticiosas empleaban las agujas magnéticas para hablar con los espíritus, no se hubiera detenido a observar las variaciones de dichas agujas en sentido perpendicular a la corriente eléctrica que pasaba por un alambre colocado junto a ella, de seguro que no enriqueciera el sabio danés las ciencias experimentales con los principios referentes al electro-magnetismo. Babinet, Royer y Jobert de Lamballe son los tres miembros del Instituto que más se han distinguido, aunque sin lauro, en la contienda entre el escepticismo y el supernaturalismo. Babinet, el famoso astrónomo, se aventuró imprecavidamente en el campo de los fenómenos y quiso explicarlos científicamente; pero aferrado a la vana opinión, tan general en los científicos, de que las manifestaciones psíquicas no resistirían más allá de un año a un examen minucioso, cometió la imprudencia de exponerlo así en los artículos que, como acertadamente observa De Mirville, apenas llamaron la atención de sus colegas y en modo alguno la del público.
EL VENTRILOQUISMO DE BABINET
Babinet admite desde luego sin dudar en lo más mínimo la rotación de las mesas, que según dice “es capaz de manifestarse enérgicamente con movimiento velocísimo, que ofrece vigorosa resistencia cuando se intenta detenerlo” (16).
El insigne astrónomo explica el hecho del modo siguiente: “Los débiles y concordados impulsos de las manos puestas encima de la mesa la empujan suavemente hasta oscilar de derecha a izquierda... Cuando al cabo de un rato se inicia en las manos un estremecimiento nervioso y se armonizan los impulsos individuales de los experimentadores, empieza la mesa a moverse” (17).
Babinet considera esta explicación muy sencilla, “porque el esfuerzo muscular obra como en las palancas de tercer orden, en que el punto de apoyo está muy cerca de la potencia que comunica gran velocidad al objeto, a causa de la corta distancia que ha de recorrer la fuerza motora... Algunos se maravillan de que una mesa sujeta a la acción de varios individuos sea capaz de vencer poderosos obstáculos y que se rompan las patas cuando se la detiene bruscamente; pero esto nada de particular tiene en comparación de la energía desarrollada por la armonía y concordancia de los impulsos individuales... Repetimos que no ofrece dificultad alguna la explicación física del fenómeno” (18).
De este informe se infieren claramente dos conclusiones: la realidad del fenómeno y lo ridículo de su explicación. Babinet dio con ello motivo a que alguien se riera de él, pero como buen astrónomo sabe que también el sol tiene manchas.
Además, aunque Babinet lo niegue, hemos de tener en cuenta la levitación de la mesa sin contacto. De Mirville dice que la tal levitación es “sencillamente imposible, tan imposible como el movimiento continuo” (19). impo
¿Quién se atreverá después de esto a creer en las imposibilidades científicas?
Pero las mesas no se contentan con oscilar, bailar y voltear, sino que también resuenan con golpes, a veces tan fuertes como pistoletazos. Sin embargo, la explicación científica no llega más que a suponer ventrílocuos a los testigos y a los investigadores.
Babinet publicó a este propósito, en la Revista de Ambos Mundos, un soliloquio dialogado a la manera del En Soph de los cabalistas. Dice así:
-¿Qué podemos inferir en definitiva de los fenómenos sometidos a nuestra observación? ¿Se producen tales golpes?
-Sí.
-¿Responden a preguntas?
-Sí.
-¿Quién produce estos golpes?
-Los médiums.
-¿Cómo?
-Por el ordinario método acústico del ventriloquismo.
-¿Pero no podrían proceder estos golpes del crujido de los dedos de manos y pies?
-No, porque entonces procederían siempre del mismo punto, y no sucede así (20).
A este propósito dice De Mirville:
“Ahora bien, ¿qué pensar de los norteamericanos y de sus millares de médiums, que producen los mismos golpes ante millares de testigos? De seguro que Babinet lo achará a ventriloquismo. Pero ¿cómo explicar semejante imposibilidad? Oigamos a Babinet, para quien es la cosa más fácil del mundo: “La primera manifestación observada en los Estados Unidos, se debió en resumen a un muchacho callejero que golpeó la puerta de un vecino, atraído tal vez por una bala de plomo pendiente de un hilo; y si el señor Weekman, el primer creyente de América, al notar por tercera vez los golpes, no oyó risas en la calle, fue por la esencial diferencia entre un francés medio árabe y un inglés aquejado de lo que llamamos alegría fúnebre” (21)
en su famosa réplica a los ataques de Gasparín, Babinet y otros escritores, dice De Mirville: “Según los insignes físicos que han informado sobre el particular, las mesas voltean rápida y vigorosamente, ofrecen resistencia y, como ha demostrado Gasparín, se levantan sin que nadie las toque. Así como un juez decía que le bastaban tres palabras de puño y letra de un hombre para condenarlo a muerte, del mismo modo con las anteriores líneas nos empeñamos en confundir a los más famosos físicos del mundo y aun a revolucionar el globo, a menos que Babinet no hubiese tomado la precaución de indicar, como Gasparín, alguna ley o fuerza todavía desconocida. Porque esto zanjaría definitivamente la cuestión” (22).
Pero en las notas relativas a los fenómenos e hipótesis físicas llega a su colmo la insuficiencia de Babinet para explorar el campo del espiritismo.
Parece que De Mirville se muestra muy sorprendido de la maravillosa índole del fenómeno ocurrido en el Presbiterio de Cideville (23) hasta el punto de rehusar la responsabilidad de su publicación, no obstante haber sido presenciado por jueces y testigos. Consistió dicho fenómeno en que en el preciso instante pronosticado por un hechicero, se oyó un ruidoso trueno encima de la casa rectoral, y al punto penetró en ella un fluido a manera de rayo que derribó por el suelo a cuantos allí estaban al amor de la lumbre, tanto a los que creían como a los que no en el poder del hechicero. Después de llenar el aposento de animales fantásticos, subió por la chimenea y desapareció, no sin producir un estruendo tan espantoso como el primero. Sin embargo, añade De Mirville que como ya tenía sobradas pruebas de los fenómenos psíquicos, no quiso añadir esta nueva enormidad a otras tantas” (24).
Pero Babinet, que con sus eruditos colegas tanto se había mofado de los dos demonólogos, y que por otra parte estaba resuelto a demostrar la falsedad de semejantes relatos, no puiso dar crédito al fenómeno de Cideville y en cambio relató otro mucho más inverosímil, según comunicación dirigida a la Acadamia de Ciencias, el 5 de Julio de 1852, reproducida sin comentario alguno y tan sólo como ejemplo de rayo esferoidal, en las obras de Arago (26).
EL METEORO FELINO
Dice así literalmente:
“Un aprendiz de sastre, que vivía en la calle de Saint-Jacques, estaba acabando de comer cuando oyó un fortísimo trueno y poco después vio que caía la pantalla de la chimenea como empujada por el viento, e inmediatamente salió pausadamente del interior de la chimenea un globo de fuego del tamaño de la cabeza de un niño, que dio la vuelta por la habitación sin tocar al suelo. El aspecto de este globo era como de un gato que anduviese sin patas, y parecía más bien brillante y luminoso que caliente e inflamado, porque el aprendiz no notaba sensación de calor. Se aproximó el globo a los pies del muchacho, a manera de los gatos cuando se restriegan contra las piernas de una persona; pero el aprendiz se apartó para evitar el contacto con aquel meteoro, aunque pudo examinarlo a su sabor mientras se fue moviendo alrededor de sus pies. Después de vacilar en opuestas direcciones, desde el centro de la habitación se elevó el globo hasta la altura de la cabeza del aprendiz, quien se echó hacia atrás para que no le diese en la cara. Al llegar a cosa de un metro del suelo, se dilató el globo ligeramente, tomando una dirección oblicua hacia un agujero de la pared, a un metro de altura sobre la campana de la chimenea, con la particularidad de que este agujero se había practicado para dar paso al cañón de la estufa en invierno, y como estaba entonces empapelado como el resto de la pared no podía verlo el globo, según dijo ingenuamente el aprendiz. Sin embargo, el globo se dirigió directamente al agujero, despegó el papel sin estropearlo y salióse por la chimenea, hasta que al cabo de buen rato llegó al extemo superior del tiro, a una altura de dieciocho metros sobre el nivel del suelo, y produjo un estallido todavía más espantoso que el primero, que derribó parte de la chimenea”.
A este propósito, observa De Mirville en su crítica: “Podemos aplicar a Babinet lo que cierta señora muy mordaz le dijo en una ocasión a Raynal: Si no es usted cristiano no será por falta de fe” (26).
Aparte de los polemistas católicos, el doctor Boudin se maravillaba de la credulidad de Babinet en lo tocante al llamado meteoro que cita con toda seriedad en un estudio que sobre el rayo publicaba a la sazón, donde dice: “Si estos pormenores son exactos como parecen serlo, desde el momento en que los admiten Babinet y Arago, difícilmente podremos seguir llamando a dicho fenómeno rayo esférico. Sin embargo, dejaremos que otros expliquen, si pueden, la naturaleza de un globo de fuego que no da calor y tiene aspecto de un gato que se pasea tranquilamente por la habitación y halla medios de escapar por el tubo de la chimenea a través de un agujero tapado con el papel de la pared que despega sin estropearlo” (27).
Añade De Mirville: “Somos de la misma opinión que el erudito médico, en cuanto a la dificultad de definir exactamente el fenómeno, pues de la misma manera podríamos ver algún día rayos en forma de perro o de mono. Verdaderamente espeluzna la idea de toda una meteorológica colección de fieras que, gracias al rayo, se metieran sin más ni más en nuestras habitaciones para pasearse a su antojo”.
Dice Gasparín en su enorme volumen de refutaciones: “En cuestiones de testimonio no puede haber certidumbre desde que atravesamos los límites de lo sobrenatural” (28).
Como quiera que no están suficientemente determinados estos límites, ¿cuál de ambos antagonistas reúne mejores condiciones para emprender tan difícil tarea?; ¿cuál de los dos ostenta mayores títulos para erigirse en árbitro público?; ¿no será acaso el bando de la llamada superstición, que cuenta con el apoyo de miles de testigos que durante dos años presenciaron los prodigiosos fenómenos de Cideville? ¿Daremos crédito a este múltiple testimonio o asentiremos a lo que dice la ciencia, representada por Babinet, quien, por el único testimonio del aprendiz de sastre, admite el rayo esférico, o meteoro felino, y lo considera como uno de tantos fenómenos naturales?
THURY CONTRA GASPARÍN
En un artículo periodístico (29), cita Crookes la obra de Gasparín titulada: La ciencia hacia el espiritismo, y dice a este propósito: “El autor concluye por afirmar que todos estos fenómenos derivan de causas naturales, sin que haya en ellos milagro alguno ni tampoco intervención de espíritus ni diabólicas influencias. Gasparín considera comprobado por sus experimentos, que en determinadas condiciones fisiológicas la voluntad puede actuar a distancia sobre la inerte materia, y la mayor parte de su obra está dedicada a determinar las leyes y condiciones bajo las cuales se manifiesta dicha acción
Ciertamente es así; pero en cambio, hay en la obra de Gasparín muchos otros puntos, como contestaciones, réplicas y memorias demostrativas de que, aunque pío calvinista, no cede en fanatismo religioso a Des Mousseaux ni a De Mirville, católicos ultramontanos. El mismo Gasparín denota su espíritu de partido al decir: “Me considero en el deber de izar la bandera protestante frente al estandarte ultramontano"”(30). eN lo tocante a los fenómenos psíquicos, sólo pueden ser válidos los testigos serenos e imparciales y el dictamen de los científicos que no tengan determinado interés en el asunto. La verdad es una, e innumerables las sectas religiosas que presumen de poseerla por entero; y si para los ultramontanos el diablo es el más firme sostén de la iglesia católica, para Gasparín ya no ha vuelto a haber milagros desde el tiempo de los apóstoles. Pero Crookes cita asimismo a Thury, profesor de Historia Natural en la Universidad de Ginebra y colaborador de Gasparín en la investigación de los fenómenos de Valleyres, aunque contradice terminantemente las afirmaciones de su colega. Dice Gasparín que “la principal y más necesaria condición para producir el fenómeno es la voluntad del experimentador, pues sin voluntad nada podrá lograrse, aunque se mantenga formada la cadena durante veinticuatro horas seguidas” (31). Esto demuestra que Gasparín no distingue entre los fenómenos psíquicos y los simplemente magnéticos, dimanantes de la persistente voluntad de los experimentadores, entre quienes tal vez no haya uno solo con aptitudes mediumnísticas desenvueltas ni latentes. Los fenómenos magnéticos resultan siempre de la acción conscientemente voluntaria de quienes se esfuercen en obtenerlos, al paso que los fenómenos psíquicos obran sobre el sujeto receptivo independientemente de él y muchas veces contra su propia voluntad. El hipnotizador logra cuanto está al alcance de su fuerza volitiva. El médium, por el contrario, será instrumento tanto más a propósito para la producción del fenómeno cuanto menos ejercite su voluntad, y las probabilidades de logro estarán en razón inversa del ansia que sienta de producirlo. El hipnotizador requiere temperamento activo y el médium pasivo. Esto es el abecé del espiritismo y lo saben todos los médiums. Dijimos que Thury discrepaba de Gasparín en lo referente a la hipótesis de la voluntad, y así lo demuestra la siguiente carta dirigida a su colega en respuesta a la súplica que éste le hizo para que rectificara la última parte de su informe. Dice así: “Comprendo la justicia de vuestras observaciones referentes a la última parte de mi informe, que acaso concite contra mí la animadversión de los científicos; pero no obstante lo mucho que deploro que mi resolución le haya disgustado tanto, persisto en ella porque la considero hija del deber a que sin traición no puedo faltar.
Por lo que a la ciencia se refiere, declaro que todavía no está demostrada científicamente la imposibilidad de la intevención de los espíritus en estos fenómenos, pues tal es la conclusión de mi informe, y si así no lo dijese me expondría a empujar por vías de múltiples y equívocas salidas, en el caso de que contra toda esperanza hubiese algo de verdad en el espiritismo, a cuantos después de leído mi informe quisieren estudiar estos fenómenos.
CONTRADICCIONES DE GASPARÍN
Sin salirme de los fenómenos de la ciencia, según yo la entiendo, cumpliré mi deber por completo sin segundas intenciones de amor propio, y como a vuestro juicio puede ocasionar esto un escándalo mayúsculo, no quiero avergonzarme de ello. Además, insisto en que mi opinión es tan científica como otra cualquiera. Aunque quisiera demostrar la hipótesis de la intervención de espíritus desencarnados no podría hacerlo por insuficiencia de los fenómenos observados; pero estoy en situación de resistir victoriosamente todas las objeciones. Quieran o no, han de aprender los científicos por experiencia propia y por sus propios errores a suspender su juicio en cosas que no hayan examinado suficientemente. Conviene que no se pierda la lección que les disteis sobre este particular”.
Ginebra, 21 de Diciembre de 1854.
Analicemos esta carta para ver si descubrimos, no precisamente lo que el autor opina, sino lo que no opina acerca de la nueva fuerza. Por lo menos es indudable que el distinguido físico y naturalista demuestra científicamente la realidad de algunas manifestaciones psíquicas; pero, de acuerdo con Crookes, no las atribuye a los espíritus de los difuntos, pues no ve demostración de esta hipótesis, ni tampoco cree en los diablos del catolicismo (32).
Pena nos causa decir que Gasparín cae en muchas contradicciones y absurdos, pues mientras por una parte vitupera acerbamente a los adictos a Faraday, por otra atribuye a causas naturales fenómenos que llama mágicos. Dice a este propósito: “Si no hubiéramos de tener en cuenta otros fenómenos que los explicados por el ilustre físico, cerraríamos los labios; pero nosotros hemos ido aún más allá, y ¿de qué han de servirnos esos aparatos que todo lo explican por la presión inconsciente? Sin embargo, la mesa resiste a la presión y al impulso, y a pesar de que nadie la toca, sigue el movimiento de los dedos que hacia ella señalan, se levanta sin contacto alguno y gira de arriba abajo” (33).
Pasa después Gasparín a explicar los fenómenos por su cuenta y dice: “Las gentes los atribuirán a milagro y no faltará quien los crea obra de magia. Cada nueva ley les parece un prodigio. Pero yo me encargo de calmar los ánimos, porque en presencia de semejantes fenómenos no hemos de trasponer los límites de las leyes naturales” (34).
Por nuestra parte no los hemos traspuesto. ¿Pero están seguros los científicos de poseer la clave de estas leyes? Gasparín presume poseerla, como vamos a ver. Dice así:
“No me arriesgo a dar explicación alguna, porque no es asunto de mi incumbencia. Mi propósito no va más allá de atestiguar los hechos y sostener una verdad que la ciencia intenta sofocar. Sin embargo, no puedo resistir a la tentación de manifestar a quienes nos confunden con los iluminados o con los brujos, que las manifestaciones en cuestión pueden explicarse de acuerdo con los principios generales de la ciencia.
En efecto; si suponemos que de los experimentadores, y más particularmente de algunos de ellos, emana un fluido cuya dirección esté determinada por la voluntad del individuo, no será difícil comprender cómo gira o se levanta la mesa por la acción del fluido acumulado sobre ella. Supongamos también que el vidrio es mal conductor de dicho fluido y tendremos explicado el por qué un vaso puesto en medio de la mesa interrumpe la rotación, mientras que si lo ponemos a un lado, se acumula todo el fluido en el opuesto, que por esta razón la levanta en alto”.
Aparte de algunos pormenores no desdeñables, podríamos aceptar esta explicación si todos los circunsantes fuesen hábiles hpnotizadores, y mucho también pudiéramos admitir respecto a la intervención de la voluntad, de acuerdo con el erudito ministro de Luis Felipe; pero ¿qué decir de la inteligencia denotada por la mesa en sus respuestas? Con seguridad que estas respuestas no podían ser colectivo reflejo cerebral de los circunstantes, según opina Gasparín, porque las ideas de ellos discrepaban no poco de la en extremo liberal filosofía expuesta por la maravillosa mesa. Sobre esto nada dice Gasparín, como si a cualquier explicación recurriera con tal de no admitir la influencia de los espíritus, ni humanos, ni satánicos, ni elementales.
Resulta, por lo tanto, que la “simultánea concentración del pensamiento” y “la acumulación de fluidos” no son más satisfactorias explicaciones que la “fuerza psíquica” de otros científicos. Preciso es buscar nuevas soluciones que de antemano calificamos de insuficientes, por numerosas que sean, hasta que la ciencia reconozca por causa de los fenómenos psíquicos una fuerza externa a los circunstantes y más inteligente que todos ellos.
LA FUERZA ECTÉNICA
El profesor Thury rechaza a un tiempo la hipótesis de los espíritus desencarnados, la de las influencias diabólicas y la de los teurgos y herméticos sintetizada en la sexta de Crookes (35) y expone otra, a su entender, más prudente, con desconfianza respecto de las demás, si bien admite hasta cierto punto “la acción inconsciente de la voluntad”, de acuerdo con Gasparín. A este propósito dice Thury: “Respecto a los fenómenos de levitación sin contacto y el empuje de la mesa de un sitio a otro por manos invisibles, no cabe demostrar a priori su imposibilidad, y en consecuencia, nadie tiene derecho a calificar de absurdas las pruebas efectuadas”.
Por lo que toca a la hipótesis de Gasparín, la juzga Thury muy severamente, según puede colegirse del siguiente pasaje de De Mirville: “Admite Thury que en los fenómenos de Valleyres estaba la fuerza en el individuo, mientras que nosotros decimos que era a un tiempo intrínseca y extrínseca y que, por regla general, es precisa la acción de la voluntad. Después de todo repite Thury lo que ya había dicho en el prefacio de su obra, conviene a saber: “El barón de Gasparín nos presenta hechos escuetos de cuyas explicaciones no responde, tal vez por ser tan endebles que se desvanecen de un soplo sin que apenas quede nada de ellas. Respecto a los hechos no es posible dudar en delante de su autenticidad”.
Según nos dice Cookes, el profesor Thury “refuta las explicaciones de Gasparín y atribuye los fenómenos psíquicos a una substancia fluídica, a un agente que, como el éter lumínico de los científicos, interpenetra todos los cuerpos materiales orgánicos e inorgánicos. A este agente le llama psícodo, y después de discutir las propiedades de este estado o forma de materia, propone que se denomine fuerza ecténica a la ejercida cuando la mente actúa a distancia por influencia del psícodo” (36). Más adelante observa Crookes que la fuerza ecténica de Thury es idéntica a la fuerza psíquica por él apuntada.
Fácilmente podríamos demostrar que tanto la fuerza ecténica como la fuerza psíquica, además de ser iguales entre sí, lo son a la luz astral o sidérea de los alquimistas (37) y al akâsha o principio de vida, la omnipenetrnte fuerza que desde hace miles de años conocieron los gimnósofos, los magos indos y los adeptos de todos los países, y aun hoy se valen de ella los lamas del Tíbet, los fakires taumaturgos y algunos prestidigitadores indos.
En muchos casos de rapto provocado artificialmente por sugestión hipnótica, es posible y aun probable que el “espíritu” del sujeto actúe influido por la voluntad del hipnotizador; pero cuando el médium permanece consciente mientras se producen fenómenos psíquicofísicos que denoten una dirección inteligente, el agotamiento físico se traducirá en postración nerviosa, a menos que el médium sea mago capaz de proyectar su doble. Por lo tanto, parece concluyente la prueba de que el médium es pasivo instrumento de entidades invisibles que disponen de fuerzas ocultas. Pero no obstante la identidad de la fuerza ecténica de Thury y la psíquica de Crookes, sus respectivos mantenedores discrepan en cuanto a las propiedades que les atribuyen, pues mientras Thury admite que los fenómenos son producidos con frecuencia por voluntades no humanas, corroborando con ello la sexta hipótesis de Crookes, éste se reserva su opinión respecto a la causa de los fenómenos, cuya autenticidad no pone en duda. Así vemos que ni Gasparín y Thury, que investigaron los fenómenos psíquicos en 1854, ni Crookes, que se convenció de su realidad en 1874, les han dado explicación definitiva, a pesar de sus conocimientos en ciencias físico-químicas y de haber dedicado toda su atención a tan arduo problema. el resultado es que en veinte años ningún científico ha dado ni un paso en la solución del enigma que sigue tan inexpugnable como castillo de hadas.
ATEÍSMO CIENTÍFICO
¿Sería impertinencia sospechar que los científicos modernos se mueven en un círculo vicioso? Agobiados sin duda por la pesadumbre del materialismo y la insuficiencia de las llamadas ciencias experimentales para demostrar tangiblemente la existencia del mundo espiritual, mucho más poblado que el visible, no tienen otro remedio que arrastrarse por el interior del círculo vicioso, sin querer, más bien que sin poder, salir del hechizado recinto para explorar lo que fuera de él existe. Sus preocupaciones son el único embarazo que les impide reconocer la causa de hechos innegables y relacionarse con hipnotizadores tan expertos como Du Potet y Regazzoni.
Preguntaba Sócrates: “¿Qué engendra la muerte? –La vida –le respondieron (38)... ¿Puede el alma, puesto que es inmortal, dejar de ser imperecedera?” (39). El profesor Lecomte dice: “La semilla no puede germinar sin que en parte consuma”. Y San Pablo exclama: “Para que la simiente se avive es preciso que muera”.
Se abre la flor, se marchita y muere; pero deja tras sí el aroma que perdura en el ambiente cuando ya sus pétalos están hechos polvo. Nuestros sentidos corporales no lo advierten y sin embargo existe. El eco de la nota emitida por un instrumento perdura eternamente. Jamás se extingue por completo la vibración de las invisibles ondas del mar sin orillas del espacio. Siempre viven las energías transportadas del mundo de la materia al mundo del espíritu. Y el hombre, preguntamos nosotros, el hombre, entidad que vive, piensa y razona, la divinidad residente en la obra maestra de la naturaleza, ¿habría de abandonar su estuche para no vivir jamás? ¿Cómo negar al hombre cuyas cualidades fundamentales son la conciencia, la mente y el amor, el principio de continuidad que reconocemos en la llamada inorgánica materia del flotante átomo? No cabe más descabellada idea. Cuanto mayor es nuestro conocimiento, mayor es también la dificultad de concebir el ateísmo científico. Se comprende que un hombre ignorante de las leyes de la naturaleza, sin noción alguna de las ciencias físico-químicas, pueda caer funestamente en el materialismo, empujado por la ignorancia o por la incapacidad de comprender la filosofía de la ciencia, ni de colegir ninguna analogía entre lo visible y lo invisible. Un metafísico por naturaleza, un soñador ignorante, pueden despertar bruscamente y atribuir a ilusión y ensueño todo cuanto imaginaron sin pruebas tangibles; pero un científico familiarizado con las modalidades de la energía universal no puede sostener que la vida es tan sólo un fenómeno de la materia, so pena de confesar su incapacidad para analizar y debidamente comprender el alfa y el omega de la misma materia.
El escepticismo sincero respecto a la inmortalidad del alma es una enfermedad, una deformación cerebral, que ha existido en toda época. Así como algunas criaturas nacen envueltas en el omento, así también hay hombres incapaces de desprenderse durante toda su vida de la membrana que embota sus espirituales sentidos. Pero la vanidad es el verdadero sentimiento que les mueve a rechazar los fenómenos mágicos y espirituales, sin otro argumento que el siguiente: “Nosotros no podemos producir ni explicar estos fenómenos; por lo tanto, no existen ni nunca han existido. Hace unos treinta años, Salverte sorpendió a los “crédulos” con su obra: Filosofía de la magia, en la que pretendía explicar la causa operante de los milagros bíblicos y de los santuarios paganos. En resumen, los atribuye a largos años de observación, aparte de un profundo conocimiento de las ciencias físicas y metafísicas, en cuanto lo permitía la ignorancia de la época, con su secuela de imposturas, prestidigitación, ilusiones ópticas y fantasmagoría, que a fin de cuentas, convierten, según el autor, a los taumaturgos, profetas y magos, en pícaros y bribones, y al resto de los mortales en necios y bobos.
De la índole y valía de las pruebas podrá colegir el lector por la que aduce el pasaje siguiente: “Aseguraban los entusiastas discípulos de Jámblico, que al orar se levantaba a diez codos del suelo, y engañados por esta metáfora han tenido los cristianos la candidez de atribuir el mismo milagro a Santa Clara y a San Francisco de Asís” (40). Según Salverte, los centenares de viajeros que atestiguan haber visto idéntico fenómeno en los fakires, serían todos unos embusteros o estarían alucinados. Sin embargo, hace poco tiempo, el eminente Crookes atestiguó un fenómeno de esta índole en condiciones que imposibilitaban todo fraude; y de la propia suerte habían aseverado lo mismo mucho tiempo antes infinidad de testigos, a quienes sistemáticamente se les niega crédito.
CONFUSIONES DE LOS CIENTÍFICOS
Paz a tus científicas cenizas ¡oh crédulo Salverte! ¿Quién sabe si antes de concluir el presente siglo la sabiduría popular habrá inventado este nuevo proverbio: “Tan increíblemente crédulo como un científico”.
¿Por qué ha de parecer imposible que una vez separado el espíritu del cuerpo pueda animar una forma imperceptible, creada por la fuerza mágica, psíquica, ecténica o etérea, como quiera llamársela, con el auxilio de entidades elementarias que al efecto proporcionen la sublimada materia de un cuerpo? La única dificultad está en no darse cuenta de que el espacio no está vacío, sino repleto de los arquetipos de cuanto fue, es y será, y poblado de seres pertenecientes a diversas estirpes distintas de la nuestra.
Muchos científicos han reconocido la autenticidad de fenómenos en apariencia sobrenaturales, porque como el citado caso de levitación, contrarían la ley de la gravedad; pero al investigarlos, se enredaron en inextricables dificultades por su desgraciado intento de darles explicación con hipótesis basadas en las leyes conocidas de la naturaleza.
En el resumen de su obra, concreta De Mirville la argumentación de los científicos adversarios del espiritismo en cinco paradojas a que llama confusiones, conviene a saber:
Primera confusión. – La de Faraday, quien explica el fenómeno de la mesa diciendo que ésta empuja al experimentador a causa de la resistencia que la hace retroceder.
Segunda confusión. – La de Babinet, quien explica los golpes diciendo que de buena fe y con perfecta conciencia los producen ventrílocuos, cuya facultad implica necesariamente mala fe.
Tercera confusión. – La de Chevreuil, quien explica la facultad de mover los muebles sin tocarlos, por la previa adquisición de esta facultad.
Cuarta confusión. – La del Instituto de Francia, cuyos miembros aceptan los milagros con tal que no caontraríen las conocidas leyes de la naturaleza.
Quinta confusión. – La de Gasparín, que supone fenómenos sencillos y elementales, los que todos niegan porque nadie vio otros iguales (41).
Mientras los científicos de fama admiten tan fantásticas hipótesis, algunos neurópatas de menor cuantía explican los fenómenos psíquicos por medio de un efluvio anormal, dimanante de la epilepsia (42). Otro hay que quisiera tratar a los médiums (y suponemos que también a los poetas) con asafétida y amoníaco (43), y califica de lunáticos o de místicos alucindados a cuantos creen en las manifestaciones psíquicas. A este médico y conferenciante, se le podría aplicar la frase del Nuevo Testamento: “Sánate a ti mismo”; porque, en verdad, ningún hombre de cabal juicio se atrevería a tachar de locos a los cuatrocientos cuarenta y seis millones de personas que en las cinco partes del mundo creen en las relaciones de los espíritus con los hombres.
Considerando todo esto, maravilla la osadía de los presumidos pontífices de la ciencia al clasificar fenómenos que en absoluto desconocen. Seguramente, los millones de compatriotas a quienes de tal manera engañan, les merecen tanta consideración como si fueran gorgojos de patata o cigarrones, porque el Congreso norteamericano, a instancia de la Asociación americana para el progreso de las ciencias, promulga estatutos constituyentes de comisiones nacionales para el estudio de los insectos; los químicos se ocupan en cocer ranas y chinches; los geólogos entretienen el ocio en la observación de ganoides cónquidos y en discutir el sistema dentario de las diversas especies de dinictios; y los entomólogos llevan su entusiasmo hasta el extremo de cenarse saltamontes cocidos, fritos y en salsa (44). Entretanto, millones de americanos quedan abandonados “a la confusión de locas ilusiones”, según frase de los ilustres enciclopedistas, o sucumben a los “desórdenes nerviosos” dimanantes de la “diatesis” mediumnística”.
LOS CIENTÍFICOS RUSOS
Tiempo hubo en que cabía esperar que los científicos rusos en que cabía esperar que los científicos rusos se tomaran el trabajo de estudiar atenta e imparcialmente los fenómenos psíquicos. La Universidad de San Petersburgo nombró una comisión presidida por el insigne físico Mendeleyeff, con objeto de poner a prueba en cuarenta sesiones consecutivas a los médiums que quisieran someterse a experimentación. La mayor parte rehusaron la invitación temerosos de alguna celada, y al cabo de ocho sesiones, cuando los fenómenos iban siendo más interesantes, la comisión prejuzgó el caso con frívolos pretextos y dio informe contrario a los médiums. En vez de proceder digna y científicamente, se valieron de espías que atisbaban por los ojos de las cerraduras. El presidente de la comisión declaró en una conferencia pública que el espiritismo, como cualquiera otra creencia en la inmortalidad del alma, era una mezcolanza de superstición, alucinaciones e imposturas, y que las manifestaciones de esta índole, tales como la adivinación del pensamiento, el rapto y otros fenómenos psíquicos, se producían con el auxilio de ingeniosos aparatos y mecanismos que los médiums llevaban ocultos entre las ropas. Ante semejante prueba de ignorancia y prejuicio, el doctor Butlerof, catedrático de química de la Universidad de San Petersburgo, y el señor Aksakof, consejero de Estado, que habían sido invitados a las sesiones, evidenciaron su disgusto en la protesta publicada bajo su firma en los periódicos, cuya mayoría se puso en contra de Mendeleyeff y de su oficiosa comisión, al paso que más de ciento treinta personas de la aristocracia sanpetersburguense, sin determinada filiación espiritista, avaloraron con su firma la protesta.
El resultado fue que la atención pública se convirtiera hacia el espiritismo, constituyéndose en todo el imperio numerosos círculos. La prensa liberal empezó a discutir el asunto, y se nombró otra comisión encargada de proseguir las interrumpidas investigaciones.
Pero tampoco es fácil que la nueva comisión cumpla con su deber, pues tiene oportunísimo pretexto en el informe dado por el profesor Lankester, de Londres, acerca del médium Slade, quien, contra las prejuiciosas y circunstanciales aseveraciones de Lankester y de un amigo de éste llamado Donkin, opuso el testimonio de gran número de investigadores entre los que se contaban Wallace y Crookes. A este propósito, el London Spectator publicó un artículo del que extractamos los siguientes párrafos:
“Es pura superstición el presumir de tan completo conocimiento de las leyes de la naturaleza, que hayamos de repudiar por falsos unos fenómenos cuidadosamente examinados por detenidas observaciones, sin otro fundamento que su aparente discrepancia con principios ya establecidos. Asegurar, como según parece asegura el profesor Lankester, que porque en algunos casos haya habido fraude y credulidad en estos fenómenos, como también los hay en las enfermedades nerviosas, forzosamente haya de haberlos contra toda escrupulosidad de las investigaciones, equivale a aserrar las ramas del árbol del conocimiento en que arraigan las ciencias inductivas y demoler toda la fábrica del edificio científico”.
Pero ¿qué les importa esto a los doctores? El torrente de superstición que, a su decir, arrastra a millones de inteligencias claras, no puede alcanzarles; el nuevo diluvio llamado espiritismo, no es capaz de anegar sus robustas mentes; y las cenagosas oleadas de la corriente han de romper la furia sin ni siquiera mojar la correa de su zapato. Tal vez la tradicional terquedad del creador les impide confesar el poco éxito que sus milagros tienen en nuestros días contra la ceguera de los profesionales de la ciencia, aunque de seguro sabe que desde hace tiempo resolvieron poner en el frontispicio de sus colegios y universidades, el siguiente aviso:
De orden de la ciencia se le prohibe a Dios hacer milagros en este sitio (45).
LA GRUTA-GABINETE DE LOURDES
Espiritistas y católicos parecen haberse coligado contra los iconoclásticos intentos del materialismo, y al incremento del número de escépticos ha correspondido otro incremento proporcional del número de creyentes. Los campeones de los milagros “divinos” de la Biblia emulan a los panegiristas de los fenómenos psíquicos, y la Edad Media revive en el siglo XIX. De nuevo vemos a la Virgen María ponerse en correspondencia epistolar con los fieles hijos de su iglesia, mientras que por conducto de los médiums garrapatean mensajes los espíritus amigos. El santuario de Lourdes se ha convertido en gabinete de materializaciones espiritistas, al paso que los gabinetes de los más famosos médiums norteamericanos parecen santuarios a donde Mahoma, el obispo Polk, Juana de Arco y otros espíritus de nota acuden desde la “negra orilla”, para materializarse a la luz del día. Y si a la Virgen María se la ha visto pasear cotidianamente por las cercanías de Lourdes, ¿por qué no creer también al fundador del islamismo y al difunto prelado de la Luisiana? No cabe otro remedio que admitir o rechazar por igual la posibilidad o la impostura de entrambas manifestaciones milagrosas: las divinas y las espiritistas. Al tiempo ponemos por testigo. Pero mientras la ciencia no quiera alumbrar con su mágica lámpara la obscuridad del misterio, irán las gentes dando tropezones con riesgo de caer en el lodo.
A consecuencia de la desfavorable opinión sustentada por la prensa londinense acerca de los recientes “milagros” de Lourdes, monseñor Capel publicó en The Times el criterio de la Iglesia romana sobre el particular, en los siguientes términos:
“Por lo que toca a las curaciones milagrosas, pueden consultar los lectores la juiciosa obra: La Gruta de Lourdes, escrita por el doctor Dozous, eminente facultativo de la localidad, inspector de higiene del distrito y médico forense, quien enumera al pormenor varios casos de curaciones milagrosas estudiadas por él con cuidados detención, para concluir diciendo: “Declaro que todo hombre de buena fe ha reconocido el carácter sobrenatural de las curaciones logradas en el santuario de Lourdes, sin otra medicina que el agua de la fuente. Debo confesar que mi entendimiento, nada propenso a la credulidad en milagros deninguna clase, difícilmente se hubiese convencido de la verdad de una aparición tan notable bajo varios aspectos, a no ser por las curaciones que presencié personalmente y me dieron luz bastante para estimar la importancia de las visitas de Bernardita a la Gruta y la realidad de las apariciones con que se vio favorecida”.
“Digno de respetuosa consideración, por lo menos, es el testimonio del distinguido médico que desde un principio observó cuidadosamente a Bernardita y tuvo ocasión de presenciar las curaciones. A esto he de añadir que acuden a la gruta infinidad de gentes para arrepentirse de sus culpas, acrecentar su piedad, rogar por la regeneración de su patria y dar público testimonio de su fe en el Hijo de Dios y en su inmaculada Madre. Muchos van a curarse de sus dolencias corporales, y algunos vuelven curados según aseveran testigos oculares. El achacar falta de fe, como hace vuestro artículo, a los que después se van a tomar las aguas de los Pirineos, es tan poco razonable como si tacháramos de incrédulos a los magistrados que penen la negligencia en la prestación de auxilios médicos. Quebrantos de salud me forzaron a pasar en Pau el invierno durante los años de 1860 a 1867, y con ello tuve coyunturas de investigar minuciosamente cuanto se relacionaba con las apariciones de Lourdes. Después de haber observado con todo detenimiento a Bernardita y de estudiar algunos de los milagros ocurridos, me he convencido de que si el testimonio humano es válido para comprobar la realidad de un hecho, forzosamente se ha de admitir la autenticidad de las apariciones de Lourdes. Al fin y al cabo no es dogma de fe este punto, que cualquier católico puede aceptar o negar sin esperanza de elogio ni temor de censura”.
HUXLEY DEFINE LA PRUEBA
Si el lector se fija en las frases subrayadas, advertirá como al clero católico, a pesar de la infabilidad pontificia y de su franquicia postal con el cielo, le satisface el testimonio humano parra avalar los milagros divinos. Ahora bien, si atendemos a las conferencias dadas recientemente por Huxley, en Nueva York, acerca de la evolución, oiremos que dice: “La mayor parte de nuestro conocimiento de los hechos pasados se basa en las pruebas históricas del testimonio humano”. Y en otra conferencia sobre biología añade: “Todo hombre que de corazón anhele la verdad, no ha de temer, sino desear la crítica serena y justa; pero es esencial que el crítico sepa de qué habla”. Esto mismo debiera tener en cuenta su autor al tratar de asuntos psicológicos, pues si lo añadiese a sus antedichos conceptos ¿qué mejor pedestal sobre que alzarlo?
Vemos como el materialista Huxley y el prelado católico coinciden en considerar suficiente el testimonio humano para la comprobación de hechos que cada cual puede o no creer según sean sus preocupaciones. Por lo tanto, ¿no es razón que así el ocultista como el espiritista se encastillen en el argumento tan perseverantemente sostenido de que no cabe negar la autenticidad de los fenómenos psíquicos de los antiguos taumaturgos probados de sobra por el testimonio humano? Si la Iglesia y las Academicas han aducido pruebas humanas, no pueden negar a los demás el mismo derecho. Uno de los frutos de la reciente agitación notada en Londres, con motivo de los fenómenos mediumnímicos, es que la prensa seglar ha expuesto ideas liberales. El Daily News, de Londres, decía en 1876: “En todo caso, nos parece que debemos considerar el espiritismo como una de tantas creencias tolerables, y dejarle, por lo tanto, en paz, pues tiene muchos prosélitos tan inteligentes como quien más, que hace tiempo hubiesen echado de ver cualquier superchería palpable y notoria. Algunos hombres eminentes por su sabiduría han creído en las apariciones y continuarían creyendo, aunque unos cuantos se entretuvieran en amedrentar a las gentes con fingidos fantasmas.
No es la primera vez en la historia que el mundo invisible ha tenido que luchar contra el materialista escepticismo de la cegueraespiritual de los saduceos. Platón deplora en sus obras y alude más de una vez a la incredulidad de ciertas gentes. Desde Kapila, el filósofo indo que muchos siglos antes de J. C. dudaba ya de que los yoguis en éxtasis pudiesen ver a Dios cara a cara y conversar con las más elevadas entidades, hasta los volterianos del siglo XVIII que se burlaban de lo más sagrado, en toda época hubo Tomases incrédulos. Pero ¿han conseguido atajar los pasos de la verdad? Tanto como los ignorantes e hipócritas jueces de Galileo lograron detener el movimiento de la tierra. No hay teoría capaz de influir decisivamente en la estabilidad e inestabilidad de una creencia heredada de las razas primitivas que, si tenemos en cuenta el paralelismo entre las evoluciones espiritual y física del hombre, recibieron la verdad de labios de sus antepasados, los dioses de sus padres que “estaban al otro lado de las aguas”. Algún día se demostrará la identidad de los relatos bíblicos con las leyendas indas y la cosmogonía de distintos países, para ver cómo las fábulas de las edades míticas son alegorías de los fundamentales principios geológicos y antropológicos. A esas fábulas de tan ridícula expresión habrá de recurrir la ciencia para encontrar los “eslabones perdidos”.
Por otra parte, ¿qué denotan las raras coincidencias observadas en la historia respectiva de pueblos tan distantes? ¿De dónde proviene la identidad de los conceptos primitivos que se advierten en las llamadas fábulas y leyendas, donde se encierra el meollo de los sucesos históricos, de una verdad profundamente encubierta bajo la capa de poéticas ficciones populares, pero que no deja de ser verdad? Comparemos, por ejemplo, el Génesis con los Vedas en los pasajes siguientes:
Y habiendo comenzado los hombres a multiplicarse sobre la tierra y engendrado hijas, viendo los hijos de Dios las hijas de los hombres que eran hermosas, tomáronse mujeres, las que escogieron entre todas... Y había gigantes sobre la tierra en aquellos días (46)...
“El primer brahmán se queja de estar solo y sin mujer entre sus hermanos. A pesar de que el Eterno le aconseja que dedique sus días al estudio de la ciencia sagrada, el primer nacido insiste en la queja. Enojado por tamaña ingratitud, el Eterno da al brahmán una mujer de la estirpe de los daityas o gigantes, de quien todos los brahmanes descienden por generación materna"” así es que la casta sacerdotal desciende por una línea de las entidades superiores, los hijos de Dios, y por otra, de Daintany, la hija de los gigantes de la tierra, los hombres primitivos (47). "“ ellas les dieron hijos a ellos y llegaron a ser hombres poderosos del tiempo viejo; varones de nombradía"”(48).
La misma alegoría encierra el pasaje análogo de la cosmogonía del Edda escandinavo. Har, compañero de Jafuhar y Tredi, describe a Gangler la formación del primer hombre llamado Bur, padre de Bör, quien tomó por mujer a Besla, hija del gigante Bölthara, de la estirpe de los primitivos gigantes (49).
El mismo fundamento tienen las fábulas griegas de los titanes y la leyenda mexicana de las cuatro estirpes sucesivas del Popol-Vuh. Esta alegoría de los gigantes es uno de los cabos de la enredada y al parecer inextricable madeja de la psicología del género humano, pues de otro modo no cupiera explicar la creencia en lo sobrenatural, ya que decir que ha brotado, crecido y desarrollado a través de las edades sin base de sustentación, cual frívola fantasía, fuera equiparable al absurdo teológico de que Dios creó el mundo de la nada.
PROTESTA DE UN PERIÓDICO CRISTIANO
Es demasiado tarde para negar la evidencia que se manifiesta con luz meridiana. Los periódicos, así religiosos como seglares, protestan ya unánimemente contra el dogmatismo y los estrechos prejuicios de la erudición apócrifa. El Christian World une su voz a la de sus escépticos colegs y dice:
“Aun cuando pudiera demostrarse que todos los médiums son impostores, todavía censuraríamos la propensión de algunas autoridades científicas a mofarse y estorbar las investigaciones de índole semejante a las expuestas por Barrett ante la Asociación Británica. Si los espiritistas han caído en muchos absurdos, no por ello deben diputarse por indignos de examen sus fenómenos. Sean hipnóticos, clarividentes o como quiera, que digan los científicos qué son en vez de tratarnos como a muchachos preguntones a quienes se les da la cómoda pero poco satisfactoria respuesta: “los niños no preguntan nada” (50).
Parece que en nuestra época no le cuadra a ningún científico aquel verso de Milton: “Oh! Tú que por atestiguar la verdad sufriste universal vituperio!” La decadencia presente trae a la memoria las palabras de aquel físico que después de escuchar la historia del tambor de Tedworth y de Ana Walker, exclamó: “Si eso es cierto, estuve hasta ahora engañado y he de abrirme cuenta nueva (51)
Pero en nuestro siglo, a pesar de la valía reconocida por Huxley al testimonio humano, hasta el mismo Enrique More se ha convertido en entusiasta visionario, cualidades que fuera desvarío ver reunidas en una persona (52).
No han faltado hechos, pues los hay en abundancia, para que la psicología pudiera dar a comprender sus misteriosas leyes y aplicarlas a los casos ordinarios y extraordinarios de la vida. Hubiera sido necesario que idóneos observadores científicos los ordenaran analíticamente. Desgracia fue para las gentes y baldón para la ciencia que el error prevaleciese y la superstición anduviera desenfrenada entre los pueblos cristianos durante tantos siglos. Las generaciones se suceden unas a otras con su tributo de mártires de la conciencia y del denuedo moral, de modo que ya se comprende la psicología algo mejor que cuando el férreo guante del vaticano sentenciaba inicuamente a los desgraciados héroes cuya memoria infamaba con el estigma de nigrománticos y herejes.
CAPÍTULO V
Yo soy el espíritu que siempre niega.
Mefistófeles, en FAUSTO.
El Espíritu de verdad a quien el mundo no pudo
recibir porque no le vio ni conoció.
SAN JUAN, XIV-17.
Millones de seres espirituales recorren la tierra y no los vemos
ni cuando estamos dormidos ni cuando despiertos.
MILTON.
La mente no basta por sí sola para abarcar lo espiritual.
De la propia manera que el sol ofusca la luz de una llama,
así el espíritu ofusca la luz de la mente.
W. HOWITT.
Infinidad de nombres se han dado a las manifestaciones o efectos de la misteriosa energía que anima la materia. Es el caos de los antiguos; el antusbyrum o fuego sagrado de los parsis; el fuego de Hermes; el elmes de los aniguos germanos; el rayo de Cibeles; la antorcha de Apolo; el fuego sagrado de los altares de Pan y Vesta; la centella (...) del yelmo de Plutón, del capacete de Dioscuri, de la cabeza de Gorgona, del casco de Palas y del caduceo de Mercurio; el phtha o ra egipcio; el (...) y el Zeus cataibates (el que desciende) (1) de los griegos; las lenguas de fuego de la Pentecostés; la zarza ardiente de Moisés; la columna de fuego del Éxodo; la lámpara ardiente de Abraham; el fuego eterno del abismo sin fondo; los vapores del oráculo délfico; la luz sidérea de los rosacruces; el akâsha de los adeptos indos; la luz astral de los cabalistas; el fluido nervioso de los magnetizadores; el od de Reichenbach; el globo ígneo de Babinet; el psicodo y la fuerza étnica de Thury; la fuerza psíquica de Cox y Crookes; el magnetismo atmosférico de algunos físicos; el galvanismo; y finalmente la electricidad.
Bulwer Lytton en su Raza futura le llama vril (2) y supone ficciosamente que se valían de ella las poblaciones subterráneas. Dice, al efecto, que estas gentes creen que el vril unifica y resume la energía de todos los agentes naturales y demuestra después como Faraday presintió ya la unidad de las fuerzas en el siguiente pasaje:
“Hace mucho tiempo que estoy convencido, y conmigo muchos otros amantes de la naturaleza, de que las diversas modalidades de las fuerzas de la materia tienen origen común, es decir, que están relacionadas con tan directa interdependencia que pueden transmutarse una en otra con equivalente potencia de actuación”.
Por absurdo y anticientífico que parezca, sólo cabe, en verdadera definición de la energía primaria de Faraday y del vril de Lytton, identificarlos con la luz astral de los cabalistas, según van corroborando uno tras otro los descubrimientos de la ciencia.
Hace poco tiempo anunciaron los periódicos que Edison había descubierto una fuerza de modalidad distinta a la eléctrica, excepto en la conductibilidad. Si la noticia se confirma veremos cómo, no obstante las denominaciones científicas que se le den, resultará al fin y al cabo uno de tantos hijos engendrados desde el origen del tiempo por nuestra cabalística madre la Virgen Astral. En efecto, el descubridor asegura que la nueva fuerza es tan distinta y obedece a tan regulares leyes como el calor, el magnetismo y la electricidad. El periódico que primeramente publicó la noticia añade que Édison supone la nueva fuerza relacionada con el calor, aunque también pudiera generarse por medios independientes y no conocidos todavía.
EL TELÉFONO DE BELL
Otro reciente y admirable descubrimiento es la posibilidad de hablar desde muy lejos por medio de un aparato llamado teléfono que acaba de inventar Graham Bell. La nueva invención tuvo por precedente los tubos acústicos, consistentes en dos pequeñas bocinas de estaño recubiertas de terciopelo y enlazadas por un bramante. Entre Boston y Cambridgeport se ha sostenido por teléfono una conversación durante la cual se oyeron distintamente todas las palabras con la peculiar modulación de voz. Las ondas sonoras recibidas por un imán, se transmiten eléctricamente a lo largo del alambre en cooperación con dicho imán. El buen funcionamiento dela aparato depende de la regularidad de la corriente eléctrica y de la potencia del imán que ha de cooperar a su acción.
“El aparato –dice un periódico- consiste en una especie de bocina con una membrana muy delicada en la que repercuten las ondas sonoras cuando se aplica el habla a la bocina. Al otro lado de la membrana hay una pieza metálica que al vibrar aquélla se pone en contacto con un imán y éste con el circuito eléctrico gobernado por el operador. No se sabe cómo, pero lo cierto es que la corriente eléctrica transmite con toda exactitud de uno a otro aparato la voz del que habla sin pérdida de la más leve modulación”.
Ante los prodigiosos descubrimientos de nuestra época, tales como la nueva fuerza de Édison y el teléfono de Graham Bell, aparte de las psibilidades todavía latentes en el reino sin límites de la naturaleza, no será exagerado suplicar a cuantos intenten combatir nuestra afirmación que esperen a ver si los nuevos descubrimientos la invalidan o la corroboran.
La invención del teléfono dará tal vez alguna insinuación tocante a lo que las historias antiguas dicen del secreto poseído por los sacerdotes egipcios, quienes durante la celebración de los misterios podían comunicarse instantáneamente de un templo a otro, aunque fuese de ciudad distinta. La leyenda atribuye estos mensajes a las “invisibles tribus del aire”. El autor de El hombre preadámico cita un ejemplo que no sabe a punto fijo si lo da Macrino u otro autor, pero que podemos considerar por lo que valga. Dice que “durante su estancia en Egipto, una de las Cleopatras mandó noticias por un alambre a todas las ciudades del alto Nilo, desde Heliópolis a Elefantina” (3).
No hace mucho tiempo nos reveló Tyndall un nuevo mundo poblado de hermosísimas figuras aéreas. Según dice, el descubrimiento consiste en “someter los vapores de ciertos líquidos volátiles a la concentrada acción de la luz solar o a los enfocados rayos de la eléctrica”. Los vapores de algunos yoduros, nitratos y ciertos ácidos se sujetan a la acción de la luz en un tubo de ensayo colocado horizontalmente, de modo que su eje coincida con los rayos paralelos dimanantes de la lámpara. Los vapores forman nubes de soberbios matices y se agrupan en forma de vasos, botellas, conos, conchas, tulipanes, rosas, girasoles, hojas y volutas. Dice Tyndall que”la nubecita toma en breve rato la forma de cabeza de sierpe con su boca y lengua”.
Por último, como remate de tantas maravillas, dice que en cierta ocasión tomaron los vapores figura de pez, con sus ojos, aletas y escamas, tan estrictamente simétrico que no había señal en un lado que no estuviese también en el otro.
Este fenómeno puede explicarse en parte por la acción de los rayos lumínicos, según Crookes ha demostrado recientemente, pues cabe suponer que el haz horizontal de rayos luminosos disgregue las moléculas de los vapores y vuelva a agruparlos en forma de globos y husos. Pero ¿cómo explicar la formación de vasos, flores y conchas? Esto es para la ciencia tan enigmático como el meteoro felino de Babinet, aunque no sospechamos que Tyndall dé a aquel fenómeno la absurda explicación que Babinet al suyo.
Quienes no hayan estudiado el asunto, tal vez se sorprendan de ver lo mucho que en la antigüedad se conocía del omnipenetrante y sutilísimo principio hace poco bautizado con el nombre de éter universal.
ETIMOLOGÍA DEL MAGNETISMO
Pero antes de pasar adelante, conviene enunciar, según insinuamos ya, dos categóricas proposiciones, que para los antiguos teurgos fueron leyes demostradas.
1.ª Los llamados milagros, empezando por los de Moisés y acabando por lo de Cagliostro, estuvieron en perfecta concordancia con las leyes naturales, como acertadamente dice Gasparín, y por lo tanto, no fueron tales milagros. La electricdad y el magnetismo intervinieron sin duda alguna en muchos de estos prodigios; pero tanto ahora como entonces cabe admitir que las personas suficientemente sensitivas sirvan de conductores inconscientes y actúen en virtud de estos fluidos tan poco conocidos todavía por las ciencias. Esta fuerza posee infinidad de atributos y propiedades en su mayor parte ignoradas de los físicos.
2.ª Los fenómenos de magia natural, presenciados en Siam, India, Egipto y otros países de Oriente, no tienen nada de común con la prestidigitación, pues los primeros son efecto de fuerzas naturales ocultas, y la segunda es artificio ilusionante obtenido por medio de hábiles manipulaciones en connivencia con otras personas (4).
Los taumaturgos de toda época obraban prodigios por estar familiarizados con las ondulaciones imponderables en sus efectos, pero perfectamente tangibles, de la luz astral, cuya corrientes guiaban con la fuerza de su voluntad. Los prodigios tenían doble carácter físico y psíquico, con sus correspondientes efectos materiales y mentales. Estos últimos son de índole análoga a los producidos por Mesmer y sus sucesores, entre quienes se cuentan en nuestros días dos hombres de no común cultura, Du Potet y Regazzoni, cuyas maravillosas facultades les dieron bien atestiguada nombradía en Francia y otros países. El hipnotismo es la más importante modalidad de la magia, cuyos efectos tienen por causa el agente universal propio de las obras mágicas que en todo tiempo se denominaron milagros.
Los antiguos llamaron caos a este agente; Platón y los pitagóricos el alma del mundo, y según los indos la Divinidad en forma de éter penetra todas las cosas. Es un fluido invisible, y sin embargo, sumamente tangible. A este universal Proteo, a que De Mirville llama burlonamente el omnipotente nebuloso, lo denominaron los teurgos fuego viviente (5), espíritu de luz y magnes, cuya denominación denota sus propiedades magnéticas y naturaleza mágica, porque, como dice uno de nuestros adversarios, (...) y (...) son dos ramas de un mismo tronco que dan iguales frutos.
Para averiguar la etimología de la palabra magnetismo, hemos de remontarnos a época inconcebiblemente remota. Muchos creen que la piedra imán deriva su nombre del de la ciudad de Magnesia, en Tesalia, donde abunda en extremo; pero diputamos por única acertada la opinión de los herméticos. La palabra mago se deriva del sánscrito mahaji, que significa grande o sabio, el ungido con la sabiduría divina. A este propósito dice Dunlap: “Eumolpo es el mítico fundador de los enmólpidos o sacerdotes que atribuían su saber a la inteligencia divina” (6). Las cosmogonías de los diversos pueblos identificaban el alma árquea universal con la mente del Demiurgos, la Sophia de los agnósticos o el Espíritu Santo en su aspecto fenoménico; y como los magos derivaban su nombre de este principio, se llamó a la piedra imán magnes, en honor de los que primeramente descubrieron sus maravillosas propiedades. Los templos de los magos abundaban en todas partes y entre ellos había algunos dedicados a Hércules (7), por cual razón se le dio a la piedra imán el nombre de magnesiana o heráclea, cuando se supo que los sacerdotes la empleaban en sus operaciones terapéuticas y mágicas. Sobre este particular dice Sócrates: “Eurípides la denomina piedra magnesiana, pero el vulgo la llama heráclea” (8). De modo que los magos dieron nombre a la comarca tesaloniense de Magnesia y a la piedra imán que allí abundaba y no al contrario. Plinio dice que los sacerdotes romanos magnetizaban el anillo nupcial antes de la ceremonia. Los historiadores paganos guardan cuidadoso silencio acerca de los misterios mágicos, y Pausanias declara que en sueños le conminaron a no revelar los sagrados ritos del templo de Demetrio y Perséfona en Atenas (9).
EL PODER DE JESÚS
La ciencia moderna no ha tenido más remedio que admitir el magnetismo animal después de negarlo durante mucho tiempo; pero aunque nadie lo pone en duda como propiedad del organismo animal, todavía lo combaten las Academias más encarnizadamente que nunca, en cuanto a su secreta influencia psicológica. Es deplorablemente asombroso que las ciencias experimentales no acierten a dar una hipótesis razonable sobre la potencia magnética. Diariamente aparecen pruebas de que esta modalidad energética intervenía en los misterios teúrgicos y por su influencia se explican fácilmente las secretas facultades de los taumaturgos para realizar tantos prodigios. De esta índole fueron los dones otorgados por Jesús a sus discípulos, pues en el momento del milagro sentía el Nazareno una fuerza dimanante de él. En su diálogo con Theages (10), habla Sócrates de su daimon o dios familiar y de la facultad que poseía de transmitir o retener los conocimientos y virtudes de modo que las gentes de su trato recibiesen o no beneficio de su compañía, y al efecto cita el siguiente ejemplo, para corroborar sus palabras, con estas otras puestas en boca de Arístides: “He de declararte, Sócrates, una cosa increíble, pero que por los dioses te aseguro cierta. Allego mucho beneficio cuando estoy contigo en la misma casa; y el beneficio es todavía mayor si estamos en el mismo aposento y todavía más si te veo a mi lado, pero sube de punto cuando me pongo en toque contigo”.
Éste es el moderno magnetismo e hipnotismo de Du Potet y otros experimentadores, que luego de someter al sujeto a su influencia fluídica pueden transmitirle el pensamiento desde cualquier distancia y moverle irresistiblemente a obedecer sus mandatos mentales. Sin embargo, los antiguos filósofos conocían mucho mejor esta energía psíquica, según se infiere de los informes bebidos sobre el particular en las primitivas fuentes. Pitágoras enseñaba que la Mente divina está difundida e infundida en todas las cosas, de modo que por su universalidad cabe transportarla de un obeto a otro y servir de instrumento a la voluntad para formar todas las cosas. Según Platón, la Mente divina o Nous es el Kurios de los griegos. A este propósito, dice: “Kurios simboliza la pura y simple naturaleza de la mente, la sabiduría” (11). Así tenemos que Kurios es Mercurio o sabiduría divina y Mercurio es el Sol (12), de quien Thot o Hermes recibió la sabiduría transmitida al mundo por mediación de sus obras. Hércules es también el Sol, considerado como depósito celeste del magnetismo universal (13) o, mejor dicho, Hércules es la luz magnética que transmitida a través del “ojo abierto en los cielos” penetra en las regiones de nuestro planeta para convertirse en el creador. El valeroso titán Hércules ha de sufrir doce pruebas. Se le llama “Padre de todas las cosas” “el nacido por sí mismo” (autophues) (14). El diablo Tifón (15) mata a Hércules, identificado en este caso con Osiris, padre y hermano de Horus (16). Se le da el epíteto de Invicto cuando desciende al Hades (jardín subterráneo) y después de arrancar las “manzanas de oro” del “árbol de la vida”, mata al dragón (17). El rudo poder titánico, bajo el que se encubre el dios solar, se opone en forma de materia ciega al divino y magnético espíritu que propende a la armonía de la naturaleza.
Los dioses solares simbolizados en el sol visible son los creadores de la naturaleza física, pues la naturaleza espiritual es obra del Supremo Dios, del oculto y céntrico Sol espiritual, por mediación de su Demiurgo, la Mente divina de Platón, la Sabiduría divina de Hermes Trismegisto (18), la sabiduría dimanante de Ulom o Kronos. Según dice Anthon (19), en los Misterios de Samotracia, después de la distribución del fuego puro, empezaba una nueva vida. Éste era el nuevo nacimiento a que Jesús aludía en su plática con Nicodemo. Y sobre lo mismo, dice Platón: “Iniciaos en el más bendito misterio y sed puros... para llegar a ser justos y santos con sabiduría” (20). A lo cual añade el Evangelista: “Y dichas estas palabras, sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo” (21).
EMBLEMA DE LA SERPIENTE
Este simple acto de la voluntad bastaba para transmitir el don de profecía en su más alta modalidad, si tanto el iniciador como el iniciado eran dignos de ello. A este propósito dice el reverendo Gross: “Sería tan injusto como antifilosófico menospreciar este don, cual si en su presente modalidad fuese corrompido retoño o consumida reliquia de una época de ignorante superstición. En todo tiempo intentó el hombre levantar el velo que oculta a sus ojos lo futuro y, por lo tanto, siempre se tuvo la profecía por don concedido por Dios a la mente humana... Zwinglio, el reformador suizo, daba por fundamento a su fe en la providencia del Ser Supremo, la cosmopolita enseñanza de que el Espíritu Santo inspiraba también a la más digna porción del mundo pagano. Admitida esta verdad, no es posible suponer que los paganos dignos de él no pudieran recibir el don de profecía” (22).
Ahora bien; ¿qué es esta mística y primordial substancia? El Génesis la simboliza en “la haz de las aguas sobre que flotaba el espíritu de Dios”. El libro de Job (23), dice que “debajo de las aguas fueron formadas las cosas sin alma que habitan allí”; pero en el texto original, en vez de “cosas inanimadas” se lee los “muertos rephaim” (24). En la mitología egipcia el Absoluto está simbolizado por una serpiente enroscada alrededor de una vasija, sobre cuyas aguas planea la cabeza en actitud de fecundarlas con su aliento. La serpiente es, en este caso, emblema de la eternidad y representa a Agathodaimon o espíritu del bien, cuyo opuesto aspecto es Kakothodaimon o espíritu del mal. Los Eddas escandinavos dicen que durante la noche, cuando el ambiente está impregnado de humedad, cae el rocío de miel, alimento de los dioses y de las creadoras abejas yggdrasillas. Esto simboliza el pasivo principio de la creación del universo sacado de las aguas, y el rocío de miel es una modalidad de la luz astral con propiedades creadoras y destructoras. En la leyenda caldea de Berosio, el hombre-pez, Oännes o Dagón, instruye a las gentes y les muestra el niño-mundo recién salido de las aguas con todos los seres procedentes de esta primera substancia. Moisés enseña que sólo la tierra y el agua pueden engendrar alma viviente, y en las Escrituras hebreas leemos que las hierbas no crecieron hasta que el Eterno derramó lluvia sobre la tierra. En el Popol-Vuh de los americanos, se dice que el hombre fue formado del limo de las aguas. Según los Vedas, Brahmâ sentado en el loto forma a Lomus (el gran muni o primer hombre) de agua, aire y tierra, después de dar existencia los espíritus que, por lo tanto, tienen prelación sobre los mortales. Los alquimistas enseñaban que la tierra primordial o preadámica (alkahest) (25) es como el agua clara, en la segunda etapa de su transmutación en substancia primaria, que contiene todos los elementos constitutivos del hombre, no sólo por lo que atañe a su naturaleza orgánica, sino también el latente “soplo de vida” dispuesto a la actuación vital o, lo que es lo mismo, “el Espíritu de Dios flotante sobre las aguas” o “el caos”, que de este modo se identifica con la substancia primaria. Por esta razón aseguraba Paracelso que era capaz de formar homúnculos, y el insigne filósofo Tales decía que el agua es el principio de todas las cosas de la naturaleza.
¿Qué es el caos primordial sino el éter de los físicos modernos tal como lo conocieron los filósofos antiguos mucho antes de Moisés? El caos es el éter de ocultas y misteriosas propiedades que contiene en sí mismo los gérmenes de la creación universal; el éter es la virgen celeste, madre espiritual de todas las formas y seres existentes, de cuyo seno, fecundado por el Espíritu Santo, surgen a la existencia la materia y la fuerza, la vida y la acción.a pesar de los recientes descubrimientos que van ensanchando los límites del saber humano, todavía se conocen muy incompletamente la electricidad, el magnetismo, el calor, la luz y la afinidad química. ¿Quién presume dónde termina la potencia o cuál es el origen de ese proteico gigante llamado éter? ¿Quién no echará de ver el espíritu que en él actúa y de él arranca las formas visibles?
LEYENDAS COSMOGÓNICAS
Fácil tarea es demostrar que todas las cosmogonías se fundan en los conocimientos de nuestros antepasados, en las ciencias que hoy día parecen haberse coligado en pro de la doctrina de la evolución; y tampoco es difícil demostrar que los antiguos conocían mucho mejor que nosotros la evolución en sus dos órdenes, físico y espiritual. Para los antiguos filósofos, la evolución era una doctrina axiomática, un principio que abarcaba el conjunto del universo, mientras que los científicos modernos aceptan la evolución bajo hipótesis especulativas de carácter particular cuando no negativo. Es inútil que los jerarcas de la ciencia moderna rehuyan el debate diciendo que la enigmática fraseología del relato mosaico no concuerda con la definida exégesis de las ciencias experimentales.
Por lo menos está fuera de duda que todas las cosmogonías contienen el símbolo de las aguas y del espíritu que las fecunda, cuyo significado está de acuerdo con el concepto científico de que el mundo no ha podido ser creado de la nada. Todas las leyendas cosmogónicas dicen que en el principio los vapores nacientes y las tinieblas cimerianas reposaban sobre las aguas dispuestas a ponerse en actividad apenas recibido el soplo del Irrevelado, a quien los sabios primitivos presentían, aunque no viesen, porque su espiritual intuición no estaba tan entenebrecida como ahora, por sutiles sofismas. Si no determinaban con toda precisión el tránsito del período silúrico al de los mamíferos, pongamos por caso, y si la época cenozoica estaba representada por las diversas alegorías del hombre primitivo, del Adán de nuestra raza, no por ello hemos de inferir que los sabios de entonces y los caudillos de pueblos no supieran tan bien como nosotros la sucesión de las épocas geológicas.
En los días de Demócrito y aristóteles, ya había comenzado el descenso del ciclo, por lo que si estos dos filósofos expusieron tan acertadamente la teoría atómica, y fijaron el punto físico del átomo, bien pudieron llegar sus antecesores más olejos todavía, y trasponer en la génesis del átomo los límites donde Tyndall y otros parecen haberse atascado sin atreverse a cruzar la frontera de lo incomprensible. Las artes perdidas prueban suficientemente que si cabe hoy duda respecto a los progresos de nuestros primitivos antepasados en ciencias naturales, a causa de lo deficiente de sus tratados, eran mucho más expertos que nosotros en el aprovechamiento útil de plantas y minerales. Además, es probable que en aquellos tiempos de misterios religiosos conocieran a fondo la física del globo y no divulgaran su saber entre las ignorantes muchedumbres.
Sin embargo, no sólo de los libros mosaicos podemos extraer pruebas en apoyo de ulteriores argumentos, porque los judíos tomaron su ciencia sagrada y profana de los pueblos con quienes desde un principio estuvieron en contacto. Su más antigua ciencia, la cábala o doctrina secreta, descubre en todos los pormenores su origen de la primitiva fuente del Turkestán, donde ya se cultivaba mucho antes de la época en que se deslindaron las naciones arias de las semitas. El rey Salomón, tan celebrado por su sabiduría y ciencia mágica (26), recibió este saber de la India por conducto de Hiram rey de Ofir y de la reina de Saba. Igualmente de origen indio es el anillo o “sello de Salomón”, al que las leyendas populares atribuyen potísima influencia en los genios y demonios.
El reverendo Samuel Mateer, individuo de la “Sociedad Misionera de Londres”, al tratar de la presuntuosa y abominable habilidad de los “adoradores del diablo”, de Travancore, dice que posee un antiquísimo manuscrito en lengua malaya con infinidad de fórmulas e invocaciones mágicas para obtener gran variedad de resultados, en su mayoría de tenebrosa maldad. En la misma obra publica Mateer el facsímil de varios amuletos con trazos y figuras mágicas, uno de los cuales lleva inscrita la siguiente fórmula:
Para quitar el temblor de la posesión diabólica, dibuja esta figura en una planta que tenga jugo lechoso, atraviésale un clavo y cesará el temblor (27).
TEORÍA DE LAS ONDULACIONES
La figura de que se habla es idéntica al sello de Salomón o doble triángulo de los cabalistas, por lo que cabe preguntar si estos lo recibieron en herencia de Salomón, quien a su vez lo tomó de los indos, o si estos se lo apropiaron de los judíos cabalistas (28). Pero no emprendamos esta frívola discusión y continuemos tratando de la luz astral cuyas desconocidas propiedades revisten mucho mayor interés.
Admitiendo que este mítico agente es el éter, veamos que sabe de él la ciencia moderna.
Roberto Hunt, de la “Sociedad Real de Londres”, dice a propósito de la acción de los rayos solares: “Los rayos amarillos y anaranjados, que son los de mayor potencia lumínica, no alteran el cloruro argéntico, mientras que los rayos azules y violetas, cuya potencia lumínica es menor, alteran dicha sal en poco tiempo... El cristal amarillo apenas se opone al paso de la luz; pero el azul, si la intensidad de color es mucha, sólo admite muy corta cantidad de rayos lumínicos” (29). Además, vemos que la vida se manifiesta lozana bajo la influencia de los rayos azules y languidece bajo la de los amarillos. Por lo tanto, no cabe explicar estos fenómenos sino por la hipótesis de que la vida orgánica queda diversametne modificada bajo la influencia electro-magnética, cuya índole aún desconoce la ciencia.
Hunt echa de ver que la teoría de las ondulaciones no concuerda con el resultado de sus experimentos. Sir David Brewster demuestra (30) que los colores de las plantas se deben a la específica atracción ejercida por las partículas del vegetal sobre los diversos rayos lumínicos y que la luz solar elabora los coloreados jugos de las plantas, así como también determina el cambio de color de los cuerpos. Al propio tiempo expone el mismo autor que no es fácil admitir que estos efectos provengan tan sólo de las vibraciones del éter, y por lo tanto, se ve precisado a creer que la luz es materia. El profesor Cooke, de la Universidad de Harvard, disiente de los que aceptan definitivamente la teoría de las ondulaciones (31). Si es cierto el principio de Herschel, según el cual la intensidad de la luz en cada ondulación está en razón inversa del cuadrado de las distancias, contraría si acaso no invalida la teoría de las ondulaciones. La verdad de este principio se ha demostrado repetidas veces por medio del fotómetro, y sin embargo todavía subsiste la teoría de las ondulaciones, aunque algún tanto quebrantada.
El general Pleasanton, de Filadelfia, es uno de los más resueltos adversarios de esta anti-pitagórica teoría, según puede ver el lector en su obra De los rayos azules, contra cuya argumentación habrá de defenderse Tomás Young, quien, según refiere Tyndall, consideraba inmutablemente establecida la teoría de las ondulaciones.
Eliphas Levi, el mago moderno, concreta el concepto de la luz astral en la siguiente frase: “Para adquirir facultades mágicas se necesitan dos cosas: redimir la voluntad de toda servidumbre y ejercitarse en regularlas.
SÍMBOLOS DE LA FUERZA CIEGA
La voluntad soberana está simbolizada por la mujer que aplasta la cabeza de la serpiente y por el arcángel que mata bajo sus pies al dragón infernal. Las antiguas teogonías representaron en figura de serpiente con cabeza de toro, carnero o perro, el agente mágico, la doble corriente lumínica, el fuego viviente y astral de la tierra, cuyos símbolos diversos son: la doble serpiente del caduceo; la serpiente del paraíso; la serpiente de bronce de Moisés enroscada en el tau o lingam generador; el macho cabrío de los aquelarres sabatinos; el bafomete de los templarios; el hylé de los agnósticos; la doble cola de serpiente del gallo solar de Abraxas; y finalmente el diablo de los católicos. Pero en su verdadero significado es la fuerza ciega contra la cual ha de prevalecer el alma para libertarse de las ligaduras terrenas, porque si su voluntad no las libra de “esta fatal atracción, quedarán absorbidas en la corriente de fuerza que las produjo y volverán al fuego central y eterno”.
Esta cabalística figura de dicción, no obstante su extraño lenguaje, es la misma que empleaba Jesús, para quien no podía tener significado distinto del que le daban agnósticos y cabalistas; pero los teólogos cristianos lo desvirtuaron para forjar el dogma del infierno. Literalmente significa dicho fuego la luz astral o principio generador y destructor de las formas. A este propósito dice Levi:
“Todas las operaciones mágicas consisten en desprenderse de los anillos de la serpiente y ponerle el pie encima de la cabeza para dominarla a voluntad. En el mito evangélico dice la serpiente: “Te daré todos los reinos de la tierra si postrado me adoras”. A lo que responde el iniciado: “No me postraré, antes bien tú caerás a mis pies. Nada puedes darme y haré de ti lo que me plazca. Porque yo soy tu señor y dueño”. Éste es el verdadero significado de la ambigua respuesta de Jesús al tentador... Así, pues, el diablo no es una entidad, sino una fuerza errática como su nombre indica; una corriente ódica o magnética formada por una cadena de voluntades malignas, productora del espíritu diabólico, llamado legión en el Evangelio, que animaba a la piara de cerdos precipitados en el mar. Este pasaje es una alegoría de cómo las fuerzas ciegas del error y el pecado arrastran precipitadamente a la naturaleza inferior” (32).
El filósofo y naturalista alemán Maximiliano Perty ha dedicado a las modernas formas de la magia un capítulo entero de su extensa obra acerca de las manifestaciones místicas de la naturaleza humana. Dice en el prefacio: “Las manifestaciones de la magia tienen parcial fundamento en un orden de cosas completamente distinto del que conocemos por el tiempo, espacio y causalidad. Estas manifestaciones apenas pueden someterse a experimentación, ni cabe provocarlas arbitrariamente, pero sí es posible observarlas con cuidadosa atención, siempre que ocurran en presencia nuestra, para agruparlas por analogía en determinadas clases e inducir de ellas sus leyes y principios generales.
LOS PRODIGIOS DEL FAKIR
Tenemos, por lo tanto, que para el profesor Perty, afiliado sin duda a la escuela de Schopenhauer, son perfectamente posibles y naturales, por ejemplo, los fenómenos producidos por el fakir Kavindasami y descritos por el orientalista Jacolliot. Este fakir era hombre que por el completo dominio de su naturaleza inferior había llegado a purificarse hasta aquel punto en que casi del todo libre de su prisión puede el espíritu obrar verdaderas maravillas (33). Su voluntad y aun su solo anhelo eran potencia creadora capaz de gobernar los elementos y fuerzas de la naturaleza. El cuerpo no le servía ya de estorbo para hablar de “espíritu a espíritu” y alentar de “vida a vida”. Este fakir, con sólo extender las manos hizo germinar una semilla (34), de la que brotó una planta que en menos de dos horas creció prodigiosamente en presencia de Jacolliot, contra todas las aceptadas leyes fitológicas, hasta una altura que en circunstancias ordinarias hubiese requerido algunas semanas. ¿Fue milagro? Ciertamente lo fuera con arreglo a la definición de Webster, según la cual es milagro todo suceso contrario a la establecida constitución y marcha de las cosas, en pugna con las leyes conocidas de la naturaleza. ¿Pero están seguros los naturalistas de que lo establecido por la observación es inmutable o de que conocen todas las leyes de la naturaleza? El caso del fakir resulta algo más notablemente milagroso que los experimentos llevados a cabo en Filadelfia por el general Pleasanton, pues si éste lograba acrecentar la lozanía y fertilidad de sus viñas hasta puntos increíbles, por los rayos violetas de luz artificial, el fluido magnético que emanaba de las manos del fakir estimuló el más rápido crecimiento de la semilla índica, concentrando en ella el akâsa o principio vital (35) cuya corriente pasaba en flujo continuo de las manos del fakir a la planta, cuyas células avivaba con estupenda actividad, hasta terminar su crecimiento.
El principio de vida es una fuerza ciega y sumisa a la influencia capaz de dominarla. Con arreglo al ordinario curso del crecimiento vegetal, el protoplasma hubiera concentrado este principio para desenvolverse, según la norma establecida, con sujeción a las circunstancias atmosféricas (luz, calor, humedad), de las cuales hubiesen dependido su más o menos rápido crecimiento y su mayor o menor altura. Pero el fakir, con su poderosa voluntad y su espíritu purificado de los contactos materiales (36), auxilia la acción de la naturaleza y condensando, por decirlo así, en el germen el principio de vida vegetal acelera su desenvolvimiento. Esta fuerza vital obedece ciegamente a la voluntad del fakir, quien hubiera podido convertir la planta en un monstruo con sólo forjarlo mentalmente, pues la forma plástica y concreta se ajusta con invariable exactitud al tipo subjetivamente trazado en la mente del fakir, de la propia suerte que la mano y el pincel del pintor reproducen la imagen ideada por el arista. La voluntad del fakir en éxtasis delinea una matriz invisible, pero perfectamente objetivsa, que sirve de necesario molde a la materia vegetal de la planta. La voluntad crea, porque, puesta en actuación, es fuerza que engendra materia.
Si alguien objetara diciendo que el fakir no podría trazar en su mente el modelo de la planta, pues ignoraba la especie de semilla escogida por Jacolliot, responderíamos que el espíritu humano es semejante al del Creador en omnisciencia. Por lo tanto, si bien el fakir en estado de vigilia no podía saber qué especie de semilla era, en estado de trance, o sea muerto corporalmente con relación al mundo exterior, no tuvo su espíritu dificultad alguna de espacio ni de tiempo para conocer la especie de simiente plantada en la maceta o reflejada en la mente de Jacolliot. Las visiones, prodigios y demás fenómenos psíquicos existentes en la naturaleza corroboran nuestra afirmación.
Tal vez se arguya en otro sentido, contra el hecho de referencia, diciendo que lo mismo, y tan bien como el fakir, hacen los prestidigitadores indos, si hemos de creer a los informes de la prensa y a los relatos de los viajeros. Indudablemente hacen lo mismo los vagabundos prestidigitadores a pesar de sus licensiosas costumbres que no les dan reputación de santidad ni entre los naturales ni entre los extranjeros, antes al contrario, sus compatriotas les temen y menosprecian porque los miran como brujos y nigrománticos. Pero estos llaman en su auxilio a los espíritus elementales, mientras que los hombres de la santidad de Kavindasami tienen bastante con la valía de su espiritu divino, íntimamente unido al alma astral, para recibir auxilio de los puros y etéreos pitris que asisten a su encarnado hermano. Cada ser atrae a su semejante, y la sed de riquezas, los impuros deseos y las ambiciones egoístas sólo pueden atraer a los espíritus que los cabalistas hebreos llaman klippoth, pobladores del cuarto mundo (Asiah); y los magos orientales designaban con el nombre de afrites o deus, es decir, los espíritus elementarios del error.
EL CRECIMIENTO DE LA PLANTA
Oigamos cómo describe un periódico inglés la prodigiosa suerte del rápido crecimiento de una planta, llevada a cabo por los prestidigitadores indos:
“El prestidigitador colocó en el suelo una maceta vacía y pidió permiso para que su secretario fuese a buscar tierra de jardín. Volvió a poco el secretario con una porción de tierra envuelta en la punta de su capote, que puso en el tiesto comprimiéndola ligeramente. Tomó entonces una pepita de mango y, después de enseñarla a los circunstantes, la plantó en el tiesto cubriéndola cuidadosamente de tierra y regándola con un poco de agua. Hecho esto, tapó el tiesto con un lienzo tendido sobre un pequeño triángulo, y al poco rato, entre vocerío y redobles de tambor germinó la simiente, según pudieron ver los circunstantes al descorrer el lienzo, notando que habían brotado dos hojas de color gris oscuro. Vuelta a tapar la maceta con la sábana y levantada por segunda vez al cabo de poco, vieron todos que a las dos primeras hojas habían sucedido varias otras de color verde, de unos veinticinco centímetros de alto. La tercera vez apareció la planta con más frondoso follaje, hasta doble altura, y a la cuarta operación llevaba ya pendientes de sus ramas una docena de mangos, tamaños como nueces, con altura total de cuarenta y cinco centímetros. Al destapar por última vez la maceta aparecieron los frutos en completo desarrollo y cercanos a la madurez, pues muchos espectadores probaron su sabor agridulce”.
A esto añadiremos que hemos presenciado el mismo experimento en la India y en el Tíbet, con la particularidad de haber proporcionado un bote vacío de estracto de carne Liebig, que sirvió de maceta rellena de tierra con nuestras propias manos, en nuestra misma habitación, para plantar una raicilla que el fakir nos había dado al efecto, sin que apartáramos ni un instante la vista del bote idéntico al ya descrito. ¿Sería capaz un prestidigitador de hacer lo mismo en igualdad de circunstancias?
El ilustrado Orioli, miembro correspondiente del Instituto de Francia, cita muchos ejemplos en demostración de los maravillosos efectos de la voluntad cuando actúa sobre el invisible Proteo de los hipnotizadores. Dice a este propósito: “He visto algunas personas que con sólo pronunciar ciertas palabras paraban en seco la precipitada carrera de toros y caballos y detenían en su trayectoria la flecha que hendía los aires”. Lo mismo afirma Tomás Bartholini. Y Du Potet, dice: “Cuando trazo en el suelo un yeso o carbón esta figura..., se fija allí algo como un fuego o una luz que atrae a la persona que se acerca y la detiene fascinada hasta el extremo de impedirle cruzar la línea. Un poder mágico la fuerza a quedarse parada hasta que al fin retrocede entre sollozos. La causa no está en mí, sino toda por completo en el signo cabalístico, contra el cual de nada vale la violencia” (37).
EXPERIMENTOS DE REGAZZONI
El 18 de Mayo de 1856 efectuó Regazzoni una serie de notables experimentos ante muy famosos médicos franceses. Trazó con el dedo en el pavimento de la estancia una imaginaria línea cabalística sobre la cual dio algunos pases. Se había convenido en que los mismos médicos escogerían los sujetos de experimentación y los introducirían en la estancia con los ojos vendados, guiándolos hacia la línea sin decirles ni una palabra de lo que de ellos se esperaba. Los sujetos echaron a andar sin el menor recelo, hasta que llegados a la invisible barrera quedaron como clavados en el suelo, mientras que por efecto del impulso adquirido caían de bruces sobre el pavimento, con rigidez semejante a si estuvieran helados (38).
En otro experimento se convino en que a una señal dada por uno de los médicos, el sujeto, que era una muchacha e iba vendada de ojos, debía caer al suelo como herida por un rayo en cuanto sintiea el fluido magnético emitido por la voluntad del magnetizador. Así ocurrió, apenas el médico guiñó el ojo, que era la señal convenida, y al ir uno de los circunstantes a sostener a la muchacha exclamó Regazzoni con voz de trueno: “No la toquéis, dejad que caiga, porque un sujeto magnetizado jamás se lastima en la caída”. Des Mousseaux, al relatar este experimento, dice: “No es tan rígido el mármol como lo era su cuerpo; la cabeza no tocaba al suelo; tenía un brazo extendido al aire, una pierna levantada y la otra horizontal. En esta posición violenta permaneció indefinidamente como estatua de bronce (39).
Todos los resultados obtenidos en las sesiones públicas de hipnotismo, los producía Regazzoni a la perfección, sin pronunciar palabra para prevenir al sujeto de lo que había de hacer, pues silenciosamente determinaba con su voluntad pasmosos efectos en el organismo de personas que le eran del todo desconocidas. Las órdenes que los circunstantes comunicaban en voz baja al oído de Regazzoni tenían inmediato cumplimiento por parte de sujetos con los oídos algodonados y vendas en los ojos, y en algunas ocasiones ni siquiera era necesaria esta comunicación, porque las preguntas mentales de los propios circunstantes hallaban cumplida respuesta.
En Inglaterra llevó a cabo Regazzoni análogos experimentos a trescientos pasos de distancia del sujeto que al efecto se le proporcionaba.
El mal de ojo no es más que la emisión del fluido magnético cargado de odiosa malevolencia y dirigido con malignas intenciones a otra persona, aunque también puede dirigirse con buen propósito. En el primer caso es hechicería y en el segundo magia.
¿Qué es la voluntad? ¿Pueden responder a esta pregunta las ciencias experimentales? ¿Cuál es la naturaleza de ese algo inteligente, incoercible y poderoso que prevalece con augusta soberanía sobre la materia inerte? La Idea universal quiso y el Cosmos brotó a la existencia. Yo quiero, y mis miembros obedecen. Yo quiero, y mi pensamiento atraviesa el espacio que para él no existe, envuelve el cuerpo de otro individuo, que no es parte de mí mismo, penetra en sus poros y cohibiendo sus facultades, si son flacas, le determina a una acción preconcebida. Actúa de modo semejante al fluido de una batería galvánica sobre un cadáver. Los misteriosos efectos de atracción y repulsión son los agentes inconscientes de la voluntad. La fascinación, tal como la ejercen las serpientes con los pájaros, es una acción consciente que dimana del pensamiento. El lacre, el vidrio y el ámbar atraen por el roce cuerpos ligeros y actualizan de este modo, aunque inconscientemente, la voluntad, porque tanto la materia organizada como la inorgánica, poseen una partícula de la esencia divina por indefinidamente pequeña que sea. ¿Y cómo no? Desde el momento en que, durante el proceso de su evolución, ha pasado del principio al fin por millones de formas diversas, debe retener el punto germinal de la materia preexistente, emanada en primera manifestación de la misma Divinidad. ¿Qué ha de ser entonces esta inexplicable fuerza atractiva sino una porción del akâsa, de aquella esencia en que tanto los sabios como los cabalistas reconocieron el “principio de vida”? Admitamos que la atracción ejercida por los cuerpos inorgánicos es ciega; pero según ascendemos en la escala de los seres, vemos que este principio de vida se desenvuelve a cada paso en más determinados atributos y facultades. El hombre, como ser más perfecto, en quien la materia y el espíritu, o sea la voluntad, alcanzan mayor desenvolvimiento, es el único capaz de comunicar impulso consciente al principio de vida que de él emana. Sólo el hombre puede comunicar al fluido magnético varios y opuestos impulsos de ilimitada dirección. Como dice Du Potet: “El hombre quiere y la materia organizada obedece. En él no hay polos”.
Brierre de Boismont, en su tratado sobre Alucinaciones, examina una prodigiosa variedad de visiones, éxtasis y apariciones a que vulgarmente se llaman alucinaciones. Dice a este propósito: “No podemos negar que en ciertas enfermedades se sobreexcita extraordinariamente la sensibilidad que da prodigiosa agudeza de percepción a los sentidos, hasta el punto de que algunos individuos ven desde considerable distancia y otros anuncian la llegada de personas antes de que nadie pueda verlas ni oírlas” (40).
LA DOBLE VISTA
Bierre de Boismont llama alucinación a la facultad que algunos enfermos lúcidos tienen de ver a través de las paredes y anunciar la llegada de una persona cuya venida se desconoce. Nosotros creíamos cándidamente, tal vez por ignorancia, que las alucinaciones han de ser subjetivas y de quimérica existencia en el delirante cerebro del enfermo; pero si éste anuncia la llegada de una persona que se halla muy lejos, y la persona llega en el preciso momento vaticinado por el profeta, su visión no es subjetiva, sino perfectamente objetiva, puesto que ve como va viniendo la persona. Por lo tanto, resulta incontrovertible que para ver un objeto a través de cuerpos opacos y de distancias inaccesibles a la vista corporal, es preciso la visión espiritual, pues no cabe suponer coincidencia alguna de la casualidad.
Cabanis dice que en ciertos desórdenes nerviosos, los enfermos distinguen a simple vista los infusorios y microbios que las personas sanas no pueden ver sin auxilio del microscopio. Algunas personas, añade el mismo autor (41), entre ellas un respetable miembro del Congreso Legislativo de Nueva York, eran capaces de ver en las tinieblas tan distintamente como en un aposento iluminado; y otras seguían por el olfato el rastro de las gentes y acertaban quién había siquiera tocado un objeto con sólo lerlo. Así es en efecto; porque la razón, que según dice Cabanis, se vigoriza a expensas del instinto natural, es una especie de muralla de la China, lefvantada sobre sofismas, que acaba por embotar en el hombre la percepción espiritual cuya más importante modalidad es el instinto. Al llegar a cierto grado de debilidad orgánica, cuando las facultades mentales flaquean a causa de la depauperización corporal, el instinto, o sea la espiritual unidad que resume los cinco sentidos corporales, no halla obstáculo alguno, ni en tiempo ni en espacio. ¿Conocemos acaso los límites de la actividad mental? ¿Cómo es posible que un médico distinga las percepciones reales de las quiméricas en un enfermo cuyo enflaquecido y exhausto cuerpo deje escapar al alma de su cárcel para vivir tan sólo espiritualmente?
La divina luz que a despecho de la materia enfoca sus rayos de modo que el alma ve como en un espejo lo pasado, lo presente y lo futuro; la mortífera flecha disparada por la cólera o el odio reconcentrados; la bendición salida de benévolos y agradecidos corazones; la maldición lanzada contra quienquiera que sea, víctima o verdugo; todo tiene su vibración en el agente universal que en determinada modalidad es el aliento de Dios y bajo la opuesta, la ponzoña del diablo (42).
El lector tal vez pregunte: ¿Qué es ese invisible todo? ¿Por qué los científicos, a pesar del perfeccionamiento de sus métodos, no han descubierto ninguna de sus propiedades mágicas? Responderemos a esto que si los científicos lo desconocen no es razón bastante para negar las propiedades reconocidas en dicho agente universal por los sabios antiguos. La ciencia repudia hoy muchas cosas que mañana se verá en la precisión de aceptar. Poco menos de un siglo ha transcurrido desde que el Instituto de Francia negaba posibilidad científica a los experimentos eléctricos de Franklin, y apenas hay hoy edificio de importancia sin su correspondiente pararrayos. Los modernos científicos, gracias a su pertinaz escepticismo, escupen muchas veces al cielo y así les cae la saliva en la cara.
Dice la cosmogonía egipcia:
“Emepht, el principio supremo engendró un huevo y después de incubarlo impregnándolo de su propia esencia, se desenvolvió el germen del cual nació Phtha, el activo y creador principio que dio comienzo a su obra. De esta ilimitada expansión de materia cósmica (43), que Él mismo había engendrado con su soplo (voluntad), puso en actividad las potencias latentes y formó los soles, planetas y satélites en armónica e inmutable ordenación y los pobló de todas y cada una de las formas y cualidades de vida”.
El mito de las cosmogonías orientales dice que en el principio sólo había agua (el padre) y limo prolífico (Ilus o Hylé, la madre), del que surgió la mundana serpiente (materia), símbolo del dios Phanes, el manifestado, la Palabra o Logos.
SÍMBOLOS DE LOS EVANGELISTAS
Veamos ahora cuán fácilmente remedaron este mito los compiladores del Nuevo Testamento. Phanes, el dios manifiesto, está representado en el símbolo de la serpiente en forma de protogonos, es decir, con cuatro cabezas respectivas de hombre, águila, toro y león, y alas en ambos costados. Las cabezas aluden al zodíaco y simbolizan las cuatro estaciones, pues la serpiente mundanal es el año terrestre, mientras que la serpiente por sí misma simboliza a Kneph, el Dios inmanifestado, el Padre. La serpiente es alada como el tiempo, y todo este simbolismo nos explica la razón de que las iglesias latina y griega acostumbren a representar a los cuatro evangelistas con los respectivos animales simbólicos cuyas cabezas lleva el protogonos, así como también se ven dichos animales agrupados junto al sello de Salomón, en el pentágono de Ezequiel y en los querubines del Arca de la Alianza. También se explica la insistencia de Irenero, obispo de Lyon, en que necsariamente había de haber un cuarto evangelio, pues cuatro eran las zonas del mundo y cuatro los puntos cardinales (44). Dice un mito egipcio que la fantástica configuración de la isla de Chemmis (45), que flota en las etéreas ondas del empíreo, fue puesta en existencia por obra de Horus-Apolo, el dios-sol que la sacó del huevo del mundo.
En el poema cosmogónico de Völuspa (cántico de la profetisa), que contiene las leyendas escandinavas relativas a la aurora de los tiempos, el fantástico germen del universo yace en la ginnungagap (copa de ilusión), símbolo del abismo vacuo y sin límites, el nebelheim o paraje de las tinieblas. En esta tenebrosa y desolada matriz del mundo cae un rayo de cálida luz (éter), que llena la copa hasta los bordes y en ella se congela. Entonces el Invisible levantó con un soplo un viento abrasador que derribó las heladas aguas y disipó la niebla. Las aguas (corrientes de Elivâgar), cayeron en vivificantes gotas de que surgió la tierra con el gigante Imir (principio masculino), quien sólo tenía “semejanza de hombre”. Al mismo tiempo nació la vaca Audhumla (46) (principio femenino) de cuyas ubres fluyeron cuatro ríos de leche que se derramaron por el espacio (¡) (emanación pura de luz astral). La vaca Audhumla engendra un potente y bello ser superior, llamado Bur, que lamía las piedras cubiertas de sales minerales.
Comprenderemos con mayor facilidad el oculto sentido de la alegoría de la creación del hombre, si tenemos en cuenta que los antiguos filósofos consideraban universalmente la sal como uno de los más importantes principios constituyentes de la creación orgánica, y que los alquimistas la tenían por el ménstruo universal extraído del agua, aparte de que tanto la ciencia moderna como el concepto pupular la diputan por elemento indispensable para el hombre y los animales. Paracelso llama a la sal “centro de agua en quee han de morir los metales”; y Van Helmont dice que el alkahest es summum et felicissimum omnium salium (la sal más superior y afortunada).
Cuando Jesús dijo a sus discípulos:
Vosotros sois la sal de la tierra. Y si la sal se desvaneciere, ¿con qué será salada?... Vosotros sois la luz del mundo. (San Mateo, v. 14).
Con estas palabras significaba directa e inequívocamente la doble naturaleza del hombre físico y espiritual, demostrando por otra parte su conocimiento de la doctrina secreta cuyos vestigios se descubren en las más antiguas y populares tradiciones de ambos Testamentos, así como en las obras de los místicos y filósofos antiguos y medioevales. Pero volvamos a la cosmogonía escandinava expuesta en los Eddas. El gigante Imir se queda dormido y suda copiosamente. La transpiración engendra de su sobaco izquierdo un hombre y una mujer, a quienes del pie del gigante les nace un hijo. Así tenemos que mientras la mítica “vaca” produce una raza de hombres superiores y espirituales, el gigante Imir engendra una raza de hombres malos y depravados, los hrimthursen (gigantes helados. Salvo ligeras modificaciones, vemos la misma leyenda cosmogónica en los Vedas de la India. Tan luego como Brahmâ recibe de Bhagavâd, el Supremo dios, la potestad creadora, engendra seres animados puramente espirituales, los dejotas, que por residir en el Svarga (región celeste), no están dispuestos a morar en la tierra, y en consecuencia engendra Brahmâ a los daityas, de gigantesca estatura, que habitan en el Pâtala (región inferior del espacio) y tampoco están en condiciones de poblar el Mirtloka (la tierra). Para remediar este mal, Brahmâ engendra de su boca al primer brahmán, progenitor de nuestra raza; de su brazo derecho engendra a Raettris, el primer guerrero; de su brazo izquierdo a Shaterany, esposa de Raettris; del pie derecho nace su hijo Bais y del izquierdo su mujer Basany. Así como en la leyenda escandinava, Bur, el espiritual hijo de la vaca Audhumla, se casa con Besla, de la depravada estirpe de los gigantes, también en la leyenda inda el primer brahmán se casa con Daintary, de raza de gigantes. Igualmente nos dice el Génesis que los hijos de Dios tomaron por esposas a las hijas de los hombres, de cuya unión nacieron poderosos linajes. Resulta de ello evidente la originaria identidad entre el Génesis y las leyendas de la Escandinavia y el Indostán, a pesar de que se les niega a estos la inspiración atribuida al primero. Examinadas detenidamente, conducen a idéntico resultado las tradiciones de casi todos los demás países.
LA SERPIENTE EGIPCIA
¿Qué cosmólogo moderno sería capaz de resumir en símbolo tan sencillo como la serpiente egipcia tal cúmulo de significados? En la serpiente se compendia toda la filosofía del universo. La materia está vivificada por el espíritu y ambos elementos desenvuelven del caos (energía) cuanto ha de existir. El nudo en la cola de la serpiente simboliza la íntima latencia de los elementos en la materia cósmica.
LAS TÚNICAS DE PIEL
Otro símbolo aún más importante es la muda de la piel de la serpiente, que según se nos alcanza no han acertado hasta ahora a interpretar los simbolistas. Así como el reptil al despojarse de la piel se libra de una envoltura de grosera materia, demasiado enojosa ya para su cuerpo, y entra en un nuevo período de actividad, así también el hombre al desprenderse de su cuerpo grosero y material pasa a un nuevo estado de existencia con mayores facultades y más enérgica vitalidad. Por el contrario, los cabalistas caldeos dicen que cuando el hombre primitivo (47) se despiritualizó por su contacto con la materia, le fue dado por vez primera cuerpo carnal, y así lo simboliza aquel significativo versículo: “Hizo también el señor Dios a Adán y a su mujer unas túnicas de pieles y los vistió” (48). A menos que los intérpretes quieran convertir a Dios en sastre celeste, ¿qué otra cosa significan estas frases aparentemente absurdas, sino que el hombre espiritual en el curso de su involución había llegado al punto en que el predominio de la materia le transformó en hombre de carne? (49).
Esta cabalística doctrina está más acabadamente expuesta en el Libro de Jasher (50), donde se dice que Noé heredó estas túnicas de Matusalem y Enoch, quien a su vez las había recibido de manos de Adán y su mujer. Cam se las hurtó a su padre que las había puesto en el arca y las dio secretamente a Cus, quien, a escondidas de sus hermanos e hijos, las transmitió a Nemrod.
Algunos cabalistas y aun arqueólogos dicen que Adán, Enoch y Noé son nombres distintos de un mismo personaje (51); pero otros sostienen que entre Adán y Noé transcurrieron varios ciclos, lo que equivale a decir que cada patriarca antediluviano representaba una raza existente en la sucesión de los ciclos, y que cada una de estas razas fue menos espiritual que la precedente. Así tenemos, que si bien Noé fue varón justo, no podía parigualarse en bondad con su ascendiente Enoch, que fue arrebatado al cielo en vida. De aquí la alegoría de que Noé heredó del segundo Adán y de Enoch la túnica de piel, aunque no la llevaba puesta, pues de lo contrario no se la hurtara su hijo Cam. Pero como Noé y sus hijos se salvaron del diluvio, resulta que el primero pertenecía a la antediluviana raza espiritual y fue escogido de entre todos los hombres por su pureza, mientras que sus descendientes fueron postdiluvianos. La túnica de piel que Cus llevó en secreto, es decir, cuando la materia contaminó su naturaleza espiritual, pasó a Nemrod, el hombre más poderoso y fuerte de los posteriores al diluvio y último vástago de los gigantes antediluvianos (52).
Veamos de entresacar el oculto significado de la leyenda diluviana.
En la cosmogonía escandinava, los hijos de Bur matan al gigante Imir, y tan caudalosos ríos de sangre brotaron de sus heridas, que sumergieron a toda la raza de fríos y helados gigantes, salvándose únicamente Bergelmir y su mujer, refugiados en una barca, por lo que fueron padres de una nueva raza de gigantes, nacida del mismo tronco. Todos los hijos de Bur se salvaron del diluvio (53).
El gigante Imir simboliza la primitiva y ruda materia orgánica, las ciegas fuerzas cósmicas en estado caótico, antes de recibir el inteligente impulso del divino Espíritu que reguló su movimiento en leyes inmutables. La progenie de Bur son los “hijos de Dios” o los dioses menores a que alude Platón en su Timeo, a los cuales fue encomendada la creación del hombre, pues sacan del caótico abismo (el ginnungagap) los mutilados restos del gigante Imir y se sirven de ellos para crear el mundo. Su sangre forma los ríos y los mares; sus huesos las montañas; sus dientes las rocas y peñascos; sus cabellos los árboles; su cráneo la bóveda celeste sustentada en las cuatro columnas de los puntos cardinales, y sus cejas formaron el Edén, la futura morada del hombre. Para tener correcta idea de esta morada (la tierra), dicen los Eddas que es preciso concebirla redonda como un anillo o como un disco flotante en la neblina del océano celeste (éter). Está circuída por Yörmungand, el gigantesco Midgard o serpiente que se muerde la cola, la culebra mundanal, símbolo de la materia dimanante de Imir, compenetrada con el espíritu de los hijos de Dios, que produjeron y modelaron todas las formas. Esta emanación es la luz astral de los cabalistas y el hipotético éter de los físicos modernos.
La misma leyenda escandinava de la creación del hombre nos da a entender cuán convencidos estaban los antiguos de la trínica naturaleza humana. Según el Völuspa, Odin, Hönir y Lodur, los progenitores de nuestra raza, mientras paseaban por la orilla del mar vieron dos palos que, inertes y sin utilidad alguna, flotaban en el agua. Odin les infundió el soplo de vida. Hönir dióles alma y movimiento. Lodur les dotó de belleza, palabra, vista y oído. Al hombre le llamaron Askr (fresno) (54) y a la mujer Embla (aliso). Pusieron a esta primera pareja en el Edén y recibieron de sus creadores materia o vida inorgánica, mente o alma y espíritu puro. La primera procedía de los restos del gigante Imir; la segunda de los AEsire (dioses descendientes de Bur) y el tercero de Vanr (representación del puro espíritu).
EL ÁRBOL MUNDANAL
Según otra versión del Edda, el universo visible surgió del centro de las frondosas ramas del Iggdrasill (árbol mundanal de tres raíces). Por debajo de la primera raíz corre el manantial de vida (Urdar) y debajo de la segunda está el famoso pozo de Mimer, en cuyo fondo se ocultan la inteligencia y la sabiduría. Odin pide un vaso de agua de este pozo y lo consigue con la condición de dejar un ojo en prenda. Este ojo es el símbolo de la Divinidad, porque Odin lo deja en el fondo del pozo. Del árbol mundanal cuidan tres doncellas (normas o parcas), llamadas, Urdhr, Verdandi y Skuld, símbolos del pasado, el presente y el futuro. Todas las mañanas, mientras computan la duración de las vidas humanas, sacan agua de la fuente de Urdar para regar las raíces del árbol mundanal. Las emanaciones del fresno (Iggdrasill), al condensarse y caer en suelo, dan existencia y forma a la materia inanimada. Este árbol simboliza la vida universal, así orgánica como inorgánica; sus emanaciones significan el espíritu que vivifica las formas de la creación; y de sus tres raíces, una se extiende hacia el cielo, otra hacia la morada de los magos (gigantes de las altas montañas), y la otra, bajo la cual mana la fuente Hvergelmir, la roe el monstruo Nidhögg, que constantemente induce a los hombres al mal.
También los tibetanos tienen su árbol mundanal en la antiquísima leyenda cosmogónica de su país. Le llaman Zampun, y tiene asimismo tres raíces, de las cuales la primera se extiende hacia el cielo hasta la cima de las más altas montañas, la segunda hacia las regiones inferiores y la tercera llega a Oriente.
Los indos llaman Ashvatta (55) al árbol mundanal. Sus ramas son los componentes del mundo visible, y sus hojas los himnos védicos que tanto bajo el aspecto intelectual como del moral simbolizan el universo.
Quien cuidadosamente estudie los mitos cosmogónicos de las religiones antiguas advertirá, sin duda, la sorprendente similitud de concepto esotérico y de forma exotérica, hasta el punto de que no puede resultar de meras coincidencias, sino de un plan único en demostración de que en aquellos primitivos tiempos, velados por la densa niebla de las tradiciones, el pensamiento religioso de la humanidad se desenvolvía acordemente en todas las comarcas del globo. Los cristianos llaman panteísmo a la veneración que inspiran las recónditas verdades de la naturaleza; pero entre el panteísmo adorador de Dios en la naturaleza que, como única manifestación objetiva de la divinidd, la revela y recuerda sin cesar al hombre, y una religión dogmática que encubre y vela el verdadero concepto de Dios, no es difícil discernir cuál de los dos satisface más cumplidamente las necesidades del género humano.
La ciencia moderna acepta la teoría de la evolución, de acuerdo en este punto con la doctrina secreta y el significado oculto de los mitos cosmogónicos de la antigüedad, sin excluir la Biblia. Lentamente brota de la semilla el tallo y del tallo el capullo y del capullo la flor; pero ¿qué fueza espiritual preside todas estas transformaciones que acaban por dar a a la flor su forma, colores y perfume?
A esto responde la palabra evolución. El germen de la actual raza humana debió preexistir en su progenitor, como la semilla en que late la futura flor existe oculta en el ovario materno. La nueva planta podrá tener mucha semejanza con su progenitora, pero será algo distinta de ella. Si los antediluvianos predecesores del elefante y del lagarto fueron el mamut y el plesiosaurio, ¿por qué no ser progenitores de nuestra raza los gigantes a que aluden los Vedas, el Völuspa y el Génesis?
La transformación de las especies, tal como la exponen los materialistas, es tan absurda como lógica resulta la evolución sucesiva de las formas animales de un originario tipo inferior. Aun concediendo que las especies animales procedan tan sólo de cuatro o cinco tipos (56), y aunque todos los seres orgánicos que viven o han vivido en la tierra procedan de una forma primaria (57), no parece sino que únicamente los empedernidos materialistas y los faltos de intuición sean capaces de prever “el futuroestablecimiento de la psicología sobre las nuevas bases de la evolución gradual de las facultades y fuerzas mentales” (58).
El origen físico del hombre y todo cuanto se refiere a su evolución orgánica cae bajo el dominio de las ciencias experimentales; pero negamos a los materialistas toda competencia en lo concerniente a la evolución psíquica y espiritual del hombre, porque no hay ni mucho menos pruebas evidentes de que las facultades superiores del ser humano procedan de la evolución como la planta más humilde y el más miserable gusano (59).
Veamos ahora la teoría evolucionista de los antiguos brahmanes simbolizada en el árbol mundanal llamado Ashvatta, aunque de distinto modo que los escandinavos. El Ashvatta tiene las ramas hacia abajo y las raíces hacia arriba. Las raíces simbolizan el mundo físico, el universo vivisble, y las segundas el invisible mundo espiritual, porque las raíces arrancan de las celestes regiones en donde desde la creación del mundo colocó la humanidad a su invidisible Dios. Los símbolos religiosos de todo país son corroboraciones diversas de la doctrina, según la cual, la energía creadora emanó de un punto primario, y así lo enseñaron Pitágoras, Platón y otros filósofos. A este propósito, dice Filón: “Los caldeos opinaban que el Kosmos es punto entre las cosas existentes, bien que este punto sea el mismo Dios (Theos) o bien que en él esté Dios abarcando el alma de todas las cosas (60).
SÍMBOLO DE LAS PIRÁMIDES
Las pirámides de Egipto simbolizan la misma idea que el árbol mundanal. El vértice es el místico eslabón entre cielo y tierra, análogo a la raíz del árbol, mientras que la base representa las ramas extendidas hacia los cuatro puntos cardinales del universo material. La idea simbólica de las pirámides es que todas las cosas dimanan del espíritu por evolución descendente (al contrario de lo que supone la teoría darwiniana), es decir, que las formas han ido materializándose gradualmente hasta llegar al máximo de materialización. En este punto entra la moderna teoría evolutiva en el palenque de las hipótesis especulativas y no causa extrañeza que Haeckel trace en su Antropogenia la genealogía del hombre “desde la raíz protoplásmica existente en el limo oceánico, mucho antes de sedimentar las más antiguas rocas fosilíferas”, según expone Huxley. Podemos creer que el hombre descienda de un mamífero semejante al mono, sobre todo cuando, según afirma Berosio, esta misma teoría enseño, sino tan elegante, más comprensiblemente, el hombre pez, Oannes o Dagón, el semidemonio de Babilonia (61). Conviene advertir que esta antigua teoría de la evolución, no sólo se encierra en los símbolos y leyendas, sino que también se ve representada en pinturas murales de los templos indos y se han encontrado fragmentos descriptivos en los templos egipcios y en las losas de Nimrod y Nínive excavadas por Layard. Pero ¿qué hay tras la descendencia del hombre según Darwin? Por muy allá que vaya nuestro examen, sólo encontramos hipótesis de imposible demostración, porque el famoso naturalista dice que “todas las especies descienden en línea recta de unos cuantos individuos existentes mucho tiempo antes de formarse la primera capa silúrica” (62). Aunque Darwin no se toma el trabajo de decirnos quiénes fueron estos “unos cuantos individuos”, basta que para admitir su existencia haya de solicitar la corroboración de los antiguos, de modo que el concepto tenga carácter científico. En efecto, sería verdaderamente temerario afirmar que la ciencia moderna contradice la antigua hipótesis del hombre antediluviano, después de las modificaciones sufridas por nuestro globo en cuanto a temperatura, clima, suelo y aun nos atrevemos a decir que en sus condiciones electro-magnéticas. Las hachas de pedernal encontradas por Boucher de Perthes en el valle de Sômme son prueba de que la antigüedad del hombre sobre la tierra excede a todo cómputo. Según Büchner, el hombre existía ya en el período glacial correspondiente a la época cuaternaria y probablemente más allá todavía. Pero ¿quién es capaz de sospechar lo que nos tienen reservado los futuros descubrimientos?
Si hay pruebas incontrovertibles de que el hombre existió en tan remota antigüedad, forzosamente se ha de haber alterado su organismo de modo admirable, por razón de las mudanzas atmósfericas y climatológicas.
En consecuencia, también cabe suponer por analogía, remontándonos a esas lejanísimas épocas, que el organismo de los remotos ascendientes de los “helados gigantes”, les permitiera convivir con los peces devónicos y los moluscos silúricos. Verdad que no han dejado sus huesos ni sus hachas de sílex en las cavernas; pero sí es fidedigno el testimonio de los antiguos, en los primitivos tiempos no sólo hubo gigantes u “hombres de famoso poderío”, sino también “hijos de Dios”. Si a cuantos creemos en la evolución del espíritu, tan firmemente como los materialistas en la de la materia, se nos acusa de sostener “hipótesis indemostrables”, bien podemos echar en cara a los acusadores que, según ellos mismos confiesa, su teoría de la evolución física no está demostrada y tal vez sea indemostrable (63). Nosotros podemos por lo menos inferir pruebas de los mitos cosmogónicos cuya pasmosa antigüedad reconocen filólogos y arqueólogos, mientras que nuestros adversarios en nada pueden apoyarse, a no ser que recurran a parte de las antiguas inscripciones con caracteres ideográficos y supriman el resto.
Afortunadamente, mientras las obras de algunos reputados científicos parecen contradecir nuestras teorías, las corroboran por completo otros no menos eminentes, como Wallace, quien defiende la idea del “lento proceso evolutivo” de las especies a partir de una época remotísima en innumerable sucesión de ciclos (64). Y si esto admite en los animales, ¿por qué no admitirlo en el hombre cuyos lejanísimos ascendientes fueron los seres puramente espirituales llamados hijos de Dios?
MITOS BISEXUALES
Volvamos ahora al simbolismo antiguo con su mitología físico-religiosa. Más adelante esperamos demostar la íntima relación de estos mitos con los adelantos de las ciencias naturales, pues las emblemáticas imágenes y la peculiar fraseología de los sacerdotes antiguos encubren conocimientos todavía ignorados en nuestro ciclo.
Por muy experto que sea un erudito en las escrituras hierática y jeroglífica de los egipcios, ha de analizar cuidadosamente las inscripciones y no aventurarse a interpretarlas sin estar antes seguro, compás y regla en mano, de que el jeroglífico se ajusta a las figuras y líneas geométricas que dan la clave.
Sin embargo, hay mitos de espontánea interpretación, como por ejemplo los bisexuales creadores en todas las cosmogonías. El griego Zeus-Zën (Éter) con sus esposas Chthonia (tierra caótica) y Metis (agua); Osiris (también el Éter) primera emanación de Amun, la Suprema Deidad y primaria fuente de luz, con Isis-Latona (tierra y agua); Mithras (65), el dios nacido de la roca, símbolo del fuego mundanal masculino o personificación de la luz primaria, y su a la par esposa y madre Mithra, la diosa del fuego, que representaban el puro elemento ígneo (principio activo masculino), considerado como luz y calor, en conjunción con la tierra y el agua (principios pasivos femeninos de la generación cósmica). Mithras es hijo de Bordj (la montaña mundanal de los persas) (66) de la que surge como resplandeciente rayo de luz. La cosmogonía inda nos habla de Brahmâ, el dios del fuego, y de su prolífica consorte Unghi, la refulgente deidad de cuyo cuerpo brotan mil rayos de gloria y siete lenguas de fuego (67). Siva, personificado en el Meru (los Himalayas o montaña mundanal de los indos), descendió del cielo, como el Jehovah judío, en una columna de fuego. Todas estas divinidades y otras tantas de ambos sexos que pudiéramos citar revelan claramente su significación esotérica. Y ¿qué otra cosa sino el principio físico-químico de la creación primordial significarían estos mitos duales? Son símbolo de la primera y trina manifestación de la Causa Suprema en espíritu, fuerza y materia; de la divina correlatividad en el punto inicial de la evolución representada por la cópula del fuego y del agua o unión del principio activo masculino con el pasivo femenino, emanados ambos del electrizante espíritu y procreadores de su telúrico hijo, la materia cósmica o substancia primaria, vivificada por el éter o luz astral.
Tenemos, por lo tanto, que las montañas, huevos, árboles, serpientes, columnas y demás símbolos mundanales encubren verdades de filosofía natural científicamente demostradas. Las montañas simbólicas describen con ligeras variantes la creación primaria; los árboles mundanales denotan la evolución del espíritu y de la materia; la serpiente y las columnas aluden a los diversos atributos de esta doble evolución en su interminable correlatividad de fuerzas cósmicas. En los misteriosos repliegues de la montaña, matriz del universo, las divinas potestades disponen los atómicos gérmenes de la vida orgánica y el licor de vida que despierta el espíritu humano en la materia humana.
Este sagrado licor es el Soma, la bebida sacrificial de los indos; porque las partículas más densas de la substancia primera formaron el mundo físico, y las más sutiles lo envolvieron en sus etéreas e invisibles ondulaciones, como a niño recién nacido, estimulando su actividad a medida que surgía lentamente del eterno caos.
LA SERPIENTE SATÁNICA
Los mitos cosmogónicos pasaron de la idea poéticamente abstracta al simbolismo plástico, tal como los halla hoy la arqueología. La serpiente, que tan importante papel representa en la pintura y escultura antiguas, perdió después su verdadera significación a causa de las absurdas interpretaciones del Génesis, que la identifican con Satanás, cuando por el contrario es el mito de más diversos e ingeniosos emblemas. Entre ellos se cuenta el de agathodaimon (arte de curar e inmortalidad del alma) y, por esta razón, es obligado atributo de todas las divinidades patronímicas de la salud y de la higiene. En los Misterios egipcios la copa de la salud estaba rodeada de serpientes. También es este reptil emblema de la materia, pues como el mal es la oposición al bien, cuanto más se aparte la materia de su espiritual fuente, tanto más quedará sujeta al mal. En las más antiguas imágenes de los egipcios y en las alegorías cosmogónicas de Kneph simboliza la materia una serpiente dentro de un círculo hemisférico cuyo ecuador cruxza en línea recta para dar a entender que si el universo de luz astral envuelve al mundo físico que de él emanó, queda a su vez envuelto y limitado por Emepht (Causa Primera). Phtha engendra a Ra con las miríadas de formas que vivifica, y ambos salen del huevo mundanal porque el huevo es la más común modalidad generativa de los seres vivientes. La eternidad del tiempo y la inmortalidad del espíritu están simbolizadas en la serpiente que circuye el mundo y se muerde la cola sin dejar solución de continuidad. También simboliza entonces la luz astral.
Los filósofos de la escuela de Ferécides enseñaban que el éter (Zeus o Zën) es el cielo superior o empíreo donde está el mundo superior cuya luz (astral) es la concentración de la substancia primaria.
Tal es el símbolo de la serpiente identificada más tarde con Satán por los cristianos. Es el Od, Ob y Aûr de Moisés y de los cabalistas. Cuando la luz astral en estado pasivo actúa sobre quienes sin darse cuenta se ven arrastrados por su corriente es el Ob o pitón. Moisés se resolvió al exterminio de cuantos cedían a la influencia de las siniestras entidades que por todas partes nos rodean y se mueven en las ondas astrales como el pez en el agua, a las que Lytton llama “moradores del umbral”. Pero se transmuta en Od tan pronto como la vivifica el flujo consciente de un alma inmortal, porque entonces las corrientes astrales actúan bajo la dirección de un adepto o un hipnotizador cuya espiritual pureza les capacite para dominar las fuerzas ciegas. En este caso, desciende temporáneamente a nuestra esfera una elevada entidad planetaria de las que nunca encarnaron (aunque entre ellas las haya que han vivido en nuestro mundo) y purificando el ambiente circundante abre los ojos espirituales del sujeto y le infunde el don de profecía. Por lo que atañe al Aûr designa ciertas propiedades ocultas del agente universal, que únicamente interesan a los alquimistas y en modo alguno al público en general.
Anaxágoras de Clazomene, fundador del sistema filosófico homoiomeriano, creía firmemente que los elementos y arquetipos espirituales de todas las cosas procedían del éter sin límites, al cual se restituían desde la tierra. Los indos divinizaron el éter (akâsha) y los griegos y latinos lo identificaron con Zeus o Magnus, a quien Virgilio (68) llama pater omnipotens aeter.
Las entidades astrales o habitantes del umbral a que hemos aludido son los espíritus elementarios de los cabalistas (69) o los diablos de la iglesia cristiana.
Dice Des Mousseaux muy gravemente, al tratar de los diablos, que ya Tertuliano descubrió a las claras el secreto de sus astucias. ¡Precioso descubrimiento! Pero ahora que tanto conocemos de las tareas mentales de los Padres de la Iglesia y de sus descubrimientos en antropología astral, ¿habremos de extrañar que en su afán de exploraciones espirituales se hayan olvidado de nuestro planeta hasta el punto de negarle, no sólo movimiento, sino también esferoicidad?
Dice Langhorne en su traducción de Plutarco: “Opina Dionisio de Halicarnaso que Numa mandó edificar el templo de Vesta en forma de rotonda para representar la redondez de la tierra simbolizada en dicha diosa”. Además, Filolao, de acuerdo con los pitagóricos, sostiene que el elemento fuego está en el centro de la tierra; y Plutarco, al tratar de este asunto, atribuye a los pitagóricos la opinión de que “la tierra no está quieta ni situada en el centro del universo, sino que gira en torno de la esfera de fuego, sin ser la más valiosa ni la principal parte de la gran máquina”. De la misma manera opinaba Platón. Por lo tanto, no cabe duda de que los pitagóricos se anticiparon al descubrimiento de Galileo.
LA CIUDAD SILENCIOSA
Muchos fenómenos, hasta ahora misteriosos e inexplicables, serán fáciles de comprender una vez admitida la existencia del universo invisible (70) que satura el organismo de los sujetos hipnotizados, ya por la poderosa voluntad de un magnetizador, ya por entidades invisibles cuya acción produce el mismo resultado. Una vez hipnotizado el sujeto, sale su cuerpo astral de la paralizada envoltura de carne y cruzando el espacio sin límites se detiene en el borde de la misteriosa frontera. Pero las puertas de entrada a la “ciudad silenciosa” tan sólo están entornadas y no se le abrirán de par en par hasta el día en que su alma, unida a la sublime e inmortal esencia, deje su cuerpo de carne. Entretanto, el vidente sólo puede atisbar por la mirilla, y de su agudeza perceptiva dependerá la extensión del campo visual.
Todas las religiones antiguas tuvieron el mismo concepto de la trinidad en la unidad simbolizada en los tres Dejotas de la Trimurti inda y en las tres cabezas de la cábala judía esculpidas una en otra y encima una de otra (71). La Trinidad de los egipcios y la de los griegos simbolizaban análogamente la emanación primaria y trina con sus dos principios: masculino y femenino. La unión del Logos (sabiduría, principio masculino, Dios manifestado) con el Aura (principio femenino, Anima mundi, Espíritu Santo, Sefira de los cabalistas y Sofía de los agnósticos) engendra todas las cosas visibles e invisibles. La verdadera interpretación metafísica de este dogma universal quedó reservada en el recinto de los santuarios; pero los griegos la personificaron en poéticos mitos. En las Dionysíacas de Nonnus aparece Baco enamorado de la suave y juguetona brisa Aura Plácida (Espíritu Santo o céfiro plácido). A este propósito dice Higgins: “El céfiro plácido dio origen a dos santos del calendario compuesto por los ignorantes Padres de la Iglesia: Santa Aura y San Plácido, con añadidura de convertir al jovial dios en San Baco, cuyo sepulcro y reliquias se enseñan todavía en Roma. La fiesta de San Aura y San Plácido se celebra el 5 de Octubre, poco antes de la de San Baco” (72). Mucho más sublime y poético es el espíritu religioso del mito escandinavo. En el insondable abismo del mundo (Ginnungagap) luchan con ciega y rabiosa furia la materia cósmica y las fuerzas primarias, cuando el Dios inmanifestado envía el benéfico soplo del deshielo desde la ígnea esfera del empíreo (Muspellheim), entre cuyos refulgentes rayos mora mucho más allá de los límites del mundo. El alma del Invisible, el Espíritu flotante sobre las negras aguas del abismo, hace surgir del caos el orden y después de dar el impulso a la creación toda, queda la CAUSA PRIMERA instatu abscondito (73).
EL RAYO DE THOR
La religión y la ciencia se hermanan en los cantos del paganismo escandinavo. Cuando Thor, el Hércules del Norte, hijo de Odin, ha de empuñar la terible maza de donde brota el rayo, se calza guanteletes de hierro. Lleva además el cinto de fuerza o cinturón mágico que acrecienta su celeste poderío. Monta un carro con lanza de hierro, cuyas ruedas giran sobre nubes preñadas de rayos, tirado por dos carneros con frenos de plata y su temerosa frente está coronada de estrellas. Esgrime Thor su clava con fuerza irresistible contra los rebeldes gigantes helados a fuerza irresistible contra los rebeldes gigantes helados a quienes vence, derrite y aniquila. Cuando los dioses han de celebrar asamblea en la fuente de Urdar para decidir los destinos de la humanidad, todos se encaminan allá montados menos Thor, que va por su pie, temeroso de que al atravesar el Bifrost (arco-iris) o puente AEsir de variados colores, lo incendie con su fulgurante carro y hiervan las aguas de Urdar.
Lisa y llanamente ¿qué interpretación cabe dar a este mito sino que el autor de la leyenda conocía no poco la electricidad? Thor, personificación de la energía eléctrica, para manejar el fluido se pone guantelestes de hierro, es decir, del metal conductor. El cinturón de fuerza es el circuito cerrado por donde fluye la corriente eléctrica. El carro cuyas chispeantes ruedas giran sobre las cargadas nubes simboliza la electricidad en actuación. La puntiaguda lanza sugiere la idea del pararrayos y el tiro de carneros representan el principio masculino con el femenino en los frenos de plata, puesto que éste es el metal de Astarté o Diana (la luna). En el carnero y el freno vemos combinados en oposición los principios activo y pasivo de la naturaleza. El carnero impulsa y el freno retiene, pero ambos están sujetos a la omnipenetrante energía eléctrica que los mueve. De esta energía primaria y de las múltiples y sucesivas combinaciones de ambos principios masculino y femenino dimana la evolución del mundo visible, gloriosamente cifrado en el sistema planetario que simboliza el círculo de estrellas que ornan su frente. Los terribles rayos de Thor (electricidad activa) prevalecen contra las fuerzas titánicas representadas en los gigantes; pero al reunirse con los dioses menores, ha de atravesar a pie el Bifrost o puente del arco iris y bajar del carro (pasar al estado latente), pues de otro modo aniquilaría todas las cosas con su fuego. Respecto a que Thor teme poner en ebullición las aguas de la fuente Urdar, no comprenderán los físicos modernos el significado de este mito hasta que se determinen completamente las recíprocas relaciones electromagnéticas de los elementos del sistema planetario, que ahora tan sólo se presumen, según vemos en los recientes ensayos de Mayer y Hunt. Los filósofos antiguos creían que los volcanes y los manantiales de agua termal dimanaban de subterráneas corrientes eléctricas, que también eran causa de los sedimentos minerales de diversa índole que originan las fuentes medicinales. Si se objeta que los autores antiguos no expresan claramente estos hechos porque, según los modernos, nada sabían de electricidad, redargüiremos diciendo que nuestra época no conoce todas las obras de la sabiduría antigua. Las claras y frescas aguas de Urdar regaban diariamente el místico árbol del mundo, y si las hubiese enturbiado Thor (electricidad activa), las convirtiera de seguro en aguas minerales ineficaces para el riego.
Estos ejemplos corroboran la antigua afirmación de los filósofos de en todo mito hay un Logos y un fondo de verdad en toda ficción.
CAPÍTULO VI
Hermes, el portador de mis órdenes, tomó la varilla
con que a su arbitrio cierra los párpados de los mortales
Y a su arbitrio también despierta a los dormidos.
-Odisea, Libro V.
Yo vi saltar los anillos samotracios y bullir las
limaduras de acero en un plato de bronce,
apenas pusieron debajo la piedra imán. Y
con pánico terror parecía huir de ella el hierro
con acerbo odio.-LUCRECIO, Libro VI.
Pero lo que especialmente distingue a la Fraternidad,
es su maravilloso conocimiento de los recursos del arte
médico. Operan por medio de simples y no por hechizos.
-Manuscrito. Informe sobre el origen y atributos de los
verdaderos rosacruces).
Pocas verdades tan profundas han dicho los científicos como la expuesta por Cooke en su obra Nueva Química, al decir: “La historia de la ciencia nos demuestra que para arraigar y desarrollarse una verdad científica, es preciso que la época esté debidamente dispuesta a recibirla, pues muchas ideas no dieron fruto por haber caído en suelo estéril; pero tan luego como el tiempo puso el abono, la simiente echó raíces y más tarde frutos...
“Todo estudiante se sorprende al ver el escaso número de verdades que aun los más preclaros talentos añadieron al acopio científico”. La transformación operada recientemente en la química es muy a propósito para llamar la atención de los químicos sobre el particular, que no causaría extrañeza si antelativamente se hubiesen estudiado con imparcial criterio las enseñanzas alquímicas. El puente que salva el abismo abierto entre la nueva química y la vieja alquimia es pequeño en comparación del tendido más audazamente al pasar de la teoría dualística a la unitaria.
Así como Ampère fue fiador de Avogadro entre los químicos modernos, así también se verá algún día que la hipótesis del od, sustentada por Reichenbach, abre camino para estimar la valía de Paracelso. Hace tan sólo cincuenta años, se consideraba la molécula como el tipo unitario de las combinaciones químicas, y acaso no transcurra tanto tiempo sin que se reconozca el eminente mérito del místico suizo, quien dice en una de sus obras: “Conviene tener en cuenta que el imán es aquel espíritu de vida en el hombre sano, a quien el enfermo busca, y ambos están unidos al caos externo. De esta suerte, el enfermo inficiona al sano por atracción magnética”.
Las obras de Paracelso describen las causas de las enfermedades que afligen a la humanidad, las ocultas relaciones entre la fisiología y la psicología, que en vano se esfuerza en descubrir especulativamente la ciencia moderna, y los específicos y remedios de cada una de las dolencias corporales. También conoció Paracelso el electro-magnetismo tres siglos antes de que OErsted presumiera haberlo descubierto, según puede inferirse del examen crítico de su peculiar terapéutica. En cuanto a sus descubrimientos químicos, no hay necesidad de enumerarlos, puesto que muchos autores imparciales le tienen por uno de los más insignes químicos de su época (1). Brierre de Boismont le llama genio, y de acuerdo con Deleuze dice que abrió una nueva era en la historia de la medicina. El secreto de sus felices y mágicas curaciones (como las llamaron entonces), consistía en el soberano menosprecio con que miraba a las tituladas autoridades científicas de su tiempo. A este propósito, dice: “Al investigar la verdad, me he preguntado que de no haber en este mundo maestros de medicina, ¿cómo me las hubiera yo arreglado para aprender este arte? Pues en ningún otro libro que en el siempre abierto de la naturaleza, escrito por el dedo de Dios... Me acusan de no haber entrado en el templo del arte por la puerta principal; pero ¿quién tiene razón? ¿Galeno, Avicena, Mesue, Rhasis o la honrada naturaleza? Yo creo que la naturaleza, y por sus puertas entre guiado por la luz de la naturaleza sin necesidad de candiles de boticario”.
EL MAGNETISMO ANIMAL
Su desdén por la rutina docente y el formulismo científico, el anhelo de identificarse con el espíritu de la naturaleza, que era para él la única fuente de salud, el único sostén y luz de la verdad, concitaron contra el alquimista y filósofo del fuego, las implacables iras de los pigmeos de la época. No debe maravillarnos de que le acusaran de charlatán y aun de beodo, si bien Hemmann le defiende denodadamente de esta última imputación, demostrando que fue calumnia de un tal Oporino, quien estuvo con él durante algún tiempo para sorpender sus secretos, y al no lograr su intento, se desataron las malas lenguas de sus despechados discípulos, coreadas por los boticarios. Fundó Paracelso la escuela del magnetismo animal, y descubrió las propiedades del imán. Sus contemporáneos menoscabaron su reputación tachándole de hechicero, en vista de las maravillosas curas que obtenía, como tres siglos después se vio también acusado el barón Du Potet, de brujería y demonolatría, por la Iglesia romana, y de charlatanería por los académicos de Europa.
Según dijeron los filósofos del fuego, no hay químico capaz de considerar el “fuego viviente” distintamente de sus colegas, y a este propósito dice Fludd: “Olvidaste lo que tus padres te enseñaron sobre ello, o mejor dicho, nunca lo supiste porque es demasiado elevado para ti” (2).
Quedaría incompleta esta obra si no relatáramos, siquiera brevemente, la historia del magnetismo animal desde que Paracelso asombró con sus experimentos a los sabios de la segunda mitad del siglo XVI. Sucintamente expondremos algo relativo a los trabajos de Antonio Mesmer, que importó de Alemania el magnetismo animal, y al desvío con que lo recibieron los académicos, después de haber rechazado consecutivamente cuantos descubrimientos se hicieron de Galileo acá, según consta en los documentos casi convertidos en polvo de la Academia de Ciencias de París, cuyos miembros cerraban las puertas de entrada a los sublimes misterios de los mundos físico y psíquico. A su alcance estaba el alkahest, el gran disolvente universal, y lo menospreciaron para confesar al cabo de un siglo que, “más allá de los límites de la observación no es infalible la química, y aunque nuestras hipótesis y teorías puedan contener un fondo de verdad, sufren frecuentes alteraciones, que las revolucionan por completo” (3).
No es lícito afirmar sin pruebas que el magnetismo animal y el hipnotismo sean puras alucinaciones. Pero ¿en dónde están las pruebas que den el único valor posible a la afirmación? Miles de ocasiones desaprovechadas tuvieron los académicos para cerciorarse de la verdad, y en vano magnetizadores e hipnotizadores invocan el testimonio de los sordos, lisiados, enfermos y moribundos a quienes devolvieron la salud sin otra medicina que sencillísimas manipulaciones y la apostólica imposición de manos. Cuando el hecho es innegable por lo evidente, lo achacan a mera coincidencia, sino dicen nuestros numerosos Tomases que todo son visiones, charlatanería y exageración. El célebre saludador norteamericano Newton ha efectuado más curas instantáneas que enfermos tendrán en toda su vida los más famosos médicos neoyorkinos, y el mismo éxito ha tenido en Francia el zuavo Jacobo. ¿Será posible entonces tachar de alucinaciones o de confabulación de charlatanes y lunáticos los testimonios acopiados durante los últimos cuarenta años? Quien tal hiciera se confesaría mentecato.
FENÓMENOS HIPNÓTICOS
A pesar de la reciente condena de Leymarie, de las mofas de los escépticos y de muchos médicos y científicos, de la impopularidad del asunto y de la tenaz persecución del clero romano que combate en el magnetismo al tradicional enemigo de la mujer, es tan evidente la verdad de los fenómenos psíquicos, que hasta los mismos tribunales franceses, si bien con repugnancia, no han tenido más remedio que reconocerlos. La famosa clarividente, señora Roger, y su hipnotizador el doctor Fortin, fueron acusados de estafa. La sujeto compareció el 18 de Mayo de 1876 ante el tribunal correccional del Sena, acompañada del barón Du Potet, en calidad de testigo, y del famoso abogado Julio Favre, en la de defensor. Por una vez al menos prevaleció la verdad, quedando desestimada la acusación. ¿Se debió este resultado a la vibrante elocuencia del defensor o a las incontrovertibles pruebas aducidas? Sin embargo, también Leymarie, editor de la Revue Spirite, adujo pruebas favorables, aparte de las declaraciones de un centenar de respetables testigos, entre los que se contaban reputaciones europeas de primer orden. Esta incongruencia no tiene otra explicación sino que los magistrados no se atrevieron a discutir los fenómenos hipnóticos. En las fotografías espiritistas, golpes, escrituras, levitaciones, voces y materializaciones, cabe simulación y difícilmente se hallará un fenómeno espiritista que no pueda remedar un hábil prestidigitador con sus artificios; pero las maravillas del hipnotismo y los fenómenos psíquicos de índole subjetiva desafían las imposturas de los médiums farsantes, las burlas de los escépticos y los rigorismos de la ciencia. No es posible fingir la catalepsia. Los espiritistas que anhelan ver sus ideas científicamente reconocidas, se dedican al fenomenismo hipnótico. Si colocamos en el tablado de la Sala Egipcia a un sujeto hipnotizado, el hipnotizador podrá transportarle el libre espíritu a cuantos parajes indique el público y poner a prueba su clarividencia y clariaudiencia. En las partes del cuerpo afectadas por los pases del hipnotizador, se le podrán clavar alfileres y agujas aunque sea en sitio tan delicado como los párpados, cauterizar sus carnes y herirle con armas de filo, sin que se le cause el menor daño ni siente el más leve dolor. Bien dicen Regazzoni, Du Potet, Teste, Pierrard, Puysegur y Dolgoruky, que no es posible dañar a un sujeto hipnotizado. Después de esto invitemos a someterse al mismo experimento a cualquier hechicero vulgar de los que rabian por cobrar celebridad y rpresumen de hábiles en el remedo de los fenómenos espiritistas. De seguro que rehusará poner su cuerpo en semejantes pruebas (4).
Cuentan que el alegato de Julio Favre mantuvo en suspenso durante hora y media a los magistrados y al público; pero sin regatearle méritos, que por haberle oído en otras ocasiones reconocemos, valga señalar que el último párrafo de su defensa encerraba una afirmación prematura y al propio tiempo errónea. Dijo así: “Estamos en presencia de fenómenos que la ciencia admite, aunque sin explicarlos. El vulgo podrá reírse de ellos, pero son la preocupación de físicos ilustres. La justicia no debe ignorar por más tiempo lo que la ciencia reconoce”.
El vulgo no se hubiera reído del hipnotismo si la gratuita afirmación del defensor se basara en numerosas investigaciones científicas de imparciales experimentadores, en vez de limitarse a una exigua minoría verdaderamente anhelosa de interrogar a la naturaleza. El vulgo es dócil y sumiso como un niño que va fácilmente adonde su aya le lleva. Escoge para la adoración los ídolos y fetiches que más le deslumbran y después se vuelve en redondo por ver con aduladora mirada si está satisfecha esa vieja aya que se llama opinión pública.
Aseguraba Lactancio, que ningún escéptico de su época se hubiera atrevido a negar la inmortalidad del alma delante de un mago, “porque éste le hubiera demostrado al punto lo contrario, evocando las almas de los muertos para que se manifestasen visiblemente a los vivos y predijesen acontecimientos futuros” (5). Cosa parecida ocurrió en la causa de la señora Roger, pues los magistrados se amedrentaron al ver que el barón Du Potet la hipnotizaba en su presencia, como prueba testifical a favor de la acusada.
Volviendo ahora a Paracelso, diremos que sus obras escritas en estilo enigmático, aunque vigoroso, han de leerse como los rollos de Ezequiel, por dentro y por fuera. Había en aquellos tiempos mucho riesgo en exponer doctrinas heterodoxas, pues la Iglesia estaba en toda su pujanza y menudeaban los autos de fe. Por esta razón vemos que Paracelso, Agrippa y Filaletes fueron tan notables por la piedad de sus declaraciones públicas, como famosos por sus hazañas alquímicas y mágicas. La opinión de Paracelso sobre las propiedades ocultas del imán se halla expuesta en sus obras: Archidaxarum, De Ente Dei y De Ente Astrorum, en la primera de las cuales describe la maravillosa tintura medicinal extraída del imán y denominada magisterium magnetis. Sin embargo, la exposición está en lenguaje no entendido de los profanos y a este propósito dice: “Cualquier campesino echa de ver que el imán atrae al hierro; pero el sabio debe preguntarse por qué... Yo he descubierto que además de esta notoria propiedad de atraer al hierro, tiene el imán otra propiedad oculta”.
LA FUERZA SIDÉREA
Más adelante demuestra Paracelso que en el hombre late una “fuerza sidérea” emanada de los astros, que constituye su forma astral. Esta fuerza sidérea, que pudiéramos llamar espíritu de la materia cometaria, permanece directamente relacionada con los astros de que procede y así quedan los hombres en mutua atracción magnética. Considera también Paracelso, que el cuerpo humano tiene la misma composición química que la tierra y los demás astros, y dice así: “El cuerpo procede de los elementos y el alma de los astros... De los elementos saca el hombre en comida y bebida lo necesario para sustentar su carne y sangre; pero de las estrellas le viene el sustento de la mente y pensamientos de su alma”. Vemos corroboradas hoy estas afirmaciones de Paracelso, por cuanto el espectroscopio demuestra la identidad química entre el cuerpo humano y el sistema planetario, y los físicos enseñan desde la cátedra la magnética atracción del sol y de los planetas (6).
Entre los elementos constitutivos del cuerpo humano, se han descubierto ya en el sol, el hidrógeno, sodio, calcio, magnesio y hierro; y en los centenares de estrellas observadas se ha encontrado el hidrógeno, excepto en dos. Por lo tanto, si el espectroscopio ha confirmado al menos una de las afirmaciones de Paracelso, es de esperar que con el tiempo queden corroboradas las demás, no obstante el menosprecio en que le han tenido astrónomos y químicos por sus teorías sobre la idéntica composición química del hombre y los astros, y por sus ideas acerca de las afinidades y atracciones entre unos y otros.
Pero ocurre preguntar: ¿cómo pudo Paracelso presumir la constitución de los astros, cuando hasta el descubrimiento del espectroscopio nada supieron las academias de química sidérea? Aún hoy día, a pesar de los novísimos procedimientos de observación, sólo se ha logrado indicar la presencia en el sol de unos cuantos elementos y de una cromoesfera hipotética, pues todo lo demás continúa en el misterio. ¿Hubiese podido Paracelso estar tan seguro de la constitución natural de los astros, si no dispusiera de medios como la filosofía hermética y la alquimia, no sólo desconocidos, sino menospreciados por la ciencia?
Además, conviene tener en cuenta que Paracelso descubrió el hidrógeno y conocía perfectamente su naturaleza y propiedades, mucho tiempo antes de que los científicos ortodoxos sospecharan su existencia; que había estudiado astrología y astronomía, como todos los filósofos del fuego, y no se equivocaba al asegurar la directa afinidad del hombre con los astros.
También expuso Paracelso, y a los fisiólogos toca comprobarlo, que el cuerpo no sólo se alimenta por medio del estómago, “sino también, aunque imperceptiblemente, de la natural fuerza magnética de que cada individuo extrae su nutrición específica...; pues de los elementos en equilibrio atrae el hombre la salud y de los perturbados la enfermedad”. La ciencia admite que los organismos vivientes están sujetos a leyes de afinidad química, y la propiedad más notable de los tejidos orgánicos, según los fisiólogos, es la absorción. Por lo tanto, nada de extraño tiene la afirmación de Paracelso de que el cuerpo humano, a causa de su naturaleza química y magnética, absorbe las influencias siderales. ¿Qué puede objetar la ciencia a la afirmación de que los astros nos atraen y a nuestra vez los atraemos? Así lo prueba el descubrimiento del barón de Reichenbach, de que las emanaciones ódicas del hombre son idénticas a las de los minerales y vegetales.
Paracelso afirmó la unidad constitutiva del universo, al decir, que “el cuerpo humano contiene materia cósmica”, pues el espectroscopio no sólo ha demostrado la existencia en el sol y demás estrellas fijas de los mismos elementos químicos de la tierra, sino también que cada estrella es un sol de constitución similar al nuestro (7). Según Mayer (8), las condiciones magnéticas de la tierra dependen de las variaciones que sufre la superficie solar a cuyas emanaciones está sujeta, por lo que si las estrellas son soles, también han de influir proporcionalmente en la tierra
Sigue diciendo Paracelso: “Durante el sueño nos parecemos a las plantas que también tienen cuerpo elementario y vital, pero no espíritu. Entonces el cuerpo astral queda libre y gracias a su elástica índole puede vagar en torno del vehículo dormido o lanzarse al espacio y conversar con sus padres astrales y con sus hermanos, desde lejanas distancias. Los sueños proféticos, la presciencia y los presentimientos son facultades del cuerpo astral negadas al grosero cuerpo físico, que al morir se restituye a los elementos de la tierra, mientras que los distintos espíritus vuelven a los astros. También los animales tienen presentimientos, porque asimismo poseen cuerpo astral"”
OPINIONES DE VAN HELMONT
Van Helmont, discípulo de Paracelso, repite en gran parte los conceptos de su maestro, aunque expone más acabadamente las teorías del magnetismo y atribuye el magnale magnum o propiedad de mutuo afecto entre dos personas a la simpatía universal entre todas las cosas de la naturaleza. La causa produce el efecto, el efecto reacciona sobre la causa y ambos se influyen recíprocamente. A este propósito dice: “El magnetismo es una fuerza desconocida, de naturaleza celeste, sumamente semejante a la de los astros, que no está impedida por límite alguno de espacio o tiempo... Toda criatura tiene su peculiar potencia celeste y está íntimamente relacionada con el cielo. Esta mágica potencia del hombre permanece latente en el interior hasta que se actualiza en el exterior. Esta sabiduría y poder mágicos están dormidos, pero la sugestión los pone en actividad y se acrecientan a medida que se reprimen las tenebrosas pasiones de la carne... Esto lo consigue el arte cabalístico, que devuelve al alma aquella mágica y sin embargo natural energía y la despierta del sueño en que se hallaba sumida” (9)
Paracelso y Van Helmont reconocen el gran poder de la voluntad durante los éxtasis y dicen que “el espíritu es el medio del magnetismo y está difundido por todas partes”, por lo que la pura y primieval magia no ha de consistir en prácticas supersticiosas ni ceremonias vanas, sino en la imperiosa voluntad del hombre; pues "el alma y el espíritu que en él se ocultan, como el fuego en el pedernal, y no los espíritus celestes ni infernales, dominan la naturaleza física".
Todos los filósofos medioevales profesaron la teoría de la influencia sidérea en el hombre. A este propósito, dice Cornelio Agrippa: “Las estrellas constan de los mismos elementos que los cuerpos terrestres y por esta razón se atraen recíprocamente las ideas... Las influencias se ejercen tan sólo con auxilio del espíritu difundido por todo el universo en armonía con los espíritus humanos. El que anhele adquirir facultades sobrenaturales debe tener fe, esperanza y amor... En todas las cosas hay un oculto y secreto poder de que dependen las maravillosas facultades mágicas”.
Las modernas teorías del general Pleasanton (10) coinciden con las opiniones de los filósofos del fuego; sobre todo la referente a las electricidades positiva y negativa del hombre y de la mujer y a la atracción y repulsión mutuas de todas las cosas de la naturaleza, que parece tomada de Roberto Fludd, gran maestre de los rosacruces ingleses, quien dice a este propósito: “Cuando dos hombres se acercan uno a otro, su magnetismo es pasivo-negativo o activo-positivo. Si las emanaciones de ambos chocan y se repelen, nace la antipatía; pero cuando se interpenetran sin chocar, el magnetismo es positivo, porque los rayos proceden del centro de la circunferencia, y en este caso, no sólo influyen en las enfermedades, sino también en los sentimientos. Este magnetismo simpático se establece, además de entre los animales, entre estos y las plantas” (11).
LA ACADEMIA FRANCESA
Veamos ahora cómo acogieron los físicos el gran descubrimiento psicológico y fisiológico del magnetismo orgánico, cuando Mesmer llevó a Francia su sistema de cubeta, fundado totalmente en las doctrinas paracélsicas. Esto demostrará cuánta ignorancia, superficialidad y prejuicios puede haber en una corporación científica apegada a sus tradicionales teorías. Conviene insistir en el asunto porque a la negligencia de los académicos franceses de 1784, se debe la actual orientación materialista de las gentes y también los lunares que, según confiesan sus más fervorosos maestros, existen en la teoría atómica. La Junta académicaz encargada en 1784 de examinar los fenómenos mesméricos estaba constituida por eminencias tales como Borie, Sallin, D’Arcet, Guillotin, Franklin, Leroi, Bailly, De Borg y Lavoisier. Por muerte de Borie le sucedió Magault. No cabe duda de que la Junta estaba dominada de hondos prejuicios al comenzar sus tareas por apremiantes órdenes de Luis XVI, y que se colocó en actitud mezquina y parcial para el examen. En su informe, redactado por Bailly, se trataba de dar el golpe de gracia a la nueva teoría, y al efecto se repartió profusamente por los establecimientos de enseñanza y entre el público en general, logrando concitar contra Mesmer la animosidad de gran parte de la nobleza y de ricos comerciantes que antes le patrocinaban por haber presenciado sus admirables curaciones. El Distinguido académico Jussieu, que con el ilustre D’Eslon, médico de cámara, había observado cuidadosamente los fenómenos, publicó un minucioso contrainforme en que abogaba por la conveniencia de que la Facultad de Medicina estudiara los efectos terapéuticos del fluido magnético y publicase su parecer sobre el asunto. Esta moción determinó la salida de numerosas memorias, folletos, tratados didácticos y obras polémicas en que se exponían nuevos hechos, y entre todas aquellas publicaciones sobresalió la muy erudita obra de Thouret titulada: Dudas e investigaciones sobre el magnetismo animal, cuya lectura fue estímulo para la rebusca de antecedentes en la historia de todos los países, cuyos fenómenos magnéticos, desde la más remota antigüedad, llegaron a conocimiento del público.
Las teorías de Mesmer eran sencillamente las mismas de Paracelso, Van Helmont, Santanelli y Maxwell, hasta el punto de que no faltó quien acusara al famoso médico de haber plagiado trozos enteros de una obra de Bertrand (12). El profesor Stewart dice (13) que el universo está compuesto de átomos conectados entre sí como los órganos de una máquina accionada por las leyes de la energía, y aunque el profesor Youmans califique de “moderno” este concepto, lo vemos expuesto ya un siglo antes por Mesmer en sus Cartas a un médico extranjero, que entre otras proposiciones contienen las que siguen:
1.ª Hay recíproca influencia entre los astros, la tierra y los seres vivientes.
2.ª El medio transmisor de esta influencia es un fluido universal unitónicamente difundido por todas partes, de modo que no consiente vacío alguno, cuya sutilidad excede a toda ponderación y que por su naturaleza es capaz de recibir, propagar y transmitir todas las vibraciones de movimiento.
3.ª Esta influencia recíproca está sujeta a leyes dinámicas desconocidas por ahora.
Resulta, en consecuencia, que Stewart no dijo nada nuevo al decir que el universo era semejante a una enorme máquina.
El profesor Mayer corrobora la opinión de Gilbert acerca de que la tierra es un gigantesco imán, y supone que su potencial depende de las emanaciones del sol, pues varía misteriosamente en función de los movimientos terrestres de rotación y traslación y en simpatía con las inmensas oleadas ígneas que agitan la superficie del astro solar, añadiendo que entre el sol y la tierra hay un sucesivo flujo y reflujo de influencias.
Pero la obra citada nos da los mismos conceptos en las siguientes proposiciones de Mesmer:
4.ª De esta acción dimanan alternados efectos que pueden considerarse como flujo y reflujo.
6.ª Por este medio operante, el más universal de cuantos la naturaleza nos presenta, se establecen las relaciones de actividad entre los astros, la tierra y sus partes constituyentes.
7.ª De esta operación dependen las propiedades de la materia así inorgánica como organizada.
8.ª El cuerpo animal experimenta los alternados efectos de este agente por conducto de la substancia nerviosa que transmite su acción (14).
OPINIÓN DE LAPLACE
El eminente astrónomo Laplace, miembro del Instituto, que estudió por su cuenta los fenómenos mesméricos, dice a este propósito:
“Los nervios sobre todo cuando excepcionales influencias acrecientan su sensibilidad, son los más delicados instrumentos para conocer los imperceptibles agentes de la naturaleza... Los singulares fenómenos resultantes de la extraordinaria excitación nerviosa de ciertos individuos han suscitado diversas opiniones acerca de la existencia de un nuevo agente, al que se le denomina magnetismo animal... Estamos tan lejos de conocer todos los agentes naturales, que fuera ilógico negar sus fenómenos por la sola consideración de ser inexplicables en el actual estado de nuestros conocimientos. Tenemos el deber de examinarlos con tanta mayor escrupulosidad cuanto mayores dificultades se opongan a su admisión” (15).
El marqués de Puysegur realizó experimentos muy superiores a los de Mesmer, sin necesidad de aparato alguno, y llevó a cabo admirables curaciones entre los labriegos de sus tierras de Busancy. La fama de estos hechos estimuló a otros hombres ilustrados a la repetición de los experimentos con parecido éxito, y en 1825 propuso Foissac a la Academia de Medicina otra investigación sobre el particular. Se comisionó al efecto a los académicos Adelon, Parisey, Marc, Burdin y Husson en calidad de ponente, quienes confesaron que “en cuestiones científicas no es posible dictar sentencias irrevocables” y reconocieron la escasa valía del informe de la comisión de 1784 al decir que “los experimentos de prueba en aquel entonces se llevaron a cabo sin estar presentes todos los comisionados y con cierta predisposición de ánimo, que, dada la índole de los fenómenos sometidos a su examen, había de motivar el fracaso”.
INFORME SINCERO
Respecto a las propiedades terapéuticas del magnetismo informó la comisión diciendo: “La Academia tiene el deber de estudiar experimentalmente el magnetismo y prohibir su empleo a personas que, por extrañas al arte, abusan de él y lo convierten en materia de especulación y lucro”. Igual criterio han sustentado los más respetables tratadistas del moderno espiritismo.
El informe de la Comisión promovió largos debates en el seno de la Academia, que dieron por resultado el nombramiento (Mayo 1826) de otra compuesta de médicos tan ilustres como Leroux, Bourdois de la Motte, Double, Magendie, Guersant, Husson, Thilaye, Marc, Itard, Fouquier y Guénau de Mussy. Durante cinco años prosiguió esta nueva comisión sus tareas, resumidas en un informe redactado por Husson. Decía el informe: “Ni el contacto de manos ni el roce ni los pases son necesarios en absoluto, pues bastan a veces la voluntad y la fijeza de mirada para producir el fenómeno magnético, aun sin el consentimiento de la persona magnetizada... Hemos comprobado que ciertos efectos terapéuticos dependen exclusivamente del magnetismo y no pueden obtenerse sin él... El estado sonambúlico es indudable y desenvuelve las nuevas facultades llamadas clarividencia, intuición y previsión íntima... El sueño magnético ha sobrevenido en circunstancias tales, que los magnetizados no podían ver absolutamente nada e ignoraban por completo los medios empleados para provocarlo... El magnetizador puede poner al sujeto en estado sonambúlico sin que lo sepa ni le vea, a determinada distancia y a través de puertas cerradas... Parece como si se embotaran los sentidos corporales del magnetizado y que actuara una segunda entidad... Los sujetos dormidos no se dan cuenta de los ruidos externos, aunque resuenen junto a ellos insólitamente y de tanto estrépito como el golpeteo de vasijas de cobre, caída de objetos pesados y golpes fortísimos... También se les puede inhalar ácido clorhídrico o amoníaco, sin daño alguno y sin que se percaten de ello... Pudimos cosquillearles con una pluma las plantas de los pies, las ventanas de la nariz y los ojos, sin la menor señal de sensación y fue posible, además, pellizcarles hasta acardenalar la piel y meterles astillas entre uña y carne sin el más leve estremecimiento. Cierto sujeto permaneció insensible a una dolorosa operación quirúrgica, sin que se le descompusiera el semblante ni se alterasen el pulso ni la respiración... Mientras el sujeto se halla en estado sonmbúlico conserva las mismas facultades que en el de vigilia y aun la memoria parece más fiel y amplia... Vimos dos sonámbulos que con los ojos cerrados distinguían cuantos objetos se les ponían delante y acertar sin tacto alguno el palo y valor de los naipes, leer palabras manuscritas y líneas enteras de libros abiertos al acaso, aun cuando para mejor comprobación se les oprimiesen los párpados con la mano... Uno predijo, con algunos meses de anticipación, el día, hora y minuto en que le sobrevendrían los ataques epilépticos y cuando habían de cesar; y otro vaticinó la época de su curación. Ambas previsiones tuvieron exacto cumplimiento... Hemos reunido y comunicado pruebas suficientes para que la Academia estimule las investigaciones sobre el magnetismo con rama curiosísima de la psicología y de las ciencias naturales... Los fenómenos son tan extraordinarios que tal vez la Academia repugne admitirlos, pero nos han guiado exclusivamente impulsos de tan elevado carácter como el amor a la ciencia y la necesidad de corresponder a las esperanzas que la Academia había fundado en nuestro celo y diligencia” (16).
Estos temores se vieron confirmados en parte, pues un individuo de la comisión, el fisiólogo Magendie, que no había presenciado los experimentos, se negó a firmar el informe y expuso una especie de voto particular en su tratado de Fisiología Humana, en que después de resumir los fenómenos a su manera, dice: “El respeto propio y la dignidad de la profesión demandan que se proceda muy circunspectamente en estos asuntos. Los médicos ilustrados recordarán con cuánta facilidad degenera lo misterioso en charlatanería y cuán propensa es la profesión a degradarse aun en manos de respetables titulares”. Nada deja traslucir, en las cuatro páginas de su obra dedicadas al mesmerismo que Magendie formase parte de la comisión elegida por la Academia en 1826 ni que se hubiera excusado de asistir a sus reuniones, faltando así a su deber, pues no quiso inquirir la verdad de los fenómenos mesméricos, y, sin embargo, dio particular informe sobre ellos. El “respeto propio y la dignidad profesional” exigían por lo menos su silencio.
Treinta y ocho años más tarde, el ilustre físico Tyndall, cuya reputación iguala si no supera a la de Magendie, repugnó imitar tan insidiosa conducta y no quiso aprovechar la oportunidad de investigar los fenómenos espiritistas y arrebatarlos de entre manos de ignorantes o poco escrupulosos indagadores, aunque en su obra Fragmentos de ciencia incurre en las descortesías a que ya nos referimos. Sin embargo, algo intentó Tyndall, y ello basta. Dice en la citada obra que cierta noche se metió debajo del trípode para observar el fenómeno de los golpes y salió de allí con un sentimiento de compasión hacia la humanidad cual nunca hasta entonces lo sintiera. Para apreciar el valor del insigne físico al buscar a tientas la verdad en esta ocasión recurriremos al ejemplo de Israel Putnam, que se desliza a gatas para sorprender a la loba en su madriguera y matarla; pero Tyndall cayó entre los dietnes de su loba y bien pudiera ostentar por mote de su escudo: Sub mensa desperatio.
El doctor Alfonso Teste, distinguido científico contemporáneo, al tratar de la comisión de 1824, dice que su informe conmovió profundamente a todos los académicos, aunque pocos quedaron convencidos, y añade: “Nadie podía dudar de la veracidad de los comisionados cuya competencia y buena fe eran innegables, pero se sospechaba de que les hubieran engañado. Realmente hay verdades tan infortunadas que comprometen a quien las cre y más todavía a quien cándidamente las confiesa en público”. Así lo corrobora la historia desde los tiempos más remotos hasta nuestros días.
DECLARACIONES DE HARE
Cuando Hare publicó los primeros resultados de su investigación de los fenómenos espiritistas, todos le tuvieron por víctima de un engaño, aunque era uno de los más insignes físico-químicos de su tiempo, y al demostrar que no había semejante engaño le calificaron los profesores de Harvard de “chocha y visionariamente adherido a la enorme patraña del espiritismo”.
Al iniciar Hare sus investigaciones en 1853, declaró que le movía a ello el humanitario deber de oponerse con todas sus fuerzas al flujo de insanía popular que, a despecho de la razón y de la ciencia, acrecentaba rápidamente la grosera ilusión llamada espiritismo; y aunque esta declaración estaba en completa coincidencia con la hipótesis de la mesa giratoria de Faraday, tuvo la grandeza propia de los príncipes de la ciencia para investigar la cuestión y decir después toda la verdad. En una memoria publicada en Nueva York refiere el mismo Hare qué premio le dieron sus compañeros de profesión. Dice así: “Durante más de medio siglo me dediqué a investigaciones científicas cuya exactitud y precisión nadie puso en duda hasta que me convertí al espiritismo, y nadie tampoco atacó mi personal integridad hasta que los profesores de Harvard se declararon en contra de lo que yo sabía que era verdad y ellos no sabían que no lo fuese”.
¡Cuán patética amargura encierran estas palabras! ¡Un anciano de setenta y seis años, con medio siglo de labor científica, vituperado por decir la verdad! Aún hoy mismo se trata con despectiva compasión al ilustre sabio inglés Wallace, por haberse manifestado favorable al espiritismo. También los científicos rusos menosprecian ofensiwamente al eximio zoólogo Nicolás Wagner, de San Petersburgo, por la candorosa declaración de sus ideas psicológicas. Pero preciso es distinguir entre los sabios y los científicos, pues si las ciencias ocultas, y entre ellas el moderno espiritismo, sufren maliciosa persecución de los segundos, tienen y han tenido en toda época leales defensores entre los primeros. Ejemplo de ello nos da Newton, antorcha de la ciencia, que creía en el magnetismo según lo enseñaron Paracelso, Van Helmont y demás filósofos del fuego. Nadie negará que la teoría newtoniana de la gravitación universal tiene su raíz en el magnetismo, pues él mismo nos dice que fundaba todas sus especulaciones científicas en el “alma del mundo”, en el universal y magnético agente a que denominó divinum sensorium. A este propósito añade: “Hay un espíritu sutilísimo que penetra todas las cosas, aun los cuerpos más duros, y está oculto en su substancia. Por virtud de la actividad y energía de este espíritu, se atraen recíprocamente los cuerpos y se adhieren al ponerse en contacto. Por él los cuerpos eléctricos se atraen y repelen desde lejanas distancias, y la luz se difunde, refleja, refracta y colora los cuerpos. Por él se mueven los animales y se excitan los sentidos. Pero esto no puede explicarse en pocas palabras, porque nos falta la necesaria experiencia para determinar las leyes que rigen la actividad operante de este agente” (17).
Dos linajes hay de magnetización: la simplemente animal y la trascendente. Esta última depende, por una parte, de la voluntad y aptitud del magnetizador, y por otra, de las cualidades espirituales del sujeto y de su receptabilidad a las vibraciones de la luz astral. Pero no se tardará en reconocer que la clarividencia requiere mucha mayor voluntad en el magnetizador que receptividad en el sujeto, ya que éste, por positivo que sea, habrá de rendirse al poder de un adepto (18).
Si el magnetizador, mago o entidad espiritual dirige hábilmente la vista del sujeto, la luz astral iluminará sus más hondos arcanos, pues si bien es libro cerrado para quienes miran y no ven, está en cambio siempre abierto para los que quieran leer en él. Allí está anotado cuanto fue, es y será, y aun los más insignificantes actos de nuestra vida y nuestros más escondidos pensamientos quedan fotografiados en sus páginas eternas. Es el libro abierto por mano del ángel del Apocalipsis, el “libro de la vida” que sirve para juzgar a los muertos según sus obras. Es la memoria de Dios.
Dice Zoroastro, que en el éter están figuradas las cosas sin figura y aparecen impresos los pensamientos y caracteres los hombres, con otras visiones divinas (19).
LA MEMORIA RETROACTIVA
Vemos, por lo tanto, que así la antigua como la moderna sabiduría, los vaticinios y la ciencia corroboran unánimemente las enseñanzas cabalísticas. En las indelebles páginas de la luz astral se estampan nuestros pensamientos y acciones y aparecen delineados con pictórica vividez, a los ojos del profeta y del vidente, los acontecimientos futuros y los efectos de causas echadas hace tiempo en olvido. La memoria, cuya naturaleza funcional es desesperación del materialista, enigma para el psicólogo y esfinge para el científico, es para el estudiante de filosofía antigua la potencia compartida con muchos animales inferiores, mediante la cual, inconscientemente, ve en su interior iluminadas por la luz astral las imágenes de pasados pensamientos, actos y sensaciones. El estudiante de ocultismo no ve en los ganglios cerebrales “micrógrafos de lo vivo y de lo muerto, de lugares en que hemos estado y de sucesos en que hemos intervenido” (20), sino que acude al vasto receptáculo donde por toda la eternidad se almacenan las vibraciones del cosmos y los anales de las vidas humanas.
La ráfaga de memoria que según tradición representa a los náufragos las escenas de su vida pasadda, como el fulgor del relámpago descubre momentáneamente el paisaje a los ojos del viajero, no es más que la súbita ojeada que el alma, en lucha con el peligro, da a las silenciosas galerías en que está pintada su historia con impalidecibles colores.
Por la misma causa suelen sernos familiares ciertos parajes y comarcas en que hasta entonces no habíamos estado y recordar conversaciones que por vez primera oímos o escenas acabadas de ocurrir, según de ello hay noventa por ciento de testimonios. Los que creen en la reencarnación aducen estos hechos como otras tantas pruebas de anteriores existencias, cuya memoria se aviva repentinamente en semejantes circunstancias. Sin embargo, los filósofos de la antigüedad y de la Edad Media opinaban que si bien este fenómeno psicológico es uno de los más valiosos argumentos a favor de la inmortalidad y preexistencia del alma, no lo es en pro de la reencarnación, por cuanto la memoria anímica es distinta de la cerebral. Como elegantemente dice Eliphas Levi: “la naturaleza cierra las puertas después de pasar una cosa e impele la vida hacia delante”, en más perfeccionadas formas. La crisálida se metamorfosea en mariposa, pero jamás vuelve a ser oruga. En el silencio de la noche, cuando el sueño embarga los corporales sentidos y reposa nuestro cuerpo físico, “queda libre el astral, según dice Paracelso, y deslizándose de su terrena cárcel, se encamina hacia sus progenitores y platica con las estrellas”. Los sueños, presentimientos, pronósticos, presagios y vaticinios son las impresiones del cuerpo astral en el cerebro físico, que las recibe más o menos profundamente, según la intensidad del riego sanguíneo durante el sueño. Cuanto más débil esté el cuerpo físico, más vívida será la memoria anímica y de mayor libertad gozará el espíritu. Cuando después de profundo y reposado sueño sin ensueños se restituye el hombre al estado de vigilia, no conserva recuerdo alguno de su existencia nocturna y, sin embargo, en su cerebro están grabadas, aunque latentes bajo la presión de la materia, las escenas y paisajes que vio durante su peregrinación en el cuerpo astral. Estas latentes imágenes pueden revelarse por los relámpagos de anímica memoria que establecen momentáneos intercambios de energía entre el universo vivible y el invisible, es decir, entre los ganglios micrográficos cerebrales y las películas escenográficas de la luz astral. Por lo tanto, un hombre que nunca haya estado personalmetne en un paraje ni visto a determinada persona, puede asegurar que ha estado y la ha visto, porque adquirió el conocimiento mientras actuaba en “espíritu”. Los fisiólogos sólo pueden objetar a esto diciendo que en el sueño natural y profundo está la voluntad inerte y es incapaz de actuar, tanto más cuanto no creen en el cuerpo astral y el alma les parece poco menos que un mito poético. Blumenbach afirma que durante el sueño queda en suspenso toda comunicación entre cuerpo y mente; pero Richardson, de la Sociedad Real de Londres, redarguye acertadametne al fisiólogo alemán, diciéndole que se ha excedido en sus afirmaciones, pues no se conocen todavía a punto fijo las relaciones entre cuerpo y mente. Añadamos a esta opinión la del fisiólogo francés Fournié y la del eminente médico inglés Allchin, quien confiesa con entera franqueza que no hay profesión científica de tan insegura base como la medicina, y veremos que no sin justicia deben oponerse las ideas de los sabios antiguos frente a las de la ciencia moderna.
ALMA Y ESPÍRITU
Nadie, por grosero y material que sea, deja de vivir en el universo invisible al par que en el visible. El principio vital que anima su organismo físico reside principalmente en el cuerpo astral, cuyas partículas densas quedan inertes, mientras las sutiles no reconocen límite ni obstáculo. Bien sabemos que tanto los sabios como los ignorantes preferirán mantenerse en el prejuicio de que no es posible saber de donde dimana el agente vital, antes de conceder ni un momento de atención a lo que llaman rancias y desprestigiadas teorías. Algunos objetarán desde el punto de vista teológico que el alma de los brutos no es inmortal, pues tanto teólogos como legos confunden erróneamente el alma con el espíritu. Pero si estudiamos a Platón y otros filósofos antiguos, advertiremos que mientras el cuerpo astral (21) no pasa de tener una existencia más o menos larga después de la muerte física, el espíritu divino (impropiamente llamado alma por los teólogos) es esencialmente inmortal (22). Si el principio vital fuese algo independiente del cuerpo astral, no estaría de seguro la clarividencia en tan directa relación con la debilidad física del sujeto. Cuanto más profundo sea el sueño hipnótico y menos signos de vida se noten en el cuerpo físico, tanto más clara será la percepción espiritual, y tanto más penetrante la vista del alma que desprendida de los sentidos corporales actúa con incomparablemente mayor potencia que cuando le sirve de vehículo un cuerpo sano y vigoroso. Brierre de Boismont nos da repetidos ejemplos de ello en demostración de que los cinco sentidos son mucho más agudos en estado hipnótico que en el de vigilia. Estos fenómenos prueban incontrovertiblemente la continuidad de la vida siquiera por algún tiempo después de muerto el cuerpo físico.
Aunque durante nuestra breve estancia en la tierra pueda compararse el alma a una luz puesta debajo del celemín, no deja de brillar por ello y de recibir la influencia de espíritus afines, de modo que todo pensamiento bueno o malo atrae vibraciones de su misma naturaleza, tan irresistiblemente como el imán atrae las limaduras de hierro, en proporción a la intensidad de las vibraciones etéreas del pensamiento; y así se explica que un hombre se sobreponga imperiosamente a su tiempo y que su influencia se transmita de una a otra época por medio de las recíprocas corrientes de energía entre los mundos visible e invisible, hasta afectar a gran parte del género humano. Difícil sería determinar las lindes que en este punto han puesto a su pensamiento los autores de la famosa obra El Universo invisible, pero del siguiente pasaje podemos inferir que no dijeron todo cuanto pensaban. Dice así:
“Sea como quiera, no cabe duda de que las propiedades del éter son en el campo de la naturaleza muy superiores a las de la materia tangible. Y como la índole de ésta, salvo en algunos pormenores de poca importancia, se halla mucho más allá de la penetración de las lumbreras científicas, no llevaremos adelante nuestras disertaciones. Basta a nuestro propósito conocer los efectos del éter cuya potencialidad supera a cuanto nadie ha osado decir”.
LA PSICOMETRÍA
Uno de los más notables descubrimientos de los tiempos modernos, es la facultad que algunas personas receptivas poseen de describir el carácter y aspecto de una persona o los sucesos ocurridos, con tal de retener en la mano y pasárselo por la frente un objeto cualquiera relacionado con la persona o el suceso, por mucho que sea el tiempo transcurrido. Así, una piedra ruinosa le representará la historia del edificio a que perteneciera, con las escenas ocurridas en su interior y alrededores; un pedazo de mineral despertará en su alma la visión retrospectiva de la época de su formación. Esta facultad fue descubierta por el profesor Buchanan de Louisville (Kentucky), quien le dio el nombre de psicometría. A este sabio debe el mundo tan importante complemento de las ciencias psicológicas, y de seguro que merecerá ser honrado en estatua cuando la frecuencia de los experimentos psicométricos acaben de una vez con el escepticismo. Al publicar su descubrimiento se contrajo Buchanan a la utilidad de la psicometría para bosquejar el carácter de las personas, y dice a este propósito: “Parece que es indeleble la influencia mental y fisiológica que recibe un manuscrito, pues los más antiguos ejemplares de que me valí en las experiencias revelaban precisa y vigorosamente sus impresiones, apenas debilitadas por el tiempo. Por virtud de la psicometría fue posible leer, sin dificultad alguna, manuscritos antiguos cuya ordinaria interpretación hubiese requerido el auxilio de los paleólogos. Pero no únicamente los manuscritos retienen las impresiones mentales, sino que también los dibujos, pinturas y cualquier otro objeto que haya recibido el contacto mental y volitivo de una persona, le pueden servir a otra de medio de descripción psicométrica... Este descubrimiento tendrá incalculables consecuencias en su aplicación a las artes y a la historia” (23).
Los primeros experimentos de psicometría se llevaron a cabo en 1841, y desde entonces los han repetido muchísimos psicómetras en todo el mundo, demostrando con ellos que cuanto ocurre en la naturaleza mental, por mínimo e insignificante que sea, queda indeleblemente impreso en la naturaleza física, y como no se advierte alteración molecular en ella, forzosamente se infiere que las imágenes psicométricas provienen del éter o luz astral.
En su hermosa obra: El alma de las cosas, trata de esta cuestión el geólogo Denton y cita multitud de ejemplos de las notables facultades psicométricas de su esposa. Entre ellos refiere que, puesto sobre la frente un pedazo de piedra de la casa de Cicerón en Túsculo, pero sin saber de donde procedía, describió no sólo el ambiente físico del gran orador romano, sino el del dictador Sila, a quien antes había pertenecido aquella casa. Un trozo de mármol del primitivo templo cristiano de Smirna, le representó a los fieles en oración y a los sacerdotes oficiantes. Otros fragmentos de objetos procedentes de Asiria, Palestina, Grecia, el monte Ararat y otros puntos, le permitieron describir sucesos de la vida de personajes muertos miles de años antes. Un hueso o un diente de animales antediluvianos le daban a la psicómetra, por breves momentos, la visión del animal vivo con todas sus sensaciones. En muchos de estos casos, comprobó Denton las descripciones de su esposa, cotejándolas con los relatos históricos. La psicometría descubre los más recónditos secretos de la naturaleza y los acontecimientos remotos se reproducen con tan vívida impresión como los de ayer.
Añade Denton en la misma obra: “No se mueve una hoja ni se levanta una onda ni se arrastra un insecto, sin que registren sus movimientos mil fieles escribanos en infalibles e indelebles escrituras. Así ocurre con lo sucedido en pasados tiempos. Continuamente ha estado la naturaleza fotografiándolo todo, desde que brilló la luz sobre la tierra, cuando sobre la cuna del recién nacido planeta flotaban vaporosas cortinas, hasta el momento actual. ¡Y qué fotografías!”
Nos parece el colmo de la imposibilidad que en la materia atómica hayan quedado grabados los hechos ocurridos en la antigua Tebas o en algún templo prehistórico. Sin embargo, las imágenes de estos hechos están saturadas de aquel agente universal que todo lo penetra y todo lo retiene, llamado por los filósofos “alma del mundo” y por el geólogo Denton el “alma de las cosas”. Al aplicarse el psicómetra a la frente un objeto determinado, relaciona su yo interno con el alma del objeto (24) y se pone en contacto con la corriente de luz astral que, relacionada con dicho objeto, retiene las descrpciones de los sucesos concernientes a su historia los cuales, según Denton, pasan ante la vista del psicómetra con la velocidad del rayo, en vertiginosa sucesión de escenas que tan sólo con mucha fuerza de voluntad es posible detenerlas en el campo visual para describirlas.
El psicómetra es clarividente, pues ve con la vista interna; pero su visión de personas, lugares y sucesos resultará confusa, a menos que con potente fuerza de voluntad haya educado la percepción visual. Sin embargo, en los casos de hipnotismo, la clarividencia del sujeto depende de la voluntad del hipnotizador, quien, por lo tanto, puede detener la atención de aquél en determinada imagen todo el tiempo necesario para describirlo en sus más prolijos pormenores. Por otra parte, el sujeto sometido a la influencia de un hábil hipnotizador aventaja al psicómetra espontáneo en la clara y distinta predicción del porvenir.
LO PRESENTE Y LO FUTURO
Si alguien objeta diciendo que no es posible ver lo que “todavía no existe”, le responderemos que tan posible es ver lo futuro como se ve lo pasado, que ya no existe. Según las enseñanzas cabalísticas, lo futuro está en embrión en la luz astral, como también lo presente estaba en embrión antes de serlo. El hombre es libre de obrar a su albedrío, pero desde el origen de los tiempos está previsto el uso que hará de este albedrío, sin que tal previsión suponga fatalismo ni hado, sino que resulta de la inmutable armonía del universo, así como de antemano se conocen las vibraciones peculiares de cada nota que se haya de pulsar. Además, la eternidad del tiempo no tiene pasado ni futuro, sino tan sólo presente, de la propia manera que la inmensidad del espacio no tiene en rigor puntos cercanos ni lejanos. En el mezquino campo de nuestras experiencias, nos esforzamos en concebir, si no el fin, por lo menos el principio del tiempo y del espacio, que en realidad no tienen principio ni fin, pues de tenerlo, ni el tiempo sería eterno ni ilimitado el espacio. Como hemos dicho, no hay pasado ni futuro; pero nuestra memoria refleja las imágenes grabadas en la luz astral, como el psicómetra las emanaciones astrales de los objetos palpados. Al tratar de la influencia de la luz en los cuerpos y de la formación de imágenes fotográficas, dice el profesor Hitchcock: “Parece como si esta influencia interpenetrara la naturaleza toda sin detenerse en puntos definidos. No sabemos si la luz puede retratar en los objetos circundantes nuestras facciones demudadas por la emoción y dejar de esta suerte fotografiadas en la naturaleza nuestras acciones... posible es también que haya procedimientos superiores a los del más hábil fotógrafo, por cuyo medio revele y fije la naturaleza estas fotografías de modo que, con sentidos más agudos que los nuestros, se vean como en un inmenso lienzo extentido sobre el universo material. Quizás no se borren nunca estas fotografías del lienzo, sino que perduren en el vasto museo pictórico de la eternidad (25).
La duda manifestada en el quizás de Hitchcock se ha trocado en triunfadora certeza por valimiento de la psicometría. Sin embargo, cuantos hayan observado la cualidad psíquica de clarividencia advertirán que Hitchcock no debiera haber supuesto la necesidad de más agudos sentidos para ver las imágenes, sino decir que habían de superar en penetración a los corporales, porque para el esíritu humano, dimanante del inmortal y divino Espíritu, no hay pasado ni futuro, sino que todo lo tiene presente (26).
De algún tiempo a esta parte han comenzado los científicos a estudiar este asunto hasta hoy difamado con nota de superstición. Discurrieron primero acerca de los hipotéticos mundos invisibles y a todos se adelantaron los autores de la obra El Universo invisible, a quienes siguió el profesor Fiske con la suya El mundo invisible. Esto prueba que el terreno del materialismo se hunde bajo los pies de los científicos, quienes se disponen a capitular honrosamente en caso de derrota. Jevons corrobora las opiniones de Babbage y ambos afirman que los pensamientos ponen en vibración las partículas del cerebro y las difunden por el univeso, de suerte que “cada partícula material es una placa registradora de cuanto ha sucedido” (27). Por otra parte el doctor Young, en sus conferencias sobre filosofía natural, apunta “la posibilidad de que haya mundos invisibles y desconocidos en aislada independencia unos, en recíproca interpretación otros, y algunos cuya existencia no requiera por modalidad el espacio”.
Si los científicos discurren de esta suerte, partiendo del principio de continuidad según el cual la energía se transmite al universo invisible, no se les ha de negar el mismo discurso a los ocultistas y espiritualistas. La ciencia admite hoy que las imágenes especulares quedan impresas indefinidamente sobre una superficie pulimentada, y a este propósito dice Draper: “La sombra proyectada sobre una pared deja allí una huella que puede revelarse mediante manipulaciones convenientes... Los retratos de nuestros amigos o las imágenes de la campiña quedan ocultos bajo la superficie sensible de nuestros ojos, hasta que las revelamos por adecuados medios. Una imagen espectral está encubierta bajo una superficie de plata bruñida o de cristal pulido, hasta que la nigromancia la revela al mundo visible. En las paredes de nuestros más retirados aposentos, al abrigo de indiscretas miradas, en la soledad de nuestro apartamiento inaccesible a los extraños, están las huellas de nuestros actos y las siluetas de cuanto hicimos” (28).
MODALIDADES ENERGÉTICAS
Si tan indelebles impresiones puede recibir la materia inorgánica y nada se aniquila en el universo, no cabe rechazar la hipótesis de que “el pensamiento actúe en la materia de otro universo al par que en la del nuestro y prever de esta suerte lo futuro” (29).
A nuestro entender, si la psicometría es valiosa prueba de la indestructibilidad de la materia, que retiene eternamente las impresiones recibidas, también es la clarividencia psicométrica no menos valiosa prueba de la inmortalidad del espíritu humano. Puesto que la facultad psicométrica es capaz de describir sucesos ocurridos hace centenares de miles de años, ¿por qué no aplicar la misma facultad al conocimiento de un porvenir sumido en la eternidad, que no tiene pasado ni futuro, sino tan sólo el presente sin límites?
No obstante haber confesado los científicos su ignorancia en muchas cuestiones, todavía niegan la misteriosa fuerza espiritual que escapa a las leyes físicas y pretenden aplicar a los seres vivos las mismas que rigen la materia muerta. Han descubierto las energías de la luz, calor, electricidad y movimiento (30), cuyas vibraciones contaron en las vibraciones del espectro solar y engreídos con tan próspera fortuna, se niegan a seguir adelante. Algunos reflexionaron sobre la índole de este proteico agente que no podían pesar ni medir con sus aparatos, y dijeron que era “un medio hipotético sumamente elástico y sutil que se supone ocupa los espacios intersiderales e interatómicos y sirve de medio transmisor del calor y de la luz”.
CONCEPTO DEL ÉTER
Otros, a quienes llamaríamos los fuegos fatuos o hijos espurios de la ciencia, se tomaron la molestia de observar el éter con lentes de mucho alcance, según nos dicen; pero al no ver espíritus ni espectros, ni descubrir entre sus aleves ondulaciones nada de más científica índole, viraron en redondo para tachar con lastimero acento de “mentecatos y lunáticos visionarios” (31), no sólo a los espiritistas en particular, sino a cuantos creen en la inmortalidad. Dicen sobre este particular los autores de El Universo invisible: “Han estudiado en el universo objetivo ese misterio que llamamos vida. El error consiste en creer que todo cuanto desaparece de la observación, desaparece también del universo. Sin embargo, no hay tal, porque únicamente desaparece del pequeño círculo de luz a que podemos llamar universo de observsación científica. Es un trínico misterio en la materia, en la vida y en Dios; pero los tres misterios son uno solo” (32). En otro pasaje añaden: “El universo visible debe seguramente tener un límite de energía transformable y probablemente el mismo límite en su materia; pero como el principio de continuidad repugna toda limitación, ha de haber sin duda algo más allá de lo visible, de modo que el mundo visible no es el universo total sino tan sólo una pequeña parte de él” (33). Además, atendiendo los autores al concepto del origen y fin del universo visible, dicen que si fuese todo cuanto existe, habría ruptura de continuidad tanto en la súbita manifestación primaria de él como en su ruina final... (34). Ahora bien; ¿no es lógico suponer que el universo invisible, en cuya existencia razonablemente creemos, esté en condiciones de recibir la energía del visible?... Cabe, por lo tanto, considerar el éter o medio transmisor como un puente (35) entre ambos universos, que de esta manera quedan conglomerados en uno solo. En fin, lo que generalmente se llama éter puede ser, además de un medio transmisor, el orden de cosas invisibles, de modo que los movimientos del universo visible se comunican al éter y éste los transmite como por un puente al invisible, que los recibe, transforma y almacena. Podemos decir, por lo tanto, que cuando la energía se transmite de la materia al éter, pasa del mundo visible al invisible y cuando del éter va a la materia se transfiere del mundo invisible al visible” (36).
Precisamente es así. Cuando la ciencia adelante algunos pasos más en este camino y estudie detenidamente el “hipotético medio transmisor” podrá salvar sin peligro el abismo que Tyndall ve abierto entre el cerebro físico y la conciencia.
Algunos años antes, en 1856, el por entonces famoso doctor Jobard de París expuso acerca del éter el mismo concepto sustentado después por los autores de El Universo invisible. Con asombro del mundo científico, dijo el doctor Jobard a este propósito: “Acabo de hacer un descubrimiento que me asusta. Hay dos modalidades de electricidad: una ciega y ruda, dimanante del contacto de los metales con los ácidos (purga grosera), y otra racional y clarividente. La electricidad se ha bifurcado en manos de Galvani, Nobili y Matteuci. La corriente ruda tomó la dirección señalada por Jacobi, Bonelli y Moncal, mientras que la corriente lúcida quedó en manos de Bois-Robert, Thilorier y Duplanty. La esfera eléctrica o electricidad globular entraña un pensamiento que desobedece a Newton y a Mariotte para moverse a su antojo... En los anales de la Academia hay mil pruebas de la inteligencia del rayo eléctrico... Pero noto que voy siendo en demasía indiscreto. A poco más doy la clave que ha de llevarnos al descubrimiento del espíritu universal” (37).
Todas las citas iluminan con nueva luz la sabiduría de los antiguos. Ya vimos que los Oráculos caldeos (38) exponen en parecido lenguaje el mismo concepto del éter que los autores de El Universo invisible, pues dicen que “del éter proceden todas las cosas y a él han de volver y que en él están indeleblemente grabadas las imágenes de todas las cosas, porque es almacén de ideas y troj de los gérmenes y de los residuos de las formas visibles”. Esto corrobora nuestra afirmación de que todo descubrimiento moderno tuvo su parigual hace miles de años entre nuestros cándidos antepasados. Vista, en el punto en que estamos, la actitud de los escépticos respecto de los fenómenos psíquicos, cabe asegurar que aunque la clave referida por Jobard estuviera en el borde del “abismo”, no habría ningún Tyndall capaz de agacharse a recogerla.
¡Cuán limitadas han de parecerles a algunos cabalistas estas tentativas para escrutar el hondo misterio del éter universal! Porque por muy superiores que respecto a las de la ciencia contemporánea sean las ideas de los autores de El Universo invisible, resultan por demás familiares para los maestros de la filosofía hermética, quienes no sólo consideraban el éter como el puente tendido entre el universo vivisble y el invisible, sino que osadamente recorrían todos sus tramos hasta llegar a las misteriosas puertas que los científicos no quieren o tal vez no pueden abrir.
Cuanto más ahondan los investigadores modernos en sus observaciones, tanto más frecuentemente les dan en rostro los descubrimientos antiguos. Expone el geólogo francés Beaumont una teoría sobre los movimientos internos del globo en relación con la corteza terrestre, y echa de ver que se le habían adelantado los antiguos en la exposición. Preguntamos cuál es la más novísima hipótesis acerca de la formación de los yacimientos minerales, y nos dice Hunt que el agua es el disolvente universal, según ya afirmó Tales de Mileto veinticuatro siglos atrás al enseñar que el agua es el originario elemento de todas las cosas. El mismo Hunt, apoyado en la autoridad de Beaumont, trata de los movimientos del globo y de los fenómenos psíquicos del mundo material, diciendo por una parte que “no está dispuesto a conceder que los espiritualistas posean el secreto de la vida orgánica”, mientras que por otra confiesa, a nuestra completa satisfacción, lo que leemos en el pasaje siguiente: “Bajo muy diversos aspectos están relacionados los fenómenos del reino orgánico y los del reino mineral, cuya recíproca dependencia ofrece tan vivo interés que nos concita a vislumbrar la verdad subyacente en las opiniones de los filósofos antiguos que atribuían fuerza vital a los minerales y consideraban el globo terráqueo como organismo vivo, cuyo proceso biológico se manifestaba en las alteraciones de la atmósfera, de las aguas y de las rocas”.
PREJUICIOS CIENTÍFICOS
Todo es empezar. Los prejuicios científicos han llegado últimamente a tales extremos que parece imposible la justicia hecha a la sabiduría antigua en el anterior pasaje. Hace tiempo que se arrinconaron los cuatro elementos, y los químicos del día acuden desolados en busca de nuevos cuerpos simples con que alargar la lista de los ya descubiertos, como polluelo aumentado a la cría pronta a salir del nido. Por su parte el químico Cooke (39) niega la denominación de elementos a los cuerpos simples, porque “no son principios primordiales o substancias existentes por sí mismas y distintas de la de que fue formado el universo... La antigua filosofía griega pudo tener el concepto que de los elementos tuvo, pero las ciencias experimentales no han de admitir otros elementos que los que pueda ver, oler o gustar”. Según esto, la ciencia sólo acepta lo que le entra por ojos, narices y boca. Lo demás, para los metafísicos.
Así es que habríamos de tachar a Van Helmont de ignorante o por lo menos de estacionario discípulo de las escuelas griegas, porque nos dice que si artificialmente cabe convertir una porción de tierra en agua, no es posible que esta alteración la produzca la naturaleza por sí sola, pues los elementos permanecen siempre los mismos. Si Van Helmont y su maestro Paracelso vivieron y murieron en la bendita ignorancia de los futuros sesenta y tres cuerpos simples ¿qué podían hacer, según los científicos del día, sino ocuparse en metafísicas y quiméricas especulaciones expuestas en la ininteligible jerigonza de los alquimistas medioevales? Sin embargo, en su ya citada obra, dice Cooke: “El estudio de la química ha revelado cierto número de substancias de las cuales no ha sido posible extraer otras distintas por ninguno de los procedimientos conocidos. Así, por ejemplo, del hierro no es posible extraer más que hierro... Hace tres cuartos de siglo, no distinguían los químicos entre cuerpos simples y compuestos, porque los antiguos alquimistas no concibieron que el peso es la medida de la materia y que la materia no se aniquila en peso; antes al contrario, creyeron que en las manipulaciones se transformaban misteriosamente las substancias... En suma, se desperdiciaron algunos siglos en vanas tentativas para transmutar en oro los metales viles” (40).
No tenemos ni de mucho la seguridad de que el profesor Cooke, tan versado en química, lo esté igualmente en cuanto supieron o dejaron de saber los alquimistas, ni tampoco en la interpretación de su simbólico lenguaje. Pero comparemos sus anteriores opiniones con las de Paracelso y Van Helmont, según las traducciones inglesas de sus obras. Dicen que el alkahest determina los efectos siguientes:
1.º “Nunca extingue las propiedades virtuales de los cuerpos disueltos en él. Por ejemplo, si el oro se trata por el alkahest se forma una sal de oro; si el antimonio, una sal de antimonio, etc.
2.º El cuerpo manipulado se descompone en tres principios: sal, azufre y mercurio; pero después queda únicamente la sal volátil, que por último se convierte en agua clara.
3.º Todo cuanto el alkahest disuelve se puede convertir en volátil mediante el baño de arena, y si luego de volatilizado el disolvente se destila la substancia soluble, se convierte en agua pura e insípida, pero siempre en cantidad equivalente al original”.
Por su parte dice Van Helmont que el alkahest disuelve los cuerpos más rebeldes en substancias de las mismas propiedades virtuales de peso idéntico al cuerpo disuelto... Destilada repetidas veces esta sal (a que Paracelso llama sal circulatum), pierde toda su fijeza y acaba por convertirse en un agua insípida en cantidad equivalente a la sal de que procede” (41).
PRINCIPIOS ALQUÍMICOS
Las alegaciones de Cooke en pro de la ciencia moderrna con respecto a la fraseología hermética, podrían aplicarse también a la escritura hierática de Egipto que encubre todo cuanto convenía encubrir. Si Cooke trata de aprovecharse de la labor del pasado, ha de de recurrir a la criptografía y no a la sátira. Paracelso, como los demás alquimistas, exprimía su ingenio en la transposición literal y abreviatura de palabras y frases; y así, por ejemplo, escribe sufratur en vez de tártaro, mutrin por nitro, etcétera. Son innumerables las interpretaciones supuestas de la palabra alkahest. Unos creen que era una doble sal de tártaro; otros le daban la misma significación que a la voz alemana antigua algeist, equivalente a espirituoso. Paracelso llama a la sal “centro de agua donde han de morir los metales”; de lo que algunos, como por ejemplo, Glauber, infieren que el alkahest era espíritu de sal. Se necesita mucha osadía para decir que Paracelso y sus colegas ignoraban la distinción entre los cuerpos simples y sus combinaciones, pues aunque no les diesen los mismos nombres que hoy les dan los químicos, obtenían resultados imposibles de lograr sin conocer la índole de las substancias manipuladas. Nada importa el nombre que Paracelso dio al gas resultante de la reacción del hierro y el ácido sulfúrico, si las autoridades en química reconocen que descurbió el hidrógeno (42). Su mérito es el mismo. Y nada tampoco importa que Van Helmont encubriera bajo la denominación de “virtudes seminales” las propiedades inherentes a los elementos químicos que, al combinarse, las modifican temporáneamente sin perderlas en modo alguno, pues no por su enigmático lenguaje dejó de ser el químico más ilustre de su época en parigualdad de mérito con los del día. Afirmaba Van Helmont, que el aurum potabile podía obtenerse por medio del alkahest, salificando el oro de suerte que sin perder sus “virtudes seminales” se disolviera en el agua. Cuando los químicos sepan, no lo que Van Helmont decía que entendía, ni lo que se supone entendía, sino lo que en realidad entendía por aurum potabile, alkahest, sal y virtudes seminales, podrán definir su actitud respecto a los filósofos del fuego y a los antiguos maestros cuyas místicas enseñanzas respetuosamente siguieron. De todos modos, este lenguaje de Van Helmont, aun tomado en sentido exotérico, demuestra que conocía la solubilidad de las combinaciones metálicas en el agua, en lo que basa Hunt su hipótesis acerca de los yacimientos metalíferos. A este propósito dice en una de sus conferencias: “Los alquimistas buscaron en vano el disolvente unviersal; pero nosotros sabemos hoy que el agua, a favor de la presión y la temperatura, y en presencia de ciertos cuerpos muy abundantes en la naturaleza, tales como el ácido carbónico y los carbonatos y sulfatos alcalinos, disuelve las substancias al parecer más insolubles y obra como el alkahest o menstruo universal durante tanto tiempo buscado” (43).
Esto tiene todo el aire de una paráfrasis de Van Helmont o Paracelso, pues ambos alquimistas conocían las propiedades disolventes del agua tan bien como los químicos modernos, y ni siquiera velaban esotéricamente este conocimiento, de lo cual se infiere que no era el agua el disolvente universal a que aludían. Entre las muchas obras de comentario y crítica que sobre la alquimia se conservan todavía, hay una de tonos satíricos de la que entresacamos el siguiente pasaje: “Podrá darnos alguna luz sobre esto la observación de que, para Van Helmont y Paracelso, el agua era el instrumento universal de la química y la filosofía natural, y diputaban el fuego por causa eficiente de todas las cosas. Creían, además, que la tierra entrañaba virtudes seminales, y que el agua, al disolver y fermentar las substancias térreas, como sucede con el fuego, produce todas las cosas y origina los reinos mineral, vegetal y animal” (44).
Los alquimistas conocían por completo la universal potencia disolvente del agua, y en las obras de Paracelso, Van Helmont, Filaleteo, Pantatem, Taquenio y Boyle, se establece explícitamente la propiedad por excelencia del alkahest, ésta es, la de “disolver y transmutar todos los cuerpos sublunares excepto el agua”. No cabe suponer, por lo tanto, que hombre de tan irreprensible conducta y de tan vasto saber como Van Helmont, asegurara formalmente poseer el secreto si únicamente hubiese sido mera presunción de poseerlo (45).
EL TESTIMONIO HUMANO
Acerca de la validez del testimonio humano, que podremos aplicar a este caso, dijo Huxley en una conferencia dada no ha mucho en Nashville: “Forzosamente ha de estar nuestra conducta más o menos influida por las opiniones que nos sugiere el estudio de la historia. Una de estas influencias es el testimonio humano en sus varias modalidades de ocular, tradicional y escrito... Al leer, por ejemplo, los Comentarios de Julio César, daremos crédito a los relatos de sus batallas contra los galos y aceptaremos su testimonio en este punto, pues comprendemos que César no hubiera hecho tales afirmaciones de no ser ciertas”. En consecuencia, es lógico aplicar esta regla de investigación a los casos en que César habla de los augures, adivinos y otros fenómenos psíquicos. Lo mismo debemos decir de Herodoto y demás historiadores antiguos, pues si no fueron espontáneamente verídicos, tampoco se les ha de creer en asuntos meramente profanos, porque falsus in uno, falsus in omnibus. Y por igual razón, si se les da crédito en los asuntos mundanos, también se lo hemos de dar en los espirituales, pues, según dice Huxley, la naturaleza humana fue en la antigüedad lo mismo que es ahora. Los hombres de honrado talento no mienten por el placer de engañar o pervertir a la posteridad.
Una vez determinadas por Huxley las probabilidades de error en el testimonio humano, ya no hay necesidad de discutir la cuestión con respecto a Van Helmont y a su ilustre y calumniado maestro Paracelso. Su comentador Deleuze dice que las obras de Van Helmont tienen mucho de mítico e ilusorio (acaso porque no las entendió debidametne), pero en cambio reconoce que fue hombre de vasta cultura, penetrante juicio y descubridor de grandes verdades, pues dio por vez primera el nombre de gases a los fluidos aeriformes y dejó abierto el camino para las futuras aplicaciones del acero (46). No es posible, por lo tanto, suponer que los experimentadores al quimistas desconociesen los cuerpos simples desde el momento en que combinaban, recombinaba, disolvían y descomponían los ingredientes químicos tal como hoy día se sigue efectuando en los laboratorios. Si tan sólo hubiesen tenido fama de teóricos, nada valdrían nuestros argumentos; pero como ni sus mismos enemigos se atreven a negar los descubrimientos que hicieron, todavía cupiera emplear más enérgico lenguaje si no lo impidiera la imparcialidad. Y como quiera que las facultades morales e intelectuales del hombre han de aquilatarse psicológicamente, puesto que creemos en la elevada naturaleza espiritual, no vacilamos en afirmar que si Van Helmont aseguró formalmente que poseía el secreto del alkahest, nadie tiene derecho a tacharle de farsante ni de visionario sin saber cuál era su verdadero concepto del menstruo universal.
Habla Wallace (47) de la “obstinación de los hechos” y, por lo tanto, en los hechos hemos de apoyarnos para exponer los “milagros” de ayer y los de hoy. Los autores de El Universo invisible han demostrado científicamente la posibilidad de ciertos fenómenos psíquicos mediante la acción del éter universal; y Wallace por su parte ha refutado con estricta lógica las objeciones que Hume, entre otros, levantó contra la posibilidad de dichos fenómenos (48). Crookes ofreció a los escépticos sus experiencias continuadas durante tres años, hasta que se convenció de la verdad por sí mismo. Flammarión, el popular astrónomo francés, añade su testimonio al de Wallace, Crookes y Hare, y corrobora nuestros asertos en el siguiente pasaje:
“Tengo la firme convicción, basada en personales experiencias, de que no saben de qué hablan cuantos niegan la posibilidad de los fenómenos magnéticos, sonambúlicos, mediumnímicos y otros no explicados todavía por la ciencia, pues todo científico habituado a la observación puede cerciorarse absolutamente de la realidad de dichos fenómenos, con tal de que su mente no esté velada por el prejuicio ni sumida en el engaño demasiado frecuente de que conocemos todas las leyes de la naturaleza y es imposible trasponer los límites actualmente establecidos”.
HIPÓTESIS DE COX
Crookes nos refiere la explicación (49) que en los siguientes términos da Sergeant Cox de la fuerza psíquica: “Puesto que el organismo corporal está animado interiormente por una fuerza supeditada o no al espíritu, alma, mente o lo que quiera que constituya el ser individual llamado hombre, es lógico inferir que todo movimiento externo al cuerpo tiene por causa la misma fuerza que produce el movimiento en el interior del cuerpo. Y así como esta fuerza externa suele estar dirigida por la inteligencia, también esta inteligencia dirige la fuerza interna”.
Para mejor comprender el pensamiento de Sergeant Cox en esta hipótesis, la dividiremos en cuatro proposiciones:
1.ª La fuerza productora de los fenómenos psíquicos procede del médium y por consiguiente dimana de él.
2.ª La inteligencia que dirige la fuerza productora del fenómeno podría ser distinta de la inteligencia del médium; pero como no hay prueba suficiente de ello, es muy probable que la inteligencia directora sea la del médium (50).
3.ª La fuerza que mueve la mesa es idéntica a la que mueve el cuerpo del médium.
4.ª Los espíritus de los difuntos para nada intervienen en la producción de los fenómenos psíquicos.
Antes de examinar estas opiniones de Cox conviene advertir que nos vemos situados entre dos opuestas parcialidades: los que creen y los que no creen en la intervención de los espíritus de los difuntos, pues mientras la masa vulgar de espiritistas atribuye con enormes tragaderas a los espíritus desencarnados el más leve ruido y el más ligero movimiento que notan en las sesiones del centro, los escépticos niegan toda manifestación de los espíritus, por la sencilla razón de que no creen en ellos. Así, pues, ni unos ni otros están dispuestos a estudiar el asunto con la serenidad que su importancia requiere.
Ciertamente, la fuerza productora de los movimientos internos es la misma que la productora de los movimientos externos; pero la identidad no pasa de aquí, como se advierte considerando, por ejemplo, que el principio vital que anima el cuerpo de Cox es el mismo que anima el del médium, y sin embargo, ni éste es aquél ni aquél es éste.
Esta fuerza que lo mismo da llamar psíquica como quieren Cox y Crookes, o darle cualquier otro nombre, no procede del médium, sino que se actualiza por mediación de él. Es imposible que dimane del médium en los casos de levitación sin contacto y demás fenómenos que denotan actuación inteligente. Saben los espiritistas que cuanto más pasivo es el médium más activas son las manifestaciones, y por lo tanto no cabe negar la intervención de una deliberada y consciente voluntad en los casos en que la fuerza psíquica levanta del suelo masas inertes, las mueve en determinadas direcciones por el aire y las vuelve a dejar en el suelo, evitando todo obstáculo. Esta fuerza no puede dimanar del médium, que permanece en pasividad durante el experimento, pues si dimanase de él, sería éste un mago consciente y no pasivo instrumento de invisibles entidades inteligentes. Tan absurdo es suponer que la fuerza psíquica dimana del médium, como que el vapor encerrado en una marmita fuese capaz de levantarla, a menos de estallar, o que la electricidad acumulada en una botella de Leyden, la moviese de sitio. Todo indica que la fuerza operante sobre los objetos externos en presencia del médium tiene su fuente más allá de él. Podemos compararla con el hidrógeno que vence la inercia del aerostato. El gas acumulado en el interior del globo, por la inteligente dirección del aeronauta, llega a prevalecer sobre la gravedad de su masa. Análogamente produce la fuerza psíquica de los fenómenos de levitación, y aunque de naturaleza idéntica a la materia astral del médium, no es su misma materia astral, porque durante el experimento permanece aquél en sopor cataléptico, si tiene verdaderas facultades mediumnímicas. Por lo tanto, el primer extremo de la hipótesis de Cox es erróneo, porque se funda en un falso principio de mecánica, al paso que nuestros argumentos se apoyan en la observación de los fenómenos levitantes.
Para admitir la hipótesis de la fuerza psíquica, es preciso que explique satisfactoriamente los movimientos y levitaciones de los cuerpos sólidos.
Acerca del segundo extremo, negamos que no haya prueba suficiente de que la fuerza productora de los fenómenos esté dirigida algunas veces por inteligencia distinta de la del médium. Al contrario, hay multitud de testimonios comprobatorios de que en la mayoría de los casos ninguna influencia tiene la mente del médium en los fenómenos, por lo que no puede pasar sin reparo la temeraria afirmación de Cox en este punto.
También nos parece ilógico el tercer extremo; porque si el cuerpo del médium no genera, sino que tan sólo transmite la fuerza productora de los fenómenos dirigida por su espíritu, alma o mente (cuestión que no han dilucidado ni mucho menos las investigaciones de Cox), no hay razón para inferir que este mismo espíritu, alma o mente deba también levantar muebles y golpear el alfabeto. Del cuarto extremo, o sea que si los espíritus de los difuntos intervienen o no en las manifestaciones psíquicas, trataremos más extensamente en otro capítulo.
EL CUERPO ASTRAL
Los filósofos iniciados en los Misterios decían que el alma astral es el incoercible duplicado del cuerpo denso, el periespíritu de los espiritistas kardecianos, o la forma-espíritu de los no reencarnacionistas. Sobre este duplicado o molde interno, se cierne el espíritu divino que lo ilumina como el sol a la tierra y fecunda el germen de las cualidades latentes. El cuerpo astral está contenido en el físico, como el éter en una botella o el magnetismo en el imán. Es un mecanismo alimentado por el depósito universal de fuerza y sujeto a las mismas leyes que rigen todos los fenómenos de la naturaleza. Su inherente actividad produce las incesantes operaciones biológicas del organismo carnal, y cuando éste se desgasta por el uso, sale de él, porque es prisionero y no voluntario morador del cuerpo físico. La univesal fuerza externa le atrae tan poderosamente que al gastarse la cáscara escapa de ella. Cuanto más robusto, denso y grosero es el cuerpo físico, más largo es el encarcelamiento del astral; pero algunos nacen con organización a propósito para abrir la puerta que comunica con la luz astral, de modo que su alma se asome al mundo astral y se restituya después a su encierro. Los conscientes y voluntariamente capaces de ello, se llaman magos, hierofantes, videntes, profetas y adeptos, y los que sin voluntad ni conciencia propia tienen predisposición a actuar en el mundo astral por la influencia de un hipnotizador o de una entidad espírita se llaman medianeros o médiums. Cuando el cuerpo astral se libra de obstáculos, queda tan poderosamente atraído por la imánica fuerza universal, que a veces levanta consigo el estuche de carne y lo mantiene suspendido en el aire hasta que recobra su acción la gravedad de la materia.
Todo movimiento, sea de un cuerpo vivo o de un cuerpo inorgánico, requiere tres condiciones: voluntad, fuerza y materia, que pueden transmutarse de conformidad con el principio de la conservación de la energía dirigida, o mejor dicho, cobijada por la Mente divina de que tan insidiosamente se empeñan los escépticos en prescindir, pero sin cuya presidencia no se moverían los gusanillos en la tierra ni al beso de la brisa las hojas del árbol. Los científicos llaman leyes cósmicas a las modalidades de energía y de materia y las consideran inmutables e invariables en su acción; pero más allá de estas leyes hemos de inquirir la causa inteligente que al establecer el régimen infundió en ellas su conciencia. nO es posible concebir una causa primera, una voluntad universal, Dios en suma, si no le atribuimos inteligencia.
Ahora bien: ¿cómo se manifestaría la voluntad a un tiempo consciente o inconscientemente, es decir, con inteligencia y sin ella? La mente no puede estar separada de la conciencia, entendiendo por tal, no la conciencia física, sino una cualidad del principio senciente del alma, que puede actuar aun cuando el cuerpo físico esté dormido o paralizado. Si, por ejemplo, levantamos mquinalmente el brazo, creemos que el movimiento es inconsciente porque los sentidos corporales no aprecian el intervalo entre el propósito y la ejecución. Sin embargo, la vigilante voluntad generó fuerza y puso el brazo en movimiento. Nada hay, ni siquiera en los más vulgares fenómenos mediumnímicos, que confirme la hipótesis de Cox; pues si la inteligencia denotada por la fuerza no prueba que lo sea de un espíritu desencarnado, menos todavía podrá serlo del inconsciente médium. Crookes refiere algunos casos en que la itneligencia manifestada en el fenómeno, no podía atribuirse a ninguno de los circunstantes. Por ejemplo, cuando después de tapar con el dedo una palabra impresa que ni él mismo sabía cuál era, apareció correctamente escrita en la tablilla (51). Si negamos la intervención de una entidad espírita, no cabe explicareste caso de otro modo que por clarividencia; pero como los científicos niegan esta facultad, han de verse cogidos en el otro término del dilema, so pena de admitir la clarividencia, según la entienden los cabalistas, a no ser que prefieran entercarse en el hasta hoy vano empeño de forjar una hipótesis que explique satisfactoriamente el fenómeno. Pero aun admitiendo que la palabra en cuestión hubiese sido leída por clarividencia, ¿cómo explicar las comunicaciones mediumnímicas de tan adivinatorio carácter? ¿Qué hipótesis esclarece el misterio de las facultades proféticas del médium que vaticina sucesos ignorados de él y de cuantos le escuchan? Verdaderamente habrá de recomenzar Cox sus investigaciones
FUERZA CIEGA O INTELIGENCIA
Según ya dijimos, la fuerza psíquica de los modernos, de naturaleza idéntica al fluido terrestre o sidéreo de los antiguos oráculos, es en sí una fuerza ciega. Cuando, por ejemplo, dos interlocutores sostienen un diálogo, su voz se transmite por las vibraciones de la misma masa de aire y en esto se conoce que están hablando. De la propia suerte, cuando el médium y la entidad espírita se comunican a través de un mismo agente, inferimos que hay allí una itneligencia en actuación, pues así como el aire es necesario para la transmisión del sonido, así también se necesitan corrientes etéreas o de luz astral, inteligentemente dirigidas, para la producción de los fenómenos psíquicos. En el vacío pneumático no podrían los interlocutores comunicarse sus pensamientos de viva voz, porque allí no hay aire que vibre. Análogamente tampoco podrá producirse manifestación alguna cuando un experto y potente hipnotizador haga el vacío psíquico en torno del médium, a no ser que otra inteligente voluntad, más poderosa todavía, venza la inercia astral establecida por el hipnotizador. Los antiguos acertaron a distinguir entre la actuación ciega y la actuación itneligente de una misma fuerza.
Plutarco, sacerdote de Apolo, insinúa la dual modalidad del fluido oracular (gas subterráneo mezclado con substancias intoxicantes de propiedades magnéticas), en el siguiente apóstrofe: “¿Quién eres tú? Sin que Dios te hubiese creado y puesto en vigor; sin el espíritu que por orden de Dios te rige y gobierna serías impotente. Nada podrías hacer porque por ti mismo eres vano soplo” (52). Así también, sin la inteligencia dominante fuera vano soplo la fuerza psíquica.
Afirma Aristóteles, que las emanaciones astrales del interior de la tierra son causa suficiente para vivificar por intususcepción plantas y animales. A este mismo propósito, movido Cicerón de justa cólera contra los escépticos de su tiempo, les redarguye diciendo: “Hay algo más divino que las exhalaciones de la tierra, que conmueven el alma humana hasta el punto de consentirle la predicción del porvenir. ¿Podrá la mano del tiempo desvanecer tal virtud? ¿Creéis que os hablo de algún vino exquisito o de algún manar sabroso”? (53). No creemos que los modernos investigadores presuman de más sabios que Cicerón y aseguren que se ha desvanecido la fuerza eterna y agotado las funetes de la profecía.
Según parece, los profetas de la antigüedad explayaban su inspirada sensibilidad por el directo efluvio de la emanación astral, o bien por una especie de flujo húmedo que surgía de la tierra, con el que se daba a entender la materia astral de que en esta luz forman las almas su temporánea envoltura. El mismo concepto expresa Cornelio Agripa cuando dice que los fantasmas son de naturaleza vaporosa y húmeda: “in spirito turbido humidoque” (54).
Hay dos linajes de profecía: la consciente, propia de los magos, capaces de ver en la luz astral, y la inconsciente, debida a la inspiración. A esta segunda clase pertenecen los profetas bíblicos y los mediumnímicos. Sobre el parituclar dice Platón: “Ningún hombre tiene inspiración profética cuando está en sus propios sentidos, sino que es necesario para ello que su mente se halle poseída por algún espíritu... hay quien presume de profeta y no es más que repetidor, por lo que de ningún modo se le debe llamar profeta, sino transmirsor de visiones y profecías” (55).
Insistiendo en sus argumentos, dice Cox: “Los más ardientes espiritistas admiten la fuerza `síquica bajo la impropia denominación de magnetismo (con el cual no tiene analogía alguna), porque afirman que los espíritus de los difuntos sólo pueden realizar los actos que se atribuyen valiéndose del magnetismo (fuerza psíquica) del médium” (56).
EL MÉDIUM CONDUCTOR
Con otra mala inteligencia tropezamos aquí al dar nombres distintos a la misma energía. Si hasta el siglo XVIII no formaron cuerpo de ciencia los estudios sobre la electricidad, ¿diremos que esta energía no existió antes de entonces, cuando bien pudiera demostrarse que ya la conocieron los hebreos? Pues de la propia suerte han sido siempre idénticos el magnetismo y la electricidad, por más que las ciencias experimentales no advirtieran esta identidad hasta el año 1819. Si una barra de acero puede imanarse por la acción de una corriente eléctrica, cabe admitir también que en las sesiones espiritistas es el médium el conductor de una corriente, de modo que la inteligencia directora de la fuerza psíquica determina flujos eléctricos en las ondas etéreas, y valiéndose del médium, como conductor, actualiza el magnetismo latente en la atmósfera del salón de sesiones. La palabra magnetismo es tan propia como otra cualquiera, mientras la ciencia descubre algo más que un agente hipotético dotado de propiedades problemáticas.
A este propósito dice Cox: “La diferencia entre los partidarios de la fuerza psíquica y los espiritistas, consiste en que para nosotros no hay todavía suficiente prueba de un agente director distinto de la inteligencia del médium, ni hay tampoco prueba alguna de la actuación de los espíritus de los muertos” (57).
De completo acuerdo estamos con Cox en uanto a la falta de pruebas de la intervención de los espíritus de los muertos, pero en lo que al otro extremo atañe no deja de ser extraña la negativa desde el momento en que abogan por la contraria un caudal de hechos, según se infiere de las siguientes palabras de Crookes: “En mis notas hallo tal superabundancia de pruebas y un sin fin de testimonios tan aplastantes, que podría llenar con ellos varios números de la revista trimestral” (58).
Pero veamos alguna de esas pruebas abrumadoras:
1.ª El movimiento de cuerpos muy pesados, sin contacto ni esfuerzo mecánico.
2.ª La percusión y otros sonidos.
3.ª Alteración del peso de los cuerpos.
4.ª Movimiento de los cuerpos pesados a distancia del médium.
5.ª Levitación de muebles sin contacto.
6.ª Levitación de personas (59).
7.ª Apariciones luminosas (60).
8.ª Aparición de manos luminosas o visibles a la luz astral.
9.ª Escritura directa por manos luminosas, aisladas y movidas inteligentemente.
10.ª Apariciones y figuras espectrales (61).
Todos estos fenómenos presenció y comprobó Crookes en su propia casa, con la suficiente escrupulosidad de observación para dar cuenta de ellos a la Sociedad Real de Londres, sin que el resultado correspondiera a sus convicciones, según confiesa en la citada obra.
Además de los fenómenos enumerados, refiere Crookes otros especiales en que le parece advertir la intervención de una inteligencia externa.
EL LÁPIZ Y LA REGLA
Dice a este propósito: “He visto a la médium, señorita Fox, dar una comunicación escrita y simultáneamente otra por golpes alfabéticos, mientras conversaba con un tercero sobre asuntos del todo distintos de los anteriores... En otra sesión en que médium era Home, estando la sala a toda luz, atravesó por el aire una regla de escritorio que se vino hacia mi derecha para darme una comunicación. Iba yo pronunciando una tras otra las letras del alfabeto y al llegar a la necesaria para componer la palabra, me golpeaba la regla en la mano sin que el médium pudiera moverla, pues se hallaba a bastante distancia. Entonces pregunté si la misma regla podría golpearme la mano para dar la comunicación según el alfabeto Morse, y en efecto, así lo hizo, con la particularidad de que nadie había allí que conociese el alfabeto Morse y aun yo no lo dominaba por completo. Esto me convenció de que forzosamente daba la comunicación un experto manipulador del aparato Morse, quienquiera que fuese... Poco después, en mi propio aposento y a plena luz, manifesté el deseo de que la misma regla diese otra comunicación. Había sobre la mesa un lápiz, una regla de madera y varias hojas de papel. De pronto, se mueve el lápiz a saltos inseguros hacia el papel y cae sobre éste. Nuevamente vuelve a levantarse y a caer por tres veces, hasta que la regla de madera se levantó unos cuantos centímetros sobre lamesa y se movió hacia el lápiz, que entonces se levantó de nuevo y advertí que regla y lápiz en recíproco apoyo se esforzaban en escribir sobre el papel sin conseguirlo; pero tras dos infructuosas tentativas, observé que la regla regresaba a su sitio y el lápiz caía sobre la mesa. Acto continuo recibí una comunicación alfabética que decía: “Hemos intentado hacer lo que pedíais, pero se nos han agotado las fuerzas”. El plural hemos se refería evidentemente a los aliados esfuerzos inteligentes del lápiz y la regla, de lo que se infiere la intervención de dos fuerzas psíquicas”.
En este caso, nada denota que el agente director fuese la inteligencia del médium, antes al contrario, hay indicios de que espíritus de difuntos, o entidades inteligentes e invisibles, movían la regla y el lápiz. Ciertamente que tan impropio es llamar magnetismo como fuerza psíquica a la causa de este fenómeno, pero es más aplicable la primera denominación, porque los fenómenos del magnetismo o hipnotismo trascendental son de la misma índole que los espírtas. El círculo encantado del barón Du Potet y de Regazzoni está tan en pugna con la fisiología, como la levitación de objetos sin contacto pueda estarlo con la mecánica. En el círculo encantado, los experimentadores, entre los cuales había algunos académicos, no pudieron atravesar la curva trazada con yeso en el pavimento por el barón Du Potet; y un general ruso, famoso por su escepticismo, que quiso atravesarla, cayó presa de violentas convulsiones. Este fenómeno es análogo al de la mesa de poco peso que no pueden levantar varios hombres fornidos, y antes la rompen con sus esfuerzos. En ambos casos, el fluido magnético o fuerza psíquica de Cox opone resistencia a la incursión en el círculo limitado por la circunferencia de yeso, y comunica extraordinaria pesantez a la endeble mesa. Por lo tanto, de la analogía de efectos se infiere lógicamente la analogía de causas, sin que en buen juicio valga objeción alguna contra ello, pues aunque se negaran los hechos, subsistiría la verdad del principio. Tiempo hubo en que todas las corporaciones académicas de la cristiandad negaban la existencia de las montañas lunares, y de loco tacharan los académicos a quien se hubiese atrevido a decir que la vida alienta con mayor profusión en las profundidades oceánicas que en las alturas atmosféricas.
El piadoso abate Almignana solía decir en presencia de las mesas semovientes: “si el diablo afirma, de seguro miente”. Tal vez podamos parafrasear el aforismo diciendo: “si los científicos niegan, verdad segura”.
CAPÍTULO VII
¡Oh Tú, Causa primera, la menos comprendida!
POPE.
¿Por qué estra placentera esperanza, este hondo deseo,
este ardiente anhelo de inmortalidad? ¿Por qué el secreto
temor, el íntimo espanto de caer en la nada? ¿Por qué se
encoge el alma en sí misma y tiembla a la sola idea de
aniquilación? Es la divinidad que en nuestro interior se agita.
Es el cielo que señala nuestro porvenir y revela la inmortalidad
del hombre. ¡Oh eternidad! Encantadora y pavorosa
Idea.
ADDISON.
Hay otro mundo mejor.
KOTZEBÜE. – El Extranjero.
Después de conceder espacio a las encontradas opiniones de los científicos respecto de los fenómenos psíquicos, justo es atender a las teorías de los alquimistas medioevales, quienes, salvo raras excepciones, profesaban en este punto las mismas doctrinas que los antiguos filósofos, resumidas en la alquimia; la cábala caldeo-hebraica, los sistemas esotéricos de los magos y de los pitagóricos, y posteriormente las enseñanzas de los neoplatónicos y teurgos. Más adelante examinaremos las ideas de los gimnósofos indos y de los astrólogos caldeos, sin descuidarnos de poner de manifiesto las capitales verdades subyacentes en las mal comprendidas religiones de la antigüedad. Los cuatro elementos de nuestros antepasados: tierra, aire, agua y fuego, significan para el estudiante de alquimia y magia o psicología antigua, algo que jamás sospecharon los filósofos modernos. Conviene advertir que la llamada nigromancia o espiritismo, en cuanto atañe a la evocación de los difuntos, es práctica universalmente difundida en todos los países desde la más remota antigüedad.
Enrique More, catedrático de la universidad de Cambridge, que no era alquimista ni mago ni astrólogo, sino sencillamente un insigne filósofo, gozaba de universal aprecio por su profundo saber y creía firmemente en sortilegios y hechicerías. Sus ingeniosos argumentos en pro de la inmortalidad del espíritu humano, se fundan en la filosofía pitagórica aceptada por Cardan, Van Helmont y otros místicos. Según sus enseñanzas, todas las cosas proceden del increado espíritu a que llamamos Dios, lasubstancia suprema, por emanación causativa. Dios es la substancia primaria y todo lo demás la secundaria. Dios emanó la materia dotándola de poder semoviente, por lo que si bien es Dios la causa de la materia y del movimiento, podemos decir, sin embargo, que la materia se mueve por sí misma. El espíritu de Dios es, por lo tanto, una substancia indiscernible que puede moverse, infundirse, contraerse, dilatarse y también penetrar, mover y alterar la materia, su tercera emanación (1). Creía More en las apariciones y afirmaba resueltamente la individualidad del alma humana cuya memoria y conciencia persisten en la vida futura. Dice que “el cuerpo astral consta, al dejar el físico, de dos distintos vehículos: el aéreo y el etéreo. Mientras el espíritu desencarnado actúa en el vehículo aéreo está sujeto al hado, esto es, a la culpa y a la tentación, pues le queda el apego a los intereses terrenos y no es completamente puro hasta que desecha este vehículo, propio de las bajas esferas, y se eterifica, pues sólo entonces se convence de su inmortalidad, porque un cuerpo tan transparentemente luminoso como el etéreo, no proyecta sombra alguna. Cuando el alma llega a esta condición se substrae al hado y a la muerte. Esta trascendente condición de divina pureza era el único anhelo de los pitagóricos”.
A los escépticos de su tiempo los trata More con despectivo rigor. De Scot, Adie y Webster, dice que son “santos de nuevo cuño y fiscales jurados de las brujas que contra toda razón, a pesar de los intérpretes y de la misma Escritura, ven en Samuel un bribón redomado”. Y termina diciendo: “¿A quién hemos de creer? ¿A la Escritura o a esos payasos henchidos de orgullosa ignorancia y vanidosa y estúpida incredulidad? Que cada cual juzgue como le parezca” (2) .
¿Qué lenguaje hubiera empleado este eminente teólogo contra los escépticos de nuestros días?
OPINIÓN DE DESCARTES
Descartes, aunque adorador de la materia, era ardiente partidario de la teoría magnética y hasta cierto punto de la alquimia. Su concepto del universo tenía no poca semejanza con el de otros insignes filósofos. Según él, está lleno el infinito espacio de una materia fluida elemental, única fuente de toda vida, que envuelve a los astros y los mantiene en continuado movimiento. Los vórtices de Descartes entrañan el mismo concepto que las corrientes magnéticas de Mesmer, y sobre esto dice Ennemoser, que la semejanza entre ambas hipótesis es más notable de lo que presumen quienes no han estudiado cuidadosamente el asunto (3).
El conspicuo filósofo Poiret- Naudé profesó asimismo la teoría magnética y fue uno de sus primeros propagadores (4). En sus obras está plenamente vindicada la filosofía mágico-teosófica.
El conocido doctor Hufeland dejó escrita una obra sobre magia (5) en que expone la teoría de la atracción magnética entre los hombres, los animales, las plantas y los minerales, corroborando el testimonio de Campanella, Van Helmont y Servio, en lo referente a la simpatía entre las diversas partes de los cuerpos orgánicos e inorgánicos.
Estas mismas ideas declara Tenzel Wirdig en sus obras, con mayor claridad, lógica y vigor que cuantos místicos trataron del mismo asunto. En su famosa obra: Nueva medicina espiritual, demuestra que la naturaleza entera está animada, fundándose en la magnética atracción universal a que da el nombre de “armonía de los espíritus”. Según él, cada cosa atrae a su semejante y propende hacia las de índole simpática con la suya. De las mutuas simpatías y antipatías se origina el continuado movimiento del universo, y la incesante comunión entre cielos y tierra engendra la armonía universal. Todas las cosas viven y mueren por efecto del magnetismo y se influyen recíprocamente a pesar de la distancia, de modo que la fuerza de atracción y repulsión determina el estado normal o morboso de los congéneres (6).
Kepler, el precursor de Newton en el descubrimiento de fundamentales principios científicos, entre ellos el de la gravitación universal (7), aceptaba la enseñanza cabalística de que los espíritus planetarios son entidades inteligentes residentes en los planetas, que están habitados por seres espirituales cuya influencia se deja sentir en los moradores de los planetas más densamente groseros, y en particular de nuestro globo (8). Pero así como esta hipótesis de las planetarias influencias espirituales quedó suplantada por la de los vórtices del materialista Descartes, algún día prevalecerán sobre esta última las de las corrientes magnéticas inteligentemente dirigidas por el ánima mundi.
El erudito filósofo italiano Juan Bautista Porta recibió de la crítica el mismo trato que sus colegas, no obstante haber demostrado el ningún fundamento de las imputaciones que de superstición y hechicería se lanzaban contra la magia. Este célebre alquimista dice en su obra: Magia natural, que los fenómenos de ocultismo tienen por fundamento el alma del mundo que solidariza todas las cosas. Añade que el espíritu humano es de la esencia de la luz astral, y que como ésta actúa en simpática armonía con la naturaleza toda, nuestros cuerpos sidéreos alcanzan a operar mágicas maravillas con tal de conocer los elementos a propósito. Declara que la piedra filosofal, de cuya posesión se han jactado muchos para asombrar a las gentes, la encontraron felizmente unos pocos, e insinúa algo de la significación espiritual de esta piedra.
MAGNETISMO UNIVERSAL
El monje Kircher, de la escuela mística, expuso en 1654 una completa teoría del magnetismo universal (9), basada en muchos puntos insinuados por Paracelso. Define el magnetismo en oposición al concepto de Gilbert, que considera la tierra como un enorme imán, y arguye en contra, diciendo que si bien toda partícula terrestre y toda fuerza invisible e incoercible son magnéticas, no es ello razón bastante para afirmar que la tierra sea un imán, pues en el universo sólo hay un imán, del que procede el magnetismo de cuanto existe. Este imán es, por supuesto, lo que los cabalistas llaman sol espiritual, esto es, Dios. Afirmaba Kircher que el sol, la luna, los planetas y las estrellas son sumamente magnéticos, pero por inducción, por efecto de moverse en el fluido magnético del universo o sea en la luz espiritual. Demuestra, además, la misteriosa simpatía entre los seres de los tres reinos de la naturaleza, con infinidad de ejemplos comprobados, algunos posteriormente, aunque la mayor parte no sólo no lo han sido, sino que se les ha negado posibilidad gracias a la tradicional dcautela y equívoca lógica de los científicos. Establece Kircher la distinción entre el magnetismo mineral y el animal o zoomagnetismo, diciendo que excepto en el caso de la piedra imán, todos los minerales han de estar magnetizados por la mayor potencia del magnetismo animal, que a su vez recibe esta virtud de la primera causa creadora. Por ejemplo, una aguja puede quedar magnetizada en la mano de un hombre de recia voluntad, y el ámbar adquiere esta potencia más por el frote de la mano humana que por otro medio cualquiera; y así es que el hombre puede comunicar su propia vida y animar hasta cierto punto los cuerpos inanimados. A esto llaman hechicería los necios. El sol es el cuerpo más magnético de todos (10) y así lo entendieron los filósofos antiguos, pues echaron de ver que las emanaciones del sol atraían todas las cosas que por su influencia reciben el poder de atracción. En prueba de ello cita algunas plantas que denotan mayor atracción hacia el sol y otras hacia la luna. Entre las primeras tenemos la llamada githymal, que sigue fielmente al sol aun cuando esté nublado. La flor de acacia abre los pétalos al salir el sol y los cierra a la puesta. Lo mismo hacen el loto egipcio y el girasol de Europa. La hierbamora ofrece análoga particularidad respecto de la luna.
Como ejemplo de las simpatías y antipatías entre los planetas, cita Kircher la aversión de la vid por las berzas y su amor al olivo; la simpatía del ranúnculo por el lirio y la de la ruda por la higuera. En prueba de antipatía cita los renuevos del granado mexicano, cuyos trozos, al cortarlos, se repelen como movidos de implacable hostilidad. Opina Kircher, por otra parte, que los sentimientos y emociones son mudanzas de la condición magnética del individuo, es decir, que la ira, los celos, la amistad, el amor y el odio provienen de la alteración del ambiente que constituye nuestro campo de emanaciones magnéticas. El amor es uno de los sentimientos que ofrecen tan diversos aspectos como el amor maternal y el del artista por su arte. Tanto el amor como la amistad son manifestaciones de simpatía entre naturalezas congeniantes. Para Kircher, el magnetismo de amor puro es la causa eficiente de todas las cosas creadas. El amor sexual es de naturaleza eléctrica y lo llama amor febris species, la fiebre de la especie. Distingue Kircher dos clases de atracción magnética: la simpatía y la fascinación; una santa y natural; otra siniestra y artificiosa. A esta última atribuye el poder del sapo que sólo con abrir la boca atrae a la víctima que se precipita en sus fauces. El ciervo y otros rumiantes menores se ven impelidos irresistiblemente hacia la boa que los fascina, y el pez torpedo entorpece el brazo del pescador con sus descargas.
El provechoso ejercicio de la facultad magnética, requiere tres condiciones:
1.ª Nobleza de alma.
2.ª Voluntad robusta e imaginación intensa.
3.ª Un sujeto más débil que el magnetizador.
El hombre inmune a las tentaciones del mundo y de la carne puede curar magnéticamente enfermedades tenidas por incurables y adquirir clarividencia profética. Hasta aquí las teorías de Kircher.
INFLUENCIA DEL AMBIENTE
Un raro libro del siglo XVII nos da curioso ejemplo de la magnética atracción universal en las notas de viaje y relato oficial enviado al rey de Francia por su embajador el señor de Loubère, acerca de lo que había visto en el reino de Siam. Dice así: “En Siam hay dos peces de agua dulce, llamados pal y cadi que cuando se les pone a cocer en la olla siguen el movimiento de la marea subiendo y bajando en relación con el flujo y reflujos (11)”. Loubère hizo varios experimentos con estos peces, en compañía del ingeniero Vincent, cuyo testimonio da visos de certeza a este fenómeno que algunos tachan de patraña. Precisamente en los países incultos debemos interrogar con mayor solicitud a la naturaleza y observar los efectos de la sutilísima energía a que los antiguos llamaron alma del mundo. Tan sólo en las comarcas de Oriente, en las vastas e inexploradas regiones asiáticas, encontrará el estudiante de psicología alimento bastante para satisfacer su hambre de verdad; porque la atmósfera de las ciudades populosas está viciadísima por el humo de las fábricas, locomotoras y vapores, aparte de las miasmáticas exhalaciones de vivos y muertos. La naturaleza, lo mismo que el hombre, está influida en su actuación por el medio ambiente, y el poderoso aliento de la correlación de fuerzas puede ser aminorado, impedido y contrarrestado en determinadas ocasiones como si fuese un ser humano. No tan sólo el clima, sino las ocultas influencias que cotidianamente recibe, modifican la naturaleza psicolfísica del hombre, de la propia suerte que la constitución de la materia llamada inorgánica, hasta extremos no sospechados por la ciencia. Así resulta que el Diario Médico-Quirúrgico de Londres aconseja a los cirujanos que no llevan lancetas a Calcuta, pues se sabe por personales experiencias que el acero inglés no resiste el clima de la India. Análogamente, un manojo de llaves de fabricaión inglesa o norteamericana se enmohecen a las veinticuatro horas de estar en Egipto, al paso que los objetos de acero del país no se oxidan. También se ha visto que un samano de Siberia, que había ejercido notablemente sus facultades psíquicas entre sus compatriotas, las fue perdiendo hasta quedar sin ellas en el nebuloso y humeante Londres. Si el organismo humano no es menos sensible que un pedazo de acero a las influencias climatológicas, ¿a qué dudar del testimonio de los viajeros que vieron al samano realizar cotidianamente asombrosos fenómenos en su país natal, y a qué negar la posibilidad de estos fenómenos tan sólo porque no pudo realizarlos en París y Londres? Wendell demuestra en su conferencia sobre las Artes perdidas, que el cambio de clima influye en la naturaleza psíquica del hombre, y que los orientales superan en agudeza de sentidos a los europeos. Dice Wendell que los tintoreros de Lyon, tan excelentes en su arte, sospechan que hay un delicado matiz azul, invisible para los europeos, al paso que en Cachemira elaboran las muchachas chales de 150.000 pesetas con trescientos matices distintos, que los europeos no sólo son incapaces de obtener, sino ni siquiera de distinguir. Si tan enorme es la diferencia entre la agudeza sensoria de ambas razas, bien pudiera ocurrir lo mismo en cuanto a facultades psíquicas. Además, las muchachas de Cachemira ven objetivamente matices que los europeos no pueden ver y, sin embargo, existen; por lo tanto, posible es también que las personas dotadas de la misteriosa facultad de la doble vista vean lo que ven, tan objetivamente como la muchacha de Cachemira, y en vez de ser sus visiones imaginativas quimeras, sean, por el contrario, reflejos de personas y cosas reales impresas en el éter astral, según enseñaron los antiguos filósofos y los Oráculos Caldeos, y lo sospecharon algunos investigadores modernos como Babbage, Jevons y los autores de El Universo Invisible. A este propósito, dice Paracelso: “Tres espíritus actúan en el hombre y tres mundos lanzan sobre él sus luminosos rayos; pero los tres son imagen y eco de un solo principio productor. El primer espíritu es el de los elementos (12); el segundo es el de las estrellas (13); el tercero es el espíritu divino (14)”. Como nuestro cuerpo físico contiene “substancia terrestre primaria”, según la denomina Paracelso, podemos convenir con los investigadores científicos, en que las vidas de los organismos vegetal y animal se contraen a un mero proceso físicoquímico. Esta opinión corrobora la de los antiguos filósofos y de la Biblia mosaica, según la cual, el cuerpo del hombre es de polvo y en polvo se ha de convertir, aunque el memento homo quia pulvis es et in pulverem reverteris, nada tiene que ver con el alma.
LA TRÍADA MICROCÓSMICA
El hombre es un mundo minúsculo, un microcosmos en el macrocosmos, de cuya matriz le tienen suspendido sus tres espíritus; pero mientras el cuerpo terrestre está en constante armonía con su madre tierra, el cuerpo astral actúa en consonancia con el alma del mundo. Uno está en otra como estotra en aquél, porque el omnipenetrante elemento universal llena el espacio y es el mismo espacio ilimitado e infinito. El tercer espíritu, el espíritu divino, es un rayo infinitesimal, una de las innumerables radiaciones de la Causa suprema, de la Luz espiritual del mundo. Tal es la trinidad de la naturaleza, así orgánica como inorgánica, espiritual y física, que son tres en una. A este propósito dice Proclo que la primera mónada es el Dios eterno; la segunda la eternidad, y la tercera el paradigma o modelo del universo. Las tres constituyen la Tríada inteligible. Todas las cosas del universo manifestado proceden de esta Tríada microcósmica en sí misma y se mueven en majestuosa procesión por los campos de la eternidad en torno del sol espiritual, como los planetas se mueven alrededor del sol visible. La Mónada pitagórica que “reside en soledad y tinieblas” es en este mundo, invisible, impalpable e indemostrable para la ciencia experimental. Sin embargo, el universo entero seguirá gravitando en su torno como desde el origen del tiempo, y a cada segundo que transcurre, el hombre y el átomo se acercan más y más al solemne momento de la eternidad en que la invisible Presencia aparezca clara a su vista espiritual. Cuando hasta la más sutil partícula de materia quede eliminada de la última forma constitutiva del postrer eslabón de la doble cadena que a través de millones de edades, en sucesivas transformaciones, impelió a la entidad evolucionante, y ésta se revista de su primordial esencia idéntica a la del Creador, entonces el impalpable átomo orgánico terminará su jornada, y los hijos de Dios prorrumpirán en exclamaciones de júbilo por la vuelta del peregrino.
Dice Van Helmont: “El hombre es el espejo del universo y su trina naturaleza está relacionada con todas las cosas. Todo ser viviente participa de la voluntad del Creador que dio el primer impulso a lo creado; pero al hombre, por su adicional espiritualidad, le corresponde mayor participación, y de su grado de materialidad depende la conciencia o inconciencia en el ejercicio de sus facultades mágicas aplicadas a los demás seres que con él comparten la potencialidad divina. El consciente y pleno ejercicio de estas facultades le capacita para dominar y guiar el alma universal (magnale magnum); pero en la mayor parte de los hombres y en los animales, vegetales y minerales, obra por sí mismo el fluido etéreo qu en todo penetra y los mueve con directos impulsos. Las criaturas sublunares, formadas del magnale magnum, se mantienen en relación con este fluido. El hombre está aliado con los cielos y posee la virtud celeste que en menor grado poseen asimismo los animales y quizás todas las cosas del universo, pues todas están en relación recíproca o, lo que es lo mismo, que Dios está en todas las cosas, según acertadamente dijeron los antiguos. Es preciso que la potencia mágica se actualice, lo mismo en el hombre externo que en el interno... Y si llamamos a esto poder mágico, el ignorante se asustará de la denominación, por lo que podremos llamarle poder espiritual (spirituale robur vocitaveris). Este poder mágico late en el hombre interno, pero por la relación de éste con el externo, ha de difundirse a través del hombre completo” (15).
En su extensa descripción de los ritos y costumbres religiosas de los siameses, dice Loubère: “Los talopines o monjes budistas ejercen maravillosa influencia sobre las fieras, y pasan días seguidos en el bosque bajo una toldilla de ramas y hojas de palmera sin encender fuego por la noche, como es costumbre en el país para ahuyentar a las fieras; y las gentes tienen por milagro que nunca perezca devorado ningún talopín, sino que, al contrario, las fieras los respeten y aun se acerquen a lamerles cuando están dormidos, según observaron algunos viajeros desde parajes seguros. Todos los talopines ejercen la magia, y creen que la naturaleza toda está animada, así como también en la existencia de genios tutelares. Pero lo más notable es la opinión tan generalizada entre los siameses, de que tal como es el hombre en esta vida, así ha de ser después de la muerte. Cuando el tértaro que ahora reina en China mandó que todos los chinos se afeitaran el pelo a estilo tártaro, muchos prefirieron la muerte a la obediencia, por no comparecer rasurados ante sus ascendientes en el otro mundo. Sin embargo, me parece incongruente en esta absurda opinión, que los siameses atribuyan al alma figura humana. A pesar de su fama de sabios, hace tres o cuatro mil años que los chinos creen en la piedra filosofal, en cuya busca dilapidó el padre del actual rey de Siam sobre dos millones de libras, y además quieren encontrar el elixir de larga vida que les libre de la muerte. Se apoyan en que, según tradición, hubo quien logró hacer oro y vivió siglos; y aparte de esto, es opinión común entre los chinos siameses y otros orientales que algunos hombres, de quienes cuentan maravillas, hallaron medio de no morir sino de muerte violenta, y se escondieron del mundo para disfrutar de pacífica y libre vida” (16).
No es extraño que los orientales creyeran en el elixir de larga vida, cuando el mismo Descartes tuvo por cierto su descubrimiento y le atribuía virtud para prolongarla hasta quinientos años. Los fisiólogos occidentales no han resuelto aún el capital problema de la vida y de la muerte, pues ni siquiera en las causas del sueño concuerdan sus opiniones. ¿Cómo, entonces, se empeñan en poner límites a lo posible y definir lo imposible?
INFLUENCIA DE LA MÚSICA
Desde la más remota antigüedad se percataron los filósofos de la singular influencia de la músca en algunas enfermedades, sobre todo en las nerviosas. Kircher recomienda la música como medicina, pues en sí mismo experimentó sus curativos efectos valiéndose de un tímpano compuesto de cinco vasos de muy delgado cristal, dispuestos en fila y llenos de dos distintas clases de vino los dos primeros, de aguardiente el tercero, de aceite el cuarto y de agua el quinto, con los que producía cinco notas golpeando los bordes con el dedo. Los sonidos musicales tienen una propiedad de atracción que expele y se lleva en sus vibraciones la dolencia. Veinte siglos atrás ya se valía Asclepiades del sonido de una trompeta para curar la ciática, cuyo dolor cesaba por la vibración de las fibras nerviosas. Análogamente afirma Demócrito, que muchas enfermedades se curan al son de la flauta, y Mesmer empleaba en sus curas magnéticas el tímpano de Kircher.
A este propósito acude espontánemante a la memoria aquel pasaje de la Biblia, en que David aliviaba al son del arpa la melancolía de Saúl. Dice así:
Y con esto, cuando por permisión de Dios arrebataba a Saúl el espíritu maligno, tomaba David el arpa y la tañía con su mano, y Saúl se recobraba y se sentía mejor porque el espíritu maligno se iba de él (17).
El famoso filósofo escocés Maxwell se comprometió ante varias facultades de Medicina, a curar magnéticamente las más pertinaces calenturas, así como la epilepsia, impotencia, locura, lisiadura, hidropesía y otras enfermedades incurables.
Este mismo filósofo apunta en su Medicina Magnética, los siguientes aforismos entresacados de las enseñanzas cabalísticas y alquímicas.
“Lo que los hombres llaman alma del mundo es una vida tan ardiente, espiritual, veloz, brillante y etérea, como la misma luz. Es un espíritu vital que está en todas partes y por doquiera es el mismo... La materia no puede actuar si no está vivificada por este espíritu que mantiene todas las cosas en su peculiar condición. En la naturaleza está libre este espíritu de todo obstáculo, y quien sabe infundirlo en un cuerpo a propósito, posee un tesoro superior a toda riqueza.
“Este espíritu es el lazo común entre todos los ámbitos de la tierra y alienta en todo y a través de todo (adest in mundo quid commune omnibus mextis, in quo ipsa permanent).
“Quien conoce este universal espíritu de vida y sus aplicaciones evita todo daño.
“Si puedes aprovecharte de este espíritu e infundirlo en determinado cuerpo llevarás a cabo los misterios de la magia.
“Quien sepa actuar en los hombres por medio de este espíritu universal curará las enfermedades a la distancia que le plazca.
“Quien sepa vigorizar el espíritu particular, por medio del universal, podrá prolongar su vida hasta la eternidad.
“Los espíritus se comunican entre sí por sus emanaciones, aunque estén distantes unos de otros. Esta comunión recíproca es la aterna e incesante radiación de un cuerpo a otro. Pero no es posible hablar de esto sin peligro, porque motivaría abominables abusos”.
Veamos ahora cómo abusan de las facultades magnéticas algunos médiums saludadores. Para que la curación merezca este nombre, requiere confianza en el enfermo o salud robusta y voluntad enérgica en el saludador. La esperanza fortalecida por la fe basta para que uno mismo venza toda condición morbosa. La tumba de un santo, una reliquia, un talismán, un pedazo de papel o una prenda de ropa que haya estado en manos del saludador, un remedio secreto, una penitencia o ceremonia, la imposición de manos o una fórmula pronunciada de intento, producen los mismos efectos curativos, pues todo depende del temperamento, de la imaginación y de la confianza en recobrar la salud. En infinidad de ocasiones el médico, el sacerdote o la reliquia cobraron la fama de curaciones debidas exclusivamente a la fe del paciente. A la enferma de flujo de sangre que tocó su túnica, le dijo Jesús: “Tu fe te ha salvado”.
INFLUENCIA DE LA MENTE
La influencia de la mente sobre el cuerpo físico es tan poderosa, que en todas épocas realizó prodigios. A este propósito dice Salverte: “¡Cuán inesperadas, súbitas y portentosas curaciones ha realizado la imaginación! Las obras de medicina rebosan de ejemplos de esta índole, que se diputarían por milagrosos” (18). Si el enfermo no tiene fe y es físicamente pasivo y negativo, pero en cambio el saludador es enérgico, sano, positivo y resuelto, la enfermedad puede quedar vencida por la imperiosa voluntad con que consciente o inconscientemente atrae el fluido universal de la naturaleza y restablece el perturbado equilibrio del aura del paciente. Para ello puede auxiliarse de un crucifijo, como hizo Gassner, o imponer las manos, como el zuavo Jacob y el norteamericano Newton, o dar el mandato de viva voz como Jesús y algunos apóstoles; pero el procedimiento es el mismo en todos los casos, y determina la curación efectiva sin dejar reliquias morbosas.
En cambio, cuando quien está físicamente enfermo intenta curar, no sólo fracasa en el empeño, sino que agrava la dolencia y le quita al paciente las pocas fuerzas que pueda tener. Gracias al saludable magnetismo de Abigail restauró su decaído vigor el anciano rey David (19) y los tratados de medicina refieren que una señora inglesa se vigorizó a expensas de dos jovencitas. Los sabios antiguos, cuyo ejemplo en este punto siguió Paracelso, según él mismo nos dice en sus obras, curaban las enfermedades aplicando un organismo sano a la parte afectada. Si una poderosa inferma intenta curar a otra, podrá tener suficiente fuerza para modificar, remover o transformar la dolencia en otra que aparecerá poco tiempo después de creerse curado el enfermo.
Pero si el saludador está moralmente enfermo, serán los resultados incomparablemente peores, porque mucho más fácil es curar las enfermedades del cuerpo que las del ánimo. Los misteriosos fenómenos de Morzine, Cevennes y de los jansenistas son todavía tan incomprensibles para los fisiólogos como para los psicólogos. Si el don de profecía, el histerismo y las convulsiones pueden comunicarse por contagio, otro tanto ocurre con los vicios, y en este caso el saludador comunica al paciente, o mejor dicho, a la víctima la ponzoña moral de que tiene inficionados corazón y mente, pues contamina con su fuerza magnética y profana con su mirada al infeliz sujeto pasivamente receptivo que está bajo el poder del saludador, como pajarillo fascinado por la serpiente. Incalculable es el daño que pueden acarrear tales médiums saludadores, cuyo número pasa de centenares.
Pero hay saludadores virtuosos que contra el malicioso escepticismo de sus adversarios allegaron histórica nombradía, como, entre otros, los clérigos de Ars, Lyon y Klorstele, Jacob, Newton, Gassner y el palurdo irlandés Valentín Greatrakes, protegido de Roberto Boyle, presidente de la Real Sociedad de Londres, en 1670 (20).
Indefinidamente podríamos prolongar la lista de testimonios que desde Pitágoras a Eliphas Levi, sin distinción de categorías, declaran que el vicioso es incapaz de poderes mágicos, pues únicamente “los limpios de corazón verán a Dios”, o lo que tanto vale, recibirán el divino don de curar las dolencias corporales bajo la segura guía de las entidades invisibles para apaciguar el conturbado ánimo de sus hermanos, porque no pueden manar aguas salutíferas de emponzoñada fuente ni los dorados racimos maduran entre espinas ni los cardos dan regalado fruto. Para los limpios de corazón nada tiene de sobrenatural la magia, sino que es una ciencia de cuyas ramas no es la menor el exorcismo de malignos espíritus, tan cuidadosamente aprendido por los iniciados. A este propósito dice Josefo, que “la virtud de expeler los demonios del cuerpo humano es ciencia útil y saludable para los hombres” (21).
EL FENOMENISMO
Los precedentes bosquejos nos inducen a preferir las enseñanzas antiguas a las teorías modernas, respecto a las leyes de relación entre los mundos y de las facultades potenciales del hombre. Si bien los fenómenos de índole psíquicofísico despiertan el interés de los materialistas y dan, si no prueba plena, por lo menos vehemente indicio de la supervivencia del alma, es muy discutible la conveniencia o inconveniencia de dichos fenómenos en cuanto a sus beneficiosos o nocivos efectos, porque fanatizan a los ansiosos de comprobar la inmortalidad, y como dice Stow, los fanáticos están dominados por la imaginación y no por el juicio.
Indudablemente, los aficionados al fenomenismo pueden alabarse de no pocas dotes, pero carecen de discernimietno espiritual. El famoso clarividente norteamericano A. J. Davis descubrió en sus exploraciones por la tierra vernal unos seres llamados diakas, de quienes dice que se complacen extraordinariamente en las simulaciones, imposturas y trampas; que desconocen los sentimientos de justicia, filantropía, ternura y gratitud, y lo mismo son para ellos las palabras sagradas que las profanas, el amor que el odio, aparte de su loca afición a los lirismos y un egoísmo desenfrenadísimo que les mueve a considerar la aniquilación como el término de toda vida que no sea la suya. En reciente ocasión, uno de estos diakas se comunicó con el nombre de Swedenborg por mediación de una señora, y dijo: “Todo cuanto ha sido, es, será o puede ser, eso soy yo. La vida individual es tan sólo el conjunto de latidos pensantes que en su progresiva ascensión se precipitan en el corazón de la eterna muerte” (22).
Porfirio habla en sus obras (23) de estos seres, y dice: “Con el directo auxilio de estos malvados demonios se llevan a cabo toda clase de hechicerías, y los hombres que con hechicerías dañan a sus semejantes tributan mucho honor a esos malvados demonios y especialmente a su caudillo (24). Pasan estos espíritus el tiempo engañándonos con multitud de ilusorios prodigios, pues ambicionan que se les tenga por dioses y a su caudillo por el supremo dios” (25).
No pocos médiums degradan hoy la antigua teurgia por no advertir que, como dice Jámblico, no es lícito entregarse a operaciones fenoménicas sin previos y prolongados ejercicios de purificación moral y física bajo la guía de un experto teurgo, pues con rarísimas excepciones, siempre que una persona enflaquece o engruesa en demasía o se levanta en el aire, está de seguro obsesa por espíritus malignos (26).
Todo en este mundo tiene su coyuntura de lugar y tiempo, y aunque una verdad esté apoyada en las más incontrovertibles pruebas, no arraigará en las mentes a menos que se exponga en tiempo oportuno, como planta sembrada en la estación conveniente, y así dice con acierto Cooke que “la época ha de estar dispuesta”. Hace treinta años hubiera muerto esta modesta obra en el vacío, por la índole de las materias en ella tratadas; pero hoy merece alguna atención lo que entonces se consideraba absurdo, porque los modernos fenómenos están comprobados científicamente y se reproducen con cada día mayor frecuencia, no obstante sus deficiencias y las burlas de los materialistas. Por desgracia, si las manifestaciones psíquicas aumentan en su aspecto fenoménico, nada adelantan en el orden espiritual e intelectual, pues el discernimiento filosófico sigue siendo entre los amigos del fenómeno tan nulo como siempre.
LAS COMUNICACIONES
De los autores espiritistas contemporáneos, ninguno tan estimable porsu sinceridad y cultura como el norteamericano sargent, cuya monografía: Prueba palpable de la inmortalidad, sobresale entre las obras de su índole; mas no obstante su indulgencia y buena disposición para con los médiums, se expresa en los siguientes términos: “La habilidad con que los espíritus suplantan en sus comunicaciones a personas difuntas, nos mueve a preguntar hasta qué punto podemos asegurarnos de la identidad del comunicante, cualesquiera que sean las pruebas aducidas. No tenemos el suficiente grado de conocimiento para responder con entera seguridad a esta pregunta... Muchos enigmas hay todavía en las palabras y actos de los espíritus materializados, cuya inmensa mayoría son de tan embotada inteligencia como sus congéneres de este mundo”.
Ahora preguntaremos nosotros cómo se explica esa falta de inteligencia si son espíritus humanos, pues o los espíritus humanos inteligentes no pueden materializarse, o los espíritus que se materializan no son humanos, sino, como insinúa Sargent, espíritus elementarios o aquellos demonios que, según Platón, de acuerdo con los magos persas, ocupan un lugar intermedio entre los dioses y los mortales. Buen número de testimonios, entre ellos el de Crookes, aseveran que los espíritus materializados hablan con voz perceptible al oído; pero los antiguos atestiguan que la voz de los espíritus humanos no es ni puede ser articulada, sino un profundo suspiro. Por lo tanto, más crédito merecen los antiguos con su secular experiencia en las prácticas teúrgicas, que los modernos espiritistas sin otra prueba para fundamentar su opinión, que las comunicaciones de espíritus difíciles de identificar. Algunos médiums han provocado la aparición de esas supuestas formas humanas, que ni una sola vez dejaron de expresar en sus comunicaciones ideas vulgarísimas, cual circunstancia debiera llamar la atención de aun los más incultos espiritistas. Si es posible que hablen los espíritus (y lo mismo pueden hablar los sabios que los ignorantes) ¿por qué no hay espíritu cuya comunicación oral se aproxime siquiera en valía a las comunicaciones recibidas por escritura directa? Bien dice Sargent que todavía no sabemos hasta qué punto está limitada la actuación del espíritu por las condiciones psíquico-físicas del médium (27).
Si los espíritus que se materializan fuesen los mismos que dan comunicaciones escritas, no desbarrarían como desbarran en el primer caso, mientras nos dan sublimes enseñanzas filosóficas en el segundo, pues en ambos se comunican por médiums cuyas condiciones psíquicas debieran influir igualmente en ellos. El nivel intelectual de los médiums materializantes no es mayor ni menor que el de los campesinos y obreros cuya congénita inspiración puso en sus labios sublimes y profundas ideas, como por ejemplo los casos de Boehme, Davis y los niños de Cevennes. Puesto que los espíritus se valen de los órganos vocales del médium para la comunicación oral, no les habría de ser difícil expresarse según conviene al talento, educación y cultura del personaje cuya personalidad se atribuyen, en vez de incurrir en vulgaridades y no pocas veces en despropósitos. Dice Sargent, alentado por la esperanza, que la ciencia espírita está todavía en mantillas, pero que promete esclarecer con el tiempo esta cuestión. Sin embargo, no creemos que la luz brote de las tinieblas de los gabinetes mediumnímicos (28).
Es ridículo exigirles a los investigadores psíquicos título de bachilleres en artes y ciencias, pues la experiencia enseña que los intelectuales científicos no siempre aciertan en cuestiones de franca sinceridad y buen sentido. Nada ciega tanto como el fanatismo, que todo lo mira unilateralmente, y ejemplo de ello tenemos en lo concerniente a los fenómenos psíquicos y mágicos de tiempos antiguos y modernos. Miles de testigos fidedignos llegados de Oriente afirman haber presenciado las maravillas obradas por rudos fakires, cheikos, derviches y lamas, sin valerse de aparato alguno ni estar en connivencia con nadie, cuales fenómenos contradecían los principios científicos de suerte que indicaban la existencia de muchas fuerzas naturales todavía ignoradas, pero indudablemente dirigidas por entidades superiores al hombre.
OBSTINACIÓN ESCÉPTICA
Sin embargo, los científicos contemporáneos, las inteligencias cultas, han repugnado tan numerosos testimonios y ni siquiera rindieron su escepticismo ante las investigaciones de Hare, Morgan, Crookes, Wallace, Gasparín, Thury, Wagner, Butlerof y otros. Las personales experiencias de Jacolliot en los fakires indos y las dilucidaciones psicológicas del profesor ginebrino Perty no quebrantaron su incredulidad, como tampoco les conmueve el anhelante clamoreo de las gentes en demanda de pruebas de la existencia de Dios, del alma y de la eternidad. A tan vehementes súplicas responden los científicos con el intento de borrar el menor vestigio de espiritualidad, pero nada levantan ni edifican. Dicen que puesto que no encuentran en sus retortas y crisoles huella alguna inmaterial, todo cuanto no sea materia forzosamente ha de ser ilusorio y quimérico. La misma iglesia cristiana se ve precisada a demandar auxilio a la ciencia en estos prejuiciosos tiempos de frío raciocinio. Credos edificados sobre arena y aparatosos dogmas sin fundamento sólido se derrumban arrastrando en su caída a la verdadera religión; pero el ansia de demostrar la existencia de dios y la vida futura sigue tan tenaz como siempre en el corazón del hombre. En vano intentarán los sofismas científicos acallar la voz de la naturaleza, aunque hayan emponzoñado las puras aguas de la fe sencilla y removido el fango del manantial en que como en un espejo se miraba la humanidad. Al Dios antropomórfico de nuestros antepasados han sucedido monstruos antropomórficos, y lo que todavía es peor, el reflejo de la humanidad en las cenagosas aguas cuyas ondas restituyen las falseadas imágenes de la verdad. Dice el reverendo Brooke Herford, que no necesitamos milagros, sino pruebas palpables del espíritu, y estas pruebas las pide más bien la humanidad a la ciencia que a los profetas, porque presiente como si con el tiempo hayan de descubrir los investigadores las señales de la Divinidad en los más recónditos escondrijos de la creación. Allí están las señales y, frente a ellas, los titanes científicos que han depuesto a Dios de su escondido trono para poner en su lugar un protoplasma.
En la Asamblea celebrada en Edimburgo por la Sociedad Birtánica el año 1871, dijo Sir William Thomson: “La ciencia está obligada por las eternas leyes del honor a afrontar sin miedo cuantos problemas demanden solución”. A su vez Huxley dice que “en lo concerniente a los milagros, la palabra imposible no tiene aplicación en los problemas filosóficos”. Por su parte, el insigne Humboldt opina que “más nocivo que la misma incredulidad es el presuntuoso escepticismo que rechaza los hechos sin detenerse a examinar si son o no verdaderos”.
Los científicos han delatado la falsedad de sus propias enseñanzas, al desdeñar la coyuntura que las comunicaciones con Oriente les deparaban de investigar personalmente los fenómenos aseverados por los viajeros. Jamás se atreverán los fisiólogos a resolver tan trascendental cuestión del pensamiento humano, observando en el Tíbet o la India las maravillas de los fakires; y si alguno se aventurase allá como solitario peregrino, para presenciar los más estupendos prodigios de la creación, de seguro que sus colegas no darían crédito a sus palabras.
Ocioso fuera enumerar de nuevo los hechos tan sólidamente establecidos por otros autores. Wallace y Howitt (29) han puesto repetidas veces los mil errores en que por su escepticismo incurrieron las sociedades científicas de Francia e Inglaterra. Así Cuvier no dio importancia al fósil exhumado en 1828 por el geólogo francés Boué, creído de que era imposible hallar esqueletos humanos a veinticinco metros de profundidad en el limo del Rhin. La Academia Francesa rechazó en 1846 las aserciones de Boucher de Perthes, respecto al hallazgo de armas de pedernal en los terrenos de aluvión del Norte de Francia, confirmado en 1860 por los geólogos. También se recusó en 1825 el testimonio de Mac Enery, referente al descubrimiento de instrumentos de sílex y fósiles en la caverna llamada Agujero del Kent (30). En 1840 corrieron igual suerte las afirmaciones de Godwin Austen sobre el mismo punto. Todas estas burlonas demasías del escepticismo científico se revolvieron contra sus autores cuando en 1865 quedaron confirmados plenamente los testimonios de cuarenta años, demostrando que los hechos excedían en maravilla a la misma realidad. Después de esto, ¿quién será tan cándido que crea en la infabilidad de la ciencia? No hemos de maravillarnos de la falta de valor moral de algunos recalcitrantes miembros de la colectividad científica.
De este modo se fueron desacreditando uno tras otro los hechos aducidos. Por doquiera se escuchan quejumbrosas exclamaciones de los académicos que dicen: “Muy poco conocemos de psicología”. “Preciso es confesar que apenas sabemos nada, si acaso sabemos algo, de fisiología”. “No hay ciencia de tan incierta base como la medicina”. “Nada sabemos aún del supuesto fluido nervioso”. Entretanto se repudian por ilusorios o se desdeñan por inútiles los fenómenos más interesantes de la naturaleza, cuya explicación sólo puede darnos la psicofícia; y lo que todavía es peor, cuando un sujeto hipnótico ofrece los más culminantes caracteres de las naturales, aunque ocultas, facultades psíquicas, en vez de servir honradamente de experimentación y de estudio, tropieza con los obstáculos que le opone algún pseudo sabio para enredarle entre las mallas de la justicia. No es ciertamente este procedimiento el más a propósito para estimular las investigaciones.
LÁMPARAS ALQUÍMICAS
Así se explica, por ejemplo, que no tenga crédito en 1876 el testimonio dado en 1731 acerca de un hecho ocurrido durante el pontificado de Paulo III. Si a los científicos se les dice que los romanos mantenían encendidas por muchos años las lámparas sepulcrales, alimentadas con la oleaginosidad del oro, y que una de estas lámparas se encontró ardiendo todavía al cabo de mil quinientos cincuenta años (31) en la tumba de Julia, hija de Cicerón, no querrán creerlo hasta convencerse por sus propios ojos de la posibilidad del hecho, con lo que también pueden recusar el testimonio de los filósofos antiguos y medioevales. Les parecerá asimismo sospechosa la resurrección de los fakires después de treinta días de haber sido enterrados vivos, y tendrán por patraña el hecho de que algunos lamas se infieran heridas de mortal apariencia hasta el punto de enseñar las entrañas, y sin embargo, se las curen casi instantáneamente.
No es extraño que las gentes recelosas del testimonio de sus propios sentidos, en cuanto a fenómenos realizados en su mismo país, repugnen los relatos de los viajeros y las narraciones contenidas en obras clásicas; pero no se concibe la terquedad de las Academias, que después de las lecciones recibidas persisten en ofuscar sus dictámenes con palabras enemigas de la verdadera ciencia. La magia puede replicar a los científicos con la voz de Dios que le decía a Job desde el torbellino: “¿En dónde estabas tú cuando eché los cimientos de la tierra? Responde si comprendiste. Y ¿quién eres tú para atreverte a decir a la naturaleza: de aquí no pasarás?”
Pero nada importa que nieguen, porque ni aun cuando su escepticismo fuese mil veces más mordaz, impedirían la efectuación de fenómenos en todos los ámbitos del mundo, y seguirán los fakires levantándose de sus temporáneas tumbas y los lamas no tendrán reparo en herirse y mutilarse el cuerpo sin dolor y continuarán ardiendo perpetuamente las lámparas de los sepulcros indos, japoneses y tibetanos. Tampoco dejarán por ello de servir de testimonio las maravillas presenciadas en Egipto por el capitán Lane, los experimentos de Napier y Jacolliot, en Benarés, y las levitaciones de personas en pleno día (32).
DURACIÓN DE LAS LÁMPARAS
Entre las tachadas de quimeras alquimistas se encuentran las lámparas perpetuas (33) de cuya autenticidad podemos dar personal testimonio. Tal vez alguien pregunte en qué nos fundamos para afirmar la perpetua ardencia de estas lámparas, puesto que sólo nos fue posible examinarlas durante tiempo limitado; pero a esto responderemos que afianza nuestra afirmación el conocimiento de la ley natural aplicable a este caso, aparte de la manera de construirlas y de los ingredientes empleados en el combustible de alimentación. Por lo que toca a las explicaciones del lugar y modo de adquirir este conocimiento, será preciso que los críticos se tomen para ello el trabajo que nos tomamos nosotros. Conviene advertir, sin embargo, que ninguno de los ciento setenta y tres autores que trataron de este asunto afirmó la duración eterna de las lámparas, sino su duración por tiempo indefinido, que en algunos casos alcanzó a muchos siglos; pues si hay ley natural que permita la ardencia de una lámpara durante diez años, sin necesidad de alimentarla, asimismo, por virtud de la propia ley, puede seguir ardiendo cien mil años (34).
Los egipcios, padres de la química (35), se atribuyen la invención de estas lámparas, no sin fundamento, pues en dicho país fue mucho más frecuente su empleo a favor de su religiosa creencia en que el alma astral del difunto vagaba alrededor de la momia durante los tres mil años del ciclo de necesidad, ligada por el hilo magnético que sólo podía romper su propio esfuerzo, y así confiaban los supervivientes en que la siempre encendida lámpara, símbolo del incorruptible e inmortal espíritu, favorecería la ruptura de los lazos que sujetaban al alma astral a los mortales despojos y la impelería a reunirse con el divino Yo.
Generalmente se colocaban estas lámparas en los sepulcros de las familias acomodadas, y dice Liceto que en su época se encontraron encendidas al abrir las tumbas, pero se apagaban al punto a consecuencia de la profanación. Tito Livio, Buratino y Schatta (36) refieren el hallazgo de muchas lámparas en los subterráneos de Menfis. Por su parte nos dice Pausanias que en el templo de Minerva, de Atenas, había una lámpara, obra maestra de Calímaco, que ardía todo el año. Plutarco afirma (37) que en el templo de Júpiter Amón vio otra lámpara que, según le aseguraron los sacerdotes, ardía durante años enteros, a pesar del viento y de la lluvia. San Agustín menciona también otra lámpara existente en el templo de Venus, que ofrecía las mismas singularidades. Kedreno, dice a su vez que en Edessa se encontró una lámpara oculta en el vano de una puerta, que estuvo ardiendo durante quinientos años. Pero de todas estas lámparas, la más prodigiosa es la que, según refiere Olivio Máximo de Padua, se encontró cerca de Ateste y que Escardonio describe en los términos siguientes: “En una urna de alfarería estaba contenida otra menor y dentro de ésta ardía una lámpara que con un licor purísimo encerrado en dos frascos, uno de oro y otro de plata, por todo alimento, mantenía su luz durante 1.500 años. Los frascos pasaron para su custodia a manos de Francisco Maturancio, quien los estima de subidísimo precio"”(38). Dando de mano a exageraciones y prescindiendo de la gratuita negación de la ciencia moderna acerca de la posibilidad de estas lámparas, cabe preguntar si en el caso de haberse conocido en la época de los “milagros”, debe distinguirse entre las encendidas ante los altares cristianos y las que ardían ante las imágenes de Júpiter, Minerva y otras divinidades paganas. Según algunos teólogos, las lámparas de los altares cristianos tenían virtud milagrosamente divina, al paso que las paganas debían su luz a los artificios del diablo, y en estas dos agrupaciones se clasificaban las lámparas, según dicen Kircher y Liceto. La de Antioquía, que durante 1.500 años ardió al aire libre en la plaza pública, sobre la puerta de una iglesia, se mantenía, al decir de los teólogos, por el poder de Dios que había dado perpetua luz a tan infinito número de estrellas, mientras que las lámparas paganas, según asevera San Agustín, eran obra del demonio que trata de engañar al hombre por diversidad de medios; como si nada fuese más fácil para Satanás que deslumbrar con un relámpago de luz o una brillante llama a quienes entran por vez primera en una cripta sepulcral. Así lo aseguraba el vulgo de los cristianos cuando en el reinado de Paulo III, al abrir una tumba de la vía Apia, se encontró el cadáver de una doncella flotante sobre un terso licor que la había preservado de la corrupción hasta el punto de aparecer como dormida. A los pies del cadáver ardía una lámpara que se apagó al abrir la tumba, de cuya inscripción pudo colegirse que en enterramiento era de la hija de Cicerón, muerta 1.500 años antes (39).
COMBUSTIBLES PERPETUOS
Niegan los químicos la posibilidad de las lámparas perpetuas, alegando que toda combustión requiere consumo de combustible; pero los alquimistas replican diciendo que no siempre el fuego procede de las combustiones químicas, pues hay substancias que no sólo resisten la ardencia de la llama sin consumirse, sino que ni aire ni agua las extinguen. El autor de un tratado de química, impreso en 1700 con el título de NEKPOKHAEIA, refuta las afirmaciones de los alquimistas, y aunque niega la posibilidad de las lámparas perpetuas, se inclina a creer que ardan algunas durante siglos. Por otra parte, tenemos el testimonio de multitud de alquimistas cuya prolongada experiencia les convenció de la posibilidad del fuego perpetuo.
Conocieron los alquimistas preparaciones especiales de oro, plata y mercurio, de índole parecida a las de nafta, petróleo y otros minerales combustibles, así como los aceites de alcanfor y de ámbar, el amianto (lapis asbestos), el ciprio (lapis carystius) y el creto (linum vivum), que emplearon como combustibels de las lámparas perpetuas. Según los alquimistas, el oro es el mejor pábulo por su maravillosa llama, aparte de que entre todos los metales es el que menos se gasta al fundirse y reabsorbe su misma destilación aceitosa, según va ésta exhalándose, para alimentar de tal suerte su propia llama. Aseguran los cabalistas que Moisés aprendió este secreto de los egipcios y que la lámpara del tabernáculo era perpetua, según se infiere del siguiente pasaje:
Manda a los hijos de Israel que te traigan el aceite más puro de los árboles de olivas, sacado a mortero, para que arda siempre la lámpara (40).
También niega Liceto que las lámparas perpetuas contuvieran preparaciones metálicas, pero en cambio dice en la misma obra que un compuesto de mercurio, filtrado siete veces por arena blanca puesta al fuego, sirvió para fabricar lámparas que ardían continuamente. Por otra parte, tanto Maturancio como Citesio afirman que este resultado puede obtenerse por procedimientos químicos, pues el licor de mercurio fue ya conocido de los alquimistas, que le dieron los nombres de aqua mercurialis, materia metallorum, perpetua dispositio, materia prima artis y oleum vitri (41).
TELAS DE ASBESTO
El asbesto llamado ... (inextinguible) por los griegos, es una piedra que, según dicen Plinio y Solino, no puede apagarse una vez encendida. Alberto el Magno la describe diciendo que es del color del hierro y se la encuentra principalmente en Arabia, cubierta de una capa oleaginosa apenas perceptible, que se inflama en cuanto se le acerca una luz. Los químicos han intentado en vano extraer dicho aceite del asbesto, pero de ello no cabe inferir que la operación sea imposible, y si se lograra no habría duda alguna de si dicho aceite puede dar llama continua. Justamente se vanagloriaron los antiguos de poseer este secreto, por cuanto en nuestros mismos días han obtenido el mismo resultado algunos experimentadores. Dicen unos químicos que el líquido extraído de la piedra en sus pruebas es de consistencia acuosa más bien que oleaginosa, incapaz de combustión, al paso que otros aseguran que tan pronto como dicho líquido se exponía al aire libre quedaba tan espeso que difícilmente se liquidaba y al encenderlo otra vez se convertía en humo sin dar llama. En cambio, las lámparas de los antiguos ardían con pura y brillante llama sin la más mínima traza de humo. Kircher indica la posibilidad de extraer y purificar dicho aceite, aunque por lo difícil de la operación cree únicamente que pueden llevarla a cabo los adeptos superiores de la alquimia.
Luis Vives refuta la opinión de San Agustín en cuanto a los artificios del diablo y demuestra (42) que las operaciones mágicas, por estupendas y prodigiosas que parezcan, son resultado de la industria humana y del profundo estudio de los secretos de la naturaleza. Por otra parte, Podocataro (43) tenía una tela fabricada con otra especie de asbesto que Porcacio (44) dice haber visto en casa de aquél. Plinio llama a esta clase de tela linum vinum, y también lino de la India, diciendo que se fabrica con una especie de lino (asbeston o asbestinum), que una vez tejido puede limpiarse con sólo echarlo en el fuego. Añade este autor que el asbesto es tan valioso como las perlas y los diamantes, porque además de su escasez resulta de muy difícil textura a causa de sus cortas fibras. Una vez aplanado con un martillo se le macera en agua caliente, y luego de seco pueden hilarse y tejerse sus fibras como las del lino. Plinio asegura haber visto muchas telas fabricadas de esta materia y presenciado un experimento en que se las limpió por medio del fuego. También dice Porta que cierta señora cipriota, residente en Venecia, tenía una tela de esta clase y califica de secretum optimum estas manipulacioens alquímicas.
En su descripción de las curiosidades del Colegio Gresham, en el siglo XVII, dice el doctor Grew que se perdió el procedimiento textil de las telas de asbesto; pero esto no parece probable por cuanto en el Museo Septalio hay hilos, cuerdas, laminillas y otras labores de asbesto corresponidentes al año 1726, y algunos de dichos objetos los elaboró el mismo Septalio, según afirma Greenhill, quien dice a este propósito: “Parece opinión de Grew que el lapis asbestinus y el amianthus son una misma materia, y la llama piedra filamentosa porque su masa está compuesta de hilos paralelos, de un cuarto de pulgada a pulgada de longitud, tan lustrosos y finos como los del capullo de seda y tan flexibles como los del lino o del cáñamo (45). El secreto no se ha perdido enteramente, pues todavía se guarda en algunos monasterios budistas de la China y del Tíbet. En un convento de religiosas talapinas vimos una túnica amarilla, por el estilo de las de los monjes budistas, que al cabo de dos horas de estar en un gran brasero la sacaron tan limpia como si la hubiesen lavado con jabón.
Después de numerosos ensayos se le han podido dar a esta materia diversas aplicaciones industriales, entre ellas la de telas incombustibles, uno de cuyos principales centros de comercio es Nueva York, que suministra el mineral en haces parecidos a madera seca. La variedad más fina de asbesto es la que los antiguos llaman ..... (inmaculado) a causa de su blanco y sedoso lustre.
PABILOS DE AMIANTO
También hacían los antiguos el pabilo de las lámparas perpetuas con la piedra lapis carystius, muy abundante en la ciudad de Carystos, cuyos habitantes, según dice Mateo Radero (46), bataneaban e hilaban esta piedra filamentosa para tejer mantos, manteles y otras prendas por el estilo, que se echaban al fuego para limpiarlos cuando estaban sucios, en vez de lavarlos con agua. Pausanias (47) y Plutarco (48) aseguran que de esta iedra se fabricaban los pabilos de las lámparas; pero dice el segundo que en su tiempo ya no se encontraban piedras de asbesto. Liceto opina que las lámparas perpetuas de los antiguos sepulcros carecían por lo general de pabilo, si bien Luis Vives afirma que, por el contrario, vio muchas con él.
Por otra parte, liceto se muestra firmemente convencido de que los pabilos pueden ser de tal naturaleza, que duren muchísimo tiempo y resistan el fuego, de modo que en vez de consumirse queden retenidos como por una cadena.
Tomás Brown, al hablar de las lámparas perpetuas (49), colocadas en angostísimos recintos, dice que deben su virtud a la pureza del aceite sin emanaciones fuliginosas capaces de sofocar la llama, pues si las hubiese alimentado el aire, de seguro se consumiera el comburente. A este propósito pregunta dicho autor: “¿se ha perdido el arte de preparar este aceite inconsumible?”. No por cierto, y el tiempo lo probará, aunque todo cuanto sobre ello escribimos ahora desapareciera como otras muchas verdades.
Dice la ciencia que la observación y el experimento son sus únicos medios de investigación. Concedido. Pero ¿no son bastantes tres mil años de observación de hechos para demostrar las facultades ocultas del hombre? Y en cuanto a la experiencia, ¿qué mejor coyuntura que la deparada por los fenómenos modernos? En 1869, la Sociedad Dialéctica de Londres invitó a varias eminencias científicas a la investigación de los fenómenos. Véase cómo respondieron algunos de ellos:
Huxley.- “No tengo tiempo para semejante investigación, que me sería muy molesta y trabajosa, a menos que difiriese de las de su género. No me interesa el asunto, ni aun suponiendo que los fenómenos fuesen verdaderos”.
Lowes.- “Quien diga que estos fenómenos dependen de leyes físicas desconocids, se confiesa desde luego conocedor de esa mismas leyes”.
Tyndall.- “Dudo del éxito de los fenómenos en la sesión a que yo asistiese, pues mi presencia parece como si produjera confusión en todos.
Carpentier.- “Por experiencia personal estoy convencido de que entre los fenómenos espiritistas hay muchas imposturas y no pocas ilusiones, aunque también los hay del todo legítimos y dignos de estudio... Sin embargo, la causa de estos fenómenos no es externa, sino que depende de la condición subjetiva del individuo, quien actúa de acurdo con ciertas leyes fisiológicas ya conocidas. La modalidad a que llamo cerebración inconsciente interviene de manera muy principal en la producción de los fenómenos espiritistas” (50).
Esto por lo que a los sabios ingleses se refiere. Los norteamericanos no llegaron a más. En 1857, la Universidad de Harvard previno al público contra las investigaciones psíquicas, por corruptoras de la moralidad y degradantes de la mente, por su contaminadora influencia que menoscaba la veracidad en el hombre y la pureza en la mujer. Posteriormente, cuando el insigne químico Hare, arrostrando la preocupación general estudió el espiritismo y abrazó sus doctrinas, fue descalificado por sus colegas. En 1874 un periódico neoyorquino invitó a los más notables científicos del país a la investigación de los fenómenos espiritistas; pero todos se excusaron en connivencia, como visitante que rehusa quedarse a comer cuando el dueño de la casa le convida. Sin embargo, a pesar de la indiferencia de Huxley, de la socarronería de Tyndall y de la cerebración inconsciente de Carpenter, no faltaron científicos de igual valía que se rindieron a la evidencia de los testimonios en esta debatida materia de investigación. A este propósito, un autor tan distanciado del espiritismo como Draper, dice: “En todos los países y en todas las épocas creyeron no solamente los labriegos, sino también las personas cultas, que los espíritus de los difuntos vienen algunas veces a visitar a los vivos y a frecuentar sus antiguas moradas... Si de algo ha de valer el testimonio humano en este punto, tenemos desde los tiempos más remotos hasta nuestros días un cúmulo de pruebas tan numerosas e irrecusables cual pudieran apetecerse para invalidar todo intento de refutación” (51).
DIVERGENCIA DE OPINIONES
Desgraciadamente, el escepticismo científico tiene tal resistencia, que no le conmueven las pruebas por evidentes que sean, y a lo sumo admite únicamente las que convienen a su propósito. Digamos con el poeta:
“¡Oh vergüenza para la humanidad! Los diablos se entienden entre ellos. Tan sólo los hombres discrepan de las criaturas racionales” (52).
¿Cómo explicar tal divergencia de opiniones entre hombres que estudiaron en los mismos libros y bebieron en las mismas fuentes? Bien es verdad que no hay dos hombres que vean una misma cosa de igual manera, y así lo expone admirablemente el doctor Wilkinson en su carta a la Sociedad Dialéctica de Londres, cuando dice: “Mi experiencia en la investigación de varias doctrinas heterodoxas, que después se convirtieron en ortodoxas, me ha convencido de que casi todas las verdades dependen de nuestra disposición de ánimo, de nuestros afectos e íntimos sentimientos, por lo que la discusión y las investigaciones no dan otro resultado que alimentar dicha disposición de ánimo”. A esto podría añadirse la famosa máxima de Bacon: “Poca ciencia aleja de Dios y mucha ciencia acerca a Dios.
Carpentier pondera los progresos de la filosofía en nuestros tiempos, diciendo que nada repudia, por extraño que parezca, si está apoyado en pruebas válidas, mientras que se muestra inclinado a negar toda competencia filosófica y científica a los antiguos, no obstante las pruebas que la abonan tan válidamente como las aducidas por los científicos contemporáneos en pro de su mayor conocimiento.
Si, por ejemplo, nos fijamos en la electricidad y magnetismo, que tan famosos hicieron los nombres de Franklin y Morse, veremos que, seiscientos años antes de nuestra era, descubrió Tales de Mileto las propiedades eléctricas del ámbar, sin contar con que las investigaciones de Schweigger sobre simbología demuestran plenamente que los mitos antiguos se apoyaban en la filosofía natural, y que ya conocían la electricidad y el magnetismo los teurgos de Samotracia, cuyos misterios eran los más antiguos de que hay noticia, según nos dicen Diodoro de Sicilia, Herodoto y Sanconiaton (53).
Demuestra Schweigger que las principales ceremonias religiosas de la antigüedad entrañaban conocimientos hoy perdidos de filosofía natural, y que la magia se entremezclaba en los misterios hasta el punto de que los milagros de los teurgos gentiles, judíos o cristianos, indistintamente, derivaban de sus secretos conocimientos físico-alquímicos (54).
Por otra parte, Schweigger y Ennemoser han descubierto la simbólica identidad de los gemelos Dioskuris con los polos eléctricos y magnéticos, demostrando con ello el conocimiento que de las propiedades magnéticas tenían los sacerdotes antiguos. Según Ennemoser (55), se ha demostrado que muchos mitos, cuya significación antes no se comprendía, son ingeniosas al par que profundas expresiones de principios genuinamente científicos.
Los modernos experimentadores se deshacen en alabanzas a nuestro siglo por sus descubrimientos, y poco les falta para emular en sus floridas lecciones de cátedra a los trovadores medioevales. Los Petrarcas, Dantes y Tassos del día, al glorificar la materia, cantan la amorosa unión de los errantes átomos y el afectuoso intercambio de protoplasmas,, y lamentan la casquivana veleidad de las fuerzas que tan provocativamente juegan al escondite con los científicos en su dramática correlación. Proclaman a la materia única y autocrática soberana del infinito universo y la elevan al trono de la naturaleza del que depusieron al espíritu, su divorciado consorte. Pero olvidan que, sin el legítimo monarca, es el trono de la naturaleza como sepulcro blanqueado donde la corrupción anida. lA materia, purgación grosera del espíritu que la vivifica, es de por sí masa inerte cuyo movimiento demanda un manipulador inteligente de esa batería galvánica llamada vida.
SINCERIDAD DE JOWETT
¿En qué rama de conocimientos aventajan los modernos a los antiguos? Conviene advertir que entendemos por conocimiento la acabada expresión de las verdades de la naturaleza y de ningún modo las brillantes definiciones de los científicos, ni los minuciosos pormenores que dan nombres particulares a los nervios, arterias, fibras y células de hombres, animales y plantas.
Los modernos echan en cara a los antiguos su ignorancia de estos pormenores, y así los comentadores de Platón dicen que carecía de conocimientos anatómicos y se entretuvo en especular vanamente sobre la fisiología del cuerpo humano, cuyas funciones ignoraba, sin saber ni una palabra respecto a la transmisión nerviosa de las sensaciones. La idea platónica de que el cuerpo humano es un microcosmos o universo en miniatura, y por lo tanto ha de estar formado como éste de triángulos, es en extremo trascendental para que la comprendan los científicos escépticos, y no es extraño que parezca ridículamente absurda a sus traductores, con excepción de Jowett, quien en el prólogo puesto al Timeo advierte sinceramente que los científicos modernos no tienen en cuenta que las ideas de Platón les han servido de apoyo para elevarse a superiores conocimientos, y además, olvidan lo mucho que la metafísica antigua ha contribuido al progreso de la física moderna (56).
Si en vez de disputar sobre la falta de precisión científica del lenguaje de Platón, analizáramos detenidamente sus obras, encontraríamos sin ir más allá del Timeo el germen de todos los descubrimientos modernos. Allí se vislumbran la circulación de la sangre y la ley de gravedad, pues sabía Platón que la sangre es un fluido en constante movimiento, aunque, como dice Jowett, ignorara que sale del corazón por las arterias para regresar a esta entraña por las venas. Platón empleó el método sintético cuyo más acabado modelo es la geometría. En vano la ciencia moderna busca entre las alteraciones moleculares aquella Causa primera que Platón infirió del majestuoso movimiento de los mundos que le revelaban el vasto plan de la creación. Apenas atendían los filósofos antiguos a los minuciosos pormenores que han agotado la paciencia de los científicos modernos; y de ello resulta que si un alumno de segunda enseñanza sabe más que Platón en los pormenores, en cambio el menos aprovechado discípulo de este filósofo dejaría tamañito al más sabihondo académico moderno en lo concerniente a las leyes cósmicas y las fuerzas que tras ellas laten.
No echan de ver esto los traductores de Platón, porq ue están demasiado engreídos los modernos a expensas de los antiguos, cuyos errores fisiológicos y anatómicos se exageran para lisonjear el amor propio de nuestra época, obscureciendo el esplendor mental de pasados tiempos, como si con la imaginación agrandáramos las manchas del sol para eclipsarlo.
La poca eficacia de las investigaciones modernas está comprobada por la circunstancia de que, no obstante la multitud de pormenorizadas denominaciones científicas en los mineales, vegetales, animales y en el mismo organismo humano, nada pueden decir en concreto los más eminentes fisiólogos acerca de la fuerza vital que ocasiona las transformaciones en los reinos de la naturaleza. Para ello es preciso beber en fuentes distintas de las que alimentan a los científicos contemporáneos. Mucho valor profesional necesita quien reconoce la profundidad de conocimiento de los antiguos, en contra del corriente prejuicio tan inclinado a regatearles méritos, y gustosamente laureamos a científicos como Jowett (57) quien en su traducción de las obras de Platón reconoce que en la filosofía natural de los antiguos, considerada en armónico conjunto, se echa de ver:
FILOSOFÍA ANTIGUA
1.º Que los filósofos de la antigüedad aceptaban la teoría de las nebulosas. Por lo tanto, no puede derivarse, como asegfura Draper (58), de los descubrimientos astronómicos de Herschel.
2.º Que Anaxímenes sostuvo en el siglo VI antes de Jesucristo la teoría de la evolución, diciendo que los animales descendían de los primeros reptiles aparecidos en la tierra y que el hombre descendía de los animales, según enseñaban también los caldeos antes del diluvio
3.º Que los pitagóricos afirmaban la analogía de la tierra con los demás cuerpos celestes (59).
Así resulta que Galileo expuso unateoría astronómica ya conocida en la India desde la más remota antigüedad. Según ha demostrado Reuchlin, el astrónomo florentino estudió fragmentos de obras pitagóricas que todavía se conservaban en su época (60).
4.º Opinaban los antiguos que las plantas tienen sexo como los animales. Con ello vemos que los naturalistas modernos han seguido las huellas de sus predecesores.
5.º También enseñaban que las notas musicales están sujetas a número en dependencia de la tensión de la cuerda vibrante.
6.º Que las leyes matemáticas rigen el universo entero y aun suponían que del número se originaban las diferencias cualitativas.
7.º Negaban la aniquilación de la materia y sostenían que se transformaba en diversidad de aspectos (61).
Añade a esto Jowett que aunque algunos de los referidos descubrimientos no pasen de felices conjeturas, en modo alguno cabe atribuirlos a meras coincidenciasa (62).
En resumen, la filosofía platónica se distinguía por el orden, sistema y proporción de sus enseñanzas. Abarcaba la evolución de los mundos y de las especies, la transformación y conservación de la energía, la transmutación de las formas materiales y la eternidad de la materia y del espíritu. Desde este último punto de vista, la filosofía platónica supera de mucho a la ciencia moderna y corona la bóveda de su sistema con perfecta e inconmovible clave. Si tan cierto es que la ciencia ha progresado rápidamente en estos últimos tiempos, y si el moderno concepto de la naturaleza es más claro y preciso que el de los antiguos, ¿cómo quedan sin respuesta nuestras preguntas acerca del origen y condicionalidad de la vida? Si en los modernos laboratorios se acopia el fruto de la investigación experimental, que no conocieron los antiguos, ¿cómo no hemos adelantado un paso sino en caminos ya trillados antes de la era cristiana?; ¿cómo desde el punto culminante a que hemos llegado sólo vemos confusamente a lo lejos del alpino sendero del saber humano las gigantescas huellas de los primitivos exploradores?
Si tanto sobrepujan los modernos a los antiguos artífices, que nos devuelvan las perdidas artes de nuestros antepasados y con ellas los inalterables colores de Luxor y la púrpura de Tiro, el indestructible cemento de las Pirámides, las hojas de Damasco, las vidrieras de colores y el vidrio maleable. Y si la química industrial apenas rivaliza ni siquiera con los artífices de los comienzos de la Edad Media, ¿a qué alardear de descubrimientos que, según toda probabilidad, se conocían hace miles de años? Cuanto más progresan la arqueología y la filología, tanto más humillantes son para nuestra época sus descubrimientos y tanto más glorioso el testimonio a favor de los antiguos sabios, acusados hasta ahora de ignorantes y supersticiosos.
Muchísimo antes de que las carabelas del audaz genovés hendiesen las aguas del océano, ya habían dado las naves fenicias la vuelta al mundo para civilizar regiones hoy desiertas. La misma mano que trazó los planos de las pirámides de Egipto y otras obras hoy ruinosas en las márgenes del Nilo, erigió sin duda, según infieren los arqueólogos, el monumental Nagkon de Cambodge y grabó los jeroglíficos de los obeliscos y puertas de la población inda, recientemente descubierta en la Colombia británica por lord Dufferin, o en las ruinas de Palenque y Uxmal, en Centro América. Los restos que de las artes perdidas atesoramos en nuestros museos, hablan elocuentemente a favor de la civilización antigua y comprueban, vez tras vez, que las pasadas gentes enterraron con ellas diversidad de ciencias y artes no reavivadas en las retortas de la Edad Media ni en los crisoles de los laboratorios contemporáneos.
LA ÓPTICA DE LOS ANTIGUOS
Draper reconoce magnánimamente que los antiguos no dejaron de tener algunos conocimientos de óptica, y dice que las lentes convexas halladas en Nimrod prueban que conocían los instrumentos de amplificación (63). En cambio, otros escritores les niegan rotundamente este conocimiento. Sin embargo, el testimonio de los autores clásicos confirma la opinión de draper, pues Cicerón dice que vio toda la Ilíada escrita en una vitela que arrollada cabía en una cáscara de avellana. Además, Plinio asegura que Nerón llevaba un anillo con un cristalito a cuyo través veía desde lejos a los gladiadores. Mauricio poseía un instrumento llamado nauscópito con el cual columbraba las costas de África desde el promontorio de Sicilia. Wendell habla de un amigo suyo que tenía una sortija antiquísima con la imagen de Hércules tan minuciosamente esculpida, que con lentes de aumento se distingue el entrelace de los músculos y se pueden contar los pelos de las cejas. Rawlinson tenía una piedra de unos cinco centímetros de largo por dos de ancho, en que estaba grabado un tratado de matemáticas cuyo texto era imposible leer sin lentes. En el museo Abbott se conserva un anillo procedente de Cheops, que según cómputo de Bunsen data del año 500 antes de J. C., y cuyo sello, del tamaño de un cuarto de dólar, tiene un grabado imperceptible a simple vista. También hay en Parma la piedra de una sortija perteneciente a Miguel Ángel, con un grabado de dos mil años de antigüedad, en que valiéndose de poderosas lentes se distinguen siete figuras de mujer.
Todos estos hechos nos ponen en la alternativa de acusar de mendaces a los autores o reconocer que los antiguos conocían la óptica algo más de cuanto pudiera presumirse y que, como dice un notable crítico, el microscopio moderno es hermano menor del bíblico. Por lo tanto, en contra de la opinión que Fiske expone al criticar la ya citada obra de Draper, creemos que el único defecto de este autor estriba en mirar la historia a través de lentes inapropiadas, pues mientras echa mano de las convexas para descubrir el ateísmo del pitagórico Giordano Bruno, se vale de las cóncavas para explorar la sabiduría de los antiguos.
Es muy singular la escrupulosidad con que tanto los autores clericales como los ateos intentan trazar el límite entre lo que debemos aceptar y lo que debemos rehuir de los escritores antiguos o por lo menos ponerlo en duda. Si, por ejemplo, nos dice Estrabón que el perímetro de Nínive medía cuarenta y siete millas, y admitimos su testimonio en este punto, ¿por qué recusarlo cuando asevera el cumplimiento de las profecías sibilinas? No es de sentido común honrar a Herodoto con el título de padre de la historia y tachar después de necia jerigonza el relato de los maravillosos fenómenos que personalmente presenció. Acaso necesiten los científicos de toda su cautela en este particular para que las gentes no salgan de su engaño. Sin embargo, se sabe que siglos antes de nuestra era ya emplearon los chinos para desmontes y voladura de rocas la pólvora, cuya invención se había atribuido a Schwartz y Bacon. Según dice Draper (64), en el museo de Alejandría se conservaba la máquina de vapor inventada por el matemático Hero, un siglo antes de J. C., cuya forma era parecida a la de las actuales colipilas, por lo que añade el mismo autor que nada tiene de casual la invención de las modernas máquinas de vapor. Se engríe Europa de los descubrimientos de Galileo y Copérnico, y sin embargo, las observaciones astronómicas de los caldeos datan de un siglo después del diluvio, cuya fecha computa Bunsen en 10.000 años antes de la era cristiana (65). Por otra parte se sabe que 2.000 años antes de J. C. un emperador chino sentenció a muerte a los dos astrónomos de la corte por no haber vaticinado un eclipse de sol.
CORRELACIÓN DE FUERZAS
Ejemplo de las presunciones científicas de nuestro siglo y del falso concepto de su valer, nos lo ofrecen las alharacas con que se recibió el descubrimiento de la transformación de la materia y la conservación de la energía, considerado como el más importante del siglo por Guillermo Armstrong, presidente de la Sociedad Británica. Sin embargo, no merece tal nombre de descubrimiento, porque desde tiempos remotísimos se conocía ya este principio, cuyos primeros vislumbres aparecen en la doctrina védica de la emanación y la absorción (66). El griego Demócrito expuso también la teoría de la indestructibilidad de la materia, que nuestros físicos se han visto precisados a extender a la fuerza, diciendo que así como no se aniquila ni un átomo de materia, tampoco se desvanece fuerza alguna de la naturaleza, porque la fuerza es igualmente indestructible y se manifiesta en reversibles aspectos, de cuya modalidad depende el movimiento de la materia. Tal es el principio de la conservación de la energía, según los modernos científicos que de nuevo la han descubierto. Ya el año 1842 sospechaba Grove la reversibilidad del calor, luz, electricidad y magnetismo, capaces de ser causa en determinado momento y efecto en el siguiente (67). Pero la ciencia nada dice ni sabe del origen de estas fuerzas ni de su modo de transformación; conoce los efectos e ignora la causa, porque no acierta a señalar el alfa y omegta del fenómeno. Difícil es superar en este punto a Platón cuando pone en boca de Timeo estas palabras: “Dios conoce las cualidades originales de las cosas, pero al hombre sólo le cabe la posibilidad de conocerlas” (68). Lo mismo dicen Tyndall y Huxley en sus obras, con la diferencia de no consentir que ni el mismo Dios les aventaje en sabiduría, y tal vez en esto fundan sus alardes de superioridad. Los antiguos induistas derivaron del principio de la conservación de la energía su doctrina de la emanación y la absorción, según la cual, el punto primario (.....) del inmenso círculo, cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna, emana de sí todas las cosas manifestadas en el universo visible bajo diversas formas que se transmutan y combinan recíprocamente en gradual transformación, desde el espíritu puro (la nada de los budistas) hasta la más densa materia, que se restituye a su primario estado o sea la absorción en el nirvana (69). ¿Qué significa esto sino la conservación de la energía?
Demuestra la ciencia que el calor puede transformarse en electricidad y la electricidad en magnetismo y recíprocamente, de modo que el movimiento engendra indefinidamente el movimiento (70). Para los científicos materialistas, queda resuelto el problema de la eternidad una vez demostrada la conservación de la materia y de la energía, como si con ella quedara también demostrada científicamente la inutilidad del espíritu.
Puede afirmarse, por lo tanto, que los modernos filósofos no han dado un paso más allá de los sacerdotes de Samotracia, los indos y los agnósticos cristianos. La parigualdad de la materia y de la fuerza está simbolizada en el mito samotraciense de los gemelos Dioskuros, hijos del cielo, a que alude Schweigger, que mueren y resucitan juntos, siendo absolutamente necesario que uno muera para que el otro viva. Conocían los sacerdotes de Samotracia, tan bien como los físicos modernos, la transformación de la energía, y aunque los arqueólogos no hayan encontrado aparato alguno a propósito para esta transformación, se infiere fundadamente por analogía, que casi todas las religiones antiguas se apoyan en el principio de coeternidad de la materia y de la fuerza y en la doctrina según la cual todo emana del sol central y espiritual, del espíritu de Dios, en el conocimiento de cuya potencialidad se funda la magia teurgia. A este propósito dice Proclo: “De la propia manera que el amante se eleva poco a poco de la belleza plástica a la belleza divina, así los antiguos sacerdotes establecieron una ciencia basada en la mutua simpatía y semejanza que echaron de ver en las cosas subsistentes en el todo universal con las internas potencias que algunas de ellas manifiestan. De este modo descubrieron lo supremo en lo ínfimo y lo ínfimo en lo supremo, es decir, las cualidades terrenas en su celeste condición causal y las cualidades celestes adaptadas a la condición terrena” (71).
MUTUAS SIMPATÍAS
Señala después Proclo las misteriosas propiedades de algunos minerales, plantas y animales, conocidas pero no explicadas por los naturalistas modernos. Tales son los movimientos rotatorios del girasol, heliotropo y loto (72) y las particularidades observadas en las piedras solares y lunares, en el helioselenio y en el gallo, león y otros animales. Sobre el particular dice así: “Al observar los antiguos esta mutua simpatía entre las cosas celestes y las terrestres, aplicaron estas últimas a ocultos propósitos de naturaleza, tanto celestial como terrena, y en virtud de dicha simpatía, atrajeron cualidades divinas a esta miserable morada... Todas las cosas están llenas de divinas propiedades y las terrenas reciben su plenitud de las celestiales y éstas de las supercelestiales, pues la ordenación natural arranca de lo supremo para descender gradualmente hasta lo ínfimo (73). Porque cualesquiera que sean las cosas resumidas en otra de superior categoría se explayan al descener y quedan distribuidas varias almas bajo la acción de sus gobernadoras divinidades” (74). Proclo no aboga aquí por la superstición, sino por la ciencia, pues la magia no deja de ser ciencia que, aunque oculta y desconocida de los científicos contemporáneos, se funda ´solidamente en las misteriosas afinidades entre los seres orgánicos de los cautro reinos de la naturaleza, y en las invisibles potencias del universo. Los herméticos antiguos y medioevales llamaban magnetismo, atracción y afinidad a la fuerza que hoy la ciencia llama gravitación. Esta ley universal está enunciada por Platón en el Timeo, diciendo que los cuerpos mayores atraen a los menores y cada cual a su semejante (75). Los fundamentos de la magia fueron y son las cosas visibles e invisibles de la naturaleza y de sus mutuas atracciones, repulsiones y enlaces, cuya causa es el principio espiritual que todo lo penetra y anima, de suerte que dicho conocimiento permite establecer las condiciones necesarias y suficientes para la manifestación de ese principio. Todo esto encierra el profundo y completo conocimiento de las leyes naturales.
Refiriéndose Wallace a uno de los casos de apariciones que relata Owen, exclama: “¿Cómo es posible negar o repudiar prueba tan evidente? Centenares de casos análogos están igualmente comprobados sin que nadie se tome el trabajo de explicarlos”. A lo cual replica Ricardo A. Proctor, diciendo que “como los filósofos aseguraron hace muchísimo tiempo que todas esas historias de aparecidos son puras ilusiones y no se ha de hacer caso de ellas, les sabe a rejalgar que se aduzcan ahora nuevas pruebas de apariciones que han determinado la conversión de algunos hasta el extemo de, como si hubieran perdido el juicio, pedir nueva información so pretexto de error en el primer veredicto. Todo esto evitará acaso el ridículo de los conversos; mas para que los filósofos se avengan a la demandada investigación, es preciso representarles que el bienestar de la especie humana depende en gran parte de las condiciones materiales, mientras que los mismos conversos reconocen la frivolidad con que se conducen los aparecidos” (76). La señora Hardinge Britten ha entresacado de la prensa diaria y científica gran número de notas comprobatorias de la clase de asuntos con que los intelectuales reemplazan el, para ellos, tan desagradable de duendes y apariciones. Copia la señora Britten de un diario de Washington el acta de la solemne sesión de la Sociedad Científica Americana (77) celebrada el 29 de Abril de 1854, en la que el insigne químico Hare, profesor de la universidad de Filadelfia, tan venerado por su profunda ciencia como por su irreprensible conducta, no pudo hablar de los fenómenos espiritistas por oponerse a ello el profesor Henry con aquiescencia de la mayoría de socios (78).
UNA SESIÓN ACADÉMICA
El periódico Spiritual Telegraph, al extractar esta sesión académica la comenta como sigue: “Parece que el tema presentado por el profesor Hare hubiera debido considerarse del dominio de la ciencia, pero la Asociación Americana para el Fomento de las Ciencias creyó, al contrario, que no era digno de su atención aquel tema y por mayoría de votos quedó sobre la mesa... No podemos desaprovechar la ocasión de advertir que la Asociación Americana para el Fomento de las Ciencias discutió extensa, grave y profundamente en la misma sesión el tema de ¡por qué cantan los gallos a media noche! Es una cuestión verdaderamente digna de filósofos, que sin duda afecta en grado superlativo al bienestar de la especie humana”.
Aunque se expone al ridículo quien manifieste su creencia en la misteriosa simpatía entre el hombre y ciertas plantas, se ha comprobado en muchos casos. Se sabe de personas que murieron poco después del arranque de un árbol plantado el mismo día en que nacieron; y en cambio, han ocurrido casos en que un árbol plantado en análogas circunstancias enfermó y murió simultáneamente con la persona de quien, por decirlo así, era gemelo (79).
Max Müller refiere varios casos de la misma naturaleza (80) y demuestra que esta creencia popular se halla extendida por muchas comarcas de Europa, Centro América, India, Nueva Zelanda y Guyana inglesa. Por su parte, Tyler dice sobre el particular: “Si sólo echáramos de ver esta creencia en la India y en Alemania, podríamos atribuirle origen ario, pero al hallarla asimismo en la América Central no hay más remedio que admitir relaciones precolombinas entre los pobladores de Europa y América o averiguar si en efecto tiene fundamento racional esa supuesta simpatía entre la vida de las plantas y la de los hombres” (81).
La actual generación, que sólo cree en el superficial testimonio de sus sentidos, no admitirá la atracción simpática entre animales, vegetales y aun minerales, porque el velo que entorpece su visión interna únicamente les permite percibir lo que no pueden negar. A esta incrédula generación tal vez le convenga el siguiente pasaje de Plotino: “Los hombres se despojan lamentablemente de su divinidad desde el momento en que deseñan todo cuanto a los cielos se refiere y nada creen de lo que es digno del cielo. Así forzosamente enmudecen las voces divinas” (82). Esto mismo significa el emperador Juliano al decir: “el alma mezquina del escéptico es en verdad aguda, pero nada percibe con perfecta y sana visión”.
Estamos a fines de un ciclo y en época notoriamente transitoria. Platón divide el progreso mental del universo en cada ciclo en dos períodos: fértil y estéril. Dice a este propósito que en las regiones sublunares permanecen los diversos elementos en perfecta armonía con la naturaleza divina, pero los seres que de dichos elementos participan, están unas veces en armonía y otras en discrepancia con la naturaleza divina, a causa de su entreveración con la materia terrena en los reinos del mal. Cuando las corrientes del éter universal (83), que en sí entraña los elementos de todas las cosas, están en armonía con el espíritu divino, nuestro planeta y cuanto contiene disfrutan del período fértil. Las ocultas potencias de los animales, vegetales y minerales simpatizan mágicamente con las naturalezas superiores, y el yo inferior del hombre se armoniza perfectamente con el Yo superior. Pero durante el período estéril, el yo inferior agota su mágica simpatía y se entenebrece la visión espiritual de la mayoría de las gentes hasta el punto de perder toda noción de las elevadas potencias de su divino espíritu. Actualmente estamos en un período estéril. El siglo XVIII padeció altísima fiebre de escepticismo, cuya enfermedad heredó el siglo XIX. La mente divina está eclipsada en los hombres que razonan tan sólo con su cerebro físico.
IDENTIDAD DE TRADICIONES
Antiguamente era la magia una ciencia universal que tan sólo profesaban los sacerdotes ilustrados; pero aunque el foco de estaciencia estaba celosamente custodiado en el santuario, sus rayos iluminaban el mundo. Si así no fuera, ¿cómo explicar la sorprendente identidad de tradiciones, leyendas, costumbres, creencias y adagios populares, que lo mismo se encuentran entre los lapones y tártaros del norte, que en los pueblos meridionales de Europa, en las estepas rusas y en las pampas americanas? A este propósito dice Taylor que la máxima pitagórica “no remuevas fuego con espada”, es popular entre gentes sin relación alguna étnica ni geográfica; pues según refiere Carpini, ya en 1246 la observaban los tártaros que en modo alguno consentirían en remover el fuego con arma de filo, por temor de “cortar la cabeza del fuego”. Del mismo temor participan los kalmucos, y los abisinios preferirían meter los brazos desnudos hasta el codo entre brasas, antes que removerlas con hacha o cuchillo. Tyler dice que todos estos hechos son simples aunque curiosas coincidencias, y Max Müller opina, por el contrario, que entrañan en su fondo la doctrina pitagórica.
Las máximas de Pitágoras, como las de muchos autores antiguos, tienen doble significado, pues además del literal encubren un precepto, según explica Jámblico en su Vida de Pitágoras. La máxima: “no remuevas el fuego con espada” es el noveno símbolo de los Protrépticos que exhorta a la prudencia y enseña cuán conveniente es no avivar con duras palabras al encolerizado. También corrobora Heráclito la verdad de este símbolo diciendo que “es difícil luchar contra la cólera, pero todo debe hacerse para redimir el alma. Y ciertamente es así, porque muchos, por satisfacer su cólera, han transmutado la condición de su alma y preferido la muerte a la vida. En cambio, quien refrena la lengua y permanece tranquilo, trueca en amistad la contienda, extingue el fuego de la cólera y da pruebas de buen juicio” (84).
Habíamos dudado algunas veces de si nuestro juicio sería lo bastante imparcial y amplio para analizar respetuosamente las obras de filósofos tan insignes en nuestros tiempos como Tyndall, Huxley, Spencer, Carpenter y muchos otros. Nuestro vehemente amor a los hombres de la antigüedad, a los sabios primitivos, nos inspiraba el recelo de trasponer los límites de la justicia y negársela a quienes lo merecen; pero gradualmente se ha ido desvaneciendo toda duda y recelo al observar que somos eco débil de la opinión pública, manifestada en artículos periodísticos tan hábiles como el publicado en la Revista Nacional, correspondiente a Diciembre de 1875, con el título: Los filósofos del día, en el que se pone valientemente en tela de juicio la paternidad de los descubrimientos que los científicos modernos se atribuyen respecto a la naturaleza de la materia y del espíritu, a la formación del universo, a las peculiaridades de la mente y otros puntos igualmente interesantes. dIce a este propósito el autor del artículo que el mundo religioso se ha sorprendido y excitado ante las ideas de Spencer, Tyndall, Huxley, Proctor y otros de la misma escuela, quienes, no obstante sus innegables servicios a la ciencia, no han efectuado ningún descubrimiento, pues nada hay hasta ahora en sus más atrevidas especulaciones que no se haya enseñado en una u otra forma desde hace miles de años... los científicos no exponen sus hipótesis como descubrimientos propios; pero dejan que así lo suponga la opinión pública que, alimentada por los periódicos, acepta como artículo de fe cuanto le dicen y se maravilla de las consecuencias. Pero cuando alguien ataca en la prensa a los presuntos autores de tan sorprendentes hipótesis, tratan estos de defenderse personalmente, sin que a ninguno se le ocurra decir: “Caballeros, no se incomoden ustedes, porque nosotros no hacemos otra cosa que remendar teorías tan viejas como los montes”. Sin embargo, científicos y filósofos tienen la debilidad de dar importancia a cuanto creen que ha de allegarles nombradía inmortal. Huxley, Tyndall y aun el mismo Spencer se han erigido últimamente en infalibles pontífices y segruos oráculos de los dogmas de protoplasma, de las moléculas y formas y átomos primordiales, alcanzando con estos descubrimientos más palmas y alureles que pelos en la cabeza tuvieron Lucrecio, Cicerón, Plutarco y Séneca, no obstante el conocimiento que del protoplasma de los átomos primordiales y demás supuestas novedades se vislumbra en las obras de estos últimos autores. Precisamente a Demócrito se le llamó el filósofo atómico por su teoría de los átomos.
LOS PLAGIOS MODERNOS
De la misma Revista Nacional entresacamos la siguiente curiosa denuncia: “¿Qué cándido no se admiró hace un año de los sorprendentes efectos obtenidos del oxígeno? Con las mismas teorías que de Liebig hemos citado, Huxley y Tyndall lograron conmover los ánimos hasta la excitación... otro descubrimiento que no ha dejado de alarmar a los timoratos es que cada pensamiento va acompañado de una alteración de la substancia cerebral. Para estas cosas y otras por el estilo no han tenido las dos eminencias otro trabajo que hojear las páginas de Liebig, quien dice en una de sus obras (85): “La fisiología puede afirmar con suficientes indicios que todo pensamiento y toda sensación alteran constitutivamente la substancia cerebral; y que todo movimiento y manifestación de fuerza resulta de esa mudanza de la estructura o de la substancia del cerebro”.
Así es que en las emocionantes conferencias de Tyndall echamos de ver las mismas ideas de Liebig, que a su vez son repetición de las de Demócrito y otros filósofos paganos. En suma, una mezcolanza de antiguas hipótesis expuestas con pariencias de formulas demostradas en la pintoresca, melosa e insinuante fraseología de este autor.
Análogamente, la citada Revista Nacional demuestra la coincidencia entre los descubrimientos de Tyndall y Huxley y las ideas expuestas por Priestley en sus Disquisiciones sobre la materia y el espíritu y por Herder en su Filosofía de la Historia. Dice a este propósito el articulista: “No sufrió Priestley persecución alguna, porque se abstuvo de alardear de sus opiniones ateas. Este químico, descubridor del oxígeno, escribió ochenta volúmenes donde expuso teorías idénticas a las que tan asombrosas y audaces se consideran en boca de los científicos modernos... Nuestros lectores recordarán la sensación producida por las opiniones de algunos filósofos contemporáneos respecto del origen y naturaleza de las ideas. No obstante, nada tienen de nuevo dichas opiniones, porque, como dice Plutarco (86), “las ideas son incorpóreas y sin subsistencia por sí mismas; pero dan figura y forma a la materia amorfa cuyas manifestaciones determinan”. Verdaderamente que ningún ateo moderno, ni siquiera Huxley, superará en materialismo a Epicuro, sino que tan sólo podrán remedarle. Y el protoplasma de Huxley no es ni más ni menos que una repetición del concepto de los panteístas indos llamados swâbhâvikas, quienes afirman que todos los seres, dioses, hombres y animales nacen del swâbhâva o sea de su propia naturaleza” (87).
“En cuanto a Epicuro, escuchemos lo que en sus labios pone Lucrecio: “El alma así engendrada ha de ser material porque material es su origen y de alimentos materiales se nutre y con el cuerpo crece, madura y decae, de modo que, sea de hombre o de bruto, ha de morir con él” (88).
“Nuestro propósito es refrescar en el público inteligente y culto la memoria de los progresivos pensadores de la antigüedad, de modo que no se les eche en olvido. Deben recordarlos especialmente todos los que desde la cátedra, la tribuna y el púlpito aleccionan a las gentes. Si así lo hicieran, no habría tantas persecuciones infundadas ni tanta charlatanería ni, sobre todo, tanto plagio” (89).
LA INMORTALIDAD DEL ALMA
Acertadamente dice Cudworth que lo que más vituperan los cient´ficos de hoy en los sabios antiguos es su creencia en la inmortalidad del alma, pues les asusta pensar que de creer en los espíritus y las apariciones han de creer también en Dios, y nada hay para ellos tan absurdo como la existencia de Dios. Sin embargo, muy diversamente opinaban los materialistas antiguos a pesar de lo escépticos que nos parecen. Epicuro creía en Dios sin creer en la inmortalidad del alma y Demócrito no negaba en modo alguno las apariciones. La mayor parte de los antiguos sabios admitían la preexistencia del espíritu humano semejante a Dios, y en este conocimiento apoyaban los magos de Persia y Babilonia la doctrina de la machagistia atestiguada en los Oráculos caldeos que tanto comentaron Pletho y Psello. Entre los antiguos sabios que afirmaron rotundamente la inmortalidad del alma humana se cuentan Zoroastro, Pitágoras, Epicarmo, Empédocles, Kebes, Eurípides, Platón, Euclides, Filón, Boecio, Virgilio, Cicerón, Plotino, Jámblico, Proclo, Psello, Sinesio, Orígenes y Aristóteles (90).
Algunos años han pasado desde que el conde de Maistre escribió las siguientes frases que si oportunas en su volteriana época, no lo son menos en nuestros escépticos días: “He leído y escuchado mil chocarrerías sobre la ignorancia de los antiguos, porque en todas partes veían espíritus. Pero me parece que nosotros somos aún más imbéciles que nuestros antepasados, porque nunca vemos ninguno en parte alguna” (91).
CAPÍTULO VIII
No creas que en mis mágicas maravillas me ayuden
los ángeles de la Estigia evocados del infierno y malditos
por quienes quisieron dominar a los tenebrosos divis y
afrites, sino que me ayuda la percepción de los secretos
poderes de las fuentes minerales, de las íntimas células
de la naturaleza, de las hierbas colgantes en verde cortina
y de los astros que voltean sobre torres y montes.
TASSO, XIV, 13.
Como a las puertas del infierno, detesto a quien se
atreve a pensar una cosa y decir otra.
POPE.
Si el hombre cesara de existir al bajar a la tumba,
habríamos de confesar sin remedio que es la única
criatura a quien la naturaleza o la providencia se han
complacido en defraudar concediéndole cualidades
que carecen de objeto de aplicación en la tierra.
BULWER LYTTON.-Una historia singular.
Del prefacio de la obra de Proctor titulada: Nuestro lugar en el infinito, entresacamos el siguiente párrafo: “La ignorancia en que los antiguos estaban del lugar de la tierra en el espacio les indujo a suponer influencias favorables o adversas de los astros en el destino de los individuos y de las naciones, así como a formar el grupo de siete días dedicados a los siete planetas de su sistema astrológico”.
LA FORMACIÓN DE LA TIERRA
Dos distintas afirmaciones sienta Proctor en el párrafo citado: 1.ª Que los antiguos ignoraban el verdadero lugar de la tierra en el espacio. 2.ª Que creían en la influencia favorable o adversa de los astros en el destino de los individuos y de los pueblos (1). Sin embargo, hay poderosos motivos para suponer que los sabios de la antigüedad conocían la posición, movimientos y relaciones de los astros, según se infiere del testimonio de Plutarco, ampliado con los de Draper y Jowett. Además, si tan ignorantes eran los antiguos astrónomos, ¿cómo es que en los fragmentos de sus obras se descubren bajo el enigmático lenguaje muchos conceptos corroborados por recientes descubrimientos? En su citada obra expone Proctor la teoría de la formación de la tierra y describe las sucesivas fases porque pasó antes de ofrecer morada al hombre, pintando con vivos colores el gradual agrupamiento de la materia cósmica en esferas gaseosas, rodeadas de una inconsistente capa líquida, que fueron condensándose hasta la solidificación de la corteza externa, seguida del lento, enfriamiento de la masa, con los resultados químicos de la acción del intenso calor sobre la primitiva materia del globo, que determinaron la formación y distribución de las partes firmes, los cambios en la constitución de la atmósfera, la aparición de vegetales, animales y por último del hombre.
Pero veamos ahora el hermético Libro de los Números (2) escrito, según tradición caldea, por Hermes Trismegisto. Dice así: “En el principio del tiempo el gran Invisible tenía sus santas manos llenas de materia celeste que esparció por el infinito y, ¡oh pasmo!, se convirtió en esferas de fuego y en esferas de arcilla que, como el inquieto metal (3), se disgregaron en esferas menores que empezaron a voltear incesantemente. Y algunas, que eran esferas de fuego, se convirtieron en esferas de arcilla y las de arcilla en esferas de fuego, porque las de fuego esperaban a que llegase el tiempo de convertirse en de arcilla y las otras las envidiaban en espera de convertirse en de puro y divino fuego”.
No creemos que nadie se atreva a pedir más claro compendio de las fases cósmicas tan elegantemente descritas por Proctor.
Vemos en el pasaje de Hermes la difusión de la materia, su agrupamiento en esferas de las que se disgregan otras menores, la rotación axial, la paulatina transición de la materia incandescente a materia terrosa y por fin la pérdida de calor con que se inicia el período de la muerte planetaria.
El tránsito de las esferas de arcilla a esferas de fuego explicará a los materialistas algunos fenómenos astronómicos, tales como la súbita aparición de una estrella en la constelación de Casiopea el año 1572 y de otra en el serpentario en 1604, según observaciones de Kepler. Verdaderamente demuestran los caldeos en el citado pasaje más profunda filosofía que los astrónomos modernos, pues la confversión en esferas de “puro y divino fuego” simboliza la subsiguiente existencia planetaria análoga a la que más allá de la muerte corporal tiene el espíritu del hombre. Si, como ya admite la astronomía, nacen, crecen, se desarrollan, decaen y mueren los astros, ¿por qué no han de tener, como el hombre, la subsiguiente existencia etérea o espiritual? Así lo afirman los magos al decir que la fecunda madre tierra está sujeta a las mismas leyes que sus hijos y en oportunidad de tiempo engendra de su seno todas las cosas hasta que, llegada la plenitud de su tiempo, cae en la tumba de los mundos. La materia densa de la tierra se disgregará poco a poco en átomos que, con arreglo a la inexorable ley, formarán nuevas combinaciones; pero su espíritu quedará atraído por el céntrico sol espiritual de que originariamente emanara (4). Según dice Hermes: “Y el cielo era visible en siete círculos, y los planetas aparecieron con todos sus signos en forma de estrellas que quedaron separadas y numeradas con los gobernadores residentes en ellas, y su carrera giratoria está limitada por el aire en una órbita circular donde se mueven bajo la acción del divino espíritu” (5).
Nadie hallará en las obras de Hermes ni el más leve indicio del enorme absurdo sostenido después por la iglesia romana, diciendo que los astros habían sido creados para recreo del hombre, puesto que el unigénito Hijo de Dios bajó a este ínfimo mundo para redimir nuestras culpas.
LA TIERRA INVISIBLE
Proctor nos habla de una capa inconsistente de materia no condensada todavía, que recubre un océano de consistencia viscosa en el cual gira un núcleo sólido. Pero también esta hipótesis tiene su precedente en la siguiente referencia: “Asegura Hermes que en el principio era la tierra una especie de limo o gelatina temblorosa compuesta de agua condensada por la incubación y calor del divino espíritu o, según la letra del texto: cum adhuc terra tremula esset, lucente sole compacta esto” (6).
De la misma obra de Filaleteo entresacamos el siguiente pasaje: “Por mi alma afirmo que la tierra es invisible, y no sólo esto, sino que el ojo del hombre no ve jamás la tierra ni puede ésta ser vista sin arte. El mayor secreto de la magia es hacer invisible este elemento... y este cuerpo feculento y grosero sobre que andamos, es un compuesto, y no la tierra, sino que en él está la tierra. En una palabra, que todos los elementos son visibles menos la tierra, y cuando alcancemos la necesaria perfección para saber por qué Dios ha puesto la tierra in abscondito, tendremos una excelente traza para conocer a Dios y saber cómo es visible y cómo invisible” (7).
Muchos siglos antes de nacer los científicos contemporáneos había ya dicho Salomón: “Tu poderosa mano hizo el mundo de materia informe (8). Esta frase encierra cuanto pudiéramos decir; pero añadiremos que tal vez la materia informe, la tierra preadámica entrañe una “potencia” cuyo hallazgo regocijaría a Tyndall y Huxley.
Al descender de lo universal o lo particular, de la antigua teoría de la evolución planetaria a la evolución de la vida vegetal y animal, tan opuesta a las creaciones individuales de los seres, vemos anticipada la moderna teoría de la transformación de las especies en el siguiente pasaje de Hermes: “Cuando Dios hubo llenado sus potentes manos de cuanto en la naturaleza existe y la limita, exclamó sin abrirlas: “¡Oh tierra bendita! Sé la madre de todo para que nada necesites. Entonces abrió las manos derramando de ellas todo lo necesario para la formación de las cosas”. Aquí tenemos simbolizada la materia primaria en que laten potencialmente todas las futuras formas de vida y que la tierra es la madre de cuanto desde entonces brota de su seno.
Más explícito es todavía Marco Antonio en su Soliloquio: “La naturaleza se complace en mudar todas las cosas y revestirlas de nuevas formas. La materia es para ella como cera con que moldea toda clase de figuras, y si hace un pájaro lo convierte después en cuadrúpedo, o de una flor hace una rana, de suerte que se deleita en sus operaciones mágicas, como los hombres en las obras de su propia imaginación” (9).
Antes de que los modernos científicos pensaran en la teoría evolutiva, había dicho ya Hermes que nada hay truncado en la naturaleza, pues todas sus obras rebosan de suave armonía sin saltos ni transiciones violentas ni aun en las muertes súbitas.
Los rosacruces iluminados profesaban la doctrina del lento desenvolvimiento de las formas preexistentes. Las Tres Madres enseñaron a Hermes el misterioso proceso de sus obras antes de revelarlo a los alquimistas medioevales. En lenguaje hermético las Tres Madres significan la luz, el calor y el magnetismo, transmutables según el principio de la correlación de fuerzas o transformación de la energía. Dice Sinesio que en el templo de Menfis encontró unos libros de piedra con la siguiente máxima esculpida: “Una naturaleza se deleita en otra; una naturaleza vence a otra; una naturaleza prevalece contra otra; pero todas ellas son una sola”.
LA EVOLUCIÓN SEGÚN HERMES
La continua actividad de la materia está expresada en el siguiente aforismo de Hermes: “La acción es la vida de Phta”. Por su parte Orfeo llama a la naturaleza “la madre que hace muchas cosas” ..... o “madre ingeniosa que imagina e inventa”.
En su ya citada obra dice Proctor: “Todo cuanto existe, así en la superficie como en el itnerior de la tierra, las formas vegetales y animales y nuestro organismo corporal, están constituidos por materia atraída de las profundidades del espacio que por todas partes nos rodea”. Los herméticos y rosacruces sostuvieron que todas las cosas, así visibles como invisibles, dimanaban de la lucha entre la luz y las tinieblas y que toda partícula material entraña una chispa luminosa (espíritu) cuya propensión a volver a su divino origen, librándose del obstáculo impediente, determina el movimiento de los átomos que a su vez engendra las formas. Sobre el particular dice Hargrave Jennings con referencia a Roberto Fludd: “Todos los minerales tienen en esta centella de vida la potencialidad rudimentaria de las plantas y otros organismos de más en más perfeccionados. Asimismo, todas las plantas tienen rudimentarias sensaciones que, con el tiempo, pueden ponerlas en estado de transformarse en otras criaturas capaces de moverse de acá para allá con funciones de orden más o menos elevado. De suerte que el reino vegetal ha de psar por ignorados caminos a otros más altos senderos por donde irse perfeccionando hasta el punto de que su divina luz se explaye con mayor y más impelente fuerza y con más pleno y consciente propósito, por la planetaria influencia de los invisibles operarios del gran Arquitecto” (10).
La luz (primera creación según el Génesis) es la Sephira de los cabalistas; la Mente divina, la madre de los Sefirotes cuyo padre es la Sabiduría oculta. La luz es la primera emanación del Supremo y luz es vida según el Evangelista. Luz y vida son electricidad, el principio vital, el anima mundi que interpenetra el universo y vivifica todas las cosas. La luz es el mágico Proteo cuyas diversas ondulaciones, movidas por la divina voluntad del Arquitecto, originan las formas vivientes. De su turgente y eléctrico seno brotan la materia y el espíritu. Sus rayos entrañan la virtud de las acciones físicoquímicas y de los fenómenos cósmicos y espirituales. La luz organiza y desorganiza; da y quita la vida; y de su punto primordial surgen gradualmente a la existencia miríadas de visibles e invisibles mundos. Dice Platón (11) que en un rayo de esta trina madre primaria encendió Dios el fuego que llamamos sol y no es causa de luz y calor, sino únicamente el foco, o mejor dicho la lente que concentra y enfoca sobre nuestros sistema solar los rayos de la luz primordial de cuyas diversas vibraciones dimana la correlación de fuerzas.
La obra de Proctor, que motiva estos comentarios, consta de doce tratados, de los cuales el último se titula: Ideas acerca de la Astrología. El autor estudia esta materia con mayor respeto del acostumbrado entre los científicos, en prueba de que puso en ella toda su atención. Dice a este propósito: “Si consideramos debidamente el asunto, hemos de convenir en que de cuantos errores sufrieron los hombres en su ansia de escrutar el porvenir, la astrología es el más digno de respeto y aun pudiéramos decir que el más razonable..., pues los cuerpos celestes regulan inequívocamente el destino de los individuos y de las naciones, ya que sin las benéficas y reguladoras influencias del sol, que es entre todos el principal, perecerían las criaturas vivientes sobre la tierra... También tiene influencia la luna, y no es extraño que los antiguos infiriesen por analogía que si estos dos astros influyen tan poderosamente en la tierra, también tengan su especial influencia los demás astros” (12).
ASTROLOGÍA Y ASTRONOMÍA
Por otra parte, no cree Proctor infundada su sospecha de que los planetas de más lento movimiento ejerzan influencia superior al mismo sol, y opina que “la astrología fue formándose tras repetidas tentativas en que los astrólogos se guiaron por la observada relación entre ciertos sucesos de monta en la vida de reyes, caudillos o magnates y la posición de los astros el día de su nacimiento. Sin embargo, también pudieron algunos astrólogos imaginar influencias en que creyeron las gentes por haberlas confirmado alguna curiosa coincidencia”.
Conviene advertir que aun los tratadistas formales recurren a palabras de tan vago sentido como la de coincidencia, para encubrir lo que les repugna aceptar. Pero los sofismas no son axiomas ni mucho menos demostraciones matemáticas en que por lo menos los astrónomos debieran apoyar sus afirmaciones. La astrología es ciencia tan exacta como la astronomía, con tal de que las observaciones sean también exactas, pues sin esta condición sinecnanónica una y otra ciencia incurrirán en error. La astrología es a la astronomía como la psicología a la fisiología, y tanto en astrología como en psicología es preciso ir más allá del mundo visible y entrar en los dominios del trascendente espíritu. Tal fue la vieja lucha entre las escuelas platónica y aristotélica; pero en nuestro siglo de escepticismo saduceico no prevalecerá aquélla contra ésta. Proctor parece como si viera la paja en el ojo ajeno y no la viga en el suyo, pues si apuntáramos los errores y despropósitos de los astrónomos, seguramente excederían de mucho a los de los astrólogos (13).
Sigue exponiendo Proctor en su obra cuanto de heterodoxo ha encontrado en sus investigaciones científicas y se asombra más de una vez de tan “curiosas coincidencias” como, por ejemplo, la que refiere en estos términos: “No me detendré en la curiosa coincidencia de si efectivamente conocían los astrólogos caldeos el anillo de Saturno, pues representaban al Dios de este nombre dentro de un triple anillo... Del hallazgo de algunos instrumentos ópticos en las ruinas asirias, se infiere que pudieron descubrir los anillos de Saturno y los satélites de Júpiter... Belo, el Júpiter asirio, estaba algunas veces representado con cuatro alas esmaltadas de estrellas; pero es muy posible que esto fuesen meras coincidencias”.
Sin embargo, esta serie de coincidencias a que se refiere Proctor serían más milagrosas que la realidad de los hechos y no parece sino que los escépticos anden anhelosos de coincidencias. Bastantes pruebas dimos en el capítulo anterior de que los antiguos disponían de instrumentos ópticos tan excelentes como los del día. Según infiere Rawlinson de las inscripciones de los ladrillos asirios, el templo de Borsippa (Birs-Nimrud) tenía siete pisos dispuestos en círculos concéntricos de ladrillo y metal, del color correspondiente al planeta cuyas órbitas simbolizaban, y por lo tanto no cabe suponer que los instrumentos de Nabucodonosor fuesen de poco alcance ni de escasa monta los conocimientos de sus astrónomos. Tampoco es posible achacar a coincidencia que los caldeos diesen a cada planeta el color que en efecto han distinguido en ellos las recientes observaciones telescópicas (14). Asimismo, no puede ser coincidencia que Platón aludiera en el Timeo a la indestructibilidad de la materia, transmutación de fuerzas y conservación de la energía, de modo que su comentador Jowett dice a este propósito: “La última palabra de la filosofía moderna es continuación y desarrollo de los principios fundamentales de la ciencia que dejó sentados Platón” (15).
ALEGORÍAS ASTRONÓMICAS
Las antiguas religiones fueron esencialmente sabeístas, y cuando lleguen a interpretarse con exactitud sus mitos y alegorías, no sólo se verá que no discrepan lo más mínimo de los modernos conceptos astronómicos, sino que casi todos los principios de esta ciencia están encubiertos en las ingeniosas trazas de sus fábulas. Alegorizaban el movimiento de los astros, personificaban la índole de los fenómenos y en la conducta y temperamento de las divinidades olímpicas simbolizaban los principios de las ciencias físicoquímicas. La electricidad atmosférica en su estado latente está representada por los semidioses, cuya acción se limita a la tierra, pero que en sus eventuales vuelos a las regiones divinas despliegan energía eléctrica estrictamente proporcionada a la distancia a que se elevan. Las mazas de Hércules y Thor eran mucho más mortíferas cuando los dioses se cernían entre las nubes. Júpiter olímpico concentraba en su persona y atributos las fuerzas cósmicas antes de que el genio de Fidias le diese forma humana a propósito para que las multitudes le adorasen con el nombre de Máximus o Dios de los dioses. El mito de Júpiter, menos metafísico y complicado en un principio, era elocuentísima expresión de filosofía natural. Según dicen Porfirio y Proclo, al elemento masculino (Zeus) de la creación se le llamaba cabeza de los seres vivientes (Zoon-ok-zoon) cuyos femeninos principios eran Vesta (tierra) y Metis (agua). En la teoría órfica- que desde el punto de vista metafísico es la más antigua de todas, representa Zeus a la vez la potencia y el acto, la Causa inmanifestada y el Demiurgo o Creador, emanado de la invisible Potencia. Las esposas de Zeus, considerado como Demiurgo, simbolizan los agentes de la evolución cósmica, es decir, las afinidades químicas y las atracciones y repulsiones magnéticas y la electricidad atmosférica. De estos simbolismos físicos se infiere cuán versados estaban los antiguos en las ciencias físicas tal como ahora se conocen.
Posteriormente, en tiempo de Pitágoras representa Zeus la metafísica trinidad o sea la Mónada que de sí misma educe la Tetractis de voluntad, mente y acción. Más adelante todavía, los neoplatónicos se abstienen de filosofar sobre la Mónada primaria, por inaccesible al entendimiento humano, y tratan tan sólo de la Tríada demiúrgica o manifestación visible y tangible de la Divinidad desconocida.
Plotino, Porfirio, Proclo y otros filósofos admitieron la misma Tríada de Zeus Padre, Zeus Hijo (Poseidón o Dunamis) y de Zeus Espíritu (Nous). Este mismo concepto siguió enseñándose durante el siglo II de la era cristiana en la escuela de Ireneo, pues no hubo entre los neoplatónicos y cristianos otra discrepancia que la violenta confusión establecida por los últimos entre la Mónada incomprensible y la Tríada creadora.
Desde el punto de vista astronómico, Zeus-Dionisio tiene su origen en el Zodíaco o antiguo año solar. En Libia lo representaban bajo forma de carnero y su concepto era idéntico el Amun egipcio que engendró a Osiris (dios-toro), quien a su vez es una personificada emanación del Padre-Sol o Sol en Tauro, mientras que el Padre-Sol del cual emana esta personificación es Sol en Aries. Según sabemos, el toro simboliza la potencia creadora; y precisamente uno de los principales expositores de la cábala, Simón-Ben-Iochai que floreció en el siglo I de la era cristiana, nos explica el origen de esta extraña adoración de toros y vacas. Más adelante nos referiremos a las enseñanzas de los cabalistas sobre este símbolo, según las expone Simón-Ben-Iochai, y veremos que ni Darwin ni Huxley, fundadores de la teoría de la evolución y transformación de las especies, encontrarían en él nada opuesto a la razón y sí tan sólo la contrariedad de ver que los antiguos se les hayan anticipado en el descubrimiento.
Sin dificultad puede probarse que Saturno o Kronos (cuyo anillo descubrieron con toda seguridad los astrólogos caldeos) estuvo considerado desde tiempo inmemorial como padre de Zeus, antes de que éste alcanzara la suprema categoría de padre de los dioses. Es Saturno el Belo o Baal de los caldeos, que tomaron su culto de los acadianos, y aunque Rawlinson insiste en que estos últimos procedían de Armenia, no cabe admitir esta hipótesis por cuanto Belo es la variedad babilónica del Siva o Bala indo, el destructor dios del fuego que en muchos aspectos sobrepuja al mismo Brahmâ.
A este propósito dice un himno órfico: “Zeus es el primero y el último, la cabeza y las extremidades. De él proceden todas las cosas. Es hombre y ninfa inmortal (16), alma de las cosas, motor principal del fuego, sol y luna, fuente del océano, demiurgo del universo, divina potestad creadora y gobernadora del cosmos. Zeus lo es todo. Es fuego, agua, tierra, éter, noche, cielos, Metis (la arquitecta primieval) (17). Eros y Cupido. Todo está comprendido en las vastísimas dimensiones de su glorioso cuerpo” (18).
SÍMBOLOS DE LA LUNA
Este breve himno laudatorio abarca el fundamento de todo concepto mítico. La imaginación de los antiguos era, según parece, tan inagotable como las visibles manifestaciones de la Divinidad que les deparaban los temas de sus alegorías siempre referentes, no obstante su copiosa variación, a las dos ideas capitales que bajo las sacras representaciones se ajustaban paralelamente a los aspectos físico y espiritual de las leyes naturales. Los metafísicos conceptos de los antiguos no estaban jamás en contradicción con las verdades científicas, y sus credos religiosos se basan en las ideas físicopsíquicas de los sacerdotes y filósofos, que las derivaron de las tradiciones primievales, confirmadas por la experiencia propia con auxilio de la sabiduría acopiada en épocas intermedias.
La misión de los rayos de Júpiter estaba simbolizada en Diana, la esplendente virgen Artemisa, llamada en antiquísimo tiempos Diktynna (19). La luna es opaca y su brillo es reflejo de la luz solar. Su símbolo era la diosa Astarté o Diana que, como la cretense Diktynna, está coronada de una guirnalda de la mágica y siempre verde planta diktammon o dictamnus, cuyo contacto, según se dice, provoca el sonambulismo en quien no lo tiene. Análogamente a Eilithya y Juno Pronuba, presidía Diana los nacimientos y se la consideraba como divinidad esculápica. La guirnalda de dictamnus en las figuras de Diana nos demuestra una vez más la profunda observación de los antiguos, pues por una parte esta planta tiene muy eficaces virtudes sedantes y medra abundantemente en el monte Dicte de la isla de Creta; y por otra parte, la luna, según las más notables autoridades en magnetología, influye en los humores del cuerpo y en las células nerviosas, que tan importante papel desempeñan en la hipnotización. Así es que los cretenses ponían manojos de esta planta sobre el cuerpo de las parturientas y con las raíces hacían un brebaje que aliviaba los dolores del parto y mitigaba la peligrosa irritabilidad del organismo en este período. También solían colocar a las parturientas en el recinto sagrado del templo de Diana, expuestas a los rayos de la esplendente hija de Júpiter, la brillante y serena luna del cielo oriental.
Los induístas y budistas tienen muy complejo concepto de la influencia del sol y de la luna considerados como elementos masculino y femenino, que son respectivamente los principios positivo y negativo de la polaridad magnética. Todos los autores indos que trataron del magnetismo reconocieron la influencia de la luna en las mujeres, y tanto Ennemoser como Du Potet corroboran acabadamente las teorías de los videntes indos.
En todos los países de la antigüedad estaba consagrado el zafiro a la Luna, y los budistas tenían esta preciosa piedra en muchísimo respeto, no derivado de la superstición, sino con sólido fundamento científico. Atribuyen los budistas al zafiro virtudes mágicas, por cuanto su color azul obscuro determina fenómenos sonambúlicos, según puede observar cualquier estudiante de hipnotismo. Esto se deriva de la hasta hace poco tiempo no advertida influencia de los colores del prisma y especialmente del azul en el crecimiento de las plantas. Según ha demostrado el general Pleasonton, después de muchas discusiones académicas sobre la potencia calorífica de los rayos solares, los azules son los más eléctricos y su influencia favorece en mágicas proporciones el crecimiento de plantas y animales. Por otra parte, las investigaciones de Amoretti sobre la polaridad eléctrica de las piedras preciosas demuestran que el diamante, el granate y la amatista son electro-negativos, al paso que el zafiro es electro-positivo (20). Todo esto nos mueve a reconocer que las modernas ciencias experimentales corroboran cuanto acerca del particular conocían los sabios de la India, muchísimo antes de la fundación de las academias europeas.
LAS PIEDRAS PRECIOSAS
Dice una antiquísima leyenda inda, que enamorado Brahmâ Prajâpati de su propia hija Ushâs (21), tomó la forma de ciervo (ris’ya) y la convirtió a ella en cierva, de modo que así se cometió el primer pecado de que fue culpable el mismo Brahmâ. Ante tamaña profanación, se aterrorizaron de tal manera los dioses, que asumiendo su más horrible aspecto, pues los dioses pueden tomar cuantas figuras quieran, formaron a Bhûtavan, el espíritu del mal, con propósito de aniquilar la encarnación del primer pecado, cometido por el mismo Brahmâ. Al ver esto, Brahmâ-Hiranyagarbha (22) se arrepintió profundamente y empezó a recitar los mantras de purificación. De su llanto cayó una lágrima, la más ardiente de cuantas de ojos brotaron, que al tocar en el suelo se convirtió en el primer zafiro” (23). Esta semipopular y semisagrada leyenda denota que los indos, no sólo sabían que el azul era el color más eléctrico, sino que también conocían la influencia del zafiro y de otros minerales. Aparte de esto, dice Orfeo que con una piedra imán es posible influir en muchas personas reunidas; Pitágoras atribuye secreta importancia al color y naturaleza de las piedras preciosas; y Apolonio de Tyana enseñaba a sus discípulos las ocultas virtudes de estas piedras, y cada día del mes llevaba una sortija de distinta piedra, con arreglo a las leyes de la astrología judiciaria. Según los budistas, el zafiro tranquiliza el espíritu, serena el ánimo, aleja los malos pensamientos y tonifica el cuerpo, que son precisamente los efectos atribuidos por la moderna electroterapia a la acción de una corriente eléctrica con acierto dirigida. A este propósito dicen los budistas: “El zafiro abre puertas y casas cerradas para el espíritu del hombre; despierta el deseo de orar y entraña mayor paz que cualquiera otra alhaja. Pero quien la lleve ha de vivir pura y santamente” (24).
Diana es hija de Zeus y Proserpina (25); pero Hesiodo la llama Diana Eilythia-Lucina y dice que es hija de Júpiter y Juno (26). En las frecuentes querellas conyugales entre Júpiter y Juno, su hija Diana se vuelve de espaldas a su madre y sonríe a su padre, aunque reconviniéndole por sus devaneos. Esto es símbolo de los eclipses de luna, durante los cuales, se dice que los magos de Tesalia y Babilonia convertían hacia la tierra sus hechizos y encantos hasta lograr que se reconciliase la irritada pareja. Entonces Juno sonreía orgullosa a la brillante Diana que, circuyéndose de su creciente, volvía al secreto retiro de las montañas.
Parece que esta fábula alude a las fases de la luna. Los habitantes de la tierra sólo vemos un hemisferio de la luna y esto significa que Diana le vuelve la espalda a su madre Juno.
Las posiciones respectivas del sol, la tierra y la luna cambian continuamente, y la fase de luna nueva coincide siempre con variaciones atmosféricas, aparte de que las tempestades pudieron muy bien sugerir la idea de una lucha entre el sol y la tierra, sobre todo cuando aquél está oculto por rugientes nubes. Además, la luna no brilla en su fase de nueva, porque el hemisferio visible desde la tierra no está iluminado por el sol; pero después de la reconciliación, va mostrándose gradualmente iluminado el disco de la luna, y de aquí que los astrólogos caldeos y los magos de Tesalia, cuyo conocimiento del curso de los astros igualaba al de cualquier astrónomo moderno, se esforzaran en aplacar las iras de la luna y moverla a mostrar de nuevo su semblante, después de haber recibido la “radiante sonrisa” de su madre la tierra, cuando a su vez se refleja la luz del sol en la luna. Por esto decía la fábula que tan luego como Diana se ciñe el creciente, se marcha otra vez a cazar a la montaña.
OBSERVATORIO DE BELO
No hemos de negar la intrínseca sabiduría de los antiguos juzgando por las, en apariencia, supersticiosas fábulas con que velaron la explicación de los fenómenos naturales, pues a tanto equivaldría que, por ejemplo, dentro de quinientos años nuestros descendientes tacharan de antiguos ignorantones a los discípulos del profesor Balfour Stewart y de filósofo superficial a su maestro, por haber llevado éste a cabo experimentos con propósito de averiguar, como en efecto averiguó, que las manchas del sol están relacionadas con las enfermedades de algunas plantas y que influyen poderosamente en las condiciones de la tierra (27). Si la ciencia moderna llega a este punto, no hay motivo para tratar de locos o de bellacos a los astrólogos de la antigüedad. Entre la astrología natural y la judiciaria hay la misma relación que entre la fisiología y la psicología o entre lo físico y lo moral. Si posteriormente decayeron estas ciencias en pura charlatanería, gracias a unos cuantos impostores ávidos de ganancia, no es justo acusar de ello a los insignes astólogos cuyo amor al estudio y santidad de vida inmortalizaron los nombres de Caldea y Babilonia. Seguramente que no merecen el dicterio de impostores quienes desde el observatorio de Belo, rodeado de nubes, como dice Draper, remontaron sus exactas observaciones astronómicas hasta cien años acá del diluvio. Aunque se hayan ridiculizado los procedimientos que seguían los caldeos para divulgar las verdades astronómicas, cabe la duda de si aventajaban a los modernos procedimientos de enseñanza, pues en su tiempo la ciencia estaba hermanada con la religión y la idea del Creador era inseparable de las obras de la creación. El vulgo de Babilonia y de Grecia sabía que Urano (28) era el padre de Saturno y Saturno el de Júpiter, a quienes, así como a sus satélites, diputaban por divinidades; mientras que en nuestros tiempos apenas habrá entre las multitudes el uno por diez mil que conozca la respectiva posición y movimiento de los planetas del sistema solar.
Basta abrir cualquier tratado de astrología y comparar la Fábula de las doce mansiones con los modernos descubrimientos astronómicos respecto a la constitución de los planetas, para advertir que los antiguos la conocían perfectamente sin necesidad del espectroscopio, pues las simbólicas representaciones de los dioses del Olimpo y los doce signos del Zodíaco con sus especiales cualidades, nos indican hasta cierto punto las proporciones de calor y luz recibidas del sol por cada planeta. Las diosas que simbolizan la tierra son idénticas en naturaleza física a los demás dioses y diosas, dando a entender con ello que aquellos astrónomos que día y noche velaban en la cúspide de la torre de Belo, comunicándose continuamente con las divinidades personificadas, habían echado de ver la unidad física del universo y la analogía química entre la tierra y los demás planetas. La astrología representa al sol en Aries (Júpiter) como signo masculino, diurno, cardinal, equinoccial, oriental, cálido y seco, en pñerfecta correspondencia con el caráctrer atribuido al “Padre de los dioses”.
Cuando Zeus-Akrios arranca colérico de su ardiente cinto los rayos que desde los cielos fulmina, rasga las nubes y desciende convertido en Júpiter Pluvius, en torrentes de lluvia. Es el mayor y más encumbrado dios y se mueve con tanta velocidad como el mismo rayo. Ahora bien; el planeta Júpiter gira sobre su eje con velocidad ecuatorial de unos 720 kilómetros por minuto. Tan excesiva fuerza centrífuga ha sido al parecer la causa de su gran aplanamiento en los polos y sin duda por ello representaban los cretenses a Júpiter sin orejas. El disco del planeta está cruzado por fajas obscuras de amplitud variable, relacionadas, según parece, con la rotación sobre su eje y producidas por perturbaciones atmosféricas. De aquí que el rostro del padre Zeus se inflamara de ira al ver la rebelión de los titanes.
En la obra de Proctor aparecen los astrónomos como destinados por la Providencia a topar con toda suerte de curiosas coincidencias, porque entresaca muchos casos de los miles que pudiera citar. A esta lista podemos añadir el ejército de egiptólogos y arqueólogos favorecidos por la señora casualidad, que suele escoger a los “árabes complacientes” y otros caballeros orientales para representar el papel de genios benéficos en las dificultades con que tropiezan los orientalistas. Ebers fue uno de los recientemente favorecidos, y por otra parte se sabe que cuando Champollion necesitaba alguna malla en la cadena de sus investigaciones, no le era difícil encontrarla de singular e inesperada manera.
NO HAY CASUALIDAD
Voltaire, el “impío” mayor del siglo XVIII, decía que si no existiese Dios fuera preciso inventarlo. Volney, también tachado de materialista, no niega a Dios en ninguno de sus libros; antes al contrario, afirma repetidas veces que el universo es obra del Omnisciente y está convencido de la existencia de un agente supremo, un artífice universal llamado Dios (29).
Al fin de sus años admite Voltaire las doctrinas pitagóricas y concluye diciendo: “He consumido cuarenta años de mi peregrinación en busca de la piedra filosofal llamada verdad. Consulté con los filósofos desde Platón a Epicuro y desde Agustín a Malebranche y sigo en la misma ignorancia... Todo cuanto he podido inferir de la comparación y cotejo de los sistemas de Platón, Aristóteles, Pitágoras y los orientales, es que la casualidad es palabra sin sentido, pues el mundo está regido por leyes matemáticas” (30).
Conviene advertir que Proctor tropieza con la misma piedra de escándalo que los autores materialistas, cuyas opiniones comparte, confundiendo las operaciones físicas con las espirituales de la naturaleza. Prueba de las orientaciones de su mente nos da la suposición por él mantenida de que tal vez los sabios de la antigüedad infirieron la influencia sutilísima de los astros por analogía con la ya conocida del sol y de la luna, pues dice que si según la ciencia el sol es manantial de calor y luz y la luna influye en las mareas, necesariamente habían de atribuir a los demás astros la misma influencia en el organismo y destino de los hombres (31).
Pero permítasenos ahora una digresión. Difícilmente descubrirá el concepto que de los astros tenían los antiguos, quien desconozca el significado esotérico de sus doctrinas, pues si bien la filología y la teología comparadas han emprendido una ardua tarea de análisis, sus resultados son hasta ahora de poca importancia, a causa de que las alegorías del lenguaje han extraviado a los comentadores hasta el punto de tomar los efectos por causas y las causas por efectos. En el complejo fenómeno de la correlación de fuerzas, no es capaz de señalar el sabio más eminente cuál de ellas es la causa y cuáles son los efectos, ya que todos son recíprocamente transmutables. Por lo tanto, al preguntar a los físicos si la luz engendra calor o si inversamente el calor engendra luz, responderían probablemente que la luz engendra calor. Pero ¿cómo?: ¿hizo el gran artífice primero la luz y después el sol, o formó desde luego el sol que, según se dice, es el único manantial de luz y por consiguiente de calor? Esa pregunta tal vez parezca pueril a primera vista, pero mudará de aspecto si detenidamente la examinamos. Según el Génesis, el Señor hizo la luz tres días antes de hacer el sol, la luna y las estrellas. Tan enorme despropósito científico ha regocijado a los materialistas, que en verdad podrían aprovecharse dialécticamente de él si fuera cierta su hipótesis de que la luz y el calor dimanan del sol. A falta de otra mejor, todo el mundo acepta esta hipótesis que, según expresión de un predicador, prevalecía soberanamente en el reino de las especulaciones. Los antiguos heliólatras identificaban el Supremo Espíritu con la naturaleza y veneraban al sol como divinidad “en quien reside el Señor de la vida”. Según la teoría induista, Gama es el sol, la fuente de las almas y de toda vida (32). También la divinidad inda Agni, el fuego divino, está identificada con el sol (33); Ormazd es la luz, el dios-sol, donador de vida. Según la filosofía induista, las almas emanan del alma del mundo y a su origen vuelven como las chispas al fuego (34); y otro pasaje dice que el sol es el alma de todas las cosas, que todo salió del sol y al sol ha de volver (35), de lo cual se infiere que el sol físico es símbolo del invisible sol central y espiritual, es decir, de DIOS cuya primera manifestación es Sephira, la Luz emanada de En-soph.
Dice el profeta Ezequiel: “Y miré y he aquí que venía del Aquilón un viento de torbellino y una grande nube envuelta en fuego y en su torno un resplandor y de en medio de él, esto es, de en medio del fuego, como apariencia de electro” (36).
NATURALEZA DEL SOL
Y dice Daniel: “... sentóse el anciano de días... (37) en su trono de llamas de fuego con ruedas de fuego encendido... Un impetuoso río de fuego salía de su faz” (38). “Como el Saturno pagano que tenía su castillo de llamas en el séptimo cielo, así el Jehovah judío tiene su “castillo de fuego sobre el séptimo cielo” (39).
Si la falta de espacio no lo impidiese, fácilmente probaríamos que los antiguos heliólatras consideraban el sol visible como emblema del invisible y metafísico sol espiritual y no creían que, según dice la ciencia moderna, la luz y el calor dimanen del sol físico ni que este astro infunda la vida en la naturaleza visible. A este propósito dice el Rig Veda: “Su radiación es perpetua. Los intensamente brillantes, continuos, inextinguibles y omnipenetrantes rayos de Agni no cesan de irradiar ni de día ni de noche”. Esto se refiere sin duda alguna al sol central y espiritual, al eterno e infinito donador de vida cuyos rayos son omnipenetrantes y continuos. El sol espiritual es el centro (que está en todas partes) de la circunferencia (que no está en ninguna); es el fuego etéreo y espiritual; el alma y espíritu del omnipenetrante y misterioso éter; el desesperante enigma de los materialistas, quienes algún día se convencerán de que la electricidad o, mejor dicho, el magnetismo divino es causa de la diversidad de fuerzas cósmicas manifestadas en correlación perpetua y que el sol físico es uno de los miles y miles de imanes esparcidos por el espacio, un reflector (40) sin más luz propia que la de cualquier astro opaco. dÍa ha de llegar en que varíe el concepto científico de la gravitación según la entendía Newton y se eche de ver que los planetas giran atraídos por la potente fuerza magnética del sol y no por su peso o gravitación. Esto y mucho más podrán aprender algún día; pero entretanto démonos por satisfechos con que se burlen de nosotros en vez de tostarnos por herejes o recluirnos en un manicomio por orates.
Las leyes de Manu no son ni más ni menos que las doctrinas de Platón, Filo Judeo, Zoroaastro, Pitágoras y los cabalistas que explican el esoterismo de todas las religiones. El concepto cabalístico del Padre y del Hijo (..... y .....) es idéntico al de las enseñanzas fundamentales del budismo. Moisés no podía revelar al pueblo los sublimes secretos de las doctrinas religiosas y cosmogónicas veladas bajo la Ilusión induista, que encubría hábilmente el Sancta Sanctorum cuyo significado extravió a tantos comentadores (41).
Las heterodoxas teorías del general Pleasonton vienen a corroborar las enseñanzas cabalísticas. Según este experimentador (cuyas conclusiones se apoyan en hechos mucho más sólidos que los aducidos por la ciencia ortodoxa), el espacio comprendido entre el sol y la tierra está ocupado por un medio transmisor de naturaleza física (42). El enorme roce de la luz al atravesar este medio ha de producir necesariamente electricidad que, transmutada en magnetismo, engendra las enormes fuerzas naturales cuya acción determina las variaciones de la vida planetaria. Demuestra Pleasonton que el calor terrestre no deriva directamente del sol, porque el calor asciende. Dice que por ser la fuerza productora del calor repelente y electro-positiva, queda atraída por la electricidad negativa de las capas superiores de la atmósfera. Aduce en prueba de ello que cuando la nieve cubre el suelo y estorba la acción de los rayos del sol, está más caliente en los puntos donde mayor es la capa de nieve, a causa de que elcalor electro-positivo irradiante del interior del globo queda atraído por la electricidad negativa de la nieve.
De todo esto concluye Pleasonton que la luz es un elemento independiente del sol, creado por el divino fiat, cuyo roce con el medio de transmisión engendra el calor (43). Afirma por otra parte, contra la hipótesis de la constitución gaseosa e incandescente del sol, que las irradiaciones de la fotoesfera producen enormes cantidades de electricidad y magnetismo al atravesar el espacio, de suerte que la combinación de electricidades contrarias engendra calor y transmite el magnetismo a todas las substancias capaces de recibirlo. Así, cada astro y cada nebulosa es un imán.
Si Pleasonton evidenciara esta su hipótesis, no les quedarían a las futuras generaciones muchas ganas de burlarse de la luz sideral de Paracelso ni de su doctrina de las magnéticas influencias ejercidas por los astros en animales, vegetales y minerales (44).
INFLUENCIAS LUNARES
El prevalecimiento de tan revolucionarias ideas nos mueve a preguntar a los científicos si sabrían decirnos por qué el movimiento de las mareas está relacionado con el de la luna. Seguramente que no acertarían a explicar este conocido fenómeno tan satisfactoriamente como lo hiciera un neófito en magia o alquimia, ni tampoco nos dirían por qué los rayos de la luna producen funestos efectos en determinadas personas hasta el punto de volverse loco quien a su luz se duerme en algunos parajes de la India y de África; ni por qué las crisis de ciertas enfermedades coinciden con las fases lunares y los sonámbulos están mucho más excitados en el plenilunio. Los jardineros, labradores y leñadores creen firmemente en la influencia de la luna en la vegetación, y entre otras pruebas de ello tenemos que diversas especies de mimosas abren y cierran sucesivametne los pétalos de sus flores, según la luna llena aparece o se oculta entre nubes (45).
Si la ciencia no sabe explicar estas influencias físicas, en mayor ignorancia estará todavía acerca de la influencia de los astros en el destino del hombre; y por lo tanto carecen los científicos de autoridad para contradecir lo que con pruebas no pueden impugnar. Desde el momento en que las fases de la luna influyen tan notoriamente en la tierra, que en todo tiempo estuvieron familiarizadas las gentes con sus efectos, no resulta irrazonable afirmar la posibilidad de que determinada combinación de influencias siderales produzca sus correspondientes efectos.
Si recordamos lo que dicen los ilustrados autores de El Universo invisible, acerca de los efectos resultantes en el éter universal de una causa tan nimia como la vibración del pensamiento en el cerebro humano, más lógico nos ha de parecer todavía que el tremendo impulso dado al éter por la rotación de millones de astros influya en la tierra y sus habitantes. Si los astrónomos desconocen la oculta ley de formación de los mundos que incesantemente voltean en torno de un punto céntrico de atracción, ¿cómo se atreven a decir que no puedan actuar en el espacio ciertas influencias cuya acción se deje sentir en los planetas? No se sabe apenas nada respecto a los agentes imponderables ni de sus efectos en el cuerpo y mente del hombre; y aun lo poco que se conoce por demostración, se achaca a la casualidad de curiosas coincidencias (46). Pero gracias a estas coincidencias sabemos que ciertas enfermedades, inclinaciones, dichas e infortunios de la humanidad son más intensas y prevalecientes según la época, pues hay epidemias tanto en lo físico como en lo moral. En unos tiempos la controversia religiosa excita las más acerbas pasiones de la animalidad humana, provocando enconadas persecuciones y sangrientas guerras, al paso que en otros el espíritu de rebelión se propaga por medio mundo como virulenta epidemia (47).
MÚSICA DE LAS ESFERAS
Además, el pensamiento colectivo va acompañado de anómalas condiciones psíquicas que invaden a millones de individuos hasta el punto de moverles a obrar automáticamente, corroborando con ello la vulgar opinión de las obsesiones diabólicas justificadas por las satánicas emociones y actos que dimanan de semejante estado mental. En ciertas épocas predomina la tendencia colectiva al retiro y la contemplación, y de aquí el incalculable número de postulantes a la vida ascética y monástica. Otras épocas propenden, por el contrario, a la acción manifestada en caballerescas aventuras que llevan a miles de gentes en busca de Eldorados o las empeñana en crueles guerras por la posesión de míseros y áridos territorios (48). Dice a este propósito Carlos Elam que “la semilla del vicio germina en el subsuelo social y brota y fructifica incesantemente con espantosa rapidez”.
En presencia de tan chocantes fenómenos, la ciencia permanece muda sin conjeturar siquiera su causa, y natural es que así proceda por cuanto no ve más allá de este globo de arcilla y de su pesada atmósfera, sin percatarse de las ocultas influencias que a cada instante recibimos. Pero los antiguos, a quienes también Proctor trata de ignorantes, sabían que las relaciones interplanetarias son tan perfectas como las establecidas entre los glóbulos de la sangre que, flotantes en el mismo fluido, reciben las combinadas influencias de todos los demás, al par que cada uno de ellos influye en todos. Así como los planetas difieren en magnitud, distancia y movimiento, asimismo es distinto no sólo el impulso que cada cual comunica al éter o luz astral, sino también las sutiles fuerzas que irradian según su posición en el espacio. La música es combinación modulada de sonidos y el sonido es vibración etérea en el aire. Ahora bien; si los impulsos comunicados al éter por los astros pueden comparase a las notas de un instrumento musical, fácilmente concebiremos la realidad de la “música de las esferas” a que aludía Pitágoras, y que en determinadas posiciones puedan perturbar los astros el éter en que se baña la tierra, al paso que en otras posiciones puedan armonizarlo sosegadamente. Ciertas clases de música nos ponen frenéticos, mientras que otras hienchen nuestra alma de fervor religioso. Apenas hay creación humana que no responda a determinadas vibraciones de la atmósfera. Lo mismo ocurre con los colores, que unos nos excitan y otros nos sosiegan. La monja viste de negro para denotar el desaliento de una fe apesadumbrada por el pecado original; la desposada se atavía de blanco; el rojo aviva la furia de algunos animales. Y si vemos que tanto el hombre como los animales son sensibles a tandébiles vibraciones, ¿cómo no han de recibir también la potísima influencia de las combinadas vibraciones estelares?
Dice sobre ello el doctor Elam: “Sabemos que ciertas condiciones patológicas se convierten fácilmente en epidémicas bajo la influencia de causas no investigadas todavía... Vemos cuán poderoso es el contagio mental, pues no hay idea ni quimera alguna, por absurda que sea, que no asuma carácter de pensamiento colectivo. También observamos el notable fenómeno de que reaparecen en una época las ideas de otra ya pasada... y por horrendo que sea un crimen (homicidios, infanticidios, envenenamientos), toma a veces epidémicos caracteres de perpetración... La causa de la propagación de las epidemias sigue envuelta en el misterio”.
Este pasaje traza en pocas líneas, de mano maestra, un innegable hecho psicológico, al par que una ingenua confesión de ignorancia, pues en vez de decir: causas no investigadas todavía, debiera agregar el autor con entera franqueza: de imposible investigación con los actuales métodos científicos.
A propósito de una epidemia de manía incendiaria, entresaca el doctor Elam de los Anales de Higiene Pública dos casos: el de una muchacha de diecisiete años convicta y confesa de haber prendido fuego a la casa por irresistible impulso; y el de un joven de la misma edad que cometió varias veces igual crimen, sin que pasión alguna le moviera a ello sino el deleite que experimentaba al ver surgir las llamas.
Continuamente encontramos en la prensa diaria relatos de crímenes sangrientos que los mismos culpables atribuyen a irresistibles obsesiones, diciendo que alguien les incitaba secretamente a perpetrarlos. Los médicos suelen achacar estos crímenes a trastornos cerebrales e impulsos transitorios de locura homicida; pero ¿qué psicólogo es capaz de definir la locura, ni acaso se ha establecido hipótresis alguna que la explique victoriosamente contra la investigación imparcial? Respondan las obras de los alienistas contemporáneos.
EL HOMBRE DUAL
Reconoce Platón que el hombre es juguete de la necesidad a que está sometido desde su entrada en el mundo de la materia; la externa influencia de las causas es semejante a la del daimonia de Sócrates.
Según Platón, feliz es el hombre corporalmente puro, pues la pureza del cuerpo físico determina la del astral (49) que si bien expuesta a extraviarse por su propio impulso, siempre servirá a la razón en sus empeños contra las animálicas propensiones del cuerpo físico. La sensualidad y otras pasiones dimanan del cuerpo carnal; y aunque opina que crímenes involuntarios, porque provienen de causas externas, distingue Platón entre ella. El fatalismo no excluye la posibilidad de vencer dichas causas, porque si bien las pasiones son necesarias en el hombre, cabe deominarlas para vivir rectamente y quien no las domina vive en extravío (50). El hombre dual, es decir, aquél de quien se ha separado el divino e inmortal espíritu dejando tan sólo los cuerpos astral y físico, es presa de todos los vicios e instintos propios de la materia, por lo que se convierte en dócil instrumento de las invisibles entidades de materia sublimada que vagan por la atmósfera y están siempre en acecho de obsesionar a cuantos quedaron abandonados por su inmortal consejero, el divino espíritu a que Platón llama genio (51). Según este insigne filósofo e iniciado, quien haya vivido rectamente en la tierra volverá a morar en su astro para tener allí existencia de felicidad proporcionada a sus merecimientos; pero si no hubiese vivido rectamente será mujer (52) en la otra generación, y si aún así tampoco se aparta del mal, quedará convertido en bruto de índole ajustada a sus perversos instintos, sin que cesen sus penas y transmigraciones hasta que, identificándose con el divino principio en su interior existente y venciendo con auxilio de la razón a los turbadores e irracionales elementos (espíritus elementales) compuestos de agua, aire, fuego y tierra, asuma nuevamente su primaria y superior naturaleza (53).
Pero el doctor Elam opina diversamente y dice (54) que sigue siendo un misterio la causa de la propagación de las epidemias; en cambio nada misterioso encuentra en el incremento de la manía incendiaria. ¡Singular contradicción! Lo mismo ocurre con la manía homicida de que trata De Quincey (55), sin explicar la causa de aquella epidemia de asesinatos sobrevenida entre los años de 1588 a 1635, en que murieron a mano armada siete personajes de la época.
FENÓMENOS HISTÉRICOS
Si apremiáramos a estos presuntos filósofos para que nos explicaran estos fenómenos sociales, responderían que es mucho más científico atribuirlos a perturbaciones de la mente, excitaciones políticas, movimientos impulsivos, espíritu de imitación, ociosidad, neurastenia e histerismo, que darles por quimérico fundamento la absurda hipótesis de la luz astral. Sin embargo, creemos que si por designio providencial dejara de afligir a la especie humana el histerismo, se verían apuradísimos los médicos para explicar los fenómenos que ahora atribuyen a las condiciones patológicas de los centros nerviosos. El histerismo ha sido hasta ahora tabla de salvación para los patólogos escépticos. Histérica llaman a la ruda campesina que sin causa determinante habla idiomas extranjeros y compone poesías. A “desarreglo de los centros nerviosos seguido de alucinación histérica colectiva” atribuyó Littré (56) la levitación de un médium que en presencia de doce testigos salió por una ventana del tercer piso de la casa y volvió a entrar en el aposento por otra distinta. Des Mousseaux (57) califica de alucinación canina el caso de un perro de caza que acertó a entrar en la sala durante una manifestación y fue lanzado al aire por una mano invisible con tal empuje, que después de hacer pedazos al chocar con ella la araña pendiente del techo a cinco metros de altura, cayó muerto en el suelo.
Dice Bulwer Lytton, por boca del doctor Fenwick (58), que “la verdadera ciencia no se aferra a ninguna opinión, pues sólo admite tres estados mentales: negación, afirmación y la suspensión de juicio que media dilatadamente entre ambas”. Acaso fuese ésta la verdadera ciencia en los días del doctor Fenwick; pero en nuestros tiempos, la ciencia, o niega rotundamente sin tomarse trabajo alguno de investigación preliminar, o bien colocándose a prudente distancia entre la afirmación y la negación recurre al diccionario greco-latino para inventar neologismos con que poner nombre a modalidades histéricas que jamás tuvieron realidad.
No es muy raro que poderosos videntes y expertos hipnotizadores hayan descrito las manifestaciones patológicas de carácter físico (aunque inaccesibles a la visión ordinaria) que la ciencia achaca a desórdenes epilépticos y hemático-nerviosos, pero que en modo alguno pueden tener origen orgánico, puesto que la lúcida visión las observaba en la luz astral, cuyas vibraciones eléctricas, según testimonio de videntes e hipnotizadores, estaban violentamente perturbadas con notoria influencia en la epidemia morbosa o mental a la sazón dominante. Pero la ciencia no ha hecho caso de ellos y ha proseguido en su tarea de dar nombres nuevos a cosas viejas.
Du Potet, el príncipe de los hipnotizadores franceses, dice a este propósito: “La historia mantiene demasiado vivo el recuerdo de la nigromancia, que se presta con harta facilidad a monstruosos abusos... Pero ¿cómo descubrí yo el arte hipnótico? ¿En dónde lo aprendí? ¿En mis pensamientos? No. La misma naturaleza me reveló el secreto. ¿Cómo? Ofreciendo a mi vista, sin necesidad de buscarlos, indisputables fenómenos de hechicería y magia. ¿Qué es, después de todo, el sueño sonambúlico? Resultado del poder mágico. ¿Qué determina esas atracciones, esos impulsos repentinos, esas epidemias asoladoras, pasiones, antipatías, esas crisis y convulsiones sociales, en fin, que vosotros podéis hacer duraderas? Pues las determina el genuino principio que nosotros empleamos, el agente que sin duda alguna conocían también los antiguos. Lo que vosotros llamáis fluido nervioso o magnetismo lo llamaron los antiguos potencia oculta del alma, yugo y MAGIA. La magia está fundada en la existencia de un complejo mundo situado fuera y no dentro de nosotros, con el cual nos ponemos en comunicación mediante ciertas prácticas y artes... Un elemento natural, pero desconocido pero desconocido de la mayoría de las gentes, invade a una persona y la doblega y abate como junco al soplo del huracán; dispersa a los hombres a largas distancias, los hiere en mil puntos a un tiempo sin que descubran al invisible enemigo ni puedan protegerse a sí mismos... Este elemento escoge amigos y favoritos a cuyo pensamiento obedece, responde a sus voces y comprende el significado de ciertos signos. Todo esto es incomprensible para muchas gentes que lo repudian en nombre de la razón; y sin embargo, está demostrado y yo lo veo y porque lo veo lo digo muy alto, pues ya es para mí verdad demostrada incontrovertiblemente... Si entrase en pormenores, se comprendería fácilmente que tanto a nuestro alrededor como en nosotros mismos, entidades misteriosas de potencia y forma entran y salen a voluntad, no obstante estar las puertas bien cerradas” (59). En otra de sus obras nos dice el gran hpnotizador: “La facultad de dirigir este fluido requiere determinada complexión fisiológica... Pasa este fluido a través de todos los cuerpos, pues todos son sus conductores y a la vez medios de actuación (60)... Ninguna fuerza química ni física es capaz de contrarrestarlo, pues hay muy poca analogía entre este fluido magnético animal y los que los físicos conocen con el nombre de imponderables” (61).
EL PODER DEL ALMA
Si volvemos la vista a la Edad Media encontraremos las mismas ideas en las obras de varios autores, entre ellos Cornelio Agripa que dice: “El alma del mundo es la fuerza universal siempre cambiante que puede fecundar un objeto cualquiera y comunicarle sus propiedades celestes, de modo que mediante las debidas preparaciones de la ciencia pueda transmitirnos su virtud. Basta llevar estos objetos encima para sentir inmediatamente su acción tanto en el espíritu como en el cuerpo. El alma humana, esencialmente idéntica a toda la creación, tiene maravilloso poder. Quien este secreto conoce es capaz de alcanzar sabiduría superior a cuanto le quepa presumir, con la necesaria condición de permanecer unido a esta fuerza universal... La verdad y el porvenir pueden presentarse continuamente a la vista del alma, según demuestran las profecías y vaticinios rigurosamente cumplidos... El tiempo y el espacio se desvanecen ante la mirada de águila del alma inmortal...; su poder no tiene límites..., pues le cabe lanzarse a través del espacio y envolver con su presencia a un hombre cualquiera que sea la distancia a que se halle e infundirse en él y hablarle como si personalmente estuviese a su lado” (62).
Pero aún podemos remontarnos a tiempos más antiguos y escoger entre los filósofos precristianos a Cicerón, como menos sospechoso de superstición y credulidad. Dice el famoso orador: “Sabemos que de todos los seres vivientes, el hombre es el mejor formado y, como los dioses (63) también son seres vivientes, deben tener forma humana, aunque no quiero decir con esto que estén provistos de carne y sangre, sino que parece como si tuvieran cuerpo de carne y sangre...” Epicuro, paraquien las cosas ocultas eran tan palpables cual si las tocara con las manos, nos enseña que “los dioses no son ordinariamente visibles pero sí inteligibles, pues aunque carecen de cuerpo denso, podemos reconocerlos por sus pasajeras imágenes, ya que en el espacio infinito hay átomos suficientes para formar las ima´genes que al aparecerse nos dan idea de lo que son esos seres felices e inmortales” (64).
A su vez dice Eliphas Levi: “Un iniciado que posea completa lucidez puede dirigir y comunicar a voluntad las vibraciones magnéticas en la masa de la luz astral... En el momento de la concepción se transforma en luz humana, de que se reviste el alma como de primer envoltorio y, combinada con los más sutiles fluidos, forma el cuerpo etéreo o fantasma sideral, que ya no se desprende por completo del cuerpo de carne hasta el momento de la muerte”. El gran secreto del adepto mágico consiste en proyectar este cuerpo etéreo a cualquier distancia y condensar en él oleadas del mismo fluido que lo constituye, a fin de hacerlo visible y tangible.
La magia teúrgica es la más acabada expresión de la psicología oculta. Los científicos la desdeñan como alucinación de cerebros calenturientos o la denigran con el estigma de charlatanería; pero nosotros les negamos el derecho de juzgar un asunto que jamás investigaron. Tanto valiera reconocerle a un indígena de las Islas Fiji el derecho de criticar las obras de Agassiz o Faraday. Todo lo más que pueden hacer los científicos es enmendar hoy su tarea de ayer. Tres mil años atrás, antes de la época de Pitágoras, afirmaban los filósofos que la luz era materia ponderable y al propio tiempo fuerza. La teoría corpuscular fue desechada a causa de los errores en que incurriera Newton al exponerla, pero en cambio aceptó el mundo científico la teoría de las ondulaciones lumínicas. Sin embargo, ahora se sorprenden los físicos al ver que Crookes pesa la luz en su radiómetro. Los pitagóricos sostenían, contrariamente a los modernos científicos, que la luz es un agente que no dimana directamente del sol ni de las estrellas. Lo mismo puede decirse respecto de la ley de gravedad. De acuerdo con las enseñanzas pitagóricas, sostenía Platón que la gravedad no era tan sólo la atracción magnética de las masas menores por las mayores, sino también la atracción de los cuerpos semejantes y la repulsión de los contrarios. A este propósito dice: “Si se ponen juntas cosas de naturaleza contraria, luchan y se repelen mutuamente” (65).
MAGNETISMO PLANETARIO
Esto no debe tomarse en el sentido de que se repelan los cuerpos de propiedades contrarias, sino tan sólo los que están juntos y son de naturaleza antagónica. Las investigaciones de Bart y Schweigger han disipado las dudas que pudieran caber acerca de si los antiguos conocían debidamente la atracción del hierro por el imán, así como las modalidades positiva y negativa de la electricidad, aunque dieran a todo ello distintos nombres. Entre los antiguos era opinión general que los planetas estaban relacionados magnéticamente, porque todos son imanes, y así, no sólo llamaban piedras magnéticas a los aerolitos, sino que se valían de ellos en los Misterios para los mismos usos en que nosotros empleamos hoy el imán. A este propósito dice Mayer: “La tierra es un enorme imán y todo súbito trastorno de la superficie del sol altera profundamente el equilibrio magnético de la tierra, ocasionando el temblor de las brújulas de los observatorios con luces polares cuyas vaporosas llamas parecen danzar al compás de la inquieta aguja” (66).
Cuando esto enseñaba Mayer, no hacía más que repetir en inglés lo que se enseñó en lengua dórica muchos siglos antes de nacer el primer filósofo cristiano.
Los prodigios realizados por los sacerdotes teurgos son tan auténticos y se apoyan en tan sólidas pruebas (si de algo vale el testimonio humano), que Brewster les reconoce piadosamente profundos conocimientos de ciencias físicas y filosofía natural, por no confesar que sobrepujaron en maravilla a los taumaturgos cristianos. Los modernos científicos están enredados en los términos de un dilema: o confiesan que los antiguos sabían más física que ellos o han de admitir en la naturaleza algo más allá de las ciencias físicas, es decir, que el espíritu posee facultades no sospechadas por nuestros filósofos. Sobre esto dice Bulwer Lytton: “Los errores en que caemos respecto de la ciencia de nuestra especialidad, sólo los advertimos a la luz de otra ciencia especialmente cultivada por el estudio ajeno” (67).
Nada de más fácil explicación que las superiores posibilidades de la magia. La radiante luz del universal océano magnético, cuyas eléctricas ondulaciones interpenetran en su incesante movimiento los átomos de la creación entera, revelan a los estudiantes de hipnotismo el alfa y el omega del gran misterio, a pesar de la deficiencia de sus experimentos. Tan sólo el estudio de este agente, soplo divino, descubre los secretos de la psicología y de la fisiología y de los fenómenos cósmicos y espirituales.
A este propósito dice Psello: “La magia ea la parte superior de la ciencia sacerdotal y tenía por objeto investigar la naturaleza, potencias y cualidades de todas las cosas sublunares; de los elementos y sus compuestos; de los animales; de las plantas y sus frutos; de las piedras y hierbas; en una palabra, inquiría la esencia y potencia de todas las cosas. Los efectos de esta ciencia se resolvían en esculpir estatuas magnetizadas que tocaban los enfermos para recobrar la salud, y en fabricar figuras y talismanes que lo mismo servían para provocar la enfermedad que para curarla. También por medio de la magia se hace aparecer frecuentemente fuego celestial que enciende las lámparas y hace sonreír a las estatuas” (68).
No es extraño que los antiguos sacerdotes animaran mágicamente estatuas de piedra y metal, según aseguran fidedignos testimonios, cuando en nuestros tiempos es posible, gracias al descubrimiento de Galvani, mover las patas de una rana muerta y alterar los rasgos fisonómicos de un cadáver, de modo que sucesivamente denote alegría, ira, horror y las más variadas emociones.
El puro y celeste fuego del altar pagano era electricidad derivada de la luz astral, y por consiguiente, si las estatuas estaban preparadas al efecto, bien podían, sin sospecha de superstición, provocar la enfermedad o restituir la salud mediante contacto, como sucede hoy con los cinturones eléctricos.
RIDICULECES APARENTES
Los escépticos, así doctos como ignorantes, se han burlado a su sabor en estos dos últimos siglos de los absurdos atribuidos a Pitágoras por su biógrafo Jámblico. Dice éste que el filósofo de Samos disuadió a una osa de comer carne; logró que un águila bajara de las nubes a posarse sobre su cuerpo, de modo que pudo domesticarla acariciándola con la mano y dirigiéndola suaves palabras; y por fin, persuadió a un buey a que no comiese habas, sin más exhortaciones que unas cuantas frases musitadas a la oreja. Todo esto parecen ridiculeces de ignorancia y superstición a los ojos de las cultísimas generaciones del día; pero si analizamos estos supuestos absurdos veremos que no lo son tanto como el en que incurren los detractores de Pitágoras al creer literalmente que Josué detuvo el sol en su carrera. Con frecuencia vemos hombres de escasa cultura y aun jovencitas de complexión delicada que a copia de paciencia y voluntad lograron domar los ferocísimos animales que exhiben sin temor alguno en sus colecciones zoológicas. El mismo resultado obtienen algunos hipnotizadores que, con su mágica sugestión, dominan no sólo a los animales, sino también a las personas, como hizo, por ejemplo, el famoso magnetizador Regazzoni, cuyos experimentos (mucho más increíbles que cuanto se haya podido atribuir a Pitágoras) tanta admiración causaron en París y Londres. No es justo, por lo tanto, acusar de inveraces o supersticiosos hasta el absurdo a los biógrafos de hombres tales como Pitágoras y Apolonio de Tyana. Al ver que la mayoría de quienes tan escépticos se muestran en lo tocante a las facultades mágicas de los antiguos y se burlan de sus míticas teogonías creen sin embargo firmemente en la Biblia, no podemos por menos de asentir al oportuno apóstrofe de Higgins, que dice: “Cuando encuentro hombres instruídos que toman el Génesis al pie de la letra, siendo así que los antiguos, no obstante sus defectos, tuvieron sobrado buen criterio para tomarlo en sentido alegórico, casi llego a dudar de si realmente ha progresado la mentalidad humana” (69).
Taylor es uno de los pocos comentadores que han reconocido con justicia el talento de los autores griegos y latinos. En su traducción de la Vida de Pitágoras, de Jámblico, dice Taylor: “Puesto que según nos informa Jámblico estuvo Pitágoras iniciado en los misterios de Byblus y Tiro, en las ceremonias religiosas de los sirios, en la sagrada ciencia de los magos de Babilonia y en los secretos de los santuarios egipcios, donde pasó veintidós años de su vida, nada tiene de maravilloso que conociera la teurgia y fuese capaz de operar prodigios superiores al ordinario alcance de la virtud humana, que al vulgo le parecen increíbles”.
El éter universal no era para los antiguos un desierto extendido por las inmensidades cerúleas, sino que lo consideraban como mar sin orillas, en cada una de cuyas moléculas latía un germen de vida, poblado, a semejanza de los mares terrenos, de diversidad de criaturas monstruosas unas y menores otras. Así como los animales de branquias se encuentran, según la especie, en mares altos o charcas bajas, así también cada linaje o casta de las entidades etéreas (espíritus elementales) moran habitualmente en los parajes más adecuados a su índole y unas se muestran amigas y otras enemigas del homrbe; cuáles son de agradable y cuáles de repulsivo aspecto; algunas se refugian en apacibles retiros y varias se complacen en planear sobre las aguas.
Si recordamos que el movimiento de los astros ha de perturbar el éter más hondamente todavía que los proyectiles el aire o las naves el agua, no será difícil inferir que determinadas posiciones respectivas de los astros puedan originar corrientes etéreas más caudalosas en una dirección que en otra y arrastrar, por lo tanto, en el mismo sentido grandes masas de elementales amigos o enemigos que, al ponerse en contacto con la atmósfera de la tierra, ocasionen efectos de notoria realidad.
LOS ELEMENTALES
Opinaron los antiguos que los espíritus elementales, no dotados de alma, emanaron del incesante movimiento de la luz astral, que es fuerza engendrada por la voluntad. Pero como esta voluntad procede de una inteligencia infalible (porque es purísima emanación del Padre y no está sujeta a los órganos físicos del pensamiento humano), desde el principio del tiempo comenzó a desenvolver, con arreglo a leyes inmutables, la materia elementaria indispensable para la generación de las razas humanas que, ya pertenezcan a nuestro planeta, ya a cualquiera de los miles que voltean en el espacio, tienen todas sus cuerpos físicos formados según matriz de los cuerpos de cierta especie de entidades elementales que pasaron a los mundos invisibles. En el encadenamiento de la filosofía antigua no faltaba eslabón alguno de cuantos pudiera forjar una “imaginación experta”, como dice Tyndall, ni quedaba la menor laguna que pudiera colmarse con hipótesis materialistas, pues nuestros “ignorantes” antepasados trazaban la línea de evolución de uno a otro extremo del universo, sin que, como absurdamente han hecho los modernos científicos, intentaran resolver ecuaciones de un solo miembro. De la propia suerte que en la serie de evolución física no falla término alguno desde la nebulosa estelar hasta el cuerpo humano, así tampoco dejaron los antiguos ningún punto interrumpido en la línea de evolución espiritual que abarca desde el éter cósmico hasta el encarnado espíritu del hombre.
Según los antiguos, la evolución procedía del mundo del espíritu al de la materia, para ascender desde éste al punto originario. La evolución de las especies era para ellos el descenso del espíritu a la materia y las entidades elementarias tienen en esta línea un punto tan señalado como el eslabón que Darwin juzga perdido entre el hombre y el mono.
Nadie ha descrito más poética y acabadamente los seres elementales que Bulwer Lytton, en su obra Zanoni, pues cuando los pinta como “algo inmaterial que da idea de alegría y luz”, parecen sus palabras más bien eco fiel de la memoria que exuberante engendro de la imaginación. Dice uno de los personajes de la mencionada obra: “El hombre es tanto más presuntuoso cuanto más ignorante. Durante muchos siglos sólo vio lucecitas encendidas por Dios para alumbrarle por la noche en los innumerables mundos que centellean en el espacio como burbujas en un océano sin límites... La astronomía ha desvanecido esta ilusión de la vanidad humana, y, aunque con repugnancia, confiesa el hombre que los astros son otros tantos mundos mayores y mejores que el suyo... Por doquiera descubre la ciencia nuevas vidas en esta inmensa ordenación... Procediendo, pues, por rigurosa analogía, si no hay brizna de hierba ni gota de agua que no sea, como la estrella más lejana, un mundo palpitante de vida, y si el hombre es un mundo para los millones de seres vivientes que pueblan su carne y su sangre, basta el sentido común para inferir que los infinitos espacios interplanetarios están cuajados de entidades vivientes adaptadas a dicho medio. ¿No es absurdo admitir la vida en una brizna de hierba y negarla en las inmensidades del espacio? La ley reguladora del sistema universal no consiente el vacío ni en un punto siquiera, ni tampoco permite lugar alguno donde no aliente la vida. ¿Cómo cabe concebir, entonces, que el espacio esté vacío, inanimado, y tenga en el ordenamiento de la creación menor utilidad que la brizna de hierba o la gota de agua poblada de miles de infusorios? El microcospio descubre los parásitos que habitan en la brizna, pero no se ha inventado todavía un telescopio de suficiente alcance para descubrir los nobilísimos y superiores seres que pueblan los inmensos espacios etéreos. Sin embargo, entre estos seres y el hombre hay misteriosa y terrible afinidad... Mas para descorrer este velo es preciso que el alma rebose de vivo entusiasmo y se desprenda de todo deseo mundano... Dispuesto así el hombre, vendrá en su auxilio la ciencia para que su vista sea más aguda, su ingenio más vivo, su sensibilidad más exquisita y aun el mismo éter, por virtud de ciertos secretos de química sublime, será más tangible y manifiesto. Después de todo, esto no es magia como se figuran los crédulos, pues no hay magia contra naturaleza, sino que únicamente la ciencia es capaz de dominar a la naturaleza. Ahora bien: existen en el espacio millones de seres no precisamente espirituales, porque todos tienen, como los infusorios, ciertas formas de materia, si bien tan delicada, vaporosa y tenue, que es a manera de película o vello que envuelve el espíritu... A la verdad, estas razas difieren entre sí completamente, pues unas son de extrema sabiduría y otras de horrible malignidad; unas hostiles con enemiga implacable hacia el hombre y otras benéficas como medianeras entre cielo y tierra... Entre los habitantes de los umbrales hay uno que excede en malicia y perversidad a todos los de su linaje; uno cuya mirada arredra al hombre más intrépido y cuyo poder se acrecienta en proporción del temor que inspira” (70).
EL MORADOR DEL UMBRAL
Tal es el esbozo que de los elementales no dotados de espíritu traza un autor, de quien se supone fundadamente que sabía mucho más de cuanto condescendiera a declarar ante un público escéptico.
Más adelante tratremos de explicar algunas enseñanzas esotéricas acerca del pasado, presente y porvenir del hombre. Estas enseñanzas son la fuente de que brotó el Antiguo y parte del Nuevo Testamento, y contienen los más sublimes conceptos de moral y de religión revelada. Las clases fanáticas e ignorantes de la sociedad tomaban la doctrina en sentido literal, pero las clases superiores, constituidas en su mayoría por iniciados, estudiaban en el solemne silencio de los santuarios y adoraban al único Dios del cielo.
Las enseñanzas que en el Banquete expone Platón acerca de la creación del hombre, y su teoría cosmogónica declarada en el Timeo, deben tomarse en sentido alegórico para aceptarlas por completo. Los neoplatónicos se aventuraron a exponer, sin violación de sigilo, las interpretaciones pitagóricas contenidas en el Timeo, Cratylus, Parménides y algunos otros diálogos y trilogías. Los conceptos capitales de estas enseñanzas, en apariencia incongruentes, son el de la inmortalidad del alma y el de Dios como mente universal infundia en todas las cosas. La piedad de Platón y el respeto con que siempre habla de los Misterios son prenda suficiente de su discreción para no quebrantar el profundo sentimiento de responsabilidad inherente a todo adepto. A este propósito dice el insigne filósofo: “El hombre sólo puede llegar a ser verdaderamente perfecto, perfeccionándose en los perfectos misterios” (71).
No disimulaba Platón su disgusto por la divulgación que en su tiempo empezaba ya a darse a las enseñanzas de los misterios, pues opinaba que en vez de profanarlos en oídos de la multitud, debían reservarse exclusivamente a los más dignos y celosos discípulos (72). Si bien menciona Platón frecuentemente a los dioses en sus obras, no cabe dudar de su fe monoteísta, pues por dioses entiende seres de jerarquía muy inferior a la divinidad y tan sólo superiores en un grado al hombre. El mismo Josefo, no obstante los prejuicios de raza, reconoce la creencia monoteísta de Platón, y a este propósito dice en su famosa diatriba contra Apión: “Los filósofos griegos que discurrían de acuerdo con la verdad no ignoraban cosa alguna... ni dejaban de notar la aparente frivolidad de las alegorías mitológicas que con justicia desdeñaban... Por este motivo se inclina Platón a creer que son inconvenientes los poetas en la república y, no obstante rendir homenaje a Homero, le inculpa de haber quebrantado con sus mitos la ortodoxa creencia en un solo Dios”.
Quienes descubran el verdadero espíritu de la filosofía platónica, difícilmente se contentarán con los comentarios de Jowett, quien dice que la influencia ejercida en la posteridad por el Timeo deriva en parte de la equivocada interpretación que los neoplatónicos dieron a las doctrinas de su autor, hasta el punto de estar las aclaraciones neoplatónicas de los Diálogos en “completo desacuerdo con el espíritu de Platón”. Esto equivaldría a suponer que Jowett ha penetrado acertadametne este espíritu; pero sus comentarios no lo denotan así. Dice Jowett que los cristianos encuentran en el Timeo las ideas de la Trinidad, el Verbo, la Creación y la Iglesia, aunque bajo el concepto judaico. Sin embargo, no es extraño que encuentren estas ideas, porque realmente están expuestas literalmente en dicha obra, aunque haya volado el espíritu que animaba las enseñanzas del insigne filósofo y fuera en vano que lo buscáramos en los áridos dogmas de la teología cristiana. La esfinge es hoy la misma que cuatro siglos antes de nuestra era, pero Edipo murió de muerte violenta por haber revelado al mundo lo que el mundo no estaba en disposición de recibir. Platón encarnaba la verdad y necesario era que muriese como han de morir las verdades trascendentales antes de que renazcan cual Fénix de sus cenizas. Todos los comentadores de Platón han advertido la vvísima semejanza entre las esotéricas enseñanzas del ilustre filósofo y la doctrina cristiana; pero cada cual trató de explicar esta semejanza desde el punto de vista de sus personales creencias religiosas. Así, Cory (73) opina que la semejanza es tan sólo superficial y prefiere el Dios antropomórfico a la Mónada pitagórica. Taylor, por el contrario, encarama la Mónada muy por encima del Dios mosaico. Zeller ridiculiza el atrevimiento de los Padres de la Iglesia que, sin respeto a la historia ni a la cronología ni a la opinión pública, insisten en que la escuela platónica copió de la religión cristiana sus conceptos fundamentales (74).
LA MENTE UNIVERSAL
Todas las filosofías antiguas enseñan que Dios es la mente universal difundida en todas las cosas. Las religiones induista, budista (75) y cristiana se fundan en este concepto. En cuanto a la metempsícosis o proceso purificador de las transmigraciones, que tan groseramente se antropomorfizó más tarde, fue dogma subalterno que los sofismas teológicos adulteraron con intento de ridiculizarlo a los ojos de los fieles. Pero ni Gautama el Buddha ni Pitágoras tomaron al pie de la letra esta alegoría puramente metafísica, cuya explicación nos da el Misterio de Kunbum (según veremos más adelante), con referencia a las peregrinaciones espirituales del alma humana. No esperen los eruditos encontrar en la letra muerta de las Escrituras budistas la aclaración de estas sutilezas metafísicas que abisman el pensamiento en la insondable profundidad de su significado, hasta el punto de que nunca está el investigador más lejos de la verdad que cuando presume descubrirla. Las abstrusas enseñanzas budistas sólo pueden comprenderse con auxilio del método platónico, que procede de lo universal a lo particular y cuya clave hallamos en el sutilmente místico influjo espiritual de la vida divina. Así dice el Buddha: “Quien desconoce mi ley y muere en tal estado ha de volver a la tierra hasta que se convierta en perfecto samano. Para ello ha de sofocar en sí mismo la trinidad de Maya (76), extinguir sus pasiones, identificarse con la Ley (77) y comprender la religión del aniquilamiento” (78).
En este concepto budista se apoya la filosofía pitagórica, que en este punto concreto expone Whitelock Bulstrode, como sigue: “¿Puede convertirse en no entidad aquel Espíritu que da la vida e impulsa el movimiento y participa de la naturaleza de la luz? ¿Puede el espíritu senciente de los brutos volver a la nada, a pesar de tener memoria, que es facultad racional? Si decís que los brutos exhalan su espíritu en el aire y allí se desvanece, lo niego. Verdaderamente es el aire lugar a propósito para recibir el espíritu de los brutos, porque, según Laercio, está poblado de almas y, según Epicuro, lleno de átomos originarios de todas las cosas; porque hasta este lugar donde nos movemos y en donde vuelan las aves participa de la naturaleza espiritual de modo que es invisible, y por lo tanto, muy bien puede ser el receptor de las formas, puesto que en él están todas las formas. Nosotros tan sólo podemos conocer este lugar por sus efectos. Y si aun el mismo aire es demasiado sutil para comprender su naturaleza, ¿qué será el éter de las regiones superiores y qué formas e influencias descenderán de allí?”
EL NIRVANA
Opinaban los pitagóricos que los espíritus de las criaturas no son formas sino emanaciones del éter sublimado, es decir soplos. Todos los filósofos convienen en que el éter es incorruptible y por lo tanto inmortal y exento de aniquilación. Pero ¿qué es lo invisible e indivisible que no tiene cuerpo ni forma ni peso, que es y no existe? El nirvana, responden los budistas. La NADA, que no es un lugar, sino un estado. En el nirvana queda el hombre libre de los efectos de las “cuatro verdades”, porque todas las causas engendradoras de efectos se aniquilan en el estado nirvánico. La doctrina budista del nirvana se funda en estas “cuatro verdades” que, según el libro de la sabiduría (Prajnâ Paramitâ), son las siguientes:
1.ª Existencia del dolor.
2.ª Causa del dolor.
3.ª Extinción del dolor.
4.ª Medio de extinguir el dolor.
¿De dónde dimana el dolor? De la existencia. Al nacimiento siguen decrepitud y muerte, porque doquiera hay forma hay causa de dolor. Tan sólo el espíritu no tiene forma alguna y por lo tanto no existe aunque es. El hombre interno que alcanza completamente la espiritualidad sin forma alguna, entra en la perfecta bienaventuranza. El hombre externo y objetivo se aniquila, pero la subjetiva espiritualidad vive eternamente, porque el espíritu es incorruptible e inmortal.
En el fondo de las enseñanzas de Buda y Pitágoras se descubre su identidad. La omnipenetrante anima mundi es el nirvana y la mónada encarnada de Pitágoras es el buddha de los budistas, que silenciosamente mora en los arcanos de la bienaventuranza final. También se identifican la mónada pitagórica y el buddha budista con el Brahm arúpico, la sublime e incognoscible Divinidad que llena el universo entero. Cuando el buddha se manifiesta en forma carnal es un avatar, mesías, cristo, logos o verbo, esto es, una transmutación del divino espíritu, el Padre que está en el Hijo y el Hijo que está en el Padre. El inmortal espíritu cobija al hombre mortal y desciende a infundirse en la morada de carne. Todo hombre es capaz de convertirse en buddha, dice la doctrina. Así es que en la interminable sucesión de los tiempos vemos de cuando en cuando hombres que alcanzaron más o menos completamente la unión con Dios, que equivale a la unión consigo mismos. Los budistas llaman arhats a estos hombres que están ya próximos a ser buddhas y nadie les aventaja en ciencia infusa y virtudes taumatúrgicas (79), la misma identidad con las doctrinas secretas de Pitágoras nos descubren los relatos, tenidos por fabulosos, de ciertos libros budistas, una vez desnudos de toda alegoría. Los Jâtakâs, escritos en lengua pâli, relatan las 550 encarnaciones o metempsícosis del Buddha y describen las formas que tuvo en cada vida, animal, psando del insecto al ave y al cuadrúpedo hasta llegar al hombre, imagen microscópica de Dios en la tierra. Sin embargo, no vale tomar estos relatos en sentido literal ni acomodarlos a las existencias de un solo espíritu que sucesivamente animó diversas formas de seres orgánicos. Sino entender, de acuerdo con la metafísica budista, que el sinnúmero de espíritus humanos individuales son colectivamente un solo espíritu, como las gotas de agua del océano constituyen una sola masa líquida, a esar de su posible separación. Cada espíritu humano es un destello de la Luz que penetra el universo todo, y por lo tanto, lógico es creer que el divino espíritu anima el grano de arena, la flor, al león y al hombre. Los hierofantes egipcios, los brahmanes, los budistas del Este y algunos filósofos griegos sostuvieron siempre que el mismo espíritu latente en el átomo de polvo, anima al hombre, en quien se manifiesta plenamente activo. También fue general en otro tiempo la doctrina de la gradual absorción del alma humana en la esencia del paterno espíritu; pero jamás implicó esta doctrina la aniquilación del Ego, sino tan sólo la desintegración de las formas que al hombre verdadero envuelven en el mundo físico y después de la muerte. Nadie más a porpósito para revelarnos los misterios de ultratumba (tan equivocadamente tenidos por impenetrables), que aquellos hombres favorecidos de algunos vislumbres de la verdad suprema por haber logrado, mediante su firmeza de propósito y pureza de vida, la unión con Dios (80). Todos estos videntes nos dan singulares descripciones de las diversas formas asumidas por las entidades astrales que reflejan concretamente los pensamientos del hombre durante su vida terrena.
LA IMPERSONALIDAD
Es sencillamente absurdo tachar de atea y materialista la filosofía budista, porque el nirvana es aniquilación y el svabhâvat es la nada o la impersonalidad. También el En del En-soph judaico significa nihil, lo que no existe (quo ad nos), y sin embargo, a nadie se le ha ocurrido acusar de ateos a los judíos. En ambos casos la palabra nada o aniquilación expresa la idea de que Dios no es cosa ni persona visible y concreta a la cual pueda aplicarse propiamente el nombre de algo conocido en la tierra.
FIN DEL TOMO PRIMERO
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EL VELO DE ISIS
CAPÍTULO I
EGO SUM QUI SUM.
Axioma de la Filosofía hermética.
“Empezamos las investigaciones en donde las modernas
conjeturas pliegan sus engañosas alas. Y con nosotros están los
elementos científicos que los sabios del día desdeñan por
quiméricos o con prevención los miran como arcanos
insondables”.-BULWER, ZANONI.
Hay en un lugar de este mundo un libro de tan remota antigüedad que los arqueólogos lo atribuirían a una época de incalculable cómputo y no acertarían a ponerse de acuerdo sobre la materia de que está compuesto. Es el único ejemplar manuscrito que de dicho libro se conserva. El más antiguo tratado hebreo de ciencia oculta, el Siphra-Dzeniuta es una compilación de aquel manuscrito, hecha en época en que ya se le consideraba como reliquia literaria. Uno de los dibujos que lo ilustran representa la Esencia divina al emanar de Adam (1) en traza de arco luminoso que tiende a cerrarse en circunferencia y, luego de llegado al culminante punto de la gloria inefable, retrocede hacia la tierra, envolviendo en su torbellino un tipo superior de humanidad. A medida que va acercándose a nuestro planeta, la Emanación es más sombría y al tocar en él es negra como la noche.
En toda época han tenido los filósofos herméticos el convencimiento, basado en sesenta mil años de experiencia (2), de que a través del tiempo, y por efecto del pecado, fue densificándose más groseramente el cuerpo físico del hombre cuya naturaleza era en un principio casi etérea y le permitía percibir claramente las cosas hoy invisibles del universo. Desde la caída del género humano, la materia es un espeso muro interpuesto entre el mundo terrestre y el mundo de los espíritus.
Las más antiguas tradiciones esotéricas enseñan asimismo que antes del Adam mítico existieron sucesivamente varias razas humanas. ¿Eran tipos más perfectos? ¿Pertenecían a alguna de estas razas los hombres alados que menciona Platón en Fedro? A la ciencia le incumbe resolver este problema, tomando por punto de partida las cavernas de Francia y los restos de la edad de piedra.
A medida que avanza el ciclo se van abriendo los ojos del hombre hasta conocer el “bien y el mal” tan acabadamente como los mismos Elohim. Después de alcanzar el punto culminante comienza a descender el ciclo. Cuando el arco llega al punto situado al nivel de la línea fija del plano terrestre, la naturaleza proporciona al hombre vestiduras de piel y el Señor Dios “le viste con ellas”.
En las más antiguas tradiciones de casi todos los pueblos se descubre la misma creencia en una raza de espiritualidad superior a la actual. El manuscrito quiché Popal Vuh, publicado por Brasseur de Bourbourg, dice que el primer hombre pertenecía a una raza dotada de raciocinio y de habla, con vista sin límites, que conocía todas las cosas a un tiempo. Según Filo Judeo, el aire está poblado de multitud de invisibles espíritus, inmortales y libres de pecado unos; y perniciosos y mortales otros. “De los hijos de ÉL descendemos, e hijos de ÉL volveremos a ser”. La misma creencia se trasluce en el pasaje del Evangelio de San Juan, escrito por un anónimo agnóstico, que dice: “Más a cuantos le recibieron les dio poder de ser hijos de Dios, a aquellos que creen en su nombre” (3); es decir, que cuantos practicaran la doctrina esotérica de Jesús, se convertirían en hijos de Dios. “¿No sabéis que sois dioses?”, dice Cristo a sus discípulos. Platón describe admirablemente, en Fedro, el estado primario del hombre al cual ha de volver de nuevo. “Antes de perder las alas vivía entre los dioses y él mismo era un dios en el mundo aéreo”. Desde la más remota antigüedad enseñó la filosofía religiosa que el universo está poblado de divinos y espirituales seres de diversas razas. De una de éstas surgió con el tiempo ADAM, el hombre primitivo.
Los kalmucos y otros pueblos de Siberia describen también en sus leyendas, razas anteriores a la nuestra y dicen que aquellos hombres poseían conocimientos casi ilimitados, de lo que se engrieron hasta la audacia de rebelarse contra el Gran Espíritu, quien, para humillar su presunción y castigar su arrogancia, los encerró en cuerpos que limitaron sus facultades. Únicamente pueden salir de este encierro por medio de un perseverante arrepentimiento, de la purificación y desenvolvimiento interior. Creen que sus shamanos pueden ejercer a veces las divinas facultades que un tiempo poseyeron todos los hombres.
LOS LIBROS DE HERMES
En la biblioteca Astort, de Nueva York, hay el facsímil de un tratado egipcio de medicina escrito en el año 1552 antes de J. C., cuando, según la cronología corriente, contaba Moisés veintiún años de edad. Los caracteres están trazados sobre una corteza interna del Cyperus papyrus, y el profesor Schenk, de Leipzig, no sólo atestigua su autenticidad, sino que lo diputa por el más perfecto de cuantos se conocen. Es una sola hoja de excelente papiro amarillento obscuro, de tres decímetros de ancho y más de veinte metros de largo, arrollado en ciento diez páginas cuidadosamente numeradas. Lo adquirió en 1872 el arqueólogo Ebers de manos de un árabe de Luxor. El periódico La Tribuna, de Nueva York, dijo, a propósito de este asunto, que del examen del papiro se infiere con toda probabilidad que es uno de los seis Libros herméticos de Medicina citados por Clemente de Alejandría. Dice el mismo periódico: “El año 363, en tiempo de Jámblico, los sacerdotes egipcios enseñaban cuarenta y dos libros atribuidos a Hermes (Thuti). Según Jámblico, de estos libros, treinta y seis trataban de todos los conocimientos humanos y los seis restantes se ocupaban especialmente en anatomía, patología, oftalmología, quirúrgica y terpéutica (4). El Papiro de Ebers es seguramente uno de estos tratados herméticos”.
Si el fortuito encuentro del arqueólogo alemán y del árabe de Luxor ha iluminado con tan viva luz la antigua ciencia de los egipcios, no cabe duda de que si se repitiera el caso con un egipcio tan servicial como el árabe, se esclarecerían muchos puntos tenebrosos de la historia antigua.
Los descubrimientos de la ciencia moderna no invalidan en modo alguno las remotísimas tradiciones que atribuyen increíble antigüedad a la raza humana. La geología, que hasta hace pocos años no había descubierto las huellas del hombre más allá de la época terciaria, tiene hoy pruebas incontrovertibles de que el hombre existía ya sobre la tierra mucho antes del último período glacial que se remonta a 250.000 años. Es un cómputo muy duro de roer para los teólogos. Sin embargo, así lo creyeron los antiguos filósofos.
Por otra parte, junto con restos humanos se han encontrado utensilios, en prueba de que en aquella remota época se ejercitaba ya el hombre en la caza y sabía edificar chozas. Pero la ciencia se ha detenido en su investigadora marcha, sin dar otro paso para descubrir el origen de la raza humana cuyas pruebas ulteriores han de aducirse todavía. Desgraciadamente, los antropólogos y psicólogos modernos son incapaces de reconstruir con los fósiles hasta ahora descubiertos el trino hombre físico, mental y espiritual. El hecho de que cuanto más hondas son las excavaciones arqueológicas, más toscos y groseros resultan los utensilios prehistóricos, parece una prueba científica de que el hombre es más salvaje y semejante a los brutos a medida que nos acercamos a su origen. ¡Extraña lógica! ¿Acaso los restos hallados, por ejemplo, en la cueva de Devon, demuestran que no existieran entonces otras razas superiormente civilizadas?
Cuando hayan desaparecido los actuales pobladores de la tierra y los arqueólogos de la raza futura hallen en sus excavaciones los utensilios pertenecientes a los indios o a las tribus de las islas de Andamán, ¿podrían afirmar con razón que en el siglo XIX comenzaba la humanidad a salir de la Edad de piedra?
LÍMITES DE LAS CIENCIAS FÍSICAS
Hasta hace muy poco estaba de moda hablar de “los insostenibles conceptos de un pasado inculto”, ¡como si fuera posible ocultar tras un epigrama las canteras intelectuales en que se labraron tantas reputaciones científicas! Así como Tyndall propende fácilmente a mofarse de los antiguos filósofos con cuyas ideas se han pavoneado muchos sabios modernos, así también se inclinan de día en día los geólogos a suponer que las razas arcaicas estaban sumidas en profunda barbarie. Sin embargo, no todos los orientalistas son de esta opinión, pues algunos sostienen lo contrario, como, por ejemplo, Max Müller que dice: “Hay todavía muchas cosas incomprensibles para nosotros, y el lenguaje jeroglífico de los antiguos tan sólo expresa la mitad de los pensamientos. Sin embargo, la imagen del hombre se nos aparece cada vez más pura y noble en todos los países, según nos acercamos a su origen y comprendemos sus errores e interpretamos sus ensueños. Por lejanas que estén las huellas del hombre, aun en los más apartados confines de la historia, descubrimos desde un principio el divino don de la vigorosa y razonable inteligencia, de suerte que es imposible sostener que la raza humana haya surgido lentamente de las profundidades de la brutalidad animal" (5).
Como se ha dicho que no es filosófico inquirir las causas primeras, los sabios se ocupan tan sólo en estudiar los efectos físicos, y el campo de investigación científica no va más allá de la naturaleza física, en cuyos límites se detienen los investigadores para recomenzar su tarea y dar vueltas y más vueltas a la materia, como ardillas enjauladas, dicho sea con todo el respeto debido a los eruditos. Somos demasiado pigmeos para poner en tela de juicio la valía potencial de la ciencia; pero los científicos no encarnan la ciencia, como tampoco los habitantes del planeta son el planeta mismo. Ninguno de nosotros tiene autoridad ni derecho para forzar a los modernos filósofos a que acepten sin reparo la descripción geográfica del hemisferio de la luna oculto a las miradas de los astrónomos; pero si un cataclismo lunar lanzase a alguno de sus habitantes a la esfera de atracción de nuestro globo, de modo quesano y salvo cayera ante la puerta del doctor Carpenter, no podría éste, sin mengua de sus deberes profesionales, considerar el hecho más que desde el punto de vista físico. Pero el investigador científico no debe rehuir el estudio de ningún nuevo fenómeno, así fuera éste tan insólito como la caída de un hombre de la luna o la aparición de un espectro en su alcoba. Tanto da investigar por el método aristotélico como por el platónico; pero lo cierto es que los antiguos antropólogos conocían perfectamente las dos naturalezas interna y externa del hombre. A pesar de las vacilantes hipótesis de los geólogos empezamos a tener casi diariamente pruebas de las aserciones de aquellos filósofos, quienes dividían la existencia del hombre sobre la tierra en dilatados ciclos, durante cada uno de los cuales alcanzaba gradualmente la humanidad el pináculo de la civilización para ir sumiéndose paulatinamente en la más abyecta barbarie. De los maravillosos monumentos de la antigüedad todavía existentes y de la descripción que hace Herodoto de otros ya desaparecidos, puede inferirse, aunque no por completo, el eminente grado de progreso a que llegó la humanidad en cada uno de sus pasados ciclos. Ya en la época del célebre historiador griego eran montones de ruinas muchos templos famosos y pirámides gigantescas a que el padre de la historia llama “venerables testigos de las glorias de nuestros remotors antepasados”. Elude Herodoto tratar de las cosas divinas y se contrae a describir, según referencias llegadas a sus oídos, los maravillosos subterráneos del Laberinto que sirvieron de sepulcro a los reyes iniciados cuyos restos yacen todavía en lugares ocultos.
Sin embargo, los relatos hitóricos de la época de los Ptolomeos nos proporcionan elementos bastantes para juzgar de las florecientes civilizaciones de la antigüedad, pues ya entonces habían decaído las ciencias y las artes con pérdida de muchos de sus secretos. En las excavaciones recientemente efectuadas en Mariette-Bey, al pie mismo de las Pirámides, se han encontrado estatuas de madera y otros objetos artísticos cuyo examen muestra que muchísimo antes de las primeras dinastías habían llegado ya los egipcios al refinamiento de la perfección artística, hasta el punto de maravillar a los más entusiastas partidarios del arte helénico.
NÚMEROS PITAGÓRICOS
En una de sus obras describe Taylor dichas estatuas diciendo que es verdaderamente inimitable la belleza plástica de aquellas testas con ojos de piedras preciosas y párpados de cobre.
A mucha mayor profundidad de la capa de arena en que yacían los objetos existentes hoy en el Museo Británico y en las colecciones de Lepsius y Abbott se encontraron posteriormente las pruebas tangibles de la ya referida doctrina hermética de los ciclos.
El entusiasta helenista doctor Schliemann halló en las excavaciones efectuadas no ha mucho en el Asia menor, notorias huellas del progreso gradual de la barbarie a la civilización y del también gradual regreso de la civilización a la barbarie. Así, pues, si el hombre antediluviano era mucho más docto que nosotros en ciencias profanas y mucho más hábil en ciertas artes que ya damos por perdidas, ¿por qué no admitir que pudiera igualmente aventajarnos en el conocimiento de la psicología? Esta hipótesis debe prevalecer mientras no se aduzcan pruebas evidentes en contrario.
Todo sabio digno de este nombre reconoce que muchas ramas de la ciencia están todavía en mantillas. ¿Será porque nuestro ciclo haya principiado hace poco tiempo? Sin embargo, según la filosofía caldea, los ciclos de evolución no abarcan a un tiempo a toda la humanidad, y así lo corrobora espontáneamente Draper al decir que los períodos en que a la geología le plugo dividir los progresos del hombre, no son tan exabruptos que comprendan simultáneamente a toda la humanidad, pues cabe poner por ejemplo los indios nómadas de América que en nuestros días están trascendiendo la para ellos Edad de piedra.
Los cabalistas versados en el sistema pitagórico de números y líneas saben perfectamente que las doctrinas metafísicas de Platón se fundan en rigurosos principios matemáticos. A este propósito, dice el Magicón: “Las matemáticas sublimes están relacionadas con toda ciencia superior; pero las matemáticas vulgares no son más que falaz fantasmagoría cuya encomiada exactitud dimana del convencionalismo de sus fundamentos”.
Algunos filósofos de nuestra época ponderan el aristotélico método inductivo en perjuicio del deductivo de Platón, porque se figuran que aquél consiste tan sólo en ir a rastras de lo particular a lo universal. Draper lamenta (6) que los místicos especulativos como Amonio Saccas y Plotino suplantaran a los rigurosos geómetras de las escuelas antiguas; pero no tiene en cuenta que la geometría es entre todas las ciencias el más acabado modelo de síntesis y en toda su trama procede de lo universal a lo particular o sea el método platónico. Ciertamente que no fallarán las ciencias exactas mientras, recluidas en las condiciones del mundo físico, se contraigan al método aristotélico; pero como el mundo físico es limitado aunque nos parezca ilimitado, no podrán las investigaciones meramente físicas trasponer la esfera del mundo material.
La teoría cosmológica de los números, que Pitágoras aprendió de los hierofantes egipcios, es la única capaz de conciliar la materia y el espíritu demostrando matemáticamente la existencia de ambos principios por la de cada uno de ellos.
Las combinaciones esotéricas de los números sagrados del universo resuelven el arduo problema y explican la teoría de la irradiación y el ciclo de las emanaciones. Los órdenes inferiores proceden de los espiritualmente superiores y evolucionan en progresivo ascenso hasta que, llegados al punto de conversión, se reabsorben en el infinito.
La fisiología, como todas las ciencias, está sujeta a la ley de evolución cíclica, y si en el actual ciclo va saliendo apenas del arco inferior, algún día tendremos la prueba de que en época muy anterior a Pitágoras estuvo en el punto culminante del ciclo. Por de pronto, Pitágoras aprendió fisiología y anatomía de boca de los discípulos y sucesores del sidonio Mochus, que floreció muchísimos años antes que el filósofo de Samos, cuya solicitud por conservar las enseñanzas de la antigua ciencia del alma le hacen digno de vivir eternamente en la memoria de los hombres.
COMENTADORES DE PLATÓN
Las ciencias enseñadas en los santuarios estaban veladas impenetrablemente por el más sigiloso arcano. Ésta es la causa del poco aprecio en que hoy se tiene a los filósofos antiguos, y más de un comentador acusó de incongruentes a Platón y Filo Judeo, por no advertir el propósito que se trasluce bajo el laberinto de contradicciones metafísicas cuya aparente absurdidad tan perplejos deja a los lectores del Timeo. Pero ¿qué comentador de los clásicos supo leer a Platón? Esto nos mueve a preguntar los juicios críticos que sobre el insigne filósofo encontramos en las obras de Stalbaüm, Schleiermacher, Ficino, Heindorf, Sydenham, Buttmann, Taylor y Burges, por no citar otros de menos autoridad. Las veladas alusiones de Platón a las enseñanzas esotéricas han puesto en extrema confusión a sus comentadores, cuya atrevida ignorancia llegó al punto de alterar muchos pasajes del texto, creídos de que estaban equivocadas las palabras. Así tenemos que respecto a la alusión órfica en que el autor exclama:
Del canto el orden de la sexta raza cierra,
cuya interpretación sólo cabe dar en el sentido de la aparición de la sexta raza en la consecutiva evolución de las esferas (7), opina erróneamente Burges que el pasaje “está sin duda tomado de una cosmogonía, según la cual fue el hombre el último ser creado” (8). El que edita una obra ¿no tiene la obligación de por lo menos entender lo que dice el autor?
Es opinión general, aun entre los críticos más serenos, que los sabios de la antigüedad no tuvieron de las ciencias experimentales el profundo conocimiento que tanto engríe a nuestro siglo.
Algunos comentadores han sospechado que ignoraban el fundamental apotegma filosófico: ex nihilo nihil fit, y dicen que si algo sabían de la indestructibilidad de la materia, no era por deducción de principios firmemente establecidos, sino por intuición y analogía. Sin embargo, nosotros opinamos lo contrario, pues aunque las enseñanzas de los filósofos antiguos en lo concerniente a las cosas materiales fuesen públicas y estén sujetas a la crítica, sus doctrinas sobre las cosas espirituales fueron profundamente esotéricas, y movidos por el juramento de mantener en absoluto sigilo cuanto se refiriese a las relaciones entre el espíritu y la materia, rivalizaban unos con otros en ingeniosas trazas para encubrir sus verdaderas opiniones.
La doctrina de la metempsícosis, tan acerbamente ridiculizada por los científicos y con no menos dureza combatida por los teólogos, es un concepto sublime para quienes desentrañan su esotérica adecuación a la indestructibilidad de la materia e inmortalidad del espíritu. ¿No sería justo mirar la cuestión desde el punto de vista en que los antiguos se colocaron, antes de burlarnos de ellos? Ni la superstición religiosa ni el escepticismo materialista pueden resolver el magno problema de la eternidad. lA armónica variedad en la matemática unidad de la dual evolución del espíritu y de la materia está comprendida tan sólo en los números universales de Pitágoras, enteramente idénticos al “lenguaje métrico” de los Vedas, según ha demostrado el celoso orientalista Martín Haug en su por desgracia demasiado tardía traducción del Aitareya Brâhmana del Rig Veda, hasta ahora desconocido de los occidentales. Tanto el sistema pitagórico como el brahmánico entrañan en el número el significado esotérico. En el primero depende de la mística relación entre los números y las cosas asequibles a la mente humana; en el segundo, del número de sílabas de cada versículo de los mantras.
Platón, ferviente discípulo de Pitágoras, siguió con tal fidelidad las enseñanzas de su maestro que sostuvo que el Demiurgos se valió del dodecaedro para construir el universo.
Algunas figuras geométricas tienen especial y profunda significación, como, por ejemplo, el cuadrado, emblema de la moral perfecta y la justicia absoluta, pues sus cuatro lados o límites son exactamente iguales. Todas las potestades y armonías de la naturaleza están inscritas en el cuadrado perfecto cuyo número 4 es la tercera parte del número 12 del dodecaedro, de suerte que el inefable nombre de Aquél se simboliza en la sagrada Tetractys, por quien juraban solemnemente los antiguos místicos.
EL SISTEMA HELIOCÉNTRICO EN LA INDIA
Si después de estudiarla como es debido comparáramos las enseñanzas pitagóricas de la metempsícosis con la moderna teoría de la evolución, hallaríamos en ella todos los eslabones perdidos en esta última; pero ¿qué sabio se avendría a desperdiciar el tiempo en lo que llaman quimeras de los antiguos? Porque, a pesar de las pruebas en contrario, dicen que, no ya las naciones de las épocas arcaicas, sino que ni siquiera los filósofos griegos tuvieron la más leve noción del sistema heliocéntrico. San Agustín, Lactancio y el venerable Beda desnaturalizaron con su ignorante dogmatismo las enseñanzas de los teólogos precristianos; pero la filología, apoyada en el exacto conocimiento del sánscrito, nos coloca en ventajosa situación para vindicarlos. Así, por ejemplo, en los Vedas encontramos la prueba de que 2.000 años antes de J. C., los sabios indos conocían la esfericidad de la tierra y el sistema heliocéntrico que tampoco ignoraba Pitágoras, por haberlo aprendido en la India, ni su discípulo Platón.
A este propósito copiaremos dos pasajes del Aitareya Brâhmana (9):
“El Mantra-Serpiente es uno de los que vio Sarparâjni (la reina de las serpientes). Porque la tierra (iyam) es la reina de las serpientes puesto que es madre y reina de todo cuanto se mueve (sarpat). En un principio, la tierra era una enorme cabeza calva (10).
“Entonces vio la tierra este Mantra que confiere a quien lo conoce la facultad de asumir la forma que desee. La tierra “entonó el Mantra”, esto es, sacrificó a los dioses y por ello tomó jaspeado aspecto y fue capaz de producir diversidad de formas y mudarlas unas en otras.
“Este Mantra comienza con las palabras: Ayam gaûh pris’nir akramît” (X-189).
La descripción de la tierra en forma de cabeza calva, al principio dura y después blanda, cuando el dios del aire (Vayu) sopló en ella, demuestra que los autores de los Vedas, no sólo conocían la esfericidad de la tierra, sino también que en un principio era una masa gelatinosa que con el tiempo se fue enfriando por la acción del aire. Veamos ahora la prueba de que los indos conocían perfectamente el sistema heliocéntrico unos 2.000 años por lo menos antes de J. C.
El Aitareya Brâhmana enseña cómo ha de recitar el sacerdote los shâstras y explica el fenómeno de la salida y puesta del sol. A este propósito dice: “Agnisthoma es el dios que abrasa. El sol no sale ni se pone. Las gentes creen que el sol se pone, pero se engañan, porque no hay tal, sino que llegado el fin del día, deja en noche lo que está debajo y en día lo del lado opuesto. Cuando las gentes se figuran que sale el sol, es que llegado el fin de la noche, deja en día lo que está debajo y en noche lo del lado opuesto. Verdaderamente, nunca se pone el sol para quien esto sabe” (11).
El pasaje transcrito es tan concluyente, que el mismo traductor del Rig Veda llama la atención sobre su texto diciendo que en él se niega la salida y la puesta del sol, como si el autor estuviese convencido de que el astro conserva constantemente su elevada posición (12).
En uno de los nividas más antiguos, el rishi Kutsa, que floreció en muy remotos tiempos, explica alegóricamente las leyes a que obedecen los cuerpos celestes. Dice que “por hacer lo que no debió” fue condenada Anâhit (13) a girar alrededor del sol. Los sattras, o sacrificios periódicos, prueban, sin dejar duda, que diecinueve siglos antes de la era cristiana estaban ya los indos muy adelantados en astronomía. Duraban estos sacrificios un año y correspondían a la aparente carrera del sol.
Según dice Haug “se dividían en dos períodos de seis meses de treinta días, con intervalo de un día llamado vishuvan (ecuador o día central) que partía el sattras en dos mitades” (14).
ANTIGUOS CÓMPUTOS ASTRONÓMICOS
Aunque Haug remonta la antigüedad de los Brâhmanas tan sólo a unos 1.200 ó 1.400 años antes de J. C., reconoce que los himnos más antiguos corresponden al comienzo de la literatura védica, entre los años 2.400 y 2.000 antes de J. C., pues no ve razón para considerar los Vedas menos antiguos que las Escrituras chinas. Sin embargo, como está probado de sobra que el Shu-King (Libro de la Historia) y los cantos sacrificiales del Shi-King (Libro de las Odas) datan de 2.200 años antes de J. C., los filólogos modernos se verán forzados a confesar la superioridad de los indos en conocimientos astronómicos.
De todos modos, estos hechos demuestran que ciertos cómputos astronómicos de los caldeos eran tan exactos en tiempo de Julio César como puedan serlo en nuestros días. Cuando el conquistador de las Galias reformó el calendario, las estaciones habían perdido toda correspondencia con el año civil, pues el verano se prolongaba a los meses de otoño y el otoño a los de invierno.
Las operaciones científicas de la corrección estuvieron a cargo del astrónomo caldeo Sosígenes, quien retrasó noventa días la fecha del 25 de Marzo para que coincidiese con el equinoccio de primavera y dividió el año en los doce meses distribuidos en días tal como aún subsisten.
El calendario de los aztecas mexicanos dividía el año en meses de igual número de días con tan escrupulosa exactitud calculados, que ningún error descubrieron las comprobaciones efectuadas posteriormente en la época de Moctezuma, al paso que al desembarcar los españoles el año 1519, advirtieron que el calendario Juliano, por el cual se regían, adelantaba once días con relación al tiempo exacto.
Gracias a las inestimables y fieles traducciones de los libros védicos y a los trabajos de investigación del doctor Haug, podemos corroborar las afirmaciones de los filósofos herméticos y reconocer la indecible antigüedad de la época en que floreció el primer Zoroastro. Los Brâhmanas, cuya fecha remonta Haug a 2.000 años, describen los combates entre los indos prevédicos simbolizados en los devas y los iranios en los asuras. ¿En qué época levantaría su voz el primer profeta iranio contra lo que llamaba la idolatría de los brahmanes a quienes calificó de devas o, según él, demonios?
A ello responde Haug que estas luchas debieron parecerles a los autores de los Brâhmanas tan legendarias como les parecen las proezas del rey Arturo a los historiadores ingleses del siglo XIX.
Los más conspicuos filósofos reconocen que tanto los brahmanes como los budistas y los pitagóricos enseñaron esotéricamente, en forma más o menos inteligible, la doctrina de la metempsícosis, profesada asimismo por Clemente de Alejandría, Orígenes, Sinesio, Calcidio y los agnósticos, a quienes la historia diputa por los hombres más exquisitamente cultos de su tiempo (15). Pitágoras y Sócrates sostuvieron las mismas ideas y ambos fueron condenados a muerte en pena de enseñarlas, porque el vulgo ha sido igualmente brutal en todo tiempo y el materialismo ofuscó siempre las verdades espirituales.
De acuerdo con los brahmanes, enseñaron a Pitágoras y Sócrates que el espíritu de Dios anima las partículas de la materia en que está infundido; que el hombre tiene dos almas de distinta naturaleza, pues una (alma astral o cuerpo fluidico) es corruptible y perecedera, mientras que la otra (augoeides o partícula del Espíritu divino) es incorruptible e imperecedera. El alma astral, aunque invisible para nuestros sentidos por ser de materia sublimada, perece y se renueva en los umbrales de cada nueva esfera, de suerte que va purificándose más y más en las sucesivas transmigraciones. Aristóteles, que por motivos políticos se muestra muy reservado al tratar cuestiones de índole esotérica, declara explícitamente su opinión en este punto, afirmando que el alma humana es emanación de Dios y a Dios ha de volver en último término. Zenón, fundador de la escuela estoica, distinguía en la naturaleza dos cualidades coeternas: una activa, masculina, pura y sutil, el Espíritu divino; otra pasiva, femenina, la materia que para actuar y vivir necesita del Espíritu, único principio eficiente cuyo soplo crea el fuego, el agua, la tierra y el aire. También los estoicos admitían como los indos la reabsorción final. San Justino creía en la emanación divina del alma humana, y su discípulo Taciano afirma que “el hombre es inmortal como el mismo Dios” (16).
EL ALMA DE LOS ANIMALES
Es muy importante advertir que el texto hebreo del Génesis, según saben los hebraístas, dice así: “A todos los animales de la tierra y a todas las aves del aire y a cuanto se arrastra por el suelo les di alma viviente” (17). Pero los traductores han adulterado el original substituyendo la frase subrayada por la de: “allí en donde hay vida”.
Demuestra Drummond que los traductores de las Escrituras hebreas han tergiversado el sentido del texto en todos los capítulos, falseando hasta la significación del nombre de Dios que traducen por Él cuando el original dice ... Al que, según Higgins, significa Mithra, el Sol conservador y salvador. Drummond prueba también que la verdadera traducción de Beth-El es Casa del Sol y no Casa de Dios, pues en la composición de estos nombres cananeos, la palabra El no significa Dios, sino Sol (18).
De esta manera ha desnaturalizado la teología a la teosofía antigua y la ciencia a la filosofía (19).
El desconocimiento de este capital principio filosófico invalida los métodos de la ciencia moderna por seguros que parezcan, pues no sirven para demostrar el origen y fin de las cosas. En lugar de deducir el efecto de la causa inducen la causa del efecto. Enseña la ciencia que los tipos superiores proceden evolutivamente de los inferiores, pero como en esta laberíntica escala va guiada por el hilo de la materia, en cuanto se rompe no puede adelantar un paso y retrocede con espanto, y se confiesa impotente ante el Incomprensible. No procedían así Platón y sus discípulos, para quienes los tipos inferiores eran imágenes concretas de los abstractos superiores. El alma inmortal tiene un principio aritmético y el cuerpo lo tiene geométrico. Este principio, como reflejo del Arqueos universal, es semoviente y desde el centro se difunde por todo el cuerpo del microcosmos.
La triste consideración de esta verdad mueve a Tyndall a confesar cuán impotente es la ciencia aun en el mismo mundo de la materia, diciendo: “El primario ordenamiento de los átomos a que toda acción subsiguiente está subordinada, escapa a la penetración del más potente microscopio. Después de prolongadas y complejas observaciones, sólo cabe afirmar que la inteligencia más privilegiada y la más sutil imaginación retroceden confundidas ante la magnitud del problema. no hay microscopio capaz de reponernos de nuestro asombro, y no sólo dudamos de la valía de este instrumento, sino de si en verdad la mente humana puede inquirir las más íntimas energías estructurales de la naturaleza”.
La fundamental figura geométrica de la cábala, que según la tradición, de acuerdo con las doctrinas esotéricas recibió Moisés en el monte Sinaí (20) encierra en su grandiosamente sencilla combinación la clave del problema universal. Esta figura contiene todas las demás y los capaces de comprenderla no necesitan valerse de la imaginación ni del microcopio, porque ninguna lente óptica supera en agudeza a la percepción espiritual. Para los versados en la magna ciencia, la descripción que un niño psicómetra pueda dar de la génesis de un grano de arena, de un pedazo de cristal o de otro objeto cualquiera, es mucho más fidedigna que cuantas observaciones telescópicas y microscópicas aleguen las ciencias experimentales.
Más verdad encierra la atrevida pangenesia de Darwin, a quien llama Tyndall “especulador sublime”, que las cautas y restringidas hipótesis de este otro sabio, quien, como todos los de su linaje, recluyen su imaginación entre las, según ellos, “firmes fronteras del raciocinio”. La hipótesis de un germen microscópico con suficente vitalidad para contener un mundo de gérmenes menores, parece como si se remontara a lo infinito y trascendiendo al mundo material se internara en el espiritual.
Si consideramos la darwiniana teoría del origen de las especies, advertiremos que su punto de partida está situado como si dijéramos frente a una puerta abierta, con libertad de atravesar o no el dintel a cuyo otro lado vislumbramos lo infinito, lo incomprensible, o, por mejor decir, lo inefable. Si el lenguaje humano es insuficiente para expresar lo que vislumbramos en el más allá, algún día habrá de comprenderlo el hombre que ante sí tiene la inacabable eternidad.
EL PROTOPLASMA Y EL “MÁS ALLÁ”
No sucede lo propio en la hipótesis de Huxley acerca de los fundamentos fisiológicos de la vida. Contra las negaciones de sus colegas alemanes admite un protoplasma universal que al formar las células origina la vida. Este protoplasma es, según Huxley, idéntico en todo organismo viviente, y las células que constituye entrañan el principio vital, pero excluye de ellas el divino influjo y deja sin resolver el problema. Con habilísima táctica convierte las leyes y hechos en centinelas cuyo santo y seña es la palabra necesidad, aunque al fin y a la postre desbarata toda la hipótesis calificándola de “vano fantasma de mi imaginación”. “Las doctrinas fundamentales del espiritualismo, continúa diciendo Huxley, trascienden toda investigación filosófica” (21). Sin embargo, nos atreveremos a contradecir esta afirmación observando que mejor se avienen las doctrinas espiritualistas con las investigaciones filosóficas que con el protoplasma de Huxley, pues al menos ofrecen pruebas evidentes de la existencia del espíritu, mientras que una vez muertas las células protoplásmicas, no se advierte en ellas indicio alguno de que sean los orígenes de la vida, como pretende el eminente pensador contemporáneo.
Los cabalistas antiguos no formulaban hipótesis alguna hasta que podían establecerla sobre la firmísima roca de comprobadas experiencias.
Pero la exagerada subordinación a los hechos físicos ocasiona la pujanza del materialismo y la decadencia del espiritualismo. Tal era la orientación dominante del pensamiento humano en tiempos de Aristóteles, y aunque el precepto délfico no se había borrado de la mente de los filósofos griegos, pues todavía algunos afirmaban que para conocer lo que es el hombre se necesita saber lo que fue, ya empezaba el materialismo a corroer las raíces de la fe. Los mismos Misterios estaban adulterados hasta el punto de ser especulaciones sacerdotales y fraudes religiosos. Pocos eran los verdaderos adeptos e iniciados, legítimos sucesores de los que dispersara la espada conquistadora del antiguo Egipto.
Ciertamente había llegado ya la época vaticinada por el gran Hermes en su diálogo con Esculapio; la época en que impíos extraqnjeros reconvinieran a los egipcios de adorar monstruosos ídolos, sin que de ella quedara más que los jeroglíficos de sus monumentos como increíbles enigmas para la posteridad. Los hierofantes andaban dispersos por la faz de la tierra, buscando refugio en las comunidades herméticas llamadas más tarde esenios, donde sepultaron a mayor hondura que antes la ciencia esotérica. La triunfante espada del discípulo de Aristóteles no dejó vestigio de la un tiempo pura religión, y el mismo Aristóteles, típico hijo de su siglo, aunque instruido en la secreta ciencia de los egipcios, sabía muy poco de los resultados dimanantes de milenarios estudios esotéricos.
Lo mismo que los que florecieron en los días de Psamético, los filósofos contemporáneos “alzan el velo de Isis” porque Isis es el símbolo de la naturaleza; pero sólo ven formas físicas y el alma interna escapa a su penetración. La Divina Madre no les responde. Anatómicos hay que niegan la existencia del alma, porque no la descubren bajo las masas de músculos y redes de nervios y substancia gris que levantan con la punta del escalpelo. Tan miopes son estos en sus sofismas como el estudiante que bajo la letra muerta de la cábala no acierta a descubrir el vivificador espíritu. Para ver el hombre real que habitó en el cadáver extendido sobre la mesa de disección, necesita el anatómico ojos no corporales; y de la propia suerte, para descubrir la gloriosa verdad, cifrada en las escrituras hieráticas de los papiros antiguos, es preciso poseer la facultad de intuición, la vista del alma, como la razón lo es de la mente.
La ciencia moderna admite una fuerza suprema, un principio invisible, pero niega la existencia de un Ser supremo, de un Dios personal (22). Lógicamente es muy discutible la diferencia entre ambos conceptos, porque, en este caso, fuerza y esencia son idénticas. La raxzón humana no puede concebir una fuerza suprema e inteligente sin identificarla con un Ser también supremo e inteligente. Jamás el vulgo tendrá idea de la omnipotencia y omnipresencia de Dios sin atribuirle, en gigantescas proporciones, cualidades humanas; sin embargo, para los cabalistas, siempre fue el invisible En-Soph una Potestad.
DESCONOCIDOS, PERO PODEROSOS ADEPTOS
Vemos, por lo tanto, que los filósofos positivistas de nuestros días tuvieron sus precursores hace miles de años. El adepto hermético proclama que el simple sentido común excluye toda contingencia de que el universo sea obra del acaso, pues equivaldría este absurdo a suponer que los postulados deEuclides los dedujo un mono entretenido en jugar con figuras geométricas.
Muy pocos cristianos comprenden la teología hebrea, si es que algo saben de ella. El Talmud es profundamente enigmático, aún para la mayor parte de los mismos judíos; pero los hebraístas que lo han descifrado, no se engríen de su erudición. Los libros cabalísticos son todavía menos comprensibles para los judíos, y a su estudio se dedican, con mayor asiduidad que estos, los hebraístas cristianos. Sin embargo, ¡cuán menos conocida todavía es la cábala universal de Oriente! Pocos son sus adeptos; pero estos privilegiados herederos de los sabios que “descubrieron las deslumbradoras verdades que centellean en la gran Shemaya del saber caldeos (23) han solucionado lo “absoluto” y descansan ahora de su fatigosa tarea. No pueden ir más allá de la línea trazada por el dedo del mismo Dios en este mundo, como límite del conocimiento humano. Sin darse cuenta, han topado algunos viajeros con estos adeptos en las orillas del sagrado Ganges, en las solitarias ruinas de Tebas, en los misteriosamente abandonados aposentos de Luxor, en las cámaras de azules y doradas bóvedas cuyos misteriosos signos atraen sin fruto posible la atención del vulgo. Por doquiera se les encuentra, lo mismo en las desoladas llanuras del Sahara y en las cavernas de Elefanta, que en los brillantes salones de la aristocracia europea; pero sólo se dan a conocer a los desinteresados estudiantes cuya perseverancia no les permite volver atrás. El insigne teólogo e historiador judío Maimónides, a quien sus compatriotas casi divinizaron, para después acusarle de herejía, afirma que lo en apariencia más absurdo y extravagante del Talmud, encubre precisamente lo más sublime de su significado esotérico. Este eruditísimo judío ha demostrado que la magia caldea profesada por Moisés y otros taumaturgos, se fundaba en amplios y profundos conocimientos de diversas y hoy olvidadas ramas de las ciencias naturales, pues conocían por completo los recursos de los reinos mineral, vegetal y animal, aparte de los secretos de la química y de la física, con añadidura de las verdades espirituales que les daban tanta idoneidad en psicología como tuvieron en fisiología. No es maravilla, pues, que los adeptos educados en los misteriosos santuarios de los templos, obraran portentos en cuya explicación fracasaría la infatuada ciencia contemporánea. Es denigrante para la dignidad humana motejar de imposturas la magia y las ciencias ocultas, pues si hubiera sido posible que durante miles de años fuesen unas gentes víctimas de los fraudes y supercherías amañados por otras gentes, necesario sería confesar que la mitad de los hombres son idiotas y la otra mitad bribones. ¿En qué país no se ha practicado la magia? ¿En qué época se olvidó por completo?
Los Vedas y las leyes de Manú, que son los documentos literarios más antiguos, describen muchos ritos mágicos de lícita práctica entre los brahmanes (24). Hoy mismo se enseña en el Japón y en China, sobre todo en el Tíbet, la magia cladea, y los sacerdotes de estos países corroboran con el ejemplo las enseñanzas relativas al desenvolvimiento de la clarividencia y actualización de las potencias espirituales, mediante la pureza y austeridad de cuerpo y mente, de que dimana la mágica superioridad sobre las entidades elementales, naturalmente inferiores al hombre. En los países occidentales es la magia tan antigua como en los orientales. Los druidas de la Gran Bretaña y de las Galias la ejercían en las reconditeces de sus profundas cavernas, donde enseñaban ciencias naturales y psicológicas, la armonía del universo, el movimiento de los astros, la formación de la tierra y la inmortalidad del alma (25). En las naturales academias edificadas por mano del invisible arquitecto, se congregaban los iniciados al filo de la media noche para meditar sobre lo que es y lo que ha de ser el hombre (26). No necesitaban de iluminación artificial en sus templos, porque la casta diosa de la noche hería con sus rayos las cabezas coronadas de roble y los sagrados bardos de blancas vestiduras sabían hablar con la solitaria reina de la bóveda estrellada (27).
ANTIGÜEDAD DE LA MAGIA
Pero aunque el ponzoñoso hálito del materialismo haya consumido las raíces de los sagrados bosques y secado la savia de su espiritual simbolismo, todavía medran con exuberante lozanía para el estudiante de ocultismo, que los sigue viendo cargados del fruto de la verdad tan frondosamente como cuando el archidruida sanaba mágicamente a los enfermos y tremolando el ramo de muérdago segaba con su dorada segur la rama del materno roble. La magia es tan vieja como el hombre y nadie acertaría en señalar su origen, de la propia suerte que no cabe computar el nacimiento del primer hombre. Siempre que los eruditos intentaron determinar históricamente los orígenes de la magia en algún país, desvanecieron sus cálculos investigaciones posteriores. Suponen algunos que el sacerdote y rey escandinavo Odín fue el fundador de la magia unos 70 años antes de J. C.; pero hay pruebas evidentes de que los misteriosos ritos de las sacerdotisas valas son muy anteriores a dicha época (28).
Otros eruditos modernos atribuyen a Zoroastro las primicias de la magia apoyados en que fue el fundador de la religión de los magos; pero Amiano Marcelino, Arnobio, Plinio y otros historiadores antiguos, prueban concluyentemente que tan sólo se le debe considerar como reformador de la magia, ya de muy antiguo profesada por los caldeos y egipcios (29).
Los más eminentes maestros de las cosas divinas convienen en que casi todos los libros antiguos están escritos en lenguaje sólo entendido de los iniciados, y ejemplo de ello nos da el bosquejo biográfico de Apolonio de Tyana, que, según saben los cabalistas, es un verdadero compendio de filosofía hermética con trasuntos de las tradiciones relativas al rey Salomón. Lo mismo que éstas, parece el bosquejo biográfico de Apolonio fantástica quimera, porque los acontecimientos históricos están cubiertos bajo el velo de la ficción. El viaje a la India, allí descrito, simboliza las pruebas del neófito, y sus detenidas conversaciones con los brahmanes, sus prudentes consejos y sus diálogos con el corintio Menipo, equivalen en conjunto, debidamente interpretados, a un catecismo esotérico. En su visita al país de los sabios, en la plática que sostuvo con el rey Hiarkas y en el oráculo de Anfiarao, se simbolizan muchos dogmas secretos de Hermes, cuya explicación revelaría no pocos misterios de la naturaleza. Eliphas Levi indica la sorprendente analogía entre el rey Hiarkas y el fabuloso Hiram, de quien recibió Salomón el cedro del Líbano y el oro de Ofir. Curioso fuera averiguar si los modernos masones, por mucha que sea su elocuencia y habilidad, saben quién es el Hiram cuya muerte juran vengar.
NADA HAY NUEVO BAJO EL SOL
Si prescindiendo de las enseñanzas puramente metafísicas de la cábala, atendiéramos tan sólo al ocultismo fisiológico, podríamos obtener resultados beneficiosos para algunas ramas de la moderna ciencia experimental, tales como la química y la medicina. A este propósito, dice Draper: “A menudo descubrimos ideas que orgullosamente diputábamos por privativas de nuestra época”. Esta observación a que dio pie el examen de los tratados científicos de los árabes, puede aplicarse con mucho mayor motivo a las obras esotéricas de los antiguos. La medicina moderna sabe de seguro más anatomía, fisiología y terpéutica, pero ha perdido el verdadero conocimiento por su encogido criterio, inflexible materialismo y dogmatismo sectario. Cada escuela médica desdeña saber lo que otras opinan y todas ellas desconocen el grandioso concepto que de la naturaleza y el hombre sugieren los fenómenos hipnóticos y los experimentos de los norteamericanos sobre el cerebro, cuyos resultados son la más acabada derrota del estúpido materialismo. Sería conveniente convocar a los médicos de las distintas escuelas para demostrarles que muchas veces se estrella su ciencia contra la rebeldía de enfermedades, vencidas después por saludadores hipnóticos o mediumnímicos. Quienes estudien la antigua literatura médica, desde Hipócrates a Paracelso y Van Helmont, hallarán multitud de casos fisiológicos y psicológicos, perfectamente comprobados, con medicinas y tratamientos terapéuticos cuyo empleo desdeñan los médicos contemporáneos (30). De la propia manera, los cirujanos del día confiesan su inferioridad respecto de la admirable destreza de los antiguos en el arte de vendar. Los más notables cirujanos parisienses han examinado el vendaje de las momias egipcias, sin verse capaces de imitar el modelo que ante sí tenían.
En el museo Abbott, de Nueva York, hay numerosas pruebas de la habilidad de los antiguos en varias artes, entre ellas, la de blondas y encajes y postizos femeninos. El periódico de Nueva York, La Tribuna, en su crítica del Papiro de Ebers, dice: “... verdaderamente no hay nada nuevo bajo el sol... los capítulos 65, 66, 79 y 89 demuestran que los regeneradores del cabello, los tintes y polvoreras eran ya necesarios hace 3.400 años”.
En su obra Conflictos entre la religión y la ciencia, reconoce el eminente filósofo Draper, que a los sabios antiguos corresponde legítimamente la paternidad de la mayoría de descubrimientos que los modernos se atribuyen, y al efecto cita unos cuantos hechos que admiraron a toda Grecia. Calístenes envió a Aristóteles una serie de observaciones astronómicas computadas por los babilonios, que se remontaban a mil novecientos tres años. Ptolomeo, rey de Egipto y notable astrónomo, tenía una tabla de eclipses, también computada en Babilonia, en la que se predecían los de más de siete siglos antes de la era cristiana. A este propósito, dice muy oportunamente Draper: “Pacientes y precisas observaciones se necesitaron para obtener estos resultados astronómicos, cuya valía han corroborado nuestros tiempos. Los babilonios computaron el año tropical con veintisiete segundos de error, y el sideral con dos minutos de exceso. Conocieron la precesión de los equinoccios y predijeron y calcularon los eclipses con auxilio de su ciclo llamado saros, que constaba de 6.585 día, con un error de diecinueve minutos y treinta segundos. Todos estos cálculos son prueba incontrovertible de la paciente habilidad de los astrónomos caldeos, pues con imperfectos instrumentos lograron tan precisos resultados. Habían catalogado las estrellas y dividido el zodíaco en doce signos, el día en doce horas y la noche en otras tantas. Durante mucho tiempo estudiaron las ocultaciones de las estrellas detrás de la luna, según frase de Aristóteles, conocieron la situación de los planetas respecto del sol, construyeron cuadrantes, clepsidras, astrolabios y horarios y rectificaron los erróneos conceptos que sobre la estructura del sistema solar predominaban por entonces. El mundo permanente de las verdades eternas que interpenetra el transitorio mundo de ilusiones y quimeras no ha de ser descubierto por las tradiciones de los hombres que vivieron en los albores de la civilización ni por los ensueños de los místicos que presumían de inspiración, sino que han de descubrirlo las investigaciones de la geometría y la práctica interrogación de la naturaleza”.
Estamos del todo conformes con esta conclusión que no podía inferirse más acertadamente. Parte de la verdad nos dice Draper en el pasaje transcrito, pero no toda, porque desconoce la índole y extensión de los conocimientos que en los Misterios se enseñaban. Ningún pueblo tan profundamente versado en geometría como los constructores de las Pirámides y otros titánicos monumentos antediluvianos y postdiluvianos, y ninguno tampoco que tan prácticamente haya interrogado a la naturaleza. Prueba de ello nos da el significado de sus innumerables símbolos, cada uno de los cuales es plasmada idea que combina lo divino e invisible con lo terreno y visible, de suerte que de lo visible se infiere lo invisible por estricta analogía, según el aforismo hermético: “como lo de abajo es lo de arriba”. Los símbolos egipcios denotan profundos conocimientos en ciencias naturales y muy prácticos estudios de las fuerzas cósmicas.
INVESTIGACIONES GEOMÉTRICAS
Respecto a la eficacia de las investigaciones geométricas, ya no han de contraerse los estudiantes de ocultismo a nuevas conjeturas, sino que pueden seguir la orientación señalada en nuestros días por el insigne geómetra norteamericano Jorge Felt, quien apoyado en los antecedentes sentados por los antiguos egipcios, ha inferido las siguientes consecuencias:
1ª Determinar el diagrama fundamental de la geometría plana y del espacio.
2ª Establecer proporciones aritméticas en forma geométrica.
3ª Inferir la norma geométrica que de tan maravillosa y exacta manera siguieron los egipcios en todas sus construcciones arquitectónicas y escultóricas.
4ª Comprobar que de esta misma norma geométrica se valieron los egipcios para los cómputos astronómicos sobre que fundaron casi todo su simbolismo religioso.
5ª Descubrir las huellas de la norma geométrica de los egipcios en el arte y arquitectura de Grecia y en las Escrituras hebreas, cuya derivación egipcia resulta de ello evidente.
6ª Demostrar que después de investigar durante miles de años las leyes de la naturaleza, llegaron los egipcios a conocer el sistema del universo.
7ª Determinar con toda precisión problemas de fisiología, hasta hoy tan sólo sospechados.
8ª Que la primitiva ciencia y la primitiva religión, que serán también las últimas, estuvieron comprendidas en la filosofía masónica.
A esto podemos añadir por testimonio ocular que los escultores y arquitectos egipcios no forjaban en el yunque de su fantasía las admirables estatuas de sus templos, sino que de modelo les servían las “invisibles entidades del aire” y otros reinos de la naturaleza, cuya visión atribuían ellos, como atribuye también Felt, a la eficacia de alquímicos y cabalísticos procedimientos. Schweigger demuestra el fundamento científico de todos los símbolos mitológicos (31).
El descubrimiento de las energías electromagnéticas ha permitido a hipnotólogos tan eminentes como Ennemoser, Schweigger y Bart, en Alemania, Du Potet, en Francia, y Regazzoni, en Italia, señalar casi exactamente la analogía entre los mitos divinos y las energías naturales. El dedo ideico, que tanta importancia tuvo en la magia médica, significa un dedo de hierro, atraído y repelido alternativamente por las fuerzas magnéticas. En Samotracia se empleó con admirables resultados en la curación de enfermedades orgánicas.
Bart aventaja a Schweigger en la interpretación de los mitos antiguos que estudia bajo el doble aspecto espiritual y físico. Trata extensamente de los teurgos, cabires y dáctilos, de Frigia, que fueron magos saludadores. A este propósito, dice: “Cuando tratamos de la estrecha relación entre los dáctilos y las fuerzas magnéticas, no nos referimos tan sólo a la piedra imán y a nuestro concepto de la naturaleza, sino que consideramos el magnetismo en conjunto. Así se comprende cómo los iniciados que se dieron el nombre de dáctilos asombraran a las gentes con sus artes mágicas y realizaran prodigiosas curaciones. A esto añadieron la preceptuación del cultivo de la tierra, la práctica de la moral, el fomento de las ciencias y de las artes, las enseñanzas de los Misterios y las consagraciones secretas. Si todo esto llevaron a cabo los sacerdotes cabires, ¿no recibirían auxilio y guía de los misteriosos espíritus de la naturaleza? (32) De la misma opinión es Schweigger, quien demuestra que los antiguos fenómenos teúrgicos derivaban de fuerzas magnéticas “guiadas por los espíritus”.
SIGNIFICADO DE LOS SÍMBOLOS
No obstante su aparente politeísmo, los antiguos, por lo menos los de las clases ilustradas, eran ya monoteístas muchísimos siglos antes de Moisés. Así lo comprueba el siguiente pasaje entresacado de la primera hoja del Papiro de Ebers: “De Heliópolis vine con los magnates de Hetaat, los Señores de Protección, los dueños de la eternidad y de la salvación. De Sais vine con la Diosa-Madre que me otorgó su protección. El Señor del Universo me enseñó a librar a los dioses de toda enfermedad mortal”. Conviene advertir que los antiguos daban título de dioses a los hombres eminentes, y por lo tanto, la divinización de los mortales y considerarlos como dioses no prueba que fuesen politeístas, de la propia suerte que tampoco sería justo calificar de politeístas a los cristianos porque veneran las imágenes de sus santos. Los norteamericanos de hoy día no merecen ciertamente que de aquí a tres mil años les tilde la posteridad de idólatras, por haber levantado estatuas a Washington. Tan secreta era la filosofía hermética, que a Volney le pareció que los antiguos adoraban como divinidades los símbolos materiales y groseros, siendo así que eran meras representaciones de principios esótericos. También Dupuis, no obstante haber estudiado detenidamente este problema, equivoca la significación de los símbolos religiosos y los atribuye exclusivamente a la astronomía. Eberhart y otros autores alemanes de los siglos XVIII y XIX tratan de la magia con menores escrúpulos y la derivan de los mitos platónicos del Timeo. Pero ¿cómo era posible que estos eruditos, sin la agudísima intuición de un Champollión, descubrieran el significado esotérico de cuanto el velo de Isis no dejaba traslucir sino a los adeptos? Nadie regatea la valía de Champollión como egiptólogo. A su juicio, todo comprueba que los antiguos egipcios fueron esencialmente monoteístas, y gracias a sus indagaciones está demostrada en los más nimios pormenores la exactitud de los escritos de Hermes Trismegisto, cuya antigüedad se pierde en la noche de los tiempos. Sobre ello dice también Ennemoser: “Herodoto, Tales, Parménides, Empédocles, Orfeo y Pitágoras aprendieron en Egipto y demás países orientales filosofía natural y teología”. Por nuestra parte recordaremos que en Egipto se instruyó Moisés y pasó Jesús los años de su primera juventud.
En aquel país se daban cita todos los estudiantes del mundo conocido antes de la fundación de Alejandría. A este propósito, pregunta Ennemoser: ¿Por qué se sabe tan poco de los Misterios al cabo de tanto tiempo y a través de tantos países? Por el universal y riguroso sigilo de los iniciados, aunque igualmente puede atribuirse a la pérdida de las obras esotéricas de la más remota antigüedad. Los libros de Numa, encontrados en la tumba de este monarca y descritos por Tito Livio, trataban de filosofía natural, pero se mantuvieron en secreto a fin de no divulgar los misterios de la religión dominante. El senado romano y los tribunos del pueblo mandaron quemarlos en público” (33).
La magia era una ciencia divina cuyo conocimiento conducía a la participación en los atributos de la misma Divinidad. Dice Filo Judeo que “descubre los secretos de la naturaleza y facilita la contemplación de los poderes celestes” (34). Con el tiempo degeneró por abuso en hechicería y se atrajo la animadversión general; pero nosotros hemos de considerarla tal como fue en los tiempos de su pureza, cuando las religiones se fundaban en el conocimiento de las fuerzas ocultas de la naturaleza. En Persia no introdujeron la magia los sacerdotes, como vulgarmente se cree, sino los magos, cuyo nombre indica la procedencia. Los mobedos o sacerdotes parsis, los antiguos géberes, se llaman hoy día magois en dialecto pehlvi (35). La magia es coetánea de las primeras razas humanas. Casiano menciona un tratado de magia muy conocido en los siglos IV y V que, según tradición, lo recibió Cam, hijo de Noé, de manos de Jared, cuarto nieto de Seth, hijo de Adán (36).
Moisés fue deudor de sus conocimientos a la iniciada Batria, esposa del Faraón y madre de la princesa egipcia Termutis, que lo salvó de las aguas del Nilo (37). De él dicen las escrituras cristianas: “Y fue Moisés instruido en toda la sabiduría de los egipcios y era poderoso en palabras y obras” (38). Justino Mártir, apoyado en la autoridad de Trogo Pompeyo, afirma que José, hijo de Jacob, aprendió muchas artes mágicas de los sacerdotes egipcios (39).
SABIDURÍA DE LOS ANTIGUOS
En determinadas ramas de la ciencia, sabían los antiguos más de lo que hasta ahora han descubierto los modernos. Aunque muchos repugnen confesarlo, así lo reconocen algunos sabios. El doctor A. Todd Thomson, que publicó la obra Ciencias ocultas, escrita por Salverte, dice a este propósito: “Los conocimientos científicos de los primitivos tiempos de la sociedad humana eran mucho mayores de lo que los modernos suponen, pero estaban cuidadosamente velados en los templos a los ojos del vulgo y tan sólo a disposición de los sacerdotes”. Al tratar de la cábala, dice Baader que “no sólo debemos a los judíos la ciencia sagrada, sino también la profana”.
Orígenes, discípulo de escuela platónica de Alejandría, afirma que además de la doctrina enseñada por Moisés al pueblo en general, reveló a los setenta ancianos algunas “verdades ocultas de la ley” con mandato de no transmitirlas más que a los merecedores de conocerlas.
San Jerónimo dice que los judíos de Tiberíades y Lida eran singulares maestros en hermenéutica mística. Por último, Ennemoser se muestra firmemente convencido de que las obras del areopagita Dionisio están inspiradas en la cábala hebrea, lo cual nada tiene de extraño si consideramos que los agnósticos o cristianos primitivos fueron continuadores, con distinto nombre, de la escuela de los esenios. Molitor reivindica la cábala hebrea y dice sobre este punto: “Ha pasado ya el tiempo en que la teología y las ciencias eran esclavas de la vulgaridad y la incongruencia; pero como el racionalismo revolucionario no ha dejado otro rastro que su propia ineficacia con estropeamiento de las verdades positivas, hora es de reconvertir la mente a la misteriosa revelación de donde, como de vivo manantial, brota nuestra salvación... los antiguos misterios de Israel, que contienen todos los secretos de hoy, debieran servir para establecer la teología sobre profundos principios teosóficos y dar base firme a las ciencias especulativas. De esta suerte se abrirían nuevos caminos en el laberinto de mitos, símbolos y organización política de las sociedades primitivas. Las tradiciones antiguas encierran el método de enseñanza seguido en las escuelas de profetas que Samuel no fundó, sino que tan sólo restauró, y cuyo objeto era instruir a los candidatos en conocimientos que les hicieran dignos de la iniciación en los Misterios mayores, una de cuyas enseñanzas era la magia distintamente seprada en dos opuestos linajes: la blanca o divina y la negra o diabólica. Cada una de estas ramas se subdivide a su vez en dos modalidades: activa y contemplativa. Por la magia divina se relaciona el hombre con el mundo para conocer las cosas ocultas y realizar buenas obras. Por la magia diabólica se esfuerza el hombre en adquirir dominio sobre los espíritus y perpetrar diabólicas fechorías y delitos de lesa naturaleza” (40).
El clero de las tres principales iglesias cristianas, lagriega, la romana y la protestante, se desconcierta ante los fenómenos espiritistas producidos por los médiums. Todavía no hace mucho tiempo, papistas y protestantes condenaban a la hoguera y a la horca, o cuando no, mandaban asesinar a los infelices médiums por cuyo organismo se comunicaban las entidades astrales y a veces las desconocidas fuerzas de la naturaleza. En esta persecución sobresalía la iglesia romana, cuyas manos están tintas en sangre de inocentes víctimas sacrificadas a un Moloch implacable, que tal parece el Dios de sus creencias. Ansía la iglesia romana reanudar tan cruenta labor, pero la ligan de pies y manos el espíritu del siglo y el universal sentimiento de libertad religiosa contra el que diariamente prorrumpe en invectivas. La iglesia griega es, por el contrario, de benigna condición y más conforme con las enseñanzas de Cristo por su sencilla aunque ciega fe; pero si bien hace muchos siglos que ocurrió el cisma de Oriente y no hay relación alguna entre las iglesias griega y latina, los pontífices romanos fingen ignorar este hecho y se arrogan audazmente la jurisdicción en todos los países de religión griega o protestante. A este propósito dice Draper: “La Iglesia insiste en que el Estado no debe inmiscuirse en la jurisdicción eclesiástica, y como el protestantismo es una rebeldía, no le cabe derecho alguno, ni siquiera en las diócesis de países protestantes donde el prelado católico es el pastor legítimo y la única autoridad espiritual" (41).
PRETENSIONES DE ROMA
A pesar de no haber hecho caso ninguno los protestantes de los decretos y encíclicas del papa ni de las invitaciones a los concilios ecuménicos ni de las excomuniones despectivamente recibidas, persiste la iglesia romana en su temeraria conducta, que llegó a grado máximo de insensatez cuando en 1864 excomulgó Pío IX con público anatema al emperador de Rusia por cismático indigno de pertenecer al gremio de la Iglesia católica (42). Sin embargo, desde la conversión de los eslavos al cristianismo, no han consentido ni los zares ni el pueblo ruso unirse a la iglesia de Roma. ¿Por qué no alega también el papa jurisdicción eclesiástica sobre los budistas tibetanos o sobre los espectros de los antiguos hyk-sos?
Los fenómenos mediumnímicos ocurren en todas partes sin distinción de religiones, nacionalidades e individuos, y la fuerza que los produce puede manifestarse, igualmente en el monarca y en el mendigo. Ni siquiera el vicario de Dios, el pontífice Pío IX, logró rehuir la visita del incómodo huésped, pues desde los cincuenta años de su edad se vio acometido de frecuentes arrebatos y transportes, que en el Vaticano atribuían a visiones divinas y los médicos diagnosticaban de ataques epilépticos, no faltando entre el pueblo quienes los achacasen a la obsesión espectral de Peruggia, Castelfidardo y Mentana.
Se le podía aplicar la famosa execración de Shakespeare:
Brillan las azuladas luces. Ya es media noche y frío temblor estremece mis carnes. Hacia mí llegan las almas de mis víctimas (43).
El príncipe de Hohenlohe tuvo mucha fama a principios del siglo XIX por sus dotes saludadoras, y era muy notable médium. Ciertamente, las aptitudes mediumnímicas y los fenómenos por su virtud producidos, no son privativos de ninguna época ni país, sino cualidades inherentes a la naturaleza psicológica del microcosmos.
Los que en Rusia llaman klikuchy (energúmenos) y yourodevoy (semiidiotas) se ven asaltados frecuentemente por perturbaciones nerviosas que el clero y el populacho atribuyen a posesión diabólica. Estos infelices se agolpan a las puertas de las catedrales sin atreverse a entrar por temor de que el demonio que les posee no los derribe al suelo. En Voroneg, Kiew, Kazan y en todas las poblaciones donde se veneran reliquias de santos milagrosos, abundan este linaje de médiums inconscientes de repugnante aspecto, que se agrupan en los vestíbulos y atrios de los templos. Durante la celebración del oficio divino, en el acto de alzar, o cuando el coro entona el Ejey Cheruvim, todos aquellos maniáticos empiezan a dar voces semejantes a aullidos, cacareos, ladridos, rebuznos y rugidos entre espantosas convulsiones. El clero y el vulgo explican piadosamente este fenómeno diciendo que el espíritu inmundo no puede resistir la santidad de la oración. Algunas almas caritativas acuden en socorro de aquellos infelices, con pócimas calmantes y oportunas limosnas. A menudo solicita el público la intervención de un sacerdote para exorcizar a los poseídos, y así lo hace aquél, unas veces por caridad y otras mediante el estipendio de unas cuantas monedas de plata. Sin embargo, entre los supuestos energúmenos hay tal o cual clarividente y vaticinador, aunque por lo general trafican con sus aptitudes, sin que nadie les moleste al ver el lastimero estado en que les pone el arrebato. mAs, por otra parte, ¿qué razón habría para que el clero concitase contra ellos los ánimos de las gentes diciendo que son brujos? Es de sentido común y al par de justicia, que en todo caso el culpable no es la víctima poseída, sino el demonio poseedor. Si el exorcismo no tiene otras consecuencias que proporcionar al paciente un fuerte resfriado, entonces se le abandona en manos de Dios y de la caridad pública. Sin embargo, por muy ciega y supersticiosa que sea la fe conducente a semejantes extravíos, no entraña ofensa para el hombre ni para el verdadero Dios. No sucede lo mismo en los cleros romano y protestante, de los que nos ocuparemos en el transcurso de esta obra, con excepción de algunos eminentes pensadores de ambas confesiones. Necesitamos saber en qué se fundan para tratar como infieles predestinados al infierno eterno a los indos, chinos, espiritistas y cabalistas.
EL CÉNTRICO SOL ESPIRITUAL
Lejos de nosotros el intento, no ya de blasfemia, sino ni siquiera de irreverencia contra el divino Poder, por el que existen todas las cosas visibles e invisibles y ante cuya majestad y perfección absoluta se abisma la mente. Nos basta el convencimiento de que Él existe y que Él es la sabiduría infinita. Nos basta tener como las demás criaturas una centella de su esencia. Reverenciamos al supremo infinito e ilimitado poder, al céntrico SOL ESPIRITUAL, cuya luz nos ilumina y cuya voluntad nos circunda. Es el Dios de los profetas antiguos y de los profetas modernos; el Dios cuya naturaleza sólo cabe vislumbrar en los mundos evocados a la existencia por su potente FIAT; el Dios cuya revelación está cifrada por su propia mano en los imperecederos símbolos de la armonía universal del Cosmos. Él es el único evangelio infalible.
Dice Plutarco en el Teseo, que los geógrafos antiguos llenaban las márgenes de sus mapas con el trazado de comarcas desconocidas cuyos epígrafes advertían que más allá sólo había arenales poblados de fieras y quebrados por ciénagas infranqueables. Poco menos hacen los modernos científicos y teólogos, pues mientras estos pueblan el mundo invisible de ángeles y demonios, aquéllos afirman sentenciosamente que nada hay más allá de la materia.
Sin embargo, muchos de nuestros empedernidos escépticos pertenecen a las logias masónicas. Todavía existen, aunque sólo de nombre, los rosacruces que tanto sobresalieron en las artes curativas durante la Edad Media. Podrán derramar lágrimas sobre la tumba de su respetable maestro Hiram Abiff, pero en vano buscarán el sitio donde estuvo la rama de acacia. Sólo queda la letra muerta; el espíritu se desvaneció. Parecen coristas ingleses o alemanes que en el cuarto acto de Hernani bajan a la cripta de Carlomagno para entonar el coro de la conspiración en lengua extraña. Así los modernos caballeros del sagrado Arco, aunque bajen todas las noches “por los nueve arcos a las entrañas de la tierra”, jamás descubrirán el sagrado delta de Enoch. Los caballeros del Valle del Norte y del Valle del Sur, tal vez se figuren que la iluminación despunta en su mente y que según adelanten en la masonería irá rasgándose el velo de la superstición, la tiranía y el despotismo; pero todo esto serán vanas palabras mientras renieguen de su madre la magia y desconozcan a su hermano gemelo el espiritismo. En verdad que podéis dejar vuestros sitiales, ¡oh Caballeros de Oriente!, y sentaros en el suelo con la cabeza entre las manos en apostura triste, porque valor os sobra para deplorar vuestra suerte. Desde que Felipe el Hermoso de Francia abolió la orden de los Templarios, nadie ha venido a resolver vuestras dudas, no obstante tantas pretensiones en contrario. Verdaderamente, venís errantes de Jerusalén en busca del perdido tesoro del lugar santo. ¿Lo hallastéis? ¡Ay!, no; porque el lugar santo está profanado y abatidas cayeron las columnas de sabiduría, fuerza y belleza. En adelante vagaréis en tinieblas y caminaréis humildemente por selvas y montes en busca de la palabra perdida. ¡Andad! No la encontraréis mientras reduzcáis vuestras jornadas a siete ni aún a siete veces siete, porque camináis en tinieblas que sólo puede disipar la fulgurante antorcha de la verdad, sostenida por los legítimos descendientes de Ormazd. Tan sólo ellos pueden enseñaros a pronunciar correctamente el nombre revelado a Enoch, Jacob y Moisés. ¡Pasad! Hasta que vuestro R. S. W. Sepa multiplicar 333 de modo que resulten 666, el número de la bestia apocalíptica, debéis ser prudentes y manteneros sub-rosa.
Para demostrar que no estaban desprovistas de fundamento científico las nociones de los antiguos respecto de los ciclos humanos, concluiremos este capítulo con una de las más remotas tradiciones referentes a la evolución de nuestro planeta.
NEROSOS, YUGAS Y KALPAS
Al término de cada “año máximo”, como llamaron Censorino y Aristóteles al período de siete saros (44), sufre nuestro planeta una total revolución física. Las zonas glaciales y tórrida cambian gradualmente de sitio; las primeras se mueven poco a poco hacia el Ecuador y la segunda con su exuberante vegetación y su copiosa vida animal, reemplaza los helados desiertos polares. Esta alteración de climas va necesariamente acompañada de cataclismos, terremotos y otras perturbaciones cósmicas (45). Como quiera que cada diez milenios y cerca de un nero, se altera el lecho del océano, sobreviene un diluvio análogo al del tiempo de Noé. Los griegos daban a este año el sobrenombre de helíaco, pero únicamente los iniciados conocían su duración y demás condiciones astronómicas. Al invierno del año helíaco le llamaban cataclismo o diluvio, y al verano le denominaban ecpirosis. Según tradición popular, la tierra sufría alternativamente catástrofes plutónicas (por el agua) y volcánicas (por el fuego) en estas dos estaciones del año helíaco. Así consta en los fragmentos Astronómicos de Censorino y Séneca; pero tanta incertidumbre hay entre los comentadores acerca de la duración del año helíaco, que ninguno se aproxima a la verdad excepto Herodoto y Lino, quienes respectivamente lo computan en 10.800 y 13.984 años (46). En opinión de los sacerdotes babilonios, corroborada por Eupolemo (47), la ciudad de Babilonia fue fundada por los que se salvaron del diluvio, quienes eran hombres de gigantesca talla y edificaron la torre llamada de Babel (48). Estos gigantes, que eran expertos astrónomos y además habían recibido enseñanzas secretas de sus padres “los hijos del Dios”, instruyeron a su vez a los sacerdotes y dejaron en los templos recuerdos del cataclismo que habían presenciado. De este modo computaron los sacerdotes la duración de los años máximos. Por otra parte, según dice Platón en el Timeo, los sacerdotes helenos reconvinieron a Solón por ignorar que aparte del gran diluvio de Ogyges habían ocurrido otros igualmente copiosos, lo cual demuestra que en todos los países tenían los sacerdotes iniciados conocimiento del año helíaco.
Los períodos llamados yugas, kalpas, nerosos y vrihaspatis son arduos problemas de cronología que ponen cejijuntos a eminentes matemáticos. El Sâtya-yuga y los ciclos budistas nos asustan con sus cifras. El mahakalpa o edad máxima se remonta mucho más allá de la época antediluviana y su duración es de 4.320.000.000 de años solares, que se distribuyen como vamos a ver:
En primer lugar tenemos los cuatro yugas siguientes:
1º Sâtya-yuga .................................................................. 1.728.000 años
2º Trêtya-yuga ................................................................. 1.296.000 “
3º Dvâpa-yuga ................................................................. 864.000 “
4º Kali-yuga ...................................................................... 432.000 “
________
4.320.000 “
EL AÑO MÁXIMO
Estos cuatro yugas constituyen un mahâ-yuga o yuga máximo y setenta y un mahâ-yugas comprenden, por lo tanto, 4.320.000 x 71 = 306.720.000 años. A este cómputo hay que añadir un sandhyâ o duración de los crepúsculos matutino y vespertino, en todo este tiempo, equivalente a un sâtya-yuga ó 1.728.000 años, con los que tendremos: 306.720.000 + 1.728.000 = 308.448.000 años o sea el período llamado manvántara (49). Catorce manvántaras componen 308.448.000 x 14 = 4.318.272.000 años y añadiendo un sandhya tendremos 4.318.272.000 + 1.728.000 = 4.320.000.000 años o sea el mahâkalpa o edad máxima, según vimos al principio de este cómputo. Como quiera que nos hallamos en el kali-yuga de la época vigésimo-octava del séptimo manvántara, aún nos falta algún trecho que recorrer antes de llegar siquiera a la mitad de la vida del planeta. Estos guarismos no son fantásticos, sino que, por el contrario, derivan de cálculos astronómicos según ha demostrado Davis (50). Muchos eruditos, entre ellos Higgins, no pudieron averiguar, no obstante sus indagaciones cuál era el ciclo secreto. Bunsen ha demostrado que los sacerdotes egipcios mantenían en el más profundo misterio las rotaciones cíclicas (51). Tal vez provenga la dificultad de que los antiguos lo mismo aplicaban el cálculo al progreso espiritual que al material de la humanidad, y así no será difícil descubrir la íntima relación establecida por los antiguos entre los ciclos cronológicos y los de la humanidad; si recordamos la suma importancia que daban a la constante y omnipotente influencia de los planetas en el destino de los hombres. Higgins acertó al suponer que el ciclo indo de 432.000 años es la verdadera clave del ciclo secreto, pero bien se echa de ver que no fue capaz de descifrarlo, pues este ciclo es el más impenetrable de todos, porque atañe al misterio de la creación. Está representado con guarismos simbólicos en el Libro de los números de los caldeos, cuyo texto original no se halla en biblioteca alguna, si acaso se conserva, ya que era uno de los tantos libros de Hermes (52).
Algunos cabalistas, matemáticos y arqueólogos, desconocedores de los cómputos secretos, amplían de 21.000 a 24.000 años la duración del año máximo, pues estaban creídos de que el último período de 6.000 años sólo debía aplicarse a la renovación de nuestro globo. Explica Higgins este error de cómputo, diciendo que la precesión de los equinoccios se efectuaba en 2.000 años y no en 2.160 para cada signo, de lo que suponían en 24.000 años la duración del año máximo dividido en cuatro períodos de 6.000. de aquí debieron proceder, en opinión de Higgins, los prolongadísimos ciclos de los antiguos astrónomos, porque el año máximo, como el año común, estaba trazado por la circunferencia de un inmenso círculo. Esto supuesto, computa Higgins los 24.000 años de la manera siguiente: “Si el ángulo que el plano de la eclíptica forma con el plano del ecudor fue decreciendo gradualmente, como se supone que ocurrió hasta hace poco, ambos planos hubieron de haber coincidido al cabo de 6.000 años. Transcurridos otros 6.000 años, el sol hubiera estado situado respecto del hemisferio sur como ahora lo está respecto del septentrional; después de 6.000 años más, volverían a coincidir los dos planos, y al término de otros 6.000 años se situaría el eje de la tierra en la posición actual. Todo este proceso representa un transcurso de 24.000 años. Cuando el sol llegó al ecuador finalizaría el período de 6.000 años y el mundo quedaría destruido por el fuego, mientras que al llegar al punto meridional, lo habría sido por el agua. De esta suerte tendríamos un cataclismo total cada 6.000 años, o sean diez nerosos” (53).
Este sistema de computación, prescindiendo del secreto en que los sacerdotes tenían sus conocimientos, está expuesto a gravísimos errores y tal fue la causa de que los judíos y algunos cristianos neoplatónicos vaticinaran el fin del mundo a los 6.000 años. También se origina de ello que la ciencia moderna menosprecie las hipótesis de los antiguos, y que se formen algunas sectas, que, como la de los adventistas, viven en continua espera del fin del mundo.
Así como el movimiento de rotación de la tierra determina cierto número de ciclos comprendidos en el ciclo mayor del movimiento de traslación, análogamente cabe considerar los ciclos menores comprendidos en el saros máximo. La rotación cíclica del planeta es simultánea con las rotaciones intelectual y espiritual, igualmente cíclicas. Así vemos en la historia de la humanidad un movimiento de flujo y reflujo semejante a la marea del progreso. Los imperios políticos y sociales al pináculo de su grandeza y poderlo para descender de acuerdo con la misma ley de su ascensión, hasta que llegada la sociedad humana al punto ínfimo de su decadencia, se afirma de nuevo para escalar las próximas alturas que por ley progresiva de los ciclos son ya más elevadas que las que alcanzó en el ciclo anterior.
TIPOS Y PROTOTIPOS
Las edades de oro, plata, cobre y hierro no son ficción poética. La misma ley rige en la literatura de los diversos países. A una época de viva inspiración y espontánea labor literaria, sigue otra de crítica y raciocinio. La primera proporciona materiales al espíritu analítico de la segunda.
Así, todos aquellos caracteres que gigantescamente despuntan en la historia de la humanidad, como Buda y Jesús en el orden espiritual y Alejandro y Napoleón en el material, son reflejadas imágenes de tipos humanos que existieron miles de años antes, reproducidos por el misterioso poder regulador de los destinos del mundo, y por ello no hay personaje histórico eminente sin su respectivo antecesor en las tradiciones mitológicas y religiosas, entreveradas de ficción y verdad, correspondientes a pasados tiempos. Las imágenes de los genios que florecieron en épocas antediluvianas se reflejan en los períodos históricos, como en las serenas aguas del lago la luz de la estrella que centellea en la insondable profundidad del firmamento.
Como lo de arriba es lo de abajo. Como en el cielo, así en la tierra. Lo que fue, será.
Siempre ha sido el mundo ingrato con sus hombres insignes. Florencia ha levantado una estatua a Galileo, y apenas si se acuerda de Pitágoras. Al primero le sirvieron de segura guía las obras de Copérnico, que hubo de luchar contra la general preocupación del sistema de Ptolomeo; pero ni Galileo ni los astrónomos modernos han descubierto la verdadera posición de los planetas, porque miles de años antes la conocían los sabios del Asia central, de donde trajo Pitágoras el definido conocimiento de esta verdad demostrada. Dice Porfirio que los números de Pitágoras son símbolos jeroglíficos de que se valía el ilustre filósofo para explicar las ideas relativas a la naturaleza de las cosas (54). De esto se infiere que para investigar su origen, hemos de recurrir a la antigüedad. Así lo corrobora acertadamente Hargrave Jennings en el siguiente pasaje:
“¿Sería razonable deducir que los apenas creíbles fenómenos físicos llevados a cabo por los egipcios fueron efecto del error en una época de tan floreciente sabiduría y de facultades prodigiosas en comparación de las nuestras? ¿Acaso cabe suponer que los numerosísimos pobladores de las márgenes del Nilo laboraron estúpidamente en tinieblas, que la magia de sus hombres eminentes era impostura y que sólo nosotros, los que, menospreciamos su poderío, somos los sabios? ¡No por cierto! Hay en aquellas antiguas religiones mucho más de lo que pudiera suponerse, a pesar de las audaces negaciones del escepticismo de estos descreídos tiempos... Así vemos que es posible conciliar las enseñanzas paganas con las clásicas, las de los gentiles con las de los hebreos y las cristianas con las mitológicas en la común creencia basada en la Magia, cuya posibilidad informa la moral de esta obra” (55).
Verdaderamente es posible la conciliación. Hace treinta años que los primeros fenómenos psíquicos de Rochester llamaron la dormida atención de las gentes hacia la realidad del mundo invisible, y cuando la menuda lluvia de golpes se convirtió en torrente cuya impetuosidad estremeció al mundo, los espiritistas hubieron de contender con dos adversarios: la teología y la ciencia. Pero los teósofos han de combatir con todas las preocupaciones del mundo, y más acerbamente todavía con la de los espiritistas.
Por una parte, los teólogos cristianos anatematizan a quien no cree en la existencia del Dios personal y del diablo también personal, mientras que para los materialistas no hay más Dios que la substancia gris del cerebro, y tienen por tres veces idiotas a cuantos creen en el diablo. Entretanto, los ocultistas y filósofos merecedores de este nombre perseveran en su labor sin hacer caso de unos ni de otros. Ninguno de ellos tiene de Dios el absurdo, pasional y veleidoso concepto que la superstición forjara, pero todos distinguen entre el bien y el mal. La razón humana, emanada de nuestra finita mente, no alcanza a comprender la infinita inteligencia de la ilimitada entidad divina, y como lógicamente no puede existir para nosotros lo que cae más allá de nuestro entendimiento, de aquí que la razón finita coincida con la ciencia en negar a Dios. Pero por otra parte, el Ego que piensa, siente y quyiere independientemente de la envoltura mortal en que alienta, no sólo cree, sino además sabe que existe Dios, la vida de nuestras vidas en Quien todos vivimos y Él vive en nosotros. Ni la fe dogmática es capaz de robustecer este convencimiento, ni las demostraciones físicas logran quebrantarlo una vez nacido en la recatada intimidad de la conciencia.
LA NATURALEZA HUMANA
La naturaleza humana tiene el mismo horror al vacío que los experimentadores del Renacimiento supusieron en la naturaleza física. La humanidad advierte instintivamente la presencia del Poder supremo, porque sin Dios poseería el universo un cuerpo sin alma. Como quiera que las multitudes desconocían el único camino donde hubieran podido hallar las huellas de Dios, llenaron el desolador vacío con el personal Dios plasmado de propósito por la teología con materiales exotéricamente entresacados de mitos y filosofías paganas. ¿Cómo, si no, se hubieran derivado tantas sectas, de las cuales llegaron algunas al último extremo del absurdo? El género humano anhela satisfacer sus necesidades espirituales con una religión que pueda relevar ventajosamente a la dogmática e indemostrable teología cristiana, y le dé pruebas de la inmortalidad del alma. A este propósito dice Sir Thomas Browne: “El más ponzoñoso dardo con que el escepticismo puede atravesar el corazón del hombre es decirle que no hay otra vida más allá de la presente ni otro estado, con posibilidades de ulterior progreso, que perfeccione su actual naturaleza”. La religión que probara científicamente la inmortalidad del alma pondría a las dominantes en la alternativa de reformar sus dogmas en este sentido, o de perder la adhesión de sus prosélitos. Muchos teólogos cristianos se han visto en la precisión de reconocer que no hay ninguna prueba auténtica de la vida futura; y sin embargo, ¿cómo se explica la continuidad de esta creencia a través de los siglos y en todos los países civilizados o salvajes, sin pruebas que la demostraran? ¿Acaso la universalidad de esta creencia, no es ya por sí misma una prueba de que tanto el eminente pensador como el inculto salvaje se han visto impulsados a reconocer el testimonio de sus sentidos? Si los fenómenos espectrales pudieron ser, en algunos casos aislados, ilusiones derivadas de causas físicas, ¿es justo achacar a mentes enfermizas los innumerables casos en que, no ya una sola, sino varias personas a la vez, vieron y hablaron a los aparecidos?
Los más eminentes pensadores de Grecia y Roma no dudaron de la realidad de las apariciones que clasificaban en manes, ánima y umbra. Los manes descendían al mundo inferior; el ánima o espíritu puro, subía a los cielos; y el umbra vagaba alrededor del sepulcro, atraído por su afinidad con el cuerpo físico.
“Terra legit carnem tumulum circumvolet umbra,
Orcus habet manes, spiritus astra petit”.
Así dice Ovidio al tratar de la trina naturaleza del alma humana. Sin embargo, todas estas definiciones han de someterse al escrupuloso análisis de la filosofía, porque, por desgracia, muchos eruditos olvidan que la modificación de los idiomas y la terminología simbólica empleada por los antiguos místicos han inducido a error a gran número de traductores e intérpretes que leyeron literalmente las frases de los alquimistas medioevales, del mismo modo que los modernos eruditos no advierten el simbolismo de Platón. Algún día lo comprenderán debidamente y echarán de ver que la filosofía antigua, como también la moderna, se valió del método de extrema necesidad, y que desde los orígenes de la especie humana estuvo la verdad bajo la salvaguarda de los adeptos del santuario. Entonces se convencerán de que tan sólo eran aparentes las diferencias de credos y ceremonias, pues los depositarios de la primitiva revelación divina; que habían resuelto cuantos problemas caen bajo el dominio de la mente humana, formaban una comunidad universal, científica y religiosa, que en continua cadena circula el globo. A la filosofía y a la psicología les toca buscar los eslabones extremos, y luego de hallados, siquiera uno solo, seguir escrupulosamente el encadenamiento que nos eleve a desentrañar el misterio de las antiguas religiones.
POSIBILIDADES DEL PORVENIR
La negligencia en el examen de estas pruebas condujo a hombres de tan preclaro talento, como Hare y Wallace, al redil del moderno espiritismo, mientras que a otros les llevó, por falta de espiritual intuición, a las diversas modalidadesdel grosero materialismo. Pero ya no es necesario insistir en este punto, porque ni valor ni esperanza han de faltarnos, aunque la mayoría de los eruditos contemporáneos opinen que sólo ha habido en el mundo una época de florecimiento intelectual, a cuyos albores pertenecen los filósofos antiguos y en cuyo cenit brillan los modernos, y aunque los científicos del día pretendan invalidar el testimonio de los pensadores de otro tiempo, como si la humanidad hubiera empezado a existir el primer año de la era cristiana y todo cuanto sabemos fuese de época reciente. eL momento es más propicios que nunca para la restauración de la filosofía antigua, pues arqueólogos, fisiólogos, astrónomos, químicos y naturalistas se acercan al punto en que hayan de recurrir a ella. Las ciencias físicas tocan ya los límites de la investigación, y la teología dogmática ve agotadas las fuentes de que en otro tiempo bebiera. Si no mienten las señas, se acerca el día en que el mundo tenga pruebas de que únicamente las religiones antiguas estuvieron en armonía con la naturaleza, y de que la ciencia de los antiguos abarcaba todo conocimiento asequible a la mente humana. Se revelarán secretos durante largo tiempo velados; volverán a ver la luz del día olvidados libros de épocas remotas y perdidas artes de tiempos pretéritos; los pergaminos y papiros arrancados de las tumbas egipcias andarán en manos de intérpretes que los descifren, junto con las inscripciones de columnas y planchas cuyo significado aterrorice a los teólogos y confunda a los sabios. ¿Quién conoce las posibilidades del porvenir?
Pronto ha de empezar, o mejor dicho, ha empezado ya la era restauradora. El ciclo está por terminar su carrera, y vamos a entrar en el siguiente. Las páginas de la historia futura contendrán pruebas evidentes de que si en algo hemos de creer a los antiguos es en que los espíritus descendieron de lo alto para conversar con los hombres y enseñarles los secretos del mundo oculto.
CAPÍTULO II
¡Orgullo! Cuando la razón desfallezca, acude en nuestro
auxilio y llena hasta los bordes el enorme vacío de la mente.
POPE
Pero ¿a qué alterar las obras de la naturaleza? La filosofía
Más profunda será la que nos revele los secretos de la
Naturaleza y nos permita penetrar en ella sin trastornarla.
BULWER
¿Le basta al hombre con saber que existe? ¿Le basta tener forma humana para engalanarse con el título de hombre? Estamos en la firme convicción de que para llegar a ser una entidad genuinamente espiritual en el verdadero signficado de esta palabra, debe el hombre regenerarse eliminando de su mente todda impureza egoísta y con ellas la superstición y las preocupaciones, que conviene distinguir de las simpatías y antipatías. Al principio nos vemos arrastrados dentro del negro círculo de la poderosa oleada magnética que emana así de los objetos materiales como de las ideas, y de esta suerte nos invaden los respetos humanos y el temor a la opinión de las gentes.
Raramente acepta el hombre una idea por la libre acción del propio juicio, sino que, al contrario, se inclina a la opinión dominante en la colectividad. Así tenemos, por ejemplo, que un devoto no pagará exorbitantemente un asiento cómodo en una función religiosa, ni un materialista irá dos veces a escuchar las conferencias de Huxley sobre la evolución porque tal sea su voluntad definida, sino porque tanto a uno como a otro acto asisten personas distinguidas en sociedad, con las que el buen ver exige alternar. Lo mismo sucede en todo lo demás. Si la psicología hubiese tenido su Darwin, de seguro considerara la descendencia moral del hombre invariablemente paralela a su descendencia orgánica, pues en sus serviles manías de remedo ofrece el hombre más semejanza con el mono que en los rasgos exteriores señalados por el insigne antropólogo. Las múltiples variedades de cuadrumanos, burlescas imitaciones del hombre, parecen haber evolucionado con objeto de proporcionar a las gentes de buena ropa los materiales necesarios para el trazado de su árbol genealógico.
La ciencia se enriquece de día en día con nuevos descubrimientos químicos, físicos, fisiológicos y antropológicos. Los eruditos y doctos han de estar libres de toda preocupación y prejuicio; pero no obstante la libertad que actualmente disfrutan el pensamiento y las opiniones, los científicos no han modificdo su temperamenteo intelectual. Utópico es presumir que el hombre cambie por la evolución y desenvolvimiento de nuevas ideas. Podemos abonar un campo para que cada año dé más copiosos y sazonados frutos; pero si cavamos en lo hondo, encontraremos la misma clase de tierra que al abrir el primer surco.
No hace todavía muchos años era anatematizado por hereje quien dudaba de los dogmas teológicos. La ciencia ha vencido Vae victis!... Pero el vencedor se atribuye a su vez la misma infalibilidad que develara en el vencido, si bien tampoco puede probar su derecho a ella. Tempora mutantur et nos mutamur in illis, dijo Lotario con apropiada aplicación a este caso. Sin embargo, nos creemos con algún derecho para interrogar a los pontífices de la ciencia.
Durante muchos años hemos seguido de cerca la marcha del espiritismo moderno, familiarizándonos con sus dos literaturas, europea y norteamericana, presenciando sus interminables controversias y comparando sus contradictorias hipótesis. Muchos espiritistas disidentes, que quisieron profundizar las causas de los fenómenos, llegaron a la conclusión de que, ya fuese por ineptitud de los investigadores, ya por lo misterioso de las fuerzas actuantes, cuanto más frecuentes y diversas eran las manifestaciones psíquicas, más impenetrablemente oculta quedaba su causa.
VALÍA DE LAS PRUEBAS
Los fenómenos psíquicos, que erróneamente sin duda se llaman espiritistas, están hoy perfectamente comprobados y fuera inútil negarlos. Aun prescindiendo de los casos de fraude e impostura, todavía queda mucho para las investigaciones de la ciencia. No es necesario el valor de Galileo para lanzar al rostro de los académicos el famoso e pur si muove, porque los fenómenos psíquicos han tomado ya la ofensiva.
Opinan los modernos científicos que, si bien son para ellos un misterio los fenómenos mediumnímicos, nada prueba que no deriven de anormales condiciones nerviosas de los médiums, y hasta tanto que no se dilucide esta cuestión, es inadmisible atribuirlos a espíritus humanos. Verdaderamente, quienes afirman la intervención de los espíritus han de probar su afirmación; pero si los científicos quisieran estudiar el asunto de buena fe, con sincero deseo de esclarecer tan hondo misterio, en vez de desdeñarlo, no habrían de temer censura alguna. Ciertamente, la mayoría de las comunicaciones mediumnímicas parecen dadas a propósito para despertar recelos en los investigadores menos sagaces, porque, aun en los casos en que no hay impostura, suelen ser vulgares y chabacanas. En los últimos veinte años vimos escritas, de mano de distintos médiums, comunicaciones dictadas, al decir del comunicante, por Shakespeare, Byron, Franklin, Pedro el Grande, Napoleón, Josefina y Voltaire; pero nos causaron el efecto de que Napoleón y su esposa habían olvidado la ortografía, de que Shakespeare y Byron eran unos fatuos y Voltaire un imbécil. Disculpable es, por lo tanto, juzgar del aparente embaucamiento, que si tan palpable es el fraude en la superficie, no será fácil hallar la verdad en el fondo. La ridícula suplantación de personajes célebres,cuyos nombres aparecen al pie de vulgarísimas comunicaciones, ha empachado de tal modo a los científicos, que no pueden digerir la verdad subyacente en los fenómenos psíquicos, como si juzgaran del fondo del océano por la superficie de las aguas cubiertas de espuma y escorias. Pero si por una parte no cabe vituperar a quienes al primer indicio de falsedad entran en recelo, tenemos el derecho de censurarlos por no llevar adelante sus investigaciones. Tan neciamente proceden estos tales, como si un buzo repugnara tomar una concha al verla sucia y viscosa, sin tener en cuenta que con sólo abrirla encontraría la perla. Ni siquiera las negaciones de las eminencias científicas valen en este caso, pues la repugnancia que sienten hacia un asunto tan impopular, parece como si hubiera contagiado a la generalidad de las gentes. Los fenómenos ahuyentan a los científicos y los científicos rehuyen los fenómenos, dice Aksakof en un notable artículo sobre mediumnidad, de acuerdo con la comisión científica de San petersburgo, encargada de investigar los fenómenos psíquicos, cuyo informe estaba tan poco meditado y lleno de prejuicios, que aun los mismos escépticos protestaron despectivamente contra su notoria parcialidad.
El profesor Fisk delata en su obra El Mundo invisible, la falta de lógica de sus colegas científicos al criticar la filosofía genuinamente espiritualista, diciendo que según las exactas definiciones de los conceptos de materia y espíritu, la existencia del espíritu es indemostrable por los sentidos, y que por lo tanto, no es posible fundamentar la filosofía espiritualista en pruebas científicas. A este propósito transcribiremos el siguiente pasaje de la citada obra:
“El testimonio de la existencia del espíritu es inasequible en las condiciones de la vida terrena, puesto que escapa a toda experimentación, y por numerosas que sean sus pruebas, no cabe esperanza de hallarlas. Por lo tanto, nuestro fracaso en este empeñao no es seguramente de valía contra la existencia del espíritu. En este concepto, la creencia en la vida futura carece de base científica, porque en manera alguna lo necesita ni es posible someterla a la crítica de los científicos. Los adelantos de la ciencia física, por rápidos que sean, no podrán en lo futuro impugnar esta creencia, que lejos de ser contraria a la razón, en nada afecta a la mentalidad científica ni para nada influye en las conclusiones de las ciencias experimentales.
JUICIO DE LOS CIENTÍFICOS
“Si los científicos reconocieran que el espíritu no es materia ni está regido por las leyes de la materia, y refrenaran las especulaciones a que les mueve su conocimiento de las cosas materiales, eliminarían la principal causa de disgusto que solivianta los sentimientos religiosos de las gentes”.
Pero no harán tal, seguramente, porque por una parte les ha exasperado la noble, franca y leal rendición al espiritualismo de un hombre tan eminente como Wallace, y por otra repugnan adoptar una conducta de prudente expectativa como la de Crookes.
Contra las opiniones expuestas en la presente obra, se levanta la única objeción de que están basadas en el sostenido estudio de la magia antigua y de su moderna forma el espiritismo. Aun ahora que se han vulgarizado los fenómenos de análoga naturaleza, confunden muchos la magia con la prestidigitación y el ilusionismo. En cuanto a los fenómenos espiritistas, ya que no sea posible negarlos por su abrumadora evidencia, se los tiene por alucinación de cuantos los presencian. Al cabo de muchos años de fomentar el trato de magos, ocultistas, hipnotizadores y demás profesores del arte en sus dos modalidades blanca y negra, nos creemos con sobrada idoneidad en tan controvertido y complejo asunto. Nos hemos relacionado con los fakires de la India y hemos presenciado sus comunicaciones con los pitris. Hemos observado los procedimientos y actuaciones de los derviches de la danza aullante; hemos tenido amistoso trato con los marabutos o santones musulmanes y con los encantadores de serpientes de Damasco y Benares, cuyos secretos pudimos sorprender. Por consiguiente, nos apena que científicos desconocedores de todos estos fenómenos y sin oportunidad para estudiarlos, los achaquen a meras habilidades de prestidigitación. Debieran suspender todo juicio hasta analizar por completo las fuerzas de la naturaleza, pues resulta de manifiesta incongruencia, por no decir mala fe, desdeñar asuntos que al fin y al cabo son de índole psicológica o fisiológica y rechazar sin más ni más la posibilidad de tan sorprendentes fenómenos.
No cerjaremos en nuestro empeña, aunque hubiese de repetirse en nuestros días el insulto lanzado por Faraday, al decir con más espontaneidad que cultura cívica: “muchos perros aventajan en lógica a algunos espiritistas” (1). Los insultos no son argumentos y mucho menos pruebas. Porque hombres como Huxley y Tyndall califiquen el espiritismo de “creencia degradante” y la magia de “prestidigitación”, no por ello dejará la verdad de serlo. El escepticismo, ya dimane de un ignorante o de un erudito, es incapaz de invalidar la inmortalidad del alma. “La razón está sujeta a error”, dice Aristóteles, y así puede ocurrir que la opinión del más ilustre filósofo sea más equivocada que el vulgar sentido común de su analfabeto cocinero. En los Cuentos del Califa impío, el sabio, árabe Barrachias-Hassan-Oglu, dice prudentemente: “Guárdate, ¡oh hijo mío!, de la alabanza propia, porque embriaga con deleite. Aprovéchate de tu saber, pero respeta asimismo la sabiduría de tus padres. Y acuérdate, ¡oh amado mío!, de que la luz divina de la verdad de Allah alumbra a veces más fácilmente una mente rasa que otra que, por estar repleta de conocimientos, no da cabida al argentino rayo... Tal es el caso de nuestro sapientísimo cadi”.
Cuando Crookes emprendió en Londres la investigación de los fenómenos mediumnímicos, recrudecieron las acritudes y desdenes de los científicos europeos y americanos hacia tan misterioso problema. el insigne físico fue el primero en presentar al público uno de aquellos supuestos centinelas que guardaban las puertas cuyo dintel estaba prohibido atravesar. Después de Crookes, hubo otros científicos que tuvieron el heroico valor, dada la impopularidad del asunto, de ocuparse en serio de los fenómenos psíquicos.
Mas por desgracia la flaqueza de la carne no correspondió a la voluntad del espíritu, y retrocedieron ante la pesada carga del ridículo, que cayó por entero sobre los hombros de Crookes. En cuanto al provecho obtenido por este sabio de sus investigaciones y al agradecimiento de sus propios colegas, basta leer las Investigaciones de los fenómenos espiritistas.
CONCLUSIONES DE CROOKES
Al cabo de algún tiempo, los individuos designados para comprobar los experimentos de Crookes, hubieron de atestiguar, de acuerdo con éste, las siguientes conclusiones:
1ª Que los fenómenos presenciados personalmente por ellos mismos, eran auténticos y de imposible simulación, por lo que no había más remedio que admitir la actuación de una fuerza desconocida.
2ª Que no les era posible afirmar si los fenómenos tenían por causa la acción de espíritus desencarnados, o entidades análogas; pero que eran innegables y contrariaban muchas hipótesis establecidas, así como también las leyes naturales (2).
3ª Que no obstante la combinación de esfuerzos para invalidar los fenómenos, hubieron de cerciorarse de su indisputable realidad, vislumbrando en ellos una fuerza natural, de ley todavía ignorada (3).
Esto es precisamente lo que no satisfizo a los escépticos, porque antes de publicar el informe se había vaticinado la derrota de los espiritistas, y tal confesión por parte de los comisionados, hería en lo más vivo el amor propio de cuantos rehuyeron timoratamente las investigaciones. Era ya demasiado que burlasen las pesquisas de tan expertos físicos, unos vulgares y nefandos fenómenos tenidos hasta entonces, en opinión general de los doctos, por consejas de ayas o entretenimiento de criadas histéricas, y relegados al olvido por el Instituto de Francia. Una oleada de indignación cubrió el informe de los comisionados, según el mismo Crookes relata en su folleto La fuerza psíquica, encabezado muy hábilmente con la siguiente cita de Galvani: “Dos opuestas sectas me combaten: la de los que saben algo y la de los que no saben nada; pero estoy seguro de haber descubierto una de las mayores fuerzas naturales”.
Después dice Crookes:
“Tenían por seguro que el resultado de mis experimentos coincidiría con sus prejuicios y no deseaban la verdad, sino la corroboración de sus preconcebidas afirmaciones; pero al ver que los hechos resultantes de mis experiencias diferían de su opinión, se retractaron de sus anteriores excitaciones para la investigación de los fenómenos, diciendo: “Home es un hábil hechicero que nos ha engañado a todos”. “De la misma manera podía Crookes investigar las artimañas de un prestidigitador indo”. “Crookes debiera presentar testigos más fidedignos para que le creyéramos”. “La cosa es demasiado absurda para tomarla en serio”. “Si es imposible, no puede ser”. (Nunca declaré yo que fuera imposible, sino que era cierto). “A los investigadores se les ha sugestionado y por ello imaginaron ver lo que jamás hubo”. Así otros subterfugios por el estilo” (4).
Todos cuantos de este modo se expresaron, redarguyeron además con hipótesis tan pueriles como la “cerebración inconsciente”, la contracción muscular involuntaria y la archiridícula del “chasquido de la rótula”, ansiosos de quitar toda importancia a la aparición de la nueva fuerza, hasta que al cabo de ignominiosos tropiezos se resolvieron al silencio, envueltos en el manto de la dignidad, no sin sacrificar a sus colegas en el altar de la opinión pública; pero al salir del palenque de la investigación, donde quedan campeones no tan temerosos, es muy posible que no vuelvan a entrar en él estos infortunados experimentadores (5).
Es mucho más cómodo negar la realidad de los fenómenos psíquicos desde abrigadas posiciones, que señalarles lugar apropiado entre los fenómenos naturalesclasificados por las ciencias de observación. ¿Pero cómo podrán lograrlo si dichos fenómenos corresponden a la psicología que con sus ocultas y misteriosas fuerzas es país desconocido para la ciencia moderna? Así es que impotentes para explicar cuanto directamente procede de la naturaleza del alma humana, cuya existencia niegan los más de ellos, e incapaces por otra parte de confesar su ignorancia, arremeten vengativamente los científicos contra quienes sin presumir de sabios creen en el testimonio de sus sentidos.
“Un puntapié tuyo, ¡oh Júpiter!, es suave”, dice el poeta Tretiakowsky en una antigua tragedia rusa. Lo mismo podemos decir respecto de los vastos conocimientos de los dioses mayores de la ciencia, en cuestiones menos abstrusas; mas aunque no imitemos su conducta, tampoco hemos de desconceptuarlos ante la opinión pública. Pero por desgracia, no son los dioses quienes más alto claman.
LOS MONOS DE LA CIENCIA
El elocuente Tertuliano llama a Satán y sus retoños “monos de Dios”, porque remedan las obras del creador. Suerte tienen los filosofastros del día que no haya un nuevo Tertuliano para inmortalizarlos despectivamente como los “monos de la ciencia”.
Pero volvamos a los verdaderos científicos. Dice Aksakof: “Los fenómenos de carácter meramente objetivo demandan la investigación de científicos que los expliquen; pero los pontífices de la ciencia quedan desconcertados ante una cuestión tan sencilla a primera vista, pues parece como si al tratar de ella se vieran en la precisión de faltar, no sólo a la suprema ley moral: la verdad, sino a la suprema ley científica: la experimentación... Advierten que algo muy importante hay en el fondo de todo ello, pues los casos de Hare, crookes, Morgan, Varley, Wallace y Butleroff sembraron entre ellos el pánico y temen que, de retroceder un paso, se vean precisados a abandonar todo el terreno. Los principios consagrados por el tiempo, las especulativas contemplaciones de toda una vida, de toda una generación, dependen de un sencillo vuelco de la suerte” (6). Ante experimentos tales como los de Crookes, Wallace, Hare y de la Sociedad Dialéctica, ¿qué cabe esperar de las lumbreras de erudición? La actitud respecto de fenómenos innegables es ya, por sí misma, otro fenómeno sencillamente incomprensible, a menos que admitamos una enfermedad psíquica tan contagiosa como la hidrofobia que, sin exigir nada por el descubrimiento, llamaríamos psicofobia científica. Deben de haber aprendido ya a estas horas en la amarga escuela de la experiencia, que las ciencias experimentales tienen su límite, pues mientras haya en la naturaleza un solo misterio inexplicado, es muy peligroso pronunciar la palabra imposible.
En su Investigación de los fenómenos del espiritismo, somete Crookes a sus lectores las ocho hipótesis siguientes, respecto de los fenómenos observados:
1ª Los fenómenos son resultado de tretas, fraudes, combinaciones mecánicas y juegos de manos. Los médiums son impostores, y los concurrentes imbéciles.
2ª Los concurrentes son víctimas de alucinación e imaginan presenciar fenómenos sin realidad objetiva.
3ª Los fenómenos son resultado de la acción cerebral, ya consciente, ya inconsciente.
4ª El espíritu del médium se compenetra con el de todos o parte de los concurrentes.
5ª El espíritu maligno asume la personalidad que le place, con propósito de perjudicar a la religión y perder las almas de los hombres (7).
6ª Los fenómenos resultan de la acción de entidades no pertenecientes a la especie humana, pero que viven en la tierra y son capaces de manifestar su presencia en algunas ocasiones. En todo tiempo, y según la época, recibieron estas entidades los diversos nombres de gnomos, hadas, salamandras, sílfides, ondinas, ogros, duendes, trasgos, genios, diablos, enanos, etc. (8).
7ª Los fenómenos se deben a la acción de las almas de los difuntos (9).
8ª La energía psíquica opera, por medio de las entidades aludidas, en las cuatro hipótesis inmediatamente precedentes.
La primera hipótesis sólo es válida en casos, por desgracia demasiado frecuentes, pero no tiene importancia alguna con relación a los fenómenos de por sí. Las segunda y tercera son los últimos reductos en que se guarecen los escépticos y materialistas, a quienes puede aplicarse el aforismo jurídico: Adhuc sub judice lis est. Por lo tanto, sólo hemos de analizar las otras cuatro hipótesis en las que podremos incluir la octava.
En prueba de lo muy expuesta a error que está toda opinión científica, compararemos los diversos artículos que sobre los fenómenos espiritistas escribió Crookes desde 1870 a 1875. De uno de ellos entresacamos el siguiente pasaje:
OPINIONES DE CROOKES
“El perfeccionamiento y difusión de los métodos científicos facilitarán la exactitud de las observaciones, con estímulos de mayores anhelos de verdad, en los investigadores futuros, cuyos descubrimientos lanzarán los vanos residuos del espiritismo al desconocido antro de la magia y de la nigromancia”.
Sin embargo, en 1875 describía el mismo crookes, con profusión de pormenores, los fenómenos producidos por el materializado espíritu llamado Catalina King (10). No cabe suponer que durante dos o tres años seguidos estuviera Crookes sujeto a algtuna sugestión extraña o alucinado por completo, pues la materializada forma de Catalina King se le aparecía en su propio despacho en circunstancias incompatibles con todo fraude, y la vieron y oyeron centenares de testigos. Sin embargo, dice Crookes que jamás creyó que Catalina King fuera un espíritu desencarnado. Aun admitiendo la afirmación de Crookes bajo su sola palabra, tendríamos que la materializada forma había de ser forzosamente una de las entidades enumeradas en la sexta hipótesis, según opina el mismo Crookes (11). Y por cierto, que tan sólo a un hada pudiera aplicarse la poética descripción del insigne físico cuando de ella dice:
“Aparece rodeada de un ambiente de vida, y sus dulces y serenos ojos, tan bellos como los pensamientos celestiales, acrecientan con su mirada la diafanidad del aire. Ante su avasalladora presencia, sentimos que no fuera idolatría hincarnos de rodillas” (12). Así es que después de haber escrito en 1870 tan acerbas frases contra el espiritismo y la magia, después de declarar que todo le parecía cosa de superstición, o por lo menos de inexplicable fraude o alucinación de los sentidos, dice Crookes cinco años más tarde:
“Mayor repugnancia siente mi razón, por contrario al sentido común, a creer que la Catalina King de estos tres pasados años, sea ilusorio efecto de fraudes e imposturas, que creer que sea lo que ella misma afirma ser” (13).
Esta observación demuestra concluyentemente:
1º Que si bien Crookes tenía el pleno convencimiento de que la forma materializada Catalina King era una entidad, no creía que fuese el médium, ni difunto alguno, sino, por el contrario, una desconocida fuerza de la naturaleza, propensa a las expansiones del amor y de la alegría retozona.
2º Que a pesar de su absoluta certeza de la existencia de aquella nueva fuerza, no variaba el eminente investigador su escéptica actitud respecto de la cuestión. En una palabra: creía firmemente en el fenómeno, pero negaba que lo produjera la acción del espíritu de un difunto.
Nos parece que por lo concerniente a los prejuicios del vulgo, esclarece Crookes un misterio para sumir a las gentes en otro todavía mayor, es decir, que le resulta el obscurum per obscurius, pues al rechazar los despreciables residuos del espiritismo, se sumerge temerariamente el audaz científico en el desconocido limbo de la magia y la nigromancia.
Las leyes hasta ahora conocidas de las ciencias físicas, apenas intervienen en los fenómenos espiritistas, por muy objetivos que sean, y aunque de ellos se infieran visiblemente los efectos de una fuerza desconocida, no han podido todavía los científicos comprobarlos a su sabor ni descubrir las condiciones necesarias y suficientes para su producción, porque ello requiere un estudio tan profundo de la trina naturaleza física, psíquica y espiritual del hombre, cual en otro tiempo lo hicieron los magos, teurgos y taumaturgos.
Hasta ahora, aun los mismos que, a ejemplo de Crookes, han investigado atenta e imparcialmente los fenómenos psíquicos, prescindieron de la causa como si de antemano la diputaran por investigable y les conturbase lo mismo que la causa primera de los fenómenos cósmicos, cuyos infinitos efectos tan cachazudamente observan y clasifican. Sus procedimientos de investigación igualan en insensatez a aquel que para encontrar las fuentes de un río, caminase hacia la desembocadura. Tan mezquino concepto tienen de la posible acción de las leyes naturales, que, o niegan aun las más sencillas modalidades de fenómenos psíquicos, o han de atribuirlos a milagros que la ciencia rechaza por absurdos, resultando de todo ello desprestigiados los científicos. Si estos hubieran estudiado los llamados “milagros”, en vez de negarlos, de seguro que ya conocerían muchas leyes naturales que los antiguos conocieron. Como dice Bacon: “El convencimiento no dimana de los argumentos, sino de la experimientación”.
AUTENTICIDAD DEL ALKAHEST
Los antiguos, y sobre todo los magos y astrólogos caldeos, se distinguieron siempre por su ardiente anhelo de inquirir la verdad en las diversas ramas de la ciencia, pues se esforzaban en penetrar los secretos de la naturaleza, por los mismos métodos de observación y experimentación a que recurren los modernos investigadores; y si estos se resisten a creer que aquéllos ahondaran mucho más en los misterios del universo, no por ello es justo negar que poseyeran vastos conocimientos, ni tampoco acusarles de superstici`´on, pues lejos de haber prueba de estas imputaciones, cada nuevo descubrimiento arqueológico es un testimonio a su favor. Nadie les ha superado aún en conocimientos químicos, y a este propósito dice Wendell en su famosa conferencia acerca de Las Artes perdidas, que “la química llegó en tiempos antiguos a una altura no alcanzada ni siquiera bordeada por nosotros”. Conocieron el vidrio maleable que, suspendido de un extremo, se iba distendiendo por su propio peso, hasta adelgazarse en forma de cinta flexible que podía arrollarse a la muñeca, y cuyo secreto de fabricación fuera para nosotros tan difícil como volar hasta la luna. Está históricamente comprobado, que un extranjero llevó a Roma, en tiempo de Tiberio, una copa de cristal que al caer sobre el pavimento de mármol no se rompía, sino que tan sólo se abollaba y era fácil restituirle su primitiva forma a martillazos. Si los modernos dudan de ello es porque no saben hacerlo. En Samarcanda y en algunos monasterios del Tíbet, pueden verse hoy día copas y otros objetos de cristal maleable, con añadidura de haber allí quienes afirman que pueden fabricarlos, gracias a su conocimiento del tan ridiculizado alkahest o disolvente universal que, según Paracelso y Van Helmont, es un agente natural “capaz de reducir todos los cuerpos sublunares, así homogéneos como heterogéneos, a su ens primum o substancia primaria, convirtiéndolos en un licor uniforme y potable, que aun mezclado con agua u otro zumo cualquiera no pierde su virtud, y si otra vez se mezcla consigo mismo se convierte en agua pura y elemental”. ¿Qué inconveniente hay en admitir la posibilidad de todo esto? ¿Por qué ha de ser utópico este disolvente? ¿Acaso porque los químicos modernos no lo han descubierto? Sin mucho esfuerzo podemos concebir que todos los cuerpos dimanan de una substancia primaria que de acuerdo con la astornomía, geología y física, debió de ser fluida en su originario estado. ¿Por qué no puede el oro, cuya génesis desconocen los químicos modernos, haber sido primitivamente una substancia básica del oro, un fluido pesado que, como dice Van Helmont, “por su propia naturaleza y por la firme cohesión de sus partículas tomó el estado sólido”? No es, por lo tanto, despropósito creer que haya una substancia universal que reduzca todos los cuerpos a su genérica substancia. Van Helmont la califica de “la sal más poderosa y principal que en su grado máximo de simplicidad, pureza y sutilidad, no se altera al reaccionar sobre otras materias, y tiene suficiente energía para disolver el cuarzo, las piedras preciosas, el vidrio, la sílice, el azufre y los metales, formando una sal roja de peso equivalente al de las materias disueltas con tanta facilidad como el agua caliente disuelve la nieve”.
Éste es el fluido que aún hoy se emplea para sumergir el vidrio común y darle maleabilidad.
Tenemos una prueba palpable de semejantes posibilidades. Un corresponsal extranjero de la Sociedad Teosófica, famoso médico que hace más de treinta años se dedica al estudio de las ciencias ocultas, ha obtenido el primario elemento del oro al que llama legítimo aceite de oro, que analizado por muchos químicos, se han visto precisados a confesar que no acertaban con el procedimiento de obtención. No debe extrañarnos que este médico se resista a publicar su nombre, pues el ridículo y las preocupaciones vulgares son a veces más peligrosas que la Inquisición antigua. La tierra adámica es de linaje emparentado con el alkahest y uno de los más importantes secretos alquímicos, que ningún cabalista divulgará, pues como dice muy bien en lenguaje simbólico: “daría explicación de las águilas de los alquimistas y las águilas tienen las alas cortadas”. Es un secreto que Tomás Vaughan (Eugenio Filaleteo), tardó veinte años en aprender.
ELOGIO DE PARACELSO
A medida que la aurora de las ciencias físicas fue acrecentándose en luz diurna, las ciencias espirituales se sumergieron en cada vez más densas sombras, hasta el punto de negarlas muchos muy rotundamente. A los eminentes psicólogos de otras épocas se les tiene hoy por ignoprantes y supersticiosos, cuando no por saltimbanquis y prestidigitadores, pues el sol de la ciencia brilla en nuestros días con tal esplendor, que parece axiomático que los antiguos nada sabían y estaban envueltos en las brumas de la superstición. Pero olvidan sus detractores que el sol de nuestro tiempo será obscura noche en comparación del luminar futuro, uy que así como los científicos de nuestro siglo tildan de ignorantes a sus antepasados, tal vez sus descendientes digan de ellos que nada sabían.
La marcha del mundo es cíclica. Las razas futuras serán reproducción de otras hace siglos desaparecidas, mientras que la nuestra acaso reproduce la existente diez mil años atrás. Tiempo ha de llegar en que reciban su merecido cuantos hoy detractan úblicamente a los herméticos, pero que en privado consultan sus polvorientos volúmenes para plagiar sus ideas. A este propósito exclama honradamente Pfaff: “¿Quién ha tenido tan claro concepto de la naturaleza como Paracelso? Fue el audaz fundador de la química médica y de innovadoras escuelas, victoriosas en la controversia, y uno de los pensadores que dieron más acertada orientación al estudio de la naturaleza de las cosas. Lo que en sus obras dice acerca de la piedra filosofal, de los pigmeos y gnomos, de los homúnculos, del elixir de larga vida y demás temas hoy aducidos por sus detractores para regatearle méritos, no pude debilitar nuestro agradecimiento y admiración por sus obras y por su noble vida” (14).
Muchos médicos, químicos y magnetizadores nutrieron su mente en las obras de Paracelso. De él tomó Hufeland su teoría de las enfermedades infecciosas, a pesar de que Sprengel le llama “el charlatán de la Edad Media”, si bien en cambio reivindica Hemman la memoria del insigne filósofo diputándole noblemente por el químico más ilustre de su época” (15). Lo mismo dicen Molitor (16) y el eminente psicólogo alemán Ennemoser (17), de cuyos estudios sobre Paracelso se infiere que este hermético fue “el más admirable talento de su tiempo”. Pero las lumbreras modernas presumen de aventajarle en sabiduría, y han hundido en el “limbo de la magia” las ideas de los rosacruces acerca de los espíritus elementales, duendes y hadas como si fueran cuentos infantiles (18).
Concedemos de buen grado a los escépticos que en la mitad y más de los fenómenos psíquicos interviene el fraude más o menos hábilmente dispuesto, según prueban recientes manifestaciones de médiums materializados; pero quedan todavía muchísimos otros fenómenos perfectamente auténticos, en espera de comprobación por parte de los científicos que se verán precisados a efectuarla con toda sinceridad, cuando los espiritistas sean lo suficientemente razonables para no proporcionar armas a sus adversarios.
EL ESPIRITISMO CLERICAL
¿Qué concepto formarán los espiritistas sensibles del espíritu guía que después de haberse servido año tras año de un pobre médium, lo abandona de repente cuando más necesita de su auxilio? Tan sólo seres sin alma ni conciencia pueden hacerse reos de tamaña injusticia. ¿Es acaso por la fuerza de las circunstancias? Mero sofisma. ¿Qué espíritus son esos que no convocan si es necesario un ejército de espíritus amigos para salvar al inocente médium del abismo abierto bajo sus plantas? Lo que sucedió en pasados tiempos puede también suceder en los nuestros. Apariciones hubo antes del espiritismo moderno y fenómenos análogos a los de hoy se produjeron en toda época. Si las presentes manifestaciones psíquicas son ciertas e indudables, también debieron serlo los milagros y proezas taumatúrgicas de la antigüedad, porque los de ayer no tienen mejor testimonio que los de hoy. Pero aun cuando admitamos la impostura de los dos tercios de manifestaciones psíquicas que torrencialmente van derramándose de uno a otro extremo del globo, ¿qué decir de las indudablemente auténticas? Entre los fenómenos comprobados, hay sublimes, magnas y divinas comunicaciones dadas por médiums, ya profesionales, ya espontáneos. A veces son niños y personas sencillas de cuya boca recibimos enseñanzas, máximas filosóficas, poesías, oraciones inspiradísimas, composiciones musicales y obras pictóricas dignas de los comunicantes. Con frecuencia se han cumplido sus vaticinios, y a veces se elevaron a disquisiciones morales de positiva eficacia. ¿Quiénes son estos espíritus, estas inteligentes potestades, externas sin duda alguna al médium, y con entidad per se. Verdaderamente, son inteligencias tan distintas de los trasgos y duendes, como el día de la noche.
Reconocemos la gravedad del caso. Cada vez va generalizándose más la sujeción de los médiums a esos “espíritus” falaces con apariencia, diabólica, cuyos efectos se multiplican perniciosamente. Algunos de los mejores médiums se han retirado de las sesiones públicas y el movimiento espiritista toma cariz de iglesia. Nos atrevemos a pronosticar que si los espiritistas no aprenden en la filosofía a distinguir de espíritus y precaverse de los de mala índole, antes de veinticinco años se habrán refugiado en la iglesia romana huyendo de los “guías y directores a que por tanto tiempo estuvieron aficionados”. Ya empiezan a manifestarse las señales de esta catástrofe. En el reciente Congreso de Filadelfia hubo quienes propusieron fundar una secta de espiritistas cristianos. Esto se deriva de que, separados de la Iglesia e ignorantes de la filosofía de los fenómenos y de la naturaleza de las entidades espirituales, están sumidos en un mar de incertidumbres como buque sin timón ni brújula. No pueden substraerse al dilema: o con Porfirio o con Pío IX.
Aunque científicos tan legítimos como Wallace, Crookes, Wagner, Butlerof, Varley, Buchanan, Hare, Reichenbach, Thury, Perty, Morgan, Hoffmann, Goldschmidt, Gregory, Flammarion, Cox y algunos otros creen firmemente en los fenómenos psíquicos, hay entre ellos quienes rechazan la hipótesis de que tengan por causa los espíritus de los difuntos. Por lo tanto, es lógico suponer que si la Catalina King, de Londres, de tan notoria autenticidad, no es el espíritu de un difunto, había de ser forzosamente el condensado fantasma astral de alguna entidad, o bien uno de los duendes de los rosacruces o, en último término, una fuerza natural todavía desconocida. Pero poco importa que sea espíritu angélico o maligno desde el momento en que, según rigurosas comprobaciones, no era una forma sólida y densa, sino una aparición, un aliento, un espíritu. Es una inteligencia que actúa externamente al organismo del médium y, por lo tanto, forzoso es reconocerle existencia, aunque invisible. Pero ¿qué es este alguien impalpable que piensa y habla, si no es persona humana?; ¿cómo manifestaría emoción, remordimiento, temor, alegría y demás afectos anímicos si de por sí no sintiese?; ¿por qué algunas de estas misteriosas manifestaciones se gozan en burlar al investigador sincero y menosprecian los más nobles sentimientos humanos? Tan sólo el verdadero psicólogo es capaz de desentrañar este misterio si cuida de consultar las polvorientas obras de los desdeñados herméticos y teurgos.
Dice el famoso platonista (19) Enrique More al replicar a un escéptico de su época llamado Webster, que negaba los fenómenos psíquicos:
“Respecto a la opinión sustentada por la mayor parte de los predicadores reformados, de que el demonio tomó la figura de Samuel al aparecerse a Saúl, no merece tenerla en cuenta. Sin embargo, yo creo que en muchas de estas apariciones nigrománticas intervienen espíritus burlones, pero de ningún modo se aparecen las almas de los difuntos. Respecto de la aparición del alma de Samuel, y lo mismo en otros casos de nigromancia, creo que pueden ser debidos a espíritus como los que Porfirio describe, los cuales asumen las más variadas formas y aspectos, de modo que unos aparecen en figura de demonios y otros en la de ángel o en la de algún difunto. Un espíritu de este linaje pudo muy bien personificar a Samuel, por más que Webster lo niegue con burdos y endebles argumentos”.
NOMBRES NUEVOS PARA IDEAS VIEJAS
Cuando tan insigne filósofo como Enrique More da semejante testimonio, bien vale decir que fundamos sólidamente nuestra opinión. Investigadores muy eruditos, pero también muy escépticos en lo referente a los espíritus en general y a los de los difuntos en particular, se han devanado los sesos durante los últimos veinte años para dar nombres nuevos a una idea antiquísima. Según Crookes, Sergeant y Cox, la causa de los fenómenos es la “fuerza psíquica”; Thury la llama psícoda o fuerza ectérnica; Balfour Stuart, fuerza electro-biológica; Faraday, tan insigne físico como torpe psicólogo, “acción muscular inconsciente” y “cerebración inconsciente”, con otras denominaciones por el estilo; Hamilton, un pensamiento latente; Carpenter, “idea motora capital”. Tantos científicos, tantos nombres.
Hace años, el filósofo alemán Schopenhauer afirmó la coexistencia de la materia y de la fuerza, diciendo que el universo es la voluntad manifestada en fuerzas cuyas modalidades corresponden a los diferentes grados de objetividad. Esta doctrina aceptó Vallace al convertirse al espiritualismo, y fue precisamente la expuesta por Platón al decir que “todas las cosas visibles proceden de la invisible y eterna voluntad que las modela, y que los cielos están plasmados en el eterno modelo del “mundo ideal” contenido en el dodecaedro o arquetipo geométrico de la Divinidad” (20). Según Platón, la substancia primaria emanó de la mente demiúrgica (nous) donde desde la eternidad reside la idea del mundo que ha de ser y que es en cuanto la idea emana de la divina mente (21). Las leyes de la naturaleza no son ni más ni menos que las relaciones entre la idea demiúrgica y sus diversas formas de manifestación (22) cuyo número cambia de continuo dentro del tiempo y del espacio.
Sin embargo, distan mucho de ser estas enseñanzas originales de Platón, pues en los Oráculos caldeos se lee: “Las obras de la naturaleza coexisten con la intelectual (...) y espiritual luz del Padre. Porque el alma (...) adorna el inmenso cielo y lo embellece según voluntad del Padre” (23).
Por su parte dice Filón, a quien erróneamente se le supone discípulo de Platón: “El mundo incorpóreo estaba ya entonces fundamentado en la mente divina” (24).
La Teogonía de Mochus admite dos principios: el éter y el aire, de los que procede el Dios manifestado (...) el dios Ulom o universo material y visible (25).
En los Himnos Órficos, el Eros-Phanes nace del huevo espiritual fecundado por el viento etéreo, símbolo del “espíritu de Dios” que desde toda eternidad cobija la ideación divina (26).
En el Kathopanishada, el Espíritu divino (Purusha) es preexistente a la substancia primordial con la que se une para engendrar el Mahâ-Atmâ o Brahmâ, es decir, el Espíritu de vida (27), el Anima Mundi, equivalente a la Luz Astral de los teurgos y cabalistas.
Pitágoras aprendió sus doctrinas en los santuarios de Oriente, encubriéndolas bajo simbolismos numéricos; pero su discípulo Platón las expuso en forma más inteligible, de modo que las comprendieran los no iniciados, aunque manteniendo todavía las fórmulas esotéricas. Así dice que el Pensamiento divino es el padre, la Materia la madre y el Cosmos el hijo (28).
Según afirma Dunlap (29), en la religión egipcia había un Horus mayor, hermano de Osiris, y un Horus menor, hijo de Osiris y de Isis. El primero simbolizaba la idea del universo, contenida en la mente demiúrgica, la idea “surgida en la obscuridad antes de la creación del mundo”; y el segundo era la misma idea ya emanada del Logos, revestida de materia y actualizada en existencia (30).
FUERZA CONTRA FUERZA
Dicen los Oráculos caldeos: “El Dios del mundo es eterno, ilimitado, joven y viejo y de forma sinuosa” (31).
La frase “forma sinuosa” es símbolo de la vibración de la luz Astral que los sacerdotes de la antigüedad conocían perfectamente, aunque no tuvieran del éter el mismo concepto que los modernos, pues por éter significaban la Idea eterna, compenetrada en el universo, es decir, la Voluntad que actualizada en energía organiza la materia.
Dice Van Helmont: “La voluntad es la potencia capital y superior de todas. La voluntad del creador puso en movimiento todas las cosas. La voluntad es atributo de todas las entidades espirituales y se desenvuelve con tanta mayor actividad cuanto más libre está de la materia”.
Y Paracelso, por sobrenombre “el divino”, añade: “La fe ha de ser la corroboradora de la imaginación, pues por la fe se establece la voluntad... en todas las obras mágicas, es requisito indispensable la firmeza de voluntad... Las artes no tienen reglas fijas y ciertas, porque los hombres no saben imaginar ni creer en el resultado eficaz de lo que imaginan”. La negativa energía de la incredulidad y el escepticismo, aplicada en la misma dirección, pero en sentido contrario y con igual intensidad, es la única potencia capaz de resistir a la positiva energía del espiritualismo y de equilibrarla dinámicamente. No les ha de maravillar, por lo tanto, a los espiritistas que la presencia de escépticos empedernidos o de quienes asistan a las sesiones con preconcebida animosidad, sea impedimento para la manifestación fenoménica, pues si no hay en la tierra ningún poder consciente sin otro opuesto a su acción, ¿qué tiene de extraño quje el poder inconsciente de un médium quede paralizado de pronto por otro poder opuesto y también inconscientemente ejercido? Tyndall y Faraday se engrieron de que no ocurriera fenómeno alguno mientras estuvieron presentes en las sesiones. Sin embargo, esto debiera haber demostrado a tan eminentes físicos la existencia de una fuerza merecedora de su atención, pues si las manifestaciones hubiesen sido fraudulentas en grado bastante para engañar a los concurrentes, no se librara del engaño ni el mismo Tyndall, a pesar de su valía científica, no acorde por cierto con su falta de maliciosa observación. Nadie ha superado en obras milagrosas a Jesús, y sin embargo, la corriente de su voluntad tropezó a veces con el escepticismo de las gentes, según corrobora aquel pasaje que dice: “Y no obró allí prodigios a causa de la incredulidad de las gentes”.
En la filosofía de Schopenhauer se vislumbran estos mismos conceptos, y no harían mal los modernos investigadores si la estudiaran, pues en ella encontrarían singulares hipótesis basadas en ideas antiguas, aparte de especulaciones acerca de los nuevos fenómenos psíquicos que les ahorraran el trabajo de pergeñar otras. Las fuerzas psíquica, ecténica y electro-biológica, el pensamiento latente, la cerebración inconsciente y todas las hipótesis forjadas por los modernos investigadores, pueden resumirse en dos palabras: la luz astral de los cabalistas.
OPINIONES DE SCHOPENHAUER
Los valientes conceptos de Schopenhauer difieren completamente de los de la mayoría de experimentadores. Dice el ilustre filósofo: “En realidad no cabe distinguir entre materia y espíritu. La gravitación de una piedra es tan inexplicable como el pensamiento en el cerebro humano. Si no sabemos por qué cae al suelo un objeto material, tampoco sabremos si este objeto es o no capaz de pensar... Aun en las mismas ciencias físicas, tan pronto como pasamos de lo experimental a lo especulativo, de lo físico a los metafísico, nos atajan el paso las enigmáticas fuerzas de cohesión, afinidad, gravitación, etc., cuyo misterio es para nuestros sentidos tan profundo como la voluntad y el pensamiento humanos. Entonces nos vemos frente a frente de las inescrutables fuerzas de la naturaleza. ¿Dónde está, pues, esa materia que presumís de conocer tan bien y con la que os creéis familiarizados hasta el punto de deducir de ella todas vuestras teorías y de atribuirle cuanto os parece? Nuestra razón y nuestros sentidos sólo son capaces de conocer lo superficial, pero jamás penetrarán en la íntima substancia de las cosas. Tal era la opinión de Kant. Si admitís algo espiritual en el hombre, forzosamente habéis de admitirlo también en la piedra. Si vuestra muerta y pasiva materia tiene la propiedad de gravitar, atraer, repeler y fulgurar, no es razón negarle la de pensar como piensa el cerebro. En suma: cada partícular del llamado espíritu puede substituirse equivalentemente por otra de materia, y cada partícula de materia, por otra de espíritu... Así resulta que la cartesiana división de las cosas en materia y espíritu es filosóficamente inexacta, y conviene diferenciarlas en voluntad y manifestación, con la ventaja de espiritualizar todas las cosas, pues lo real y objetivo, los cuerpos y la materia de la división cartesiana, los consideramos como manifestación dimanante de la voluntad” (32).
Estas opiniones corroboran lo que ya dijimos acerca de las diversas denominaciones dadas a una misma cosa, como si los adversarios disputaran sobre palabras. Llámese fuerza, energía, electricidad, magnetismo, voluntad o potencia espiritual a la causa del fenómeno, siempre será la parcial manifestación del alma, encarnada o desencarnada, de una partícula de la inteligente, omnipotente e individual Voluntad que llena la naturaleza toda y a que, por insuficiencia de lenguaje humano para expresar los conceptos psicológicos, llamamos Dios.
Las ideas que sobre este punto exponen algunos filósofos modernos son erróneas en muchos aspectos, desde el punto de vista cabalístico. Hartmann califica sus propias opiniones de prejuicio instintivo y afirma que la experimentación no ha de tener por objeto la materia propiamente dicha, sino las fuerzas que en ella actúan, de lo cual infiere que la llamada materia es tan sólo agregación de fuerzas atómicas, pues de lo contrario sería la materia una palabra sin sentido científico. Mas a pesar de su sincera confesión, de que nada saben con seguridad acerca de ella (33), los experimentadores físicos, fisiólogos y químicos divinizan la materia. Todo fenómeno con cuya explicación no aciertan, sirve de incienso en el altar de la diosa predilecta de la ciencia.
Nadie trata tan magistralmente este asunto como Schopenhauer en su Parerga. Estudia detenidamente el magnetismo animal, la terapéutica simpática, la profecía, la magia, los agüeros, las apariciones espectrales y otros fenómenos psíquicos, respecto de lo cual dice: “Todas estas manifestaciones son ramas del mismo árbol y prueban irrefutablemente la existencia de una categoría de seres pertenecientes a un orden de la naturaleza muy distinto del que se basa en las leyes del espacio, del tiempo y de la adaptación. Este otro orden es mucho más profundo porque es el originario y directo, y de nada valen las comunes leyes de la naturaleza que tan sólo atañen a la forma. Por lo tanto, bajo el régimen de este orden superior, ni el tiempo ni el espacio pueden separar a las entidades individuales, y la separación determinada por las formas corpóreas no son barreras infranqueables para el intercambio de pensamientos y la inmediata acción de la voluntad. De este modo pueden ocurrir cambios por procedimientos completamente diferentes de la causalidad física, es decir, mediante la voluntad manifestada en acción, externamente al individuo. Así resulta que el carácter peculiar de las antedichas manifestaciones es la visión y acción a distancia, tanto respecto del tiempo como del espacio. Esta acción a distancia es precisamente la característica fundamental de la llamada magia, porque es la acción inmediata de nuestra voluntad, una acción independiente de las condiciones causales de la acción física, es decir, del contacto material.
“Además, estas manifestaciones contradicen lógica y esencialmente el materialismo, y aún el naturalismo, porque de ellas se infiere que el orden de cosas consideradas por estas dos últimas escuelas como absolutas y exclusivamente legítimas, resultan, por el contrario, superficiales y fenoménicas, en cuyo fondo hay algo aparte y del todo independiente de sus propias leyes. Por lo tanto, estas manifestaciones psíquicas son las más importantes de cuantas se han ofrecido al estudio de observación, por lo menos desde el punto de vista puramente filosófico, y todo científico está obligado a conocerlas” (34).
La comparación entre los filosóficos conceptos de Schopenhauer y las superficiales generalidades de algunos académicos franceses, nos servirá tan sólo para acreditar la valía intelectual de ambas escuelas. Ya hemos visto que la alemana trata profundamente las cuestiones filosóficas y ahora podemos cotejarla con lo mejor de cuanto el astrónomo Babinet y el químico Boussingault nos dicen de los fenómenos psíquicos. En el curso de 1854 a 1855, presentaron estos dos distinguidos intelectuales a la Academia de Ciencias de París, una memoria en la que corroboraban y al mismo tiempo aclaraban la demasiado compleja hipótesis con que el doctor Chevreuil explicaba el fenómeno de las mesas rotatorias, investigado por la comisión científica de que formaba parte. Dice así:
LAS MESAS ROTATORIAS
“Respecto a los supuestos movimientos y oscilaciones de ciertas mesas, no puede atribuírseles otra causa que las invisibles e involuntarias vibraciones del sistema muscular del experimentador, de modo que la continuada contracción de los músculos acaba por establecer una serie de vibraciones que determinan un temblor visible cuyo efecto es la rotación de la mesa, con energía bastante para acelerar el movimiento y para transmutarlo en resistencia cuando se le quiere detener. De aquí que no ofrezca dificultad alguna la clara explicación física del fenómeno” (35).
Ciertamente que esta hipótesis resulta tan clara como una nebulosa de las observadas por el astrónomo Babinet en noche de niebla. Pero, no obstante su claridad, le falta la importantísima condición del sentido común. No sabemos si Babinet acepta o no como último recurso la afirmación de Hartmann respecto a que “los visibles efectos de la materia son efectos de la fuerza”, y que para tener claro concepto de la materia debemos tenerlo previamente de la fuerza. La escuela a que pertenece Harmann, cuyos principios aceptan en parte los sabios alemanes, enseña que el problema de la materia sólo puede resolverlo aquella fuerza a cuyo conocimiento llama Schopenhauer “ciencia mágica” o “acción de la voluntad”. Por lo tanto, es preciso saber ante todo si las “vibraciones involuntarias del sistema muscular del experimentador” que al fin y al cabo son “efectos de la materia” están determinadas por una voluntad externa al experimentador o propia de él. Si lo primero, sería un epiléptico inconsciente, según Babinet; si lo segundo, atribuye las respuestas inteligentes de la mesa parlante a un “ventriloquismo inconsciente”. Sabemos que, según la escuela alemana, toda acción de la voluntad se manifiesta en fuerza, y las manifestaciones de las fuerzas atómicas son acciones individuales de la voluntad, que dan por resultado la espontánea precipitación de los átomos en imágenes concretas, ya forjadas subjetivamente por la voluntad. De acuerdo con su maestro Leucipo, enseñaba Demócrito que los átomos en el vacío fueron el principio de todas las cosas existentes en el universo, entendiendo por vacío, en sentido cabalístico, la Divinidad latente cuya primera manifestación es la voluntad que comunica el primer impulso a los átomos que, al cohesionarse, constituyen la materia. Sin embargo, el nombre de vacío es menos apropiado que su sinónimo caos, porque, según los peripatéticos, “la naturaleza tiene horror al vacío”.
Las alegorías, aparte de otros elementos de juicio, demuestran que, mucho antes de Demócrito, estaban yha familiarizados los antiguos con la idea de la indestructibilidad de la materia. Movers define el concepto fenicio de la ideal luz solar, diciendo que era la espiritual influencia emanada del supremo Dios, Iao, la luz tan sólo concebible por la mente, el principio así físico como espiritual de todas las cosas del cual emana el alma. Es la esencia masculina o sabiduría, mientras que el caos es la esencia femenina. Así tenemos, que la materia y el espíritu eran ya para los fenicios los dos principios coeternos e infinitos. Esta teoría es tan antigua como el mundo, y no fue Demócrito su autor, pues la intuición del hombre precedió al ulterior desenvolvimiento de su razón. Las escuelas materialistas son incapaces de explicar los fenómenos ocultos, porque niegan a Dios, en quien reside la Voluntad. Su desconocimiento de los fenómenos psíquicos, y lo absurdo de las hipótesis con que pretenden explicarlos, dimanan de que a priori desdeñan cuanto puede empujarles a trasponer los límites de las ciencias experimentales y entrar en los dominios de la psicología o de la que no fuera incongruente llamar fisiología metafísica. Los filósofos antiguos afirmaban que todas las cosas visibles e invisibles surgían a la existencia por manifestación de la Voluntad, a que Platón llamó Idea divina, y que así como esta Idea da existencia objetiva a la materia con sólo enfocar su voluntad en un centro de fuerzas localizadas, así también el hombre, el microcosmos respecto del macrocosmos, da forma objetiva a la materia en proporción del vigor de su voluntad. Los átomos imaginarios (36) son como operarios movidos automáticamente a influjo de la Voluntad universal que en ellos se enfoca y, manifestada en fuerza, los pone en actividad. El proyecto del futuro edificio está en la mente del Arquitecto y es reflejo de su voluntad que, abstracta desde el momento de concebirlo, se concreta en cuanto los átomos imaginarios obedecen a los puntos, líneas y formas trazadas en la mente del divino geómetra.
LA ENERGÍA ATÓMICA
Como Dios crea, así crea el hombre. Dadle voluntad lo suficientemente vigorosa y subjetivará las formas mentales, que muchos llaman alucinaciones, aunque para quien las forja sean tan reales como los objetos tangibles. Si aumenta el vigor de la voluntad e inteligentemente la dirige, condensará las formas en objetos visibles. Este es el secreto de los secretos, y quien lo aprende, merece el título de mago.
Los materialistas nada pueden argüir contra esto, desde el punto en que para ellos es materia el pensamiento. Si tal supusiéramos, tendríamos que el ingenioso mecanismo proyectado por el inventor, las encantadoras escenas surgidas de la mente del poeta, los soberbios lienzos pintados por la viva imaginación del artista, la incomparable estatua cincelada en el pensamiento del escultor, los palacios y castillos planeados por el arquitecto, debieran existir objetivamente, a pesar de ser subjetivos e invisibles, porque el pensamiento, según los materialistas, es materia plasmada en forma. ¿Cómo negar entonces que haya hombres de voluntad lo bastante potente para transportar al mundo visible estas creaciones mentales y revestirlas de materia tangible?
Si los científicos franceses no han cosechado laureles en el nuevo campo de investigación, tampoco los cosecharon los científicos ingleses hasta que Crookes se ofreció en holocausto por los pecados del mundo científico. Al cabo de veinte años de desdenes, consiente Faraday en hablar un par de veces de este asunto, no obstante servir su nombre de conjuro contra los hechizos del espiritismo entre cuantos discuten los fenómenos psíquicos, y de ser ya notorio que en su vida vio una mesa giratoria el ilustre físico, que se avergonzaba de haber publicado sus investigaciones sobre tan degradante creencia. No tenemos más que desdoblar unos cuantos olvidados números del Journal des Debats, correspondientes a la época en que actuaba en Inglaterra un notable médium escocés, para restituir a pasados acontecimientos su primitiva lozanía. En uno de dichos números se erige Foucault en campeón del famoso físico inglés, diciendo: “No vaya a creerse que el insigne físico se ha olvidado de sí mismo hasta el extremo de sentarse prosaicamente junto a una mesa rotatorias. Entonces, ¿de qué se avergonzaba el caudillo de la filosofía experimental? Aprovecharemos esta coyuntura para hablar del indicador de Faraday, el famoso aparato que inventó para atrapar a los médiums, es decir, para sorprender los fraudes mediumnímicos, según describe el marqués de Mirville, en La cuestión de los espíritus, esta complicada máquina cuyo recuerdo turba el sueño de los médiums impostores.
LA FUERZA MEDIUMNÍMICA
Para comprobar la impulsión del médium, colocaba Faraday varios discos de cartón adheridos tangencialmente uno con otro por medio de cola, que se desprendían por efecto de una presión continuada. Ahora bien: luego de girar la mesa, si es que a tanto se había atrevido en presencia de Faraday, lo cual no deja de ser significativo, se examinaban los discos, y al ver que habían resbalado en la misma dirección que el giro de la mesa, resultaba de ello la prueba incontrovertible de que el médium había empujado el mueble.
Otro aparato de comprobación de los fenómenos psíquicos consistía en un pequeño dinamómetro que delataba el más leve impulso del médium, o, según decía el mismo Faraday, “indicaba el paso del estado pasivo al activo”. Este dinamómetro, indicador del impulso, demostraba tan sólo la acción de una fuerza que emanaba de los observadores o los dominaba. Pero ¿quién ha negado jamás la existencia de una fuerza en estos fenómenos? Todos admitimos que esta fuerza pasa a través del médium, como generalmente sucede, o actúa con entera independencia del mismo, según ocurre bastantes veces. A este propósito, dice de Mirville: “El verdadero misterio está en la desproporción entre la fuerza desplegada por los médiums (que empujaban porque a ello se veían forzados) y los efectos de rotación cuya índole es realmente prodigiosa. En presencia de tan pasmosos efectos, ¿cómo suponer que las liliputienses experiencias de esta índole tengan valor alguno en la tierra de gigantes hace poco descubierta?” (37).
Con mayor mala fe procedió el profesor Agassiz, cuya reputación científica corría parejas en América con la de Faraday en Inglaterra. El notable antropólogo Buchanan, que ha tratado mejor que nadie en América del espiritismo, habla de Agassiz con justa indignación, pues no tenía motivo para escarnecer los fenómenos que en sí mismo había experimentado. Pero como Faraday y Agassiz están ya desencarnados, vale más ocuparnos de los vivos que de los muertos.
Resulta, por lo tanto, que los modernos escépticos niegan una fuerza del todo familiar a los antiguos tiempos. En épocas antediluvianas tal vez jugarían con esta fuerza los chiquillos, como los que describe Bulwer Lytton en La raza futura, juegan con el tremendo vril o agua de Phtha. Los antiguos llamaron a la antedicha fuerza Anima mundi y los herméticos medioevales le dieron los nombres de luz sidérea, leche de la Virgen, magnes y otros varios. Pero los modernos eruditos repudian tales denominaciones, porque tienen sabor de magia, que, según ellos, es grosera superstición.
Apolonio y Jámblico afirman que el poderío del hombre que anhela superar a los demás, “no consiste en el conocimiento de las cosas externas, sino en la perfección del alma interna” (38).
Así llegaron ellos al conocimiento de sus almas divinas cuyos poderes emplearon con toda la sabiduría alcanzada por el estudio esotérico del hermético saber heredado de sus antecesores. Pero los filósofos del día no pueden o no se atreven a llevar sus tímidas miradas más allá de lo comprensible. Para ellos no hay vida futura ni divinos ensueños, que desdeñan por contrarios a la ciencia. Para ellos los antiguos son “ignorantes antepasados”, y miran con despectiva compasión a todo autor que crea inherentes al ser humano las misteriosas ansias de ciencia espiritual.
Dice un proverbio persa: “Cuanto más oscuro está el cielo, más brillan las estrellas”. Así, en el negro firmamento de la Edad Media aparecieron los misteriosos Hermanos de la Rosa Cruz, que no organizaron asociaciones ni instituyeron colegios, porque, acosados por todas partes como fieras, los tostaba sin escrúpulo la iglesia católica en cuanto caían en sus manos. A este propósito dice Bayle: “Como la religión prohibe el derramamiento de sangre en su máxima Ecclesia non novit sanguinem, quemaban a las víctimas, cual si al quemarlas no vertiesen su sangre”.
Varios de estos místicos, guiados por las enseñanzas aprendidas en manuscritos secretamente conservados de generación en generación, llevaron a cabo descubrimientos que no desdeñarían hoy las ciencias experimentales. El monje Rogerio Bacon, vituperado de charlatán y tenido por aprendiz de artes mágicas, pertenece de derecho, sino de hecho, a la Fraternidad de los estudiantes de ocultismo. Floreció en el siglo XIII con Alberto el Magno y Tomás de Aquino, y sus descubrimientos de la pólvora, de las lentes ópticas y varios mecanismos, fueron atribuidos a hechicería por pacto demoníaco, y de ellos se aprovechan hoy mismo quienes más le escarnecen.
MILAGROS DE BACON
En un drama de la época de Isabel de Inglaterra, escrito por Roberto Green y basado en la historia legendaria de Rogerio Bacon, se dice, que habiendo sido presentado al rey, le pidió éste que demostrase algo de su saber ante la reina, y que él entonces movió la mano y oy´ñose al punto una música tan armoniosa como jamás la oyera ninguno de cuantos la escuchaban. Fue la música en crescendo y de pronto aparecieron cuatro figuras que danzaron un buen espacio, hasta desvanecerse en el aire. Movió de nuevo el monje la mano y súbitamente se difundió por la estancia tan exquisito perfume que parecía hábilmente preparado con los más finos y delicados aromas del mundo. Aseguró después Bacon a uno de los caballeros allí presentes, que iba a presentarle la mujer de quien andaba enamorado, y descorriendo las cortinas de la cámara regia, apareció a los ojos de los circunstantes una cocinera cucharón en mano que desapareció con igual presteza. Encolerizado el orgulloso caballero por aquella humillación, amenazó al monje con su venganza, pero él repuso tranquilamente: “No me amenace vuestra gracia, porque mayor pudiera ser su vergüenza, y ande alerta en decir otra vez que los letrados mienten”.
Un historiador moderno (39) comenta esta relato, diciendo: “Puede considerarse esto como ejemplo de la clase de manifestaciones resultantes, sin duda, de un conocimiento profundo de las ciencias naturales”. Nadie ha dudado nunca que resultaran de semejantes conocimientos, y no otra cosa dijeron los herméticos, magos, astrólogos y alquimistas. A la verdad, no es culpa suya que las masas ignorantes, excitadas sin escrúpulo por el clero fanático, hayan atribuido a diabólicas influencias los fenómenos psíquicos; y por otra parte, las terribles torturas inquisitoriales retrajeron de la manifestación de sus facultades a los filósofos ocultistas, quienes dijeron en sus obras esotéricas, que “la magia es la aplicación de causas naturales y activas a las cosas pasivas, para determinar efectos prodigiosos, pero completamente naturales”.
El fenómeno de la música y de los aromas que Rogerio Bacon opero en la corte de Inglaterra, se ha repetido con frecuencia en nuestra época. Prescindiendo de nuestras personales experiencias, diremos que, según informes de los corresponsables ingleses de la Sociedad Teosófica, hubo casos en que oyeron músicas y percibieron fragancias, sin que nada señalase su procedencia, por cual motivo atribuyeron el fenómeno a la influencia de los espíritus. Uno de dichos corresponsales informó diciendo, que en cierta ocasión la casa donde se celebraban reuniones espiritistas de carácter íntimo quedó impregnada durante muchas semanas de intenso aroma de sándalo. Otro corresponsal describe el fenómeno que llama toque musical. Las mismas potencias capaces de producir hoy estos fenómenos debieron existir y tener idénticas facultades en la época de Bacon. Respecto a las apariciones espectrales, baste decir que también hoy ocurren en las sesiones espiritistas y, por lo tanto, no cabe dudar de los prodigios atribuidos a Bacon en este punto.
En su tratado de Magia Natural, enumera Bautista Porta un catálogo de fórmulas secretas para obtener extraordinarios efectos de las fuerzas ocultas de la naturaleza, pues aunque los magos creían tan firmemente como los espiritistas de hoy en los espíritus invisibles, no fiaban las operaciones mágicas a su entera dirección y auxilio, pues de sobre sabían cuán difícil es ahuyentar a los elementales una vez que se les hayan abierto las puertas de par en par. Aun la misma magia de los antiguos caldeos consistía tan sólo en el profundo onocimiento de las propiedades químicas de las substancias minerales, y únicamente se comunicaban, mediante ceremonias religiosas, con las puras entidades espirituales, cuando el teurgo requería el divino auxilio en asuntos de moral o material interés. Pero tan sólo subjetivamente y por efecto de su pureza de vida y continuadas oraciones podían evocar los espíritus invisibles que despiertan los extáticos sentidos de clarividencia y clariaudiencia. Producían los fenómenos psíquicos mediante la aplicación de las fuerzas naturales y en modo alguno por las artes de prestidigitación de que se valen hoy día los hechiceros.
Quienes conocen las secretas fuerzas naturales y emplean con paciente parsimonia las facultades dimanantes de tal conocimiento, laboran por algo superior a la deleznable gloria de una fama efímera, pues sin apetecerla logran la inmortalidad reservada a cuantos olvidándose de sí mismos se entregan por entero al bien del género humano. Iluminados por la luz de la verdad eterna, aquellos rico-pobres alquimistas iban más allá de la común penetración, y sólo diputaban por inescrutable la Causa primera. Su norma constante estaba trazada de consuno por la intrepidez, el deseo de saber, la firme voluntad y el absoluto sigilo. Sus espontáneos impulsos eran la beneficencia, el altruismo y la moderación. La sabiduría era para ellos de mayor estima que el logro mercantil, el lujo, riqueza, pompa y poderío mundano, al paso que no les asustaban ni hambres ni pobrezas ni fatigas ni desprecios humanos, con tal de llevar a cabo su tarea. Pudieron haber reposado en blandos lechos de aterciopeladas colchas, y prefirieron morir en los hospitales y en las márgenes de los caminos, antes que envilecer sus almas cediendo a la nefanda concupiscencia de quienes intentaban hacerles quebrantar sus sagrados votos. Ejemplo de ello nos dan las vidas de Paracelso, Cornelio Agripa y Filaleteo.
EL ESPECTRO SIN ALMA
Si los espiritistas quieren mantener la recta noción del mundo espiritual, no deben consentir que los científicos investiguen fenómenos con estricto propósito de experimentación, pues seguramente daría por resultado un parcial redescubrimiento de la magia de Moisés y Paracelso. Bajo la engañosa belleza de sus apariciones espectrales, podrían encubrirse las sílfides y ondinas de los rosacruces, jugueteando en las corrientes de fuerza psíquica y de fuerza ódica.
Crookes reconoce que la aparición espectral de Catalina King es una entidad, pero recela que no tenga alma y esté animada aquella figura de hermoso cutis por el médium y los concurrentes. También los eruditos autores de El universo invisible dan de mano a su hipótesis electrobiológica y vislumbran la posibilidad de que el éter universal sea el álbum fotográfico de En-Soph, el infinito Ser.
Muy lejos estamos de asegurar que todos los espíritus comunicantes de las sesiones espiritistas pertenezcan a los órdenes de elementales y elementarios, pues muchos de ellos, sobre todo los que hablan por boca y escriben por mano del médium, aparte de otras operaciones, son espíritus de difuntos cuya bondad o malicia depende del carácter moral del médium, del ambiente colectivo de los circunstantes y, mucho más todavía, de la intensidad e índole del propósito. Nada serio puede esperarse cuando la sesión no tiene otro objeto que satisfacer la curiosidad y pasar el tiempo; pero tampoco crea nadie que un espíritu sea capaz de materializarse en carne y hueso, pues lo más que pueden hacer es proyectar su imagen etérea en las ondas atmosféricas, de modo que tanto el cuerpo como el traje causarán al tacto una sensación semejante a la brisa y no la de un objeto densamente material. Es inútil atribuir naturaleza humana a los “espíritus materializados en quienes se advertían los latidos del corazón, y que hablaban con voz sonora, unas veces valiéndose de trompetilla y otras sin haber de recurrir a este instrumento. Difícilmente se olvidan una vez oídas las voces, si cabe darles este nombre, de las apariciones espectrales. La voz de los espíritus puros semeja el trémulo murmullo de una lejana arpa eólica. La voz de un espíritu en pena, y por lo tanto impuro, si no maligno, puede compararse a la voz humana que saliese del fondo de un tonel vacío.
Esta filosofía no es nuestra, sino la de muchísimas generaciones de magos y teurgos que la fundaron en la experiencia. El testimonio de la antigüedad es irrecusable en este punto: ... ... ... (40). Las voces de los espíritus son inarticuladas. La voz de los espíritus consiste en una serie de sonidos de efecto semejante al de una columna de aire comprimido que, ascendiendo de abajo arriba, se derramara en torno del oyente. En el caso de Isabel Eslinger, todos cuantos presenciaron la aparición (41), atestiguaron que habían visto como una columna de nubes. Durante once semanas seguidas observaron diariamente esta aparición, el doctor Kerner y sus hijos, varios sacerdotes luteranos, el abogado Fraas, el grabador Düttenhöfer, los dos médicos Siefer y Sicherer, el juez Heyd, el barón de Hugel y muchas otras personas. Mientras se manifestaba el espectro, permanecía Isabel en su celda orando sin cesar en voz alta, y como al propio tiempo hablaba la aparición, no podía ser un caso de ventriloquismo, aparte que, según los testigos, nada tenía aquella voz de humana ni nadie era capaz de imitar su timbre.
FORMAS MATERIALIZADAS
Más adelante daremos copiosas pruebas entresacadas de autores antiguos acerca de esta evidente verdad. Por ahora repetiremos que ningún espíritu de los llamados humanos por los espiritistas ha demostrado suficientemente su condición. Los espíritus desencarnados pueden comunicar su influencia subjetivamente a los médiums y producir manifestaciones objetivas a través de estos, pero no por sí mismos. Pueden disponer del cuerpo del médium y expresar sus conceptos y deseos por los diversos procedimientos del fenomenalismo psíquico, pero no materializar lo inmaterial, es decir, su divina esencia. Así es que toda materialización genuina está determinada o por la voluntad del espíritu aparecido, o por los espíritus duendísticos que son generalmente demasiado groseros para merecer el nombre de diablos. Rara vez son capaces los espíritus de dominar a estos seres sin alma, siempre dispuestos a tomar nombres pomposos; pero cuando los dominan, quedan sujetos como polichinelas a cuanto les dicta el alma inmortal. Sin embargo, este dominio requiere condiciones generalmente desconocidas aún de los espiritistas más asiduos concurrentes a las sesiones, pues no a todo el que quiere le es dable evocar espíritus humanos. Uno de los más poderosos estímulos de los difuntos, es el intenso amor a sus deudos en la tierra, que irresistiblemente los empuja hacia la corriente de luz astral, cuyas vibraciones enlazan el alma del ser amado con el alma universal. Otro requisito importantísimo es la armonía y pureza mental de los circunstantes.
Si este razonamiento es erróneo, si las formas materializadas que aparecen en oscuros aposentos, salidas de estancias aún más oscuras, fuesen espíritus de difuntos, ¿a qué establecer diferencias entre ellas y los fantasmas que de súbito aparecen sin gabinete de preparación ni médium comunicante? ¿Quién no ha oído hablar de las almas en pena que vagan por los lugares donde se perpetró algún crimen o vuelven movidas de irresistibles ansias de necesidad no satisfecha y cuyas manos tienen el tacto de la carne viva de modo que apenas cabe distinguirlas de los vivos?
Conocemos casos auténticos de súbitas apariciones espectrales, sin analogía alguna con las incipientes materializaciones de nuestros días. El periódico Medium and Day Break, del 8 de Septiembre de 1876, publicó una carta de una señora que durante sus viajes por el continente presenció un fenómeno en una casa encantada. Dice uno de sus párrafos: “En el oscuro rincón de la biblioteca resonó un extraño ruido y al volver la vista eché de ver una nube de vapor luminoso... el espíritu apegado a la tierra vagaba por el lugar maldito de sus fechorías”.
Este espíritu era indudablemente un elemental auténtico que por espontánea determinación se hizo visible, como lo son todos los espectros, pero impalpable, o, a lo sumo, dando al tacto una sensación como si se metiera de pronto la mano en el agua o se palpara una nube de vapor acuoso. Según la descripción, era luminoso y vaporoso, por lo que bien podemos colegir que sería la sombra personal del espíritu apegado a la tierra por el remordimiento de crímenes propios, o a consecuencia de los ajenos. La muerte encierra profundos misterios y las modernas materializaciones sólo sirven para ridiculizarlos a los ojos de los indiferentes. A esto pueden replicar los espiritistas diciendo que, por declaración explícitamente pública, hemos presenciado personalmente dichas formas materializadas. No tenemos reparo en reiterar el testimonio y decir que en tales formas reconocimos la representación visible de conocidos, amigos y aun parientes, y escuchamos de ellos palabras en idiomas orientales desconocidos del médium y de todos los circunstantes, excepto de nosotros mismos. Nadie dejó de considerar este hecho como prueba concluyente de las facultades del médium, un zafio labriego llamado Vermont; pero aquellas formas no eran de las personalidades que aparentaban ser, sino sencillamente simulaciones suyas, plasmadas vívidamente por espíritus elementales y elementarios. No habíamos tocado hasta ahora este punto, porque la masa general de espiritistas no estaba preparada ni para escuchar siquiera, cuanto menos para creer en los espíritus elementales y elementarios. Desde entonces se ha discutido públicamente este punto y ya no resulta tan aventurado entregar a la voracidad de la crítica la canosa filosofía de los antiguos, porque la cultura general ha evolucionado lo bastante para tomarla en consideración y estudiarla sin apasionamiento. Dos años de agitación mental han mejorado notablemente la mentalidad colectiva.
Asegura Pausanias que cuatro siglos después de la batalla de Maratón, se oían en el campo los relinchos de los caballos y el vocerío de los combatientes. Suponiendo que vagasen por aquel lugar los espíritus de los soldados muertos en la batalla, resultaría que aparecieron en figura espectral o fantástica, y no en forma materializada. Pero ¿qué causa tenían los relinchos? ¿Eran los espíritus de los caballos? Si admitimos, contra toda verdad, que los caballos tienen alma, habremos de confesar que el alma inmortal de los soldados muertos relinchaba para reproducir con mayor y más dramática viveza la bélica escena. Repetidas veces se han visto aparecer fantasmas de animales domésticos, y el testimonio en este caso es tan fidedigno como el referente a las apariciones de espectros humanos. ¿Quién simula entonces la figura espectral de estos animales? ¿Los espíritus humanos? La cuestión está encerrada en un dilema: o los animales tienen alma y espíritu como el hombre, o forzosamente hemos de aceptar con Porfirio la existencia en el mundo invisible de una especie de demonios maliciosos y embusteros, una clase de seres intermedios entre el hombre y los dioses, que se complacen en asumir cuantas formas les viene bien remedar, desde la del hombre a la de los animales (42).
ESPÍRITUS ELEMENTARIOS
Pero antes de resolver la cuestión de si los espectros zoóticos, con tanta frecuencia aparecidos, están animados por el espíritu del animal, conviene examinar cuidadosamente su manera de conducirse. ¿Proceden estos espectros en armonía con las costumbres, instintos y características de sus congéneres en vida? ¿Muestran los fieros su natural acometividad y los mansos su peculiar timidez, o bien se descubre en estos contrariamente a su índole la maligna disposición de molestar al hombre en vez de rehuir su presencia? Muchas víctimas de estas obsesiones, como por ejemplo en el caso de Salem y otros hechizos igualmente comprobados, afirmaron haber visto entrar en sus aposentos fantasmasde perros, gatos, cerdos y otros animales, que se les subían a la cama y les hablaban incitándoles al suicidio y otros crímenes. En el auténtico caso de Isabel Eslinger, descrito por Kerner, el espectro del cura de Wimmenthal ( 43) iba acompañado de un enorme perro negro, que, según declaración de numerosos testigos, saltaba a las camas de los presos. En cierta ocasión se apareció el cura con un cordero y en otra con dos. Además, la mayor parte de los acusados en el proceso de Salem confesaron que por encargo de la hechicera habían hecho sortilegios y maquinado maldades valiéndose de unos pájaros amarillos que se les posaban en los hombros y en las vigas del techo (44).
Por lo tanto, so pena de invalidar los múltiples testimonios de todo país y época y atribuir el monopolio de la clarividencia a los modernos médiums, hemos de reconocer que los espectros de animales denotan los peores rasgos de la más depravada naturaleza humana, a pesar de no ser en modo alguno humanos. ¿Qué serán, entonces, sino elementales? Descartes fue uno de los pocos que se atrevieron a decir que a la medicina oculta se le deberían descubrimientos destinados a dilatar los dominios de la filosofía; y Brierre de Boismont, no sólo compartía esta esperanza, sino que explícitamente manifestaba sus simpatías por el supernaturalismo a que llamaba el “magno credo universal”. Dice a este propósito: “Creo, de acuerdo con Guizot, que la existencia de la sociedad está íntimamente ligada a lo sobrenatural y es inútil que el racionalismo moderno lo rechace por no saber explicar las íntimas causas de los fenómenos a pesar del positivismo de que alardea. Lo sobrenatural está universalmente arraigado en el fondo de todos los corazones. Los hombres de mayor talento son sus más ardorosos discípulos (45).
Colón descubrió el continente americano, y Américo Vespucio le usurpó la nombradía del descubrimiento. Paracelso redescubrió las secretas propiedades del imán (el hueso de Horus, como le llamaban los antiguos, que doce siglos atrás se valían de él en los Misterios teúrgicos) y fundó la escuela teúrgico-magnética de la Edad Media. Sin embargo, Mesmer, que tres siglos después de Paracelso continuó su escuela, usurpó la fama al insigne filósofo ígneo, que acabó sus días en un hospital. Tal es el mundo. Los nuevos descubrimientos son hijos de la ciencia antigua. Los hombres se suceden sin alteración de la naturaleza humana.
CAPÍTULO III
El espejo del alma no puede reflejar a la vez la tierra
Y el cielo. La tierra desaparece de la superficie tan luego
Como el cielo se retrata en el fondo.- ZANONI.
¿Quién te dio el encargo de anunciar al pueblo que no
hay Dios? ¿Qué ventaja hallas en convencer a las gentes de
que una fuerza ciega preside sus destinos y al azar igualmente
flagela el crimen y la virtud?
ROBESPIERRE.-Discurso del 7 de Mayo de 1794.
Creemos que muy pocos de estos fenómenos, cuando son auténticos, pueden atribuirse a espíritus humanos, y aun los derivados de las ocultas fuerzas naturales a través de verdaderos médiums y de los fakires de la India y Egipto, requieren cuidadosa y detenida comprobación científica, sobre todo desde que respetables autoridades atestiguan la imposibilidad de fraude en muchos casos. Nadie niega que haya hechiceros de oficio cuya destreza alcance a producir fenómenos más estupendos que todos los “John King” habidos y por haber. Sirva de ejemplo Roberto Houdin, que tenía habilidad para ello y, no obstante, se burlaba luego en la misma cara de los académicos, porque le instaban a declarar con su firma en los periódicos que para hacer girar una mesa o que respondiera sin contacto de manos, era indispensble prepararla convenientemente para ello con la debida antelación (1). Prueba del erróneo juicio que atribuye a impostura todo fenómeno psíquico, nos la da el no haber aceptado un famoso prestidigitador londinense la apuesta de mil libras esterlinas con que Algernón Joy (2) le incitó a producir los fenómenos psíquicos en las mismas condiciones que los médiums, bajo la vigilancia de una comisión nombrada al efecto. Por hábil que sea un prestidigitador no podrá llevar a cabo en igualdad de circunstancias los fenómenos operados por los ma´s vulgares fakires indos. Entre los requisitos de prueba habrían de constar indispensablemente: por una parte, que la comisión investigadora designase el lugar del experimento, en el mismo instante de empezar el acto, sin que el fakir tuviera el más leve indicio de la designación; y por otra, que el experimento se efectuase en pleno día, sin otro ayudante que un chiquillo en cueros vivos, cuyo traje sería también, o poco más, el del fakir. En estas condiciones escogeríamos las tres suertes más repetidas por los fakires y presenciadas no hace mucho por varios personajes del séquito del príncipe de Gales, conviene a saber:
1º Convertir en serpiente cobra, de mordedura mortal, una rupia fuertemente retenida en la mano cerrada, por un circunstante escéptico.
2º Lograr que en menos de quince minutos brote, crezca, fructifique y madure una simiente escogida arbitrariamente por los espectadores y plantada en el tiesto que ellos mismos proporcionen.
3º Tenderse el fakir sobre tres espadas hincadas por el puño en el suelo, punta arriba, y al deshincarlas una tras otra, quedarse el fakir tendido en el aire a un metro del suelo. Cuando hagan lo mismo los prestidigitadores, empezando por Houdin y acabando por el último impostor que recabó éxitos con sus ataques al espiritismo, entonces, y sólo entonces, creeremos que el género humano procede la pezuña del orohippus eocénico de Huxley.
EXPOSICIONES ERRÓNEAS
Nuevamente afirmamos con entera seguridad que no hay en los otros tres puntos cardinales hechicero profesional capaz de emular a los desastrados e incultos fakires de Oriente, que no necesitan estancias egipcias ni preparación ni ensauyo para realizar sus experimentos, pues siempre están prontos a invocar en su auxilio a las ocultas fuerzas de la naturaleza, que son libro de siete sellos tanto para los prestidigitadores como para los científicos europeos. Acertadamente dice Elihu: “No siempre son sabios los hombres eminentes, ni la edad es prueba de discernimiento” (3). Repetiremos a este propósito lo que dice el teólogo inglés More: “A la verdad, si los hombres no hubiesen perdido la modestia, los relatos bíblicos les probarían plenamente la existencia de espíritus y ángeles... Me parece providencial que los recientes casos de apariciones despierten en nuestras entorpecidas y aletargadas mentes el convencimiento de que hay otros seres inteligentes, además de los revestidos de grosera arcilla... Porque si estas pruebas nos demuestran la existencia de espíritus malignos, forzosamente hemos de creer en los espíritus buenos, y por lo tanto en Dios”. El ejemplo ya citado entraña una lección moral, no sólo para los científicos, sino también para los teólogos. Tanto los predicadores como los catedráticos delatan continuamente su incompetencia en psicología, menospreciando las coyunturas de estudio que se les ofrecen y poniéndose en ridículo a los ojos del estudiante sincero. La opinión pública, en este punto, está amañada por impostores e ignorantes indignos de consideración.
Tardíamente ha evolucionado la psicología, más bien por el ridículo en que se pusieron sus profesores, que por dificultades propias de su estudio. El huero desdén de los sabios en mantillas y de los necios a la moda ha contribuido a mantener al hombre en la ignorancia de sus latentes facultades, con mayor fuerza que las tenebrosidades, riesgos e impedimentos propios del asunto. Éste es precisamente el caso de los fenómenos espiritistas cuya investigación ha estado hasta ahora en manos profanas, a causa del temor que los científicos tenían de las burlas, dicterios y preocupaciones de gentes indignas de atarles la correa del zapato, pues también anida la poquedad de ánimo en las universidades.
La vitalidad del espiritismo moderno resiste victoriosamente al desprecio de la ciencia y a la bulliciosa jactancia de sus presumidos expositores. Desde los padres graves de la ciencia, como Faraday y Brewster, hasta los informes del afortunado imitador de los fenómenos de Londres, no encontramos ni el más leve argumento sólido contra la autenticidad de los fenómenos espiritistas. El imitador aludido dice en su titulado informe: “Mi opinión es que Williams simulaba las personalidades de John King y Peter. Nadie podrá demostrar lo contrario”. A pesar de la arrogancia de la afirmación, no pasa de ser una hipótesis, por lo que los espiritistas pueden exigir a su vez del informante la prueba de cuanto dice.
Pero los más inveterados y acerbos enemigos del espiritismo pertenecen a una clase por fortuna poco numerosa, pero que alzan mucho la voz para publicar sus opiniones con estrépito digno de mejor causa. Son los eruditos a la violeta que, en la América del Norte, presumen de sabios por tener una máquina eléctrica en su despacho o haber publicado tal o cual memoria pueril sobre la locura y la mediummanía. Se creen estos hombres pensadores profundos y fisiólogos eminentes, y desdeñan la para ellos absurda metafísica, porque son positivistas de la escuela de Augusto Comte, cuyo más vivo anhelo es levantar a la ilusa humanidad del negro abismo en que la superstición la tiene sumida, y reconstruir el Cosmos sobre mejores fundamentos. Su irascible psicofobia llega al extremo de considerar imperdonable ofensa que les supongan dotados de espíritu inmortal, y si les hubiéramos de hacer caso, los hombres sólo pueden tener alma científica o alma anticientífica, según su grado de mentalidad (4).
LA RELIGIÓN DE COMTE
Unos treinta o cuarenta años atrás, Augusto Comte, alumno de la Escuela Politécnica de París y auxiliar de las cátedras de Cálculo diferencial e integral y Mecánica racional en el mismo establecimiento docente, se despertó una mañana con la ventolera de ser profeta. En los Estados Unidos se encuentra un profeta en cada esquina, y en Europa escasean como cisnes negros; pero Francia es país de novedades y Comte fue profeta con tanto éxito, que aun la grave Inglaterra lo diputó durante algún tiempo por el Newton del siglo XIX. Difundióse el contagio mental hasta invadir cual devorador incendio Alemania, Inglaterra y Estados Unidos. La flamante filosofía ganó algunos prosélitos en Francia, cuyo entusiasmo no fue duradero, porque se negaron a proporcionar los recursos que necesitaba el profeta, y el fervoroso entusiasmo despertado en un principio por aquella religión sin Dios se entibió con rapidez igual a su enfervoramiento. De los ardientes apóstoles del profeta sólo quedó uno notable: el famoso filólogo Littré, miembro del Instituto de Francia y candidato perpetuo a la Academia Imperial de Ciencias, cuya entrada le obstruía maliciosamente el obispo de Orleáns (5).
El matemático-filósofo, el sumo pontífice de la “religión” del porvenir, predicaba su doctrina al estilo de todos los profetas contemporáneos. Divinizaba a la mujer y la ponía sobre un altar, pero la “diosa” quedaba en la obligación de pagarse la peana. Los racionalistas que tanto se burlaron de las extravagancias de Fourier y de Saint Simón y con tanto desprecio ridiculizaron el espiritismo, se vieron presos como inacutos gorriones en la liga retórica del nuevo profeta. Como ni los más empedernidos ateos son extraños al anhelo congénito en el hombre de reconocer una Divinidad, al ansia de lo desconocido, los discípulos de Comte le siguieron atraídos por el aparente brillo de este fuego fatuo, hasta hundirse en un pantano sin fondo. Encubiertos bajo la máscara de una falsa erudición, los positivistas se propusieron acabar con el espiritismo, mientras por otra parte alardeaban de investigar sin prejuicio alguno los fenómenos psíquicos. Demasiado sin prejuicio alguno los fenómenos psíquicos. Demasiado tímidos para arremeter contra las iglesias cristianas, procuraron minar la fe del hombre en Dios y en la inmortalidad del alma, principios fundamentales de toda religión. Su táctica consiste en ridiculizar el espiritsmo fenoménico, que tantas pruebas suministra de la supervivencia del alma, y para atacarlo en su punto más flaco, se apoyan por un lado en la falta de método inductivo y en las exageraciones de las doctrinas espiritistas, y por otro en la prevención con que las gentes miran el fenomenalismo. De esta suerte se muestran quijotescos y benéficos debeladores de la tan, según el vulgo, monstruosa superstición.
Veamos hasta qué punto aventaja al espiritismo la ponderada religión del porvenir instituida por Comte, y nos percataremos de que con mayor motivo merecen sus prosélitos el manicomio, donde aconsejaban recluir a los médiums con quienes se habían mostrado tan solícitos. Ante todo conviene advertir que por lo menos las tres cuartas partes de los rasgos repulsivos del espiritismo moderno derivan de los materialistas que aventureramente se pasaron al campo contrario. Comte ha descrito repugnantemente la fecundación aritifical de la mujer del porvenir, hermana mayor del venusto ideal de los partidarios del amor libre. Las futuristas enseñanzas de los lunáticos discípulos de Comte han contagiado a algunos pseudo-espiritistas hasta el punto de inducirles a formar comunidades societarias, aunque ninguna duradera, pues su carácter distintivo era una especie de animismo materialista recubierto de una tenue capa de filosofía similor, esmaltada de enrevesados nombres griegos.
Propuso Platón (6) que para mejorar la especie humana se eliminaran los individuos enfermizos y deformes, y se fomentasen los matrimonios entre los más robustos ejemplares de la raza. No era de esperar que el “genio de nuestro siglo”, no obstante sus presunciones de profeta, forjase nuevos planes en su cerebro y, como buen matemático, combinó hábilmente unas cuantas utopías antiguas, dióles matiz plástico, y apoyado en el pensamiento de Platón, engendró la mayor monstruosidad nacida de cerebro humano.
Es preciso advertir que no atacamos a Comte como filósofo, sino tan sólo como innovador. En la notoria confusión de sus ideas sociales, filosóficas y religiosas, resplandecen con frecuencia algunas observaciones y juicios tan lógicos en el fondo, como brillantes en la forma, cuyo fulgor, parecido al del relámpago en noche tenebrosa, acrecienta las tinieblas luego de extinguido. De sus obras podría entresacarse un volumen de aforismos verdaderamente originales, que definen con sumo acierto la mayor parte de los males de la sociedad; pero ni en su pesado Curso de filosofía positiva ni en su paródico Catecismo de la religión positivista se encuentra la ma´s ligera insinuación del posible remedio. Los discípulos de Comte vienen a suponer que las doctrinas de su maestro son demasiado sublimes para que las comprenda el vulgo; pero comparando los dogmas del positivismo con la interpretación que les dan sus apóstoles, se echan de ver las contradicciones del fondo, pues mientras el pontífice dice que “la mujer ha de dejar de ser la hembra del hombre” (7) y los legisladores positivistas afirman que en el matrimonio y en la familia debe ser la mujer “consocia del hombre, dispensada de toda función materna” (8), a cuyo efecto proyectan una futura institución en que las funciones proyectan una futura institución en que las funciones de la maternidad queden substituidas por “la aplicación a la casta esposa de una fuerza latente” (9), no faltan sacerdotes laicos del positivismo que preconizan la poligamia y aseguran que sus doctrinas contienen la quinta esencia de la filosofía espiritualista.
NEGACIONES DEL POSITIVISMO
Según los teólogos católicos cuya eterna pesadilla es el demonio, la mujer futura, descrita por Comte, caerá en poder de los íncubos (10); pero a juicio de más zumbones autores, la Divinidad del positivismo será una yegua de dos patas. También Littré hace prudentes restricciones al aceptar el apostolado de tan maravillosa religión. Decía así en 1859:
“Asegura Comte que no sólo ha establecido los principios, trazado los perfiles y descubierto el método, sino también las consecuencias necesarias para levantar el edificio social y religioso del porvenir. En esta segunda parte nos reservamos la opinión, al propio tiempo que aceptamos sin reparo en herencia el conjunto de la primera” (11).
Pero más adelante añade:
“En su magistral obra: Sistema de filosofía positiva, establece Comte las bases de una filosofía que, con el tiempo, ha de suceder a la teología y a la metafísica. En esta obra expone, como no podía menos, su directa aplicación al gobierno de las sociedades. Como quiera que no advierto nada arbitrario en estas doctrinas, y en cambio encuentro verdadera ciencia, mi adhesión a los principios se extiende a sus esenciales consecuencias”.
Littré se ha mostrado digno discípulo del profeta, pues todo el sistema de Comte nos parece basado sobre equívocos. Donde dice positivismo se ha de leer nihilismo; donde castidad, leed impudicia, y así de lo demás. Como quiera que es una religión fundada sobre bases negativas, difícilmente pueden llevarla sus prosélitos a la práctica, sin decir que lo negro es blanco. Sigue Littré: “La filosofía positiva no acepta el ateísmo, porque el ateo no tiene la mente emancipada, sino que, a su modo, es un teólogo que explica como le place la esencia de las cosas, y presume conocer su origen... El ateísmo es sinónimo de panteísmo y este sistema también es todavía enteramente teológico y pertenece a la escuela antigua” (12).
Perderíamos el tiempo si prosiguiéramos citando más pasajes de estas paradójicas disertaciones. Comte llegó al colmo del absurdo al dar el nombre de religión a su nueva filosofía y, como suele acontecer en estos casos, sus discípulos sobrepujaron el absurdo. Filósofos postizos que brillan en las academias positivistas de Norte América, como una luciérnaga en comparación de una estrella, delatan con toda amplitud sus opiniones al cotejar “el sistema de pensamiento y vida” planeado por el apóstol francés con “las necedades del espiritismo” que, por supuesto, sale malparado del cotejo. “Para destruir es necesario reedificar”, exclama Comte citando a Cassaudiere, sin conformarse con su pensamiento; y sus discípulos explanan el aborrecible sistema con que pretenden sustituir el cristianismo, el espiritismo y aun los métodos científicos. Uno de ellos dice: “El positivismo es una doctrina integral que repudia por completo toda creencia teológica y metafísica, toda modalidad sobrenatural y, por consiguiente, el espiritismo. El verdadero criterio positivista sustituye el estudio de las leyes invariables de los fenómenos por el de sus causas inmediatas. En este concepto también repudia el ateísmo, porque al fin y al cabo el ateo es un teólogo en el fondo, pues no difiere de los teólogos en el planteamiento, sino en la solución del problema, y por lo tanto, es inconsecuente. Los positivistas rechazamos todo problema inaccesible a la mente humana, pues de lo contrario malgastaríamos nuestras fuerzas en la imposible indagación de las causas primeras. Por lo tanto, el positivismo da satisfactoria explicación del mundo y de los deberes y destino del hombre" (13).
OPINIÓN DE HARE
Mitiguemos el brillo de este programa con el juicio crítico del insigne Hare, quien dice a este propósito: “La filosofía positivista de Comte es, en último término, puramente negativa, pues afirma la inutilidad de perder tiempo en indagar los inescrutables orígenes de las leyes de la naturaleza. Por considguiente, esta doctrina se funda en la ignorancia de las causas y medios de las leyes en que forzosamente ha de permanecer el hombre, a pesar de las pruebas referentes al mundo espiritual. Así es que, mientras el ateísmo queda recluido en los dominios de la materia, el espiritismo se mueve en un campo de tan dilatado espacio como la eternidad con relación a una vida humana y como las insondables regiones sidéreas respecto al área habitable de nuestro planeta” (14).
En suma, el positivismo arremete igualmente contra la teología, la metafísica, el espiritismo, el ateísmo, el materialismo y la ciencia, con amenaza de invalidarse a sí mismo. Opina De Mirville que, según la filosofía positivista, “la mente humana no logrará equilibrarse hasta que la psicología se considere como un laxante cerebral y la historia como un laxante social”. El Mahoma moderno empieza por despojar al hombre del alma y de la fe en Dios, para hundir después inadvertidamente en las entrañas de su propia doctrina la afiladísima espada de la metafísica, cuyos golpes presumiera evitar. De este modo no quedan en su sistema ni vestigios de filosofía.
De un discurso pronunciado en 1864 por Pablo Janet, miembro del Instituto de Francia, sobre el positivismo, entresacamos el siguiente párrafo:
“Hay algunos talentos educados y nutridos en las ciencias exactas y experimentales, que sienten instintiva inclinación a la filosofía, pero sin que puedan satisfacerla más que con elementos ajenos, y su ignorancia de las ciencias psicológicas les lleva precisamente a combatirlas, con lo cual presumen haber fundado una nueva filosofía positiva que, bien mirada, no es ni más ni menos que una incompleta y mutilada hipótesis metafísica. Se arrogan la infalible autoridad, propia tan sólo de las ciencias de experimentación y cálculo, siendo así que su defectuoso sistema es del mismo orden mental que los que combaten. De aquí lo deleznable de su posición y el descrédito de sus ideas, que muy luego serán esparcidas a cuatro vientos” (15).
Los positivistas norteamericanos se han esforzado incesantemente en derrumbar el espiritismo. Para que se vea hasta dónde llega su imparcialidad, recordaremos que preguntan si los dogmas de la Inmaculada Concepción, de la Trinidad y la Eucaristía, resisten al examen de la fisiología, de las matemáticas y de la química, para decir después que más absurdas todavía son las quimeras del espiritismo. Perfectamente. Pero ¿hay absurdo teológico ni quimera espiritista que aventaje en depravada imbecilidad al positivista concepto de la fecundación artificial? Por una parte declaran incognoscibles las causas primeras, y por otra suplantan en el porvenir la vívida e inmortal compañera del hombre con un tipo de mujer imposible, semejante al fetiche indio de Obeah, día tras día repleto de huevos de serpiente para que el sol los empolle.
En nombre del sentido común cabe preguntar por qué ha de motejar de supersticiosos a los místicos cristianos y de orates a los espiritistas una titulada religión que con tan repulsivos absurdos tiene partidarios entre los mismos académicos y pone en boca de su propio fundador, para admiración de sus discípulos, rapsodias tan extravagantes como la siguiente:
“Me admira cada día más la creciente coincidencia entre el advenimiento social del misterio femenino y la disminución de la fe en el sacramento de la Eucaristía. La Virgen ha suplantado a Dios en la mente de los católicos meridionales. El positivismo realizará la utopía medioeval que consideraba la raza humana nacida de una virgen madre”. Después de exponer el modus operandi, prosigue Comte diciendo: “La difusión del nuevo procedimiento produciría muy luego una raza sin los inconvenientes de la herencia y más a propósito que la procreación vulgar para el nacimiento de caudillos espirituales y aun temporales, cuya autoridad dimanara de un origen verdaderamente superior que no retrocedería ante ninguna investigación” (16).
FECUNDACIÓN ARTIFICIAL
Cabe preguntar, después de leído esto, si en las “quimeras” del espiritismo, o en los “misterios” del cristianismo, hay algo tan descabellado como esa descripción de la humanidad futura. Si los positivistas que predican públicamente la poligamia no desmienten con su conducta la tendencia de la escuela al materialismo, mucho tememos que, haya o no haya una estirpe sacerdotal así engendrada, no veamos los vástagos de las vírgenes madres.
Natural es que una filosofía entre cuyos ideales está la procreación de semejante casta de doctores íncubos, mueva la pluma de uno de sus más gárrulos tratadistas, para escribir lo siguiente: “Estamos en una muy triste época abundante en creencias muertas o moribundas, y llena de frívolos devotos que en vano ruegan a los caídos dioses. Pero también es una época gloriosamente iluminada por los áureos rayos del naciente sol de la ciencia. ¿Qué tenemos que ver con quienes, perdida la fe y extraviado el entendimiento, se refugian en el espejuelo del espiritismo, en los engaños del trascendentalismo o en las abulias del hipnotismo”? (17).
El fuego fatuo, como se complacen hoy en llamar los filósofos pigmeos al fenomenalismo psíquico, ha tenido que luchar para darse a conocer. No hace mucho tiempo, los ya familiares fenómenos psíquicos tuvieron enérgica negativa en boca de un corresponsal de The Times, de Londres, cuya opinión subsistió como valedera hasta que dirimió la cuestión la obra de Phipson, apoyada en el testimonio de Beccaria y Humboldt (18).
Los positivistas debieron exigir otro símil más feliz y al mismo tiempo estar mejor enterados de los descubrimientos científicos, pues en cuanto al hipnotismo lo practican con éxito, en algunos hospitales de Alemania, eminencias médicas cuya fama y sabiduría está muy lejos de igualar el presuntuoso conferenciante sobre la mediumnidad y la locura. Pocas palabras diremos antes de acabar este enojoso asunto. Hay positivistas que se vanaglorian de contar por correligionarios a los más ilustres científicos de Europa. Sin embargo, no entran en este número Huxley ni Mausley, de nombradía universal. Por lo que toca a Huxley, en una conferencia dada en 1868 en Edimburgo, sobre Los fundamentos fisiológicos de la vida, se muestra muy sorprendido de la ligereza con que el arzobispo de York le atribuyó filiación positivista, y dice: “Por lo que a mí toca, bien pudiera el respetable prelado desmenuzar polémicamente a Comte como un nuevo Agag, sin que yo le detenga la mano. Mi examen de la filosofía positivista me ha convencido de que poco o nada tiene de valía científica, pues en su mayor parte es tan opuesta a la verdadera ciencia, como pueda serlo el catolicismo ultramontano. En la práctica, la filosofía positivista es un catolicismo despojado del espíritu del cristianismo”. Más adelante se indigna Huxley con los filósofos escoceses, y les reconviene por haber consentido que el arzobispo de York atribuyese a Comte la fundación de la escuela filosófica de Hume, y a este propósito exclama: “Bastaba para remover en su tumba los huesos de David Hume, que, no lejos de ella, un auditorio parcial escuchara sin protesta cómo se atribuían sus doctrinas a un escritor francés de hace cincuenta años, en cuyas verbosas y áridas páginas se echa de menos el vigor de pensamiento y la claridad de expresión” (19).
¡Pobre Comte! Ahora resulta que, por lo menos en los Estados Unidos, sus más conspicuos discípulos quedan reducidos a un físico, un médico y un abogado, a quienes un crítico socarrón motejó de “triunvirato anómalo cuyas arduas tareas no les dejan tiempo para aprender a escribir” (20).
Los positivistas no perdonan medio de combatir al espiritismo en provecho de su religión. Sus prelados soplan sin cesar las trompetas como si a su estrépito hubieran de caer los muros de la nueva Jericó; pero ni con sus singularísimas paradojas ni con sus deleznables ataques al espiritismo lograrán su propósito. Para muestra de estos ataques, basta entresacar de una reciente conferencia (21) el párrafo que sigue: “La exclusiva satisfacción del instinto religioso es incentivo de lujuria. Sacerdotes, frailes, monjas, santos, médiums, místicos y devotos han sido siempre famosos por sus concupiscencias”.
LOS MONOS DE LA CIENCIA
Nos complacemos en observar que mientras el positivismo se erige alborozadamente en religión, el espiritismo no ha pretendido jamás ser otra cosa que una ciencia, una filosofía incipiente o, más bien, el estudio indagativo de las fuerzas naturales. Los verdaderos científicos reconocen la realidad de los fenómenos psíquicos, que sólo se atreven a negar los monos remedadores de la ciencia. Los positivistas se burlan del fenomenalismo psíquico y en cambio no saben abrir la boca sin que, como el retórico Butler, no se les escape un tropo. Quisiéramos contraer las censuras al círculo de necios y pedantes que usurpan el título de científicos; pero es innegable que cuando las eminencias tratan algún nuevo punto, pasan sus decisiones sin réplica, aun cuando la merezcan. La cautela propia de los hábitos de investigación experimental, los prejuicios establecidos y el peso de la autoridad científica contribuyen paralelamente a petrificar el pensamiento en dogmas intangibles, y con demasiada frecuencia la ciencia progresa a costa del martirio o del ostracismo del innovador. Los experimentadores de laboratorio deben, por decirlo así, tomar a la bayoneta el reducto de la preocupación y la rutina, pues no será fácil que una mano amiga deje entornada la poterna. No han de hacer caso de las ruidosas protestas y la impertinente crítica de los publicistas de quinta fila que se arremolinan en la antesala de la ciencia, pues deben reservar sus fuerzas para dar en rostro a la hostilidad de los conspicuos y vencerla. La ciencia progresa rápidamente, pero los científicos no se percatan del progreso, pues casi siempre arremeten contra los nuevos inventos. El triunfo es de quien valerosa y perseverantemente resiste la embestida parapetado en su intuición. Pocas son las leyes naturales cuya primera enunciación no suscitara burlas y fuera generalmente tenida por absurdamente contraria a la ciencia. Pero no obstante el orgullo de quienes nada descubren, no es posible desoír por mucho tiempo el clamoreo de los innovadores que, desgraciadamente para la pobre y egoísta humanidad, se convierten a su vez en rémoras de cuantos indagan nuevamente la acción de las leyes naturales. Así, poco a poco, va pasando la humanidad por sucesivos ciclos de conocimientos cuyos errores corrige de continuo la ciencia para rehabilitar hoy las hipótesis desechadas por erróneas ayer. Esto ha sucedido no sólo en cuestiones psicológicas, tales como el hipnotismo desde el doble punto de vista fisiológico y psíquico, sino también en descubrimientos relativos a las ciencias de observación.
¿Qué hemos de hacer? ¿Evocar un pasado desagradable? ¿Decir que los científicos medioevales negaban con el clero el sistema heliocéntrico por temor de oponerse a las enseñanzas de la Iglesia? ¿Recordaremos que algunos naturalistas del siglo XVIII negaron autenticidad zoológica a las conchas fósiles, diciendo que tan sólo eran simulaciones artificiosas, mientras otros sostenían acaloradamente lo contrario en discusiones salpicadas de insultos, hasta que Buffón sentenció el pleito con pureba plena a favor de los segundos? Seguramente que si tan discordes andan los científicos respecto al origen y naturaleza de las conchas fósiles, tan fácilmente observables, a duras penas cabe esperar que crean en las formas espectrales de las sesiones espiritistas, cuando el médium es genuinamente sincero.
Los escépticos podrían entretener provechosamente los ratos de ocio en la lectura de la obra de Flourens, secretario perpetuo de la Academia francesa, titulada: Historia de las investigaciones de Buffón, en la que describe cómo el insigne naturalista desbarató la hipótesis de la simulación artificial, cuyos partidarios persistieron en negar todo cuanto no comprendían y se mofaron sarcásticamente de los experimentos eléctricos de Franklin, de las tentativas de Fulton, de los proyectos ferroviarios de Perdonnet, de las nuevas orientaciones de Harvey y de las heroicas pruebas de Palissy.
EPIDEMIA DE NEGACIONES
En la ya citada obra: Conflictos entre la religión y la ciencia, se muestra Draper algo distanciado de la justicia, al achacar tan sólo al clero los impedimentos con que tropieza el progreso de las ciencias; pero sin menoscabo de la admiración debida al insigne escritor, observaremos que, aparte de la enemiga mostrada por el clero a los descubrimientos enumerados en la obra, no debió pasar por alto la oposición de todo inventor hubo de encontrar en los científicos. Dice bien Draper en pro de la ciencia, que “saber es poder”; pero los abusos del poder son igualmente perniciosos, ya provengan del extravío de la sabiduría, ya de las obcecaciones de la ignorancia. Además, el clero no tiene hoy la fuerza que tuvo en otras épocas, y sus protestas no harían mella en el mundo científico. Sin embargo, mientras los teólogos se mantienen tras cortina, los científicos han empuñado a dos manos el cetro del despotismo y lo blanden como espada del querubín puesto a la entrada del Edén, para alejar a los hombres del árbol de vida mortal, y retenerlos en el mundo de perecedera materia.
El periódico londinense El Espiritista, en su réplica a la crítica de Gully sobre la hipótesis de Tyndall, llamada de la neblina ígnea, dice que, gracias a la ciencia, no mueren hoy todos los espiritistas en las hogueras inquisitoriales. Admitamos esta gracia, aun teniendo en cuenta que ya pasaron de moda los autos de fe, y preguntemos si en el caso de que Faraday, Tryndall, Huxley, Agassiz y otros dispusieran del poder de la Inquisición, se encontrarían los espiritistas tan seguros como están hoy día; pues mueve a preguntarlo la actitud de dichos científicos respecto del espiritismo, ya que a falta de hogueras donde abrasar a quienes creen en el mundo de los espíritus, les llaman locos, maniáticos, alucinados, fetichistas y demás vituperios por el estilo.
A la verdad, no acertamos a descubrir las razones que habrá tenido el director de El Espiritista, de Londres, para mostrarse tan agradecido a la benevolencia de los científicos, pues el reciente proceso Lankester-Donkin-Slade, seguido en Londres, debiera haber abierto los ojos a los espiritistas demasiado confiados, para darles a entender que el materialismo pertinaz es mucho más refractario a la razón que el fanatismo religioso. Uno de los mejores escritos de Tyndall es el folleto titulado: Martineau y el Materialismo, aunque tal vez con el tiempo enmiende el autor algunos excesos de lenguaje. Pero dejando por de pronto esto aparte, fijémonos en lo que dice sobre la ciencia. En boca de Martineau pone la pregunta siguiente: “Cuando un hombre piensa, siente y quiere, ¿cómo actúa la conciencia?” Y responde: “No es posible concebir el transporte del funcionamiento cerebral a los correspondientes hechos de conciencia. Suponiendo que un pensamiento definido coincida simultáneamente con una acción molecular en el cerebro, no poseemos, ni rudimentariamente siquiera, el órgano intelectual que nos permita descubrir por el raciocinio el enlace entre el pensamiento y la acción cerebral que coinciden sin que sepamos por qué. Aun cuando nuestra mente y nuestros sentidos fuesen capaces de percibir las moléculas cerebrales, de atisbar todos sus movimientos, agrupaciones y descargas eléctricas, si acaso las hay; aunque conociéramos perfectamente su correspondencia con los pensamientos y emociones, no podríamos resolver el problema de cómo el proceso fisiológico se enlaza con los hechos de conciencia. La hondonada entre ambos fenómenos quedaría tan intelectualmente infranqueable como antes” (22).
LA CIENCIA ULTRAMONTANA
Esta hondonada, que a Tyndall le parece tan infranqueable como la neblina ígnea en que envuelve la causa agnoscible, no es obstáculo alguno para la intuición espiritual. El profesor Buchanan, en sus Bosquejos de conferencias sobre el sistema neurológico en Antropología, escritos en 1854, señala el modo de echar un puente sobre tan temerosa hondonada. Aquí tenemos una de aquellos trojes donde se almacena parcamente la semilla mental de futuras y copiosas cosechas. Pero el edificio del materialismo se basa enteramente sobre los toscos sótanos de la razón. Cuando los maestros de la ciencia hayan llegado al límite extemo de su capacidad, podrán a lo sumo revelarnos un mundo de moléculas animadas por secreto impulso. El más acertado diagnóstico de la enfermedad que aqueja a los científicos, lo encontraremos con sólo una ligera substitución de palabras, en la crítica a que Tyndall somete la mentalidad del clero ultramontano. En vez de “sacerdotes” pongamos “científicos”; en lugar de “pasado precientífico” leamos “presente materialista”, y reemplacemos “ciencia” por “espíritu”. El pasaje siguiente nos traza un vivo retrato, pintado por mano maestra, del científico moderno:
“... Sus sacerdotes viven tan apegados al precientífico pasado, que aun los más poderosos talentos son refractarios a las verdades recientes. Tienen ojos y no ven, oídos y no oyen; porque ojos y oídos se convierten a visiones y sonidos de otros tiempos. Desde el punto de vista científico, el cerebro de los ultramontanos es poco menos que infantil. Pero no obstante ser tan niños en conocimiento científico, tienen suficiente poderío espiritual entre los ignorantes para inducirles a prácticas que sonrojan a los de más claro juicio” (23).
El ocultista les dice a los científicos que se miren en este espejo.
Desde los albores de la historia, todos los pueblos exigieron en su legislación el testimonio de, por lo menos, dos testigos para aplicar la pena de muerte. “Por boca de dos o tres testigos sea condenado el reo de muerte” (24) dice el legislador del pueblo hebreo. “Las leyes que condenan a un hombre a muerte por la declaración de un solo testigo son contrarias a la libertad. La razón exige, por lo menos, dos testigos” (25). Todos los pueblos han aceptado, por lo tanto, el valor de la prueba, pero los científicos rechazarían un millón de testimonios contra uno. En vano doscientos mil testigos dan fe de los hechos. Los científicos tienen ojos y no ven, como si persistieran en ceguedad y sordera. Treinta años de pruebas irrecusables y el testimonio de algunos millones de creyentes en Europa y América tienen derecho a que se les considere y respete, sobre todo cuando el veredicto de un jurado compuesto de doce espiritistas, influido por las pruebas aducidas por los testigos, pudiera condenar a muerte a un científico que hubiere perpetrado un crimen por efecto de la conmoción de las moléculas cerebrales, no refrenadas por el convencimiento de una futura retribución moral.
La ciencia, en síntesis considerada como divina meta, es digna de que el mundo entero la respete y venere, porque sólo por la ciencia podemos comprender a Dios en sus obras.
Según Webster, “la ciencia es la comprensión de la verdad ante los hechos, la investigación de la verdad en sí misma, la adquisición del conocimiento puro”. Si la definición es exacta, tendremos que la mayoría de los científicos modernos han falseado a su diosa. ¡La verdad en sí misma! ¿Pues dónde hemos de buscar la clave de las verdades de la naturaleza sino en los inescrutados misterios de la psicología? Desgraciadamente muchos experimentadores sólo escogen los hechos más apropósito para cohonestar sus prejuicios.
La psicología no tiene peores enemigos que los médicos de la escuela alopática. No es preciso recordar que, entre las ciencias de experimentación, es la medicina la menos merecedora de este calificativo, pues prescinde del estudio de la psicología, que debiera ocupar gran parte de su atención para que el ejercicio de la medicina no degenere en tanteador empirismo de dudoso éxito. Todo cuanto discrepa de las doctrinas establecidas, se repudia por herético, y aunque un nuevo sistema terapéutico haya salvado miles de vidas, se aferran a las prescripciones tradicionales para condenar al innovador y la innovación, hasta que les place darle sello oficial. Entretanto, pueden morir miles de enfermos, con tal de que el honor profesional quede a salvo.
Teóricamente parece la medicina la ciencia más benéfica, pero ninguna otra ha dado tantas muestras de materialismo y obstinada preocupación. Pocas veces han patrocinado los médicos famosos un descubrimiento útil. La sangría, las ventosas y la lanceta tuvieron su época de popularidad, hasta caer en desuso. A los calenturientos se les deja beber hoy el agua que antes se les negara, los baños fríos han suplantado a los calientes, y durante algún tiempo fue la hidroterapia una verdadera manía. La corteza de quina que Warring, el defensor de la autoridad de la Biblia, identifica con el paradisíaco “árbol de la vida”, fue importada en España el año 1632 y estuvo en olvido durante mucho tiempo. La Iglesia demostró, por una vez al menos, más penetración que la ciencia, pues a instancias del cardenal de Lugo, patrocinó Inocencio X el nuevo medicamento.
PANACEAS Y ESPECÍFICOS
El autor de una obra antigua titulada: Demonología, cita muchas medicinas que volvieron a emplearse después de largos años de olvido, de suerte que la mayor parte de los descubrimientos terapéuticos vienen a ser sencillamente la rehabilitación de antiguos remedios. En el siglo XVIII, una curandera llamada Nouffleur encomiaba las virtudes que para la expulsión de la tenia posee la raíz del helecho macho, y vendió el secreto a Luis XV por una cuantiosa suma; pero los médicos averiguaron que ya lo había empleado Galeno en el tratamiento de la misma enfermedad. Los famosos polvos del duque de Portland, contra la gota, eran el diacentaureón de Celio Aureliano, y luego se vio que ya lo mencionaron los primitivos médicos en sus obras, tomándolo de los autores griegos. Lo mismo sucede con el agua medicinal de Husson, famoso remedio de la gota, que, no obstante su nuevo disfraz, es el Colchicum autumnale, o villorita, muy semejante a una planta llamada Hermodactylus, cuyas propiedades antigotosas ponderaron Oribario, famoso médico del siglo IV y Etio Amideno, que floreció en el siglo V. Después cayó en desuso tan sólo porque era medicamento demasiado antiguo para ser tenido en cuenta por los médicos del siglo XVIII.
El sabio fisiólogo Magendie no descubrió nada que ya no conocieran los médicos de la antigüedad. Su específico contra la tisis, en que entraba como ingrediente el ácido prúsico, está descrito en las obras de Lumeo (26), donde afirma que la infusión de laurel se empleaba con excelentes resultados en el tratamiento de tan terrible enfermedad. Plinio asegura que el extracto de almendras y huesos de cereza curaba las toses más pertinaces. Concluye diciendo el autor de Demonología, que puede afirmarse con toda seguridad, que las diversas preparaciones secretas a base de opio, tenidas por descubrimientos de la moderna farmacopea, están descritas en las obras de los autores antiguos, tan desdeñados en nuestros días.
Nadie niega ya que, desde tiempo inmemorial, estuvo concentrada en el lejano Oriente la sabiduría humana, hasta el punto de que ni en Egipto se cultivaban las ciencias naturales tan asiduamente como en el Asia central. El mismo Sprengel, no obstante su cautelosa prevención contra todo indicio, lo reconoce así en su Historia ee la Medicina, y cuando discute los puntos relacionados con la magia, deja a salvo la de la India por menos conocida que la de cualquier otro país de la antigüedad, pues entre los indios era más esotérica, si cabe, que entre los egipcios, y por tan sagrada se la tenía que el vulgo apenas sospechaba su existencia y sólo se ejercía públicamente en las graves crisis nacionales o en circunstancias de temerosa trascendencia. Era la magia una ciencia divina que más intensamente resplandecía en los ascetas gimnósofos, cuya austeridd de vida, pureza de costumbres y desprendimiento de las cosas mundanas aventajaba a la de los más ejemplares hierofantes egipcios y era tenidos en mayor veneración que los magos caldeos. Vivían solitarios (27) en yermo, mientras que los sacerdotes egipcios formaban comunidades y, no obstante las preocupaciones históricas contra magos y adivinos, poseían valiosos secretos médicos y sobresalían insuperablemente en el arte de curar, según se infiere de los numerosos tratados que todavía se conservan en los monasterios de la India. No nos detendremos a dilucidar si los gimnósofos fueron los primeros magos de la India o si recibieron este conocimiento en herencia de los rishis (28), porque los científicos experimentales lo tendrían por estéril especulación.
Un autor moderno dice al hablar de los gimnósofos: “Les honra sobremanera el celo con que educaban a los jóvenes en la virtud, despertando en sus corazones generosos sentimientos; y sus máximas y pláticas, transmitidas por los historiadores, demuestran lo muy versados que estaban en filosofía, astronomía, religión y moral. Mantuviéronse dignamente independientes de la soberanía temporal de los príncipes más poderosos, cuyo favor jamás solicitaban ni tampoco iban a lisonjearles con visitas de adulación, y cuando el príncipe necesitaba de sus oraciones o de consejos, no tenía más remedio que ir en persona a consultarles o enviar mensajeros en su busca. Conocían las propiedades útiles de minerales y plantas, pues estaban familiarizados con los secretos de la naturaleza, y tanto la fisiología como la psicología eran para ellos libros abiertos en que libaban la ciencia mágica llamada entonces machagiotia.
EL DEMIURGOS
Es muy extraño que los cristianos estén obligados a creer como artículo de fe los milagros bíblicos, y no sólo no crean, sino que se mofen de los prodigios relatados en el Atharva Veda y los atribuyan al demonio. Sin embargo, contra la malévola opinión de algunos sanscritistas, podemos demostrar, bajo varios aspectos, la identidad esencial entre ambas taumaturgias, con la particularidad de que no pueden haber plagiado los Vedas a la Biblia, puesto que las escrituras hebreas son muy posteriores a las indas.
Primeramente, la cosmogonía induísta desvanece el error, durante tanto tiempo sustentado por los occidentales, de que Brahmâ era la divinidad suprema de los indos, cuando tan sólo es un aspecto inferior, análogo al Jehovah hebreo, “el espíritu semoviente sobre las aguas”, el dios creador, el demiurgos, el arquitecto del mundo, cuya imagen simbólica tiene cuatro rostros correspondientes a los cuatro puntos cardinales.
A este propósito dice Poler:
“En el principio, el embrionario universo reposaba sumergido en las aguas, en el seno del Eterno. De las caóticas tinieblas surgió Brahmâ, el arquitecto del universo, y sobre una hoja de loto flotaba entre las aguas y las tinieblas” (29).
Idéntico es el relato de la cosmogonía egipcia, en que Athor, la Madre Noche, símbolo de las tinieblas, cubría en un principio la inmensidad del abismo de las aguas sobre las que flotaba el espíritu del Eterno. También las Escrituras hebreas hablan del espíritu de Dios, y de su emanación creadora simbolizada en otra divinidad (30).
Pero continuemos el relato de la cosmogonía inda: “Al ver el caótico estado de las cosas, se pregunta Brahmâ a sí mismo lleno de consternación: ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? Entonces oye una voz que le dice: “Eleva tus plegarias a Bhagavad” (31). Brahmâ se sentó en la hoja de loto en actitud contemplativa, con la mente enfocada en el Eterno, quien, complacido de aquella muestra de piedad, disipa las tinieblas y descorre el velo de su mente. Al punto surge el radiante Brahmâ del huevo del universo, y henchido del divino espíritu que le ha despertado la mente, empieza a actuar y se mueve sobre las aguas. Es Narayana”.
El loto, la flor sagrada de indos y egipcios, simboliza a Brahmâ entre los primeros y a Horus entre los segundos. Todos los templos del Tíbet y del Nepal ostentan la flor de loto, cuyo sugestivo significado es idéntico al del lirio que el arcángel Gabriel ofrece a María en las representaciones pictóricas de la Anunciación (32). Para los indos es el loto emblema de la potencia creadora de la naturaleza, por la compenetración del fuego (espíritu) con el agua (materia). Un versículo del Bhagavad Gîtâ, dice: “¡Oh Eterno! Entronizado en ti veo al creador Brahmâ sobre el loto”. Según Jones, la simiente del loto contiene ya antes de germinar el embrión de las futuras hojas; y como dice Gross (33), la naturaleza nos da en el loto un ejemplo de la anteformación de sus productos, pues la simiente de todas las plantas fanerógamas contiene la futura planta con su propia configuración.
Lo mismo significa el loto para los budistas. El Bodhisat (Espíritu del Buddha) se aparece con el loto en la mano junto al lecho de Mahâmayâ o Mahâdeva, la madre de Gautama Buddha, y le anuncia el nacimiento de su hijo. De la propia suerte, la flor de loto estaba invariablemente unida en Egipto a todas las representaciones de Osiris y Horus.
EL LIRIO DE GABRIEL
Todo esto demuestra el común parentesco del símbolo en las religiones induísta, egipcia y judía, pues en todas ellas la flor de loto o lirio de agua simboliza el tránsito de lo subjetivo a lo objetivo, del pensamiento abstracto de la Divinidad desconocida a las formas concretas y visibles de la creación. Disipadas las tinieblas, surgió la luz y Brahmâ vio en el mundo ideal, hasta entonces sumido en la mente divina, los arquetipos de las coasas que habían de tomar forma visible en la manifestación del universo. Porque, como arquitecto del universo, ha de dar existencia objetiva a los tipos ideales ocultos en el seno del Eterno, del mismo modo que en la simiente del loto se ocultan las futuras hojas de la planta. A esto se refiere el versículo del génesis que dice: “Produzca la tierra árbol de fruto que dé fruto, según su especie, y cuya semilla esté en él”. En todas las religiones antiguas el “Hijo del Padre” es el Dios creador, es decir, su manifiesto y visible pensamiento. Antes de la era cristiana, desde la Trimurti inda hasta la tríada de las Escrituras hebreas, según la interpretación cabalística, todas las naciones velaron simbólicamente la trina naturaleza de su Divinidad suprema. En la religión cristiana, el misterio de la trinidad no es ni más ni menos que el artificioso injerto de una rama nueva en tronco viejo, y el mismo significado simbólico que el loto tiene el lirio de la Anunciación en las iglesias latina y griega.
Por otra parte, como el loto se cría en el agua al calor del sol, los antiguos lo consideraron hijo del fuego y del agua; de aquí que simbolice también la dualidad de espíritu y materia. Brahmâ, Jehovah, Adam-Kadmon y Osiris o más bien Pymander, representan la segunda persona de la Trinidad. Por esta razón es Pymander, en la teogonía egipcia, el progenitor de todos los dioses solares. El Eterno es el espíritu ígneo que educe, plasma y desenvuelve todo cuanto al calor de Brahmâ nace en las aguas, de suerte que Brahmâ es el universo y el universo es Brahmâ. Tal es la filosofía de Spinoza aprendida de Pitágoras y también la de Giordano Bruno que, por sostenerla, murió en la hoguera. Para demostrar los extravíos de la teología cristiana, baste advertir que Giordano Bruno murió a manos del fanatismo intolerante por la explicación del mismo símbolo que expusieron los apóstoles y aceptaron los primitivos cristianos. El lirio del Bodhisat y de Gabriel, que simboliza el agua y el fuego o el concepto de la creación, se pone de manifiesto en el primitivo sacramento del bautismo.
ACUSACIÓN CONTRA BRUNO
Las doctrinas de Bruno y Spinoza son virtualmente idénticas, aunque éste las exponga de un modo más cauto y velado que el autor de Causa Principio et Uno o sea Infinito Universo e Mondi. Pero tanto Bruno, que declara haberse inspirado en Pitágoras, como Spinoza, que sin declararlo lo deja traslucir, tienen el mismo concepto de la Causa primera. Según ellos, Dios es entidad per se, el infinito Espíritu, el único Ser independiente de toda otra causa y efecto, que por su voluntad produjo todas las cosas y estableció las leyes del universo cuya ordenada existencia mantiene perpetuamente. De acuerdo con los swâbhâvikas indos, erróneamente tildados de ateos, quienes dicen que todas las cosas y todos los seres, hombres dioses y espíritus proceden del Swabhâva o su propia naturaleza (34), Spinoza y Bruno afirman que es preciso buscar a Dios en la naturaleza y no fuera de ella. Porque siendo la creación proporcional al poder del creador, el universo ha de ser tan infinito y eterno como el creador, y cada forma engendra de su propia esencia otra forma. Los críticos modernos afirman que Giordano Bruno prefirió dar la vida a ceder en sus convicciones, porque no le sostenía la esperanza en otro mundo mejor, de lo que parece inferirse que Giordano Bruno no creía en la inmortalidad del alma, y así lo asegura Draper al decir con referencia a la multitud de víctimas de la intolerancia clerical: “El tránsito de esta vida a la otra, aun en circunstancias aflictivas, era entonces el paso de temporánea pena a eterna felicidad... El mártir cree que una mano invisible le conduce a través del tenebroso valle... Bruno no cree en semejante auxilio. Las opiniones filosóficas de por qué sacrificó su vida no podían prestarle consuelo alguno” (35). Sin embargo, Draper demuestra conocer muy superficialmente la doctrina de Bruno, dejando de lado a Spinoza cuya cautelosa exposición de ideas las encubre a quien no sepa descifrar la metafísica pitagórica. Pero desde el momento en que Bruno declaraba explícitamente su conformidad con las doctrinas pitagóricas, por fuerza había de creer en la inmortalidad del alma y no verse privado de la consoladora esperanza de mejor vida. Su proceso, referido por Berti en la Vida de Bruno, en vista de documentos originales recientemente publicados, no deja duda respecto de las verdaderas doctrinas del ilustre filósofo. De conformidad con los neoplatónicos y los cabalistas, sostenía que Jesús era mago, en el sentido que Porfirio, Cicerón y Filo Judeo dan a la palabra magia, o sea de sabiduría divina, capaz de investigar los secretos de la naturaleza. Según Filo Judeo, los magos son hombres de santidad que, apartados de las cosas de este mundo, contemplan las virtudes divinas, comprenden claramente la naturaleza de los dioses y los espíritus e inician a otros hombres en los misterios cuyo conocimiento les permite relacionarse continuamente en vida con los seres invisibles.
Pero mejor se inferirán las ideas de Giordano Bruno de la acusación entablada contra él por Mocenigo, que dice así:
“Yo, Zuanio Mocenigo, hijo del muy ilustre señor Marco Antonio, pongo en vuestro conocimiento, reverendísimos padres, por impulso de mi conciencia y mandato de mi confesor, que oí decir muchas veces a Giordano, conversando con él en mi casa, que era blasfemia afirmar la transubstanciación del pan en carne; que no le satisfacía ninguna religión; que era contrario a la misa; que Cristo era un pobre hombre cuyas perversas obras para seducir a las gentes justificaban su crucifixión; que en Dios no puede haber distinción de personas, so pena de tenerle por imperfecto; que el mundo es eterno y que hay infinitos mundos que Dios crea continuamente, porque puede hacer cuanto quiere; que Cristo hizo milagros tan sólo aparentes, pues era mago como lo fueron los apóstoles, y que él, es decir, Bruno, tiene poder sobrado para hacer más de cuanto ellos hicieron; que Cristo repugnaba la muerte e hizo cuanto pudo para evitarla; que no hay castigo para los pecados, y que las almas creadas por obra de la naturaleza pasan de un animal a otro; y que así como los brutos animales han nacido de la corrupción, así también los hombres han de nacer otra vez después de morir (36).
Ha expresado Bruno su deseo de propagar una secta con el título de Nueva Filosofía. Dice que la Virgen no pudo haber parido sin dejar de serlo y que la fe católica está llena de blasfemias contra la majestad de Dios; que los frailes han de ser despojados de sus bienes y del derecho de controversia, porque corrompen el mundo y son unos borricos en todas sus opiniones; que los católicos no tenemos prueba alguna de que nuestra fe sea meritoria a los ojos de Dios; que el no querer para los demás lo que no queremos para nosotros es suficiente a la buena conducta, y que se ríe de los demás pecados y se admira de que Dios consienta tantas herejías en los católicos. Dice que quiere dedicarse al arte de la adivinación y lograr que todo el mundo le siga; que Santo Tomás y todos los doctores de la Iglesia, nada saben comparados con él, pues podría preguntar a los más insignes teólogos del mundo cosas a que ninguno fuera capaz de responder”.
A esta acusación respondió Giordano Bruno con la siguiente profesión de fe, idéntica a la de los antiguos maestros:
“Creo que el universo es infinito como obra del divino e infinito poder, porque hubiera sido indigno de la omnipotencia y de la bondad de Dios crear un solo mundo finito pudiendo crear, además de este mundo, infinitos otros. Por lo tanto, declaro que hay infinitos mundos parecidos al nuestro, el cual, de acuerdo con el sentir de Pitágoras, creo que es una estrella de naturaleza análoga a la luna, a los otros planetas y demás astros, cuyo número es infinito, y que todos estos cuerpos celestes son mundos innumerables que constityen el universo infinito en el espacio infinito, y esto es lo que llamo universo infinito con innumerables mundos; y así tenemos dos linajes de grandeza infinita en el universo y una multitud de mundos. Esto parece a primera vista contrario a la verdad, si se compulsa con la fe ortodoxa.
IDEAS PITAGÓRICAS DE BRUNO
“Además, en este universo hay una providencia universal por cuya virtud todos los seres viven, se mueven y perseveran en su perfeccionamiento. Esto lo entiendo en dos sentidos: primero, a la manera como el alma está en todo el cuerpo y en cada una de sus partes, a lo que llamo la naturaleza, sombra o huella de la Divinidad; y segundo, a la manera como está Dios en todo y sobre todo, por esencia, presencia y potencia, no como parte ni como alma, sino de modo inefable.
“Además, creo que todos los atributos de Dios son uno solo y el mismo. De acuerdo con los más eminentes teólogos y filósofos concibo tres atributos principales: poder, sabiduría y bondad, o, mejor dicho, voluntad, conocimiento y amor. La voluntad engendra todas las cosas; el conocimiento las ordena; y el amor las concierta y armoniza. Así comprendo la existencia de todas las cosas, pues nada hay que no participe de la existencia ni ésta es posible sin esencia, de la propia manera que nada es bello sin belleza, y por lo tanto nada puedeescapar a la divina presencia. Así es que por raciocinio y no por verdad substancial entiendo distinción en Dios.
“Creo que el universo con todos sus seres procede de una Causa primera, por lo que no debe desecharse el nombre de creación a que, según colijo, se refiere Aristóteles al decir que Dios es aquello de que el universo y la naturaleza dependen. Así es que, según el sentir de Santo Tomás sea o no eterno el universo, considerado en razón de sus seres, depende de una Causa primera y nada hay en él independiente.
“Con respecto a la verdadera fe, prescindiendo de la filosofía, ha de creerse en la individualidad de las divinas personas, y que la sabiduría, el Hijo de la Mente, llamada por los filósofos inteligencia y por los teólogos Verbo, tomó carne humana. Pero a la luz de la filosofía, dudo de estas enseñanzas ortodoxas, aunque no recuerdo haberlo dado a entender explícitamente, ni de palabra ni por escrito, sino de un modo indirecto, al hablar de otras cosas que con toda sinceridad creo que pueden demostrarse por natural juicio. Así, en lo referente al Espíritu Santo o tercera persona, no lo comprendo de otra manera que como lo entendieron Salomón y Pitágoras, es decir, como Alma del universo compenetrado con el universo, pues según Salomón: “El espíritu de Dios llena toda la tierra y contiene todas las cosas”. Y esto concuerda asimismo con la doctrina pitagórica expuesta por Virgilio en el texto de la Eneida, cuando dice:
Principio coelum ac terras camposque liquentes,
Lucentemque globum Lunae, Titaniaque astra
Spiritus intus alit, totamque infusa per artus
Mens agitat molem...
“De este Espíritu, vida del universo, procede, a mi entender, la vida y el alma de todo cuanto tiene alma y vida. Además, creo en la inmortalidad del alma lo mismo que en la del cuerpo, pues en lo que a su substancia se refiere también el cuerpo es inmortal, ya que no hay otra muerte que la disgregación, según parece inferirse de la sentencia del Ecclesiastes, que dice: “Nada hay nuevo bajo el sol. Lo que es será”.
Tenemos, por lo tanto, que Bruno no comprende el dogma de la Trinidad ni el de la Encarnación, según la fe ortodoxa, pero cree firmemente en los milagros de Cristo, de conformidad con las enseñanzas pitagóricas. Si bajo la implacable férula de la Inquisición se retractó como Galileo, implorando clemencia de sus verdugos, hemos de considerar que la naturaleza física flaquea en el tormento ante la perspectiva de la hoguera.
ENSEÑANZAS ORIENTALES
Sin la oportuna publicación del valioso trabajo de Berti, hubiésemos seguido venerando a Giordano Bruno como un mártir, cuyo busto, coronado de laureles por mano de Draper, había de ocupar preferente lugar en el panteón de la ciencia experimental; pero bien vemos que el héroe de una hora no fue ateo ni materialista ni positivista, sino sencillamente un filósofo de la escuela pitagórica, que profesaba las doctrinas del Asia Central y poseía las facultades mágicas tan menospreciadas por la escuela de Draper. Es verdaderamente jocoso que les haya sobrevenido a los científicos este contratiempo, después de haber descubierto arqueólogos poco reverentes, que la estatua de San Pedro era nada menos que la de Júpiter Capiolino, y que el Josafat de los católicos es el mismo Buda. Resulta, por lo tanto, que ni aun escudriñando los escondrijos de la historia, encontraremos ni un ápice de filosofía moderna, sea de Newton, Descartes o Huxley, que no esté entresacado de las antiguas enseñanzas orientales. El positivismo y el nihilismo tienen su prototipo en la filosofía exotérica de Kapila, según observa Max Müller. La inspiración de los sabios indos desentrañó los misterios del Prajnâ Paramitâ (perfecta sabiduría), y sus manos mecieron la cuna del progenitor de ese débil, pero bullicioso niño, a que llamamos ciencia moderna.
CAPÍTULO IV
Prefiero la noble conducta de Emerson cuando tras varios
desengaños exclama: “Anhelo la verdad”. Quien realmente
es capaz de hablar así, siente en su corazón el gozo del
verdadero heroísmo.
TYNDALL.
Para que un testimonio sea suficiente se requieren
las siguientes condiciones:
1ª Gran número de testigos muy perspicaces que
convengan en haber visto bien lo que han visto.
2ª Que los testigos estén sanos de cuerpo y
! mente.
3ª Que sean imparciales y desinteresados.
4ª Que haya entre ellos asentimiento unánime.
5ª Que solemnemente atestigüen el hecho.
VOLTAIRE. – Diccionario filosófico.
El fervoroso protestante Agenor de Gasparín ha sostenido larga y porfiada lucha con Des Mousseaux, De Mirville y otros fanáticos que atribuyen todos los fenómenos espiritistas a la influencia de Satanás. El resultado de esta contienda han sido dos volúmenes de más de mil quinientas páginas, en que se prueban los efectos y se niega la causa de los fenómenos, tras sobrehumanos esfuerzos para explicarlos.
Toda Europa leyó la severa réplica enviada por Gasparín al Journal des Débats (1) cuando este periódico motejó de locos rematados a cuantos después de leer el estudio sobre las “alucinaciones espiritistas” publicado por Faraday, persistiesen en dar crédito a los fenómenos que Gasparín había descrito minuciosamente como testtigo presencial. Dice Gasparín en su réplica: “Hay que andar con cuidado, porque los representantes de las ciencias de experimentación van en camino de convertirse en inquisidores modernos. Los hechos son más poderosos que las academias y no dejan de ser hechos, aunque se les menosprecie, niegue y ridiculice” (2).
FENÓMENOS PSÍQUICOS
Además, en la misma obra da Gasparín la siguiente descripción de los fenómenos por él observados en compañía del profesor Thury. Dice así:
“Vimos con frecuencia que los pies de la mesa quedaban fuertemente pegados al suelo, sin que bastaran a levantarla los esfuerzos aunados de todos los circunstantes. En otras ocaciones presenciamos un fenómeno de vigorosa y perfectamente definida levitación, así como hemos oído golpes unas veces tan violentos que amenazaban romper la mesa en pedazos y otras tan tenues que era preciso escuchar con cuidado para percibirlos... Respecto a las levitaciones sin contacto hubo medio de obtenerlas fácilmente, con buen éxito, y no en casos aislados, sino unas treinta veces (3).
“En cierta ocasión la mesa continuó volteando y levantando los pies a pesar de haberse sentado encima un hombre que pesaba ochenta y siete kilogramos. Otra vez la mesa quedó inmóvil, sin que nadie la pudiera menear, no obstante el poco peso de la persona, que apenas llegaba a dieciséis kilogramos (4). Un día volteó del revés con los pies al aire sin que nadie la tocara” (5).
A este propósito, dice De Mirville:
“Ciertamente que un hombre que repetidas veces ha presenciado el fenómeno, no puede aceptar el sutil análisis del físico inglés” (6).
Desde al año 1850, Des Mousseaux y De Mirville, católicos a macha martillo, han publicado muchas obras de títulos muy a propósito para llamar la atención pública, que revelan la no disimulada alarma de sus autores, pues si los fenómenos no hubiesen sido auténticos no se tomara de seguro la iglesia romana la pena de combatirlos.
La opinión pública, escépticos aparte, se dividió en la manera de apreciar los fenómenos. El solo hecho de que la teología temiese mucho más a las posibles revelaciones obtenidas por medio de este misterioso agente, que a cuantos conflictos pudieran suscitarle las negaciones de la ciencia, debiera haber abierto los ojos a los más escépticos. La iglesia romana no ha sido nunca crédula ni cobarde, como de sobras lo prueba el maquiavelismo peculiar de su política. Además, nunca le han preocupado los prestidigitadores, porque sabe hasta dónde pueden llegar sus artimañas, y así deja dormir tranquilos a Roberto Houdin, Comte, Hamilton y Bosco, mientras que persigue a los filósofos herméticos, a los místicos, a Paracelso, Cagliostro y Mesmer, y se deshace de los médiums para entorpecer manifestaciones que considera peligrosas.
Los incapaces de creer en Satanás y en los dognmas de la Iglesia deben recordar que el clero es lo suficientemente astuto para no comprometer su reputación ocupándose de manifestaciones fraudulentas. Pero uno de los más valiosos testimonios de la realidad de los fenómenos psíquicos es el del famoso pretidigitador Roberto Houdin, quien nombrado perito por la Academia de Ciencias para informar sobre las maravillosas facultades clarividentes que, entremezcladas de ocasionales equivocaciones, demostraban los movimientos de una mesa, dijo: “Los prestidigitadores no nos equivocamos nunca y hasta ahora no ha fallado mi segunda vista”.
El distinguido astrónomo Babinet no tuvo mejor fortuna al elegir al célebre ventrílocuo Comte como perito para informar sobre un caso de voces y golpes, pues se echó a reír delante del mismo Babinet por haber éste supuesto que el fenómeno tenía por causa el ventriloquismo inconsciente, hipótesis dignamente gemela de la cerebración inconsciente que, por lo evidentemente absurda, sonrojó a académicos más escépticos.
A este propósito dice Gasparín:
“Nadie niega la suma importancia y magnitud del problema de lo sobrenatural, según se planteó en la Edad Media y está planteado hoy día... Todo en él es profundamente serio: el mal, el remedio, la recrudescencia de la superstición y el fenómeno físico que ha de extirparla” (7).
LA ENCICLOPEDIA DEL DIABLO
Más adelante expone su definición sobre la materia, convencido por las manifestaciones presenciadas, según él mismo afirma. Dice así:
“Son ya tan numerosos los hechos sacados a la luz de la verdad, que de hoy más se ha de dilatar el campo de las ciencias naturales o se extenderá el de lo sobrenatural más allá de todo límite” (8).
De las muchas obras escritas por los autores católicos y protestantes en contra del espiritismo, ningunas causaron tan tremeno efecto como las de De Mirville y Des Mousseaux (9) que constituyen una verdadera enciclopedia biográfica del diablo y sus retoños, para íntima delectación de los buenos católicos desde los tiempos medioevales. Según estos dos autores, “el espíritu maligno, embustero y asesino desde un principio, es el instigador de los fenómenos espiritstas, que después de haber presidido durante miles de años la teurgia pagana, ha reaparecido en nuestro siglo a favor del incremento de las herejías, de la incredulidad y del ateísmo”. La Academia francesa lanzó al oír esto un grito de indignación y Gasparín lo tuvo por insulto personal, diciendo:
“Esto es una declaración de guerra, un llamamiento a las armas. La obra de De Mirville es un verdadero manifiesto. Me hubiera alegrado de ver en ella la expresión estricta de personales opiniones; pero es imposible, porque el éxito de la obra, las explícitas adhesiones recibidas por el autor, la reproducción de su tesis en los periódicos católicos, la solidaridad de los ultramontanos en esta materia, todo contribuye a dar a la obra el carácter de un acto y de una labor colectiva. Por consiguiente, me considero en el deber de recoger el guante e izar la bandera del protestantismo contra el estandarte ultramontano” (10).
Como era de esperar, los médicos, asumiendo el papel de los coros griegos, asentían a cuantas reconvenciones se lanzaban contra los dos escritores demonólogos. La revista Anales Médico-Psicológicos, dirigida por Brierre de Boismont y Cerise, publicó un artículo en el que se leía el siguiente párrafo: “Dejando aparte las luchas políticas, jamás se había atrevido un escritor en nuestro país a tan agresivas acometividades contra el sentido común. Entre ruidosas carcajadas por una parte y encogimiento de hombros por otra, el autor se presenta resueltamente ante los miembros de la Academia para entregarles lo que modestamente titula: Memoria sobre el Diablo (11).
No cabe duda de que esta Memoria era un punzante insulto a los académicos, ya acostumbrados desde 1850 a excesivas humillaciones. ¡Peregrina idea fue llamar la atención de los inmortales sobre las travesuras del diablo! Juraron vengarse unánimemente forjando una hipótesis que aventajase, en lo absurda, a la misma demonología de De Mirville. Dos médicos famosos, Royer y Jobart de Lamballe, presentaron al Instituto un alemán cuyas habilidades daban la clave de los fenómenos psíquicos.
A este propósito dice De Mirville:
“Nos sonroja decir que todo el fraude consistía en la dislocación de uno de los tendones de la pierna, según se demostró ante el Instituto de Francia en pleno, cuyos miembros agradecieron tan interesante comunicación, y pocos días después un catedrático de la Facultad de Medicina daba públicas seguridades (12) de que, puesto que los académicos habían expuesto su opinión, ya estaba descubierto el misterio (13).
Pero estas científicas explicaciones no entorpecían el curso de los fenómenos psíquicos ni embarazaban la pluma de los dos escritores católicos en la exposición de sus ortodoxas teorías demonológicas. Des Mousseaux dijo que la Iglesia nada tenía que ver con sus libros, y al propio tiempo presentaba a la Academia un trabajo (14) del que entresacamos el siguiente párrafo:
“El diablo es la principal columna de la fe. Su historia está íntimamente relacionada con la de la Iglesia y seguramente no hubiese caído el hombre sin las sugestivas palabras que pronunció por boca de su medianera la serpiente. De modo que a no ser por el diablo, el Salvador, el Redentor, el Crucificado, hubiese sido un ente ridículo y la cruz un agravio al sentido común”.
LA CIENCIA CONTRA LA TEOLOGÍA
Conviene advertir que este autor es eco fiel de la Iglesia, que igualmente anatematiza a quien niega la existencia de Dios que la del diablo.
Pero el marqués De Mirville lleva más allá las relaciones entre Dios y el diablo, considerándolas como una sociedad mercantil en que Dios accede resignadamente a cuanto el diablo le propone con miras de exclusivo provecho. Así parece inferirse del siguiente pasaje:
“Al sobrevenir la irrupción espiritista de 1853, con tanta indiferencia mirada, nos atrevemos a decir que era síntoma amenazador de una catástrofe. Bien es verdad que el mundo está en paz, pero no todos los desastres tienen los mismos antecedentes, y presentimos el cumplimiento de la ley expresada por Goërres al decir que “estas misteriosas apariciones han precedido invariablemente a los castigos de Dios” (15).
Estas escaramuzas entre los campeones del clero y la materialista Academia de Ciencias demuestran la poca eficacia de los esfuerzos de la docta corporación para desarraigar el fanatismo, aun de los mismos que presumen de cultos. La ciencia no ha vencido, ni siquiera ha refrenado a la teología, y tan sólo prevalecerá contra ella cuando reconozca en los fenómenos psíquicos algo más que alucinación y charlatanería. Pero ¿cómo lograrlo si no se los investiga? Si por ejemplo, hubiese padecido Oersted de psicofobia y receloso de que las gentes supersticiosas empleaban las agujas magnéticas para hablar con los espíritus, no se hubiera detenido a observar las variaciones de dichas agujas en sentido perpendicular a la corriente eléctrica que pasaba por un alambre colocado junto a ella, de seguro que no enriqueciera el sabio danés las ciencias experimentales con los principios referentes al electro-magnetismo. Babinet, Royer y Jobert de Lamballe son los tres miembros del Instituto que más se han distinguido, aunque sin lauro, en la contienda entre el escepticismo y el supernaturalismo. Babinet, el famoso astrónomo, se aventuró imprecavidamente en el campo de los fenómenos y quiso explicarlos científicamente; pero aferrado a la vana opinión, tan general en los científicos, de que las manifestaciones psíquicas no resistirían más allá de un año a un examen minucioso, cometió la imprudencia de exponerlo así en los artículos que, como acertadamente observa De Mirville, apenas llamaron la atención de sus colegas y en modo alguno la del público.
EL VENTRILOQUISMO DE BABINET
Babinet admite desde luego sin dudar en lo más mínimo la rotación de las mesas, que según dice “es capaz de manifestarse enérgicamente con movimiento velocísimo, que ofrece vigorosa resistencia cuando se intenta detenerlo” (16).
El insigne astrónomo explica el hecho del modo siguiente: “Los débiles y concordados impulsos de las manos puestas encima de la mesa la empujan suavemente hasta oscilar de derecha a izquierda... Cuando al cabo de un rato se inicia en las manos un estremecimiento nervioso y se armonizan los impulsos individuales de los experimentadores, empieza la mesa a moverse” (17).
Babinet considera esta explicación muy sencilla, “porque el esfuerzo muscular obra como en las palancas de tercer orden, en que el punto de apoyo está muy cerca de la potencia que comunica gran velocidad al objeto, a causa de la corta distancia que ha de recorrer la fuerza motora... Algunos se maravillan de que una mesa sujeta a la acción de varios individuos sea capaz de vencer poderosos obstáculos y que se rompan las patas cuando se la detiene bruscamente; pero esto nada de particular tiene en comparación de la energía desarrollada por la armonía y concordancia de los impulsos individuales... Repetimos que no ofrece dificultad alguna la explicación física del fenómeno” (18).
De este informe se infieren claramente dos conclusiones: la realidad del fenómeno y lo ridículo de su explicación. Babinet dio con ello motivo a que alguien se riera de él, pero como buen astrónomo sabe que también el sol tiene manchas.
Además, aunque Babinet lo niegue, hemos de tener en cuenta la levitación de la mesa sin contacto. De Mirville dice que la tal levitación es “sencillamente imposible, tan imposible como el movimiento continuo” (19). impo
¿Quién se atreverá después de esto a creer en las imposibilidades científicas?
Pero las mesas no se contentan con oscilar, bailar y voltear, sino que también resuenan con golpes, a veces tan fuertes como pistoletazos. Sin embargo, la explicación científica no llega más que a suponer ventrílocuos a los testigos y a los investigadores.
Babinet publicó a este propósito, en la Revista de Ambos Mundos, un soliloquio dialogado a la manera del En Soph de los cabalistas. Dice así:
-¿Qué podemos inferir en definitiva de los fenómenos sometidos a nuestra observación? ¿Se producen tales golpes?
-Sí.
-¿Responden a preguntas?
-Sí.
-¿Quién produce estos golpes?
-Los médiums.
-¿Cómo?
-Por el ordinario método acústico del ventriloquismo.
-¿Pero no podrían proceder estos golpes del crujido de los dedos de manos y pies?
-No, porque entonces procederían siempre del mismo punto, y no sucede así (20).
A este propósito dice De Mirville:
“Ahora bien, ¿qué pensar de los norteamericanos y de sus millares de médiums, que producen los mismos golpes ante millares de testigos? De seguro que Babinet lo achará a ventriloquismo. Pero ¿cómo explicar semejante imposibilidad? Oigamos a Babinet, para quien es la cosa más fácil del mundo: “La primera manifestación observada en los Estados Unidos, se debió en resumen a un muchacho callejero que golpeó la puerta de un vecino, atraído tal vez por una bala de plomo pendiente de un hilo; y si el señor Weekman, el primer creyente de América, al notar por tercera vez los golpes, no oyó risas en la calle, fue por la esencial diferencia entre un francés medio árabe y un inglés aquejado de lo que llamamos alegría fúnebre” (21)
en su famosa réplica a los ataques de Gasparín, Babinet y otros escritores, dice De Mirville: “Según los insignes físicos que han informado sobre el particular, las mesas voltean rápida y vigorosamente, ofrecen resistencia y, como ha demostrado Gasparín, se levantan sin que nadie las toque. Así como un juez decía que le bastaban tres palabras de puño y letra de un hombre para condenarlo a muerte, del mismo modo con las anteriores líneas nos empeñamos en confundir a los más famosos físicos del mundo y aun a revolucionar el globo, a menos que Babinet no hubiese tomado la precaución de indicar, como Gasparín, alguna ley o fuerza todavía desconocida. Porque esto zanjaría definitivamente la cuestión” (22).
Pero en las notas relativas a los fenómenos e hipótesis físicas llega a su colmo la insuficiencia de Babinet para explorar el campo del espiritismo.
Parece que De Mirville se muestra muy sorprendido de la maravillosa índole del fenómeno ocurrido en el Presbiterio de Cideville (23) hasta el punto de rehusar la responsabilidad de su publicación, no obstante haber sido presenciado por jueces y testigos. Consistió dicho fenómeno en que en el preciso instante pronosticado por un hechicero, se oyó un ruidoso trueno encima de la casa rectoral, y al punto penetró en ella un fluido a manera de rayo que derribó por el suelo a cuantos allí estaban al amor de la lumbre, tanto a los que creían como a los que no en el poder del hechicero. Después de llenar el aposento de animales fantásticos, subió por la chimenea y desapareció, no sin producir un estruendo tan espantoso como el primero. Sin embargo, añade De Mirville que como ya tenía sobradas pruebas de los fenómenos psíquicos, no quiso añadir esta nueva enormidad a otras tantas” (24).
Pero Babinet, que con sus eruditos colegas tanto se había mofado de los dos demonólogos, y que por otra parte estaba resuelto a demostrar la falsedad de semejantes relatos, no puiso dar crédito al fenómeno de Cideville y en cambio relató otro mucho más inverosímil, según comunicación dirigida a la Acadamia de Ciencias, el 5 de Julio de 1852, reproducida sin comentario alguno y tan sólo como ejemplo de rayo esferoidal, en las obras de Arago (26).
EL METEORO FELINO
Dice así literalmente:
“Un aprendiz de sastre, que vivía en la calle de Saint-Jacques, estaba acabando de comer cuando oyó un fortísimo trueno y poco después vio que caía la pantalla de la chimenea como empujada por el viento, e inmediatamente salió pausadamente del interior de la chimenea un globo de fuego del tamaño de la cabeza de un niño, que dio la vuelta por la habitación sin tocar al suelo. El aspecto de este globo era como de un gato que anduviese sin patas, y parecía más bien brillante y luminoso que caliente e inflamado, porque el aprendiz no notaba sensación de calor. Se aproximó el globo a los pies del muchacho, a manera de los gatos cuando se restriegan contra las piernas de una persona; pero el aprendiz se apartó para evitar el contacto con aquel meteoro, aunque pudo examinarlo a su sabor mientras se fue moviendo alrededor de sus pies. Después de vacilar en opuestas direcciones, desde el centro de la habitación se elevó el globo hasta la altura de la cabeza del aprendiz, quien se echó hacia atrás para que no le diese en la cara. Al llegar a cosa de un metro del suelo, se dilató el globo ligeramente, tomando una dirección oblicua hacia un agujero de la pared, a un metro de altura sobre la campana de la chimenea, con la particularidad de que este agujero se había practicado para dar paso al cañón de la estufa en invierno, y como estaba entonces empapelado como el resto de la pared no podía verlo el globo, según dijo ingenuamente el aprendiz. Sin embargo, el globo se dirigió directamente al agujero, despegó el papel sin estropearlo y salióse por la chimenea, hasta que al cabo de buen rato llegó al extemo superior del tiro, a una altura de dieciocho metros sobre el nivel del suelo, y produjo un estallido todavía más espantoso que el primero, que derribó parte de la chimenea”.
A este propósito, observa De Mirville en su crítica: “Podemos aplicar a Babinet lo que cierta señora muy mordaz le dijo en una ocasión a Raynal: Si no es usted cristiano no será por falta de fe” (26).
Aparte de los polemistas católicos, el doctor Boudin se maravillaba de la credulidad de Babinet en lo tocante al llamado meteoro que cita con toda seriedad en un estudio que sobre el rayo publicaba a la sazón, donde dice: “Si estos pormenores son exactos como parecen serlo, desde el momento en que los admiten Babinet y Arago, difícilmente podremos seguir llamando a dicho fenómeno rayo esférico. Sin embargo, dejaremos que otros expliquen, si pueden, la naturaleza de un globo de fuego que no da calor y tiene aspecto de un gato que se pasea tranquilamente por la habitación y halla medios de escapar por el tubo de la chimenea a través de un agujero tapado con el papel de la pared que despega sin estropearlo” (27).
Añade De Mirville: “Somos de la misma opinión que el erudito médico, en cuanto a la dificultad de definir exactamente el fenómeno, pues de la misma manera podríamos ver algún día rayos en forma de perro o de mono. Verdaderamente espeluzna la idea de toda una meteorológica colección de fieras que, gracias al rayo, se metieran sin más ni más en nuestras habitaciones para pasearse a su antojo”.
Dice Gasparín en su enorme volumen de refutaciones: “En cuestiones de testimonio no puede haber certidumbre desde que atravesamos los límites de lo sobrenatural” (28).
Como quiera que no están suficientemente determinados estos límites, ¿cuál de ambos antagonistas reúne mejores condiciones para emprender tan difícil tarea?; ¿cuál de los dos ostenta mayores títulos para erigirse en árbitro público?; ¿no será acaso el bando de la llamada superstición, que cuenta con el apoyo de miles de testigos que durante dos años presenciaron los prodigiosos fenómenos de Cideville? ¿Daremos crédito a este múltiple testimonio o asentiremos a lo que dice la ciencia, representada por Babinet, quien, por el único testimonio del aprendiz de sastre, admite el rayo esférico, o meteoro felino, y lo considera como uno de tantos fenómenos naturales?
THURY CONTRA GASPARÍN
En un artículo periodístico (29), cita Crookes la obra de Gasparín titulada: La ciencia hacia el espiritismo, y dice a este propósito: “El autor concluye por afirmar que todos estos fenómenos derivan de causas naturales, sin que haya en ellos milagro alguno ni tampoco intervención de espíritus ni diabólicas influencias. Gasparín considera comprobado por sus experimentos, que en determinadas condiciones fisiológicas la voluntad puede actuar a distancia sobre la inerte materia, y la mayor parte de su obra está dedicada a determinar las leyes y condiciones bajo las cuales se manifiesta dicha acción
Ciertamente es así; pero en cambio, hay en la obra de Gasparín muchos otros puntos, como contestaciones, réplicas y memorias demostrativas de que, aunque pío calvinista, no cede en fanatismo religioso a Des Mousseaux ni a De Mirville, católicos ultramontanos. El mismo Gasparín denota su espíritu de partido al decir: “Me considero en el deber de izar la bandera protestante frente al estandarte ultramontano"”(30). eN lo tocante a los fenómenos psíquicos, sólo pueden ser válidos los testigos serenos e imparciales y el dictamen de los científicos que no tengan determinado interés en el asunto. La verdad es una, e innumerables las sectas religiosas que presumen de poseerla por entero; y si para los ultramontanos el diablo es el más firme sostén de la iglesia católica, para Gasparín ya no ha vuelto a haber milagros desde el tiempo de los apóstoles. Pero Crookes cita asimismo a Thury, profesor de Historia Natural en la Universidad de Ginebra y colaborador de Gasparín en la investigación de los fenómenos de Valleyres, aunque contradice terminantemente las afirmaciones de su colega. Dice Gasparín que “la principal y más necesaria condición para producir el fenómeno es la voluntad del experimentador, pues sin voluntad nada podrá lograrse, aunque se mantenga formada la cadena durante veinticuatro horas seguidas” (31). Esto demuestra que Gasparín no distingue entre los fenómenos psíquicos y los simplemente magnéticos, dimanantes de la persistente voluntad de los experimentadores, entre quienes tal vez no haya uno solo con aptitudes mediumnísticas desenvueltas ni latentes. Los fenómenos magnéticos resultan siempre de la acción conscientemente voluntaria de quienes se esfuercen en obtenerlos, al paso que los fenómenos psíquicos obran sobre el sujeto receptivo independientemente de él y muchas veces contra su propia voluntad. El hipnotizador logra cuanto está al alcance de su fuerza volitiva. El médium, por el contrario, será instrumento tanto más a propósito para la producción del fenómeno cuanto menos ejercite su voluntad, y las probabilidades de logro estarán en razón inversa del ansia que sienta de producirlo. El hipnotizador requiere temperamento activo y el médium pasivo. Esto es el abecé del espiritismo y lo saben todos los médiums. Dijimos que Thury discrepaba de Gasparín en lo referente a la hipótesis de la voluntad, y así lo demuestra la siguiente carta dirigida a su colega en respuesta a la súplica que éste le hizo para que rectificara la última parte de su informe. Dice así: “Comprendo la justicia de vuestras observaciones referentes a la última parte de mi informe, que acaso concite contra mí la animadversión de los científicos; pero no obstante lo mucho que deploro que mi resolución le haya disgustado tanto, persisto en ella porque la considero hija del deber a que sin traición no puedo faltar.
Por lo que a la ciencia se refiere, declaro que todavía no está demostrada científicamente la imposibilidad de la intevención de los espíritus en estos fenómenos, pues tal es la conclusión de mi informe, y si así no lo dijese me expondría a empujar por vías de múltiples y equívocas salidas, en el caso de que contra toda esperanza hubiese algo de verdad en el espiritismo, a cuantos después de leído mi informe quisieren estudiar estos fenómenos.
CONTRADICCIONES DE GASPARÍN
Sin salirme de los fenómenos de la ciencia, según yo la entiendo, cumpliré mi deber por completo sin segundas intenciones de amor propio, y como a vuestro juicio puede ocasionar esto un escándalo mayúsculo, no quiero avergonzarme de ello. Además, insisto en que mi opinión es tan científica como otra cualquiera. Aunque quisiera demostrar la hipótesis de la intervención de espíritus desencarnados no podría hacerlo por insuficiencia de los fenómenos observados; pero estoy en situación de resistir victoriosamente todas las objeciones. Quieran o no, han de aprender los científicos por experiencia propia y por sus propios errores a suspender su juicio en cosas que no hayan examinado suficientemente. Conviene que no se pierda la lección que les disteis sobre este particular”.
Ginebra, 21 de Diciembre de 1854.
Analicemos esta carta para ver si descubrimos, no precisamente lo que el autor opina, sino lo que no opina acerca de la nueva fuerza. Por lo menos es indudable que el distinguido físico y naturalista demuestra científicamente la realidad de algunas manifestaciones psíquicas; pero, de acuerdo con Crookes, no las atribuye a los espíritus de los difuntos, pues no ve demostración de esta hipótesis, ni tampoco cree en los diablos del catolicismo (32).
Pena nos causa decir que Gasparín cae en muchas contradicciones y absurdos, pues mientras por una parte vitupera acerbamente a los adictos a Faraday, por otra atribuye a causas naturales fenómenos que llama mágicos. Dice a este propósito: “Si no hubiéramos de tener en cuenta otros fenómenos que los explicados por el ilustre físico, cerraríamos los labios; pero nosotros hemos ido aún más allá, y ¿de qué han de servirnos esos aparatos que todo lo explican por la presión inconsciente? Sin embargo, la mesa resiste a la presión y al impulso, y a pesar de que nadie la toca, sigue el movimiento de los dedos que hacia ella señalan, se levanta sin contacto alguno y gira de arriba abajo” (33).
Pasa después Gasparín a explicar los fenómenos por su cuenta y dice: “Las gentes los atribuirán a milagro y no faltará quien los crea obra de magia. Cada nueva ley les parece un prodigio. Pero yo me encargo de calmar los ánimos, porque en presencia de semejantes fenómenos no hemos de trasponer los límites de las leyes naturales” (34).
Por nuestra parte no los hemos traspuesto. ¿Pero están seguros los científicos de poseer la clave de estas leyes? Gasparín presume poseerla, como vamos a ver. Dice así:
“No me arriesgo a dar explicación alguna, porque no es asunto de mi incumbencia. Mi propósito no va más allá de atestiguar los hechos y sostener una verdad que la ciencia intenta sofocar. Sin embargo, no puedo resistir a la tentación de manifestar a quienes nos confunden con los iluminados o con los brujos, que las manifestaciones en cuestión pueden explicarse de acuerdo con los principios generales de la ciencia.
En efecto; si suponemos que de los experimentadores, y más particularmente de algunos de ellos, emana un fluido cuya dirección esté determinada por la voluntad del individuo, no será difícil comprender cómo gira o se levanta la mesa por la acción del fluido acumulado sobre ella. Supongamos también que el vidrio es mal conductor de dicho fluido y tendremos explicado el por qué un vaso puesto en medio de la mesa interrumpe la rotación, mientras que si lo ponemos a un lado, se acumula todo el fluido en el opuesto, que por esta razón la levanta en alto”.
Aparte de algunos pormenores no desdeñables, podríamos aceptar esta explicación si todos los circunsantes fuesen hábiles hpnotizadores, y mucho también pudiéramos admitir respecto a la intervención de la voluntad, de acuerdo con el erudito ministro de Luis Felipe; pero ¿qué decir de la inteligencia denotada por la mesa en sus respuestas? Con seguridad que estas respuestas no podían ser colectivo reflejo cerebral de los circunstantes, según opina Gasparín, porque las ideas de ellos discrepaban no poco de la en extremo liberal filosofía expuesta por la maravillosa mesa. Sobre esto nada dice Gasparín, como si a cualquier explicación recurriera con tal de no admitir la influencia de los espíritus, ni humanos, ni satánicos, ni elementales.
Resulta, por lo tanto, que la “simultánea concentración del pensamiento” y “la acumulación de fluidos” no son más satisfactorias explicaciones que la “fuerza psíquica” de otros científicos. Preciso es buscar nuevas soluciones que de antemano calificamos de insuficientes, por numerosas que sean, hasta que la ciencia reconozca por causa de los fenómenos psíquicos una fuerza externa a los circunstantes y más inteligente que todos ellos.
LA FUERZA ECTÉNICA
El profesor Thury rechaza a un tiempo la hipótesis de los espíritus desencarnados, la de las influencias diabólicas y la de los teurgos y herméticos sintetizada en la sexta de Crookes (35) y expone otra, a su entender, más prudente, con desconfianza respecto de las demás, si bien admite hasta cierto punto “la acción inconsciente de la voluntad”, de acuerdo con Gasparín. A este propósito dice Thury: “Respecto a los fenómenos de levitación sin contacto y el empuje de la mesa de un sitio a otro por manos invisibles, no cabe demostrar a priori su imposibilidad, y en consecuencia, nadie tiene derecho a calificar de absurdas las pruebas efectuadas”.
Por lo que toca a la hipótesis de Gasparín, la juzga Thury muy severamente, según puede colegirse del siguiente pasaje de De Mirville: “Admite Thury que en los fenómenos de Valleyres estaba la fuerza en el individuo, mientras que nosotros decimos que era a un tiempo intrínseca y extrínseca y que, por regla general, es precisa la acción de la voluntad. Después de todo repite Thury lo que ya había dicho en el prefacio de su obra, conviene a saber: “El barón de Gasparín nos presenta hechos escuetos de cuyas explicaciones no responde, tal vez por ser tan endebles que se desvanecen de un soplo sin que apenas quede nada de ellas. Respecto a los hechos no es posible dudar en delante de su autenticidad”.
Según nos dice Cookes, el profesor Thury “refuta las explicaciones de Gasparín y atribuye los fenómenos psíquicos a una substancia fluídica, a un agente que, como el éter lumínico de los científicos, interpenetra todos los cuerpos materiales orgánicos e inorgánicos. A este agente le llama psícodo, y después de discutir las propiedades de este estado o forma de materia, propone que se denomine fuerza ecténica a la ejercida cuando la mente actúa a distancia por influencia del psícodo” (36). Más adelante observa Crookes que la fuerza ecténica de Thury es idéntica a la fuerza psíquica por él apuntada.
Fácilmente podríamos demostrar que tanto la fuerza ecténica como la fuerza psíquica, además de ser iguales entre sí, lo son a la luz astral o sidérea de los alquimistas (37) y al akâsha o principio de vida, la omnipenetrnte fuerza que desde hace miles de años conocieron los gimnósofos, los magos indos y los adeptos de todos los países, y aun hoy se valen de ella los lamas del Tíbet, los fakires taumaturgos y algunos prestidigitadores indos.
En muchos casos de rapto provocado artificialmente por sugestión hipnótica, es posible y aun probable que el “espíritu” del sujeto actúe influido por la voluntad del hipnotizador; pero cuando el médium permanece consciente mientras se producen fenómenos psíquicofísicos que denoten una dirección inteligente, el agotamiento físico se traducirá en postración nerviosa, a menos que el médium sea mago capaz de proyectar su doble. Por lo tanto, parece concluyente la prueba de que el médium es pasivo instrumento de entidades invisibles que disponen de fuerzas ocultas. Pero no obstante la identidad de la fuerza ecténica de Thury y la psíquica de Crookes, sus respectivos mantenedores discrepan en cuanto a las propiedades que les atribuyen, pues mientras Thury admite que los fenómenos son producidos con frecuencia por voluntades no humanas, corroborando con ello la sexta hipótesis de Crookes, éste se reserva su opinión respecto a la causa de los fenómenos, cuya autenticidad no pone en duda. Así vemos que ni Gasparín y Thury, que investigaron los fenómenos psíquicos en 1854, ni Crookes, que se convenció de su realidad en 1874, les han dado explicación definitiva, a pesar de sus conocimientos en ciencias físico-químicas y de haber dedicado toda su atención a tan arduo problema. el resultado es que en veinte años ningún científico ha dado ni un paso en la solución del enigma que sigue tan inexpugnable como castillo de hadas.
ATEÍSMO CIENTÍFICO
¿Sería impertinencia sospechar que los científicos modernos se mueven en un círculo vicioso? Agobiados sin duda por la pesadumbre del materialismo y la insuficiencia de las llamadas ciencias experimentales para demostrar tangiblemente la existencia del mundo espiritual, mucho más poblado que el visible, no tienen otro remedio que arrastrarse por el interior del círculo vicioso, sin querer, más bien que sin poder, salir del hechizado recinto para explorar lo que fuera de él existe. Sus preocupaciones son el único embarazo que les impide reconocer la causa de hechos innegables y relacionarse con hipnotizadores tan expertos como Du Potet y Regazzoni.
Preguntaba Sócrates: “¿Qué engendra la muerte? –La vida –le respondieron (38)... ¿Puede el alma, puesto que es inmortal, dejar de ser imperecedera?” (39). El profesor Lecomte dice: “La semilla no puede germinar sin que en parte consuma”. Y San Pablo exclama: “Para que la simiente se avive es preciso que muera”.
Se abre la flor, se marchita y muere; pero deja tras sí el aroma que perdura en el ambiente cuando ya sus pétalos están hechos polvo. Nuestros sentidos corporales no lo advierten y sin embargo existe. El eco de la nota emitida por un instrumento perdura eternamente. Jamás se extingue por completo la vibración de las invisibles ondas del mar sin orillas del espacio. Siempre viven las energías transportadas del mundo de la materia al mundo del espíritu. Y el hombre, preguntamos nosotros, el hombre, entidad que vive, piensa y razona, la divinidad residente en la obra maestra de la naturaleza, ¿habría de abandonar su estuche para no vivir jamás? ¿Cómo negar al hombre cuyas cualidades fundamentales son la conciencia, la mente y el amor, el principio de continuidad que reconocemos en la llamada inorgánica materia del flotante átomo? No cabe más descabellada idea. Cuanto mayor es nuestro conocimiento, mayor es también la dificultad de concebir el ateísmo científico. Se comprende que un hombre ignorante de las leyes de la naturaleza, sin noción alguna de las ciencias físico-químicas, pueda caer funestamente en el materialismo, empujado por la ignorancia o por la incapacidad de comprender la filosofía de la ciencia, ni de colegir ninguna analogía entre lo visible y lo invisible. Un metafísico por naturaleza, un soñador ignorante, pueden despertar bruscamente y atribuir a ilusión y ensueño todo cuanto imaginaron sin pruebas tangibles; pero un científico familiarizado con las modalidades de la energía universal no puede sostener que la vida es tan sólo un fenómeno de la materia, so pena de confesar su incapacidad para analizar y debidamente comprender el alfa y el omega de la misma materia.
El escepticismo sincero respecto a la inmortalidad del alma es una enfermedad, una deformación cerebral, que ha existido en toda época. Así como algunas criaturas nacen envueltas en el omento, así también hay hombres incapaces de desprenderse durante toda su vida de la membrana que embota sus espirituales sentidos. Pero la vanidad es el verdadero sentimiento que les mueve a rechazar los fenómenos mágicos y espirituales, sin otro argumento que el siguiente: “Nosotros no podemos producir ni explicar estos fenómenos; por lo tanto, no existen ni nunca han existido. Hace unos treinta años, Salverte sorpendió a los “crédulos” con su obra: Filosofía de la magia, en la que pretendía explicar la causa operante de los milagros bíblicos y de los santuarios paganos. En resumen, los atribuye a largos años de observación, aparte de un profundo conocimiento de las ciencias físicas y metafísicas, en cuanto lo permitía la ignorancia de la época, con su secuela de imposturas, prestidigitación, ilusiones ópticas y fantasmagoría, que a fin de cuentas, convierten, según el autor, a los taumaturgos, profetas y magos, en pícaros y bribones, y al resto de los mortales en necios y bobos.
De la índole y valía de las pruebas podrá colegir el lector por la que aduce el pasaje siguiente: “Aseguraban los entusiastas discípulos de Jámblico, que al orar se levantaba a diez codos del suelo, y engañados por esta metáfora han tenido los cristianos la candidez de atribuir el mismo milagro a Santa Clara y a San Francisco de Asís” (40). Según Salverte, los centenares de viajeros que atestiguan haber visto idéntico fenómeno en los fakires, serían todos unos embusteros o estarían alucinados. Sin embargo, hace poco tiempo, el eminente Crookes atestiguó un fenómeno de esta índole en condiciones que imposibilitaban todo fraude; y de la propia suerte habían aseverado lo mismo mucho tiempo antes infinidad de testigos, a quienes sistemáticamente se les niega crédito.
CONFUSIONES DE LOS CIENTÍFICOS
Paz a tus científicas cenizas ¡oh crédulo Salverte! ¿Quién sabe si antes de concluir el presente siglo la sabiduría popular habrá inventado este nuevo proverbio: “Tan increíblemente crédulo como un científico”.
¿Por qué ha de parecer imposible que una vez separado el espíritu del cuerpo pueda animar una forma imperceptible, creada por la fuerza mágica, psíquica, ecténica o etérea, como quiera llamársela, con el auxilio de entidades elementarias que al efecto proporcionen la sublimada materia de un cuerpo? La única dificultad está en no darse cuenta de que el espacio no está vacío, sino repleto de los arquetipos de cuanto fue, es y será, y poblado de seres pertenecientes a diversas estirpes distintas de la nuestra.
Muchos científicos han reconocido la autenticidad de fenómenos en apariencia sobrenaturales, porque como el citado caso de levitación, contrarían la ley de la gravedad; pero al investigarlos, se enredaron en inextricables dificultades por su desgraciado intento de darles explicación con hipótesis basadas en las leyes conocidas de la naturaleza.
En el resumen de su obra, concreta De Mirville la argumentación de los científicos adversarios del espiritismo en cinco paradojas a que llama confusiones, conviene a saber:
Primera confusión. – La de Faraday, quien explica el fenómeno de la mesa diciendo que ésta empuja al experimentador a causa de la resistencia que la hace retroceder.
Segunda confusión. – La de Babinet, quien explica los golpes diciendo que de buena fe y con perfecta conciencia los producen ventrílocuos, cuya facultad implica necesariamente mala fe.
Tercera confusión. – La de Chevreuil, quien explica la facultad de mover los muebles sin tocarlos, por la previa adquisición de esta facultad.
Cuarta confusión. – La del Instituto de Francia, cuyos miembros aceptan los milagros con tal que no caontraríen las conocidas leyes de la naturaleza.
Quinta confusión. – La de Gasparín, que supone fenómenos sencillos y elementales, los que todos niegan porque nadie vio otros iguales (41).
Mientras los científicos de fama admiten tan fantásticas hipótesis, algunos neurópatas de menor cuantía explican los fenómenos psíquicos por medio de un efluvio anormal, dimanante de la epilepsia (42). Otro hay que quisiera tratar a los médiums (y suponemos que también a los poetas) con asafétida y amoníaco (43), y califica de lunáticos o de místicos alucindados a cuantos creen en las manifestaciones psíquicas. A este médico y conferenciante, se le podría aplicar la frase del Nuevo Testamento: “Sánate a ti mismo”; porque, en verdad, ningún hombre de cabal juicio se atrevería a tachar de locos a los cuatrocientos cuarenta y seis millones de personas que en las cinco partes del mundo creen en las relaciones de los espíritus con los hombres.
Considerando todo esto, maravilla la osadía de los presumidos pontífices de la ciencia al clasificar fenómenos que en absoluto desconocen. Seguramente, los millones de compatriotas a quienes de tal manera engañan, les merecen tanta consideración como si fueran gorgojos de patata o cigarrones, porque el Congreso norteamericano, a instancia de la Asociación americana para el progreso de las ciencias, promulga estatutos constituyentes de comisiones nacionales para el estudio de los insectos; los químicos se ocupan en cocer ranas y chinches; los geólogos entretienen el ocio en la observación de ganoides cónquidos y en discutir el sistema dentario de las diversas especies de dinictios; y los entomólogos llevan su entusiasmo hasta el extremo de cenarse saltamontes cocidos, fritos y en salsa (44). Entretanto, millones de americanos quedan abandonados “a la confusión de locas ilusiones”, según frase de los ilustres enciclopedistas, o sucumben a los “desórdenes nerviosos” dimanantes de la “diatesis” mediumnística”.
LOS CIENTÍFICOS RUSOS
Tiempo hubo en que cabía esperar que los científicos rusos en que cabía esperar que los científicos rusos se tomaran el trabajo de estudiar atenta e imparcialmente los fenómenos psíquicos. La Universidad de San Petersburgo nombró una comisión presidida por el insigne físico Mendeleyeff, con objeto de poner a prueba en cuarenta sesiones consecutivas a los médiums que quisieran someterse a experimentación. La mayor parte rehusaron la invitación temerosos de alguna celada, y al cabo de ocho sesiones, cuando los fenómenos iban siendo más interesantes, la comisión prejuzgó el caso con frívolos pretextos y dio informe contrario a los médiums. En vez de proceder digna y científicamente, se valieron de espías que atisbaban por los ojos de las cerraduras. El presidente de la comisión declaró en una conferencia pública que el espiritismo, como cualquiera otra creencia en la inmortalidad del alma, era una mezcolanza de superstición, alucinaciones e imposturas, y que las manifestaciones de esta índole, tales como la adivinación del pensamiento, el rapto y otros fenómenos psíquicos, se producían con el auxilio de ingeniosos aparatos y mecanismos que los médiums llevaban ocultos entre las ropas. Ante semejante prueba de ignorancia y prejuicio, el doctor Butlerof, catedrático de química de la Universidad de San Petersburgo, y el señor Aksakof, consejero de Estado, que habían sido invitados a las sesiones, evidenciaron su disgusto en la protesta publicada bajo su firma en los periódicos, cuya mayoría se puso en contra de Mendeleyeff y de su oficiosa comisión, al paso que más de ciento treinta personas de la aristocracia sanpetersburguense, sin determinada filiación espiritista, avaloraron con su firma la protesta.
El resultado fue que la atención pública se convirtiera hacia el espiritismo, constituyéndose en todo el imperio numerosos círculos. La prensa liberal empezó a discutir el asunto, y se nombró otra comisión encargada de proseguir las interrumpidas investigaciones.
Pero tampoco es fácil que la nueva comisión cumpla con su deber, pues tiene oportunísimo pretexto en el informe dado por el profesor Lankester, de Londres, acerca del médium Slade, quien, contra las prejuiciosas y circunstanciales aseveraciones de Lankester y de un amigo de éste llamado Donkin, opuso el testimonio de gran número de investigadores entre los que se contaban Wallace y Crookes. A este propósito, el London Spectator publicó un artículo del que extractamos los siguientes párrafos:
“Es pura superstición el presumir de tan completo conocimiento de las leyes de la naturaleza, que hayamos de repudiar por falsos unos fenómenos cuidadosamente examinados por detenidas observaciones, sin otro fundamento que su aparente discrepancia con principios ya establecidos. Asegurar, como según parece asegura el profesor Lankester, que porque en algunos casos haya habido fraude y credulidad en estos fenómenos, como también los hay en las enfermedades nerviosas, forzosamente haya de haberlos contra toda escrupulosidad de las investigaciones, equivale a aserrar las ramas del árbol del conocimiento en que arraigan las ciencias inductivas y demoler toda la fábrica del edificio científico”.
Pero ¿qué les importa esto a los doctores? El torrente de superstición que, a su decir, arrastra a millones de inteligencias claras, no puede alcanzarles; el nuevo diluvio llamado espiritismo, no es capaz de anegar sus robustas mentes; y las cenagosas oleadas de la corriente han de romper la furia sin ni siquiera mojar la correa de su zapato. Tal vez la tradicional terquedad del creador les impide confesar el poco éxito que sus milagros tienen en nuestros días contra la ceguera de los profesionales de la ciencia, aunque de seguro sabe que desde hace tiempo resolvieron poner en el frontispicio de sus colegios y universidades, el siguiente aviso:
De orden de la ciencia se le prohibe a Dios hacer milagros en este sitio (45).
LA GRUTA-GABINETE DE LOURDES
Espiritistas y católicos parecen haberse coligado contra los iconoclásticos intentos del materialismo, y al incremento del número de escépticos ha correspondido otro incremento proporcional del número de creyentes. Los campeones de los milagros “divinos” de la Biblia emulan a los panegiristas de los fenómenos psíquicos, y la Edad Media revive en el siglo XIX. De nuevo vemos a la Virgen María ponerse en correspondencia epistolar con los fieles hijos de su iglesia, mientras que por conducto de los médiums garrapatean mensajes los espíritus amigos. El santuario de Lourdes se ha convertido en gabinete de materializaciones espiritistas, al paso que los gabinetes de los más famosos médiums norteamericanos parecen santuarios a donde Mahoma, el obispo Polk, Juana de Arco y otros espíritus de nota acuden desde la “negra orilla”, para materializarse a la luz del día. Y si a la Virgen María se la ha visto pasear cotidianamente por las cercanías de Lourdes, ¿por qué no creer también al fundador del islamismo y al difunto prelado de la Luisiana? No cabe otro remedio que admitir o rechazar por igual la posibilidad o la impostura de entrambas manifestaciones milagrosas: las divinas y las espiritistas. Al tiempo ponemos por testigo. Pero mientras la ciencia no quiera alumbrar con su mágica lámpara la obscuridad del misterio, irán las gentes dando tropezones con riesgo de caer en el lodo.
A consecuencia de la desfavorable opinión sustentada por la prensa londinense acerca de los recientes “milagros” de Lourdes, monseñor Capel publicó en The Times el criterio de la Iglesia romana sobre el particular, en los siguientes términos:
“Por lo que toca a las curaciones milagrosas, pueden consultar los lectores la juiciosa obra: La Gruta de Lourdes, escrita por el doctor Dozous, eminente facultativo de la localidad, inspector de higiene del distrito y médico forense, quien enumera al pormenor varios casos de curaciones milagrosas estudiadas por él con cuidados detención, para concluir diciendo: “Declaro que todo hombre de buena fe ha reconocido el carácter sobrenatural de las curaciones logradas en el santuario de Lourdes, sin otra medicina que el agua de la fuente. Debo confesar que mi entendimiento, nada propenso a la credulidad en milagros deninguna clase, difícilmente se hubiese convencido de la verdad de una aparición tan notable bajo varios aspectos, a no ser por las curaciones que presencié personalmente y me dieron luz bastante para estimar la importancia de las visitas de Bernardita a la Gruta y la realidad de las apariciones con que se vio favorecida”.
“Digno de respetuosa consideración, por lo menos, es el testimonio del distinguido médico que desde un principio observó cuidadosamente a Bernardita y tuvo ocasión de presenciar las curaciones. A esto he de añadir que acuden a la gruta infinidad de gentes para arrepentirse de sus culpas, acrecentar su piedad, rogar por la regeneración de su patria y dar público testimonio de su fe en el Hijo de Dios y en su inmaculada Madre. Muchos van a curarse de sus dolencias corporales, y algunos vuelven curados según aseveran testigos oculares. El achacar falta de fe, como hace vuestro artículo, a los que después se van a tomar las aguas de los Pirineos, es tan poco razonable como si tacháramos de incrédulos a los magistrados que penen la negligencia en la prestación de auxilios médicos. Quebrantos de salud me forzaron a pasar en Pau el invierno durante los años de 1860 a 1867, y con ello tuve coyunturas de investigar minuciosamente cuanto se relacionaba con las apariciones de Lourdes. Después de haber observado con todo detenimiento a Bernardita y de estudiar algunos de los milagros ocurridos, me he convencido de que si el testimonio humano es válido para comprobar la realidad de un hecho, forzosamente se ha de admitir la autenticidad de las apariciones de Lourdes. Al fin y al cabo no es dogma de fe este punto, que cualquier católico puede aceptar o negar sin esperanza de elogio ni temor de censura”.
HUXLEY DEFINE LA PRUEBA
Si el lector se fija en las frases subrayadas, advertirá como al clero católico, a pesar de la infabilidad pontificia y de su franquicia postal con el cielo, le satisface el testimonio humano parra avalar los milagros divinos. Ahora bien, si atendemos a las conferencias dadas recientemente por Huxley, en Nueva York, acerca de la evolución, oiremos que dice: “La mayor parte de nuestro conocimiento de los hechos pasados se basa en las pruebas históricas del testimonio humano”. Y en otra conferencia sobre biología añade: “Todo hombre que de corazón anhele la verdad, no ha de temer, sino desear la crítica serena y justa; pero es esencial que el crítico sepa de qué habla”. Esto mismo debiera tener en cuenta su autor al tratar de asuntos psicológicos, pues si lo añadiese a sus antedichos conceptos ¿qué mejor pedestal sobre que alzarlo?
Vemos como el materialista Huxley y el prelado católico coinciden en considerar suficiente el testimonio humano para la comprobación de hechos que cada cual puede o no creer según sean sus preocupaciones. Por lo tanto, ¿no es razón que así el ocultista como el espiritista se encastillen en el argumento tan perseverantemente sostenido de que no cabe negar la autenticidad de los fenómenos psíquicos de los antiguos taumaturgos probados de sobra por el testimonio humano? Si la Iglesia y las Academicas han aducido pruebas humanas, no pueden negar a los demás el mismo derecho. Uno de los frutos de la reciente agitación notada en Londres, con motivo de los fenómenos mediumnímicos, es que la prensa seglar ha expuesto ideas liberales. El Daily News, de Londres, decía en 1876: “En todo caso, nos parece que debemos considerar el espiritismo como una de tantas creencias tolerables, y dejarle, por lo tanto, en paz, pues tiene muchos prosélitos tan inteligentes como quien más, que hace tiempo hubiesen echado de ver cualquier superchería palpable y notoria. Algunos hombres eminentes por su sabiduría han creído en las apariciones y continuarían creyendo, aunque unos cuantos se entretuvieran en amedrentar a las gentes con fingidos fantasmas.
No es la primera vez en la historia que el mundo invisible ha tenido que luchar contra el materialista escepticismo de la cegueraespiritual de los saduceos. Platón deplora en sus obras y alude más de una vez a la incredulidad de ciertas gentes. Desde Kapila, el filósofo indo que muchos siglos antes de J. C. dudaba ya de que los yoguis en éxtasis pudiesen ver a Dios cara a cara y conversar con las más elevadas entidades, hasta los volterianos del siglo XVIII que se burlaban de lo más sagrado, en toda época hubo Tomases incrédulos. Pero ¿han conseguido atajar los pasos de la verdad? Tanto como los ignorantes e hipócritas jueces de Galileo lograron detener el movimiento de la tierra. No hay teoría capaz de influir decisivamente en la estabilidad e inestabilidad de una creencia heredada de las razas primitivas que, si tenemos en cuenta el paralelismo entre las evoluciones espiritual y física del hombre, recibieron la verdad de labios de sus antepasados, los dioses de sus padres que “estaban al otro lado de las aguas”. Algún día se demostrará la identidad de los relatos bíblicos con las leyendas indas y la cosmogonía de distintos países, para ver cómo las fábulas de las edades míticas son alegorías de los fundamentales principios geológicos y antropológicos. A esas fábulas de tan ridícula expresión habrá de recurrir la ciencia para encontrar los “eslabones perdidos”.
Por otra parte, ¿qué denotan las raras coincidencias observadas en la historia respectiva de pueblos tan distantes? ¿De dónde proviene la identidad de los conceptos primitivos que se advierten en las llamadas fábulas y leyendas, donde se encierra el meollo de los sucesos históricos, de una verdad profundamente encubierta bajo la capa de poéticas ficciones populares, pero que no deja de ser verdad? Comparemos, por ejemplo, el Génesis con los Vedas en los pasajes siguientes:
Y habiendo comenzado los hombres a multiplicarse sobre la tierra y engendrado hijas, viendo los hijos de Dios las hijas de los hombres que eran hermosas, tomáronse mujeres, las que escogieron entre todas... Y había gigantes sobre la tierra en aquellos días (46)...
“El primer brahmán se queja de estar solo y sin mujer entre sus hermanos. A pesar de que el Eterno le aconseja que dedique sus días al estudio de la ciencia sagrada, el primer nacido insiste en la queja. Enojado por tamaña ingratitud, el Eterno da al brahmán una mujer de la estirpe de los daityas o gigantes, de quien todos los brahmanes descienden por generación materna"” así es que la casta sacerdotal desciende por una línea de las entidades superiores, los hijos de Dios, y por otra, de Daintany, la hija de los gigantes de la tierra, los hombres primitivos (47). "“ ellas les dieron hijos a ellos y llegaron a ser hombres poderosos del tiempo viejo; varones de nombradía"”(48).
La misma alegoría encierra el pasaje análogo de la cosmogonía del Edda escandinavo. Har, compañero de Jafuhar y Tredi, describe a Gangler la formación del primer hombre llamado Bur, padre de Bör, quien tomó por mujer a Besla, hija del gigante Bölthara, de la estirpe de los primitivos gigantes (49).
El mismo fundamento tienen las fábulas griegas de los titanes y la leyenda mexicana de las cuatro estirpes sucesivas del Popol-Vuh. Esta alegoría de los gigantes es uno de los cabos de la enredada y al parecer inextricable madeja de la psicología del género humano, pues de otro modo no cupiera explicar la creencia en lo sobrenatural, ya que decir que ha brotado, crecido y desarrollado a través de las edades sin base de sustentación, cual frívola fantasía, fuera equiparable al absurdo teológico de que Dios creó el mundo de la nada.
PROTESTA DE UN PERIÓDICO CRISTIANO
Es demasiado tarde para negar la evidencia que se manifiesta con luz meridiana. Los periódicos, así religiosos como seglares, protestan ya unánimemente contra el dogmatismo y los estrechos prejuicios de la erudición apócrifa. El Christian World une su voz a la de sus escépticos colegs y dice:
“Aun cuando pudiera demostrarse que todos los médiums son impostores, todavía censuraríamos la propensión de algunas autoridades científicas a mofarse y estorbar las investigaciones de índole semejante a las expuestas por Barrett ante la Asociación Británica. Si los espiritistas han caído en muchos absurdos, no por ello deben diputarse por indignos de examen sus fenómenos. Sean hipnóticos, clarividentes o como quiera, que digan los científicos qué son en vez de tratarnos como a muchachos preguntones a quienes se les da la cómoda pero poco satisfactoria respuesta: “los niños no preguntan nada” (50).
Parece que en nuestra época no le cuadra a ningún científico aquel verso de Milton: “Oh! Tú que por atestiguar la verdad sufriste universal vituperio!” La decadencia presente trae a la memoria las palabras de aquel físico que después de escuchar la historia del tambor de Tedworth y de Ana Walker, exclamó: “Si eso es cierto, estuve hasta ahora engañado y he de abrirme cuenta nueva (51)
Pero en nuestro siglo, a pesar de la valía reconocida por Huxley al testimonio humano, hasta el mismo Enrique More se ha convertido en entusiasta visionario, cualidades que fuera desvarío ver reunidas en una persona (52).
No han faltado hechos, pues los hay en abundancia, para que la psicología pudiera dar a comprender sus misteriosas leyes y aplicarlas a los casos ordinarios y extraordinarios de la vida. Hubiera sido necesario que idóneos observadores científicos los ordenaran analíticamente. Desgracia fue para las gentes y baldón para la ciencia que el error prevaleciese y la superstición anduviera desenfrenada entre los pueblos cristianos durante tantos siglos. Las generaciones se suceden unas a otras con su tributo de mártires de la conciencia y del denuedo moral, de modo que ya se comprende la psicología algo mejor que cuando el férreo guante del vaticano sentenciaba inicuamente a los desgraciados héroes cuya memoria infamaba con el estigma de nigrománticos y herejes.
CAPÍTULO V
Yo soy el espíritu que siempre niega.
Mefistófeles, en FAUSTO.
El Espíritu de verdad a quien el mundo no pudo
recibir porque no le vio ni conoció.
SAN JUAN, XIV-17.
Millones de seres espirituales recorren la tierra y no los vemos
ni cuando estamos dormidos ni cuando despiertos.
MILTON.
La mente no basta por sí sola para abarcar lo espiritual.
De la propia manera que el sol ofusca la luz de una llama,
así el espíritu ofusca la luz de la mente.
W. HOWITT.
Infinidad de nombres se han dado a las manifestaciones o efectos de la misteriosa energía que anima la materia. Es el caos de los antiguos; el antusbyrum o fuego sagrado de los parsis; el fuego de Hermes; el elmes de los aniguos germanos; el rayo de Cibeles; la antorcha de Apolo; el fuego sagrado de los altares de Pan y Vesta; la centella (...) del yelmo de Plutón, del capacete de Dioscuri, de la cabeza de Gorgona, del casco de Palas y del caduceo de Mercurio; el phtha o ra egipcio; el (...) y el Zeus cataibates (el que desciende) (1) de los griegos; las lenguas de fuego de la Pentecostés; la zarza ardiente de Moisés; la columna de fuego del Éxodo; la lámpara ardiente de Abraham; el fuego eterno del abismo sin fondo; los vapores del oráculo délfico; la luz sidérea de los rosacruces; el akâsha de los adeptos indos; la luz astral de los cabalistas; el fluido nervioso de los magnetizadores; el od de Reichenbach; el globo ígneo de Babinet; el psicodo y la fuerza étnica de Thury; la fuerza psíquica de Cox y Crookes; el magnetismo atmosférico de algunos físicos; el galvanismo; y finalmente la electricidad.
Bulwer Lytton en su Raza futura le llama vril (2) y supone ficciosamente que se valían de ella las poblaciones subterráneas. Dice, al efecto, que estas gentes creen que el vril unifica y resume la energía de todos los agentes naturales y demuestra después como Faraday presintió ya la unidad de las fuerzas en el siguiente pasaje:
“Hace mucho tiempo que estoy convencido, y conmigo muchos otros amantes de la naturaleza, de que las diversas modalidades de las fuerzas de la materia tienen origen común, es decir, que están relacionadas con tan directa interdependencia que pueden transmutarse una en otra con equivalente potencia de actuación”.
Por absurdo y anticientífico que parezca, sólo cabe, en verdadera definición de la energía primaria de Faraday y del vril de Lytton, identificarlos con la luz astral de los cabalistas, según van corroborando uno tras otro los descubrimientos de la ciencia.
Hace poco tiempo anunciaron los periódicos que Edison había descubierto una fuerza de modalidad distinta a la eléctrica, excepto en la conductibilidad. Si la noticia se confirma veremos cómo, no obstante las denominaciones científicas que se le den, resultará al fin y al cabo uno de tantos hijos engendrados desde el origen del tiempo por nuestra cabalística madre la Virgen Astral. En efecto, el descubridor asegura que la nueva fuerza es tan distinta y obedece a tan regulares leyes como el calor, el magnetismo y la electricidad. El periódico que primeramente publicó la noticia añade que Édison supone la nueva fuerza relacionada con el calor, aunque también pudiera generarse por medios independientes y no conocidos todavía.
EL TELÉFONO DE BELL
Otro reciente y admirable descubrimiento es la posibilidad de hablar desde muy lejos por medio de un aparato llamado teléfono que acaba de inventar Graham Bell. La nueva invención tuvo por precedente los tubos acústicos, consistentes en dos pequeñas bocinas de estaño recubiertas de terciopelo y enlazadas por un bramante. Entre Boston y Cambridgeport se ha sostenido por teléfono una conversación durante la cual se oyeron distintamente todas las palabras con la peculiar modulación de voz. Las ondas sonoras recibidas por un imán, se transmiten eléctricamente a lo largo del alambre en cooperación con dicho imán. El buen funcionamiento dela aparato depende de la regularidad de la corriente eléctrica y de la potencia del imán que ha de cooperar a su acción.
“El aparato –dice un periódico- consiste en una especie de bocina con una membrana muy delicada en la que repercuten las ondas sonoras cuando se aplica el habla a la bocina. Al otro lado de la membrana hay una pieza metálica que al vibrar aquélla se pone en contacto con un imán y éste con el circuito eléctrico gobernado por el operador. No se sabe cómo, pero lo cierto es que la corriente eléctrica transmite con toda exactitud de uno a otro aparato la voz del que habla sin pérdida de la más leve modulación”.
Ante los prodigiosos descubrimientos de nuestra época, tales como la nueva fuerza de Édison y el teléfono de Graham Bell, aparte de las psibilidades todavía latentes en el reino sin límites de la naturaleza, no será exagerado suplicar a cuantos intenten combatir nuestra afirmación que esperen a ver si los nuevos descubrimientos la invalidan o la corroboran.
La invención del teléfono dará tal vez alguna insinuación tocante a lo que las historias antiguas dicen del secreto poseído por los sacerdotes egipcios, quienes durante la celebración de los misterios podían comunicarse instantáneamente de un templo a otro, aunque fuese de ciudad distinta. La leyenda atribuye estos mensajes a las “invisibles tribus del aire”. El autor de El hombre preadámico cita un ejemplo que no sabe a punto fijo si lo da Macrino u otro autor, pero que podemos considerar por lo que valga. Dice que “durante su estancia en Egipto, una de las Cleopatras mandó noticias por un alambre a todas las ciudades del alto Nilo, desde Heliópolis a Elefantina” (3).
No hace mucho tiempo nos reveló Tyndall un nuevo mundo poblado de hermosísimas figuras aéreas. Según dice, el descubrimiento consiste en “someter los vapores de ciertos líquidos volátiles a la concentrada acción de la luz solar o a los enfocados rayos de la eléctrica”. Los vapores de algunos yoduros, nitratos y ciertos ácidos se sujetan a la acción de la luz en un tubo de ensayo colocado horizontalmente, de modo que su eje coincida con los rayos paralelos dimanantes de la lámpara. Los vapores forman nubes de soberbios matices y se agrupan en forma de vasos, botellas, conos, conchas, tulipanes, rosas, girasoles, hojas y volutas. Dice Tyndall que”la nubecita toma en breve rato la forma de cabeza de sierpe con su boca y lengua”.
Por último, como remate de tantas maravillas, dice que en cierta ocasión tomaron los vapores figura de pez, con sus ojos, aletas y escamas, tan estrictamente simétrico que no había señal en un lado que no estuviese también en el otro.
Este fenómeno puede explicarse en parte por la acción de los rayos lumínicos, según Crookes ha demostrado recientemente, pues cabe suponer que el haz horizontal de rayos luminosos disgregue las moléculas de los vapores y vuelva a agruparlos en forma de globos y husos. Pero ¿cómo explicar la formación de vasos, flores y conchas? Esto es para la ciencia tan enigmático como el meteoro felino de Babinet, aunque no sospechamos que Tyndall dé a aquel fenómeno la absurda explicación que Babinet al suyo.
Quienes no hayan estudiado el asunto, tal vez se sorprendan de ver lo mucho que en la antigüedad se conocía del omnipenetrante y sutilísimo principio hace poco bautizado con el nombre de éter universal.
ETIMOLOGÍA DEL MAGNETISMO
Pero antes de pasar adelante, conviene enunciar, según insinuamos ya, dos categóricas proposiciones, que para los antiguos teurgos fueron leyes demostradas.
1.ª Los llamados milagros, empezando por los de Moisés y acabando por lo de Cagliostro, estuvieron en perfecta concordancia con las leyes naturales, como acertadamente dice Gasparín, y por lo tanto, no fueron tales milagros. La electricdad y el magnetismo intervinieron sin duda alguna en muchos de estos prodigios; pero tanto ahora como entonces cabe admitir que las personas suficientemente sensitivas sirvan de conductores inconscientes y actúen en virtud de estos fluidos tan poco conocidos todavía por las ciencias. Esta fuerza posee infinidad de atributos y propiedades en su mayor parte ignoradas de los físicos.
2.ª Los fenómenos de magia natural, presenciados en Siam, India, Egipto y otros países de Oriente, no tienen nada de común con la prestidigitación, pues los primeros son efecto de fuerzas naturales ocultas, y la segunda es artificio ilusionante obtenido por medio de hábiles manipulaciones en connivencia con otras personas (4).
Los taumaturgos de toda época obraban prodigios por estar familiarizados con las ondulaciones imponderables en sus efectos, pero perfectamente tangibles, de la luz astral, cuya corrientes guiaban con la fuerza de su voluntad. Los prodigios tenían doble carácter físico y psíquico, con sus correspondientes efectos materiales y mentales. Estos últimos son de índole análoga a los producidos por Mesmer y sus sucesores, entre quienes se cuentan en nuestros días dos hombres de no común cultura, Du Potet y Regazzoni, cuyas maravillosas facultades les dieron bien atestiguada nombradía en Francia y otros países. El hipnotismo es la más importante modalidad de la magia, cuyos efectos tienen por causa el agente universal propio de las obras mágicas que en todo tiempo se denominaron milagros.
Los antiguos llamaron caos a este agente; Platón y los pitagóricos el alma del mundo, y según los indos la Divinidad en forma de éter penetra todas las cosas. Es un fluido invisible, y sin embargo, sumamente tangible. A este universal Proteo, a que De Mirville llama burlonamente el omnipotente nebuloso, lo denominaron los teurgos fuego viviente (5), espíritu de luz y magnes, cuya denominación denota sus propiedades magnéticas y naturaleza mágica, porque, como dice uno de nuestros adversarios, (...) y (...) son dos ramas de un mismo tronco que dan iguales frutos.
Para averiguar la etimología de la palabra magnetismo, hemos de remontarnos a época inconcebiblemente remota. Muchos creen que la piedra imán deriva su nombre del de la ciudad de Magnesia, en Tesalia, donde abunda en extremo; pero diputamos por única acertada la opinión de los herméticos. La palabra mago se deriva del sánscrito mahaji, que significa grande o sabio, el ungido con la sabiduría divina. A este propósito dice Dunlap: “Eumolpo es el mítico fundador de los enmólpidos o sacerdotes que atribuían su saber a la inteligencia divina” (6). Las cosmogonías de los diversos pueblos identificaban el alma árquea universal con la mente del Demiurgos, la Sophia de los agnósticos o el Espíritu Santo en su aspecto fenoménico; y como los magos derivaban su nombre de este principio, se llamó a la piedra imán magnes, en honor de los que primeramente descubrieron sus maravillosas propiedades. Los templos de los magos abundaban en todas partes y entre ellos había algunos dedicados a Hércules (7), por cual razón se le dio a la piedra imán el nombre de magnesiana o heráclea, cuando se supo que los sacerdotes la empleaban en sus operaciones terapéuticas y mágicas. Sobre este particular dice Sócrates: “Eurípides la denomina piedra magnesiana, pero el vulgo la llama heráclea” (8). De modo que los magos dieron nombre a la comarca tesaloniense de Magnesia y a la piedra imán que allí abundaba y no al contrario. Plinio dice que los sacerdotes romanos magnetizaban el anillo nupcial antes de la ceremonia. Los historiadores paganos guardan cuidadoso silencio acerca de los misterios mágicos, y Pausanias declara que en sueños le conminaron a no revelar los sagrados ritos del templo de Demetrio y Perséfona en Atenas (9).
EL PODER DE JESÚS
La ciencia moderna no ha tenido más remedio que admitir el magnetismo animal después de negarlo durante mucho tiempo; pero aunque nadie lo pone en duda como propiedad del organismo animal, todavía lo combaten las Academias más encarnizadamente que nunca, en cuanto a su secreta influencia psicológica. Es deplorablemente asombroso que las ciencias experimentales no acierten a dar una hipótesis razonable sobre la potencia magnética. Diariamente aparecen pruebas de que esta modalidad energética intervenía en los misterios teúrgicos y por su influencia se explican fácilmente las secretas facultades de los taumaturgos para realizar tantos prodigios. De esta índole fueron los dones otorgados por Jesús a sus discípulos, pues en el momento del milagro sentía el Nazareno una fuerza dimanante de él. En su diálogo con Theages (10), habla Sócrates de su daimon o dios familiar y de la facultad que poseía de transmitir o retener los conocimientos y virtudes de modo que las gentes de su trato recibiesen o no beneficio de su compañía, y al efecto cita el siguiente ejemplo, para corroborar sus palabras, con estas otras puestas en boca de Arístides: “He de declararte, Sócrates, una cosa increíble, pero que por los dioses te aseguro cierta. Allego mucho beneficio cuando estoy contigo en la misma casa; y el beneficio es todavía mayor si estamos en el mismo aposento y todavía más si te veo a mi lado, pero sube de punto cuando me pongo en toque contigo”.
Éste es el moderno magnetismo e hipnotismo de Du Potet y otros experimentadores, que luego de someter al sujeto a su influencia fluídica pueden transmitirle el pensamiento desde cualquier distancia y moverle irresistiblemente a obedecer sus mandatos mentales. Sin embargo, los antiguos filósofos conocían mucho mejor esta energía psíquica, según se infiere de los informes bebidos sobre el particular en las primitivas fuentes. Pitágoras enseñaba que la Mente divina está difundida e infundida en todas las cosas, de modo que por su universalidad cabe transportarla de un obeto a otro y servir de instrumento a la voluntad para formar todas las cosas. Según Platón, la Mente divina o Nous es el Kurios de los griegos. A este propósito, dice: “Kurios simboliza la pura y simple naturaleza de la mente, la sabiduría” (11). Así tenemos que Kurios es Mercurio o sabiduría divina y Mercurio es el Sol (12), de quien Thot o Hermes recibió la sabiduría transmitida al mundo por mediación de sus obras. Hércules es también el Sol, considerado como depósito celeste del magnetismo universal (13) o, mejor dicho, Hércules es la luz magnética que transmitida a través del “ojo abierto en los cielos” penetra en las regiones de nuestro planeta para convertirse en el creador. El valeroso titán Hércules ha de sufrir doce pruebas. Se le llama “Padre de todas las cosas” “el nacido por sí mismo” (autophues) (14). El diablo Tifón (15) mata a Hércules, identificado en este caso con Osiris, padre y hermano de Horus (16). Se le da el epíteto de Invicto cuando desciende al Hades (jardín subterráneo) y después de arrancar las “manzanas de oro” del “árbol de la vida”, mata al dragón (17). El rudo poder titánico, bajo el que se encubre el dios solar, se opone en forma de materia ciega al divino y magnético espíritu que propende a la armonía de la naturaleza.
Los dioses solares simbolizados en el sol visible son los creadores de la naturaleza física, pues la naturaleza espiritual es obra del Supremo Dios, del oculto y céntrico Sol espiritual, por mediación de su Demiurgo, la Mente divina de Platón, la Sabiduría divina de Hermes Trismegisto (18), la sabiduría dimanante de Ulom o Kronos. Según dice Anthon (19), en los Misterios de Samotracia, después de la distribución del fuego puro, empezaba una nueva vida. Éste era el nuevo nacimiento a que Jesús aludía en su plática con Nicodemo. Y sobre lo mismo, dice Platón: “Iniciaos en el más bendito misterio y sed puros... para llegar a ser justos y santos con sabiduría” (20). A lo cual añade el Evangelista: “Y dichas estas palabras, sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo” (21).
EMBLEMA DE LA SERPIENTE
Este simple acto de la voluntad bastaba para transmitir el don de profecía en su más alta modalidad, si tanto el iniciador como el iniciado eran dignos de ello. A este propósito dice el reverendo Gross: “Sería tan injusto como antifilosófico menospreciar este don, cual si en su presente modalidad fuese corrompido retoño o consumida reliquia de una época de ignorante superstición. En todo tiempo intentó el hombre levantar el velo que oculta a sus ojos lo futuro y, por lo tanto, siempre se tuvo la profecía por don concedido por Dios a la mente humana... Zwinglio, el reformador suizo, daba por fundamento a su fe en la providencia del Ser Supremo, la cosmopolita enseñanza de que el Espíritu Santo inspiraba también a la más digna porción del mundo pagano. Admitida esta verdad, no es posible suponer que los paganos dignos de él no pudieran recibir el don de profecía” (22).
Ahora bien; ¿qué es esta mística y primordial substancia? El Génesis la simboliza en “la haz de las aguas sobre que flotaba el espíritu de Dios”. El libro de Job (23), dice que “debajo de las aguas fueron formadas las cosas sin alma que habitan allí”; pero en el texto original, en vez de “cosas inanimadas” se lee los “muertos rephaim” (24). En la mitología egipcia el Absoluto está simbolizado por una serpiente enroscada alrededor de una vasija, sobre cuyas aguas planea la cabeza en actitud de fecundarlas con su aliento. La serpiente es, en este caso, emblema de la eternidad y representa a Agathodaimon o espíritu del bien, cuyo opuesto aspecto es Kakothodaimon o espíritu del mal. Los Eddas escandinavos dicen que durante la noche, cuando el ambiente está impregnado de humedad, cae el rocío de miel, alimento de los dioses y de las creadoras abejas yggdrasillas. Esto simboliza el pasivo principio de la creación del universo sacado de las aguas, y el rocío de miel es una modalidad de la luz astral con propiedades creadoras y destructoras. En la leyenda caldea de Berosio, el hombre-pez, Oännes o Dagón, instruye a las gentes y les muestra el niño-mundo recién salido de las aguas con todos los seres procedentes de esta primera substancia. Moisés enseña que sólo la tierra y el agua pueden engendrar alma viviente, y en las Escrituras hebreas leemos que las hierbas no crecieron hasta que el Eterno derramó lluvia sobre la tierra. En el Popol-Vuh de los americanos, se dice que el hombre fue formado del limo de las aguas. Según los Vedas, Brahmâ sentado en el loto forma a Lomus (el gran muni o primer hombre) de agua, aire y tierra, después de dar existencia los espíritus que, por lo tanto, tienen prelación sobre los mortales. Los alquimistas enseñaban que la tierra primordial o preadámica (alkahest) (25) es como el agua clara, en la segunda etapa de su transmutación en substancia primaria, que contiene todos los elementos constitutivos del hombre, no sólo por lo que atañe a su naturaleza orgánica, sino también el latente “soplo de vida” dispuesto a la actuación vital o, lo que es lo mismo, “el Espíritu de Dios flotante sobre las aguas” o “el caos”, que de este modo se identifica con la substancia primaria. Por esta razón aseguraba Paracelso que era capaz de formar homúnculos, y el insigne filósofo Tales decía que el agua es el principio de todas las cosas de la naturaleza.
¿Qué es el caos primordial sino el éter de los físicos modernos tal como lo conocieron los filósofos antiguos mucho antes de Moisés? El caos es el éter de ocultas y misteriosas propiedades que contiene en sí mismo los gérmenes de la creación universal; el éter es la virgen celeste, madre espiritual de todas las formas y seres existentes, de cuyo seno, fecundado por el Espíritu Santo, surgen a la existencia la materia y la fuerza, la vida y la acción.a pesar de los recientes descubrimientos que van ensanchando los límites del saber humano, todavía se conocen muy incompletamente la electricidad, el magnetismo, el calor, la luz y la afinidad química. ¿Quién presume dónde termina la potencia o cuál es el origen de ese proteico gigante llamado éter? ¿Quién no echará de ver el espíritu que en él actúa y de él arranca las formas visibles?
LEYENDAS COSMOGÓNICAS
Fácil tarea es demostrar que todas las cosmogonías se fundan en los conocimientos de nuestros antepasados, en las ciencias que hoy día parecen haberse coligado en pro de la doctrina de la evolución; y tampoco es difícil demostrar que los antiguos conocían mucho mejor que nosotros la evolución en sus dos órdenes, físico y espiritual. Para los antiguos filósofos, la evolución era una doctrina axiomática, un principio que abarcaba el conjunto del universo, mientras que los científicos modernos aceptan la evolución bajo hipótesis especulativas de carácter particular cuando no negativo. Es inútil que los jerarcas de la ciencia moderna rehuyan el debate diciendo que la enigmática fraseología del relato mosaico no concuerda con la definida exégesis de las ciencias experimentales.
Por lo menos está fuera de duda que todas las cosmogonías contienen el símbolo de las aguas y del espíritu que las fecunda, cuyo significado está de acuerdo con el concepto científico de que el mundo no ha podido ser creado de la nada. Todas las leyendas cosmogónicas dicen que en el principio los vapores nacientes y las tinieblas cimerianas reposaban sobre las aguas dispuestas a ponerse en actividad apenas recibido el soplo del Irrevelado, a quien los sabios primitivos presentían, aunque no viesen, porque su espiritual intuición no estaba tan entenebrecida como ahora, por sutiles sofismas. Si no determinaban con toda precisión el tránsito del período silúrico al de los mamíferos, pongamos por caso, y si la época cenozoica estaba representada por las diversas alegorías del hombre primitivo, del Adán de nuestra raza, no por ello hemos de inferir que los sabios de entonces y los caudillos de pueblos no supieran tan bien como nosotros la sucesión de las épocas geológicas.
En los días de Demócrito y aristóteles, ya había comenzado el descenso del ciclo, por lo que si estos dos filósofos expusieron tan acertadamente la teoría atómica, y fijaron el punto físico del átomo, bien pudieron llegar sus antecesores más olejos todavía, y trasponer en la génesis del átomo los límites donde Tyndall y otros parecen haberse atascado sin atreverse a cruzar la frontera de lo incomprensible. Las artes perdidas prueban suficientemente que si cabe hoy duda respecto a los progresos de nuestros primitivos antepasados en ciencias naturales, a causa de lo deficiente de sus tratados, eran mucho más expertos que nosotros en el aprovechamiento útil de plantas y minerales. Además, es probable que en aquellos tiempos de misterios religiosos conocieran a fondo la física del globo y no divulgaran su saber entre las ignorantes muchedumbres.
Sin embargo, no sólo de los libros mosaicos podemos extraer pruebas en apoyo de ulteriores argumentos, porque los judíos tomaron su ciencia sagrada y profana de los pueblos con quienes desde un principio estuvieron en contacto. Su más antigua ciencia, la cábala o doctrina secreta, descubre en todos los pormenores su origen de la primitiva fuente del Turkestán, donde ya se cultivaba mucho antes de la época en que se deslindaron las naciones arias de las semitas. El rey Salomón, tan celebrado por su sabiduría y ciencia mágica (26), recibió este saber de la India por conducto de Hiram rey de Ofir y de la reina de Saba. Igualmente de origen indio es el anillo o “sello de Salomón”, al que las leyendas populares atribuyen potísima influencia en los genios y demonios.
El reverendo Samuel Mateer, individuo de la “Sociedad Misionera de Londres”, al tratar de la presuntuosa y abominable habilidad de los “adoradores del diablo”, de Travancore, dice que posee un antiquísimo manuscrito en lengua malaya con infinidad de fórmulas e invocaciones mágicas para obtener gran variedad de resultados, en su mayoría de tenebrosa maldad. En la misma obra publica Mateer el facsímil de varios amuletos con trazos y figuras mágicas, uno de los cuales lleva inscrita la siguiente fórmula:
Para quitar el temblor de la posesión diabólica, dibuja esta figura en una planta que tenga jugo lechoso, atraviésale un clavo y cesará el temblor (27).
TEORÍA DE LAS ONDULACIONES
La figura de que se habla es idéntica al sello de Salomón o doble triángulo de los cabalistas, por lo que cabe preguntar si estos lo recibieron en herencia de Salomón, quien a su vez lo tomó de los indos, o si estos se lo apropiaron de los judíos cabalistas (28). Pero no emprendamos esta frívola discusión y continuemos tratando de la luz astral cuyas desconocidas propiedades revisten mucho mayor interés.
Admitiendo que este mítico agente es el éter, veamos que sabe de él la ciencia moderna.
Roberto Hunt, de la “Sociedad Real de Londres”, dice a propósito de la acción de los rayos solares: “Los rayos amarillos y anaranjados, que son los de mayor potencia lumínica, no alteran el cloruro argéntico, mientras que los rayos azules y violetas, cuya potencia lumínica es menor, alteran dicha sal en poco tiempo... El cristal amarillo apenas se opone al paso de la luz; pero el azul, si la intensidad de color es mucha, sólo admite muy corta cantidad de rayos lumínicos” (29). Además, vemos que la vida se manifiesta lozana bajo la influencia de los rayos azules y languidece bajo la de los amarillos. Por lo tanto, no cabe explicar estos fenómenos sino por la hipótesis de que la vida orgánica queda diversametne modificada bajo la influencia electro-magnética, cuya índole aún desconoce la ciencia.
Hunt echa de ver que la teoría de las ondulaciones no concuerda con el resultado de sus experimentos. Sir David Brewster demuestra (30) que los colores de las plantas se deben a la específica atracción ejercida por las partículas del vegetal sobre los diversos rayos lumínicos y que la luz solar elabora los coloreados jugos de las plantas, así como también determina el cambio de color de los cuerpos. Al propio tiempo expone el mismo autor que no es fácil admitir que estos efectos provengan tan sólo de las vibraciones del éter, y por lo tanto, se ve precisado a creer que la luz es materia. El profesor Cooke, de la Universidad de Harvard, disiente de los que aceptan definitivamente la teoría de las ondulaciones (31). Si es cierto el principio de Herschel, según el cual la intensidad de la luz en cada ondulación está en razón inversa del cuadrado de las distancias, contraría si acaso no invalida la teoría de las ondulaciones. La verdad de este principio se ha demostrado repetidas veces por medio del fotómetro, y sin embargo todavía subsiste la teoría de las ondulaciones, aunque algún tanto quebrantada.
El general Pleasanton, de Filadelfia, es uno de los más resueltos adversarios de esta anti-pitagórica teoría, según puede ver el lector en su obra De los rayos azules, contra cuya argumentación habrá de defenderse Tomás Young, quien, según refiere Tyndall, consideraba inmutablemente establecida la teoría de las ondulaciones.
Eliphas Levi, el mago moderno, concreta el concepto de la luz astral en la siguiente frase: “Para adquirir facultades mágicas se necesitan dos cosas: redimir la voluntad de toda servidumbre y ejercitarse en regularlas.
SÍMBOLOS DE LA FUERZA CIEGA
La voluntad soberana está simbolizada por la mujer que aplasta la cabeza de la serpiente y por el arcángel que mata bajo sus pies al dragón infernal. Las antiguas teogonías representaron en figura de serpiente con cabeza de toro, carnero o perro, el agente mágico, la doble corriente lumínica, el fuego viviente y astral de la tierra, cuyos símbolos diversos son: la doble serpiente del caduceo; la serpiente del paraíso; la serpiente de bronce de Moisés enroscada en el tau o lingam generador; el macho cabrío de los aquelarres sabatinos; el bafomete de los templarios; el hylé de los agnósticos; la doble cola de serpiente del gallo solar de Abraxas; y finalmente el diablo de los católicos. Pero en su verdadero significado es la fuerza ciega contra la cual ha de prevalecer el alma para libertarse de las ligaduras terrenas, porque si su voluntad no las libra de “esta fatal atracción, quedarán absorbidas en la corriente de fuerza que las produjo y volverán al fuego central y eterno”.
Esta cabalística figura de dicción, no obstante su extraño lenguaje, es la misma que empleaba Jesús, para quien no podía tener significado distinto del que le daban agnósticos y cabalistas; pero los teólogos cristianos lo desvirtuaron para forjar el dogma del infierno. Literalmente significa dicho fuego la luz astral o principio generador y destructor de las formas. A este propósito dice Levi:
“Todas las operaciones mágicas consisten en desprenderse de los anillos de la serpiente y ponerle el pie encima de la cabeza para dominarla a voluntad. En el mito evangélico dice la serpiente: “Te daré todos los reinos de la tierra si postrado me adoras”. A lo que responde el iniciado: “No me postraré, antes bien tú caerás a mis pies. Nada puedes darme y haré de ti lo que me plazca. Porque yo soy tu señor y dueño”. Éste es el verdadero significado de la ambigua respuesta de Jesús al tentador... Así, pues, el diablo no es una entidad, sino una fuerza errática como su nombre indica; una corriente ódica o magnética formada por una cadena de voluntades malignas, productora del espíritu diabólico, llamado legión en el Evangelio, que animaba a la piara de cerdos precipitados en el mar. Este pasaje es una alegoría de cómo las fuerzas ciegas del error y el pecado arrastran precipitadamente a la naturaleza inferior” (32).
El filósofo y naturalista alemán Maximiliano Perty ha dedicado a las modernas formas de la magia un capítulo entero de su extensa obra acerca de las manifestaciones místicas de la naturaleza humana. Dice en el prefacio: “Las manifestaciones de la magia tienen parcial fundamento en un orden de cosas completamente distinto del que conocemos por el tiempo, espacio y causalidad. Estas manifestaciones apenas pueden someterse a experimentación, ni cabe provocarlas arbitrariamente, pero sí es posible observarlas con cuidadosa atención, siempre que ocurran en presencia nuestra, para agruparlas por analogía en determinadas clases e inducir de ellas sus leyes y principios generales.
LOS PRODIGIOS DEL FAKIR
Tenemos, por lo tanto, que para el profesor Perty, afiliado sin duda a la escuela de Schopenhauer, son perfectamente posibles y naturales, por ejemplo, los fenómenos producidos por el fakir Kavindasami y descritos por el orientalista Jacolliot. Este fakir era hombre que por el completo dominio de su naturaleza inferior había llegado a purificarse hasta aquel punto en que casi del todo libre de su prisión puede el espíritu obrar verdaderas maravillas (33). Su voluntad y aun su solo anhelo eran potencia creadora capaz de gobernar los elementos y fuerzas de la naturaleza. El cuerpo no le servía ya de estorbo para hablar de “espíritu a espíritu” y alentar de “vida a vida”. Este fakir, con sólo extender las manos hizo germinar una semilla (34), de la que brotó una planta que en menos de dos horas creció prodigiosamente en presencia de Jacolliot, contra todas las aceptadas leyes fitológicas, hasta una altura que en circunstancias ordinarias hubiese requerido algunas semanas. ¿Fue milagro? Ciertamente lo fuera con arreglo a la definición de Webster, según la cual es milagro todo suceso contrario a la establecida constitución y marcha de las cosas, en pugna con las leyes conocidas de la naturaleza. ¿Pero están seguros los naturalistas de que lo establecido por la observación es inmutable o de que conocen todas las leyes de la naturaleza? El caso del fakir resulta algo más notablemente milagroso que los experimentos llevados a cabo en Filadelfia por el general Pleasanton, pues si éste lograba acrecentar la lozanía y fertilidad de sus viñas hasta puntos increíbles, por los rayos violetas de luz artificial, el fluido magnético que emanaba de las manos del fakir estimuló el más rápido crecimiento de la semilla índica, concentrando en ella el akâsa o principio vital (35) cuya corriente pasaba en flujo continuo de las manos del fakir a la planta, cuyas células avivaba con estupenda actividad, hasta terminar su crecimiento.
El principio de vida es una fuerza ciega y sumisa a la influencia capaz de dominarla. Con arreglo al ordinario curso del crecimiento vegetal, el protoplasma hubiera concentrado este principio para desenvolverse, según la norma establecida, con sujeción a las circunstancias atmosféricas (luz, calor, humedad), de las cuales hubiesen dependido su más o menos rápido crecimiento y su mayor o menor altura. Pero el fakir, con su poderosa voluntad y su espíritu purificado de los contactos materiales (36), auxilia la acción de la naturaleza y condensando, por decirlo así, en el germen el principio de vida vegetal acelera su desenvolvimiento. Esta fuerza vital obedece ciegamente a la voluntad del fakir, quien hubiera podido convertir la planta en un monstruo con sólo forjarlo mentalmente, pues la forma plástica y concreta se ajusta con invariable exactitud al tipo subjetivamente trazado en la mente del fakir, de la propia suerte que la mano y el pincel del pintor reproducen la imagen ideada por el arista. La voluntad del fakir en éxtasis delinea una matriz invisible, pero perfectamente objetivsa, que sirve de necesario molde a la materia vegetal de la planta. La voluntad crea, porque, puesta en actuación, es fuerza que engendra materia.
Si alguien objetara diciendo que el fakir no podría trazar en su mente el modelo de la planta, pues ignoraba la especie de semilla escogida por Jacolliot, responderíamos que el espíritu humano es semejante al del Creador en omnisciencia. Por lo tanto, si bien el fakir en estado de vigilia no podía saber qué especie de semilla era, en estado de trance, o sea muerto corporalmente con relación al mundo exterior, no tuvo su espíritu dificultad alguna de espacio ni de tiempo para conocer la especie de simiente plantada en la maceta o reflejada en la mente de Jacolliot. Las visiones, prodigios y demás fenómenos psíquicos existentes en la naturaleza corroboran nuestra afirmación.
Tal vez se arguya en otro sentido, contra el hecho de referencia, diciendo que lo mismo, y tan bien como el fakir, hacen los prestidigitadores indos, si hemos de creer a los informes de la prensa y a los relatos de los viajeros. Indudablemente hacen lo mismo los vagabundos prestidigitadores a pesar de sus licensiosas costumbres que no les dan reputación de santidad ni entre los naturales ni entre los extranjeros, antes al contrario, sus compatriotas les temen y menosprecian porque los miran como brujos y nigrománticos. Pero estos llaman en su auxilio a los espíritus elementales, mientras que los hombres de la santidad de Kavindasami tienen bastante con la valía de su espiritu divino, íntimamente unido al alma astral, para recibir auxilio de los puros y etéreos pitris que asisten a su encarnado hermano. Cada ser atrae a su semejante, y la sed de riquezas, los impuros deseos y las ambiciones egoístas sólo pueden atraer a los espíritus que los cabalistas hebreos llaman klippoth, pobladores del cuarto mundo (Asiah); y los magos orientales designaban con el nombre de afrites o deus, es decir, los espíritus elementarios del error.
EL CRECIMIENTO DE LA PLANTA
Oigamos cómo describe un periódico inglés la prodigiosa suerte del rápido crecimiento de una planta, llevada a cabo por los prestidigitadores indos:
“El prestidigitador colocó en el suelo una maceta vacía y pidió permiso para que su secretario fuese a buscar tierra de jardín. Volvió a poco el secretario con una porción de tierra envuelta en la punta de su capote, que puso en el tiesto comprimiéndola ligeramente. Tomó entonces una pepita de mango y, después de enseñarla a los circunstantes, la plantó en el tiesto cubriéndola cuidadosamente de tierra y regándola con un poco de agua. Hecho esto, tapó el tiesto con un lienzo tendido sobre un pequeño triángulo, y al poco rato, entre vocerío y redobles de tambor germinó la simiente, según pudieron ver los circunstantes al descorrer el lienzo, notando que habían brotado dos hojas de color gris oscuro. Vuelta a tapar la maceta con la sábana y levantada por segunda vez al cabo de poco, vieron todos que a las dos primeras hojas habían sucedido varias otras de color verde, de unos veinticinco centímetros de alto. La tercera vez apareció la planta con más frondoso follaje, hasta doble altura, y a la cuarta operación llevaba ya pendientes de sus ramas una docena de mangos, tamaños como nueces, con altura total de cuarenta y cinco centímetros. Al destapar por última vez la maceta aparecieron los frutos en completo desarrollo y cercanos a la madurez, pues muchos espectadores probaron su sabor agridulce”.
A esto añadiremos que hemos presenciado el mismo experimento en la India y en el Tíbet, con la particularidad de haber proporcionado un bote vacío de estracto de carne Liebig, que sirvió de maceta rellena de tierra con nuestras propias manos, en nuestra misma habitación, para plantar una raicilla que el fakir nos había dado al efecto, sin que apartáramos ni un instante la vista del bote idéntico al ya descrito. ¿Sería capaz un prestidigitador de hacer lo mismo en igualdad de circunstancias?
El ilustrado Orioli, miembro correspondiente del Instituto de Francia, cita muchos ejemplos en demostración de los maravillosos efectos de la voluntad cuando actúa sobre el invisible Proteo de los hipnotizadores. Dice a este propósito: “He visto algunas personas que con sólo pronunciar ciertas palabras paraban en seco la precipitada carrera de toros y caballos y detenían en su trayectoria la flecha que hendía los aires”. Lo mismo afirma Tomás Bartholini. Y Du Potet, dice: “Cuando trazo en el suelo un yeso o carbón esta figura..., se fija allí algo como un fuego o una luz que atrae a la persona que se acerca y la detiene fascinada hasta el extremo de impedirle cruzar la línea. Un poder mágico la fuerza a quedarse parada hasta que al fin retrocede entre sollozos. La causa no está en mí, sino toda por completo en el signo cabalístico, contra el cual de nada vale la violencia” (37).
EXPERIMENTOS DE REGAZZONI
El 18 de Mayo de 1856 efectuó Regazzoni una serie de notables experimentos ante muy famosos médicos franceses. Trazó con el dedo en el pavimento de la estancia una imaginaria línea cabalística sobre la cual dio algunos pases. Se había convenido en que los mismos médicos escogerían los sujetos de experimentación y los introducirían en la estancia con los ojos vendados, guiándolos hacia la línea sin decirles ni una palabra de lo que de ellos se esperaba. Los sujetos echaron a andar sin el menor recelo, hasta que llegados a la invisible barrera quedaron como clavados en el suelo, mientras que por efecto del impulso adquirido caían de bruces sobre el pavimento, con rigidez semejante a si estuvieran helados (38).
En otro experimento se convino en que a una señal dada por uno de los médicos, el sujeto, que era una muchacha e iba vendada de ojos, debía caer al suelo como herida por un rayo en cuanto sintiea el fluido magnético emitido por la voluntad del magnetizador. Así ocurrió, apenas el médico guiñó el ojo, que era la señal convenida, y al ir uno de los circunstantes a sostener a la muchacha exclamó Regazzoni con voz de trueno: “No la toquéis, dejad que caiga, porque un sujeto magnetizado jamás se lastima en la caída”. Des Mousseaux, al relatar este experimento, dice: “No es tan rígido el mármol como lo era su cuerpo; la cabeza no tocaba al suelo; tenía un brazo extendido al aire, una pierna levantada y la otra horizontal. En esta posición violenta permaneció indefinidamente como estatua de bronce (39).
Todos los resultados obtenidos en las sesiones públicas de hipnotismo, los producía Regazzoni a la perfección, sin pronunciar palabra para prevenir al sujeto de lo que había de hacer, pues silenciosamente determinaba con su voluntad pasmosos efectos en el organismo de personas que le eran del todo desconocidas. Las órdenes que los circunstantes comunicaban en voz baja al oído de Regazzoni tenían inmediato cumplimiento por parte de sujetos con los oídos algodonados y vendas en los ojos, y en algunas ocasiones ni siquiera era necesaria esta comunicación, porque las preguntas mentales de los propios circunstantes hallaban cumplida respuesta.
En Inglaterra llevó a cabo Regazzoni análogos experimentos a trescientos pasos de distancia del sujeto que al efecto se le proporcionaba.
El mal de ojo no es más que la emisión del fluido magnético cargado de odiosa malevolencia y dirigido con malignas intenciones a otra persona, aunque también puede dirigirse con buen propósito. En el primer caso es hechicería y en el segundo magia.
¿Qué es la voluntad? ¿Pueden responder a esta pregunta las ciencias experimentales? ¿Cuál es la naturaleza de ese algo inteligente, incoercible y poderoso que prevalece con augusta soberanía sobre la materia inerte? La Idea universal quiso y el Cosmos brotó a la existencia. Yo quiero, y mis miembros obedecen. Yo quiero, y mi pensamiento atraviesa el espacio que para él no existe, envuelve el cuerpo de otro individuo, que no es parte de mí mismo, penetra en sus poros y cohibiendo sus facultades, si son flacas, le determina a una acción preconcebida. Actúa de modo semejante al fluido de una batería galvánica sobre un cadáver. Los misteriosos efectos de atracción y repulsión son los agentes inconscientes de la voluntad. La fascinación, tal como la ejercen las serpientes con los pájaros, es una acción consciente que dimana del pensamiento. El lacre, el vidrio y el ámbar atraen por el roce cuerpos ligeros y actualizan de este modo, aunque inconscientemente, la voluntad, porque tanto la materia organizada como la inorgánica, poseen una partícula de la esencia divina por indefinidamente pequeña que sea. ¿Y cómo no? Desde el momento en que, durante el proceso de su evolución, ha pasado del principio al fin por millones de formas diversas, debe retener el punto germinal de la materia preexistente, emanada en primera manifestación de la misma Divinidad. ¿Qué ha de ser entonces esta inexplicable fuerza atractiva sino una porción del akâsa, de aquella esencia en que tanto los sabios como los cabalistas reconocieron el “principio de vida”? Admitamos que la atracción ejercida por los cuerpos inorgánicos es ciega; pero según ascendemos en la escala de los seres, vemos que este principio de vida se desenvuelve a cada paso en más determinados atributos y facultades. El hombre, como ser más perfecto, en quien la materia y el espíritu, o sea la voluntad, alcanzan mayor desenvolvimiento, es el único capaz de comunicar impulso consciente al principio de vida que de él emana. Sólo el hombre puede comunicar al fluido magnético varios y opuestos impulsos de ilimitada dirección. Como dice Du Potet: “El hombre quiere y la materia organizada obedece. En él no hay polos”.
Brierre de Boismont, en su tratado sobre Alucinaciones, examina una prodigiosa variedad de visiones, éxtasis y apariciones a que vulgarmente se llaman alucinaciones. Dice a este propósito: “No podemos negar que en ciertas enfermedades se sobreexcita extraordinariamente la sensibilidad que da prodigiosa agudeza de percepción a los sentidos, hasta el punto de que algunos individuos ven desde considerable distancia y otros anuncian la llegada de personas antes de que nadie pueda verlas ni oírlas” (40).
LA DOBLE VISTA
Bierre de Boismont llama alucinación a la facultad que algunos enfermos lúcidos tienen de ver a través de las paredes y anunciar la llegada de una persona cuya venida se desconoce. Nosotros creíamos cándidamente, tal vez por ignorancia, que las alucinaciones han de ser subjetivas y de quimérica existencia en el delirante cerebro del enfermo; pero si éste anuncia la llegada de una persona que se halla muy lejos, y la persona llega en el preciso momento vaticinado por el profeta, su visión no es subjetiva, sino perfectamente objetiva, puesto que ve como va viniendo la persona. Por lo tanto, resulta incontrovertible que para ver un objeto a través de cuerpos opacos y de distancias inaccesibles a la vista corporal, es preciso la visión espiritual, pues no cabe suponer coincidencia alguna de la casualidad.
Cabanis dice que en ciertos desórdenes nerviosos, los enfermos distinguen a simple vista los infusorios y microbios que las personas sanas no pueden ver sin auxilio del microscopio. Algunas personas, añade el mismo autor (41), entre ellas un respetable miembro del Congreso Legislativo de Nueva York, eran capaces de ver en las tinieblas tan distintamente como en un aposento iluminado; y otras seguían por el olfato el rastro de las gentes y acertaban quién había siquiera tocado un objeto con sólo lerlo. Así es en efecto; porque la razón, que según dice Cabanis, se vigoriza a expensas del instinto natural, es una especie de muralla de la China, lefvantada sobre sofismas, que acaba por embotar en el hombre la percepción espiritual cuya más importante modalidad es el instinto. Al llegar a cierto grado de debilidad orgánica, cuando las facultades mentales flaquean a causa de la depauperización corporal, el instinto, o sea la espiritual unidad que resume los cinco sentidos corporales, no halla obstáculo alguno, ni en tiempo ni en espacio. ¿Conocemos acaso los límites de la actividad mental? ¿Cómo es posible que un médico distinga las percepciones reales de las quiméricas en un enfermo cuyo enflaquecido y exhausto cuerpo deje escapar al alma de su cárcel para vivir tan sólo espiritualmente?
La divina luz que a despecho de la materia enfoca sus rayos de modo que el alma ve como en un espejo lo pasado, lo presente y lo futuro; la mortífera flecha disparada por la cólera o el odio reconcentrados; la bendición salida de benévolos y agradecidos corazones; la maldición lanzada contra quienquiera que sea, víctima o verdugo; todo tiene su vibración en el agente universal que en determinada modalidad es el aliento de Dios y bajo la opuesta, la ponzoña del diablo (42).
El lector tal vez pregunte: ¿Qué es ese invisible todo? ¿Por qué los científicos, a pesar del perfeccionamiento de sus métodos, no han descubierto ninguna de sus propiedades mágicas? Responderemos a esto que si los científicos lo desconocen no es razón bastante para negar las propiedades reconocidas en dicho agente universal por los sabios antiguos. La ciencia repudia hoy muchas cosas que mañana se verá en la precisión de aceptar. Poco menos de un siglo ha transcurrido desde que el Instituto de Francia negaba posibilidad científica a los experimentos eléctricos de Franklin, y apenas hay hoy edificio de importancia sin su correspondiente pararrayos. Los modernos científicos, gracias a su pertinaz escepticismo, escupen muchas veces al cielo y así les cae la saliva en la cara.
Dice la cosmogonía egipcia:
“Emepht, el principio supremo engendró un huevo y después de incubarlo impregnándolo de su propia esencia, se desenvolvió el germen del cual nació Phtha, el activo y creador principio que dio comienzo a su obra. De esta ilimitada expansión de materia cósmica (43), que Él mismo había engendrado con su soplo (voluntad), puso en actividad las potencias latentes y formó los soles, planetas y satélites en armónica e inmutable ordenación y los pobló de todas y cada una de las formas y cualidades de vida”.
El mito de las cosmogonías orientales dice que en el principio sólo había agua (el padre) y limo prolífico (Ilus o Hylé, la madre), del que surgió la mundana serpiente (materia), símbolo del dios Phanes, el manifestado, la Palabra o Logos.
SÍMBOLOS DE LOS EVANGELISTAS
Veamos ahora cuán fácilmente remedaron este mito los compiladores del Nuevo Testamento. Phanes, el dios manifiesto, está representado en el símbolo de la serpiente en forma de protogonos, es decir, con cuatro cabezas respectivas de hombre, águila, toro y león, y alas en ambos costados. Las cabezas aluden al zodíaco y simbolizan las cuatro estaciones, pues la serpiente mundanal es el año terrestre, mientras que la serpiente por sí misma simboliza a Kneph, el Dios inmanifestado, el Padre. La serpiente es alada como el tiempo, y todo este simbolismo nos explica la razón de que las iglesias latina y griega acostumbren a representar a los cuatro evangelistas con los respectivos animales simbólicos cuyas cabezas lleva el protogonos, así como también se ven dichos animales agrupados junto al sello de Salomón, en el pentágono de Ezequiel y en los querubines del Arca de la Alianza. También se explica la insistencia de Irenero, obispo de Lyon, en que necsariamente había de haber un cuarto evangelio, pues cuatro eran las zonas del mundo y cuatro los puntos cardinales (44). Dice un mito egipcio que la fantástica configuración de la isla de Chemmis (45), que flota en las etéreas ondas del empíreo, fue puesta en existencia por obra de Horus-Apolo, el dios-sol que la sacó del huevo del mundo.
En el poema cosmogónico de Völuspa (cántico de la profetisa), que contiene las leyendas escandinavas relativas a la aurora de los tiempos, el fantástico germen del universo yace en la ginnungagap (copa de ilusión), símbolo del abismo vacuo y sin límites, el nebelheim o paraje de las tinieblas. En esta tenebrosa y desolada matriz del mundo cae un rayo de cálida luz (éter), que llena la copa hasta los bordes y en ella se congela. Entonces el Invisible levantó con un soplo un viento abrasador que derribó las heladas aguas y disipó la niebla. Las aguas (corrientes de Elivâgar), cayeron en vivificantes gotas de que surgió la tierra con el gigante Imir (principio masculino), quien sólo tenía “semejanza de hombre”. Al mismo tiempo nació la vaca Audhumla (46) (principio femenino) de cuyas ubres fluyeron cuatro ríos de leche que se derramaron por el espacio (¡) (emanación pura de luz astral). La vaca Audhumla engendra un potente y bello ser superior, llamado Bur, que lamía las piedras cubiertas de sales minerales.
Comprenderemos con mayor facilidad el oculto sentido de la alegoría de la creación del hombre, si tenemos en cuenta que los antiguos filósofos consideraban universalmente la sal como uno de los más importantes principios constituyentes de la creación orgánica, y que los alquimistas la tenían por el ménstruo universal extraído del agua, aparte de que tanto la ciencia moderna como el concepto pupular la diputan por elemento indispensable para el hombre y los animales. Paracelso llama a la sal “centro de agua en quee han de morir los metales”; y Van Helmont dice que el alkahest es summum et felicissimum omnium salium (la sal más superior y afortunada).
Cuando Jesús dijo a sus discípulos:
Vosotros sois la sal de la tierra. Y si la sal se desvaneciere, ¿con qué será salada?... Vosotros sois la luz del mundo. (San Mateo, v. 14).
Con estas palabras significaba directa e inequívocamente la doble naturaleza del hombre físico y espiritual, demostrando por otra parte su conocimiento de la doctrina secreta cuyos vestigios se descubren en las más antiguas y populares tradiciones de ambos Testamentos, así como en las obras de los místicos y filósofos antiguos y medioevales. Pero volvamos a la cosmogonía escandinava expuesta en los Eddas. El gigante Imir se queda dormido y suda copiosamente. La transpiración engendra de su sobaco izquierdo un hombre y una mujer, a quienes del pie del gigante les nace un hijo. Así tenemos que mientras la mítica “vaca” produce una raza de hombres superiores y espirituales, el gigante Imir engendra una raza de hombres malos y depravados, los hrimthursen (gigantes helados. Salvo ligeras modificaciones, vemos la misma leyenda cosmogónica en los Vedas de la India. Tan luego como Brahmâ recibe de Bhagavâd, el Supremo dios, la potestad creadora, engendra seres animados puramente espirituales, los dejotas, que por residir en el Svarga (región celeste), no están dispuestos a morar en la tierra, y en consecuencia engendra Brahmâ a los daityas, de gigantesca estatura, que habitan en el Pâtala (región inferior del espacio) y tampoco están en condiciones de poblar el Mirtloka (la tierra). Para remediar este mal, Brahmâ engendra de su boca al primer brahmán, progenitor de nuestra raza; de su brazo derecho engendra a Raettris, el primer guerrero; de su brazo izquierdo a Shaterany, esposa de Raettris; del pie derecho nace su hijo Bais y del izquierdo su mujer Basany. Así como en la leyenda escandinava, Bur, el espiritual hijo de la vaca Audhumla, se casa con Besla, de la depravada estirpe de los gigantes, también en la leyenda inda el primer brahmán se casa con Daintary, de raza de gigantes. Igualmente nos dice el Génesis que los hijos de Dios tomaron por esposas a las hijas de los hombres, de cuya unión nacieron poderosos linajes. Resulta de ello evidente la originaria identidad entre el Génesis y las leyendas de la Escandinavia y el Indostán, a pesar de que se les niega a estos la inspiración atribuida al primero. Examinadas detenidamente, conducen a idéntico resultado las tradiciones de casi todos los demás países.
LA SERPIENTE EGIPCIA
¿Qué cosmólogo moderno sería capaz de resumir en símbolo tan sencillo como la serpiente egipcia tal cúmulo de significados? En la serpiente se compendia toda la filosofía del universo. La materia está vivificada por el espíritu y ambos elementos desenvuelven del caos (energía) cuanto ha de existir. El nudo en la cola de la serpiente simboliza la íntima latencia de los elementos en la materia cósmica.
LAS TÚNICAS DE PIEL
Otro símbolo aún más importante es la muda de la piel de la serpiente, que según se nos alcanza no han acertado hasta ahora a interpretar los simbolistas. Así como el reptil al despojarse de la piel se libra de una envoltura de grosera materia, demasiado enojosa ya para su cuerpo, y entra en un nuevo período de actividad, así también el hombre al desprenderse de su cuerpo grosero y material pasa a un nuevo estado de existencia con mayores facultades y más enérgica vitalidad. Por el contrario, los cabalistas caldeos dicen que cuando el hombre primitivo (47) se despiritualizó por su contacto con la materia, le fue dado por vez primera cuerpo carnal, y así lo simboliza aquel significativo versículo: “Hizo también el señor Dios a Adán y a su mujer unas túnicas de pieles y los vistió” (48). A menos que los intérpretes quieran convertir a Dios en sastre celeste, ¿qué otra cosa significan estas frases aparentemente absurdas, sino que el hombre espiritual en el curso de su involución había llegado al punto en que el predominio de la materia le transformó en hombre de carne? (49).
Esta cabalística doctrina está más acabadamente expuesta en el Libro de Jasher (50), donde se dice que Noé heredó estas túnicas de Matusalem y Enoch, quien a su vez las había recibido de manos de Adán y su mujer. Cam se las hurtó a su padre que las había puesto en el arca y las dio secretamente a Cus, quien, a escondidas de sus hermanos e hijos, las transmitió a Nemrod.
Algunos cabalistas y aun arqueólogos dicen que Adán, Enoch y Noé son nombres distintos de un mismo personaje (51); pero otros sostienen que entre Adán y Noé transcurrieron varios ciclos, lo que equivale a decir que cada patriarca antediluviano representaba una raza existente en la sucesión de los ciclos, y que cada una de estas razas fue menos espiritual que la precedente. Así tenemos, que si bien Noé fue varón justo, no podía parigualarse en bondad con su ascendiente Enoch, que fue arrebatado al cielo en vida. De aquí la alegoría de que Noé heredó del segundo Adán y de Enoch la túnica de piel, aunque no la llevaba puesta, pues de lo contrario no se la hurtara su hijo Cam. Pero como Noé y sus hijos se salvaron del diluvio, resulta que el primero pertenecía a la antediluviana raza espiritual y fue escogido de entre todos los hombres por su pureza, mientras que sus descendientes fueron postdiluvianos. La túnica de piel que Cus llevó en secreto, es decir, cuando la materia contaminó su naturaleza espiritual, pasó a Nemrod, el hombre más poderoso y fuerte de los posteriores al diluvio y último vástago de los gigantes antediluvianos (52).
Veamos de entresacar el oculto significado de la leyenda diluviana.
En la cosmogonía escandinava, los hijos de Bur matan al gigante Imir, y tan caudalosos ríos de sangre brotaron de sus heridas, que sumergieron a toda la raza de fríos y helados gigantes, salvándose únicamente Bergelmir y su mujer, refugiados en una barca, por lo que fueron padres de una nueva raza de gigantes, nacida del mismo tronco. Todos los hijos de Bur se salvaron del diluvio (53).
El gigante Imir simboliza la primitiva y ruda materia orgánica, las ciegas fuerzas cósmicas en estado caótico, antes de recibir el inteligente impulso del divino Espíritu que reguló su movimiento en leyes inmutables. La progenie de Bur son los “hijos de Dios” o los dioses menores a que alude Platón en su Timeo, a los cuales fue encomendada la creación del hombre, pues sacan del caótico abismo (el ginnungagap) los mutilados restos del gigante Imir y se sirven de ellos para crear el mundo. Su sangre forma los ríos y los mares; sus huesos las montañas; sus dientes las rocas y peñascos; sus cabellos los árboles; su cráneo la bóveda celeste sustentada en las cuatro columnas de los puntos cardinales, y sus cejas formaron el Edén, la futura morada del hombre. Para tener correcta idea de esta morada (la tierra), dicen los Eddas que es preciso concebirla redonda como un anillo o como un disco flotante en la neblina del océano celeste (éter). Está circuída por Yörmungand, el gigantesco Midgard o serpiente que se muerde la cola, la culebra mundanal, símbolo de la materia dimanante de Imir, compenetrada con el espíritu de los hijos de Dios, que produjeron y modelaron todas las formas. Esta emanación es la luz astral de los cabalistas y el hipotético éter de los físicos modernos.
La misma leyenda escandinava de la creación del hombre nos da a entender cuán convencidos estaban los antiguos de la trínica naturaleza humana. Según el Völuspa, Odin, Hönir y Lodur, los progenitores de nuestra raza, mientras paseaban por la orilla del mar vieron dos palos que, inertes y sin utilidad alguna, flotaban en el agua. Odin les infundió el soplo de vida. Hönir dióles alma y movimiento. Lodur les dotó de belleza, palabra, vista y oído. Al hombre le llamaron Askr (fresno) (54) y a la mujer Embla (aliso). Pusieron a esta primera pareja en el Edén y recibieron de sus creadores materia o vida inorgánica, mente o alma y espíritu puro. La primera procedía de los restos del gigante Imir; la segunda de los AEsire (dioses descendientes de Bur) y el tercero de Vanr (representación del puro espíritu).
EL ÁRBOL MUNDANAL
Según otra versión del Edda, el universo visible surgió del centro de las frondosas ramas del Iggdrasill (árbol mundanal de tres raíces). Por debajo de la primera raíz corre el manantial de vida (Urdar) y debajo de la segunda está el famoso pozo de Mimer, en cuyo fondo se ocultan la inteligencia y la sabiduría. Odin pide un vaso de agua de este pozo y lo consigue con la condición de dejar un ojo en prenda. Este ojo es el símbolo de la Divinidad, porque Odin lo deja en el fondo del pozo. Del árbol mundanal cuidan tres doncellas (normas o parcas), llamadas, Urdhr, Verdandi y Skuld, símbolos del pasado, el presente y el futuro. Todas las mañanas, mientras computan la duración de las vidas humanas, sacan agua de la fuente de Urdar para regar las raíces del árbol mundanal. Las emanaciones del fresno (Iggdrasill), al condensarse y caer en suelo, dan existencia y forma a la materia inanimada. Este árbol simboliza la vida universal, así orgánica como inorgánica; sus emanaciones significan el espíritu que vivifica las formas de la creación; y de sus tres raíces, una se extiende hacia el cielo, otra hacia la morada de los magos (gigantes de las altas montañas), y la otra, bajo la cual mana la fuente Hvergelmir, la roe el monstruo Nidhögg, que constantemente induce a los hombres al mal.
También los tibetanos tienen su árbol mundanal en la antiquísima leyenda cosmogónica de su país. Le llaman Zampun, y tiene asimismo tres raíces, de las cuales la primera se extiende hacia el cielo hasta la cima de las más altas montañas, la segunda hacia las regiones inferiores y la tercera llega a Oriente.
Los indos llaman Ashvatta (55) al árbol mundanal. Sus ramas son los componentes del mundo visible, y sus hojas los himnos védicos que tanto bajo el aspecto intelectual como del moral simbolizan el universo.
Quien cuidadosamente estudie los mitos cosmogónicos de las religiones antiguas advertirá, sin duda, la sorprendente similitud de concepto esotérico y de forma exotérica, hasta el punto de que no puede resultar de meras coincidencias, sino de un plan único en demostración de que en aquellos primitivos tiempos, velados por la densa niebla de las tradiciones, el pensamiento religioso de la humanidad se desenvolvía acordemente en todas las comarcas del globo. Los cristianos llaman panteísmo a la veneración que inspiran las recónditas verdades de la naturaleza; pero entre el panteísmo adorador de Dios en la naturaleza que, como única manifestación objetiva de la divinidd, la revela y recuerda sin cesar al hombre, y una religión dogmática que encubre y vela el verdadero concepto de Dios, no es difícil discernir cuál de los dos satisface más cumplidamente las necesidades del género humano.
La ciencia moderna acepta la teoría de la evolución, de acuerdo en este punto con la doctrina secreta y el significado oculto de los mitos cosmogónicos de la antigüedad, sin excluir la Biblia. Lentamente brota de la semilla el tallo y del tallo el capullo y del capullo la flor; pero ¿qué fueza espiritual preside todas estas transformaciones que acaban por dar a a la flor su forma, colores y perfume?
A esto responde la palabra evolución. El germen de la actual raza humana debió preexistir en su progenitor, como la semilla en que late la futura flor existe oculta en el ovario materno. La nueva planta podrá tener mucha semejanza con su progenitora, pero será algo distinta de ella. Si los antediluvianos predecesores del elefante y del lagarto fueron el mamut y el plesiosaurio, ¿por qué no ser progenitores de nuestra raza los gigantes a que aluden los Vedas, el Völuspa y el Génesis?
La transformación de las especies, tal como la exponen los materialistas, es tan absurda como lógica resulta la evolución sucesiva de las formas animales de un originario tipo inferior. Aun concediendo que las especies animales procedan tan sólo de cuatro o cinco tipos (56), y aunque todos los seres orgánicos que viven o han vivido en la tierra procedan de una forma primaria (57), no parece sino que únicamente los empedernidos materialistas y los faltos de intuición sean capaces de prever “el futuroestablecimiento de la psicología sobre las nuevas bases de la evolución gradual de las facultades y fuerzas mentales” (58).
El origen físico del hombre y todo cuanto se refiere a su evolución orgánica cae bajo el dominio de las ciencias experimentales; pero negamos a los materialistas toda competencia en lo concerniente a la evolución psíquica y espiritual del hombre, porque no hay ni mucho menos pruebas evidentes de que las facultades superiores del ser humano procedan de la evolución como la planta más humilde y el más miserable gusano (59).
Veamos ahora la teoría evolucionista de los antiguos brahmanes simbolizada en el árbol mundanal llamado Ashvatta, aunque de distinto modo que los escandinavos. El Ashvatta tiene las ramas hacia abajo y las raíces hacia arriba. Las raíces simbolizan el mundo físico, el universo vivisble, y las segundas el invisible mundo espiritual, porque las raíces arrancan de las celestes regiones en donde desde la creación del mundo colocó la humanidad a su invidisible Dios. Los símbolos religiosos de todo país son corroboraciones diversas de la doctrina, según la cual, la energía creadora emanó de un punto primario, y así lo enseñaron Pitágoras, Platón y otros filósofos. A este propósito, dice Filón: “Los caldeos opinaban que el Kosmos es punto entre las cosas existentes, bien que este punto sea el mismo Dios (Theos) o bien que en él esté Dios abarcando el alma de todas las cosas (60).
SÍMBOLO DE LAS PIRÁMIDES
Las pirámides de Egipto simbolizan la misma idea que el árbol mundanal. El vértice es el místico eslabón entre cielo y tierra, análogo a la raíz del árbol, mientras que la base representa las ramas extendidas hacia los cuatro puntos cardinales del universo material. La idea simbólica de las pirámides es que todas las cosas dimanan del espíritu por evolución descendente (al contrario de lo que supone la teoría darwiniana), es decir, que las formas han ido materializándose gradualmente hasta llegar al máximo de materialización. En este punto entra la moderna teoría evolutiva en el palenque de las hipótesis especulativas y no causa extrañeza que Haeckel trace en su Antropogenia la genealogía del hombre “desde la raíz protoplásmica existente en el limo oceánico, mucho antes de sedimentar las más antiguas rocas fosilíferas”, según expone Huxley. Podemos creer que el hombre descienda de un mamífero semejante al mono, sobre todo cuando, según afirma Berosio, esta misma teoría enseño, sino tan elegante, más comprensiblemente, el hombre pez, Oannes o Dagón, el semidemonio de Babilonia (61). Conviene advertir que esta antigua teoría de la evolución, no sólo se encierra en los símbolos y leyendas, sino que también se ve representada en pinturas murales de los templos indos y se han encontrado fragmentos descriptivos en los templos egipcios y en las losas de Nimrod y Nínive excavadas por Layard. Pero ¿qué hay tras la descendencia del hombre según Darwin? Por muy allá que vaya nuestro examen, sólo encontramos hipótesis de imposible demostración, porque el famoso naturalista dice que “todas las especies descienden en línea recta de unos cuantos individuos existentes mucho tiempo antes de formarse la primera capa silúrica” (62). Aunque Darwin no se toma el trabajo de decirnos quiénes fueron estos “unos cuantos individuos”, basta que para admitir su existencia haya de solicitar la corroboración de los antiguos, de modo que el concepto tenga carácter científico. En efecto, sería verdaderamente temerario afirmar que la ciencia moderna contradice la antigua hipótesis del hombre antediluviano, después de las modificaciones sufridas por nuestro globo en cuanto a temperatura, clima, suelo y aun nos atrevemos a decir que en sus condiciones electro-magnéticas. Las hachas de pedernal encontradas por Boucher de Perthes en el valle de Sômme son prueba de que la antigüedad del hombre sobre la tierra excede a todo cómputo. Según Büchner, el hombre existía ya en el período glacial correspondiente a la época cuaternaria y probablemente más allá todavía. Pero ¿quién es capaz de sospechar lo que nos tienen reservado los futuros descubrimientos?
Si hay pruebas incontrovertibles de que el hombre existió en tan remota antigüedad, forzosamente se ha de haber alterado su organismo de modo admirable, por razón de las mudanzas atmósfericas y climatológicas.
En consecuencia, también cabe suponer por analogía, remontándonos a esas lejanísimas épocas, que el organismo de los remotos ascendientes de los “helados gigantes”, les permitiera convivir con los peces devónicos y los moluscos silúricos. Verdad que no han dejado sus huesos ni sus hachas de sílex en las cavernas; pero sí es fidedigno el testimonio de los antiguos, en los primitivos tiempos no sólo hubo gigantes u “hombres de famoso poderío”, sino también “hijos de Dios”. Si a cuantos creemos en la evolución del espíritu, tan firmemente como los materialistas en la de la materia, se nos acusa de sostener “hipótesis indemostrables”, bien podemos echar en cara a los acusadores que, según ellos mismos confiesa, su teoría de la evolución física no está demostrada y tal vez sea indemostrable (63). Nosotros podemos por lo menos inferir pruebas de los mitos cosmogónicos cuya pasmosa antigüedad reconocen filólogos y arqueólogos, mientras que nuestros adversarios en nada pueden apoyarse, a no ser que recurran a parte de las antiguas inscripciones con caracteres ideográficos y supriman el resto.
Afortunadamente, mientras las obras de algunos reputados científicos parecen contradecir nuestras teorías, las corroboran por completo otros no menos eminentes, como Wallace, quien defiende la idea del “lento proceso evolutivo” de las especies a partir de una época remotísima en innumerable sucesión de ciclos (64). Y si esto admite en los animales, ¿por qué no admitirlo en el hombre cuyos lejanísimos ascendientes fueron los seres puramente espirituales llamados hijos de Dios?
MITOS BISEXUALES
Volvamos ahora al simbolismo antiguo con su mitología físico-religiosa. Más adelante esperamos demostar la íntima relación de estos mitos con los adelantos de las ciencias naturales, pues las emblemáticas imágenes y la peculiar fraseología de los sacerdotes antiguos encubren conocimientos todavía ignorados en nuestro ciclo.
Por muy experto que sea un erudito en las escrituras hierática y jeroglífica de los egipcios, ha de analizar cuidadosamente las inscripciones y no aventurarse a interpretarlas sin estar antes seguro, compás y regla en mano, de que el jeroglífico se ajusta a las figuras y líneas geométricas que dan la clave.
Sin embargo, hay mitos de espontánea interpretación, como por ejemplo los bisexuales creadores en todas las cosmogonías. El griego Zeus-Zën (Éter) con sus esposas Chthonia (tierra caótica) y Metis (agua); Osiris (también el Éter) primera emanación de Amun, la Suprema Deidad y primaria fuente de luz, con Isis-Latona (tierra y agua); Mithras (65), el dios nacido de la roca, símbolo del fuego mundanal masculino o personificación de la luz primaria, y su a la par esposa y madre Mithra, la diosa del fuego, que representaban el puro elemento ígneo (principio activo masculino), considerado como luz y calor, en conjunción con la tierra y el agua (principios pasivos femeninos de la generación cósmica). Mithras es hijo de Bordj (la montaña mundanal de los persas) (66) de la que surge como resplandeciente rayo de luz. La cosmogonía inda nos habla de Brahmâ, el dios del fuego, y de su prolífica consorte Unghi, la refulgente deidad de cuyo cuerpo brotan mil rayos de gloria y siete lenguas de fuego (67). Siva, personificado en el Meru (los Himalayas o montaña mundanal de los indos), descendió del cielo, como el Jehovah judío, en una columna de fuego. Todas estas divinidades y otras tantas de ambos sexos que pudiéramos citar revelan claramente su significación esotérica. Y ¿qué otra cosa sino el principio físico-químico de la creación primordial significarían estos mitos duales? Son símbolo de la primera y trina manifestación de la Causa Suprema en espíritu, fuerza y materia; de la divina correlatividad en el punto inicial de la evolución representada por la cópula del fuego y del agua o unión del principio activo masculino con el pasivo femenino, emanados ambos del electrizante espíritu y procreadores de su telúrico hijo, la materia cósmica o substancia primaria, vivificada por el éter o luz astral.
Tenemos, por lo tanto, que las montañas, huevos, árboles, serpientes, columnas y demás símbolos mundanales encubren verdades de filosofía natural científicamente demostradas. Las montañas simbólicas describen con ligeras variantes la creación primaria; los árboles mundanales denotan la evolución del espíritu y de la materia; la serpiente y las columnas aluden a los diversos atributos de esta doble evolución en su interminable correlatividad de fuerzas cósmicas. En los misteriosos repliegues de la montaña, matriz del universo, las divinas potestades disponen los atómicos gérmenes de la vida orgánica y el licor de vida que despierta el espíritu humano en la materia humana.
Este sagrado licor es el Soma, la bebida sacrificial de los indos; porque las partículas más densas de la substancia primera formaron el mundo físico, y las más sutiles lo envolvieron en sus etéreas e invisibles ondulaciones, como a niño recién nacido, estimulando su actividad a medida que surgía lentamente del eterno caos.
LA SERPIENTE SATÁNICA
Los mitos cosmogónicos pasaron de la idea poéticamente abstracta al simbolismo plástico, tal como los halla hoy la arqueología. La serpiente, que tan importante papel representa en la pintura y escultura antiguas, perdió después su verdadera significación a causa de las absurdas interpretaciones del Génesis, que la identifican con Satanás, cuando por el contrario es el mito de más diversos e ingeniosos emblemas. Entre ellos se cuenta el de agathodaimon (arte de curar e inmortalidad del alma) y, por esta razón, es obligado atributo de todas las divinidades patronímicas de la salud y de la higiene. En los Misterios egipcios la copa de la salud estaba rodeada de serpientes. También es este reptil emblema de la materia, pues como el mal es la oposición al bien, cuanto más se aparte la materia de su espiritual fuente, tanto más quedará sujeta al mal. En las más antiguas imágenes de los egipcios y en las alegorías cosmogónicas de Kneph simboliza la materia una serpiente dentro de un círculo hemisférico cuyo ecuador cruxza en línea recta para dar a entender que si el universo de luz astral envuelve al mundo físico que de él emanó, queda a su vez envuelto y limitado por Emepht (Causa Primera). Phtha engendra a Ra con las miríadas de formas que vivifica, y ambos salen del huevo mundanal porque el huevo es la más común modalidad generativa de los seres vivientes. La eternidad del tiempo y la inmortalidad del espíritu están simbolizadas en la serpiente que circuye el mundo y se muerde la cola sin dejar solución de continuidad. También simboliza entonces la luz astral.
Los filósofos de la escuela de Ferécides enseñaban que el éter (Zeus o Zën) es el cielo superior o empíreo donde está el mundo superior cuya luz (astral) es la concentración de la substancia primaria.
Tal es el símbolo de la serpiente identificada más tarde con Satán por los cristianos. Es el Od, Ob y Aûr de Moisés y de los cabalistas. Cuando la luz astral en estado pasivo actúa sobre quienes sin darse cuenta se ven arrastrados por su corriente es el Ob o pitón. Moisés se resolvió al exterminio de cuantos cedían a la influencia de las siniestras entidades que por todas partes nos rodean y se mueven en las ondas astrales como el pez en el agua, a las que Lytton llama “moradores del umbral”. Pero se transmuta en Od tan pronto como la vivifica el flujo consciente de un alma inmortal, porque entonces las corrientes astrales actúan bajo la dirección de un adepto o un hipnotizador cuya espiritual pureza les capacite para dominar las fuerzas ciegas. En este caso, desciende temporáneamente a nuestra esfera una elevada entidad planetaria de las que nunca encarnaron (aunque entre ellas las haya que han vivido en nuestro mundo) y purificando el ambiente circundante abre los ojos espirituales del sujeto y le infunde el don de profecía. Por lo que atañe al Aûr designa ciertas propiedades ocultas del agente universal, que únicamente interesan a los alquimistas y en modo alguno al público en general.
Anaxágoras de Clazomene, fundador del sistema filosófico homoiomeriano, creía firmemente que los elementos y arquetipos espirituales de todas las cosas procedían del éter sin límites, al cual se restituían desde la tierra. Los indos divinizaron el éter (akâsha) y los griegos y latinos lo identificaron con Zeus o Magnus, a quien Virgilio (68) llama pater omnipotens aeter.
Las entidades astrales o habitantes del umbral a que hemos aludido son los espíritus elementarios de los cabalistas (69) o los diablos de la iglesia cristiana.
Dice Des Mousseaux muy gravemente, al tratar de los diablos, que ya Tertuliano descubrió a las claras el secreto de sus astucias. ¡Precioso descubrimiento! Pero ahora que tanto conocemos de las tareas mentales de los Padres de la Iglesia y de sus descubrimientos en antropología astral, ¿habremos de extrañar que en su afán de exploraciones espirituales se hayan olvidado de nuestro planeta hasta el punto de negarle, no sólo movimiento, sino también esferoicidad?
Dice Langhorne en su traducción de Plutarco: “Opina Dionisio de Halicarnaso que Numa mandó edificar el templo de Vesta en forma de rotonda para representar la redondez de la tierra simbolizada en dicha diosa”. Además, Filolao, de acuerdo con los pitagóricos, sostiene que el elemento fuego está en el centro de la tierra; y Plutarco, al tratar de este asunto, atribuye a los pitagóricos la opinión de que “la tierra no está quieta ni situada en el centro del universo, sino que gira en torno de la esfera de fuego, sin ser la más valiosa ni la principal parte de la gran máquina”. De la misma manera opinaba Platón. Por lo tanto, no cabe duda de que los pitagóricos se anticiparon al descubrimiento de Galileo.
LA CIUDAD SILENCIOSA
Muchos fenómenos, hasta ahora misteriosos e inexplicables, serán fáciles de comprender una vez admitida la existencia del universo invisible (70) que satura el organismo de los sujetos hipnotizados, ya por la poderosa voluntad de un magnetizador, ya por entidades invisibles cuya acción produce el mismo resultado. Una vez hipnotizado el sujeto, sale su cuerpo astral de la paralizada envoltura de carne y cruzando el espacio sin límites se detiene en el borde de la misteriosa frontera. Pero las puertas de entrada a la “ciudad silenciosa” tan sólo están entornadas y no se le abrirán de par en par hasta el día en que su alma, unida a la sublime e inmortal esencia, deje su cuerpo de carne. Entretanto, el vidente sólo puede atisbar por la mirilla, y de su agudeza perceptiva dependerá la extensión del campo visual.
Todas las religiones antiguas tuvieron el mismo concepto de la trinidad en la unidad simbolizada en los tres Dejotas de la Trimurti inda y en las tres cabezas de la cábala judía esculpidas una en otra y encima una de otra (71). La Trinidad de los egipcios y la de los griegos simbolizaban análogamente la emanación primaria y trina con sus dos principios: masculino y femenino. La unión del Logos (sabiduría, principio masculino, Dios manifestado) con el Aura (principio femenino, Anima mundi, Espíritu Santo, Sefira de los cabalistas y Sofía de los agnósticos) engendra todas las cosas visibles e invisibles. La verdadera interpretación metafísica de este dogma universal quedó reservada en el recinto de los santuarios; pero los griegos la personificaron en poéticos mitos. En las Dionysíacas de Nonnus aparece Baco enamorado de la suave y juguetona brisa Aura Plácida (Espíritu Santo o céfiro plácido). A este propósito dice Higgins: “El céfiro plácido dio origen a dos santos del calendario compuesto por los ignorantes Padres de la Iglesia: Santa Aura y San Plácido, con añadidura de convertir al jovial dios en San Baco, cuyo sepulcro y reliquias se enseñan todavía en Roma. La fiesta de San Aura y San Plácido se celebra el 5 de Octubre, poco antes de la de San Baco” (72). Mucho más sublime y poético es el espíritu religioso del mito escandinavo. En el insondable abismo del mundo (Ginnungagap) luchan con ciega y rabiosa furia la materia cósmica y las fuerzas primarias, cuando el Dios inmanifestado envía el benéfico soplo del deshielo desde la ígnea esfera del empíreo (Muspellheim), entre cuyos refulgentes rayos mora mucho más allá de los límites del mundo. El alma del Invisible, el Espíritu flotante sobre las negras aguas del abismo, hace surgir del caos el orden y después de dar el impulso a la creación toda, queda la CAUSA PRIMERA instatu abscondito (73).
EL RAYO DE THOR
La religión y la ciencia se hermanan en los cantos del paganismo escandinavo. Cuando Thor, el Hércules del Norte, hijo de Odin, ha de empuñar la terible maza de donde brota el rayo, se calza guanteletes de hierro. Lleva además el cinto de fuerza o cinturón mágico que acrecienta su celeste poderío. Monta un carro con lanza de hierro, cuyas ruedas giran sobre nubes preñadas de rayos, tirado por dos carneros con frenos de plata y su temerosa frente está coronada de estrellas. Esgrime Thor su clava con fuerza irresistible contra los rebeldes gigantes helados a fuerza irresistible contra los rebeldes gigantes helados a quienes vence, derrite y aniquila. Cuando los dioses han de celebrar asamblea en la fuente de Urdar para decidir los destinos de la humanidad, todos se encaminan allá montados menos Thor, que va por su pie, temeroso de que al atravesar el Bifrost (arco-iris) o puente AEsir de variados colores, lo incendie con su fulgurante carro y hiervan las aguas de Urdar.
Lisa y llanamente ¿qué interpretación cabe dar a este mito sino que el autor de la leyenda conocía no poco la electricidad? Thor, personificación de la energía eléctrica, para manejar el fluido se pone guantelestes de hierro, es decir, del metal conductor. El cinturón de fuerza es el circuito cerrado por donde fluye la corriente eléctrica. El carro cuyas chispeantes ruedas giran sobre las cargadas nubes simboliza la electricidad en actuación. La puntiaguda lanza sugiere la idea del pararrayos y el tiro de carneros representan el principio masculino con el femenino en los frenos de plata, puesto que éste es el metal de Astarté o Diana (la luna). En el carnero y el freno vemos combinados en oposición los principios activo y pasivo de la naturaleza. El carnero impulsa y el freno retiene, pero ambos están sujetos a la omnipenetrante energía eléctrica que los mueve. De esta energía primaria y de las múltiples y sucesivas combinaciones de ambos principios masculino y femenino dimana la evolución del mundo visible, gloriosamente cifrado en el sistema planetario que simboliza el círculo de estrellas que ornan su frente. Los terribles rayos de Thor (electricidad activa) prevalecen contra las fuerzas titánicas representadas en los gigantes; pero al reunirse con los dioses menores, ha de atravesar a pie el Bifrost o puente del arco iris y bajar del carro (pasar al estado latente), pues de otro modo aniquilaría todas las cosas con su fuego. Respecto a que Thor teme poner en ebullición las aguas de la fuente Urdar, no comprenderán los físicos modernos el significado de este mito hasta que se determinen completamente las recíprocas relaciones electromagnéticas de los elementos del sistema planetario, que ahora tan sólo se presumen, según vemos en los recientes ensayos de Mayer y Hunt. Los filósofos antiguos creían que los volcanes y los manantiales de agua termal dimanaban de subterráneas corrientes eléctricas, que también eran causa de los sedimentos minerales de diversa índole que originan las fuentes medicinales. Si se objeta que los autores antiguos no expresan claramente estos hechos porque, según los modernos, nada sabían de electricidad, redargüiremos diciendo que nuestra época no conoce todas las obras de la sabiduría antigua. Las claras y frescas aguas de Urdar regaban diariamente el místico árbol del mundo, y si las hubiese enturbiado Thor (electricidad activa), las convirtiera de seguro en aguas minerales ineficaces para el riego.
Estos ejemplos corroboran la antigua afirmación de los filósofos de en todo mito hay un Logos y un fondo de verdad en toda ficción.
CAPÍTULO VI
Hermes, el portador de mis órdenes, tomó la varilla
con que a su arbitrio cierra los párpados de los mortales
Y a su arbitrio también despierta a los dormidos.
-Odisea, Libro V.
Yo vi saltar los anillos samotracios y bullir las
limaduras de acero en un plato de bronce,
apenas pusieron debajo la piedra imán. Y
con pánico terror parecía huir de ella el hierro
con acerbo odio.-LUCRECIO, Libro VI.
Pero lo que especialmente distingue a la Fraternidad,
es su maravilloso conocimiento de los recursos del arte
médico. Operan por medio de simples y no por hechizos.
-Manuscrito. Informe sobre el origen y atributos de los
verdaderos rosacruces).
Pocas verdades tan profundas han dicho los científicos como la expuesta por Cooke en su obra Nueva Química, al decir: “La historia de la ciencia nos demuestra que para arraigar y desarrollarse una verdad científica, es preciso que la época esté debidamente dispuesta a recibirla, pues muchas ideas no dieron fruto por haber caído en suelo estéril; pero tan luego como el tiempo puso el abono, la simiente echó raíces y más tarde frutos...
“Todo estudiante se sorprende al ver el escaso número de verdades que aun los más preclaros talentos añadieron al acopio científico”. La transformación operada recientemente en la química es muy a propósito para llamar la atención de los químicos sobre el particular, que no causaría extrañeza si antelativamente se hubiesen estudiado con imparcial criterio las enseñanzas alquímicas. El puente que salva el abismo abierto entre la nueva química y la vieja alquimia es pequeño en comparación del tendido más audazamente al pasar de la teoría dualística a la unitaria.
Así como Ampère fue fiador de Avogadro entre los químicos modernos, así también se verá algún día que la hipótesis del od, sustentada por Reichenbach, abre camino para estimar la valía de Paracelso. Hace tan sólo cincuenta años, se consideraba la molécula como el tipo unitario de las combinaciones químicas, y acaso no transcurra tanto tiempo sin que se reconozca el eminente mérito del místico suizo, quien dice en una de sus obras: “Conviene tener en cuenta que el imán es aquel espíritu de vida en el hombre sano, a quien el enfermo busca, y ambos están unidos al caos externo. De esta suerte, el enfermo inficiona al sano por atracción magnética”.
Las obras de Paracelso describen las causas de las enfermedades que afligen a la humanidad, las ocultas relaciones entre la fisiología y la psicología, que en vano se esfuerza en descubrir especulativamente la ciencia moderna, y los específicos y remedios de cada una de las dolencias corporales. También conoció Paracelso el electro-magnetismo tres siglos antes de que OErsted presumiera haberlo descubierto, según puede inferirse del examen crítico de su peculiar terapéutica. En cuanto a sus descubrimientos químicos, no hay necesidad de enumerarlos, puesto que muchos autores imparciales le tienen por uno de los más insignes químicos de su época (1). Brierre de Boismont le llama genio, y de acuerdo con Deleuze dice que abrió una nueva era en la historia de la medicina. El secreto de sus felices y mágicas curaciones (como las llamaron entonces), consistía en el soberano menosprecio con que miraba a las tituladas autoridades científicas de su tiempo. A este propósito, dice: “Al investigar la verdad, me he preguntado que de no haber en este mundo maestros de medicina, ¿cómo me las hubiera yo arreglado para aprender este arte? Pues en ningún otro libro que en el siempre abierto de la naturaleza, escrito por el dedo de Dios... Me acusan de no haber entrado en el templo del arte por la puerta principal; pero ¿quién tiene razón? ¿Galeno, Avicena, Mesue, Rhasis o la honrada naturaleza? Yo creo que la naturaleza, y por sus puertas entre guiado por la luz de la naturaleza sin necesidad de candiles de boticario”.
EL MAGNETISMO ANIMAL
Su desdén por la rutina docente y el formulismo científico, el anhelo de identificarse con el espíritu de la naturaleza, que era para él la única fuente de salud, el único sostén y luz de la verdad, concitaron contra el alquimista y filósofo del fuego, las implacables iras de los pigmeos de la época. No debe maravillarnos de que le acusaran de charlatán y aun de beodo, si bien Hemmann le defiende denodadamente de esta última imputación, demostrando que fue calumnia de un tal Oporino, quien estuvo con él durante algún tiempo para sorpender sus secretos, y al no lograr su intento, se desataron las malas lenguas de sus despechados discípulos, coreadas por los boticarios. Fundó Paracelso la escuela del magnetismo animal, y descubrió las propiedades del imán. Sus contemporáneos menoscabaron su reputación tachándole de hechicero, en vista de las maravillosas curas que obtenía, como tres siglos después se vio también acusado el barón Du Potet, de brujería y demonolatría, por la Iglesia romana, y de charlatanería por los académicos de Europa.
Según dijeron los filósofos del fuego, no hay químico capaz de considerar el “fuego viviente” distintamente de sus colegas, y a este propósito dice Fludd: “Olvidaste lo que tus padres te enseñaron sobre ello, o mejor dicho, nunca lo supiste porque es demasiado elevado para ti” (2).
Quedaría incompleta esta obra si no relatáramos, siquiera brevemente, la historia del magnetismo animal desde que Paracelso asombró con sus experimentos a los sabios de la segunda mitad del siglo XVI. Sucintamente expondremos algo relativo a los trabajos de Antonio Mesmer, que importó de Alemania el magnetismo animal, y al desvío con que lo recibieron los académicos, después de haber rechazado consecutivamente cuantos descubrimientos se hicieron de Galileo acá, según consta en los documentos casi convertidos en polvo de la Academia de Ciencias de París, cuyos miembros cerraban las puertas de entrada a los sublimes misterios de los mundos físico y psíquico. A su alcance estaba el alkahest, el gran disolvente universal, y lo menospreciaron para confesar al cabo de un siglo que, “más allá de los límites de la observación no es infalible la química, y aunque nuestras hipótesis y teorías puedan contener un fondo de verdad, sufren frecuentes alteraciones, que las revolucionan por completo” (3).
No es lícito afirmar sin pruebas que el magnetismo animal y el hipnotismo sean puras alucinaciones. Pero ¿en dónde están las pruebas que den el único valor posible a la afirmación? Miles de ocasiones desaprovechadas tuvieron los académicos para cerciorarse de la verdad, y en vano magnetizadores e hipnotizadores invocan el testimonio de los sordos, lisiados, enfermos y moribundos a quienes devolvieron la salud sin otra medicina que sencillísimas manipulaciones y la apostólica imposición de manos. Cuando el hecho es innegable por lo evidente, lo achacan a mera coincidencia, sino dicen nuestros numerosos Tomases que todo son visiones, charlatanería y exageración. El célebre saludador norteamericano Newton ha efectuado más curas instantáneas que enfermos tendrán en toda su vida los más famosos médicos neoyorkinos, y el mismo éxito ha tenido en Francia el zuavo Jacobo. ¿Será posible entonces tachar de alucinaciones o de confabulación de charlatanes y lunáticos los testimonios acopiados durante los últimos cuarenta años? Quien tal hiciera se confesaría mentecato.
FENÓMENOS HIPNÓTICOS
A pesar de la reciente condena de Leymarie, de las mofas de los escépticos y de muchos médicos y científicos, de la impopularidad del asunto y de la tenaz persecución del clero romano que combate en el magnetismo al tradicional enemigo de la mujer, es tan evidente la verdad de los fenómenos psíquicos, que hasta los mismos tribunales franceses, si bien con repugnancia, no han tenido más remedio que reconocerlos. La famosa clarividente, señora Roger, y su hipnotizador el doctor Fortin, fueron acusados de estafa. La sujeto compareció el 18 de Mayo de 1876 ante el tribunal correccional del Sena, acompañada del barón Du Potet, en calidad de testigo, y del famoso abogado Julio Favre, en la de defensor. Por una vez al menos prevaleció la verdad, quedando desestimada la acusación. ¿Se debió este resultado a la vibrante elocuencia del defensor o a las incontrovertibles pruebas aducidas? Sin embargo, también Leymarie, editor de la Revue Spirite, adujo pruebas favorables, aparte de las declaraciones de un centenar de respetables testigos, entre los que se contaban reputaciones europeas de primer orden. Esta incongruencia no tiene otra explicación sino que los magistrados no se atrevieron a discutir los fenómenos hipnóticos. En las fotografías espiritistas, golpes, escrituras, levitaciones, voces y materializaciones, cabe simulación y difícilmente se hallará un fenómeno espiritista que no pueda remedar un hábil prestidigitador con sus artificios; pero las maravillas del hipnotismo y los fenómenos psíquicos de índole subjetiva desafían las imposturas de los médiums farsantes, las burlas de los escépticos y los rigorismos de la ciencia. No es posible fingir la catalepsia. Los espiritistas que anhelan ver sus ideas científicamente reconocidas, se dedican al fenomenismo hipnótico. Si colocamos en el tablado de la Sala Egipcia a un sujeto hipnotizado, el hipnotizador podrá transportarle el libre espíritu a cuantos parajes indique el público y poner a prueba su clarividencia y clariaudiencia. En las partes del cuerpo afectadas por los pases del hipnotizador, se le podrán clavar alfileres y agujas aunque sea en sitio tan delicado como los párpados, cauterizar sus carnes y herirle con armas de filo, sin que se le cause el menor daño ni siente el más leve dolor. Bien dicen Regazzoni, Du Potet, Teste, Pierrard, Puysegur y Dolgoruky, que no es posible dañar a un sujeto hipnotizado. Después de esto invitemos a someterse al mismo experimento a cualquier hechicero vulgar de los que rabian por cobrar celebridad y rpresumen de hábiles en el remedo de los fenómenos espiritistas. De seguro que rehusará poner su cuerpo en semejantes pruebas (4).
Cuentan que el alegato de Julio Favre mantuvo en suspenso durante hora y media a los magistrados y al público; pero sin regatearle méritos, que por haberle oído en otras ocasiones reconocemos, valga señalar que el último párrafo de su defensa encerraba una afirmación prematura y al propio tiempo errónea. Dijo así: “Estamos en presencia de fenómenos que la ciencia admite, aunque sin explicarlos. El vulgo podrá reírse de ellos, pero son la preocupación de físicos ilustres. La justicia no debe ignorar por más tiempo lo que la ciencia reconoce”.
El vulgo no se hubiera reído del hipnotismo si la gratuita afirmación del defensor se basara en numerosas investigaciones científicas de imparciales experimentadores, en vez de limitarse a una exigua minoría verdaderamente anhelosa de interrogar a la naturaleza. El vulgo es dócil y sumiso como un niño que va fácilmente adonde su aya le lleva. Escoge para la adoración los ídolos y fetiches que más le deslumbran y después se vuelve en redondo por ver con aduladora mirada si está satisfecha esa vieja aya que se llama opinión pública.
Aseguraba Lactancio, que ningún escéptico de su época se hubiera atrevido a negar la inmortalidad del alma delante de un mago, “porque éste le hubiera demostrado al punto lo contrario, evocando las almas de los muertos para que se manifestasen visiblemente a los vivos y predijesen acontecimientos futuros” (5). Cosa parecida ocurrió en la causa de la señora Roger, pues los magistrados se amedrentaron al ver que el barón Du Potet la hipnotizaba en su presencia, como prueba testifical a favor de la acusada.
Volviendo ahora a Paracelso, diremos que sus obras escritas en estilo enigmático, aunque vigoroso, han de leerse como los rollos de Ezequiel, por dentro y por fuera. Había en aquellos tiempos mucho riesgo en exponer doctrinas heterodoxas, pues la Iglesia estaba en toda su pujanza y menudeaban los autos de fe. Por esta razón vemos que Paracelso, Agrippa y Filaletes fueron tan notables por la piedad de sus declaraciones públicas, como famosos por sus hazañas alquímicas y mágicas. La opinión de Paracelso sobre las propiedades ocultas del imán se halla expuesta en sus obras: Archidaxarum, De Ente Dei y De Ente Astrorum, en la primera de las cuales describe la maravillosa tintura medicinal extraída del imán y denominada magisterium magnetis. Sin embargo, la exposición está en lenguaje no entendido de los profanos y a este propósito dice: “Cualquier campesino echa de ver que el imán atrae al hierro; pero el sabio debe preguntarse por qué... Yo he descubierto que además de esta notoria propiedad de atraer al hierro, tiene el imán otra propiedad oculta”.
LA FUERZA SIDÉREA
Más adelante demuestra Paracelso que en el hombre late una “fuerza sidérea” emanada de los astros, que constituye su forma astral. Esta fuerza sidérea, que pudiéramos llamar espíritu de la materia cometaria, permanece directamente relacionada con los astros de que procede y así quedan los hombres en mutua atracción magnética. Considera también Paracelso, que el cuerpo humano tiene la misma composición química que la tierra y los demás astros, y dice así: “El cuerpo procede de los elementos y el alma de los astros... De los elementos saca el hombre en comida y bebida lo necesario para sustentar su carne y sangre; pero de las estrellas le viene el sustento de la mente y pensamientos de su alma”. Vemos corroboradas hoy estas afirmaciones de Paracelso, por cuanto el espectroscopio demuestra la identidad química entre el cuerpo humano y el sistema planetario, y los físicos enseñan desde la cátedra la magnética atracción del sol y de los planetas (6).
Entre los elementos constitutivos del cuerpo humano, se han descubierto ya en el sol, el hidrógeno, sodio, calcio, magnesio y hierro; y en los centenares de estrellas observadas se ha encontrado el hidrógeno, excepto en dos. Por lo tanto, si el espectroscopio ha confirmado al menos una de las afirmaciones de Paracelso, es de esperar que con el tiempo queden corroboradas las demás, no obstante el menosprecio en que le han tenido astrónomos y químicos por sus teorías sobre la idéntica composición química del hombre y los astros, y por sus ideas acerca de las afinidades y atracciones entre unos y otros.
Pero ocurre preguntar: ¿cómo pudo Paracelso presumir la constitución de los astros, cuando hasta el descubrimiento del espectroscopio nada supieron las academias de química sidérea? Aún hoy día, a pesar de los novísimos procedimientos de observación, sólo se ha logrado indicar la presencia en el sol de unos cuantos elementos y de una cromoesfera hipotética, pues todo lo demás continúa en el misterio. ¿Hubiese podido Paracelso estar tan seguro de la constitución natural de los astros, si no dispusiera de medios como la filosofía hermética y la alquimia, no sólo desconocidos, sino menospreciados por la ciencia?
Además, conviene tener en cuenta que Paracelso descubrió el hidrógeno y conocía perfectamente su naturaleza y propiedades, mucho tiempo antes de que los científicos ortodoxos sospecharan su existencia; que había estudiado astrología y astronomía, como todos los filósofos del fuego, y no se equivocaba al asegurar la directa afinidad del hombre con los astros.
También expuso Paracelso, y a los fisiólogos toca comprobarlo, que el cuerpo no sólo se alimenta por medio del estómago, “sino también, aunque imperceptiblemente, de la natural fuerza magnética de que cada individuo extrae su nutrición específica...; pues de los elementos en equilibrio atrae el hombre la salud y de los perturbados la enfermedad”. La ciencia admite que los organismos vivientes están sujetos a leyes de afinidad química, y la propiedad más notable de los tejidos orgánicos, según los fisiólogos, es la absorción. Por lo tanto, nada de extraño tiene la afirmación de Paracelso de que el cuerpo humano, a causa de su naturaleza química y magnética, absorbe las influencias siderales. ¿Qué puede objetar la ciencia a la afirmación de que los astros nos atraen y a nuestra vez los atraemos? Así lo prueba el descubrimiento del barón de Reichenbach, de que las emanaciones ódicas del hombre son idénticas a las de los minerales y vegetales.
Paracelso afirmó la unidad constitutiva del universo, al decir, que “el cuerpo humano contiene materia cósmica”, pues el espectroscopio no sólo ha demostrado la existencia en el sol y demás estrellas fijas de los mismos elementos químicos de la tierra, sino también que cada estrella es un sol de constitución similar al nuestro (7). Según Mayer (8), las condiciones magnéticas de la tierra dependen de las variaciones que sufre la superficie solar a cuyas emanaciones está sujeta, por lo que si las estrellas son soles, también han de influir proporcionalmente en la tierra
Sigue diciendo Paracelso: “Durante el sueño nos parecemos a las plantas que también tienen cuerpo elementario y vital, pero no espíritu. Entonces el cuerpo astral queda libre y gracias a su elástica índole puede vagar en torno del vehículo dormido o lanzarse al espacio y conversar con sus padres astrales y con sus hermanos, desde lejanas distancias. Los sueños proféticos, la presciencia y los presentimientos son facultades del cuerpo astral negadas al grosero cuerpo físico, que al morir se restituye a los elementos de la tierra, mientras que los distintos espíritus vuelven a los astros. También los animales tienen presentimientos, porque asimismo poseen cuerpo astral"”
OPINIONES DE VAN HELMONT
Van Helmont, discípulo de Paracelso, repite en gran parte los conceptos de su maestro, aunque expone más acabadamente las teorías del magnetismo y atribuye el magnale magnum o propiedad de mutuo afecto entre dos personas a la simpatía universal entre todas las cosas de la naturaleza. La causa produce el efecto, el efecto reacciona sobre la causa y ambos se influyen recíprocamente. A este propósito dice: “El magnetismo es una fuerza desconocida, de naturaleza celeste, sumamente semejante a la de los astros, que no está impedida por límite alguno de espacio o tiempo... Toda criatura tiene su peculiar potencia celeste y está íntimamente relacionada con el cielo. Esta mágica potencia del hombre permanece latente en el interior hasta que se actualiza en el exterior. Esta sabiduría y poder mágicos están dormidos, pero la sugestión los pone en actividad y se acrecientan a medida que se reprimen las tenebrosas pasiones de la carne... Esto lo consigue el arte cabalístico, que devuelve al alma aquella mágica y sin embargo natural energía y la despierta del sueño en que se hallaba sumida” (9)
Paracelso y Van Helmont reconocen el gran poder de la voluntad durante los éxtasis y dicen que “el espíritu es el medio del magnetismo y está difundido por todas partes”, por lo que la pura y primieval magia no ha de consistir en prácticas supersticiosas ni ceremonias vanas, sino en la imperiosa voluntad del hombre; pues "el alma y el espíritu que en él se ocultan, como el fuego en el pedernal, y no los espíritus celestes ni infernales, dominan la naturaleza física".
Todos los filósofos medioevales profesaron la teoría de la influencia sidérea en el hombre. A este propósito, dice Cornelio Agrippa: “Las estrellas constan de los mismos elementos que los cuerpos terrestres y por esta razón se atraen recíprocamente las ideas... Las influencias se ejercen tan sólo con auxilio del espíritu difundido por todo el universo en armonía con los espíritus humanos. El que anhele adquirir facultades sobrenaturales debe tener fe, esperanza y amor... En todas las cosas hay un oculto y secreto poder de que dependen las maravillosas facultades mágicas”.
Las modernas teorías del general Pleasanton (10) coinciden con las opiniones de los filósofos del fuego; sobre todo la referente a las electricidades positiva y negativa del hombre y de la mujer y a la atracción y repulsión mutuas de todas las cosas de la naturaleza, que parece tomada de Roberto Fludd, gran maestre de los rosacruces ingleses, quien dice a este propósito: “Cuando dos hombres se acercan uno a otro, su magnetismo es pasivo-negativo o activo-positivo. Si las emanaciones de ambos chocan y se repelen, nace la antipatía; pero cuando se interpenetran sin chocar, el magnetismo es positivo, porque los rayos proceden del centro de la circunferencia, y en este caso, no sólo influyen en las enfermedades, sino también en los sentimientos. Este magnetismo simpático se establece, además de entre los animales, entre estos y las plantas” (11).
LA ACADEMIA FRANCESA
Veamos ahora cómo acogieron los físicos el gran descubrimiento psicológico y fisiológico del magnetismo orgánico, cuando Mesmer llevó a Francia su sistema de cubeta, fundado totalmente en las doctrinas paracélsicas. Esto demostrará cuánta ignorancia, superficialidad y prejuicios puede haber en una corporación científica apegada a sus tradicionales teorías. Conviene insistir en el asunto porque a la negligencia de los académicos franceses de 1784, se debe la actual orientación materialista de las gentes y también los lunares que, según confiesan sus más fervorosos maestros, existen en la teoría atómica. La Junta académicaz encargada en 1784 de examinar los fenómenos mesméricos estaba constituida por eminencias tales como Borie, Sallin, D’Arcet, Guillotin, Franklin, Leroi, Bailly, De Borg y Lavoisier. Por muerte de Borie le sucedió Magault. No cabe duda de que la Junta estaba dominada de hondos prejuicios al comenzar sus tareas por apremiantes órdenes de Luis XVI, y que se colocó en actitud mezquina y parcial para el examen. En su informe, redactado por Bailly, se trataba de dar el golpe de gracia a la nueva teoría, y al efecto se repartió profusamente por los establecimientos de enseñanza y entre el público en general, logrando concitar contra Mesmer la animosidad de gran parte de la nobleza y de ricos comerciantes que antes le patrocinaban por haber presenciado sus admirables curaciones. El Distinguido académico Jussieu, que con el ilustre D’Eslon, médico de cámara, había observado cuidadosamente los fenómenos, publicó un minucioso contrainforme en que abogaba por la conveniencia de que la Facultad de Medicina estudiara los efectos terapéuticos del fluido magnético y publicase su parecer sobre el asunto. Esta moción determinó la salida de numerosas memorias, folletos, tratados didácticos y obras polémicas en que se exponían nuevos hechos, y entre todas aquellas publicaciones sobresalió la muy erudita obra de Thouret titulada: Dudas e investigaciones sobre el magnetismo animal, cuya lectura fue estímulo para la rebusca de antecedentes en la historia de todos los países, cuyos fenómenos magnéticos, desde la más remota antigüedad, llegaron a conocimiento del público.
Las teorías de Mesmer eran sencillamente las mismas de Paracelso, Van Helmont, Santanelli y Maxwell, hasta el punto de que no faltó quien acusara al famoso médico de haber plagiado trozos enteros de una obra de Bertrand (12). El profesor Stewart dice (13) que el universo está compuesto de átomos conectados entre sí como los órganos de una máquina accionada por las leyes de la energía, y aunque el profesor Youmans califique de “moderno” este concepto, lo vemos expuesto ya un siglo antes por Mesmer en sus Cartas a un médico extranjero, que entre otras proposiciones contienen las que siguen:
1.ª Hay recíproca influencia entre los astros, la tierra y los seres vivientes.
2.ª El medio transmisor de esta influencia es un fluido universal unitónicamente difundido por todas partes, de modo que no consiente vacío alguno, cuya sutilidad excede a toda ponderación y que por su naturaleza es capaz de recibir, propagar y transmitir todas las vibraciones de movimiento.
3.ª Esta influencia recíproca está sujeta a leyes dinámicas desconocidas por ahora.
Resulta, en consecuencia, que Stewart no dijo nada nuevo al decir que el universo era semejante a una enorme máquina.
El profesor Mayer corrobora la opinión de Gilbert acerca de que la tierra es un gigantesco imán, y supone que su potencial depende de las emanaciones del sol, pues varía misteriosamente en función de los movimientos terrestres de rotación y traslación y en simpatía con las inmensas oleadas ígneas que agitan la superficie del astro solar, añadiendo que entre el sol y la tierra hay un sucesivo flujo y reflujo de influencias.
Pero la obra citada nos da los mismos conceptos en las siguientes proposiciones de Mesmer:
4.ª De esta acción dimanan alternados efectos que pueden considerarse como flujo y reflujo.
6.ª Por este medio operante, el más universal de cuantos la naturaleza nos presenta, se establecen las relaciones de actividad entre los astros, la tierra y sus partes constituyentes.
7.ª De esta operación dependen las propiedades de la materia así inorgánica como organizada.
8.ª El cuerpo animal experimenta los alternados efectos de este agente por conducto de la substancia nerviosa que transmite su acción (14).
OPINIÓN DE LAPLACE
El eminente astrónomo Laplace, miembro del Instituto, que estudió por su cuenta los fenómenos mesméricos, dice a este propósito:
“Los nervios sobre todo cuando excepcionales influencias acrecientan su sensibilidad, son los más delicados instrumentos para conocer los imperceptibles agentes de la naturaleza... Los singulares fenómenos resultantes de la extraordinaria excitación nerviosa de ciertos individuos han suscitado diversas opiniones acerca de la existencia de un nuevo agente, al que se le denomina magnetismo animal... Estamos tan lejos de conocer todos los agentes naturales, que fuera ilógico negar sus fenómenos por la sola consideración de ser inexplicables en el actual estado de nuestros conocimientos. Tenemos el deber de examinarlos con tanta mayor escrupulosidad cuanto mayores dificultades se opongan a su admisión” (15).
El marqués de Puysegur realizó experimentos muy superiores a los de Mesmer, sin necesidad de aparato alguno, y llevó a cabo admirables curaciones entre los labriegos de sus tierras de Busancy. La fama de estos hechos estimuló a otros hombres ilustrados a la repetición de los experimentos con parecido éxito, y en 1825 propuso Foissac a la Academia de Medicina otra investigación sobre el particular. Se comisionó al efecto a los académicos Adelon, Parisey, Marc, Burdin y Husson en calidad de ponente, quienes confesaron que “en cuestiones científicas no es posible dictar sentencias irrevocables” y reconocieron la escasa valía del informe de la comisión de 1784 al decir que “los experimentos de prueba en aquel entonces se llevaron a cabo sin estar presentes todos los comisionados y con cierta predisposición de ánimo, que, dada la índole de los fenómenos sometidos a su examen, había de motivar el fracaso”.
INFORME SINCERO
Respecto a las propiedades terapéuticas del magnetismo informó la comisión diciendo: “La Academia tiene el deber de estudiar experimentalmente el magnetismo y prohibir su empleo a personas que, por extrañas al arte, abusan de él y lo convierten en materia de especulación y lucro”. Igual criterio han sustentado los más respetables tratadistas del moderno espiritismo.
El informe de la Comisión promovió largos debates en el seno de la Academia, que dieron por resultado el nombramiento (Mayo 1826) de otra compuesta de médicos tan ilustres como Leroux, Bourdois de la Motte, Double, Magendie, Guersant, Husson, Thilaye, Marc, Itard, Fouquier y Guénau de Mussy. Durante cinco años prosiguió esta nueva comisión sus tareas, resumidas en un informe redactado por Husson. Decía el informe: “Ni el contacto de manos ni el roce ni los pases son necesarios en absoluto, pues bastan a veces la voluntad y la fijeza de mirada para producir el fenómeno magnético, aun sin el consentimiento de la persona magnetizada... Hemos comprobado que ciertos efectos terapéuticos dependen exclusivamente del magnetismo y no pueden obtenerse sin él... El estado sonambúlico es indudable y desenvuelve las nuevas facultades llamadas clarividencia, intuición y previsión íntima... El sueño magnético ha sobrevenido en circunstancias tales, que los magnetizados no podían ver absolutamente nada e ignoraban por completo los medios empleados para provocarlo... El magnetizador puede poner al sujeto en estado sonambúlico sin que lo sepa ni le vea, a determinada distancia y a través de puertas cerradas... Parece como si se embotaran los sentidos corporales del magnetizado y que actuara una segunda entidad... Los sujetos dormidos no se dan cuenta de los ruidos externos, aunque resuenen junto a ellos insólitamente y de tanto estrépito como el golpeteo de vasijas de cobre, caída de objetos pesados y golpes fortísimos... También se les puede inhalar ácido clorhídrico o amoníaco, sin daño alguno y sin que se percaten de ello... Pudimos cosquillearles con una pluma las plantas de los pies, las ventanas de la nariz y los ojos, sin la menor señal de sensación y fue posible, además, pellizcarles hasta acardenalar la piel y meterles astillas entre uña y carne sin el más leve estremecimiento. Cierto sujeto permaneció insensible a una dolorosa operación quirúrgica, sin que se le descompusiera el semblante ni se alterasen el pulso ni la respiración... Mientras el sujeto se halla en estado sonmbúlico conserva las mismas facultades que en el de vigilia y aun la memoria parece más fiel y amplia... Vimos dos sonámbulos que con los ojos cerrados distinguían cuantos objetos se les ponían delante y acertar sin tacto alguno el palo y valor de los naipes, leer palabras manuscritas y líneas enteras de libros abiertos al acaso, aun cuando para mejor comprobación se les oprimiesen los párpados con la mano... Uno predijo, con algunos meses de anticipación, el día, hora y minuto en que le sobrevendrían los ataques epilépticos y cuando habían de cesar; y otro vaticinó la época de su curación. Ambas previsiones tuvieron exacto cumplimiento... Hemos reunido y comunicado pruebas suficientes para que la Academia estimule las investigaciones sobre el magnetismo con rama curiosísima de la psicología y de las ciencias naturales... Los fenómenos son tan extraordinarios que tal vez la Academia repugne admitirlos, pero nos han guiado exclusivamente impulsos de tan elevado carácter como el amor a la ciencia y la necesidad de corresponder a las esperanzas que la Academia había fundado en nuestro celo y diligencia” (16).
Estos temores se vieron confirmados en parte, pues un individuo de la comisión, el fisiólogo Magendie, que no había presenciado los experimentos, se negó a firmar el informe y expuso una especie de voto particular en su tratado de Fisiología Humana, en que después de resumir los fenómenos a su manera, dice: “El respeto propio y la dignidad de la profesión demandan que se proceda muy circunspectamente en estos asuntos. Los médicos ilustrados recordarán con cuánta facilidad degenera lo misterioso en charlatanería y cuán propensa es la profesión a degradarse aun en manos de respetables titulares”. Nada deja traslucir, en las cuatro páginas de su obra dedicadas al mesmerismo que Magendie formase parte de la comisión elegida por la Academia en 1826 ni que se hubiera excusado de asistir a sus reuniones, faltando así a su deber, pues no quiso inquirir la verdad de los fenómenos mesméricos, y, sin embargo, dio particular informe sobre ellos. El “respeto propio y la dignidad profesional” exigían por lo menos su silencio.
Treinta y ocho años más tarde, el ilustre físico Tyndall, cuya reputación iguala si no supera a la de Magendie, repugnó imitar tan insidiosa conducta y no quiso aprovechar la oportunidad de investigar los fenómenos espiritistas y arrebatarlos de entre manos de ignorantes o poco escrupulosos indagadores, aunque en su obra Fragmentos de ciencia incurre en las descortesías a que ya nos referimos. Sin embargo, algo intentó Tyndall, y ello basta. Dice en la citada obra que cierta noche se metió debajo del trípode para observar el fenómeno de los golpes y salió de allí con un sentimiento de compasión hacia la humanidad cual nunca hasta entonces lo sintiera. Para apreciar el valor del insigne físico al buscar a tientas la verdad en esta ocasión recurriremos al ejemplo de Israel Putnam, que se desliza a gatas para sorprender a la loba en su madriguera y matarla; pero Tyndall cayó entre los dietnes de su loba y bien pudiera ostentar por mote de su escudo: Sub mensa desperatio.
El doctor Alfonso Teste, distinguido científico contemporáneo, al tratar de la comisión de 1824, dice que su informe conmovió profundamente a todos los académicos, aunque pocos quedaron convencidos, y añade: “Nadie podía dudar de la veracidad de los comisionados cuya competencia y buena fe eran innegables, pero se sospechaba de que les hubieran engañado. Realmente hay verdades tan infortunadas que comprometen a quien las cre y más todavía a quien cándidamente las confiesa en público”. Así lo corrobora la historia desde los tiempos más remotos hasta nuestros días.
DECLARACIONES DE HARE
Cuando Hare publicó los primeros resultados de su investigación de los fenómenos espiritistas, todos le tuvieron por víctima de un engaño, aunque era uno de los más insignes físico-químicos de su tiempo, y al demostrar que no había semejante engaño le calificaron los profesores de Harvard de “chocha y visionariamente adherido a la enorme patraña del espiritismo”.
Al iniciar Hare sus investigaciones en 1853, declaró que le movía a ello el humanitario deber de oponerse con todas sus fuerzas al flujo de insanía popular que, a despecho de la razón y de la ciencia, acrecentaba rápidamente la grosera ilusión llamada espiritismo; y aunque esta declaración estaba en completa coincidencia con la hipótesis de la mesa giratoria de Faraday, tuvo la grandeza propia de los príncipes de la ciencia para investigar la cuestión y decir después toda la verdad. En una memoria publicada en Nueva York refiere el mismo Hare qué premio le dieron sus compañeros de profesión. Dice así: “Durante más de medio siglo me dediqué a investigaciones científicas cuya exactitud y precisión nadie puso en duda hasta que me convertí al espiritismo, y nadie tampoco atacó mi personal integridad hasta que los profesores de Harvard se declararon en contra de lo que yo sabía que era verdad y ellos no sabían que no lo fuese”.
¡Cuán patética amargura encierran estas palabras! ¡Un anciano de setenta y seis años, con medio siglo de labor científica, vituperado por decir la verdad! Aún hoy mismo se trata con despectiva compasión al ilustre sabio inglés Wallace, por haberse manifestado favorable al espiritismo. También los científicos rusos menosprecian ofensiwamente al eximio zoólogo Nicolás Wagner, de San Petersburgo, por la candorosa declaración de sus ideas psicológicas. Pero preciso es distinguir entre los sabios y los científicos, pues si las ciencias ocultas, y entre ellas el moderno espiritismo, sufren maliciosa persecución de los segundos, tienen y han tenido en toda época leales defensores entre los primeros. Ejemplo de ello nos da Newton, antorcha de la ciencia, que creía en el magnetismo según lo enseñaron Paracelso, Van Helmont y demás filósofos del fuego. Nadie negará que la teoría newtoniana de la gravitación universal tiene su raíz en el magnetismo, pues él mismo nos dice que fundaba todas sus especulaciones científicas en el “alma del mundo”, en el universal y magnético agente a que denominó divinum sensorium. A este propósito añade: “Hay un espíritu sutilísimo que penetra todas las cosas, aun los cuerpos más duros, y está oculto en su substancia. Por virtud de la actividad y energía de este espíritu, se atraen recíprocamente los cuerpos y se adhieren al ponerse en contacto. Por él los cuerpos eléctricos se atraen y repelen desde lejanas distancias, y la luz se difunde, refleja, refracta y colora los cuerpos. Por él se mueven los animales y se excitan los sentidos. Pero esto no puede explicarse en pocas palabras, porque nos falta la necesaria experiencia para determinar las leyes que rigen la actividad operante de este agente” (17).
Dos linajes hay de magnetización: la simplemente animal y la trascendente. Esta última depende, por una parte, de la voluntad y aptitud del magnetizador, y por otra, de las cualidades espirituales del sujeto y de su receptabilidad a las vibraciones de la luz astral. Pero no se tardará en reconocer que la clarividencia requiere mucha mayor voluntad en el magnetizador que receptividad en el sujeto, ya que éste, por positivo que sea, habrá de rendirse al poder de un adepto (18).
Si el magnetizador, mago o entidad espiritual dirige hábilmente la vista del sujeto, la luz astral iluminará sus más hondos arcanos, pues si bien es libro cerrado para quienes miran y no ven, está en cambio siempre abierto para los que quieran leer en él. Allí está anotado cuanto fue, es y será, y aun los más insignificantes actos de nuestra vida y nuestros más escondidos pensamientos quedan fotografiados en sus páginas eternas. Es el libro abierto por mano del ángel del Apocalipsis, el “libro de la vida” que sirve para juzgar a los muertos según sus obras. Es la memoria de Dios.
Dice Zoroastro, que en el éter están figuradas las cosas sin figura y aparecen impresos los pensamientos y caracteres los hombres, con otras visiones divinas (19).
LA MEMORIA RETROACTIVA
Vemos, por lo tanto, que así la antigua como la moderna sabiduría, los vaticinios y la ciencia corroboran unánimemente las enseñanzas cabalísticas. En las indelebles páginas de la luz astral se estampan nuestros pensamientos y acciones y aparecen delineados con pictórica vividez, a los ojos del profeta y del vidente, los acontecimientos futuros y los efectos de causas echadas hace tiempo en olvido. La memoria, cuya naturaleza funcional es desesperación del materialista, enigma para el psicólogo y esfinge para el científico, es para el estudiante de filosofía antigua la potencia compartida con muchos animales inferiores, mediante la cual, inconscientemente, ve en su interior iluminadas por la luz astral las imágenes de pasados pensamientos, actos y sensaciones. El estudiante de ocultismo no ve en los ganglios cerebrales “micrógrafos de lo vivo y de lo muerto, de lugares en que hemos estado y de sucesos en que hemos intervenido” (20), sino que acude al vasto receptáculo donde por toda la eternidad se almacenan las vibraciones del cosmos y los anales de las vidas humanas.
La ráfaga de memoria que según tradición representa a los náufragos las escenas de su vida pasadda, como el fulgor del relámpago descubre momentáneamente el paisaje a los ojos del viajero, no es más que la súbita ojeada que el alma, en lucha con el peligro, da a las silenciosas galerías en que está pintada su historia con impalidecibles colores.
Por la misma causa suelen sernos familiares ciertos parajes y comarcas en que hasta entonces no habíamos estado y recordar conversaciones que por vez primera oímos o escenas acabadas de ocurrir, según de ello hay noventa por ciento de testimonios. Los que creen en la reencarnación aducen estos hechos como otras tantas pruebas de anteriores existencias, cuya memoria se aviva repentinamente en semejantes circunstancias. Sin embargo, los filósofos de la antigüedad y de la Edad Media opinaban que si bien este fenómeno psicológico es uno de los más valiosos argumentos a favor de la inmortalidad y preexistencia del alma, no lo es en pro de la reencarnación, por cuanto la memoria anímica es distinta de la cerebral. Como elegantemente dice Eliphas Levi: “la naturaleza cierra las puertas después de pasar una cosa e impele la vida hacia delante”, en más perfeccionadas formas. La crisálida se metamorfosea en mariposa, pero jamás vuelve a ser oruga. En el silencio de la noche, cuando el sueño embarga los corporales sentidos y reposa nuestro cuerpo físico, “queda libre el astral, según dice Paracelso, y deslizándose de su terrena cárcel, se encamina hacia sus progenitores y platica con las estrellas”. Los sueños, presentimientos, pronósticos, presagios y vaticinios son las impresiones del cuerpo astral en el cerebro físico, que las recibe más o menos profundamente, según la intensidad del riego sanguíneo durante el sueño. Cuanto más débil esté el cuerpo físico, más vívida será la memoria anímica y de mayor libertad gozará el espíritu. Cuando después de profundo y reposado sueño sin ensueños se restituye el hombre al estado de vigilia, no conserva recuerdo alguno de su existencia nocturna y, sin embargo, en su cerebro están grabadas, aunque latentes bajo la presión de la materia, las escenas y paisajes que vio durante su peregrinación en el cuerpo astral. Estas latentes imágenes pueden revelarse por los relámpagos de anímica memoria que establecen momentáneos intercambios de energía entre el universo vivible y el invisible, es decir, entre los ganglios micrográficos cerebrales y las películas escenográficas de la luz astral. Por lo tanto, un hombre que nunca haya estado personalmetne en un paraje ni visto a determinada persona, puede asegurar que ha estado y la ha visto, porque adquirió el conocimiento mientras actuaba en “espíritu”. Los fisiólogos sólo pueden objetar a esto diciendo que en el sueño natural y profundo está la voluntad inerte y es incapaz de actuar, tanto más cuanto no creen en el cuerpo astral y el alma les parece poco menos que un mito poético. Blumenbach afirma que durante el sueño queda en suspenso toda comunicación entre cuerpo y mente; pero Richardson, de la Sociedad Real de Londres, redarguye acertadametne al fisiólogo alemán, diciéndole que se ha excedido en sus afirmaciones, pues no se conocen todavía a punto fijo las relaciones entre cuerpo y mente. Añadamos a esta opinión la del fisiólogo francés Fournié y la del eminente médico inglés Allchin, quien confiesa con entera franqueza que no hay profesión científica de tan insegura base como la medicina, y veremos que no sin justicia deben oponerse las ideas de los sabios antiguos frente a las de la ciencia moderna.
ALMA Y ESPÍRITU
Nadie, por grosero y material que sea, deja de vivir en el universo invisible al par que en el visible. El principio vital que anima su organismo físico reside principalmente en el cuerpo astral, cuyas partículas densas quedan inertes, mientras las sutiles no reconocen límite ni obstáculo. Bien sabemos que tanto los sabios como los ignorantes preferirán mantenerse en el prejuicio de que no es posible saber de donde dimana el agente vital, antes de conceder ni un momento de atención a lo que llaman rancias y desprestigiadas teorías. Algunos objetarán desde el punto de vista teológico que el alma de los brutos no es inmortal, pues tanto teólogos como legos confunden erróneamente el alma con el espíritu. Pero si estudiamos a Platón y otros filósofos antiguos, advertiremos que mientras el cuerpo astral (21) no pasa de tener una existencia más o menos larga después de la muerte física, el espíritu divino (impropiamente llamado alma por los teólogos) es esencialmente inmortal (22). Si el principio vital fuese algo independiente del cuerpo astral, no estaría de seguro la clarividencia en tan directa relación con la debilidad física del sujeto. Cuanto más profundo sea el sueño hipnótico y menos signos de vida se noten en el cuerpo físico, tanto más clara será la percepción espiritual, y tanto más penetrante la vista del alma que desprendida de los sentidos corporales actúa con incomparablemente mayor potencia que cuando le sirve de vehículo un cuerpo sano y vigoroso. Brierre de Boismont nos da repetidos ejemplos de ello en demostración de que los cinco sentidos son mucho más agudos en estado hipnótico que en el de vigilia. Estos fenómenos prueban incontrovertiblemente la continuidad de la vida siquiera por algún tiempo después de muerto el cuerpo físico.
Aunque durante nuestra breve estancia en la tierra pueda compararse el alma a una luz puesta debajo del celemín, no deja de brillar por ello y de recibir la influencia de espíritus afines, de modo que todo pensamiento bueno o malo atrae vibraciones de su misma naturaleza, tan irresistiblemente como el imán atrae las limaduras de hierro, en proporción a la intensidad de las vibraciones etéreas del pensamiento; y así se explica que un hombre se sobreponga imperiosamente a su tiempo y que su influencia se transmita de una a otra época por medio de las recíprocas corrientes de energía entre los mundos visible e invisible, hasta afectar a gran parte del género humano. Difícil sería determinar las lindes que en este punto han puesto a su pensamiento los autores de la famosa obra El Universo invisible, pero del siguiente pasaje podemos inferir que no dijeron todo cuanto pensaban. Dice así:
“Sea como quiera, no cabe duda de que las propiedades del éter son en el campo de la naturaleza muy superiores a las de la materia tangible. Y como la índole de ésta, salvo en algunos pormenores de poca importancia, se halla mucho más allá de la penetración de las lumbreras científicas, no llevaremos adelante nuestras disertaciones. Basta a nuestro propósito conocer los efectos del éter cuya potencialidad supera a cuanto nadie ha osado decir”.
LA PSICOMETRÍA
Uno de los más notables descubrimientos de los tiempos modernos, es la facultad que algunas personas receptivas poseen de describir el carácter y aspecto de una persona o los sucesos ocurridos, con tal de retener en la mano y pasárselo por la frente un objeto cualquiera relacionado con la persona o el suceso, por mucho que sea el tiempo transcurrido. Así, una piedra ruinosa le representará la historia del edificio a que perteneciera, con las escenas ocurridas en su interior y alrededores; un pedazo de mineral despertará en su alma la visión retrospectiva de la época de su formación. Esta facultad fue descubierta por el profesor Buchanan de Louisville (Kentucky), quien le dio el nombre de psicometría. A este sabio debe el mundo tan importante complemento de las ciencias psicológicas, y de seguro que merecerá ser honrado en estatua cuando la frecuencia de los experimentos psicométricos acaben de una vez con el escepticismo. Al publicar su descubrimiento se contrajo Buchanan a la utilidad de la psicometría para bosquejar el carácter de las personas, y dice a este propósito: “Parece que es indeleble la influencia mental y fisiológica que recibe un manuscrito, pues los más antiguos ejemplares de que me valí en las experiencias revelaban precisa y vigorosamente sus impresiones, apenas debilitadas por el tiempo. Por virtud de la psicometría fue posible leer, sin dificultad alguna, manuscritos antiguos cuya ordinaria interpretación hubiese requerido el auxilio de los paleólogos. Pero no únicamente los manuscritos retienen las impresiones mentales, sino que también los dibujos, pinturas y cualquier otro objeto que haya recibido el contacto mental y volitivo de una persona, le pueden servir a otra de medio de descripción psicométrica... Este descubrimiento tendrá incalculables consecuencias en su aplicación a las artes y a la historia” (23).
Los primeros experimentos de psicometría se llevaron a cabo en 1841, y desde entonces los han repetido muchísimos psicómetras en todo el mundo, demostrando con ellos que cuanto ocurre en la naturaleza mental, por mínimo e insignificante que sea, queda indeleblemente impreso en la naturaleza física, y como no se advierte alteración molecular en ella, forzosamente se infiere que las imágenes psicométricas provienen del éter o luz astral.
En su hermosa obra: El alma de las cosas, trata de esta cuestión el geólogo Denton y cita multitud de ejemplos de las notables facultades psicométricas de su esposa. Entre ellos refiere que, puesto sobre la frente un pedazo de piedra de la casa de Cicerón en Túsculo, pero sin saber de donde procedía, describió no sólo el ambiente físico del gran orador romano, sino el del dictador Sila, a quien antes había pertenecido aquella casa. Un trozo de mármol del primitivo templo cristiano de Smirna, le representó a los fieles en oración y a los sacerdotes oficiantes. Otros fragmentos de objetos procedentes de Asiria, Palestina, Grecia, el monte Ararat y otros puntos, le permitieron describir sucesos de la vida de personajes muertos miles de años antes. Un hueso o un diente de animales antediluvianos le daban a la psicómetra, por breves momentos, la visión del animal vivo con todas sus sensaciones. En muchos de estos casos, comprobó Denton las descripciones de su esposa, cotejándolas con los relatos históricos. La psicometría descubre los más recónditos secretos de la naturaleza y los acontecimientos remotos se reproducen con tan vívida impresión como los de ayer.
Añade Denton en la misma obra: “No se mueve una hoja ni se levanta una onda ni se arrastra un insecto, sin que registren sus movimientos mil fieles escribanos en infalibles e indelebles escrituras. Así ocurre con lo sucedido en pasados tiempos. Continuamente ha estado la naturaleza fotografiándolo todo, desde que brilló la luz sobre la tierra, cuando sobre la cuna del recién nacido planeta flotaban vaporosas cortinas, hasta el momento actual. ¡Y qué fotografías!”
Nos parece el colmo de la imposibilidad que en la materia atómica hayan quedado grabados los hechos ocurridos en la antigua Tebas o en algún templo prehistórico. Sin embargo, las imágenes de estos hechos están saturadas de aquel agente universal que todo lo penetra y todo lo retiene, llamado por los filósofos “alma del mundo” y por el geólogo Denton el “alma de las cosas”. Al aplicarse el psicómetra a la frente un objeto determinado, relaciona su yo interno con el alma del objeto (24) y se pone en contacto con la corriente de luz astral que, relacionada con dicho objeto, retiene las descrpciones de los sucesos concernientes a su historia los cuales, según Denton, pasan ante la vista del psicómetra con la velocidad del rayo, en vertiginosa sucesión de escenas que tan sólo con mucha fuerza de voluntad es posible detenerlas en el campo visual para describirlas.
El psicómetra es clarividente, pues ve con la vista interna; pero su visión de personas, lugares y sucesos resultará confusa, a menos que con potente fuerza de voluntad haya educado la percepción visual. Sin embargo, en los casos de hipnotismo, la clarividencia del sujeto depende de la voluntad del hipnotizador, quien, por lo tanto, puede detener la atención de aquél en determinada imagen todo el tiempo necesario para describirlo en sus más prolijos pormenores. Por otra parte, el sujeto sometido a la influencia de un hábil hipnotizador aventaja al psicómetra espontáneo en la clara y distinta predicción del porvenir.
LO PRESENTE Y LO FUTURO
Si alguien objeta diciendo que no es posible ver lo que “todavía no existe”, le responderemos que tan posible es ver lo futuro como se ve lo pasado, que ya no existe. Según las enseñanzas cabalísticas, lo futuro está en embrión en la luz astral, como también lo presente estaba en embrión antes de serlo. El hombre es libre de obrar a su albedrío, pero desde el origen de los tiempos está previsto el uso que hará de este albedrío, sin que tal previsión suponga fatalismo ni hado, sino que resulta de la inmutable armonía del universo, así como de antemano se conocen las vibraciones peculiares de cada nota que se haya de pulsar. Además, la eternidad del tiempo no tiene pasado ni futuro, sino tan sólo presente, de la propia manera que la inmensidad del espacio no tiene en rigor puntos cercanos ni lejanos. En el mezquino campo de nuestras experiencias, nos esforzamos en concebir, si no el fin, por lo menos el principio del tiempo y del espacio, que en realidad no tienen principio ni fin, pues de tenerlo, ni el tiempo sería eterno ni ilimitado el espacio. Como hemos dicho, no hay pasado ni futuro; pero nuestra memoria refleja las imágenes grabadas en la luz astral, como el psicómetra las emanaciones astrales de los objetos palpados. Al tratar de la influencia de la luz en los cuerpos y de la formación de imágenes fotográficas, dice el profesor Hitchcock: “Parece como si esta influencia interpenetrara la naturaleza toda sin detenerse en puntos definidos. No sabemos si la luz puede retratar en los objetos circundantes nuestras facciones demudadas por la emoción y dejar de esta suerte fotografiadas en la naturaleza nuestras acciones... posible es también que haya procedimientos superiores a los del más hábil fotógrafo, por cuyo medio revele y fije la naturaleza estas fotografías de modo que, con sentidos más agudos que los nuestros, se vean como en un inmenso lienzo extentido sobre el universo material. Quizás no se borren nunca estas fotografías del lienzo, sino que perduren en el vasto museo pictórico de la eternidad (25).
La duda manifestada en el quizás de Hitchcock se ha trocado en triunfadora certeza por valimiento de la psicometría. Sin embargo, cuantos hayan observado la cualidad psíquica de clarividencia advertirán que Hitchcock no debiera haber supuesto la necesidad de más agudos sentidos para ver las imágenes, sino decir que habían de superar en penetración a los corporales, porque para el esíritu humano, dimanante del inmortal y divino Espíritu, no hay pasado ni futuro, sino que todo lo tiene presente (26).
De algún tiempo a esta parte han comenzado los científicos a estudiar este asunto hasta hoy difamado con nota de superstición. Discurrieron primero acerca de los hipotéticos mundos invisibles y a todos se adelantaron los autores de la obra El Universo invisible, a quienes siguió el profesor Fiske con la suya El mundo invisible. Esto prueba que el terreno del materialismo se hunde bajo los pies de los científicos, quienes se disponen a capitular honrosamente en caso de derrota. Jevons corrobora las opiniones de Babbage y ambos afirman que los pensamientos ponen en vibración las partículas del cerebro y las difunden por el univeso, de suerte que “cada partícula material es una placa registradora de cuanto ha sucedido” (27). Por otra parte el doctor Young, en sus conferencias sobre filosofía natural, apunta “la posibilidad de que haya mundos invisibles y desconocidos en aislada independencia unos, en recíproca interpretación otros, y algunos cuya existencia no requiera por modalidad el espacio”.
Si los científicos discurren de esta suerte, partiendo del principio de continuidad según el cual la energía se transmite al universo invisible, no se les ha de negar el mismo discurso a los ocultistas y espiritualistas. La ciencia admite hoy que las imágenes especulares quedan impresas indefinidamente sobre una superficie pulimentada, y a este propósito dice Draper: “La sombra proyectada sobre una pared deja allí una huella que puede revelarse mediante manipulaciones convenientes... Los retratos de nuestros amigos o las imágenes de la campiña quedan ocultos bajo la superficie sensible de nuestros ojos, hasta que las revelamos por adecuados medios. Una imagen espectral está encubierta bajo una superficie de plata bruñida o de cristal pulido, hasta que la nigromancia la revela al mundo visible. En las paredes de nuestros más retirados aposentos, al abrigo de indiscretas miradas, en la soledad de nuestro apartamiento inaccesible a los extraños, están las huellas de nuestros actos y las siluetas de cuanto hicimos” (28).
MODALIDADES ENERGÉTICAS
Si tan indelebles impresiones puede recibir la materia inorgánica y nada se aniquila en el universo, no cabe rechazar la hipótesis de que “el pensamiento actúe en la materia de otro universo al par que en la del nuestro y prever de esta suerte lo futuro” (29).
A nuestro entender, si la psicometría es valiosa prueba de la indestructibilidad de la materia, que retiene eternamente las impresiones recibidas, también es la clarividencia psicométrica no menos valiosa prueba de la inmortalidad del espíritu humano. Puesto que la facultad psicométrica es capaz de describir sucesos ocurridos hace centenares de miles de años, ¿por qué no aplicar la misma facultad al conocimiento de un porvenir sumido en la eternidad, que no tiene pasado ni futuro, sino tan sólo el presente sin límites?
No obstante haber confesado los científicos su ignorancia en muchas cuestiones, todavía niegan la misteriosa fuerza espiritual que escapa a las leyes físicas y pretenden aplicar a los seres vivos las mismas que rigen la materia muerta. Han descubierto las energías de la luz, calor, electricidad y movimiento (30), cuyas vibraciones contaron en las vibraciones del espectro solar y engreídos con tan próspera fortuna, se niegan a seguir adelante. Algunos reflexionaron sobre la índole de este proteico agente que no podían pesar ni medir con sus aparatos, y dijeron que era “un medio hipotético sumamente elástico y sutil que se supone ocupa los espacios intersiderales e interatómicos y sirve de medio transmisor del calor y de la luz”.
CONCEPTO DEL ÉTER
Otros, a quienes llamaríamos los fuegos fatuos o hijos espurios de la ciencia, se tomaron la molestia de observar el éter con lentes de mucho alcance, según nos dicen; pero al no ver espíritus ni espectros, ni descubrir entre sus aleves ondulaciones nada de más científica índole, viraron en redondo para tachar con lastimero acento de “mentecatos y lunáticos visionarios” (31), no sólo a los espiritistas en particular, sino a cuantos creen en la inmortalidad. Dicen sobre este particular los autores de El Universo invisible: “Han estudiado en el universo objetivo ese misterio que llamamos vida. El error consiste en creer que todo cuanto desaparece de la observación, desaparece también del universo. Sin embargo, no hay tal, porque únicamente desaparece del pequeño círculo de luz a que podemos llamar universo de observsación científica. Es un trínico misterio en la materia, en la vida y en Dios; pero los tres misterios son uno solo” (32). En otro pasaje añaden: “El universo visible debe seguramente tener un límite de energía transformable y probablemente el mismo límite en su materia; pero como el principio de continuidad repugna toda limitación, ha de haber sin duda algo más allá de lo visible, de modo que el mundo visible no es el universo total sino tan sólo una pequeña parte de él” (33). Además, atendiendo los autores al concepto del origen y fin del universo visible, dicen que si fuese todo cuanto existe, habría ruptura de continuidad tanto en la súbita manifestación primaria de él como en su ruina final... (34). Ahora bien; ¿no es lógico suponer que el universo invisible, en cuya existencia razonablemente creemos, esté en condiciones de recibir la energía del visible?... Cabe, por lo tanto, considerar el éter o medio transmisor como un puente (35) entre ambos universos, que de esta manera quedan conglomerados en uno solo. En fin, lo que generalmente se llama éter puede ser, además de un medio transmisor, el orden de cosas invisibles, de modo que los movimientos del universo visible se comunican al éter y éste los transmite como por un puente al invisible, que los recibe, transforma y almacena. Podemos decir, por lo tanto, que cuando la energía se transmite de la materia al éter, pasa del mundo visible al invisible y cuando del éter va a la materia se transfiere del mundo invisible al visible” (36).
Precisamente es así. Cuando la ciencia adelante algunos pasos más en este camino y estudie detenidamente el “hipotético medio transmisor” podrá salvar sin peligro el abismo que Tyndall ve abierto entre el cerebro físico y la conciencia.
Algunos años antes, en 1856, el por entonces famoso doctor Jobard de París expuso acerca del éter el mismo concepto sustentado después por los autores de El Universo invisible. Con asombro del mundo científico, dijo el doctor Jobard a este propósito: “Acabo de hacer un descubrimiento que me asusta. Hay dos modalidades de electricidad: una ciega y ruda, dimanante del contacto de los metales con los ácidos (purga grosera), y otra racional y clarividente. La electricidad se ha bifurcado en manos de Galvani, Nobili y Matteuci. La corriente ruda tomó la dirección señalada por Jacobi, Bonelli y Moncal, mientras que la corriente lúcida quedó en manos de Bois-Robert, Thilorier y Duplanty. La esfera eléctrica o electricidad globular entraña un pensamiento que desobedece a Newton y a Mariotte para moverse a su antojo... En los anales de la Academia hay mil pruebas de la inteligencia del rayo eléctrico... Pero noto que voy siendo en demasía indiscreto. A poco más doy la clave que ha de llevarnos al descubrimiento del espíritu universal” (37).
Todas las citas iluminan con nueva luz la sabiduría de los antiguos. Ya vimos que los Oráculos caldeos (38) exponen en parecido lenguaje el mismo concepto del éter que los autores de El Universo invisible, pues dicen que “del éter proceden todas las cosas y a él han de volver y que en él están indeleblemente grabadas las imágenes de todas las cosas, porque es almacén de ideas y troj de los gérmenes y de los residuos de las formas visibles”. Esto corrobora nuestra afirmación de que todo descubrimiento moderno tuvo su parigual hace miles de años entre nuestros cándidos antepasados. Vista, en el punto en que estamos, la actitud de los escépticos respecto de los fenómenos psíquicos, cabe asegurar que aunque la clave referida por Jobard estuviera en el borde del “abismo”, no habría ningún Tyndall capaz de agacharse a recogerla.
¡Cuán limitadas han de parecerles a algunos cabalistas estas tentativas para escrutar el hondo misterio del éter universal! Porque por muy superiores que respecto a las de la ciencia contemporánea sean las ideas de los autores de El Universo invisible, resultan por demás familiares para los maestros de la filosofía hermética, quienes no sólo consideraban el éter como el puente tendido entre el universo vivisble y el invisible, sino que osadamente recorrían todos sus tramos hasta llegar a las misteriosas puertas que los científicos no quieren o tal vez no pueden abrir.
Cuanto más ahondan los investigadores modernos en sus observaciones, tanto más frecuentemente les dan en rostro los descubrimientos antiguos. Expone el geólogo francés Beaumont una teoría sobre los movimientos internos del globo en relación con la corteza terrestre, y echa de ver que se le habían adelantado los antiguos en la exposición. Preguntamos cuál es la más novísima hipótesis acerca de la formación de los yacimientos minerales, y nos dice Hunt que el agua es el disolvente universal, según ya afirmó Tales de Mileto veinticuatro siglos atrás al enseñar que el agua es el originario elemento de todas las cosas. El mismo Hunt, apoyado en la autoridad de Beaumont, trata de los movimientos del globo y de los fenómenos psíquicos del mundo material, diciendo por una parte que “no está dispuesto a conceder que los espiritualistas posean el secreto de la vida orgánica”, mientras que por otra confiesa, a nuestra completa satisfacción, lo que leemos en el pasaje siguiente: “Bajo muy diversos aspectos están relacionados los fenómenos del reino orgánico y los del reino mineral, cuya recíproca dependencia ofrece tan vivo interés que nos concita a vislumbrar la verdad subyacente en las opiniones de los filósofos antiguos que atribuían fuerza vital a los minerales y consideraban el globo terráqueo como organismo vivo, cuyo proceso biológico se manifestaba en las alteraciones de la atmósfera, de las aguas y de las rocas”.
PREJUICIOS CIENTÍFICOS
Todo es empezar. Los prejuicios científicos han llegado últimamente a tales extremos que parece imposible la justicia hecha a la sabiduría antigua en el anterior pasaje. Hace tiempo que se arrinconaron los cuatro elementos, y los químicos del día acuden desolados en busca de nuevos cuerpos simples con que alargar la lista de los ya descubiertos, como polluelo aumentado a la cría pronta a salir del nido. Por su parte el químico Cooke (39) niega la denominación de elementos a los cuerpos simples, porque “no son principios primordiales o substancias existentes por sí mismas y distintas de la de que fue formado el universo... La antigua filosofía griega pudo tener el concepto que de los elementos tuvo, pero las ciencias experimentales no han de admitir otros elementos que los que pueda ver, oler o gustar”. Según esto, la ciencia sólo acepta lo que le entra por ojos, narices y boca. Lo demás, para los metafísicos.
Así es que habríamos de tachar a Van Helmont de ignorante o por lo menos de estacionario discípulo de las escuelas griegas, porque nos dice que si artificialmente cabe convertir una porción de tierra en agua, no es posible que esta alteración la produzca la naturaleza por sí sola, pues los elementos permanecen siempre los mismos. Si Van Helmont y su maestro Paracelso vivieron y murieron en la bendita ignorancia de los futuros sesenta y tres cuerpos simples ¿qué podían hacer, según los científicos del día, sino ocuparse en metafísicas y quiméricas especulaciones expuestas en la ininteligible jerigonza de los alquimistas medioevales? Sin embargo, en su ya citada obra, dice Cooke: “El estudio de la química ha revelado cierto número de substancias de las cuales no ha sido posible extraer otras distintas por ninguno de los procedimientos conocidos. Así, por ejemplo, del hierro no es posible extraer más que hierro... Hace tres cuartos de siglo, no distinguían los químicos entre cuerpos simples y compuestos, porque los antiguos alquimistas no concibieron que el peso es la medida de la materia y que la materia no se aniquila en peso; antes al contrario, creyeron que en las manipulaciones se transformaban misteriosamente las substancias... En suma, se desperdiciaron algunos siglos en vanas tentativas para transmutar en oro los metales viles” (40).
No tenemos ni de mucho la seguridad de que el profesor Cooke, tan versado en química, lo esté igualmente en cuanto supieron o dejaron de saber los alquimistas, ni tampoco en la interpretación de su simbólico lenguaje. Pero comparemos sus anteriores opiniones con las de Paracelso y Van Helmont, según las traducciones inglesas de sus obras. Dicen que el alkahest determina los efectos siguientes:
1.º “Nunca extingue las propiedades virtuales de los cuerpos disueltos en él. Por ejemplo, si el oro se trata por el alkahest se forma una sal de oro; si el antimonio, una sal de antimonio, etc.
2.º El cuerpo manipulado se descompone en tres principios: sal, azufre y mercurio; pero después queda únicamente la sal volátil, que por último se convierte en agua clara.
3.º Todo cuanto el alkahest disuelve se puede convertir en volátil mediante el baño de arena, y si luego de volatilizado el disolvente se destila la substancia soluble, se convierte en agua pura e insípida, pero siempre en cantidad equivalente al original”.
Por su parte dice Van Helmont que el alkahest disuelve los cuerpos más rebeldes en substancias de las mismas propiedades virtuales de peso idéntico al cuerpo disuelto... Destilada repetidas veces esta sal (a que Paracelso llama sal circulatum), pierde toda su fijeza y acaba por convertirse en un agua insípida en cantidad equivalente a la sal de que procede” (41).
PRINCIPIOS ALQUÍMICOS
Las alegaciones de Cooke en pro de la ciencia moderrna con respecto a la fraseología hermética, podrían aplicarse también a la escritura hierática de Egipto que encubre todo cuanto convenía encubrir. Si Cooke trata de aprovecharse de la labor del pasado, ha de de recurrir a la criptografía y no a la sátira. Paracelso, como los demás alquimistas, exprimía su ingenio en la transposición literal y abreviatura de palabras y frases; y así, por ejemplo, escribe sufratur en vez de tártaro, mutrin por nitro, etcétera. Son innumerables las interpretaciones supuestas de la palabra alkahest. Unos creen que era una doble sal de tártaro; otros le daban la misma significación que a la voz alemana antigua algeist, equivalente a espirituoso. Paracelso llama a la sal “centro de agua donde han de morir los metales”; de lo que algunos, como por ejemplo, Glauber, infieren que el alkahest era espíritu de sal. Se necesita mucha osadía para decir que Paracelso y sus colegas ignoraban la distinción entre los cuerpos simples y sus combinaciones, pues aunque no les diesen los mismos nombres que hoy les dan los químicos, obtenían resultados imposibles de lograr sin conocer la índole de las substancias manipuladas. Nada importa el nombre que Paracelso dio al gas resultante de la reacción del hierro y el ácido sulfúrico, si las autoridades en química reconocen que descurbió el hidrógeno (42). Su mérito es el mismo. Y nada tampoco importa que Van Helmont encubriera bajo la denominación de “virtudes seminales” las propiedades inherentes a los elementos químicos que, al combinarse, las modifican temporáneamente sin perderlas en modo alguno, pues no por su enigmático lenguaje dejó de ser el químico más ilustre de su época en parigualdad de mérito con los del día. Afirmaba Van Helmont, que el aurum potabile podía obtenerse por medio del alkahest, salificando el oro de suerte que sin perder sus “virtudes seminales” se disolviera en el agua. Cuando los químicos sepan, no lo que Van Helmont decía que entendía, ni lo que se supone entendía, sino lo que en realidad entendía por aurum potabile, alkahest, sal y virtudes seminales, podrán definir su actitud respecto a los filósofos del fuego y a los antiguos maestros cuyas místicas enseñanzas respetuosamente siguieron. De todos modos, este lenguaje de Van Helmont, aun tomado en sentido exotérico, demuestra que conocía la solubilidad de las combinaciones metálicas en el agua, en lo que basa Hunt su hipótesis acerca de los yacimientos metalíferos. A este propósito dice en una de sus conferencias: “Los alquimistas buscaron en vano el disolvente unviersal; pero nosotros sabemos hoy que el agua, a favor de la presión y la temperatura, y en presencia de ciertos cuerpos muy abundantes en la naturaleza, tales como el ácido carbónico y los carbonatos y sulfatos alcalinos, disuelve las substancias al parecer más insolubles y obra como el alkahest o menstruo universal durante tanto tiempo buscado” (43).
Esto tiene todo el aire de una paráfrasis de Van Helmont o Paracelso, pues ambos alquimistas conocían las propiedades disolventes del agua tan bien como los químicos modernos, y ni siquiera velaban esotéricamente este conocimiento, de lo cual se infiere que no era el agua el disolvente universal a que aludían. Entre las muchas obras de comentario y crítica que sobre la alquimia se conservan todavía, hay una de tonos satíricos de la que entresacamos el siguiente pasaje: “Podrá darnos alguna luz sobre esto la observación de que, para Van Helmont y Paracelso, el agua era el instrumento universal de la química y la filosofía natural, y diputaban el fuego por causa eficiente de todas las cosas. Creían, además, que la tierra entrañaba virtudes seminales, y que el agua, al disolver y fermentar las substancias térreas, como sucede con el fuego, produce todas las cosas y origina los reinos mineral, vegetal y animal” (44).
Los alquimistas conocían por completo la universal potencia disolvente del agua, y en las obras de Paracelso, Van Helmont, Filaleteo, Pantatem, Taquenio y Boyle, se establece explícitamente la propiedad por excelencia del alkahest, ésta es, la de “disolver y transmutar todos los cuerpos sublunares excepto el agua”. No cabe suponer, por lo tanto, que hombre de tan irreprensible conducta y de tan vasto saber como Van Helmont, asegurara formalmente poseer el secreto si únicamente hubiese sido mera presunción de poseerlo (45).
EL TESTIMONIO HUMANO
Acerca de la validez del testimonio humano, que podremos aplicar a este caso, dijo Huxley en una conferencia dada no ha mucho en Nashville: “Forzosamente ha de estar nuestra conducta más o menos influida por las opiniones que nos sugiere el estudio de la historia. Una de estas influencias es el testimonio humano en sus varias modalidades de ocular, tradicional y escrito... Al leer, por ejemplo, los Comentarios de Julio César, daremos crédito a los relatos de sus batallas contra los galos y aceptaremos su testimonio en este punto, pues comprendemos que César no hubiera hecho tales afirmaciones de no ser ciertas”. En consecuencia, es lógico aplicar esta regla de investigación a los casos en que César habla de los augures, adivinos y otros fenómenos psíquicos. Lo mismo debemos decir de Herodoto y demás historiadores antiguos, pues si no fueron espontáneamente verídicos, tampoco se les ha de creer en asuntos meramente profanos, porque falsus in uno, falsus in omnibus. Y por igual razón, si se les da crédito en los asuntos mundanos, también se lo hemos de dar en los espirituales, pues, según dice Huxley, la naturaleza humana fue en la antigüedad lo mismo que es ahora. Los hombres de honrado talento no mienten por el placer de engañar o pervertir a la posteridad.
Una vez determinadas por Huxley las probabilidades de error en el testimonio humano, ya no hay necesidad de discutir la cuestión con respecto a Van Helmont y a su ilustre y calumniado maestro Paracelso. Su comentador Deleuze dice que las obras de Van Helmont tienen mucho de mítico e ilusorio (acaso porque no las entendió debidametne), pero en cambio reconoce que fue hombre de vasta cultura, penetrante juicio y descubridor de grandes verdades, pues dio por vez primera el nombre de gases a los fluidos aeriformes y dejó abierto el camino para las futuras aplicaciones del acero (46). No es posible, por lo tanto, suponer que los experimentadores al quimistas desconociesen los cuerpos simples desde el momento en que combinaban, recombinaba, disolvían y descomponían los ingredientes químicos tal como hoy día se sigue efectuando en los laboratorios. Si tan sólo hubiesen tenido fama de teóricos, nada valdrían nuestros argumentos; pero como ni sus mismos enemigos se atreven a negar los descubrimientos que hicieron, todavía cupiera emplear más enérgico lenguaje si no lo impidiera la imparcialidad. Y como quiera que las facultades morales e intelectuales del hombre han de aquilatarse psicológicamente, puesto que creemos en la elevada naturaleza espiritual, no vacilamos en afirmar que si Van Helmont aseguró formalmente que poseía el secreto del alkahest, nadie tiene derecho a tacharle de farsante ni de visionario sin saber cuál era su verdadero concepto del menstruo universal.
Habla Wallace (47) de la “obstinación de los hechos” y, por lo tanto, en los hechos hemos de apoyarnos para exponer los “milagros” de ayer y los de hoy. Los autores de El Universo invisible han demostrado científicamente la posibilidad de ciertos fenómenos psíquicos mediante la acción del éter universal; y Wallace por su parte ha refutado con estricta lógica las objeciones que Hume, entre otros, levantó contra la posibilidad de dichos fenómenos (48). Crookes ofreció a los escépticos sus experiencias continuadas durante tres años, hasta que se convenció de la verdad por sí mismo. Flammarión, el popular astrónomo francés, añade su testimonio al de Wallace, Crookes y Hare, y corrobora nuestros asertos en el siguiente pasaje:
“Tengo la firme convicción, basada en personales experiencias, de que no saben de qué hablan cuantos niegan la posibilidad de los fenómenos magnéticos, sonambúlicos, mediumnímicos y otros no explicados todavía por la ciencia, pues todo científico habituado a la observación puede cerciorarse absolutamente de la realidad de dichos fenómenos, con tal de que su mente no esté velada por el prejuicio ni sumida en el engaño demasiado frecuente de que conocemos todas las leyes de la naturaleza y es imposible trasponer los límites actualmente establecidos”.
HIPÓTESIS DE COX
Crookes nos refiere la explicación (49) que en los siguientes términos da Sergeant Cox de la fuerza psíquica: “Puesto que el organismo corporal está animado interiormente por una fuerza supeditada o no al espíritu, alma, mente o lo que quiera que constituya el ser individual llamado hombre, es lógico inferir que todo movimiento externo al cuerpo tiene por causa la misma fuerza que produce el movimiento en el interior del cuerpo. Y así como esta fuerza externa suele estar dirigida por la inteligencia, también esta inteligencia dirige la fuerza interna”.
Para mejor comprender el pensamiento de Sergeant Cox en esta hipótesis, la dividiremos en cuatro proposiciones:
1.ª La fuerza productora de los fenómenos psíquicos procede del médium y por consiguiente dimana de él.
2.ª La inteligencia que dirige la fuerza productora del fenómeno podría ser distinta de la inteligencia del médium; pero como no hay prueba suficiente de ello, es muy probable que la inteligencia directora sea la del médium (50).
3.ª La fuerza que mueve la mesa es idéntica a la que mueve el cuerpo del médium.
4.ª Los espíritus de los difuntos para nada intervienen en la producción de los fenómenos psíquicos.
Antes de examinar estas opiniones de Cox conviene advertir que nos vemos situados entre dos opuestas parcialidades: los que creen y los que no creen en la intervención de los espíritus de los difuntos, pues mientras la masa vulgar de espiritistas atribuye con enormes tragaderas a los espíritus desencarnados el más leve ruido y el más ligero movimiento que notan en las sesiones del centro, los escépticos niegan toda manifestación de los espíritus, por la sencilla razón de que no creen en ellos. Así, pues, ni unos ni otros están dispuestos a estudiar el asunto con la serenidad que su importancia requiere.
Ciertamente, la fuerza productora de los movimientos internos es la misma que la productora de los movimientos externos; pero la identidad no pasa de aquí, como se advierte considerando, por ejemplo, que el principio vital que anima el cuerpo de Cox es el mismo que anima el del médium, y sin embargo, ni éste es aquél ni aquél es éste.
Esta fuerza que lo mismo da llamar psíquica como quieren Cox y Crookes, o darle cualquier otro nombre, no procede del médium, sino que se actualiza por mediación de él. Es imposible que dimane del médium en los casos de levitación sin contacto y demás fenómenos que denotan actuación inteligente. Saben los espiritistas que cuanto más pasivo es el médium más activas son las manifestaciones, y por lo tanto no cabe negar la intervención de una deliberada y consciente voluntad en los casos en que la fuerza psíquica levanta del suelo masas inertes, las mueve en determinadas direcciones por el aire y las vuelve a dejar en el suelo, evitando todo obstáculo. Esta fuerza no puede dimanar del médium, que permanece en pasividad durante el experimento, pues si dimanase de él, sería éste un mago consciente y no pasivo instrumento de invisibles entidades inteligentes. Tan absurdo es suponer que la fuerza psíquica dimana del médium, como que el vapor encerrado en una marmita fuese capaz de levantarla, a menos de estallar, o que la electricidad acumulada en una botella de Leyden, la moviese de sitio. Todo indica que la fuerza operante sobre los objetos externos en presencia del médium tiene su fuente más allá de él. Podemos compararla con el hidrógeno que vence la inercia del aerostato. El gas acumulado en el interior del globo, por la inteligente dirección del aeronauta, llega a prevalecer sobre la gravedad de su masa. Análogamente produce la fuerza psíquica de los fenómenos de levitación, y aunque de naturaleza idéntica a la materia astral del médium, no es su misma materia astral, porque durante el experimento permanece aquél en sopor cataléptico, si tiene verdaderas facultades mediumnímicas. Por lo tanto, el primer extremo de la hipótesis de Cox es erróneo, porque se funda en un falso principio de mecánica, al paso que nuestros argumentos se apoyan en la observación de los fenómenos levitantes.
Para admitir la hipótesis de la fuerza psíquica, es preciso que explique satisfactoriamente los movimientos y levitaciones de los cuerpos sólidos.
Acerca del segundo extremo, negamos que no haya prueba suficiente de que la fuerza productora de los fenómenos esté dirigida algunas veces por inteligencia distinta de la del médium. Al contrario, hay multitud de testimonios comprobatorios de que en la mayoría de los casos ninguna influencia tiene la mente del médium en los fenómenos, por lo que no puede pasar sin reparo la temeraria afirmación de Cox en este punto.
También nos parece ilógico el tercer extremo; porque si el cuerpo del médium no genera, sino que tan sólo transmite la fuerza productora de los fenómenos dirigida por su espíritu, alma o mente (cuestión que no han dilucidado ni mucho menos las investigaciones de Cox), no hay razón para inferir que este mismo espíritu, alma o mente deba también levantar muebles y golpear el alfabeto. Del cuarto extremo, o sea que si los espíritus de los difuntos intervienen o no en las manifestaciones psíquicas, trataremos más extensamente en otro capítulo.
EL CUERPO ASTRAL
Los filósofos iniciados en los Misterios decían que el alma astral es el incoercible duplicado del cuerpo denso, el periespíritu de los espiritistas kardecianos, o la forma-espíritu de los no reencarnacionistas. Sobre este duplicado o molde interno, se cierne el espíritu divino que lo ilumina como el sol a la tierra y fecunda el germen de las cualidades latentes. El cuerpo astral está contenido en el físico, como el éter en una botella o el magnetismo en el imán. Es un mecanismo alimentado por el depósito universal de fuerza y sujeto a las mismas leyes que rigen todos los fenómenos de la naturaleza. Su inherente actividad produce las incesantes operaciones biológicas del organismo carnal, y cuando éste se desgasta por el uso, sale de él, porque es prisionero y no voluntario morador del cuerpo físico. La univesal fuerza externa le atrae tan poderosamente que al gastarse la cáscara escapa de ella. Cuanto más robusto, denso y grosero es el cuerpo físico, más largo es el encarcelamiento del astral; pero algunos nacen con organización a propósito para abrir la puerta que comunica con la luz astral, de modo que su alma se asome al mundo astral y se restituya después a su encierro. Los conscientes y voluntariamente capaces de ello, se llaman magos, hierofantes, videntes, profetas y adeptos, y los que sin voluntad ni conciencia propia tienen predisposición a actuar en el mundo astral por la influencia de un hipnotizador o de una entidad espírita se llaman medianeros o médiums. Cuando el cuerpo astral se libra de obstáculos, queda tan poderosamente atraído por la imánica fuerza universal, que a veces levanta consigo el estuche de carne y lo mantiene suspendido en el aire hasta que recobra su acción la gravedad de la materia.
Todo movimiento, sea de un cuerpo vivo o de un cuerpo inorgánico, requiere tres condiciones: voluntad, fuerza y materia, que pueden transmutarse de conformidad con el principio de la conservación de la energía dirigida, o mejor dicho, cobijada por la Mente divina de que tan insidiosamente se empeñan los escépticos en prescindir, pero sin cuya presidencia no se moverían los gusanillos en la tierra ni al beso de la brisa las hojas del árbol. Los científicos llaman leyes cósmicas a las modalidades de energía y de materia y las consideran inmutables e invariables en su acción; pero más allá de estas leyes hemos de inquirir la causa inteligente que al establecer el régimen infundió en ellas su conciencia. nO es posible concebir una causa primera, una voluntad universal, Dios en suma, si no le atribuimos inteligencia.
Ahora bien: ¿cómo se manifestaría la voluntad a un tiempo consciente o inconscientemente, es decir, con inteligencia y sin ella? La mente no puede estar separada de la conciencia, entendiendo por tal, no la conciencia física, sino una cualidad del principio senciente del alma, que puede actuar aun cuando el cuerpo físico esté dormido o paralizado. Si, por ejemplo, levantamos mquinalmente el brazo, creemos que el movimiento es inconsciente porque los sentidos corporales no aprecian el intervalo entre el propósito y la ejecución. Sin embargo, la vigilante voluntad generó fuerza y puso el brazo en movimiento. Nada hay, ni siquiera en los más vulgares fenómenos mediumnímicos, que confirme la hipótesis de Cox; pues si la inteligencia denotada por la fuerza no prueba que lo sea de un espíritu desencarnado, menos todavía podrá serlo del inconsciente médium. Crookes refiere algunos casos en que la itneligencia manifestada en el fenómeno, no podía atribuirse a ninguno de los circunstantes. Por ejemplo, cuando después de tapar con el dedo una palabra impresa que ni él mismo sabía cuál era, apareció correctamente escrita en la tablilla (51). Si negamos la intervención de una entidad espírita, no cabe explicareste caso de otro modo que por clarividencia; pero como los científicos niegan esta facultad, han de verse cogidos en el otro término del dilema, so pena de admitir la clarividencia, según la entienden los cabalistas, a no ser que prefieran entercarse en el hasta hoy vano empeño de forjar una hipótesis que explique satisfactoriamente el fenómeno. Pero aun admitiendo que la palabra en cuestión hubiese sido leída por clarividencia, ¿cómo explicar las comunicaciones mediumnímicas de tan adivinatorio carácter? ¿Qué hipótesis esclarece el misterio de las facultades proféticas del médium que vaticina sucesos ignorados de él y de cuantos le escuchan? Verdaderamente habrá de recomenzar Cox sus investigaciones
FUERZA CIEGA O INTELIGENCIA
Según ya dijimos, la fuerza psíquica de los modernos, de naturaleza idéntica al fluido terrestre o sidéreo de los antiguos oráculos, es en sí una fuerza ciega. Cuando, por ejemplo, dos interlocutores sostienen un diálogo, su voz se transmite por las vibraciones de la misma masa de aire y en esto se conoce que están hablando. De la propia suerte, cuando el médium y la entidad espírita se comunican a través de un mismo agente, inferimos que hay allí una itneligencia en actuación, pues así como el aire es necesario para la transmisión del sonido, así también se necesitan corrientes etéreas o de luz astral, inteligentemente dirigidas, para la producción de los fenómenos psíquicos. En el vacío pneumático no podrían los interlocutores comunicarse sus pensamientos de viva voz, porque allí no hay aire que vibre. Análogamente tampoco podrá producirse manifestación alguna cuando un experto y potente hipnotizador haga el vacío psíquico en torno del médium, a no ser que otra inteligente voluntad, más poderosa todavía, venza la inercia astral establecida por el hipnotizador. Los antiguos acertaron a distinguir entre la actuación ciega y la actuación itneligente de una misma fuerza.
Plutarco, sacerdote de Apolo, insinúa la dual modalidad del fluido oracular (gas subterráneo mezclado con substancias intoxicantes de propiedades magnéticas), en el siguiente apóstrofe: “¿Quién eres tú? Sin que Dios te hubiese creado y puesto en vigor; sin el espíritu que por orden de Dios te rige y gobierna serías impotente. Nada podrías hacer porque por ti mismo eres vano soplo” (52). Así también, sin la inteligencia dominante fuera vano soplo la fuerza psíquica.
Afirma Aristóteles, que las emanaciones astrales del interior de la tierra son causa suficiente para vivificar por intususcepción plantas y animales. A este mismo propósito, movido Cicerón de justa cólera contra los escépticos de su tiempo, les redarguye diciendo: “Hay algo más divino que las exhalaciones de la tierra, que conmueven el alma humana hasta el punto de consentirle la predicción del porvenir. ¿Podrá la mano del tiempo desvanecer tal virtud? ¿Creéis que os hablo de algún vino exquisito o de algún manar sabroso”? (53). No creemos que los modernos investigadores presuman de más sabios que Cicerón y aseguren que se ha desvanecido la fuerza eterna y agotado las funetes de la profecía.
Según parece, los profetas de la antigüedad explayaban su inspirada sensibilidad por el directo efluvio de la emanación astral, o bien por una especie de flujo húmedo que surgía de la tierra, con el que se daba a entender la materia astral de que en esta luz forman las almas su temporánea envoltura. El mismo concepto expresa Cornelio Agripa cuando dice que los fantasmas son de naturaleza vaporosa y húmeda: “in spirito turbido humidoque” (54).
Hay dos linajes de profecía: la consciente, propia de los magos, capaces de ver en la luz astral, y la inconsciente, debida a la inspiración. A esta segunda clase pertenecen los profetas bíblicos y los mediumnímicos. Sobre el parituclar dice Platón: “Ningún hombre tiene inspiración profética cuando está en sus propios sentidos, sino que es necesario para ello que su mente se halle poseída por algún espíritu... hay quien presume de profeta y no es más que repetidor, por lo que de ningún modo se le debe llamar profeta, sino transmirsor de visiones y profecías” (55).
Insistiendo en sus argumentos, dice Cox: “Los más ardientes espiritistas admiten la fuerza `síquica bajo la impropia denominación de magnetismo (con el cual no tiene analogía alguna), porque afirman que los espíritus de los difuntos sólo pueden realizar los actos que se atribuyen valiéndose del magnetismo (fuerza psíquica) del médium” (56).
EL MÉDIUM CONDUCTOR
Con otra mala inteligencia tropezamos aquí al dar nombres distintos a la misma energía. Si hasta el siglo XVIII no formaron cuerpo de ciencia los estudios sobre la electricidad, ¿diremos que esta energía no existió antes de entonces, cuando bien pudiera demostrarse que ya la conocieron los hebreos? Pues de la propia suerte han sido siempre idénticos el magnetismo y la electricidad, por más que las ciencias experimentales no advirtieran esta identidad hasta el año 1819. Si una barra de acero puede imanarse por la acción de una corriente eléctrica, cabe admitir también que en las sesiones espiritistas es el médium el conductor de una corriente, de modo que la inteligencia directora de la fuerza psíquica determina flujos eléctricos en las ondas etéreas, y valiéndose del médium, como conductor, actualiza el magnetismo latente en la atmósfera del salón de sesiones. La palabra magnetismo es tan propia como otra cualquiera, mientras la ciencia descubre algo más que un agente hipotético dotado de propiedades problemáticas.
A este propósito dice Cox: “La diferencia entre los partidarios de la fuerza psíquica y los espiritistas, consiste en que para nosotros no hay todavía suficiente prueba de un agente director distinto de la inteligencia del médium, ni hay tampoco prueba alguna de la actuación de los espíritus de los muertos” (57).
De completo acuerdo estamos con Cox en uanto a la falta de pruebas de la intervención de los espíritus de los muertos, pero en lo que al otro extremo atañe no deja de ser extraña la negativa desde el momento en que abogan por la contraria un caudal de hechos, según se infiere de las siguientes palabras de Crookes: “En mis notas hallo tal superabundancia de pruebas y un sin fin de testimonios tan aplastantes, que podría llenar con ellos varios números de la revista trimestral” (58).
Pero veamos alguna de esas pruebas abrumadoras:
1.ª El movimiento de cuerpos muy pesados, sin contacto ni esfuerzo mecánico.
2.ª La percusión y otros sonidos.
3.ª Alteración del peso de los cuerpos.
4.ª Movimiento de los cuerpos pesados a distancia del médium.
5.ª Levitación de muebles sin contacto.
6.ª Levitación de personas (59).
7.ª Apariciones luminosas (60).
8.ª Aparición de manos luminosas o visibles a la luz astral.
9.ª Escritura directa por manos luminosas, aisladas y movidas inteligentemente.
10.ª Apariciones y figuras espectrales (61).
Todos estos fenómenos presenció y comprobó Crookes en su propia casa, con la suficiente escrupulosidad de observación para dar cuenta de ellos a la Sociedad Real de Londres, sin que el resultado correspondiera a sus convicciones, según confiesa en la citada obra.
Además de los fenómenos enumerados, refiere Crookes otros especiales en que le parece advertir la intervención de una inteligencia externa.
EL LÁPIZ Y LA REGLA
Dice a este propósito: “He visto a la médium, señorita Fox, dar una comunicación escrita y simultáneamente otra por golpes alfabéticos, mientras conversaba con un tercero sobre asuntos del todo distintos de los anteriores... En otra sesión en que médium era Home, estando la sala a toda luz, atravesó por el aire una regla de escritorio que se vino hacia mi derecha para darme una comunicación. Iba yo pronunciando una tras otra las letras del alfabeto y al llegar a la necesaria para componer la palabra, me golpeaba la regla en la mano sin que el médium pudiera moverla, pues se hallaba a bastante distancia. Entonces pregunté si la misma regla podría golpearme la mano para dar la comunicación según el alfabeto Morse, y en efecto, así lo hizo, con la particularidad de que nadie había allí que conociese el alfabeto Morse y aun yo no lo dominaba por completo. Esto me convenció de que forzosamente daba la comunicación un experto manipulador del aparato Morse, quienquiera que fuese... Poco después, en mi propio aposento y a plena luz, manifesté el deseo de que la misma regla diese otra comunicación. Había sobre la mesa un lápiz, una regla de madera y varias hojas de papel. De pronto, se mueve el lápiz a saltos inseguros hacia el papel y cae sobre éste. Nuevamente vuelve a levantarse y a caer por tres veces, hasta que la regla de madera se levantó unos cuantos centímetros sobre lamesa y se movió hacia el lápiz, que entonces se levantó de nuevo y advertí que regla y lápiz en recíproco apoyo se esforzaban en escribir sobre el papel sin conseguirlo; pero tras dos infructuosas tentativas, observé que la regla regresaba a su sitio y el lápiz caía sobre la mesa. Acto continuo recibí una comunicación alfabética que decía: “Hemos intentado hacer lo que pedíais, pero se nos han agotado las fuerzas”. El plural hemos se refería evidentemente a los aliados esfuerzos inteligentes del lápiz y la regla, de lo que se infiere la intervención de dos fuerzas psíquicas”.
En este caso, nada denota que el agente director fuese la inteligencia del médium, antes al contrario, hay indicios de que espíritus de difuntos, o entidades inteligentes e invisibles, movían la regla y el lápiz. Ciertamente que tan impropio es llamar magnetismo como fuerza psíquica a la causa de este fenómeno, pero es más aplicable la primera denominación, porque los fenómenos del magnetismo o hipnotismo trascendental son de la misma índole que los espírtas. El círculo encantado del barón Du Potet y de Regazzoni está tan en pugna con la fisiología, como la levitación de objetos sin contacto pueda estarlo con la mecánica. En el círculo encantado, los experimentadores, entre los cuales había algunos académicos, no pudieron atravesar la curva trazada con yeso en el pavimento por el barón Du Potet; y un general ruso, famoso por su escepticismo, que quiso atravesarla, cayó presa de violentas convulsiones. Este fenómeno es análogo al de la mesa de poco peso que no pueden levantar varios hombres fornidos, y antes la rompen con sus esfuerzos. En ambos casos, el fluido magnético o fuerza psíquica de Cox opone resistencia a la incursión en el círculo limitado por la circunferencia de yeso, y comunica extraordinaria pesantez a la endeble mesa. Por lo tanto, de la analogía de efectos se infiere lógicamente la analogía de causas, sin que en buen juicio valga objeción alguna contra ello, pues aunque se negaran los hechos, subsistiría la verdad del principio. Tiempo hubo en que todas las corporaciones académicas de la cristiandad negaban la existencia de las montañas lunares, y de loco tacharan los académicos a quien se hubiese atrevido a decir que la vida alienta con mayor profusión en las profundidades oceánicas que en las alturas atmosféricas.
El piadoso abate Almignana solía decir en presencia de las mesas semovientes: “si el diablo afirma, de seguro miente”. Tal vez podamos parafrasear el aforismo diciendo: “si los científicos niegan, verdad segura”.
CAPÍTULO VII
¡Oh Tú, Causa primera, la menos comprendida!
POPE.
¿Por qué estra placentera esperanza, este hondo deseo,
este ardiente anhelo de inmortalidad? ¿Por qué el secreto
temor, el íntimo espanto de caer en la nada? ¿Por qué se
encoge el alma en sí misma y tiembla a la sola idea de
aniquilación? Es la divinidad que en nuestro interior se agita.
Es el cielo que señala nuestro porvenir y revela la inmortalidad
del hombre. ¡Oh eternidad! Encantadora y pavorosa
Idea.
ADDISON.
Hay otro mundo mejor.
KOTZEBÜE. – El Extranjero.
Después de conceder espacio a las encontradas opiniones de los científicos respecto de los fenómenos psíquicos, justo es atender a las teorías de los alquimistas medioevales, quienes, salvo raras excepciones, profesaban en este punto las mismas doctrinas que los antiguos filósofos, resumidas en la alquimia; la cábala caldeo-hebraica, los sistemas esotéricos de los magos y de los pitagóricos, y posteriormente las enseñanzas de los neoplatónicos y teurgos. Más adelante examinaremos las ideas de los gimnósofos indos y de los astrólogos caldeos, sin descuidarnos de poner de manifiesto las capitales verdades subyacentes en las mal comprendidas religiones de la antigüedad. Los cuatro elementos de nuestros antepasados: tierra, aire, agua y fuego, significan para el estudiante de alquimia y magia o psicología antigua, algo que jamás sospecharon los filósofos modernos. Conviene advertir que la llamada nigromancia o espiritismo, en cuanto atañe a la evocación de los difuntos, es práctica universalmente difundida en todos los países desde la más remota antigüedad.
Enrique More, catedrático de la universidad de Cambridge, que no era alquimista ni mago ni astrólogo, sino sencillamente un insigne filósofo, gozaba de universal aprecio por su profundo saber y creía firmemente en sortilegios y hechicerías. Sus ingeniosos argumentos en pro de la inmortalidad del espíritu humano, se fundan en la filosofía pitagórica aceptada por Cardan, Van Helmont y otros místicos. Según sus enseñanzas, todas las cosas proceden del increado espíritu a que llamamos Dios, lasubstancia suprema, por emanación causativa. Dios es la substancia primaria y todo lo demás la secundaria. Dios emanó la materia dotándola de poder semoviente, por lo que si bien es Dios la causa de la materia y del movimiento, podemos decir, sin embargo, que la materia se mueve por sí misma. El espíritu de Dios es, por lo tanto, una substancia indiscernible que puede moverse, infundirse, contraerse, dilatarse y también penetrar, mover y alterar la materia, su tercera emanación (1). Creía More en las apariciones y afirmaba resueltamente la individualidad del alma humana cuya memoria y conciencia persisten en la vida futura. Dice que “el cuerpo astral consta, al dejar el físico, de dos distintos vehículos: el aéreo y el etéreo. Mientras el espíritu desencarnado actúa en el vehículo aéreo está sujeto al hado, esto es, a la culpa y a la tentación, pues le queda el apego a los intereses terrenos y no es completamente puro hasta que desecha este vehículo, propio de las bajas esferas, y se eterifica, pues sólo entonces se convence de su inmortalidad, porque un cuerpo tan transparentemente luminoso como el etéreo, no proyecta sombra alguna. Cuando el alma llega a esta condición se substrae al hado y a la muerte. Esta trascendente condición de divina pureza era el único anhelo de los pitagóricos”.
A los escépticos de su tiempo los trata More con despectivo rigor. De Scot, Adie y Webster, dice que son “santos de nuevo cuño y fiscales jurados de las brujas que contra toda razón, a pesar de los intérpretes y de la misma Escritura, ven en Samuel un bribón redomado”. Y termina diciendo: “¿A quién hemos de creer? ¿A la Escritura o a esos payasos henchidos de orgullosa ignorancia y vanidosa y estúpida incredulidad? Que cada cual juzgue como le parezca” (2) .
¿Qué lenguaje hubiera empleado este eminente teólogo contra los escépticos de nuestros días?
OPINIÓN DE DESCARTES
Descartes, aunque adorador de la materia, era ardiente partidario de la teoría magnética y hasta cierto punto de la alquimia. Su concepto del universo tenía no poca semejanza con el de otros insignes filósofos. Según él, está lleno el infinito espacio de una materia fluida elemental, única fuente de toda vida, que envuelve a los astros y los mantiene en continuado movimiento. Los vórtices de Descartes entrañan el mismo concepto que las corrientes magnéticas de Mesmer, y sobre esto dice Ennemoser, que la semejanza entre ambas hipótesis es más notable de lo que presumen quienes no han estudiado cuidadosamente el asunto (3).
El conspicuo filósofo Poiret- Naudé profesó asimismo la teoría magnética y fue uno de sus primeros propagadores (4). En sus obras está plenamente vindicada la filosofía mágico-teosófica.
El conocido doctor Hufeland dejó escrita una obra sobre magia (5) en que expone la teoría de la atracción magnética entre los hombres, los animales, las plantas y los minerales, corroborando el testimonio de Campanella, Van Helmont y Servio, en lo referente a la simpatía entre las diversas partes de los cuerpos orgánicos e inorgánicos.
Estas mismas ideas declara Tenzel Wirdig en sus obras, con mayor claridad, lógica y vigor que cuantos místicos trataron del mismo asunto. En su famosa obra: Nueva medicina espiritual, demuestra que la naturaleza entera está animada, fundándose en la magnética atracción universal a que da el nombre de “armonía de los espíritus”. Según él, cada cosa atrae a su semejante y propende hacia las de índole simpática con la suya. De las mutuas simpatías y antipatías se origina el continuado movimiento del universo, y la incesante comunión entre cielos y tierra engendra la armonía universal. Todas las cosas viven y mueren por efecto del magnetismo y se influyen recíprocamente a pesar de la distancia, de modo que la fuerza de atracción y repulsión determina el estado normal o morboso de los congéneres (6).
Kepler, el precursor de Newton en el descubrimiento de fundamentales principios científicos, entre ellos el de la gravitación universal (7), aceptaba la enseñanza cabalística de que los espíritus planetarios son entidades inteligentes residentes en los planetas, que están habitados por seres espirituales cuya influencia se deja sentir en los moradores de los planetas más densamente groseros, y en particular de nuestro globo (8). Pero así como esta hipótesis de las planetarias influencias espirituales quedó suplantada por la de los vórtices del materialista Descartes, algún día prevalecerán sobre esta última las de las corrientes magnéticas inteligentemente dirigidas por el ánima mundi.
El erudito filósofo italiano Juan Bautista Porta recibió de la crítica el mismo trato que sus colegas, no obstante haber demostrado el ningún fundamento de las imputaciones que de superstición y hechicería se lanzaban contra la magia. Este célebre alquimista dice en su obra: Magia natural, que los fenómenos de ocultismo tienen por fundamento el alma del mundo que solidariza todas las cosas. Añade que el espíritu humano es de la esencia de la luz astral, y que como ésta actúa en simpática armonía con la naturaleza toda, nuestros cuerpos sidéreos alcanzan a operar mágicas maravillas con tal de conocer los elementos a propósito. Declara que la piedra filosofal, de cuya posesión se han jactado muchos para asombrar a las gentes, la encontraron felizmente unos pocos, e insinúa algo de la significación espiritual de esta piedra.
MAGNETISMO UNIVERSAL
El monje Kircher, de la escuela mística, expuso en 1654 una completa teoría del magnetismo universal (9), basada en muchos puntos insinuados por Paracelso. Define el magnetismo en oposición al concepto de Gilbert, que considera la tierra como un enorme imán, y arguye en contra, diciendo que si bien toda partícula terrestre y toda fuerza invisible e incoercible son magnéticas, no es ello razón bastante para afirmar que la tierra sea un imán, pues en el universo sólo hay un imán, del que procede el magnetismo de cuanto existe. Este imán es, por supuesto, lo que los cabalistas llaman sol espiritual, esto es, Dios. Afirmaba Kircher que el sol, la luna, los planetas y las estrellas son sumamente magnéticos, pero por inducción, por efecto de moverse en el fluido magnético del universo o sea en la luz espiritual. Demuestra, además, la misteriosa simpatía entre los seres de los tres reinos de la naturaleza, con infinidad de ejemplos comprobados, algunos posteriormente, aunque la mayor parte no sólo no lo han sido, sino que se les ha negado posibilidad gracias a la tradicional dcautela y equívoca lógica de los científicos. Establece Kircher la distinción entre el magnetismo mineral y el animal o zoomagnetismo, diciendo que excepto en el caso de la piedra imán, todos los minerales han de estar magnetizados por la mayor potencia del magnetismo animal, que a su vez recibe esta virtud de la primera causa creadora. Por ejemplo, una aguja puede quedar magnetizada en la mano de un hombre de recia voluntad, y el ámbar adquiere esta potencia más por el frote de la mano humana que por otro medio cualquiera; y así es que el hombre puede comunicar su propia vida y animar hasta cierto punto los cuerpos inanimados. A esto llaman hechicería los necios. El sol es el cuerpo más magnético de todos (10) y así lo entendieron los filósofos antiguos, pues echaron de ver que las emanaciones del sol atraían todas las cosas que por su influencia reciben el poder de atracción. En prueba de ello cita algunas plantas que denotan mayor atracción hacia el sol y otras hacia la luna. Entre las primeras tenemos la llamada githymal, que sigue fielmente al sol aun cuando esté nublado. La flor de acacia abre los pétalos al salir el sol y los cierra a la puesta. Lo mismo hacen el loto egipcio y el girasol de Europa. La hierbamora ofrece análoga particularidad respecto de la luna.
Como ejemplo de las simpatías y antipatías entre los planetas, cita Kircher la aversión de la vid por las berzas y su amor al olivo; la simpatía del ranúnculo por el lirio y la de la ruda por la higuera. En prueba de antipatía cita los renuevos del granado mexicano, cuyos trozos, al cortarlos, se repelen como movidos de implacable hostilidad. Opina Kircher, por otra parte, que los sentimientos y emociones son mudanzas de la condición magnética del individuo, es decir, que la ira, los celos, la amistad, el amor y el odio provienen de la alteración del ambiente que constituye nuestro campo de emanaciones magnéticas. El amor es uno de los sentimientos que ofrecen tan diversos aspectos como el amor maternal y el del artista por su arte. Tanto el amor como la amistad son manifestaciones de simpatía entre naturalezas congeniantes. Para Kircher, el magnetismo de amor puro es la causa eficiente de todas las cosas creadas. El amor sexual es de naturaleza eléctrica y lo llama amor febris species, la fiebre de la especie. Distingue Kircher dos clases de atracción magnética: la simpatía y la fascinación; una santa y natural; otra siniestra y artificiosa. A esta última atribuye el poder del sapo que sólo con abrir la boca atrae a la víctima que se precipita en sus fauces. El ciervo y otros rumiantes menores se ven impelidos irresistiblemente hacia la boa que los fascina, y el pez torpedo entorpece el brazo del pescador con sus descargas.
El provechoso ejercicio de la facultad magnética, requiere tres condiciones:
1.ª Nobleza de alma.
2.ª Voluntad robusta e imaginación intensa.
3.ª Un sujeto más débil que el magnetizador.
El hombre inmune a las tentaciones del mundo y de la carne puede curar magnéticamente enfermedades tenidas por incurables y adquirir clarividencia profética. Hasta aquí las teorías de Kircher.
INFLUENCIA DEL AMBIENTE
Un raro libro del siglo XVII nos da curioso ejemplo de la magnética atracción universal en las notas de viaje y relato oficial enviado al rey de Francia por su embajador el señor de Loubère, acerca de lo que había visto en el reino de Siam. Dice así: “En Siam hay dos peces de agua dulce, llamados pal y cadi que cuando se les pone a cocer en la olla siguen el movimiento de la marea subiendo y bajando en relación con el flujo y reflujos (11)”. Loubère hizo varios experimentos con estos peces, en compañía del ingeniero Vincent, cuyo testimonio da visos de certeza a este fenómeno que algunos tachan de patraña. Precisamente en los países incultos debemos interrogar con mayor solicitud a la naturaleza y observar los efectos de la sutilísima energía a que los antiguos llamaron alma del mundo. Tan sólo en las comarcas de Oriente, en las vastas e inexploradas regiones asiáticas, encontrará el estudiante de psicología alimento bastante para satisfacer su hambre de verdad; porque la atmósfera de las ciudades populosas está viciadísima por el humo de las fábricas, locomotoras y vapores, aparte de las miasmáticas exhalaciones de vivos y muertos. La naturaleza, lo mismo que el hombre, está influida en su actuación por el medio ambiente, y el poderoso aliento de la correlación de fuerzas puede ser aminorado, impedido y contrarrestado en determinadas ocasiones como si fuese un ser humano. No tan sólo el clima, sino las ocultas influencias que cotidianamente recibe, modifican la naturaleza psicolfísica del hombre, de la propia suerte que la constitución de la materia llamada inorgánica, hasta extremos no sospechados por la ciencia. Así resulta que el Diario Médico-Quirúrgico de Londres aconseja a los cirujanos que no llevan lancetas a Calcuta, pues se sabe por personales experiencias que el acero inglés no resiste el clima de la India. Análogamente, un manojo de llaves de fabricaión inglesa o norteamericana se enmohecen a las veinticuatro horas de estar en Egipto, al paso que los objetos de acero del país no se oxidan. También se ha visto que un samano de Siberia, que había ejercido notablemente sus facultades psíquicas entre sus compatriotas, las fue perdiendo hasta quedar sin ellas en el nebuloso y humeante Londres. Si el organismo humano no es menos sensible que un pedazo de acero a las influencias climatológicas, ¿a qué dudar del testimonio de los viajeros que vieron al samano realizar cotidianamente asombrosos fenómenos en su país natal, y a qué negar la posibilidad de estos fenómenos tan sólo porque no pudo realizarlos en París y Londres? Wendell demuestra en su conferencia sobre las Artes perdidas, que el cambio de clima influye en la naturaleza psíquica del hombre, y que los orientales superan en agudeza de sentidos a los europeos. Dice Wendell que los tintoreros de Lyon, tan excelentes en su arte, sospechan que hay un delicado matiz azul, invisible para los europeos, al paso que en Cachemira elaboran las muchachas chales de 150.000 pesetas con trescientos matices distintos, que los europeos no sólo son incapaces de obtener, sino ni siquiera de distinguir. Si tan enorme es la diferencia entre la agudeza sensoria de ambas razas, bien pudiera ocurrir lo mismo en cuanto a facultades psíquicas. Además, las muchachas de Cachemira ven objetivamente matices que los europeos no pueden ver y, sin embargo, existen; por lo tanto, posible es también que las personas dotadas de la misteriosa facultad de la doble vista vean lo que ven, tan objetivamente como la muchacha de Cachemira, y en vez de ser sus visiones imaginativas quimeras, sean, por el contrario, reflejos de personas y cosas reales impresas en el éter astral, según enseñaron los antiguos filósofos y los Oráculos Caldeos, y lo sospecharon algunos investigadores modernos como Babbage, Jevons y los autores de El Universo Invisible. A este propósito, dice Paracelso: “Tres espíritus actúan en el hombre y tres mundos lanzan sobre él sus luminosos rayos; pero los tres son imagen y eco de un solo principio productor. El primer espíritu es el de los elementos (12); el segundo es el de las estrellas (13); el tercero es el espíritu divino (14)”. Como nuestro cuerpo físico contiene “substancia terrestre primaria”, según la denomina Paracelso, podemos convenir con los investigadores científicos, en que las vidas de los organismos vegetal y animal se contraen a un mero proceso físicoquímico. Esta opinión corrobora la de los antiguos filósofos y de la Biblia mosaica, según la cual, el cuerpo del hombre es de polvo y en polvo se ha de convertir, aunque el memento homo quia pulvis es et in pulverem reverteris, nada tiene que ver con el alma.
LA TRÍADA MICROCÓSMICA
El hombre es un mundo minúsculo, un microcosmos en el macrocosmos, de cuya matriz le tienen suspendido sus tres espíritus; pero mientras el cuerpo terrestre está en constante armonía con su madre tierra, el cuerpo astral actúa en consonancia con el alma del mundo. Uno está en otra como estotra en aquél, porque el omnipenetrante elemento universal llena el espacio y es el mismo espacio ilimitado e infinito. El tercer espíritu, el espíritu divino, es un rayo infinitesimal, una de las innumerables radiaciones de la Causa suprema, de la Luz espiritual del mundo. Tal es la trinidad de la naturaleza, así orgánica como inorgánica, espiritual y física, que son tres en una. A este propósito dice Proclo que la primera mónada es el Dios eterno; la segunda la eternidad, y la tercera el paradigma o modelo del universo. Las tres constituyen la Tríada inteligible. Todas las cosas del universo manifestado proceden de esta Tríada microcósmica en sí misma y se mueven en majestuosa procesión por los campos de la eternidad en torno del sol espiritual, como los planetas se mueven alrededor del sol visible. La Mónada pitagórica que “reside en soledad y tinieblas” es en este mundo, invisible, impalpable e indemostrable para la ciencia experimental. Sin embargo, el universo entero seguirá gravitando en su torno como desde el origen del tiempo, y a cada segundo que transcurre, el hombre y el átomo se acercan más y más al solemne momento de la eternidad en que la invisible Presencia aparezca clara a su vista espiritual. Cuando hasta la más sutil partícula de materia quede eliminada de la última forma constitutiva del postrer eslabón de la doble cadena que a través de millones de edades, en sucesivas transformaciones, impelió a la entidad evolucionante, y ésta se revista de su primordial esencia idéntica a la del Creador, entonces el impalpable átomo orgánico terminará su jornada, y los hijos de Dios prorrumpirán en exclamaciones de júbilo por la vuelta del peregrino.
Dice Van Helmont: “El hombre es el espejo del universo y su trina naturaleza está relacionada con todas las cosas. Todo ser viviente participa de la voluntad del Creador que dio el primer impulso a lo creado; pero al hombre, por su adicional espiritualidad, le corresponde mayor participación, y de su grado de materialidad depende la conciencia o inconciencia en el ejercicio de sus facultades mágicas aplicadas a los demás seres que con él comparten la potencialidad divina. El consciente y pleno ejercicio de estas facultades le capacita para dominar y guiar el alma universal (magnale magnum); pero en la mayor parte de los hombres y en los animales, vegetales y minerales, obra por sí mismo el fluido etéreo qu en todo penetra y los mueve con directos impulsos. Las criaturas sublunares, formadas del magnale magnum, se mantienen en relación con este fluido. El hombre está aliado con los cielos y posee la virtud celeste que en menor grado poseen asimismo los animales y quizás todas las cosas del universo, pues todas están en relación recíproca o, lo que es lo mismo, que Dios está en todas las cosas, según acertadamente dijeron los antiguos. Es preciso que la potencia mágica se actualice, lo mismo en el hombre externo que en el interno... Y si llamamos a esto poder mágico, el ignorante se asustará de la denominación, por lo que podremos llamarle poder espiritual (spirituale robur vocitaveris). Este poder mágico late en el hombre interno, pero por la relación de éste con el externo, ha de difundirse a través del hombre completo” (15).
En su extensa descripción de los ritos y costumbres religiosas de los siameses, dice Loubère: “Los talopines o monjes budistas ejercen maravillosa influencia sobre las fieras, y pasan días seguidos en el bosque bajo una toldilla de ramas y hojas de palmera sin encender fuego por la noche, como es costumbre en el país para ahuyentar a las fieras; y las gentes tienen por milagro que nunca perezca devorado ningún talopín, sino que, al contrario, las fieras los respeten y aun se acerquen a lamerles cuando están dormidos, según observaron algunos viajeros desde parajes seguros. Todos los talopines ejercen la magia, y creen que la naturaleza toda está animada, así como también en la existencia de genios tutelares. Pero lo más notable es la opinión tan generalizada entre los siameses, de que tal como es el hombre en esta vida, así ha de ser después de la muerte. Cuando el tértaro que ahora reina en China mandó que todos los chinos se afeitaran el pelo a estilo tártaro, muchos prefirieron la muerte a la obediencia, por no comparecer rasurados ante sus ascendientes en el otro mundo. Sin embargo, me parece incongruente en esta absurda opinión, que los siameses atribuyan al alma figura humana. A pesar de su fama de sabios, hace tres o cuatro mil años que los chinos creen en la piedra filosofal, en cuya busca dilapidó el padre del actual rey de Siam sobre dos millones de libras, y además quieren encontrar el elixir de larga vida que les libre de la muerte. Se apoyan en que, según tradición, hubo quien logró hacer oro y vivió siglos; y aparte de esto, es opinión común entre los chinos siameses y otros orientales que algunos hombres, de quienes cuentan maravillas, hallaron medio de no morir sino de muerte violenta, y se escondieron del mundo para disfrutar de pacífica y libre vida” (16).
No es extraño que los orientales creyeran en el elixir de larga vida, cuando el mismo Descartes tuvo por cierto su descubrimiento y le atribuía virtud para prolongarla hasta quinientos años. Los fisiólogos occidentales no han resuelto aún el capital problema de la vida y de la muerte, pues ni siquiera en las causas del sueño concuerdan sus opiniones. ¿Cómo, entonces, se empeñan en poner límites a lo posible y definir lo imposible?
INFLUENCIA DE LA MÚSICA
Desde la más remota antigüedad se percataron los filósofos de la singular influencia de la músca en algunas enfermedades, sobre todo en las nerviosas. Kircher recomienda la música como medicina, pues en sí mismo experimentó sus curativos efectos valiéndose de un tímpano compuesto de cinco vasos de muy delgado cristal, dispuestos en fila y llenos de dos distintas clases de vino los dos primeros, de aguardiente el tercero, de aceite el cuarto y de agua el quinto, con los que producía cinco notas golpeando los bordes con el dedo. Los sonidos musicales tienen una propiedad de atracción que expele y se lleva en sus vibraciones la dolencia. Veinte siglos atrás ya se valía Asclepiades del sonido de una trompeta para curar la ciática, cuyo dolor cesaba por la vibración de las fibras nerviosas. Análogamente afirma Demócrito, que muchas enfermedades se curan al son de la flauta, y Mesmer empleaba en sus curas magnéticas el tímpano de Kircher.
A este propósito acude espontánemante a la memoria aquel pasaje de la Biblia, en que David aliviaba al son del arpa la melancolía de Saúl. Dice así:
Y con esto, cuando por permisión de Dios arrebataba a Saúl el espíritu maligno, tomaba David el arpa y la tañía con su mano, y Saúl se recobraba y se sentía mejor porque el espíritu maligno se iba de él (17).
El famoso filósofo escocés Maxwell se comprometió ante varias facultades de Medicina, a curar magnéticamente las más pertinaces calenturas, así como la epilepsia, impotencia, locura, lisiadura, hidropesía y otras enfermedades incurables.
Este mismo filósofo apunta en su Medicina Magnética, los siguientes aforismos entresacados de las enseñanzas cabalísticas y alquímicas.
“Lo que los hombres llaman alma del mundo es una vida tan ardiente, espiritual, veloz, brillante y etérea, como la misma luz. Es un espíritu vital que está en todas partes y por doquiera es el mismo... La materia no puede actuar si no está vivificada por este espíritu que mantiene todas las cosas en su peculiar condición. En la naturaleza está libre este espíritu de todo obstáculo, y quien sabe infundirlo en un cuerpo a propósito, posee un tesoro superior a toda riqueza.
“Este espíritu es el lazo común entre todos los ámbitos de la tierra y alienta en todo y a través de todo (adest in mundo quid commune omnibus mextis, in quo ipsa permanent).
“Quien conoce este universal espíritu de vida y sus aplicaciones evita todo daño.
“Si puedes aprovecharte de este espíritu e infundirlo en determinado cuerpo llevarás a cabo los misterios de la magia.
“Quien sepa actuar en los hombres por medio de este espíritu universal curará las enfermedades a la distancia que le plazca.
“Quien sepa vigorizar el espíritu particular, por medio del universal, podrá prolongar su vida hasta la eternidad.
“Los espíritus se comunican entre sí por sus emanaciones, aunque estén distantes unos de otros. Esta comunión recíproca es la aterna e incesante radiación de un cuerpo a otro. Pero no es posible hablar de esto sin peligro, porque motivaría abominables abusos”.
Veamos ahora cómo abusan de las facultades magnéticas algunos médiums saludadores. Para que la curación merezca este nombre, requiere confianza en el enfermo o salud robusta y voluntad enérgica en el saludador. La esperanza fortalecida por la fe basta para que uno mismo venza toda condición morbosa. La tumba de un santo, una reliquia, un talismán, un pedazo de papel o una prenda de ropa que haya estado en manos del saludador, un remedio secreto, una penitencia o ceremonia, la imposición de manos o una fórmula pronunciada de intento, producen los mismos efectos curativos, pues todo depende del temperamento, de la imaginación y de la confianza en recobrar la salud. En infinidad de ocasiones el médico, el sacerdote o la reliquia cobraron la fama de curaciones debidas exclusivamente a la fe del paciente. A la enferma de flujo de sangre que tocó su túnica, le dijo Jesús: “Tu fe te ha salvado”.
INFLUENCIA DE LA MENTE
La influencia de la mente sobre el cuerpo físico es tan poderosa, que en todas épocas realizó prodigios. A este propósito dice Salverte: “¡Cuán inesperadas, súbitas y portentosas curaciones ha realizado la imaginación! Las obras de medicina rebosan de ejemplos de esta índole, que se diputarían por milagrosos” (18). Si el enfermo no tiene fe y es físicamente pasivo y negativo, pero en cambio el saludador es enérgico, sano, positivo y resuelto, la enfermedad puede quedar vencida por la imperiosa voluntad con que consciente o inconscientemente atrae el fluido universal de la naturaleza y restablece el perturbado equilibrio del aura del paciente. Para ello puede auxiliarse de un crucifijo, como hizo Gassner, o imponer las manos, como el zuavo Jacob y el norteamericano Newton, o dar el mandato de viva voz como Jesús y algunos apóstoles; pero el procedimiento es el mismo en todos los casos, y determina la curación efectiva sin dejar reliquias morbosas.
En cambio, cuando quien está físicamente enfermo intenta curar, no sólo fracasa en el empeño, sino que agrava la dolencia y le quita al paciente las pocas fuerzas que pueda tener. Gracias al saludable magnetismo de Abigail restauró su decaído vigor el anciano rey David (19) y los tratados de medicina refieren que una señora inglesa se vigorizó a expensas de dos jovencitas. Los sabios antiguos, cuyo ejemplo en este punto siguió Paracelso, según él mismo nos dice en sus obras, curaban las enfermedades aplicando un organismo sano a la parte afectada. Si una poderosa inferma intenta curar a otra, podrá tener suficiente fuerza para modificar, remover o transformar la dolencia en otra que aparecerá poco tiempo después de creerse curado el enfermo.
Pero si el saludador está moralmente enfermo, serán los resultados incomparablemente peores, porque mucho más fácil es curar las enfermedades del cuerpo que las del ánimo. Los misteriosos fenómenos de Morzine, Cevennes y de los jansenistas son todavía tan incomprensibles para los fisiólogos como para los psicólogos. Si el don de profecía, el histerismo y las convulsiones pueden comunicarse por contagio, otro tanto ocurre con los vicios, y en este caso el saludador comunica al paciente, o mejor dicho, a la víctima la ponzoña moral de que tiene inficionados corazón y mente, pues contamina con su fuerza magnética y profana con su mirada al infeliz sujeto pasivamente receptivo que está bajo el poder del saludador, como pajarillo fascinado por la serpiente. Incalculable es el daño que pueden acarrear tales médiums saludadores, cuyo número pasa de centenares.
Pero hay saludadores virtuosos que contra el malicioso escepticismo de sus adversarios allegaron histórica nombradía, como, entre otros, los clérigos de Ars, Lyon y Klorstele, Jacob, Newton, Gassner y el palurdo irlandés Valentín Greatrakes, protegido de Roberto Boyle, presidente de la Real Sociedad de Londres, en 1670 (20).
Indefinidamente podríamos prolongar la lista de testimonios que desde Pitágoras a Eliphas Levi, sin distinción de categorías, declaran que el vicioso es incapaz de poderes mágicos, pues únicamente “los limpios de corazón verán a Dios”, o lo que tanto vale, recibirán el divino don de curar las dolencias corporales bajo la segura guía de las entidades invisibles para apaciguar el conturbado ánimo de sus hermanos, porque no pueden manar aguas salutíferas de emponzoñada fuente ni los dorados racimos maduran entre espinas ni los cardos dan regalado fruto. Para los limpios de corazón nada tiene de sobrenatural la magia, sino que es una ciencia de cuyas ramas no es la menor el exorcismo de malignos espíritus, tan cuidadosamente aprendido por los iniciados. A este propósito dice Josefo, que “la virtud de expeler los demonios del cuerpo humano es ciencia útil y saludable para los hombres” (21).
EL FENOMENISMO
Los precedentes bosquejos nos inducen a preferir las enseñanzas antiguas a las teorías modernas, respecto a las leyes de relación entre los mundos y de las facultades potenciales del hombre. Si bien los fenómenos de índole psíquicofísico despiertan el interés de los materialistas y dan, si no prueba plena, por lo menos vehemente indicio de la supervivencia del alma, es muy discutible la conveniencia o inconveniencia de dichos fenómenos en cuanto a sus beneficiosos o nocivos efectos, porque fanatizan a los ansiosos de comprobar la inmortalidad, y como dice Stow, los fanáticos están dominados por la imaginación y no por el juicio.
Indudablemente, los aficionados al fenomenismo pueden alabarse de no pocas dotes, pero carecen de discernimietno espiritual. El famoso clarividente norteamericano A. J. Davis descubrió en sus exploraciones por la tierra vernal unos seres llamados diakas, de quienes dice que se complacen extraordinariamente en las simulaciones, imposturas y trampas; que desconocen los sentimientos de justicia, filantropía, ternura y gratitud, y lo mismo son para ellos las palabras sagradas que las profanas, el amor que el odio, aparte de su loca afición a los lirismos y un egoísmo desenfrenadísimo que les mueve a considerar la aniquilación como el término de toda vida que no sea la suya. En reciente ocasión, uno de estos diakas se comunicó con el nombre de Swedenborg por mediación de una señora, y dijo: “Todo cuanto ha sido, es, será o puede ser, eso soy yo. La vida individual es tan sólo el conjunto de latidos pensantes que en su progresiva ascensión se precipitan en el corazón de la eterna muerte” (22).
Porfirio habla en sus obras (23) de estos seres, y dice: “Con el directo auxilio de estos malvados demonios se llevan a cabo toda clase de hechicerías, y los hombres que con hechicerías dañan a sus semejantes tributan mucho honor a esos malvados demonios y especialmente a su caudillo (24). Pasan estos espíritus el tiempo engañándonos con multitud de ilusorios prodigios, pues ambicionan que se les tenga por dioses y a su caudillo por el supremo dios” (25).
No pocos médiums degradan hoy la antigua teurgia por no advertir que, como dice Jámblico, no es lícito entregarse a operaciones fenoménicas sin previos y prolongados ejercicios de purificación moral y física bajo la guía de un experto teurgo, pues con rarísimas excepciones, siempre que una persona enflaquece o engruesa en demasía o se levanta en el aire, está de seguro obsesa por espíritus malignos (26).
Todo en este mundo tiene su coyuntura de lugar y tiempo, y aunque una verdad esté apoyada en las más incontrovertibles pruebas, no arraigará en las mentes a menos que se exponga en tiempo oportuno, como planta sembrada en la estación conveniente, y así dice con acierto Cooke que “la época ha de estar dispuesta”. Hace treinta años hubiera muerto esta modesta obra en el vacío, por la índole de las materias en ella tratadas; pero hoy merece alguna atención lo que entonces se consideraba absurdo, porque los modernos fenómenos están comprobados científicamente y se reproducen con cada día mayor frecuencia, no obstante sus deficiencias y las burlas de los materialistas. Por desgracia, si las manifestaciones psíquicas aumentan en su aspecto fenoménico, nada adelantan en el orden espiritual e intelectual, pues el discernimiento filosófico sigue siendo entre los amigos del fenómeno tan nulo como siempre.
LAS COMUNICACIONES
De los autores espiritistas contemporáneos, ninguno tan estimable porsu sinceridad y cultura como el norteamericano sargent, cuya monografía: Prueba palpable de la inmortalidad, sobresale entre las obras de su índole; mas no obstante su indulgencia y buena disposición para con los médiums, se expresa en los siguientes términos: “La habilidad con que los espíritus suplantan en sus comunicaciones a personas difuntas, nos mueve a preguntar hasta qué punto podemos asegurarnos de la identidad del comunicante, cualesquiera que sean las pruebas aducidas. No tenemos el suficiente grado de conocimiento para responder con entera seguridad a esta pregunta... Muchos enigmas hay todavía en las palabras y actos de los espíritus materializados, cuya inmensa mayoría son de tan embotada inteligencia como sus congéneres de este mundo”.
Ahora preguntaremos nosotros cómo se explica esa falta de inteligencia si son espíritus humanos, pues o los espíritus humanos inteligentes no pueden materializarse, o los espíritus que se materializan no son humanos, sino, como insinúa Sargent, espíritus elementarios o aquellos demonios que, según Platón, de acuerdo con los magos persas, ocupan un lugar intermedio entre los dioses y los mortales. Buen número de testimonios, entre ellos el de Crookes, aseveran que los espíritus materializados hablan con voz perceptible al oído; pero los antiguos atestiguan que la voz de los espíritus humanos no es ni puede ser articulada, sino un profundo suspiro. Por lo tanto, más crédito merecen los antiguos con su secular experiencia en las prácticas teúrgicas, que los modernos espiritistas sin otra prueba para fundamentar su opinión, que las comunicaciones de espíritus difíciles de identificar. Algunos médiums han provocado la aparición de esas supuestas formas humanas, que ni una sola vez dejaron de expresar en sus comunicaciones ideas vulgarísimas, cual circunstancia debiera llamar la atención de aun los más incultos espiritistas. Si es posible que hablen los espíritus (y lo mismo pueden hablar los sabios que los ignorantes) ¿por qué no hay espíritu cuya comunicación oral se aproxime siquiera en valía a las comunicaciones recibidas por escritura directa? Bien dice Sargent que todavía no sabemos hasta qué punto está limitada la actuación del espíritu por las condiciones psíquico-físicas del médium (27).
Si los espíritus que se materializan fuesen los mismos que dan comunicaciones escritas, no desbarrarían como desbarran en el primer caso, mientras nos dan sublimes enseñanzas filosóficas en el segundo, pues en ambos se comunican por médiums cuyas condiciones psíquicas debieran influir igualmente en ellos. El nivel intelectual de los médiums materializantes no es mayor ni menor que el de los campesinos y obreros cuya congénita inspiración puso en sus labios sublimes y profundas ideas, como por ejemplo los casos de Boehme, Davis y los niños de Cevennes. Puesto que los espíritus se valen de los órganos vocales del médium para la comunicación oral, no les habría de ser difícil expresarse según conviene al talento, educación y cultura del personaje cuya personalidad se atribuyen, en vez de incurrir en vulgaridades y no pocas veces en despropósitos. Dice Sargent, alentado por la esperanza, que la ciencia espírita está todavía en mantillas, pero que promete esclarecer con el tiempo esta cuestión. Sin embargo, no creemos que la luz brote de las tinieblas de los gabinetes mediumnímicos (28).
Es ridículo exigirles a los investigadores psíquicos título de bachilleres en artes y ciencias, pues la experiencia enseña que los intelectuales científicos no siempre aciertan en cuestiones de franca sinceridad y buen sentido. Nada ciega tanto como el fanatismo, que todo lo mira unilateralmente, y ejemplo de ello tenemos en lo concerniente a los fenómenos psíquicos y mágicos de tiempos antiguos y modernos. Miles de testigos fidedignos llegados de Oriente afirman haber presenciado las maravillas obradas por rudos fakires, cheikos, derviches y lamas, sin valerse de aparato alguno ni estar en connivencia con nadie, cuales fenómenos contradecían los principios científicos de suerte que indicaban la existencia de muchas fuerzas naturales todavía ignoradas, pero indudablemente dirigidas por entidades superiores al hombre.
OBSTINACIÓN ESCÉPTICA
Sin embargo, los científicos contemporáneos, las inteligencias cultas, han repugnado tan numerosos testimonios y ni siquiera rindieron su escepticismo ante las investigaciones de Hare, Morgan, Crookes, Wallace, Gasparín, Thury, Wagner, Butlerof y otros. Las personales experiencias de Jacolliot en los fakires indos y las dilucidaciones psicológicas del profesor ginebrino Perty no quebrantaron su incredulidad, como tampoco les conmueve el anhelante clamoreo de las gentes en demanda de pruebas de la existencia de Dios, del alma y de la eternidad. A tan vehementes súplicas responden los científicos con el intento de borrar el menor vestigio de espiritualidad, pero nada levantan ni edifican. Dicen que puesto que no encuentran en sus retortas y crisoles huella alguna inmaterial, todo cuanto no sea materia forzosamente ha de ser ilusorio y quimérico. La misma iglesia cristiana se ve precisada a demandar auxilio a la ciencia en estos prejuiciosos tiempos de frío raciocinio. Credos edificados sobre arena y aparatosos dogmas sin fundamento sólido se derrumban arrastrando en su caída a la verdadera religión; pero el ansia de demostrar la existencia de dios y la vida futura sigue tan tenaz como siempre en el corazón del hombre. En vano intentarán los sofismas científicos acallar la voz de la naturaleza, aunque hayan emponzoñado las puras aguas de la fe sencilla y removido el fango del manantial en que como en un espejo se miraba la humanidad. Al Dios antropomórfico de nuestros antepasados han sucedido monstruos antropomórficos, y lo que todavía es peor, el reflejo de la humanidad en las cenagosas aguas cuyas ondas restituyen las falseadas imágenes de la verdad. Dice el reverendo Brooke Herford, que no necesitamos milagros, sino pruebas palpables del espíritu, y estas pruebas las pide más bien la humanidad a la ciencia que a los profetas, porque presiente como si con el tiempo hayan de descubrir los investigadores las señales de la Divinidad en los más recónditos escondrijos de la creación. Allí están las señales y, frente a ellas, los titanes científicos que han depuesto a Dios de su escondido trono para poner en su lugar un protoplasma.
En la Asamblea celebrada en Edimburgo por la Sociedad Birtánica el año 1871, dijo Sir William Thomson: “La ciencia está obligada por las eternas leyes del honor a afrontar sin miedo cuantos problemas demanden solución”. A su vez Huxley dice que “en lo concerniente a los milagros, la palabra imposible no tiene aplicación en los problemas filosóficos”. Por su parte, el insigne Humboldt opina que “más nocivo que la misma incredulidad es el presuntuoso escepticismo que rechaza los hechos sin detenerse a examinar si son o no verdaderos”.
Los científicos han delatado la falsedad de sus propias enseñanzas, al desdeñar la coyuntura que las comunicaciones con Oriente les deparaban de investigar personalmente los fenómenos aseverados por los viajeros. Jamás se atreverán los fisiólogos a resolver tan trascendental cuestión del pensamiento humano, observando en el Tíbet o la India las maravillas de los fakires; y si alguno se aventurase allá como solitario peregrino, para presenciar los más estupendos prodigios de la creación, de seguro que sus colegas no darían crédito a sus palabras.
Ocioso fuera enumerar de nuevo los hechos tan sólidamente establecidos por otros autores. Wallace y Howitt (29) han puesto repetidas veces los mil errores en que por su escepticismo incurrieron las sociedades científicas de Francia e Inglaterra. Así Cuvier no dio importancia al fósil exhumado en 1828 por el geólogo francés Boué, creído de que era imposible hallar esqueletos humanos a veinticinco metros de profundidad en el limo del Rhin. La Academia Francesa rechazó en 1846 las aserciones de Boucher de Perthes, respecto al hallazgo de armas de pedernal en los terrenos de aluvión del Norte de Francia, confirmado en 1860 por los geólogos. También se recusó en 1825 el testimonio de Mac Enery, referente al descubrimiento de instrumentos de sílex y fósiles en la caverna llamada Agujero del Kent (30). En 1840 corrieron igual suerte las afirmaciones de Godwin Austen sobre el mismo punto. Todas estas burlonas demasías del escepticismo científico se revolvieron contra sus autores cuando en 1865 quedaron confirmados plenamente los testimonios de cuarenta años, demostrando que los hechos excedían en maravilla a la misma realidad. Después de esto, ¿quién será tan cándido que crea en la infabilidad de la ciencia? No hemos de maravillarnos de la falta de valor moral de algunos recalcitrantes miembros de la colectividad científica.
De este modo se fueron desacreditando uno tras otro los hechos aducidos. Por doquiera se escuchan quejumbrosas exclamaciones de los académicos que dicen: “Muy poco conocemos de psicología”. “Preciso es confesar que apenas sabemos nada, si acaso sabemos algo, de fisiología”. “No hay ciencia de tan incierta base como la medicina”. “Nada sabemos aún del supuesto fluido nervioso”. Entretanto se repudian por ilusorios o se desdeñan por inútiles los fenómenos más interesantes de la naturaleza, cuya explicación sólo puede darnos la psicofícia; y lo que todavía es peor, cuando un sujeto hipnótico ofrece los más culminantes caracteres de las naturales, aunque ocultas, facultades psíquicas, en vez de servir honradamente de experimentación y de estudio, tropieza con los obstáculos que le opone algún pseudo sabio para enredarle entre las mallas de la justicia. No es ciertamente este procedimiento el más a propósito para estimular las investigaciones.
LÁMPARAS ALQUÍMICAS
Así se explica, por ejemplo, que no tenga crédito en 1876 el testimonio dado en 1731 acerca de un hecho ocurrido durante el pontificado de Paulo III. Si a los científicos se les dice que los romanos mantenían encendidas por muchos años las lámparas sepulcrales, alimentadas con la oleaginosidad del oro, y que una de estas lámparas se encontró ardiendo todavía al cabo de mil quinientos cincuenta años (31) en la tumba de Julia, hija de Cicerón, no querrán creerlo hasta convencerse por sus propios ojos de la posibilidad del hecho, con lo que también pueden recusar el testimonio de los filósofos antiguos y medioevales. Les parecerá asimismo sospechosa la resurrección de los fakires después de treinta días de haber sido enterrados vivos, y tendrán por patraña el hecho de que algunos lamas se infieran heridas de mortal apariencia hasta el punto de enseñar las entrañas, y sin embargo, se las curen casi instantáneamente.
No es extraño que las gentes recelosas del testimonio de sus propios sentidos, en cuanto a fenómenos realizados en su mismo país, repugnen los relatos de los viajeros y las narraciones contenidas en obras clásicas; pero no se concibe la terquedad de las Academias, que después de las lecciones recibidas persisten en ofuscar sus dictámenes con palabras enemigas de la verdadera ciencia. La magia puede replicar a los científicos con la voz de Dios que le decía a Job desde el torbellino: “¿En dónde estabas tú cuando eché los cimientos de la tierra? Responde si comprendiste. Y ¿quién eres tú para atreverte a decir a la naturaleza: de aquí no pasarás?”
Pero nada importa que nieguen, porque ni aun cuando su escepticismo fuese mil veces más mordaz, impedirían la efectuación de fenómenos en todos los ámbitos del mundo, y seguirán los fakires levantándose de sus temporáneas tumbas y los lamas no tendrán reparo en herirse y mutilarse el cuerpo sin dolor y continuarán ardiendo perpetuamente las lámparas de los sepulcros indos, japoneses y tibetanos. Tampoco dejarán por ello de servir de testimonio las maravillas presenciadas en Egipto por el capitán Lane, los experimentos de Napier y Jacolliot, en Benarés, y las levitaciones de personas en pleno día (32).
DURACIÓN DE LAS LÁMPARAS
Entre las tachadas de quimeras alquimistas se encuentran las lámparas perpetuas (33) de cuya autenticidad podemos dar personal testimonio. Tal vez alguien pregunte en qué nos fundamos para afirmar la perpetua ardencia de estas lámparas, puesto que sólo nos fue posible examinarlas durante tiempo limitado; pero a esto responderemos que afianza nuestra afirmación el conocimiento de la ley natural aplicable a este caso, aparte de la manera de construirlas y de los ingredientes empleados en el combustible de alimentación. Por lo que toca a las explicaciones del lugar y modo de adquirir este conocimiento, será preciso que los críticos se tomen para ello el trabajo que nos tomamos nosotros. Conviene advertir, sin embargo, que ninguno de los ciento setenta y tres autores que trataron de este asunto afirmó la duración eterna de las lámparas, sino su duración por tiempo indefinido, que en algunos casos alcanzó a muchos siglos; pues si hay ley natural que permita la ardencia de una lámpara durante diez años, sin necesidad de alimentarla, asimismo, por virtud de la propia ley, puede seguir ardiendo cien mil años (34).
Los egipcios, padres de la química (35), se atribuyen la invención de estas lámparas, no sin fundamento, pues en dicho país fue mucho más frecuente su empleo a favor de su religiosa creencia en que el alma astral del difunto vagaba alrededor de la momia durante los tres mil años del ciclo de necesidad, ligada por el hilo magnético que sólo podía romper su propio esfuerzo, y así confiaban los supervivientes en que la siempre encendida lámpara, símbolo del incorruptible e inmortal espíritu, favorecería la ruptura de los lazos que sujetaban al alma astral a los mortales despojos y la impelería a reunirse con el divino Yo.
Generalmente se colocaban estas lámparas en los sepulcros de las familias acomodadas, y dice Liceto que en su época se encontraron encendidas al abrir las tumbas, pero se apagaban al punto a consecuencia de la profanación. Tito Livio, Buratino y Schatta (36) refieren el hallazgo de muchas lámparas en los subterráneos de Menfis. Por su parte nos dice Pausanias que en el templo de Minerva, de Atenas, había una lámpara, obra maestra de Calímaco, que ardía todo el año. Plutarco afirma (37) que en el templo de Júpiter Amón vio otra lámpara que, según le aseguraron los sacerdotes, ardía durante años enteros, a pesar del viento y de la lluvia. San Agustín menciona también otra lámpara existente en el templo de Venus, que ofrecía las mismas singularidades. Kedreno, dice a su vez que en Edessa se encontró una lámpara oculta en el vano de una puerta, que estuvo ardiendo durante quinientos años. Pero de todas estas lámparas, la más prodigiosa es la que, según refiere Olivio Máximo de Padua, se encontró cerca de Ateste y que Escardonio describe en los términos siguientes: “En una urna de alfarería estaba contenida otra menor y dentro de ésta ardía una lámpara que con un licor purísimo encerrado en dos frascos, uno de oro y otro de plata, por todo alimento, mantenía su luz durante 1.500 años. Los frascos pasaron para su custodia a manos de Francisco Maturancio, quien los estima de subidísimo precio"”(38). Dando de mano a exageraciones y prescindiendo de la gratuita negación de la ciencia moderna acerca de la posibilidad de estas lámparas, cabe preguntar si en el caso de haberse conocido en la época de los “milagros”, debe distinguirse entre las encendidas ante los altares cristianos y las que ardían ante las imágenes de Júpiter, Minerva y otras divinidades paganas. Según algunos teólogos, las lámparas de los altares cristianos tenían virtud milagrosamente divina, al paso que las paganas debían su luz a los artificios del diablo, y en estas dos agrupaciones se clasificaban las lámparas, según dicen Kircher y Liceto. La de Antioquía, que durante 1.500 años ardió al aire libre en la plaza pública, sobre la puerta de una iglesia, se mantenía, al decir de los teólogos, por el poder de Dios que había dado perpetua luz a tan infinito número de estrellas, mientras que las lámparas paganas, según asevera San Agustín, eran obra del demonio que trata de engañar al hombre por diversidad de medios; como si nada fuese más fácil para Satanás que deslumbrar con un relámpago de luz o una brillante llama a quienes entran por vez primera en una cripta sepulcral. Así lo aseguraba el vulgo de los cristianos cuando en el reinado de Paulo III, al abrir una tumba de la vía Apia, se encontró el cadáver de una doncella flotante sobre un terso licor que la había preservado de la corrupción hasta el punto de aparecer como dormida. A los pies del cadáver ardía una lámpara que se apagó al abrir la tumba, de cuya inscripción pudo colegirse que en enterramiento era de la hija de Cicerón, muerta 1.500 años antes (39).
COMBUSTIBLES PERPETUOS
Niegan los químicos la posibilidad de las lámparas perpetuas, alegando que toda combustión requiere consumo de combustible; pero los alquimistas replican diciendo que no siempre el fuego procede de las combustiones químicas, pues hay substancias que no sólo resisten la ardencia de la llama sin consumirse, sino que ni aire ni agua las extinguen. El autor de un tratado de química, impreso en 1700 con el título de NEKPOKHAEIA, refuta las afirmaciones de los alquimistas, y aunque niega la posibilidad de las lámparas perpetuas, se inclina a creer que ardan algunas durante siglos. Por otra parte, tenemos el testimonio de multitud de alquimistas cuya prolongada experiencia les convenció de la posibilidad del fuego perpetuo.
Conocieron los alquimistas preparaciones especiales de oro, plata y mercurio, de índole parecida a las de nafta, petróleo y otros minerales combustibles, así como los aceites de alcanfor y de ámbar, el amianto (lapis asbestos), el ciprio (lapis carystius) y el creto (linum vivum), que emplearon como combustibels de las lámparas perpetuas. Según los alquimistas, el oro es el mejor pábulo por su maravillosa llama, aparte de que entre todos los metales es el que menos se gasta al fundirse y reabsorbe su misma destilación aceitosa, según va ésta exhalándose, para alimentar de tal suerte su propia llama. Aseguran los cabalistas que Moisés aprendió este secreto de los egipcios y que la lámpara del tabernáculo era perpetua, según se infiere del siguiente pasaje:
Manda a los hijos de Israel que te traigan el aceite más puro de los árboles de olivas, sacado a mortero, para que arda siempre la lámpara (40).
También niega Liceto que las lámparas perpetuas contuvieran preparaciones metálicas, pero en cambio dice en la misma obra que un compuesto de mercurio, filtrado siete veces por arena blanca puesta al fuego, sirvió para fabricar lámparas que ardían continuamente. Por otra parte, tanto Maturancio como Citesio afirman que este resultado puede obtenerse por procedimientos químicos, pues el licor de mercurio fue ya conocido de los alquimistas, que le dieron los nombres de aqua mercurialis, materia metallorum, perpetua dispositio, materia prima artis y oleum vitri (41).
TELAS DE ASBESTO
El asbesto llamado ... (inextinguible) por los griegos, es una piedra que, según dicen Plinio y Solino, no puede apagarse una vez encendida. Alberto el Magno la describe diciendo que es del color del hierro y se la encuentra principalmente en Arabia, cubierta de una capa oleaginosa apenas perceptible, que se inflama en cuanto se le acerca una luz. Los químicos han intentado en vano extraer dicho aceite del asbesto, pero de ello no cabe inferir que la operación sea imposible, y si se lograra no habría duda alguna de si dicho aceite puede dar llama continua. Justamente se vanagloriaron los antiguos de poseer este secreto, por cuanto en nuestros mismos días han obtenido el mismo resultado algunos experimentadores. Dicen unos químicos que el líquido extraído de la piedra en sus pruebas es de consistencia acuosa más bien que oleaginosa, incapaz de combustión, al paso que otros aseguran que tan pronto como dicho líquido se exponía al aire libre quedaba tan espeso que difícilmente se liquidaba y al encenderlo otra vez se convertía en humo sin dar llama. En cambio, las lámparas de los antiguos ardían con pura y brillante llama sin la más mínima traza de humo. Kircher indica la posibilidad de extraer y purificar dicho aceite, aunque por lo difícil de la operación cree únicamente que pueden llevarla a cabo los adeptos superiores de la alquimia.
Luis Vives refuta la opinión de San Agustín en cuanto a los artificios del diablo y demuestra (42) que las operaciones mágicas, por estupendas y prodigiosas que parezcan, son resultado de la industria humana y del profundo estudio de los secretos de la naturaleza. Por otra parte, Podocataro (43) tenía una tela fabricada con otra especie de asbesto que Porcacio (44) dice haber visto en casa de aquél. Plinio llama a esta clase de tela linum vinum, y también lino de la India, diciendo que se fabrica con una especie de lino (asbeston o asbestinum), que una vez tejido puede limpiarse con sólo echarlo en el fuego. Añade este autor que el asbesto es tan valioso como las perlas y los diamantes, porque además de su escasez resulta de muy difícil textura a causa de sus cortas fibras. Una vez aplanado con un martillo se le macera en agua caliente, y luego de seco pueden hilarse y tejerse sus fibras como las del lino. Plinio asegura haber visto muchas telas fabricadas de esta materia y presenciado un experimento en que se las limpió por medio del fuego. También dice Porta que cierta señora cipriota, residente en Venecia, tenía una tela de esta clase y califica de secretum optimum estas manipulacioens alquímicas.
En su descripción de las curiosidades del Colegio Gresham, en el siglo XVII, dice el doctor Grew que se perdió el procedimiento textil de las telas de asbesto; pero esto no parece probable por cuanto en el Museo Septalio hay hilos, cuerdas, laminillas y otras labores de asbesto corresponidentes al año 1726, y algunos de dichos objetos los elaboró el mismo Septalio, según afirma Greenhill, quien dice a este propósito: “Parece opinión de Grew que el lapis asbestinus y el amianthus son una misma materia, y la llama piedra filamentosa porque su masa está compuesta de hilos paralelos, de un cuarto de pulgada a pulgada de longitud, tan lustrosos y finos como los del capullo de seda y tan flexibles como los del lino o del cáñamo (45). El secreto no se ha perdido enteramente, pues todavía se guarda en algunos monasterios budistas de la China y del Tíbet. En un convento de religiosas talapinas vimos una túnica amarilla, por el estilo de las de los monjes budistas, que al cabo de dos horas de estar en un gran brasero la sacaron tan limpia como si la hubiesen lavado con jabón.
Después de numerosos ensayos se le han podido dar a esta materia diversas aplicaciones industriales, entre ellas la de telas incombustibles, uno de cuyos principales centros de comercio es Nueva York, que suministra el mineral en haces parecidos a madera seca. La variedad más fina de asbesto es la que los antiguos llaman ..... (inmaculado) a causa de su blanco y sedoso lustre.
PABILOS DE AMIANTO
También hacían los antiguos el pabilo de las lámparas perpetuas con la piedra lapis carystius, muy abundante en la ciudad de Carystos, cuyos habitantes, según dice Mateo Radero (46), bataneaban e hilaban esta piedra filamentosa para tejer mantos, manteles y otras prendas por el estilo, que se echaban al fuego para limpiarlos cuando estaban sucios, en vez de lavarlos con agua. Pausanias (47) y Plutarco (48) aseguran que de esta iedra se fabricaban los pabilos de las lámparas; pero dice el segundo que en su tiempo ya no se encontraban piedras de asbesto. Liceto opina que las lámparas perpetuas de los antiguos sepulcros carecían por lo general de pabilo, si bien Luis Vives afirma que, por el contrario, vio muchas con él.
Por otra parte, liceto se muestra firmemente convencido de que los pabilos pueden ser de tal naturaleza, que duren muchísimo tiempo y resistan el fuego, de modo que en vez de consumirse queden retenidos como por una cadena.
Tomás Brown, al hablar de las lámparas perpetuas (49), colocadas en angostísimos recintos, dice que deben su virtud a la pureza del aceite sin emanaciones fuliginosas capaces de sofocar la llama, pues si las hubiese alimentado el aire, de seguro se consumiera el comburente. A este propósito pregunta dicho autor: “¿se ha perdido el arte de preparar este aceite inconsumible?”. No por cierto, y el tiempo lo probará, aunque todo cuanto sobre ello escribimos ahora desapareciera como otras muchas verdades.
Dice la ciencia que la observación y el experimento son sus únicos medios de investigación. Concedido. Pero ¿no son bastantes tres mil años de observación de hechos para demostrar las facultades ocultas del hombre? Y en cuanto a la experiencia, ¿qué mejor coyuntura que la deparada por los fenómenos modernos? En 1869, la Sociedad Dialéctica de Londres invitó a varias eminencias científicas a la investigación de los fenómenos. Véase cómo respondieron algunos de ellos:
Huxley.- “No tengo tiempo para semejante investigación, que me sería muy molesta y trabajosa, a menos que difiriese de las de su género. No me interesa el asunto, ni aun suponiendo que los fenómenos fuesen verdaderos”.
Lowes.- “Quien diga que estos fenómenos dependen de leyes físicas desconocids, se confiesa desde luego conocedor de esa mismas leyes”.
Tyndall.- “Dudo del éxito de los fenómenos en la sesión a que yo asistiese, pues mi presencia parece como si produjera confusión en todos.
Carpentier.- “Por experiencia personal estoy convencido de que entre los fenómenos espiritistas hay muchas imposturas y no pocas ilusiones, aunque también los hay del todo legítimos y dignos de estudio... Sin embargo, la causa de estos fenómenos no es externa, sino que depende de la condición subjetiva del individuo, quien actúa de acurdo con ciertas leyes fisiológicas ya conocidas. La modalidad a que llamo cerebración inconsciente interviene de manera muy principal en la producción de los fenómenos espiritistas” (50).
Esto por lo que a los sabios ingleses se refiere. Los norteamericanos no llegaron a más. En 1857, la Universidad de Harvard previno al público contra las investigaciones psíquicas, por corruptoras de la moralidad y degradantes de la mente, por su contaminadora influencia que menoscaba la veracidad en el hombre y la pureza en la mujer. Posteriormente, cuando el insigne químico Hare, arrostrando la preocupación general estudió el espiritismo y abrazó sus doctrinas, fue descalificado por sus colegas. En 1874 un periódico neoyorquino invitó a los más notables científicos del país a la investigación de los fenómenos espiritistas; pero todos se excusaron en connivencia, como visitante que rehusa quedarse a comer cuando el dueño de la casa le convida. Sin embargo, a pesar de la indiferencia de Huxley, de la socarronería de Tyndall y de la cerebración inconsciente de Carpenter, no faltaron científicos de igual valía que se rindieron a la evidencia de los testimonios en esta debatida materia de investigación. A este propósito, un autor tan distanciado del espiritismo como Draper, dice: “En todos los países y en todas las épocas creyeron no solamente los labriegos, sino también las personas cultas, que los espíritus de los difuntos vienen algunas veces a visitar a los vivos y a frecuentar sus antiguas moradas... Si de algo ha de valer el testimonio humano en este punto, tenemos desde los tiempos más remotos hasta nuestros días un cúmulo de pruebas tan numerosas e irrecusables cual pudieran apetecerse para invalidar todo intento de refutación” (51).
DIVERGENCIA DE OPINIONES
Desgraciadamente, el escepticismo científico tiene tal resistencia, que no le conmueven las pruebas por evidentes que sean, y a lo sumo admite únicamente las que convienen a su propósito. Digamos con el poeta:
“¡Oh vergüenza para la humanidad! Los diablos se entienden entre ellos. Tan sólo los hombres discrepan de las criaturas racionales” (52).
¿Cómo explicar tal divergencia de opiniones entre hombres que estudiaron en los mismos libros y bebieron en las mismas fuentes? Bien es verdad que no hay dos hombres que vean una misma cosa de igual manera, y así lo expone admirablemente el doctor Wilkinson en su carta a la Sociedad Dialéctica de Londres, cuando dice: “Mi experiencia en la investigación de varias doctrinas heterodoxas, que después se convirtieron en ortodoxas, me ha convencido de que casi todas las verdades dependen de nuestra disposición de ánimo, de nuestros afectos e íntimos sentimientos, por lo que la discusión y las investigaciones no dan otro resultado que alimentar dicha disposición de ánimo”. A esto podría añadirse la famosa máxima de Bacon: “Poca ciencia aleja de Dios y mucha ciencia acerca a Dios.
Carpentier pondera los progresos de la filosofía en nuestros tiempos, diciendo que nada repudia, por extraño que parezca, si está apoyado en pruebas válidas, mientras que se muestra inclinado a negar toda competencia filosófica y científica a los antiguos, no obstante las pruebas que la abonan tan válidamente como las aducidas por los científicos contemporáneos en pro de su mayor conocimiento.
Si, por ejemplo, nos fijamos en la electricidad y magnetismo, que tan famosos hicieron los nombres de Franklin y Morse, veremos que, seiscientos años antes de nuestra era, descubrió Tales de Mileto las propiedades eléctricas del ámbar, sin contar con que las investigaciones de Schweigger sobre simbología demuestran plenamente que los mitos antiguos se apoyaban en la filosofía natural, y que ya conocían la electricidad y el magnetismo los teurgos de Samotracia, cuyos misterios eran los más antiguos de que hay noticia, según nos dicen Diodoro de Sicilia, Herodoto y Sanconiaton (53).
Demuestra Schweigger que las principales ceremonias religiosas de la antigüedad entrañaban conocimientos hoy perdidos de filosofía natural, y que la magia se entremezclaba en los misterios hasta el punto de que los milagros de los teurgos gentiles, judíos o cristianos, indistintamente, derivaban de sus secretos conocimientos físico-alquímicos (54).
Por otra parte, Schweigger y Ennemoser han descubierto la simbólica identidad de los gemelos Dioskuris con los polos eléctricos y magnéticos, demostrando con ello el conocimiento que de las propiedades magnéticas tenían los sacerdotes antiguos. Según Ennemoser (55), se ha demostrado que muchos mitos, cuya significación antes no se comprendía, son ingeniosas al par que profundas expresiones de principios genuinamente científicos.
Los modernos experimentadores se deshacen en alabanzas a nuestro siglo por sus descubrimientos, y poco les falta para emular en sus floridas lecciones de cátedra a los trovadores medioevales. Los Petrarcas, Dantes y Tassos del día, al glorificar la materia, cantan la amorosa unión de los errantes átomos y el afectuoso intercambio de protoplasmas,, y lamentan la casquivana veleidad de las fuerzas que tan provocativamente juegan al escondite con los científicos en su dramática correlación. Proclaman a la materia única y autocrática soberana del infinito universo y la elevan al trono de la naturaleza del que depusieron al espíritu, su divorciado consorte. Pero olvidan que, sin el legítimo monarca, es el trono de la naturaleza como sepulcro blanqueado donde la corrupción anida. lA materia, purgación grosera del espíritu que la vivifica, es de por sí masa inerte cuyo movimiento demanda un manipulador inteligente de esa batería galvánica llamada vida.
SINCERIDAD DE JOWETT
¿En qué rama de conocimientos aventajan los modernos a los antiguos? Conviene advertir que entendemos por conocimiento la acabada expresión de las verdades de la naturaleza y de ningún modo las brillantes definiciones de los científicos, ni los minuciosos pormenores que dan nombres particulares a los nervios, arterias, fibras y células de hombres, animales y plantas.
Los modernos echan en cara a los antiguos su ignorancia de estos pormenores, y así los comentadores de Platón dicen que carecía de conocimientos anatómicos y se entretuvo en especular vanamente sobre la fisiología del cuerpo humano, cuyas funciones ignoraba, sin saber ni una palabra respecto a la transmisión nerviosa de las sensaciones. La idea platónica de que el cuerpo humano es un microcosmos o universo en miniatura, y por lo tanto ha de estar formado como éste de triángulos, es en extremo trascendental para que la comprendan los científicos escépticos, y no es extraño que parezca ridículamente absurda a sus traductores, con excepción de Jowett, quien en el prólogo puesto al Timeo advierte sinceramente que los científicos modernos no tienen en cuenta que las ideas de Platón les han servido de apoyo para elevarse a superiores conocimientos, y además, olvidan lo mucho que la metafísica antigua ha contribuido al progreso de la física moderna (56).
Si en vez de disputar sobre la falta de precisión científica del lenguaje de Platón, analizáramos detenidamente sus obras, encontraríamos sin ir más allá del Timeo el germen de todos los descubrimientos modernos. Allí se vislumbran la circulación de la sangre y la ley de gravedad, pues sabía Platón que la sangre es un fluido en constante movimiento, aunque, como dice Jowett, ignorara que sale del corazón por las arterias para regresar a esta entraña por las venas. Platón empleó el método sintético cuyo más acabado modelo es la geometría. En vano la ciencia moderna busca entre las alteraciones moleculares aquella Causa primera que Platón infirió del majestuoso movimiento de los mundos que le revelaban el vasto plan de la creación. Apenas atendían los filósofos antiguos a los minuciosos pormenores que han agotado la paciencia de los científicos modernos; y de ello resulta que si un alumno de segunda enseñanza sabe más que Platón en los pormenores, en cambio el menos aprovechado discípulo de este filósofo dejaría tamañito al más sabihondo académico moderno en lo concerniente a las leyes cósmicas y las fuerzas que tras ellas laten.
No echan de ver esto los traductores de Platón, porq ue están demasiado engreídos los modernos a expensas de los antiguos, cuyos errores fisiológicos y anatómicos se exageran para lisonjear el amor propio de nuestra época, obscureciendo el esplendor mental de pasados tiempos, como si con la imaginación agrandáramos las manchas del sol para eclipsarlo.
La poca eficacia de las investigaciones modernas está comprobada por la circunstancia de que, no obstante la multitud de pormenorizadas denominaciones científicas en los mineales, vegetales, animales y en el mismo organismo humano, nada pueden decir en concreto los más eminentes fisiólogos acerca de la fuerza vital que ocasiona las transformaciones en los reinos de la naturaleza. Para ello es preciso beber en fuentes distintas de las que alimentan a los científicos contemporáneos. Mucho valor profesional necesita quien reconoce la profundidad de conocimiento de los antiguos, en contra del corriente prejuicio tan inclinado a regatearles méritos, y gustosamente laureamos a científicos como Jowett (57) quien en su traducción de las obras de Platón reconoce que en la filosofía natural de los antiguos, considerada en armónico conjunto, se echa de ver:
FILOSOFÍA ANTIGUA
1.º Que los filósofos de la antigüedad aceptaban la teoría de las nebulosas. Por lo tanto, no puede derivarse, como asegfura Draper (58), de los descubrimientos astronómicos de Herschel.
2.º Que Anaxímenes sostuvo en el siglo VI antes de Jesucristo la teoría de la evolución, diciendo que los animales descendían de los primeros reptiles aparecidos en la tierra y que el hombre descendía de los animales, según enseñaban también los caldeos antes del diluvio
3.º Que los pitagóricos afirmaban la analogía de la tierra con los demás cuerpos celestes (59).
Así resulta que Galileo expuso unateoría astronómica ya conocida en la India desde la más remota antigüedad. Según ha demostrado Reuchlin, el astrónomo florentino estudió fragmentos de obras pitagóricas que todavía se conservaban en su época (60).
4.º Opinaban los antiguos que las plantas tienen sexo como los animales. Con ello vemos que los naturalistas modernos han seguido las huellas de sus predecesores.
5.º También enseñaban que las notas musicales están sujetas a número en dependencia de la tensión de la cuerda vibrante.
6.º Que las leyes matemáticas rigen el universo entero y aun suponían que del número se originaban las diferencias cualitativas.
7.º Negaban la aniquilación de la materia y sostenían que se transformaba en diversidad de aspectos (61).
Añade a esto Jowett que aunque algunos de los referidos descubrimientos no pasen de felices conjeturas, en modo alguno cabe atribuirlos a meras coincidenciasa (62).
En resumen, la filosofía platónica se distinguía por el orden, sistema y proporción de sus enseñanzas. Abarcaba la evolución de los mundos y de las especies, la transformación y conservación de la energía, la transmutación de las formas materiales y la eternidad de la materia y del espíritu. Desde este último punto de vista, la filosofía platónica supera de mucho a la ciencia moderna y corona la bóveda de su sistema con perfecta e inconmovible clave. Si tan cierto es que la ciencia ha progresado rápidamente en estos últimos tiempos, y si el moderno concepto de la naturaleza es más claro y preciso que el de los antiguos, ¿cómo quedan sin respuesta nuestras preguntas acerca del origen y condicionalidad de la vida? Si en los modernos laboratorios se acopia el fruto de la investigación experimental, que no conocieron los antiguos, ¿cómo no hemos adelantado un paso sino en caminos ya trillados antes de la era cristiana?; ¿cómo desde el punto culminante a que hemos llegado sólo vemos confusamente a lo lejos del alpino sendero del saber humano las gigantescas huellas de los primitivos exploradores?
Si tanto sobrepujan los modernos a los antiguos artífices, que nos devuelvan las perdidas artes de nuestros antepasados y con ellas los inalterables colores de Luxor y la púrpura de Tiro, el indestructible cemento de las Pirámides, las hojas de Damasco, las vidrieras de colores y el vidrio maleable. Y si la química industrial apenas rivaliza ni siquiera con los artífices de los comienzos de la Edad Media, ¿a qué alardear de descubrimientos que, según toda probabilidad, se conocían hace miles de años? Cuanto más progresan la arqueología y la filología, tanto más humillantes son para nuestra época sus descubrimientos y tanto más glorioso el testimonio a favor de los antiguos sabios, acusados hasta ahora de ignorantes y supersticiosos.
Muchísimo antes de que las carabelas del audaz genovés hendiesen las aguas del océano, ya habían dado las naves fenicias la vuelta al mundo para civilizar regiones hoy desiertas. La misma mano que trazó los planos de las pirámides de Egipto y otras obras hoy ruinosas en las márgenes del Nilo, erigió sin duda, según infieren los arqueólogos, el monumental Nagkon de Cambodge y grabó los jeroglíficos de los obeliscos y puertas de la población inda, recientemente descubierta en la Colombia británica por lord Dufferin, o en las ruinas de Palenque y Uxmal, en Centro América. Los restos que de las artes perdidas atesoramos en nuestros museos, hablan elocuentemente a favor de la civilización antigua y comprueban, vez tras vez, que las pasadas gentes enterraron con ellas diversidad de ciencias y artes no reavivadas en las retortas de la Edad Media ni en los crisoles de los laboratorios contemporáneos.
LA ÓPTICA DE LOS ANTIGUOS
Draper reconoce magnánimamente que los antiguos no dejaron de tener algunos conocimientos de óptica, y dice que las lentes convexas halladas en Nimrod prueban que conocían los instrumentos de amplificación (63). En cambio, otros escritores les niegan rotundamente este conocimiento. Sin embargo, el testimonio de los autores clásicos confirma la opinión de draper, pues Cicerón dice que vio toda la Ilíada escrita en una vitela que arrollada cabía en una cáscara de avellana. Además, Plinio asegura que Nerón llevaba un anillo con un cristalito a cuyo través veía desde lejos a los gladiadores. Mauricio poseía un instrumento llamado nauscópito con el cual columbraba las costas de África desde el promontorio de Sicilia. Wendell habla de un amigo suyo que tenía una sortija antiquísima con la imagen de Hércules tan minuciosamente esculpida, que con lentes de aumento se distingue el entrelace de los músculos y se pueden contar los pelos de las cejas. Rawlinson tenía una piedra de unos cinco centímetros de largo por dos de ancho, en que estaba grabado un tratado de matemáticas cuyo texto era imposible leer sin lentes. En el museo Abbott se conserva un anillo procedente de Cheops, que según cómputo de Bunsen data del año 500 antes de J. C., y cuyo sello, del tamaño de un cuarto de dólar, tiene un grabado imperceptible a simple vista. También hay en Parma la piedra de una sortija perteneciente a Miguel Ángel, con un grabado de dos mil años de antigüedad, en que valiéndose de poderosas lentes se distinguen siete figuras de mujer.
Todos estos hechos nos ponen en la alternativa de acusar de mendaces a los autores o reconocer que los antiguos conocían la óptica algo más de cuanto pudiera presumirse y que, como dice un notable crítico, el microscopio moderno es hermano menor del bíblico. Por lo tanto, en contra de la opinión que Fiske expone al criticar la ya citada obra de Draper, creemos que el único defecto de este autor estriba en mirar la historia a través de lentes inapropiadas, pues mientras echa mano de las convexas para descubrir el ateísmo del pitagórico Giordano Bruno, se vale de las cóncavas para explorar la sabiduría de los antiguos.
Es muy singular la escrupulosidad con que tanto los autores clericales como los ateos intentan trazar el límite entre lo que debemos aceptar y lo que debemos rehuir de los escritores antiguos o por lo menos ponerlo en duda. Si, por ejemplo, nos dice Estrabón que el perímetro de Nínive medía cuarenta y siete millas, y admitimos su testimonio en este punto, ¿por qué recusarlo cuando asevera el cumplimiento de las profecías sibilinas? No es de sentido común honrar a Herodoto con el título de padre de la historia y tachar después de necia jerigonza el relato de los maravillosos fenómenos que personalmente presenció. Acaso necesiten los científicos de toda su cautela en este particular para que las gentes no salgan de su engaño. Sin embargo, se sabe que siglos antes de nuestra era ya emplearon los chinos para desmontes y voladura de rocas la pólvora, cuya invención se había atribuido a Schwartz y Bacon. Según dice Draper (64), en el museo de Alejandría se conservaba la máquina de vapor inventada por el matemático Hero, un siglo antes de J. C., cuya forma era parecida a la de las actuales colipilas, por lo que añade el mismo autor que nada tiene de casual la invención de las modernas máquinas de vapor. Se engríe Europa de los descubrimientos de Galileo y Copérnico, y sin embargo, las observaciones astronómicas de los caldeos datan de un siglo después del diluvio, cuya fecha computa Bunsen en 10.000 años antes de la era cristiana (65). Por otra parte se sabe que 2.000 años antes de J. C. un emperador chino sentenció a muerte a los dos astrónomos de la corte por no haber vaticinado un eclipse de sol.
CORRELACIÓN DE FUERZAS
Ejemplo de las presunciones científicas de nuestro siglo y del falso concepto de su valer, nos lo ofrecen las alharacas con que se recibió el descubrimiento de la transformación de la materia y la conservación de la energía, considerado como el más importante del siglo por Guillermo Armstrong, presidente de la Sociedad Británica. Sin embargo, no merece tal nombre de descubrimiento, porque desde tiempos remotísimos se conocía ya este principio, cuyos primeros vislumbres aparecen en la doctrina védica de la emanación y la absorción (66). El griego Demócrito expuso también la teoría de la indestructibilidad de la materia, que nuestros físicos se han visto precisados a extender a la fuerza, diciendo que así como no se aniquila ni un átomo de materia, tampoco se desvanece fuerza alguna de la naturaleza, porque la fuerza es igualmente indestructible y se manifiesta en reversibles aspectos, de cuya modalidad depende el movimiento de la materia. Tal es el principio de la conservación de la energía, según los modernos científicos que de nuevo la han descubierto. Ya el año 1842 sospechaba Grove la reversibilidad del calor, luz, electricidad y magnetismo, capaces de ser causa en determinado momento y efecto en el siguiente (67). Pero la ciencia nada dice ni sabe del origen de estas fuerzas ni de su modo de transformación; conoce los efectos e ignora la causa, porque no acierta a señalar el alfa y omegta del fenómeno. Difícil es superar en este punto a Platón cuando pone en boca de Timeo estas palabras: “Dios conoce las cualidades originales de las cosas, pero al hombre sólo le cabe la posibilidad de conocerlas” (68). Lo mismo dicen Tyndall y Huxley en sus obras, con la diferencia de no consentir que ni el mismo Dios les aventaje en sabiduría, y tal vez en esto fundan sus alardes de superioridad. Los antiguos induistas derivaron del principio de la conservación de la energía su doctrina de la emanación y la absorción, según la cual, el punto primario (.....) del inmenso círculo, cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna, emana de sí todas las cosas manifestadas en el universo visible bajo diversas formas que se transmutan y combinan recíprocamente en gradual transformación, desde el espíritu puro (la nada de los budistas) hasta la más densa materia, que se restituye a su primario estado o sea la absorción en el nirvana (69). ¿Qué significa esto sino la conservación de la energía?
Demuestra la ciencia que el calor puede transformarse en electricidad y la electricidad en magnetismo y recíprocamente, de modo que el movimiento engendra indefinidamente el movimiento (70). Para los científicos materialistas, queda resuelto el problema de la eternidad una vez demostrada la conservación de la materia y de la energía, como si con ella quedara también demostrada científicamente la inutilidad del espíritu.
Puede afirmarse, por lo tanto, que los modernos filósofos no han dado un paso más allá de los sacerdotes de Samotracia, los indos y los agnósticos cristianos. La parigualdad de la materia y de la fuerza está simbolizada en el mito samotraciense de los gemelos Dioskuros, hijos del cielo, a que alude Schweigger, que mueren y resucitan juntos, siendo absolutamente necesario que uno muera para que el otro viva. Conocían los sacerdotes de Samotracia, tan bien como los físicos modernos, la transformación de la energía, y aunque los arqueólogos no hayan encontrado aparato alguno a propósito para esta transformación, se infiere fundadamente por analogía, que casi todas las religiones antiguas se apoyan en el principio de coeternidad de la materia y de la fuerza y en la doctrina según la cual todo emana del sol central y espiritual, del espíritu de Dios, en el conocimiento de cuya potencialidad se funda la magia teurgia. A este propósito dice Proclo: “De la propia manera que el amante se eleva poco a poco de la belleza plástica a la belleza divina, así los antiguos sacerdotes establecieron una ciencia basada en la mutua simpatía y semejanza que echaron de ver en las cosas subsistentes en el todo universal con las internas potencias que algunas de ellas manifiestan. De este modo descubrieron lo supremo en lo ínfimo y lo ínfimo en lo supremo, es decir, las cualidades terrenas en su celeste condición causal y las cualidades celestes adaptadas a la condición terrena” (71).
MUTUAS SIMPATÍAS
Señala después Proclo las misteriosas propiedades de algunos minerales, plantas y animales, conocidas pero no explicadas por los naturalistas modernos. Tales son los movimientos rotatorios del girasol, heliotropo y loto (72) y las particularidades observadas en las piedras solares y lunares, en el helioselenio y en el gallo, león y otros animales. Sobre el particular dice así: “Al observar los antiguos esta mutua simpatía entre las cosas celestes y las terrestres, aplicaron estas últimas a ocultos propósitos de naturaleza, tanto celestial como terrena, y en virtud de dicha simpatía, atrajeron cualidades divinas a esta miserable morada... Todas las cosas están llenas de divinas propiedades y las terrenas reciben su plenitud de las celestiales y éstas de las supercelestiales, pues la ordenación natural arranca de lo supremo para descender gradualmente hasta lo ínfimo (73). Porque cualesquiera que sean las cosas resumidas en otra de superior categoría se explayan al descener y quedan distribuidas varias almas bajo la acción de sus gobernadoras divinidades” (74). Proclo no aboga aquí por la superstición, sino por la ciencia, pues la magia no deja de ser ciencia que, aunque oculta y desconocida de los científicos contemporáneos, se funda ´solidamente en las misteriosas afinidades entre los seres orgánicos de los cautro reinos de la naturaleza, y en las invisibles potencias del universo. Los herméticos antiguos y medioevales llamaban magnetismo, atracción y afinidad a la fuerza que hoy la ciencia llama gravitación. Esta ley universal está enunciada por Platón en el Timeo, diciendo que los cuerpos mayores atraen a los menores y cada cual a su semejante (75). Los fundamentos de la magia fueron y son las cosas visibles e invisibles de la naturaleza y de sus mutuas atracciones, repulsiones y enlaces, cuya causa es el principio espiritual que todo lo penetra y anima, de suerte que dicho conocimiento permite establecer las condiciones necesarias y suficientes para la manifestación de ese principio. Todo esto encierra el profundo y completo conocimiento de las leyes naturales.
Refiriéndose Wallace a uno de los casos de apariciones que relata Owen, exclama: “¿Cómo es posible negar o repudiar prueba tan evidente? Centenares de casos análogos están igualmente comprobados sin que nadie se tome el trabajo de explicarlos”. A lo cual replica Ricardo A. Proctor, diciendo que “como los filósofos aseguraron hace muchísimo tiempo que todas esas historias de aparecidos son puras ilusiones y no se ha de hacer caso de ellas, les sabe a rejalgar que se aduzcan ahora nuevas pruebas de apariciones que han determinado la conversión de algunos hasta el extemo de, como si hubieran perdido el juicio, pedir nueva información so pretexto de error en el primer veredicto. Todo esto evitará acaso el ridículo de los conversos; mas para que los filósofos se avengan a la demandada investigación, es preciso representarles que el bienestar de la especie humana depende en gran parte de las condiciones materiales, mientras que los mismos conversos reconocen la frivolidad con que se conducen los aparecidos” (76). La señora Hardinge Britten ha entresacado de la prensa diaria y científica gran número de notas comprobatorias de la clase de asuntos con que los intelectuales reemplazan el, para ellos, tan desagradable de duendes y apariciones. Copia la señora Britten de un diario de Washington el acta de la solemne sesión de la Sociedad Científica Americana (77) celebrada el 29 de Abril de 1854, en la que el insigne químico Hare, profesor de la universidad de Filadelfia, tan venerado por su profunda ciencia como por su irreprensible conducta, no pudo hablar de los fenómenos espiritistas por oponerse a ello el profesor Henry con aquiescencia de la mayoría de socios (78).
UNA SESIÓN ACADÉMICA
El periódico Spiritual Telegraph, al extractar esta sesión académica la comenta como sigue: “Parece que el tema presentado por el profesor Hare hubiera debido considerarse del dominio de la ciencia, pero la Asociación Americana para el Fomento de las Ciencias creyó, al contrario, que no era digno de su atención aquel tema y por mayoría de votos quedó sobre la mesa... No podemos desaprovechar la ocasión de advertir que la Asociación Americana para el Fomento de las Ciencias discutió extensa, grave y profundamente en la misma sesión el tema de ¡por qué cantan los gallos a media noche! Es una cuestión verdaderamente digna de filósofos, que sin duda afecta en grado superlativo al bienestar de la especie humana”.
Aunque se expone al ridículo quien manifieste su creencia en la misteriosa simpatía entre el hombre y ciertas plantas, se ha comprobado en muchos casos. Se sabe de personas que murieron poco después del arranque de un árbol plantado el mismo día en que nacieron; y en cambio, han ocurrido casos en que un árbol plantado en análogas circunstancias enfermó y murió simultáneamente con la persona de quien, por decirlo así, era gemelo (79).
Max Müller refiere varios casos de la misma naturaleza (80) y demuestra que esta creencia popular se halla extendida por muchas comarcas de Europa, Centro América, India, Nueva Zelanda y Guyana inglesa. Por su parte, Tyler dice sobre el particular: “Si sólo echáramos de ver esta creencia en la India y en Alemania, podríamos atribuirle origen ario, pero al hallarla asimismo en la América Central no hay más remedio que admitir relaciones precolombinas entre los pobladores de Europa y América o averiguar si en efecto tiene fundamento racional esa supuesta simpatía entre la vida de las plantas y la de los hombres” (81).
La actual generación, que sólo cree en el superficial testimonio de sus sentidos, no admitirá la atracción simpática entre animales, vegetales y aun minerales, porque el velo que entorpece su visión interna únicamente les permite percibir lo que no pueden negar. A esta incrédula generación tal vez le convenga el siguiente pasaje de Plotino: “Los hombres se despojan lamentablemente de su divinidad desde el momento en que deseñan todo cuanto a los cielos se refiere y nada creen de lo que es digno del cielo. Así forzosamente enmudecen las voces divinas” (82). Esto mismo significa el emperador Juliano al decir: “el alma mezquina del escéptico es en verdad aguda, pero nada percibe con perfecta y sana visión”.
Estamos a fines de un ciclo y en época notoriamente transitoria. Platón divide el progreso mental del universo en cada ciclo en dos períodos: fértil y estéril. Dice a este propósito que en las regiones sublunares permanecen los diversos elementos en perfecta armonía con la naturaleza divina, pero los seres que de dichos elementos participan, están unas veces en armonía y otras en discrepancia con la naturaleza divina, a causa de su entreveración con la materia terrena en los reinos del mal. Cuando las corrientes del éter universal (83), que en sí entraña los elementos de todas las cosas, están en armonía con el espíritu divino, nuestro planeta y cuanto contiene disfrutan del período fértil. Las ocultas potencias de los animales, vegetales y minerales simpatizan mágicamente con las naturalezas superiores, y el yo inferior del hombre se armoniza perfectamente con el Yo superior. Pero durante el período estéril, el yo inferior agota su mágica simpatía y se entenebrece la visión espiritual de la mayoría de las gentes hasta el punto de perder toda noción de las elevadas potencias de su divino espíritu. Actualmente estamos en un período estéril. El siglo XVIII padeció altísima fiebre de escepticismo, cuya enfermedad heredó el siglo XIX. La mente divina está eclipsada en los hombres que razonan tan sólo con su cerebro físico.
IDENTIDAD DE TRADICIONES
Antiguamente era la magia una ciencia universal que tan sólo profesaban los sacerdotes ilustrados; pero aunque el foco de estaciencia estaba celosamente custodiado en el santuario, sus rayos iluminaban el mundo. Si así no fuera, ¿cómo explicar la sorprendente identidad de tradiciones, leyendas, costumbres, creencias y adagios populares, que lo mismo se encuentran entre los lapones y tártaros del norte, que en los pueblos meridionales de Europa, en las estepas rusas y en las pampas americanas? A este propósito dice Taylor que la máxima pitagórica “no remuevas fuego con espada”, es popular entre gentes sin relación alguna étnica ni geográfica; pues según refiere Carpini, ya en 1246 la observaban los tártaros que en modo alguno consentirían en remover el fuego con arma de filo, por temor de “cortar la cabeza del fuego”. Del mismo temor participan los kalmucos, y los abisinios preferirían meter los brazos desnudos hasta el codo entre brasas, antes que removerlas con hacha o cuchillo. Tyler dice que todos estos hechos son simples aunque curiosas coincidencias, y Max Müller opina, por el contrario, que entrañan en su fondo la doctrina pitagórica.
Las máximas de Pitágoras, como las de muchos autores antiguos, tienen doble significado, pues además del literal encubren un precepto, según explica Jámblico en su Vida de Pitágoras. La máxima: “no remuevas el fuego con espada” es el noveno símbolo de los Protrépticos que exhorta a la prudencia y enseña cuán conveniente es no avivar con duras palabras al encolerizado. También corrobora Heráclito la verdad de este símbolo diciendo que “es difícil luchar contra la cólera, pero todo debe hacerse para redimir el alma. Y ciertamente es así, porque muchos, por satisfacer su cólera, han transmutado la condición de su alma y preferido la muerte a la vida. En cambio, quien refrena la lengua y permanece tranquilo, trueca en amistad la contienda, extingue el fuego de la cólera y da pruebas de buen juicio” (84).
Habíamos dudado algunas veces de si nuestro juicio sería lo bastante imparcial y amplio para analizar respetuosamente las obras de filósofos tan insignes en nuestros tiempos como Tyndall, Huxley, Spencer, Carpenter y muchos otros. Nuestro vehemente amor a los hombres de la antigüedad, a los sabios primitivos, nos inspiraba el recelo de trasponer los límites de la justicia y negársela a quienes lo merecen; pero gradualmente se ha ido desvaneciendo toda duda y recelo al observar que somos eco débil de la opinión pública, manifestada en artículos periodísticos tan hábiles como el publicado en la Revista Nacional, correspondiente a Diciembre de 1875, con el título: Los filósofos del día, en el que se pone valientemente en tela de juicio la paternidad de los descubrimientos que los científicos modernos se atribuyen respecto a la naturaleza de la materia y del espíritu, a la formación del universo, a las peculiaridades de la mente y otros puntos igualmente interesantes. dIce a este propósito el autor del artículo que el mundo religioso se ha sorprendido y excitado ante las ideas de Spencer, Tyndall, Huxley, Proctor y otros de la misma escuela, quienes, no obstante sus innegables servicios a la ciencia, no han efectuado ningún descubrimiento, pues nada hay hasta ahora en sus más atrevidas especulaciones que no se haya enseñado en una u otra forma desde hace miles de años... los científicos no exponen sus hipótesis como descubrimientos propios; pero dejan que así lo suponga la opinión pública que, alimentada por los periódicos, acepta como artículo de fe cuanto le dicen y se maravilla de las consecuencias. Pero cuando alguien ataca en la prensa a los presuntos autores de tan sorprendentes hipótesis, tratan estos de defenderse personalmente, sin que a ninguno se le ocurra decir: “Caballeros, no se incomoden ustedes, porque nosotros no hacemos otra cosa que remendar teorías tan viejas como los montes”. Sin embargo, científicos y filósofos tienen la debilidad de dar importancia a cuanto creen que ha de allegarles nombradía inmortal. Huxley, Tyndall y aun el mismo Spencer se han erigido últimamente en infalibles pontífices y segruos oráculos de los dogmas de protoplasma, de las moléculas y formas y átomos primordiales, alcanzando con estos descubrimientos más palmas y alureles que pelos en la cabeza tuvieron Lucrecio, Cicerón, Plutarco y Séneca, no obstante el conocimiento que del protoplasma de los átomos primordiales y demás supuestas novedades se vislumbra en las obras de estos últimos autores. Precisamente a Demócrito se le llamó el filósofo atómico por su teoría de los átomos.
LOS PLAGIOS MODERNOS
De la misma Revista Nacional entresacamos la siguiente curiosa denuncia: “¿Qué cándido no se admiró hace un año de los sorprendentes efectos obtenidos del oxígeno? Con las mismas teorías que de Liebig hemos citado, Huxley y Tyndall lograron conmover los ánimos hasta la excitación... otro descubrimiento que no ha dejado de alarmar a los timoratos es que cada pensamiento va acompañado de una alteración de la substancia cerebral. Para estas cosas y otras por el estilo no han tenido las dos eminencias otro trabajo que hojear las páginas de Liebig, quien dice en una de sus obras (85): “La fisiología puede afirmar con suficientes indicios que todo pensamiento y toda sensación alteran constitutivamente la substancia cerebral; y que todo movimiento y manifestación de fuerza resulta de esa mudanza de la estructura o de la substancia del cerebro”.
Así es que en las emocionantes conferencias de Tyndall echamos de ver las mismas ideas de Liebig, que a su vez son repetición de las de Demócrito y otros filósofos paganos. En suma, una mezcolanza de antiguas hipótesis expuestas con pariencias de formulas demostradas en la pintoresca, melosa e insinuante fraseología de este autor.
Análogamente, la citada Revista Nacional demuestra la coincidencia entre los descubrimientos de Tyndall y Huxley y las ideas expuestas por Priestley en sus Disquisiciones sobre la materia y el espíritu y por Herder en su Filosofía de la Historia. Dice a este propósito el articulista: “No sufrió Priestley persecución alguna, porque se abstuvo de alardear de sus opiniones ateas. Este químico, descubridor del oxígeno, escribió ochenta volúmenes donde expuso teorías idénticas a las que tan asombrosas y audaces se consideran en boca de los científicos modernos... Nuestros lectores recordarán la sensación producida por las opiniones de algunos filósofos contemporáneos respecto del origen y naturaleza de las ideas. No obstante, nada tienen de nuevo dichas opiniones, porque, como dice Plutarco (86), “las ideas son incorpóreas y sin subsistencia por sí mismas; pero dan figura y forma a la materia amorfa cuyas manifestaciones determinan”. Verdaderamente que ningún ateo moderno, ni siquiera Huxley, superará en materialismo a Epicuro, sino que tan sólo podrán remedarle. Y el protoplasma de Huxley no es ni más ni menos que una repetición del concepto de los panteístas indos llamados swâbhâvikas, quienes afirman que todos los seres, dioses, hombres y animales nacen del swâbhâva o sea de su propia naturaleza” (87).
“En cuanto a Epicuro, escuchemos lo que en sus labios pone Lucrecio: “El alma así engendrada ha de ser material porque material es su origen y de alimentos materiales se nutre y con el cuerpo crece, madura y decae, de modo que, sea de hombre o de bruto, ha de morir con él” (88).
“Nuestro propósito es refrescar en el público inteligente y culto la memoria de los progresivos pensadores de la antigüedad, de modo que no se les eche en olvido. Deben recordarlos especialmente todos los que desde la cátedra, la tribuna y el púlpito aleccionan a las gentes. Si así lo hicieran, no habría tantas persecuciones infundadas ni tanta charlatanería ni, sobre todo, tanto plagio” (89).
LA INMORTALIDAD DEL ALMA
Acertadamente dice Cudworth que lo que más vituperan los cient´ficos de hoy en los sabios antiguos es su creencia en la inmortalidad del alma, pues les asusta pensar que de creer en los espíritus y las apariciones han de creer también en Dios, y nada hay para ellos tan absurdo como la existencia de Dios. Sin embargo, muy diversamente opinaban los materialistas antiguos a pesar de lo escépticos que nos parecen. Epicuro creía en Dios sin creer en la inmortalidad del alma y Demócrito no negaba en modo alguno las apariciones. La mayor parte de los antiguos sabios admitían la preexistencia del espíritu humano semejante a Dios, y en este conocimiento apoyaban los magos de Persia y Babilonia la doctrina de la machagistia atestiguada en los Oráculos caldeos que tanto comentaron Pletho y Psello. Entre los antiguos sabios que afirmaron rotundamente la inmortalidad del alma humana se cuentan Zoroastro, Pitágoras, Epicarmo, Empédocles, Kebes, Eurípides, Platón, Euclides, Filón, Boecio, Virgilio, Cicerón, Plotino, Jámblico, Proclo, Psello, Sinesio, Orígenes y Aristóteles (90).
Algunos años han pasado desde que el conde de Maistre escribió las siguientes frases que si oportunas en su volteriana época, no lo son menos en nuestros escépticos días: “He leído y escuchado mil chocarrerías sobre la ignorancia de los antiguos, porque en todas partes veían espíritus. Pero me parece que nosotros somos aún más imbéciles que nuestros antepasados, porque nunca vemos ninguno en parte alguna” (91).
CAPÍTULO VIII
No creas que en mis mágicas maravillas me ayuden
los ángeles de la Estigia evocados del infierno y malditos
por quienes quisieron dominar a los tenebrosos divis y
afrites, sino que me ayuda la percepción de los secretos
poderes de las fuentes minerales, de las íntimas células
de la naturaleza, de las hierbas colgantes en verde cortina
y de los astros que voltean sobre torres y montes.
TASSO, XIV, 13.
Como a las puertas del infierno, detesto a quien se
atreve a pensar una cosa y decir otra.
POPE.
Si el hombre cesara de existir al bajar a la tumba,
habríamos de confesar sin remedio que es la única
criatura a quien la naturaleza o la providencia se han
complacido en defraudar concediéndole cualidades
que carecen de objeto de aplicación en la tierra.
BULWER LYTTON.-Una historia singular.
Del prefacio de la obra de Proctor titulada: Nuestro lugar en el infinito, entresacamos el siguiente párrafo: “La ignorancia en que los antiguos estaban del lugar de la tierra en el espacio les indujo a suponer influencias favorables o adversas de los astros en el destino de los individuos y de las naciones, así como a formar el grupo de siete días dedicados a los siete planetas de su sistema astrológico”.
LA FORMACIÓN DE LA TIERRA
Dos distintas afirmaciones sienta Proctor en el párrafo citado: 1.ª Que los antiguos ignoraban el verdadero lugar de la tierra en el espacio. 2.ª Que creían en la influencia favorable o adversa de los astros en el destino de los individuos y de los pueblos (1). Sin embargo, hay poderosos motivos para suponer que los sabios de la antigüedad conocían la posición, movimientos y relaciones de los astros, según se infiere del testimonio de Plutarco, ampliado con los de Draper y Jowett. Además, si tan ignorantes eran los antiguos astrónomos, ¿cómo es que en los fragmentos de sus obras se descubren bajo el enigmático lenguaje muchos conceptos corroborados por recientes descubrimientos? En su citada obra expone Proctor la teoría de la formación de la tierra y describe las sucesivas fases porque pasó antes de ofrecer morada al hombre, pintando con vivos colores el gradual agrupamiento de la materia cósmica en esferas gaseosas, rodeadas de una inconsistente capa líquida, que fueron condensándose hasta la solidificación de la corteza externa, seguida del lento, enfriamiento de la masa, con los resultados químicos de la acción del intenso calor sobre la primitiva materia del globo, que determinaron la formación y distribución de las partes firmes, los cambios en la constitución de la atmósfera, la aparición de vegetales, animales y por último del hombre.
Pero veamos ahora el hermético Libro de los Números (2) escrito, según tradición caldea, por Hermes Trismegisto. Dice así: “En el principio del tiempo el gran Invisible tenía sus santas manos llenas de materia celeste que esparció por el infinito y, ¡oh pasmo!, se convirtió en esferas de fuego y en esferas de arcilla que, como el inquieto metal (3), se disgregaron en esferas menores que empezaron a voltear incesantemente. Y algunas, que eran esferas de fuego, se convirtieron en esferas de arcilla y las de arcilla en esferas de fuego, porque las de fuego esperaban a que llegase el tiempo de convertirse en de arcilla y las otras las envidiaban en espera de convertirse en de puro y divino fuego”.
No creemos que nadie se atreva a pedir más claro compendio de las fases cósmicas tan elegantemente descritas por Proctor.
Vemos en el pasaje de Hermes la difusión de la materia, su agrupamiento en esferas de las que se disgregan otras menores, la rotación axial, la paulatina transición de la materia incandescente a materia terrosa y por fin la pérdida de calor con que se inicia el período de la muerte planetaria.
El tránsito de las esferas de arcilla a esferas de fuego explicará a los materialistas algunos fenómenos astronómicos, tales como la súbita aparición de una estrella en la constelación de Casiopea el año 1572 y de otra en el serpentario en 1604, según observaciones de Kepler. Verdaderamente demuestran los caldeos en el citado pasaje más profunda filosofía que los astrónomos modernos, pues la confversión en esferas de “puro y divino fuego” simboliza la subsiguiente existencia planetaria análoga a la que más allá de la muerte corporal tiene el espíritu del hombre. Si, como ya admite la astronomía, nacen, crecen, se desarrollan, decaen y mueren los astros, ¿por qué no han de tener, como el hombre, la subsiguiente existencia etérea o espiritual? Así lo afirman los magos al decir que la fecunda madre tierra está sujeta a las mismas leyes que sus hijos y en oportunidad de tiempo engendra de su seno todas las cosas hasta que, llegada la plenitud de su tiempo, cae en la tumba de los mundos. La materia densa de la tierra se disgregará poco a poco en átomos que, con arreglo a la inexorable ley, formarán nuevas combinaciones; pero su espíritu quedará atraído por el céntrico sol espiritual de que originariamente emanara (4). Según dice Hermes: “Y el cielo era visible en siete círculos, y los planetas aparecieron con todos sus signos en forma de estrellas que quedaron separadas y numeradas con los gobernadores residentes en ellas, y su carrera giratoria está limitada por el aire en una órbita circular donde se mueven bajo la acción del divino espíritu” (5).
Nadie hallará en las obras de Hermes ni el más leve indicio del enorme absurdo sostenido después por la iglesia romana, diciendo que los astros habían sido creados para recreo del hombre, puesto que el unigénito Hijo de Dios bajó a este ínfimo mundo para redimir nuestras culpas.
LA TIERRA INVISIBLE
Proctor nos habla de una capa inconsistente de materia no condensada todavía, que recubre un océano de consistencia viscosa en el cual gira un núcleo sólido. Pero también esta hipótesis tiene su precedente en la siguiente referencia: “Asegura Hermes que en el principio era la tierra una especie de limo o gelatina temblorosa compuesta de agua condensada por la incubación y calor del divino espíritu o, según la letra del texto: cum adhuc terra tremula esset, lucente sole compacta esto” (6).
De la misma obra de Filaleteo entresacamos el siguiente pasaje: “Por mi alma afirmo que la tierra es invisible, y no sólo esto, sino que el ojo del hombre no ve jamás la tierra ni puede ésta ser vista sin arte. El mayor secreto de la magia es hacer invisible este elemento... y este cuerpo feculento y grosero sobre que andamos, es un compuesto, y no la tierra, sino que en él está la tierra. En una palabra, que todos los elementos son visibles menos la tierra, y cuando alcancemos la necesaria perfección para saber por qué Dios ha puesto la tierra in abscondito, tendremos una excelente traza para conocer a Dios y saber cómo es visible y cómo invisible” (7).
Muchos siglos antes de nacer los científicos contemporáneos había ya dicho Salomón: “Tu poderosa mano hizo el mundo de materia informe (8). Esta frase encierra cuanto pudiéramos decir; pero añadiremos que tal vez la materia informe, la tierra preadámica entrañe una “potencia” cuyo hallazgo regocijaría a Tyndall y Huxley.
Al descender de lo universal o lo particular, de la antigua teoría de la evolución planetaria a la evolución de la vida vegetal y animal, tan opuesta a las creaciones individuales de los seres, vemos anticipada la moderna teoría de la transformación de las especies en el siguiente pasaje de Hermes: “Cuando Dios hubo llenado sus potentes manos de cuanto en la naturaleza existe y la limita, exclamó sin abrirlas: “¡Oh tierra bendita! Sé la madre de todo para que nada necesites. Entonces abrió las manos derramando de ellas todo lo necesario para la formación de las cosas”. Aquí tenemos simbolizada la materia primaria en que laten potencialmente todas las futuras formas de vida y que la tierra es la madre de cuanto desde entonces brota de su seno.
Más explícito es todavía Marco Antonio en su Soliloquio: “La naturaleza se complace en mudar todas las cosas y revestirlas de nuevas formas. La materia es para ella como cera con que moldea toda clase de figuras, y si hace un pájaro lo convierte después en cuadrúpedo, o de una flor hace una rana, de suerte que se deleita en sus operaciones mágicas, como los hombres en las obras de su propia imaginación” (9).
Antes de que los modernos científicos pensaran en la teoría evolutiva, había dicho ya Hermes que nada hay truncado en la naturaleza, pues todas sus obras rebosan de suave armonía sin saltos ni transiciones violentas ni aun en las muertes súbitas.
Los rosacruces iluminados profesaban la doctrina del lento desenvolvimiento de las formas preexistentes. Las Tres Madres enseñaron a Hermes el misterioso proceso de sus obras antes de revelarlo a los alquimistas medioevales. En lenguaje hermético las Tres Madres significan la luz, el calor y el magnetismo, transmutables según el principio de la correlación de fuerzas o transformación de la energía. Dice Sinesio que en el templo de Menfis encontró unos libros de piedra con la siguiente máxima esculpida: “Una naturaleza se deleita en otra; una naturaleza vence a otra; una naturaleza prevalece contra otra; pero todas ellas son una sola”.
LA EVOLUCIÓN SEGÚN HERMES
La continua actividad de la materia está expresada en el siguiente aforismo de Hermes: “La acción es la vida de Phta”. Por su parte Orfeo llama a la naturaleza “la madre que hace muchas cosas” ..... o “madre ingeniosa que imagina e inventa”.
En su ya citada obra dice Proctor: “Todo cuanto existe, así en la superficie como en el itnerior de la tierra, las formas vegetales y animales y nuestro organismo corporal, están constituidos por materia atraída de las profundidades del espacio que por todas partes nos rodea”. Los herméticos y rosacruces sostuvieron que todas las cosas, así visibles como invisibles, dimanaban de la lucha entre la luz y las tinieblas y que toda partícula material entraña una chispa luminosa (espíritu) cuya propensión a volver a su divino origen, librándose del obstáculo impediente, determina el movimiento de los átomos que a su vez engendra las formas. Sobre el particular dice Hargrave Jennings con referencia a Roberto Fludd: “Todos los minerales tienen en esta centella de vida la potencialidad rudimentaria de las plantas y otros organismos de más en más perfeccionados. Asimismo, todas las plantas tienen rudimentarias sensaciones que, con el tiempo, pueden ponerlas en estado de transformarse en otras criaturas capaces de moverse de acá para allá con funciones de orden más o menos elevado. De suerte que el reino vegetal ha de psar por ignorados caminos a otros más altos senderos por donde irse perfeccionando hasta el punto de que su divina luz se explaye con mayor y más impelente fuerza y con más pleno y consciente propósito, por la planetaria influencia de los invisibles operarios del gran Arquitecto” (10).
La luz (primera creación según el Génesis) es la Sephira de los cabalistas; la Mente divina, la madre de los Sefirotes cuyo padre es la Sabiduría oculta. La luz es la primera emanación del Supremo y luz es vida según el Evangelista. Luz y vida son electricidad, el principio vital, el anima mundi que interpenetra el universo y vivifica todas las cosas. La luz es el mágico Proteo cuyas diversas ondulaciones, movidas por la divina voluntad del Arquitecto, originan las formas vivientes. De su turgente y eléctrico seno brotan la materia y el espíritu. Sus rayos entrañan la virtud de las acciones físicoquímicas y de los fenómenos cósmicos y espirituales. La luz organiza y desorganiza; da y quita la vida; y de su punto primordial surgen gradualmente a la existencia miríadas de visibles e invisibles mundos. Dice Platón (11) que en un rayo de esta trina madre primaria encendió Dios el fuego que llamamos sol y no es causa de luz y calor, sino únicamente el foco, o mejor dicho la lente que concentra y enfoca sobre nuestros sistema solar los rayos de la luz primordial de cuyas diversas vibraciones dimana la correlación de fuerzas.
La obra de Proctor, que motiva estos comentarios, consta de doce tratados, de los cuales el último se titula: Ideas acerca de la Astrología. El autor estudia esta materia con mayor respeto del acostumbrado entre los científicos, en prueba de que puso en ella toda su atención. Dice a este propósito: “Si consideramos debidamente el asunto, hemos de convenir en que de cuantos errores sufrieron los hombres en su ansia de escrutar el porvenir, la astrología es el más digno de respeto y aun pudiéramos decir que el más razonable..., pues los cuerpos celestes regulan inequívocamente el destino de los individuos y de las naciones, ya que sin las benéficas y reguladoras influencias del sol, que es entre todos el principal, perecerían las criaturas vivientes sobre la tierra... También tiene influencia la luna, y no es extraño que los antiguos infiriesen por analogía que si estos dos astros influyen tan poderosamente en la tierra, también tengan su especial influencia los demás astros” (12).
ASTROLOGÍA Y ASTRONOMÍA
Por otra parte, no cree Proctor infundada su sospecha de que los planetas de más lento movimiento ejerzan influencia superior al mismo sol, y opina que “la astrología fue formándose tras repetidas tentativas en que los astrólogos se guiaron por la observada relación entre ciertos sucesos de monta en la vida de reyes, caudillos o magnates y la posición de los astros el día de su nacimiento. Sin embargo, también pudieron algunos astrólogos imaginar influencias en que creyeron las gentes por haberlas confirmado alguna curiosa coincidencia”.
Conviene advertir que aun los tratadistas formales recurren a palabras de tan vago sentido como la de coincidencia, para encubrir lo que les repugna aceptar. Pero los sofismas no son axiomas ni mucho menos demostraciones matemáticas en que por lo menos los astrónomos debieran apoyar sus afirmaciones. La astrología es ciencia tan exacta como la astronomía, con tal de que las observaciones sean también exactas, pues sin esta condición sinecnanónica una y otra ciencia incurrirán en error. La astrología es a la astronomía como la psicología a la fisiología, y tanto en astrología como en psicología es preciso ir más allá del mundo visible y entrar en los dominios del trascendente espíritu. Tal fue la vieja lucha entre las escuelas platónica y aristotélica; pero en nuestro siglo de escepticismo saduceico no prevalecerá aquélla contra ésta. Proctor parece como si viera la paja en el ojo ajeno y no la viga en el suyo, pues si apuntáramos los errores y despropósitos de los astrónomos, seguramente excederían de mucho a los de los astrólogos (13).
Sigue exponiendo Proctor en su obra cuanto de heterodoxo ha encontrado en sus investigaciones científicas y se asombra más de una vez de tan “curiosas coincidencias” como, por ejemplo, la que refiere en estos términos: “No me detendré en la curiosa coincidencia de si efectivamente conocían los astrólogos caldeos el anillo de Saturno, pues representaban al Dios de este nombre dentro de un triple anillo... Del hallazgo de algunos instrumentos ópticos en las ruinas asirias, se infiere que pudieron descubrir los anillos de Saturno y los satélites de Júpiter... Belo, el Júpiter asirio, estaba algunas veces representado con cuatro alas esmaltadas de estrellas; pero es muy posible que esto fuesen meras coincidencias”.
Sin embargo, esta serie de coincidencias a que se refiere Proctor serían más milagrosas que la realidad de los hechos y no parece sino que los escépticos anden anhelosos de coincidencias. Bastantes pruebas dimos en el capítulo anterior de que los antiguos disponían de instrumentos ópticos tan excelentes como los del día. Según infiere Rawlinson de las inscripciones de los ladrillos asirios, el templo de Borsippa (Birs-Nimrud) tenía siete pisos dispuestos en círculos concéntricos de ladrillo y metal, del color correspondiente al planeta cuyas órbitas simbolizaban, y por lo tanto no cabe suponer que los instrumentos de Nabucodonosor fuesen de poco alcance ni de escasa monta los conocimientos de sus astrónomos. Tampoco es posible achacar a coincidencia que los caldeos diesen a cada planeta el color que en efecto han distinguido en ellos las recientes observaciones telescópicas (14). Asimismo, no puede ser coincidencia que Platón aludiera en el Timeo a la indestructibilidad de la materia, transmutación de fuerzas y conservación de la energía, de modo que su comentador Jowett dice a este propósito: “La última palabra de la filosofía moderna es continuación y desarrollo de los principios fundamentales de la ciencia que dejó sentados Platón” (15).
ALEGORÍAS ASTRONÓMICAS
Las antiguas religiones fueron esencialmente sabeístas, y cuando lleguen a interpretarse con exactitud sus mitos y alegorías, no sólo se verá que no discrepan lo más mínimo de los modernos conceptos astronómicos, sino que casi todos los principios de esta ciencia están encubiertos en las ingeniosas trazas de sus fábulas. Alegorizaban el movimiento de los astros, personificaban la índole de los fenómenos y en la conducta y temperamento de las divinidades olímpicas simbolizaban los principios de las ciencias físicoquímicas. La electricidad atmosférica en su estado latente está representada por los semidioses, cuya acción se limita a la tierra, pero que en sus eventuales vuelos a las regiones divinas despliegan energía eléctrica estrictamente proporcionada a la distancia a que se elevan. Las mazas de Hércules y Thor eran mucho más mortíferas cuando los dioses se cernían entre las nubes. Júpiter olímpico concentraba en su persona y atributos las fuerzas cósmicas antes de que el genio de Fidias le diese forma humana a propósito para que las multitudes le adorasen con el nombre de Máximus o Dios de los dioses. El mito de Júpiter, menos metafísico y complicado en un principio, era elocuentísima expresión de filosofía natural. Según dicen Porfirio y Proclo, al elemento masculino (Zeus) de la creación se le llamaba cabeza de los seres vivientes (Zoon-ok-zoon) cuyos femeninos principios eran Vesta (tierra) y Metis (agua). En la teoría órfica- que desde el punto de vista metafísico es la más antigua de todas, representa Zeus a la vez la potencia y el acto, la Causa inmanifestada y el Demiurgo o Creador, emanado de la invisible Potencia. Las esposas de Zeus, considerado como Demiurgo, simbolizan los agentes de la evolución cósmica, es decir, las afinidades químicas y las atracciones y repulsiones magnéticas y la electricidad atmosférica. De estos simbolismos físicos se infiere cuán versados estaban los antiguos en las ciencias físicas tal como ahora se conocen.
Posteriormente, en tiempo de Pitágoras representa Zeus la metafísica trinidad o sea la Mónada que de sí misma educe la Tetractis de voluntad, mente y acción. Más adelante todavía, los neoplatónicos se abstienen de filosofar sobre la Mónada primaria, por inaccesible al entendimiento humano, y tratan tan sólo de la Tríada demiúrgica o manifestación visible y tangible de la Divinidad desconocida.
Plotino, Porfirio, Proclo y otros filósofos admitieron la misma Tríada de Zeus Padre, Zeus Hijo (Poseidón o Dunamis) y de Zeus Espíritu (Nous). Este mismo concepto siguió enseñándose durante el siglo II de la era cristiana en la escuela de Ireneo, pues no hubo entre los neoplatónicos y cristianos otra discrepancia que la violenta confusión establecida por los últimos entre la Mónada incomprensible y la Tríada creadora.
Desde el punto de vista astronómico, Zeus-Dionisio tiene su origen en el Zodíaco o antiguo año solar. En Libia lo representaban bajo forma de carnero y su concepto era idéntico el Amun egipcio que engendró a Osiris (dios-toro), quien a su vez es una personificada emanación del Padre-Sol o Sol en Tauro, mientras que el Padre-Sol del cual emana esta personificación es Sol en Aries. Según sabemos, el toro simboliza la potencia creadora; y precisamente uno de los principales expositores de la cábala, Simón-Ben-Iochai que floreció en el siglo I de la era cristiana, nos explica el origen de esta extraña adoración de toros y vacas. Más adelante nos referiremos a las enseñanzas de los cabalistas sobre este símbolo, según las expone Simón-Ben-Iochai, y veremos que ni Darwin ni Huxley, fundadores de la teoría de la evolución y transformación de las especies, encontrarían en él nada opuesto a la razón y sí tan sólo la contrariedad de ver que los antiguos se les hayan anticipado en el descubrimiento.
Sin dificultad puede probarse que Saturno o Kronos (cuyo anillo descubrieron con toda seguridad los astrólogos caldeos) estuvo considerado desde tiempo inmemorial como padre de Zeus, antes de que éste alcanzara la suprema categoría de padre de los dioses. Es Saturno el Belo o Baal de los caldeos, que tomaron su culto de los acadianos, y aunque Rawlinson insiste en que estos últimos procedían de Armenia, no cabe admitir esta hipótesis por cuanto Belo es la variedad babilónica del Siva o Bala indo, el destructor dios del fuego que en muchos aspectos sobrepuja al mismo Brahmâ.
A este propósito dice un himno órfico: “Zeus es el primero y el último, la cabeza y las extremidades. De él proceden todas las cosas. Es hombre y ninfa inmortal (16), alma de las cosas, motor principal del fuego, sol y luna, fuente del océano, demiurgo del universo, divina potestad creadora y gobernadora del cosmos. Zeus lo es todo. Es fuego, agua, tierra, éter, noche, cielos, Metis (la arquitecta primieval) (17). Eros y Cupido. Todo está comprendido en las vastísimas dimensiones de su glorioso cuerpo” (18).
SÍMBOLOS DE LA LUNA
Este breve himno laudatorio abarca el fundamento de todo concepto mítico. La imaginación de los antiguos era, según parece, tan inagotable como las visibles manifestaciones de la Divinidad que les deparaban los temas de sus alegorías siempre referentes, no obstante su copiosa variación, a las dos ideas capitales que bajo las sacras representaciones se ajustaban paralelamente a los aspectos físico y espiritual de las leyes naturales. Los metafísicos conceptos de los antiguos no estaban jamás en contradicción con las verdades científicas, y sus credos religiosos se basan en las ideas físicopsíquicas de los sacerdotes y filósofos, que las derivaron de las tradiciones primievales, confirmadas por la experiencia propia con auxilio de la sabiduría acopiada en épocas intermedias.
La misión de los rayos de Júpiter estaba simbolizada en Diana, la esplendente virgen Artemisa, llamada en antiquísimo tiempos Diktynna (19). La luna es opaca y su brillo es reflejo de la luz solar. Su símbolo era la diosa Astarté o Diana que, como la cretense Diktynna, está coronada de una guirnalda de la mágica y siempre verde planta diktammon o dictamnus, cuyo contacto, según se dice, provoca el sonambulismo en quien no lo tiene. Análogamente a Eilithya y Juno Pronuba, presidía Diana los nacimientos y se la consideraba como divinidad esculápica. La guirnalda de dictamnus en las figuras de Diana nos demuestra una vez más la profunda observación de los antiguos, pues por una parte esta planta tiene muy eficaces virtudes sedantes y medra abundantemente en el monte Dicte de la isla de Creta; y por otra parte, la luna, según las más notables autoridades en magnetología, influye en los humores del cuerpo y en las células nerviosas, que tan importante papel desempeñan en la hipnotización. Así es que los cretenses ponían manojos de esta planta sobre el cuerpo de las parturientas y con las raíces hacían un brebaje que aliviaba los dolores del parto y mitigaba la peligrosa irritabilidad del organismo en este período. También solían colocar a las parturientas en el recinto sagrado del templo de Diana, expuestas a los rayos de la esplendente hija de Júpiter, la brillante y serena luna del cielo oriental.
Los induístas y budistas tienen muy complejo concepto de la influencia del sol y de la luna considerados como elementos masculino y femenino, que son respectivamente los principios positivo y negativo de la polaridad magnética. Todos los autores indos que trataron del magnetismo reconocieron la influencia de la luna en las mujeres, y tanto Ennemoser como Du Potet corroboran acabadamente las teorías de los videntes indos.
En todos los países de la antigüedad estaba consagrado el zafiro a la Luna, y los budistas tenían esta preciosa piedra en muchísimo respeto, no derivado de la superstición, sino con sólido fundamento científico. Atribuyen los budistas al zafiro virtudes mágicas, por cuanto su color azul obscuro determina fenómenos sonambúlicos, según puede observar cualquier estudiante de hipnotismo. Esto se deriva de la hasta hace poco tiempo no advertida influencia de los colores del prisma y especialmente del azul en el crecimiento de las plantas. Según ha demostrado el general Pleasonton, después de muchas discusiones académicas sobre la potencia calorífica de los rayos solares, los azules son los más eléctricos y su influencia favorece en mágicas proporciones el crecimiento de plantas y animales. Por otra parte, las investigaciones de Amoretti sobre la polaridad eléctrica de las piedras preciosas demuestran que el diamante, el granate y la amatista son electro-negativos, al paso que el zafiro es electro-positivo (20). Todo esto nos mueve a reconocer que las modernas ciencias experimentales corroboran cuanto acerca del particular conocían los sabios de la India, muchísimo antes de la fundación de las academias europeas.
LAS PIEDRAS PRECIOSAS
Dice una antiquísima leyenda inda, que enamorado Brahmâ Prajâpati de su propia hija Ushâs (21), tomó la forma de ciervo (ris’ya) y la convirtió a ella en cierva, de modo que así se cometió el primer pecado de que fue culpable el mismo Brahmâ. Ante tamaña profanación, se aterrorizaron de tal manera los dioses, que asumiendo su más horrible aspecto, pues los dioses pueden tomar cuantas figuras quieran, formaron a Bhûtavan, el espíritu del mal, con propósito de aniquilar la encarnación del primer pecado, cometido por el mismo Brahmâ. Al ver esto, Brahmâ-Hiranyagarbha (22) se arrepintió profundamente y empezó a recitar los mantras de purificación. De su llanto cayó una lágrima, la más ardiente de cuantas de ojos brotaron, que al tocar en el suelo se convirtió en el primer zafiro” (23). Esta semipopular y semisagrada leyenda denota que los indos, no sólo sabían que el azul era el color más eléctrico, sino que también conocían la influencia del zafiro y de otros minerales. Aparte de esto, dice Orfeo que con una piedra imán es posible influir en muchas personas reunidas; Pitágoras atribuye secreta importancia al color y naturaleza de las piedras preciosas; y Apolonio de Tyana enseñaba a sus discípulos las ocultas virtudes de estas piedras, y cada día del mes llevaba una sortija de distinta piedra, con arreglo a las leyes de la astrología judiciaria. Según los budistas, el zafiro tranquiliza el espíritu, serena el ánimo, aleja los malos pensamientos y tonifica el cuerpo, que son precisamente los efectos atribuidos por la moderna electroterapia a la acción de una corriente eléctrica con acierto dirigida. A este propósito dicen los budistas: “El zafiro abre puertas y casas cerradas para el espíritu del hombre; despierta el deseo de orar y entraña mayor paz que cualquiera otra alhaja. Pero quien la lleve ha de vivir pura y santamente” (24).
Diana es hija de Zeus y Proserpina (25); pero Hesiodo la llama Diana Eilythia-Lucina y dice que es hija de Júpiter y Juno (26). En las frecuentes querellas conyugales entre Júpiter y Juno, su hija Diana se vuelve de espaldas a su madre y sonríe a su padre, aunque reconviniéndole por sus devaneos. Esto es símbolo de los eclipses de luna, durante los cuales, se dice que los magos de Tesalia y Babilonia convertían hacia la tierra sus hechizos y encantos hasta lograr que se reconciliase la irritada pareja. Entonces Juno sonreía orgullosa a la brillante Diana que, circuyéndose de su creciente, volvía al secreto retiro de las montañas.
Parece que esta fábula alude a las fases de la luna. Los habitantes de la tierra sólo vemos un hemisferio de la luna y esto significa que Diana le vuelve la espalda a su madre Juno.
Las posiciones respectivas del sol, la tierra y la luna cambian continuamente, y la fase de luna nueva coincide siempre con variaciones atmosféricas, aparte de que las tempestades pudieron muy bien sugerir la idea de una lucha entre el sol y la tierra, sobre todo cuando aquél está oculto por rugientes nubes. Además, la luna no brilla en su fase de nueva, porque el hemisferio visible desde la tierra no está iluminado por el sol; pero después de la reconciliación, va mostrándose gradualmente iluminado el disco de la luna, y de aquí que los astrólogos caldeos y los magos de Tesalia, cuyo conocimiento del curso de los astros igualaba al de cualquier astrónomo moderno, se esforzaran en aplacar las iras de la luna y moverla a mostrar de nuevo su semblante, después de haber recibido la “radiante sonrisa” de su madre la tierra, cuando a su vez se refleja la luz del sol en la luna. Por esto decía la fábula que tan luego como Diana se ciñe el creciente, se marcha otra vez a cazar a la montaña.
OBSERVATORIO DE BELO
No hemos de negar la intrínseca sabiduría de los antiguos juzgando por las, en apariencia, supersticiosas fábulas con que velaron la explicación de los fenómenos naturales, pues a tanto equivaldría que, por ejemplo, dentro de quinientos años nuestros descendientes tacharan de antiguos ignorantones a los discípulos del profesor Balfour Stewart y de filósofo superficial a su maestro, por haber llevado éste a cabo experimentos con propósito de averiguar, como en efecto averiguó, que las manchas del sol están relacionadas con las enfermedades de algunas plantas y que influyen poderosamente en las condiciones de la tierra (27). Si la ciencia moderna llega a este punto, no hay motivo para tratar de locos o de bellacos a los astrólogos de la antigüedad. Entre la astrología natural y la judiciaria hay la misma relación que entre la fisiología y la psicología o entre lo físico y lo moral. Si posteriormente decayeron estas ciencias en pura charlatanería, gracias a unos cuantos impostores ávidos de ganancia, no es justo acusar de ello a los insignes astólogos cuyo amor al estudio y santidad de vida inmortalizaron los nombres de Caldea y Babilonia. Seguramente que no merecen el dicterio de impostores quienes desde el observatorio de Belo, rodeado de nubes, como dice Draper, remontaron sus exactas observaciones astronómicas hasta cien años acá del diluvio. Aunque se hayan ridiculizado los procedimientos que seguían los caldeos para divulgar las verdades astronómicas, cabe la duda de si aventajaban a los modernos procedimientos de enseñanza, pues en su tiempo la ciencia estaba hermanada con la religión y la idea del Creador era inseparable de las obras de la creación. El vulgo de Babilonia y de Grecia sabía que Urano (28) era el padre de Saturno y Saturno el de Júpiter, a quienes, así como a sus satélites, diputaban por divinidades; mientras que en nuestros tiempos apenas habrá entre las multitudes el uno por diez mil que conozca la respectiva posición y movimiento de los planetas del sistema solar.
Basta abrir cualquier tratado de astrología y comparar la Fábula de las doce mansiones con los modernos descubrimientos astronómicos respecto a la constitución de los planetas, para advertir que los antiguos la conocían perfectamente sin necesidad del espectroscopio, pues las simbólicas representaciones de los dioses del Olimpo y los doce signos del Zodíaco con sus especiales cualidades, nos indican hasta cierto punto las proporciones de calor y luz recibidas del sol por cada planeta. Las diosas que simbolizan la tierra son idénticas en naturaleza física a los demás dioses y diosas, dando a entender con ello que aquellos astrónomos que día y noche velaban en la cúspide de la torre de Belo, comunicándose continuamente con las divinidades personificadas, habían echado de ver la unidad física del universo y la analogía química entre la tierra y los demás planetas. La astrología representa al sol en Aries (Júpiter) como signo masculino, diurno, cardinal, equinoccial, oriental, cálido y seco, en pñerfecta correspondencia con el caráctrer atribuido al “Padre de los dioses”.
Cuando Zeus-Akrios arranca colérico de su ardiente cinto los rayos que desde los cielos fulmina, rasga las nubes y desciende convertido en Júpiter Pluvius, en torrentes de lluvia. Es el mayor y más encumbrado dios y se mueve con tanta velocidad como el mismo rayo. Ahora bien; el planeta Júpiter gira sobre su eje con velocidad ecuatorial de unos 720 kilómetros por minuto. Tan excesiva fuerza centrífuga ha sido al parecer la causa de su gran aplanamiento en los polos y sin duda por ello representaban los cretenses a Júpiter sin orejas. El disco del planeta está cruzado por fajas obscuras de amplitud variable, relacionadas, según parece, con la rotación sobre su eje y producidas por perturbaciones atmosféricas. De aquí que el rostro del padre Zeus se inflamara de ira al ver la rebelión de los titanes.
En la obra de Proctor aparecen los astrónomos como destinados por la Providencia a topar con toda suerte de curiosas coincidencias, porque entresaca muchos casos de los miles que pudiera citar. A esta lista podemos añadir el ejército de egiptólogos y arqueólogos favorecidos por la señora casualidad, que suele escoger a los “árabes complacientes” y otros caballeros orientales para representar el papel de genios benéficos en las dificultades con que tropiezan los orientalistas. Ebers fue uno de los recientemente favorecidos, y por otra parte se sabe que cuando Champollion necesitaba alguna malla en la cadena de sus investigaciones, no le era difícil encontrarla de singular e inesperada manera.
NO HAY CASUALIDAD
Voltaire, el “impío” mayor del siglo XVIII, decía que si no existiese Dios fuera preciso inventarlo. Volney, también tachado de materialista, no niega a Dios en ninguno de sus libros; antes al contrario, afirma repetidas veces que el universo es obra del Omnisciente y está convencido de la existencia de un agente supremo, un artífice universal llamado Dios (29).
Al fin de sus años admite Voltaire las doctrinas pitagóricas y concluye diciendo: “He consumido cuarenta años de mi peregrinación en busca de la piedra filosofal llamada verdad. Consulté con los filósofos desde Platón a Epicuro y desde Agustín a Malebranche y sigo en la misma ignorancia... Todo cuanto he podido inferir de la comparación y cotejo de los sistemas de Platón, Aristóteles, Pitágoras y los orientales, es que la casualidad es palabra sin sentido, pues el mundo está regido por leyes matemáticas” (30).
Conviene advertir que Proctor tropieza con la misma piedra de escándalo que los autores materialistas, cuyas opiniones comparte, confundiendo las operaciones físicas con las espirituales de la naturaleza. Prueba de las orientaciones de su mente nos da la suposición por él mantenida de que tal vez los sabios de la antigüedad infirieron la influencia sutilísima de los astros por analogía con la ya conocida del sol y de la luna, pues dice que si según la ciencia el sol es manantial de calor y luz y la luna influye en las mareas, necesariamente habían de atribuir a los demás astros la misma influencia en el organismo y destino de los hombres (31).
Pero permítasenos ahora una digresión. Difícilmente descubrirá el concepto que de los astros tenían los antiguos, quien desconozca el significado esotérico de sus doctrinas, pues si bien la filología y la teología comparadas han emprendido una ardua tarea de análisis, sus resultados son hasta ahora de poca importancia, a causa de que las alegorías del lenguaje han extraviado a los comentadores hasta el punto de tomar los efectos por causas y las causas por efectos. En el complejo fenómeno de la correlación de fuerzas, no es capaz de señalar el sabio más eminente cuál de ellas es la causa y cuáles son los efectos, ya que todos son recíprocamente transmutables. Por lo tanto, al preguntar a los físicos si la luz engendra calor o si inversamente el calor engendra luz, responderían probablemente que la luz engendra calor. Pero ¿cómo?: ¿hizo el gran artífice primero la luz y después el sol, o formó desde luego el sol que, según se dice, es el único manantial de luz y por consiguiente de calor? Esa pregunta tal vez parezca pueril a primera vista, pero mudará de aspecto si detenidamente la examinamos. Según el Génesis, el Señor hizo la luz tres días antes de hacer el sol, la luna y las estrellas. Tan enorme despropósito científico ha regocijado a los materialistas, que en verdad podrían aprovecharse dialécticamente de él si fuera cierta su hipótesis de que la luz y el calor dimanan del sol. A falta de otra mejor, todo el mundo acepta esta hipótesis que, según expresión de un predicador, prevalecía soberanamente en el reino de las especulaciones. Los antiguos heliólatras identificaban el Supremo Espíritu con la naturaleza y veneraban al sol como divinidad “en quien reside el Señor de la vida”. Según la teoría induista, Gama es el sol, la fuente de las almas y de toda vida (32). También la divinidad inda Agni, el fuego divino, está identificada con el sol (33); Ormazd es la luz, el dios-sol, donador de vida. Según la filosofía induista, las almas emanan del alma del mundo y a su origen vuelven como las chispas al fuego (34); y otro pasaje dice que el sol es el alma de todas las cosas, que todo salió del sol y al sol ha de volver (35), de lo cual se infiere que el sol físico es símbolo del invisible sol central y espiritual, es decir, de DIOS cuya primera manifestación es Sephira, la Luz emanada de En-soph.
Dice el profeta Ezequiel: “Y miré y he aquí que venía del Aquilón un viento de torbellino y una grande nube envuelta en fuego y en su torno un resplandor y de en medio de él, esto es, de en medio del fuego, como apariencia de electro” (36).
NATURALEZA DEL SOL
Y dice Daniel: “... sentóse el anciano de días... (37) en su trono de llamas de fuego con ruedas de fuego encendido... Un impetuoso río de fuego salía de su faz” (38). “Como el Saturno pagano que tenía su castillo de llamas en el séptimo cielo, así el Jehovah judío tiene su “castillo de fuego sobre el séptimo cielo” (39).
Si la falta de espacio no lo impidiese, fácilmente probaríamos que los antiguos heliólatras consideraban el sol visible como emblema del invisible y metafísico sol espiritual y no creían que, según dice la ciencia moderna, la luz y el calor dimanen del sol físico ni que este astro infunda la vida en la naturaleza visible. A este propósito dice el Rig Veda: “Su radiación es perpetua. Los intensamente brillantes, continuos, inextinguibles y omnipenetrantes rayos de Agni no cesan de irradiar ni de día ni de noche”. Esto se refiere sin duda alguna al sol central y espiritual, al eterno e infinito donador de vida cuyos rayos son omnipenetrantes y continuos. El sol espiritual es el centro (que está en todas partes) de la circunferencia (que no está en ninguna); es el fuego etéreo y espiritual; el alma y espíritu del omnipenetrante y misterioso éter; el desesperante enigma de los materialistas, quienes algún día se convencerán de que la electricidad o, mejor dicho, el magnetismo divino es causa de la diversidad de fuerzas cósmicas manifestadas en correlación perpetua y que el sol físico es uno de los miles y miles de imanes esparcidos por el espacio, un reflector (40) sin más luz propia que la de cualquier astro opaco. dÍa ha de llegar en que varíe el concepto científico de la gravitación según la entendía Newton y se eche de ver que los planetas giran atraídos por la potente fuerza magnética del sol y no por su peso o gravitación. Esto y mucho más podrán aprender algún día; pero entretanto démonos por satisfechos con que se burlen de nosotros en vez de tostarnos por herejes o recluirnos en un manicomio por orates.
Las leyes de Manu no son ni más ni menos que las doctrinas de Platón, Filo Judeo, Zoroaastro, Pitágoras y los cabalistas que explican el esoterismo de todas las religiones. El concepto cabalístico del Padre y del Hijo (..... y .....) es idéntico al de las enseñanzas fundamentales del budismo. Moisés no podía revelar al pueblo los sublimes secretos de las doctrinas religiosas y cosmogónicas veladas bajo la Ilusión induista, que encubría hábilmente el Sancta Sanctorum cuyo significado extravió a tantos comentadores (41).
Las heterodoxas teorías del general Pleasonton vienen a corroborar las enseñanzas cabalísticas. Según este experimentador (cuyas conclusiones se apoyan en hechos mucho más sólidos que los aducidos por la ciencia ortodoxa), el espacio comprendido entre el sol y la tierra está ocupado por un medio transmisor de naturaleza física (42). El enorme roce de la luz al atravesar este medio ha de producir necesariamente electricidad que, transmutada en magnetismo, engendra las enormes fuerzas naturales cuya acción determina las variaciones de la vida planetaria. Demuestra Pleasonton que el calor terrestre no deriva directamente del sol, porque el calor asciende. Dice que por ser la fuerza productora del calor repelente y electro-positiva, queda atraída por la electricidad negativa de las capas superiores de la atmósfera. Aduce en prueba de ello que cuando la nieve cubre el suelo y estorba la acción de los rayos del sol, está más caliente en los puntos donde mayor es la capa de nieve, a causa de que elcalor electro-positivo irradiante del interior del globo queda atraído por la electricidad negativa de la nieve.
De todo esto concluye Pleasonton que la luz es un elemento independiente del sol, creado por el divino fiat, cuyo roce con el medio de transmisión engendra el calor (43). Afirma por otra parte, contra la hipótesis de la constitución gaseosa e incandescente del sol, que las irradiaciones de la fotoesfera producen enormes cantidades de electricidad y magnetismo al atravesar el espacio, de suerte que la combinación de electricidades contrarias engendra calor y transmite el magnetismo a todas las substancias capaces de recibirlo. Así, cada astro y cada nebulosa es un imán.
Si Pleasonton evidenciara esta su hipótesis, no les quedarían a las futuras generaciones muchas ganas de burlarse de la luz sideral de Paracelso ni de su doctrina de las magnéticas influencias ejercidas por los astros en animales, vegetales y minerales (44).
INFLUENCIAS LUNARES
El prevalecimiento de tan revolucionarias ideas nos mueve a preguntar a los científicos si sabrían decirnos por qué el movimiento de las mareas está relacionado con el de la luna. Seguramente que no acertarían a explicar este conocido fenómeno tan satisfactoriamente como lo hiciera un neófito en magia o alquimia, ni tampoco nos dirían por qué los rayos de la luna producen funestos efectos en determinadas personas hasta el punto de volverse loco quien a su luz se duerme en algunos parajes de la India y de África; ni por qué las crisis de ciertas enfermedades coinciden con las fases lunares y los sonámbulos están mucho más excitados en el plenilunio. Los jardineros, labradores y leñadores creen firmemente en la influencia de la luna en la vegetación, y entre otras pruebas de ello tenemos que diversas especies de mimosas abren y cierran sucesivametne los pétalos de sus flores, según la luna llena aparece o se oculta entre nubes (45).
Si la ciencia no sabe explicar estas influencias físicas, en mayor ignorancia estará todavía acerca de la influencia de los astros en el destino del hombre; y por lo tanto carecen los científicos de autoridad para contradecir lo que con pruebas no pueden impugnar. Desde el momento en que las fases de la luna influyen tan notoriamente en la tierra, que en todo tiempo estuvieron familiarizadas las gentes con sus efectos, no resulta irrazonable afirmar la posibilidad de que determinada combinación de influencias siderales produzca sus correspondientes efectos.
Si recordamos lo que dicen los ilustrados autores de El Universo invisible, acerca de los efectos resultantes en el éter universal de una causa tan nimia como la vibración del pensamiento en el cerebro humano, más lógico nos ha de parecer todavía que el tremendo impulso dado al éter por la rotación de millones de astros influya en la tierra y sus habitantes. Si los astrónomos desconocen la oculta ley de formación de los mundos que incesantemente voltean en torno de un punto céntrico de atracción, ¿cómo se atreven a decir que no puedan actuar en el espacio ciertas influencias cuya acción se deje sentir en los planetas? No se sabe apenas nada respecto a los agentes imponderables ni de sus efectos en el cuerpo y mente del hombre; y aun lo poco que se conoce por demostración, se achaca a la casualidad de curiosas coincidencias (46). Pero gracias a estas coincidencias sabemos que ciertas enfermedades, inclinaciones, dichas e infortunios de la humanidad son más intensas y prevalecientes según la época, pues hay epidemias tanto en lo físico como en lo moral. En unos tiempos la controversia religiosa excita las más acerbas pasiones de la animalidad humana, provocando enconadas persecuciones y sangrientas guerras, al paso que en otros el espíritu de rebelión se propaga por medio mundo como virulenta epidemia (47).
MÚSICA DE LAS ESFERAS
Además, el pensamiento colectivo va acompañado de anómalas condiciones psíquicas que invaden a millones de individuos hasta el punto de moverles a obrar automáticamente, corroborando con ello la vulgar opinión de las obsesiones diabólicas justificadas por las satánicas emociones y actos que dimanan de semejante estado mental. En ciertas épocas predomina la tendencia colectiva al retiro y la contemplación, y de aquí el incalculable número de postulantes a la vida ascética y monástica. Otras épocas propenden, por el contrario, a la acción manifestada en caballerescas aventuras que llevan a miles de gentes en busca de Eldorados o las empeñana en crueles guerras por la posesión de míseros y áridos territorios (48). Dice a este propósito Carlos Elam que “la semilla del vicio germina en el subsuelo social y brota y fructifica incesantemente con espantosa rapidez”.
En presencia de tan chocantes fenómenos, la ciencia permanece muda sin conjeturar siquiera su causa, y natural es que así proceda por cuanto no ve más allá de este globo de arcilla y de su pesada atmósfera, sin percatarse de las ocultas influencias que a cada instante recibimos. Pero los antiguos, a quienes también Proctor trata de ignorantes, sabían que las relaciones interplanetarias son tan perfectas como las establecidas entre los glóbulos de la sangre que, flotantes en el mismo fluido, reciben las combinadas influencias de todos los demás, al par que cada uno de ellos influye en todos. Así como los planetas difieren en magnitud, distancia y movimiento, asimismo es distinto no sólo el impulso que cada cual comunica al éter o luz astral, sino también las sutiles fuerzas que irradian según su posición en el espacio. La música es combinación modulada de sonidos y el sonido es vibración etérea en el aire. Ahora bien; si los impulsos comunicados al éter por los astros pueden comparase a las notas de un instrumento musical, fácilmente concebiremos la realidad de la “música de las esferas” a que aludía Pitágoras, y que en determinadas posiciones puedan perturbar los astros el éter en que se baña la tierra, al paso que en otras posiciones puedan armonizarlo sosegadamente. Ciertas clases de música nos ponen frenéticos, mientras que otras hienchen nuestra alma de fervor religioso. Apenas hay creación humana que no responda a determinadas vibraciones de la atmósfera. Lo mismo ocurre con los colores, que unos nos excitan y otros nos sosiegan. La monja viste de negro para denotar el desaliento de una fe apesadumbrada por el pecado original; la desposada se atavía de blanco; el rojo aviva la furia de algunos animales. Y si vemos que tanto el hombre como los animales son sensibles a tandébiles vibraciones, ¿cómo no han de recibir también la potísima influencia de las combinadas vibraciones estelares?
Dice sobre ello el doctor Elam: “Sabemos que ciertas condiciones patológicas se convierten fácilmente en epidémicas bajo la influencia de causas no investigadas todavía... Vemos cuán poderoso es el contagio mental, pues no hay idea ni quimera alguna, por absurda que sea, que no asuma carácter de pensamiento colectivo. También observamos el notable fenómeno de que reaparecen en una época las ideas de otra ya pasada... y por horrendo que sea un crimen (homicidios, infanticidios, envenenamientos), toma a veces epidémicos caracteres de perpetración... La causa de la propagación de las epidemias sigue envuelta en el misterio”.
Este pasaje traza en pocas líneas, de mano maestra, un innegable hecho psicológico, al par que una ingenua confesión de ignorancia, pues en vez de decir: causas no investigadas todavía, debiera agregar el autor con entera franqueza: de imposible investigación con los actuales métodos científicos.
A propósito de una epidemia de manía incendiaria, entresaca el doctor Elam de los Anales de Higiene Pública dos casos: el de una muchacha de diecisiete años convicta y confesa de haber prendido fuego a la casa por irresistible impulso; y el de un joven de la misma edad que cometió varias veces igual crimen, sin que pasión alguna le moviera a ello sino el deleite que experimentaba al ver surgir las llamas.
Continuamente encontramos en la prensa diaria relatos de crímenes sangrientos que los mismos culpables atribuyen a irresistibles obsesiones, diciendo que alguien les incitaba secretamente a perpetrarlos. Los médicos suelen achacar estos crímenes a trastornos cerebrales e impulsos transitorios de locura homicida; pero ¿qué psicólogo es capaz de definir la locura, ni acaso se ha establecido hipótresis alguna que la explique victoriosamente contra la investigación imparcial? Respondan las obras de los alienistas contemporáneos.
EL HOMBRE DUAL
Reconoce Platón que el hombre es juguete de la necesidad a que está sometido desde su entrada en el mundo de la materia; la externa influencia de las causas es semejante a la del daimonia de Sócrates.
Según Platón, feliz es el hombre corporalmente puro, pues la pureza del cuerpo físico determina la del astral (49) que si bien expuesta a extraviarse por su propio impulso, siempre servirá a la razón en sus empeños contra las animálicas propensiones del cuerpo físico. La sensualidad y otras pasiones dimanan del cuerpo carnal; y aunque opina que crímenes involuntarios, porque provienen de causas externas, distingue Platón entre ella. El fatalismo no excluye la posibilidad de vencer dichas causas, porque si bien las pasiones son necesarias en el hombre, cabe deominarlas para vivir rectamente y quien no las domina vive en extravío (50). El hombre dual, es decir, aquél de quien se ha separado el divino e inmortal espíritu dejando tan sólo los cuerpos astral y físico, es presa de todos los vicios e instintos propios de la materia, por lo que se convierte en dócil instrumento de las invisibles entidades de materia sublimada que vagan por la atmósfera y están siempre en acecho de obsesionar a cuantos quedaron abandonados por su inmortal consejero, el divino espíritu a que Platón llama genio (51). Según este insigne filósofo e iniciado, quien haya vivido rectamente en la tierra volverá a morar en su astro para tener allí existencia de felicidad proporcionada a sus merecimientos; pero si no hubiese vivido rectamente será mujer (52) en la otra generación, y si aún así tampoco se aparta del mal, quedará convertido en bruto de índole ajustada a sus perversos instintos, sin que cesen sus penas y transmigraciones hasta que, identificándose con el divino principio en su interior existente y venciendo con auxilio de la razón a los turbadores e irracionales elementos (espíritus elementales) compuestos de agua, aire, fuego y tierra, asuma nuevamente su primaria y superior naturaleza (53).
Pero el doctor Elam opina diversamente y dice (54) que sigue siendo un misterio la causa de la propagación de las epidemias; en cambio nada misterioso encuentra en el incremento de la manía incendiaria. ¡Singular contradicción! Lo mismo ocurre con la manía homicida de que trata De Quincey (55), sin explicar la causa de aquella epidemia de asesinatos sobrevenida entre los años de 1588 a 1635, en que murieron a mano armada siete personajes de la época.
FENÓMENOS HISTÉRICOS
Si apremiáramos a estos presuntos filósofos para que nos explicaran estos fenómenos sociales, responderían que es mucho más científico atribuirlos a perturbaciones de la mente, excitaciones políticas, movimientos impulsivos, espíritu de imitación, ociosidad, neurastenia e histerismo, que darles por quimérico fundamento la absurda hipótesis de la luz astral. Sin embargo, creemos que si por designio providencial dejara de afligir a la especie humana el histerismo, se verían apuradísimos los médicos para explicar los fenómenos que ahora atribuyen a las condiciones patológicas de los centros nerviosos. El histerismo ha sido hasta ahora tabla de salvación para los patólogos escépticos. Histérica llaman a la ruda campesina que sin causa determinante habla idiomas extranjeros y compone poesías. A “desarreglo de los centros nerviosos seguido de alucinación histérica colectiva” atribuyó Littré (56) la levitación de un médium que en presencia de doce testigos salió por una ventana del tercer piso de la casa y volvió a entrar en el aposento por otra distinta. Des Mousseaux (57) califica de alucinación canina el caso de un perro de caza que acertó a entrar en la sala durante una manifestación y fue lanzado al aire por una mano invisible con tal empuje, que después de hacer pedazos al chocar con ella la araña pendiente del techo a cinco metros de altura, cayó muerto en el suelo.
Dice Bulwer Lytton, por boca del doctor Fenwick (58), que “la verdadera ciencia no se aferra a ninguna opinión, pues sólo admite tres estados mentales: negación, afirmación y la suspensión de juicio que media dilatadamente entre ambas”. Acaso fuese ésta la verdadera ciencia en los días del doctor Fenwick; pero en nuestros tiempos, la ciencia, o niega rotundamente sin tomarse trabajo alguno de investigación preliminar, o bien colocándose a prudente distancia entre la afirmación y la negación recurre al diccionario greco-latino para inventar neologismos con que poner nombre a modalidades histéricas que jamás tuvieron realidad.
No es muy raro que poderosos videntes y expertos hipnotizadores hayan descrito las manifestaciones patológicas de carácter físico (aunque inaccesibles a la visión ordinaria) que la ciencia achaca a desórdenes epilépticos y hemático-nerviosos, pero que en modo alguno pueden tener origen orgánico, puesto que la lúcida visión las observaba en la luz astral, cuyas vibraciones eléctricas, según testimonio de videntes e hipnotizadores, estaban violentamente perturbadas con notoria influencia en la epidemia morbosa o mental a la sazón dominante. Pero la ciencia no ha hecho caso de ellos y ha proseguido en su tarea de dar nombres nuevos a cosas viejas.
Du Potet, el príncipe de los hipnotizadores franceses, dice a este propósito: “La historia mantiene demasiado vivo el recuerdo de la nigromancia, que se presta con harta facilidad a monstruosos abusos... Pero ¿cómo descubrí yo el arte hipnótico? ¿En dónde lo aprendí? ¿En mis pensamientos? No. La misma naturaleza me reveló el secreto. ¿Cómo? Ofreciendo a mi vista, sin necesidad de buscarlos, indisputables fenómenos de hechicería y magia. ¿Qué es, después de todo, el sueño sonambúlico? Resultado del poder mágico. ¿Qué determina esas atracciones, esos impulsos repentinos, esas epidemias asoladoras, pasiones, antipatías, esas crisis y convulsiones sociales, en fin, que vosotros podéis hacer duraderas? Pues las determina el genuino principio que nosotros empleamos, el agente que sin duda alguna conocían también los antiguos. Lo que vosotros llamáis fluido nervioso o magnetismo lo llamaron los antiguos potencia oculta del alma, yugo y MAGIA. La magia está fundada en la existencia de un complejo mundo situado fuera y no dentro de nosotros, con el cual nos ponemos en comunicación mediante ciertas prácticas y artes... Un elemento natural, pero desconocido pero desconocido de la mayoría de las gentes, invade a una persona y la doblega y abate como junco al soplo del huracán; dispersa a los hombres a largas distancias, los hiere en mil puntos a un tiempo sin que descubran al invisible enemigo ni puedan protegerse a sí mismos... Este elemento escoge amigos y favoritos a cuyo pensamiento obedece, responde a sus voces y comprende el significado de ciertos signos. Todo esto es incomprensible para muchas gentes que lo repudian en nombre de la razón; y sin embargo, está demostrado y yo lo veo y porque lo veo lo digo muy alto, pues ya es para mí verdad demostrada incontrovertiblemente... Si entrase en pormenores, se comprendería fácilmente que tanto a nuestro alrededor como en nosotros mismos, entidades misteriosas de potencia y forma entran y salen a voluntad, no obstante estar las puertas bien cerradas” (59). En otra de sus obras nos dice el gran hpnotizador: “La facultad de dirigir este fluido requiere determinada complexión fisiológica... Pasa este fluido a través de todos los cuerpos, pues todos son sus conductores y a la vez medios de actuación (60)... Ninguna fuerza química ni física es capaz de contrarrestarlo, pues hay muy poca analogía entre este fluido magnético animal y los que los físicos conocen con el nombre de imponderables” (61).
EL PODER DEL ALMA
Si volvemos la vista a la Edad Media encontraremos las mismas ideas en las obras de varios autores, entre ellos Cornelio Agripa que dice: “El alma del mundo es la fuerza universal siempre cambiante que puede fecundar un objeto cualquiera y comunicarle sus propiedades celestes, de modo que mediante las debidas preparaciones de la ciencia pueda transmitirnos su virtud. Basta llevar estos objetos encima para sentir inmediatamente su acción tanto en el espíritu como en el cuerpo. El alma humana, esencialmente idéntica a toda la creación, tiene maravilloso poder. Quien este secreto conoce es capaz de alcanzar sabiduría superior a cuanto le quepa presumir, con la necesaria condición de permanecer unido a esta fuerza universal... La verdad y el porvenir pueden presentarse continuamente a la vista del alma, según demuestran las profecías y vaticinios rigurosamente cumplidos... El tiempo y el espacio se desvanecen ante la mirada de águila del alma inmortal...; su poder no tiene límites..., pues le cabe lanzarse a través del espacio y envolver con su presencia a un hombre cualquiera que sea la distancia a que se halle e infundirse en él y hablarle como si personalmente estuviese a su lado” (62).
Pero aún podemos remontarnos a tiempos más antiguos y escoger entre los filósofos precristianos a Cicerón, como menos sospechoso de superstición y credulidad. Dice el famoso orador: “Sabemos que de todos los seres vivientes, el hombre es el mejor formado y, como los dioses (63) también son seres vivientes, deben tener forma humana, aunque no quiero decir con esto que estén provistos de carne y sangre, sino que parece como si tuvieran cuerpo de carne y sangre...” Epicuro, paraquien las cosas ocultas eran tan palpables cual si las tocara con las manos, nos enseña que “los dioses no son ordinariamente visibles pero sí inteligibles, pues aunque carecen de cuerpo denso, podemos reconocerlos por sus pasajeras imágenes, ya que en el espacio infinito hay átomos suficientes para formar las ima´genes que al aparecerse nos dan idea de lo que son esos seres felices e inmortales” (64).
A su vez dice Eliphas Levi: “Un iniciado que posea completa lucidez puede dirigir y comunicar a voluntad las vibraciones magnéticas en la masa de la luz astral... En el momento de la concepción se transforma en luz humana, de que se reviste el alma como de primer envoltorio y, combinada con los más sutiles fluidos, forma el cuerpo etéreo o fantasma sideral, que ya no se desprende por completo del cuerpo de carne hasta el momento de la muerte”. El gran secreto del adepto mágico consiste en proyectar este cuerpo etéreo a cualquier distancia y condensar en él oleadas del mismo fluido que lo constituye, a fin de hacerlo visible y tangible.
La magia teúrgica es la más acabada expresión de la psicología oculta. Los científicos la desdeñan como alucinación de cerebros calenturientos o la denigran con el estigma de charlatanería; pero nosotros les negamos el derecho de juzgar un asunto que jamás investigaron. Tanto valiera reconocerle a un indígena de las Islas Fiji el derecho de criticar las obras de Agassiz o Faraday. Todo lo más que pueden hacer los científicos es enmendar hoy su tarea de ayer. Tres mil años atrás, antes de la época de Pitágoras, afirmaban los filósofos que la luz era materia ponderable y al propio tiempo fuerza. La teoría corpuscular fue desechada a causa de los errores en que incurriera Newton al exponerla, pero en cambio aceptó el mundo científico la teoría de las ondulaciones lumínicas. Sin embargo, ahora se sorprenden los físicos al ver que Crookes pesa la luz en su radiómetro. Los pitagóricos sostenían, contrariamente a los modernos científicos, que la luz es un agente que no dimana directamente del sol ni de las estrellas. Lo mismo puede decirse respecto de la ley de gravedad. De acuerdo con las enseñanzas pitagóricas, sostenía Platón que la gravedad no era tan sólo la atracción magnética de las masas menores por las mayores, sino también la atracción de los cuerpos semejantes y la repulsión de los contrarios. A este propósito dice: “Si se ponen juntas cosas de naturaleza contraria, luchan y se repelen mutuamente” (65).
MAGNETISMO PLANETARIO
Esto no debe tomarse en el sentido de que se repelan los cuerpos de propiedades contrarias, sino tan sólo los que están juntos y son de naturaleza antagónica. Las investigaciones de Bart y Schweigger han disipado las dudas que pudieran caber acerca de si los antiguos conocían debidamente la atracción del hierro por el imán, así como las modalidades positiva y negativa de la electricidad, aunque dieran a todo ello distintos nombres. Entre los antiguos era opinión general que los planetas estaban relacionados magnéticamente, porque todos son imanes, y así, no sólo llamaban piedras magnéticas a los aerolitos, sino que se valían de ellos en los Misterios para los mismos usos en que nosotros empleamos hoy el imán. A este propósito dice Mayer: “La tierra es un enorme imán y todo súbito trastorno de la superficie del sol altera profundamente el equilibrio magnético de la tierra, ocasionando el temblor de las brújulas de los observatorios con luces polares cuyas vaporosas llamas parecen danzar al compás de la inquieta aguja” (66).
Cuando esto enseñaba Mayer, no hacía más que repetir en inglés lo que se enseñó en lengua dórica muchos siglos antes de nacer el primer filósofo cristiano.
Los prodigios realizados por los sacerdotes teurgos son tan auténticos y se apoyan en tan sólidas pruebas (si de algo vale el testimonio humano), que Brewster les reconoce piadosamente profundos conocimientos de ciencias físicas y filosofía natural, por no confesar que sobrepujaron en maravilla a los taumaturgos cristianos. Los modernos científicos están enredados en los términos de un dilema: o confiesan que los antiguos sabían más física que ellos o han de admitir en la naturaleza algo más allá de las ciencias físicas, es decir, que el espíritu posee facultades no sospechadas por nuestros filósofos. Sobre esto dice Bulwer Lytton: “Los errores en que caemos respecto de la ciencia de nuestra especialidad, sólo los advertimos a la luz de otra ciencia especialmente cultivada por el estudio ajeno” (67).
Nada de más fácil explicación que las superiores posibilidades de la magia. La radiante luz del universal océano magnético, cuyas eléctricas ondulaciones interpenetran en su incesante movimiento los átomos de la creación entera, revelan a los estudiantes de hipnotismo el alfa y el omega del gran misterio, a pesar de la deficiencia de sus experimentos. Tan sólo el estudio de este agente, soplo divino, descubre los secretos de la psicología y de la fisiología y de los fenómenos cósmicos y espirituales.
A este propósito dice Psello: “La magia ea la parte superior de la ciencia sacerdotal y tenía por objeto investigar la naturaleza, potencias y cualidades de todas las cosas sublunares; de los elementos y sus compuestos; de los animales; de las plantas y sus frutos; de las piedras y hierbas; en una palabra, inquiría la esencia y potencia de todas las cosas. Los efectos de esta ciencia se resolvían en esculpir estatuas magnetizadas que tocaban los enfermos para recobrar la salud, y en fabricar figuras y talismanes que lo mismo servían para provocar la enfermedad que para curarla. También por medio de la magia se hace aparecer frecuentemente fuego celestial que enciende las lámparas y hace sonreír a las estatuas” (68).
No es extraño que los antiguos sacerdotes animaran mágicamente estatuas de piedra y metal, según aseguran fidedignos testimonios, cuando en nuestros tiempos es posible, gracias al descubrimiento de Galvani, mover las patas de una rana muerta y alterar los rasgos fisonómicos de un cadáver, de modo que sucesivamente denote alegría, ira, horror y las más variadas emociones.
El puro y celeste fuego del altar pagano era electricidad derivada de la luz astral, y por consiguiente, si las estatuas estaban preparadas al efecto, bien podían, sin sospecha de superstición, provocar la enfermedad o restituir la salud mediante contacto, como sucede hoy con los cinturones eléctricos.
RIDICULECES APARENTES
Los escépticos, así doctos como ignorantes, se han burlado a su sabor en estos dos últimos siglos de los absurdos atribuidos a Pitágoras por su biógrafo Jámblico. Dice éste que el filósofo de Samos disuadió a una osa de comer carne; logró que un águila bajara de las nubes a posarse sobre su cuerpo, de modo que pudo domesticarla acariciándola con la mano y dirigiéndola suaves palabras; y por fin, persuadió a un buey a que no comiese habas, sin más exhortaciones que unas cuantas frases musitadas a la oreja. Todo esto parecen ridiculeces de ignorancia y superstición a los ojos de las cultísimas generaciones del día; pero si analizamos estos supuestos absurdos veremos que no lo son tanto como el en que incurren los detractores de Pitágoras al creer literalmente que Josué detuvo el sol en su carrera. Con frecuencia vemos hombres de escasa cultura y aun jovencitas de complexión delicada que a copia de paciencia y voluntad lograron domar los ferocísimos animales que exhiben sin temor alguno en sus colecciones zoológicas. El mismo resultado obtienen algunos hipnotizadores que, con su mágica sugestión, dominan no sólo a los animales, sino también a las personas, como hizo, por ejemplo, el famoso magnetizador Regazzoni, cuyos experimentos (mucho más increíbles que cuanto se haya podido atribuir a Pitágoras) tanta admiración causaron en París y Londres. No es justo, por lo tanto, acusar de inveraces o supersticiosos hasta el absurdo a los biógrafos de hombres tales como Pitágoras y Apolonio de Tyana. Al ver que la mayoría de quienes tan escépticos se muestran en lo tocante a las facultades mágicas de los antiguos y se burlan de sus míticas teogonías creen sin embargo firmemente en la Biblia, no podemos por menos de asentir al oportuno apóstrofe de Higgins, que dice: “Cuando encuentro hombres instruídos que toman el Génesis al pie de la letra, siendo así que los antiguos, no obstante sus defectos, tuvieron sobrado buen criterio para tomarlo en sentido alegórico, casi llego a dudar de si realmente ha progresado la mentalidad humana” (69).
Taylor es uno de los pocos comentadores que han reconocido con justicia el talento de los autores griegos y latinos. En su traducción de la Vida de Pitágoras, de Jámblico, dice Taylor: “Puesto que según nos informa Jámblico estuvo Pitágoras iniciado en los misterios de Byblus y Tiro, en las ceremonias religiosas de los sirios, en la sagrada ciencia de los magos de Babilonia y en los secretos de los santuarios egipcios, donde pasó veintidós años de su vida, nada tiene de maravilloso que conociera la teurgia y fuese capaz de operar prodigios superiores al ordinario alcance de la virtud humana, que al vulgo le parecen increíbles”.
El éter universal no era para los antiguos un desierto extendido por las inmensidades cerúleas, sino que lo consideraban como mar sin orillas, en cada una de cuyas moléculas latía un germen de vida, poblado, a semejanza de los mares terrenos, de diversidad de criaturas monstruosas unas y menores otras. Así como los animales de branquias se encuentran, según la especie, en mares altos o charcas bajas, así también cada linaje o casta de las entidades etéreas (espíritus elementales) moran habitualmente en los parajes más adecuados a su índole y unas se muestran amigas y otras enemigas del homrbe; cuáles son de agradable y cuáles de repulsivo aspecto; algunas se refugian en apacibles retiros y varias se complacen en planear sobre las aguas.
Si recordamos que el movimiento de los astros ha de perturbar el éter más hondamente todavía que los proyectiles el aire o las naves el agua, no será difícil inferir que determinadas posiciones respectivas de los astros puedan originar corrientes etéreas más caudalosas en una dirección que en otra y arrastrar, por lo tanto, en el mismo sentido grandes masas de elementales amigos o enemigos que, al ponerse en contacto con la atmósfera de la tierra, ocasionen efectos de notoria realidad.
LOS ELEMENTALES
Opinaron los antiguos que los espíritus elementales, no dotados de alma, emanaron del incesante movimiento de la luz astral, que es fuerza engendrada por la voluntad. Pero como esta voluntad procede de una inteligencia infalible (porque es purísima emanación del Padre y no está sujeta a los órganos físicos del pensamiento humano), desde el principio del tiempo comenzó a desenvolver, con arreglo a leyes inmutables, la materia elementaria indispensable para la generación de las razas humanas que, ya pertenezcan a nuestro planeta, ya a cualquiera de los miles que voltean en el espacio, tienen todas sus cuerpos físicos formados según matriz de los cuerpos de cierta especie de entidades elementales que pasaron a los mundos invisibles. En el encadenamiento de la filosofía antigua no faltaba eslabón alguno de cuantos pudiera forjar una “imaginación experta”, como dice Tyndall, ni quedaba la menor laguna que pudiera colmarse con hipótesis materialistas, pues nuestros “ignorantes” antepasados trazaban la línea de evolución de uno a otro extremo del universo, sin que, como absurdamente han hecho los modernos científicos, intentaran resolver ecuaciones de un solo miembro. De la propia suerte que en la serie de evolución física no falla término alguno desde la nebulosa estelar hasta el cuerpo humano, así tampoco dejaron los antiguos ningún punto interrumpido en la línea de evolución espiritual que abarca desde el éter cósmico hasta el encarnado espíritu del hombre.
Según los antiguos, la evolución procedía del mundo del espíritu al de la materia, para ascender desde éste al punto originario. La evolución de las especies era para ellos el descenso del espíritu a la materia y las entidades elementarias tienen en esta línea un punto tan señalado como el eslabón que Darwin juzga perdido entre el hombre y el mono.
Nadie ha descrito más poética y acabadamente los seres elementales que Bulwer Lytton, en su obra Zanoni, pues cuando los pinta como “algo inmaterial que da idea de alegría y luz”, parecen sus palabras más bien eco fiel de la memoria que exuberante engendro de la imaginación. Dice uno de los personajes de la mencionada obra: “El hombre es tanto más presuntuoso cuanto más ignorante. Durante muchos siglos sólo vio lucecitas encendidas por Dios para alumbrarle por la noche en los innumerables mundos que centellean en el espacio como burbujas en un océano sin límites... La astronomía ha desvanecido esta ilusión de la vanidad humana, y, aunque con repugnancia, confiesa el hombre que los astros son otros tantos mundos mayores y mejores que el suyo... Por doquiera descubre la ciencia nuevas vidas en esta inmensa ordenación... Procediendo, pues, por rigurosa analogía, si no hay brizna de hierba ni gota de agua que no sea, como la estrella más lejana, un mundo palpitante de vida, y si el hombre es un mundo para los millones de seres vivientes que pueblan su carne y su sangre, basta el sentido común para inferir que los infinitos espacios interplanetarios están cuajados de entidades vivientes adaptadas a dicho medio. ¿No es absurdo admitir la vida en una brizna de hierba y negarla en las inmensidades del espacio? La ley reguladora del sistema universal no consiente el vacío ni en un punto siquiera, ni tampoco permite lugar alguno donde no aliente la vida. ¿Cómo cabe concebir, entonces, que el espacio esté vacío, inanimado, y tenga en el ordenamiento de la creación menor utilidad que la brizna de hierba o la gota de agua poblada de miles de infusorios? El microcospio descubre los parásitos que habitan en la brizna, pero no se ha inventado todavía un telescopio de suficiente alcance para descubrir los nobilísimos y superiores seres que pueblan los inmensos espacios etéreos. Sin embargo, entre estos seres y el hombre hay misteriosa y terrible afinidad... Mas para descorrer este velo es preciso que el alma rebose de vivo entusiasmo y se desprenda de todo deseo mundano... Dispuesto así el hombre, vendrá en su auxilio la ciencia para que su vista sea más aguda, su ingenio más vivo, su sensibilidad más exquisita y aun el mismo éter, por virtud de ciertos secretos de química sublime, será más tangible y manifiesto. Después de todo, esto no es magia como se figuran los crédulos, pues no hay magia contra naturaleza, sino que únicamente la ciencia es capaz de dominar a la naturaleza. Ahora bien: existen en el espacio millones de seres no precisamente espirituales, porque todos tienen, como los infusorios, ciertas formas de materia, si bien tan delicada, vaporosa y tenue, que es a manera de película o vello que envuelve el espíritu... A la verdad, estas razas difieren entre sí completamente, pues unas son de extrema sabiduría y otras de horrible malignidad; unas hostiles con enemiga implacable hacia el hombre y otras benéficas como medianeras entre cielo y tierra... Entre los habitantes de los umbrales hay uno que excede en malicia y perversidad a todos los de su linaje; uno cuya mirada arredra al hombre más intrépido y cuyo poder se acrecienta en proporción del temor que inspira” (70).
EL MORADOR DEL UMBRAL
Tal es el esbozo que de los elementales no dotados de espíritu traza un autor, de quien se supone fundadamente que sabía mucho más de cuanto condescendiera a declarar ante un público escéptico.
Más adelante tratremos de explicar algunas enseñanzas esotéricas acerca del pasado, presente y porvenir del hombre. Estas enseñanzas son la fuente de que brotó el Antiguo y parte del Nuevo Testamento, y contienen los más sublimes conceptos de moral y de religión revelada. Las clases fanáticas e ignorantes de la sociedad tomaban la doctrina en sentido literal, pero las clases superiores, constituidas en su mayoría por iniciados, estudiaban en el solemne silencio de los santuarios y adoraban al único Dios del cielo.
Las enseñanzas que en el Banquete expone Platón acerca de la creación del hombre, y su teoría cosmogónica declarada en el Timeo, deben tomarse en sentido alegórico para aceptarlas por completo. Los neoplatónicos se aventuraron a exponer, sin violación de sigilo, las interpretaciones pitagóricas contenidas en el Timeo, Cratylus, Parménides y algunos otros diálogos y trilogías. Los conceptos capitales de estas enseñanzas, en apariencia incongruentes, son el de la inmortalidad del alma y el de Dios como mente universal infundia en todas las cosas. La piedad de Platón y el respeto con que siempre habla de los Misterios son prenda suficiente de su discreción para no quebrantar el profundo sentimiento de responsabilidad inherente a todo adepto. A este propósito dice el insigne filósofo: “El hombre sólo puede llegar a ser verdaderamente perfecto, perfeccionándose en los perfectos misterios” (71).
No disimulaba Platón su disgusto por la divulgación que en su tiempo empezaba ya a darse a las enseñanzas de los misterios, pues opinaba que en vez de profanarlos en oídos de la multitud, debían reservarse exclusivamente a los más dignos y celosos discípulos (72). Si bien menciona Platón frecuentemente a los dioses en sus obras, no cabe dudar de su fe monoteísta, pues por dioses entiende seres de jerarquía muy inferior a la divinidad y tan sólo superiores en un grado al hombre. El mismo Josefo, no obstante los prejuicios de raza, reconoce la creencia monoteísta de Platón, y a este propósito dice en su famosa diatriba contra Apión: “Los filósofos griegos que discurrían de acuerdo con la verdad no ignoraban cosa alguna... ni dejaban de notar la aparente frivolidad de las alegorías mitológicas que con justicia desdeñaban... Por este motivo se inclina Platón a creer que son inconvenientes los poetas en la república y, no obstante rendir homenaje a Homero, le inculpa de haber quebrantado con sus mitos la ortodoxa creencia en un solo Dios”.
Quienes descubran el verdadero espíritu de la filosofía platónica, difícilmente se contentarán con los comentarios de Jowett, quien dice que la influencia ejercida en la posteridad por el Timeo deriva en parte de la equivocada interpretación que los neoplatónicos dieron a las doctrinas de su autor, hasta el punto de estar las aclaraciones neoplatónicas de los Diálogos en “completo desacuerdo con el espíritu de Platón”. Esto equivaldría a suponer que Jowett ha penetrado acertadametne este espíritu; pero sus comentarios no lo denotan así. Dice Jowett que los cristianos encuentran en el Timeo las ideas de la Trinidad, el Verbo, la Creación y la Iglesia, aunque bajo el concepto judaico. Sin embargo, no es extraño que encuentren estas ideas, porque realmente están expuestas literalmente en dicha obra, aunque haya volado el espíritu que animaba las enseñanzas del insigne filósofo y fuera en vano que lo buscáramos en los áridos dogmas de la teología cristiana. La esfinge es hoy la misma que cuatro siglos antes de nuestra era, pero Edipo murió de muerte violenta por haber revelado al mundo lo que el mundo no estaba en disposición de recibir. Platón encarnaba la verdad y necesario era que muriese como han de morir las verdades trascendentales antes de que renazcan cual Fénix de sus cenizas. Todos los comentadores de Platón han advertido la vvísima semejanza entre las esotéricas enseñanzas del ilustre filósofo y la doctrina cristiana; pero cada cual trató de explicar esta semejanza desde el punto de vista de sus personales creencias religiosas. Así, Cory (73) opina que la semejanza es tan sólo superficial y prefiere el Dios antropomórfico a la Mónada pitagórica. Taylor, por el contrario, encarama la Mónada muy por encima del Dios mosaico. Zeller ridiculiza el atrevimiento de los Padres de la Iglesia que, sin respeto a la historia ni a la cronología ni a la opinión pública, insisten en que la escuela platónica copió de la religión cristiana sus conceptos fundamentales (74).
LA MENTE UNIVERSAL
Todas las filosofías antiguas enseñan que Dios es la mente universal difundida en todas las cosas. Las religiones induista, budista (75) y cristiana se fundan en este concepto. En cuanto a la metempsícosis o proceso purificador de las transmigraciones, que tan groseramente se antropomorfizó más tarde, fue dogma subalterno que los sofismas teológicos adulteraron con intento de ridiculizarlo a los ojos de los fieles. Pero ni Gautama el Buddha ni Pitágoras tomaron al pie de la letra esta alegoría puramente metafísica, cuya explicación nos da el Misterio de Kunbum (según veremos más adelante), con referencia a las peregrinaciones espirituales del alma humana. No esperen los eruditos encontrar en la letra muerta de las Escrituras budistas la aclaración de estas sutilezas metafísicas que abisman el pensamiento en la insondable profundidad de su significado, hasta el punto de que nunca está el investigador más lejos de la verdad que cuando presume descubrirla. Las abstrusas enseñanzas budistas sólo pueden comprenderse con auxilio del método platónico, que procede de lo universal a lo particular y cuya clave hallamos en el sutilmente místico influjo espiritual de la vida divina. Así dice el Buddha: “Quien desconoce mi ley y muere en tal estado ha de volver a la tierra hasta que se convierta en perfecto samano. Para ello ha de sofocar en sí mismo la trinidad de Maya (76), extinguir sus pasiones, identificarse con la Ley (77) y comprender la religión del aniquilamiento” (78).
En este concepto budista se apoya la filosofía pitagórica, que en este punto concreto expone Whitelock Bulstrode, como sigue: “¿Puede convertirse en no entidad aquel Espíritu que da la vida e impulsa el movimiento y participa de la naturaleza de la luz? ¿Puede el espíritu senciente de los brutos volver a la nada, a pesar de tener memoria, que es facultad racional? Si decís que los brutos exhalan su espíritu en el aire y allí se desvanece, lo niego. Verdaderamente es el aire lugar a propósito para recibir el espíritu de los brutos, porque, según Laercio, está poblado de almas y, según Epicuro, lleno de átomos originarios de todas las cosas; porque hasta este lugar donde nos movemos y en donde vuelan las aves participa de la naturaleza espiritual de modo que es invisible, y por lo tanto, muy bien puede ser el receptor de las formas, puesto que en él están todas las formas. Nosotros tan sólo podemos conocer este lugar por sus efectos. Y si aun el mismo aire es demasiado sutil para comprender su naturaleza, ¿qué será el éter de las regiones superiores y qué formas e influencias descenderán de allí?”
EL NIRVANA
Opinaban los pitagóricos que los espíritus de las criaturas no son formas sino emanaciones del éter sublimado, es decir soplos. Todos los filósofos convienen en que el éter es incorruptible y por lo tanto inmortal y exento de aniquilación. Pero ¿qué es lo invisible e indivisible que no tiene cuerpo ni forma ni peso, que es y no existe? El nirvana, responden los budistas. La NADA, que no es un lugar, sino un estado. En el nirvana queda el hombre libre de los efectos de las “cuatro verdades”, porque todas las causas engendradoras de efectos se aniquilan en el estado nirvánico. La doctrina budista del nirvana se funda en estas “cuatro verdades” que, según el libro de la sabiduría (Prajnâ Paramitâ), son las siguientes:
1.ª Existencia del dolor.
2.ª Causa del dolor.
3.ª Extinción del dolor.
4.ª Medio de extinguir el dolor.
¿De dónde dimana el dolor? De la existencia. Al nacimiento siguen decrepitud y muerte, porque doquiera hay forma hay causa de dolor. Tan sólo el espíritu no tiene forma alguna y por lo tanto no existe aunque es. El hombre interno que alcanza completamente la espiritualidad sin forma alguna, entra en la perfecta bienaventuranza. El hombre externo y objetivo se aniquila, pero la subjetiva espiritualidad vive eternamente, porque el espíritu es incorruptible e inmortal.
En el fondo de las enseñanzas de Buda y Pitágoras se descubre su identidad. La omnipenetrante anima mundi es el nirvana y la mónada encarnada de Pitágoras es el buddha de los budistas, que silenciosamente mora en los arcanos de la bienaventuranza final. También se identifican la mónada pitagórica y el buddha budista con el Brahm arúpico, la sublime e incognoscible Divinidad que llena el universo entero. Cuando el buddha se manifiesta en forma carnal es un avatar, mesías, cristo, logos o verbo, esto es, una transmutación del divino espíritu, el Padre que está en el Hijo y el Hijo que está en el Padre. El inmortal espíritu cobija al hombre mortal y desciende a infundirse en la morada de carne. Todo hombre es capaz de convertirse en buddha, dice la doctrina. Así es que en la interminable sucesión de los tiempos vemos de cuando en cuando hombres que alcanzaron más o menos completamente la unión con Dios, que equivale a la unión consigo mismos. Los budistas llaman arhats a estos hombres que están ya próximos a ser buddhas y nadie les aventaja en ciencia infusa y virtudes taumatúrgicas (79), la misma identidad con las doctrinas secretas de Pitágoras nos descubren los relatos, tenidos por fabulosos, de ciertos libros budistas, una vez desnudos de toda alegoría. Los Jâtakâs, escritos en lengua pâli, relatan las 550 encarnaciones o metempsícosis del Buddha y describen las formas que tuvo en cada vida, animal, psando del insecto al ave y al cuadrúpedo hasta llegar al hombre, imagen microscópica de Dios en la tierra. Sin embargo, no vale tomar estos relatos en sentido literal ni acomodarlos a las existencias de un solo espíritu que sucesivamente animó diversas formas de seres orgánicos. Sino entender, de acuerdo con la metafísica budista, que el sinnúmero de espíritus humanos individuales son colectivamente un solo espíritu, como las gotas de agua del océano constituyen una sola masa líquida, a esar de su posible separación. Cada espíritu humano es un destello de la Luz que penetra el universo todo, y por lo tanto, lógico es creer que el divino espíritu anima el grano de arena, la flor, al león y al hombre. Los hierofantes egipcios, los brahmanes, los budistas del Este y algunos filósofos griegos sostuvieron siempre que el mismo espíritu latente en el átomo de polvo, anima al hombre, en quien se manifiesta plenamente activo. También fue general en otro tiempo la doctrina de la gradual absorción del alma humana en la esencia del paterno espíritu; pero jamás implicó esta doctrina la aniquilación del Ego, sino tan sólo la desintegración de las formas que al hombre verdadero envuelven en el mundo físico y después de la muerte. Nadie más a porpósito para revelarnos los misterios de ultratumba (tan equivocadamente tenidos por impenetrables), que aquellos hombres favorecidos de algunos vislumbres de la verdad suprema por haber logrado, mediante su firmeza de propósito y pureza de vida, la unión con Dios (80). Todos estos videntes nos dan singulares descripciones de las diversas formas asumidas por las entidades astrales que reflejan concretamente los pensamientos del hombre durante su vida terrena.
LA IMPERSONALIDAD
Es sencillamente absurdo tachar de atea y materialista la filosofía budista, porque el nirvana es aniquilación y el svabhâvat es la nada o la impersonalidad. También el En del En-soph judaico significa nihil, lo que no existe (quo ad nos), y sin embargo, a nadie se le ha ocurrido acusar de ateos a los judíos. En ambos casos la palabra nada o aniquilación expresa la idea de que Dios no es cosa ni persona visible y concreta a la cual pueda aplicarse propiamente el nombre de algo conocido en la tierra.
FIN DEL TOMO PRIMERO
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Este libro fue digitalizado para distribución libre y gratuita a través de la red
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